Archivo de la categoría ‘Literatura’

Me dejé amar

Por Sara Levesque

 

Tengo una tragedia particular: mi radar está estropeado; amo lo equivocado. Amo más mi arte, los relatos y escritos que con él compongo. Los escribo con miedo en vez de tinta. Y, a veces, sangro en el papel, retratando sobre él mis viejas heridas, que no son tan viejas. Adoro, amo incluso mi propia cobardía más que a la mujer que provoca esos sentimientos, más que a aquella que inspira cada palabra que me gotea a coágulos del corazón. Nunca he podido perdonármelo. Supongo que por eso le sigo escribiendo. No sé si busco su perdón o el mío.

Me dejé amar por una mujer que no me amaba. Caí yo sola en la suicidante boca del lobo y lo hice con una gran maestría. Su sonrisa no la puedo olvidar. Al mismo tiempo, tampoco la recuerdo. Me pregunto veinticuatro veces al día por qué la sigo queriendo. Qué extraño es esto del amor…

Quise demasiado… Quise tocar esa sonrisa, agarrar la mano que la censuraba y apartarla despacio para que todas las personas pudieran admirar su poder. Para que fueran testigos de una de las maravillas del mundo.

Existió una época en que posábamos felices para aquellas dos fotos, dejando caer con dulzura un brazo por encima de nuestros respectivos hombros, sujetando con la otra mano el ejemplar de un libro en concreto, como si fuéramos un matrimonio y el poemario nuestro hijo único. Un matrimonio del que solo sobrevivieron recuerdos que no se pueden tachar.

Un enlace que ya no es nuestro nexo común porque el tiempo lo deshilachó. Porque ella y yo preferimos casarnos con la escritura en vez de entre nosotras, que sería lo adecuado.

Optamos por tener cada una sus propios libros por el camino.

Cada vez que el cuentagotas permitía que coincidiéramos, nos tapábamos la boca de emoción. Cada una se tocaba su propia sonrisa. Era chocante. No le aguantaba la mirada mucho tiempo, evocarnos de nuevo me resultaba excesivo. Y solo soy capaz de besarle los recuerdos sin poder recordarnos a besos.

Perdí el tiempo mirándola a los ojos a través de los reflejos de los espejos que me iba encontrando. Buscándola en la nada como si fuera una demente. Abandonada en el punto donde la ciudad besa al horizonte. Un beso sin pasión, desperdiciado en un lugar opuesto al mío.

A ella le complace vivir al otro lado del mundo y yo no tendría problemas en darle la vuelta al mío para confundirme junto a su peculiar locura. Pondría patas arriba mi vida encantada, complicándome los días, compartiendo ese desorden a su lado. La vida da muchas vueltas, tantas como veces puedas curvar tu boca en una sonrisa.

Ahora que está tan lejos y yo soy un poco más valiente, me atrevo a observar a las personas del mundo exigiendo sin descanso su mirada en los ojos de los demás. Porque en los espejos solo queda su eco residual. Y yo no soporto volver a perder el tiempo. No soporto bailar sin la melodía de sus latidos. Prefiero hablar con ella y tropezarme con mi propia sinceridad que seguir en silencio sin que sepa a ciencia cierta lo que ocurre en el fondo de mi pecho. Solo siendo testigo de que vivo en equilibrio, como un tentetieso, bailando a veces a un lado y a veces a otro sin dejar de estar en el mismo lugar atascada. Un lugar desde el que vería más claro nuestro futuro si me arrancara los ojos.

Así era amarla (parte II)

Por Sara Levesque

 

Amarla implicaba que era imposible olvidarla. Si me llamaba «pequeña», me era imposible olvidarla. Si se acercaba hasta mí con su sonrisa de la mano, me era imposible olvidarla. Si me miraba desde sus ojos inocentes, me era imposible olvidarla. Si escuchaba la canción que tanto le gustaba, me era imposible olvidarla. Si llovía, me era imposible olvidarla. Si, además, me preparaba un café, me era imposible olvidarla. Si cerraba los ojos, me era imposible olvidarla. Si los abría, me era imposible dejar de verla en las caras de los demás.

Qué quieres que te diga, Lector… Me era imposible olvidarla. Pero no dejar de escribirla. Como expresé al inicio, solo soy una escritora a la que no conoce nadie que se pasa los días intentando reescribir su vida. En círculos, dando vueltas a sus errores en bucle. Y poniendo a ese error el nombre de otras mujeres para no recordar el de verdad porque duele demasiado.

Así, ella podría seguir con su vida y yo recuperar el rumbo de la mía. ¿Por qué? Porque solo soy una escritora a la que nadie conoce, que siempre sostiene un pie en el borde del precipicio y el otro en el aire, en duda, sin saber si avanzar o recular.

La verdad es que tengo justo lo que me merezco. SOLEDAD. Noches sin dormir. Durmiendo solo en sueños. Cuando sueño con ella. Por eso no me conoce nadie. Porque solo me quiero para confundirme con mi musa. Porque, sin saber el motivo, cuando la escribo suelto el bolígrafo para seguir trabajando con otro de distinto color, creando así un vaivén de tonalidades que empezó en los matices de su mirada; según le diera la luz, sus ojos eran miel, ocres o café. Todo el espectro de la arena…

No me dejé ser feliz. Siempre quería algo inalcanzable. Parecía necesitarlo para estar contenta. Visitaba sus fotos tres veces al día, como un medicamento que, en vez de curarme, me enfermaba más. Un fármaco del que tenía que tomar el recuerdo de su risa en pequeñas dosis para no desarrollar intolerancia y que no le cayera peor a mi cuerpo.

Era el remedio para no contagiarme de melancolía. Era el auxilio para la tristeza. Si alguna vez me curo, no volveré a pensarla jamás. Ahora, desde esta perspectiva de más de un lustro de distancia, aprecio con precisión que fui una cobarde. Llegué a despreciarme por ello. Casi dolía. Después de un puñado de años solo puedo mirar de lejos sus labios a través de las fotografías que fue dejando por el camino. También esos expresivos ojos. Y acordarme del eco de su voz que se gangoseaba cuando las lágrimas pedían la vez para regar tan otoñal mirada.

Imaginé otra situación en la que dije lo que quería escuchar en vez de repetírmelo en silencio, rebotando sin parar dentro de mi cabeza. Le demostraba lo que llevábamos meses gritando con discreción. Era un secreto a voces. Era un murmullo a veces. Sostener su barbilla con mucha delicadeza, como si sujetase aire, y unir mis labios a los suyos, que tan bonitos versos recitaban. Versos que enamoraban, y así me quedé yo. Tal vez, acabar en su casa o la mía. Y si no, no pasaría nada. La eternidad ha decidido apropiarse aquella velada, aquellas miradas furtivas y apresuradas, casi vergonzosas.

Tuve pánico al espanto de perderla y al final pasó lo que tenía que pasar. Si estuviéramos cara a cara, la abrazaría de manera tan intensa que podría llegar a deshacerla con mi soledad.

Ahora ya no me interesa saber la hora, el día o el mes en que estamos. Me da bastante igual que haya otra en su vida, otra a la que ama y le recita toda la poesía que ha escrito.

Es la musa encarnada de nuestra vida pasada. Desde que se marchó tengo el corazón a dieta. Aquel secreto gutural fue igual que uñas rasgando una pizarra, o un tenedor arañando un plato con mucha rapidez. Como si el plato fuese mi cerebro y los silencios en voz alta, el odiado utensilio.

Así era amarla (parte I)

Por Sara Levesque

 

Imagino que fue tarde para ser sincera, pero al final me atreví. Le dije «te quiero». Es la verdad, la quiero. La quiero pedir perdón, la quiero amar, la quiero soñar, la quiero follar, la quiero sentir, la quiero hacer feliz, la quiero de mil maneras y cada una es más mortal que la anterior.

Imagino muchas cosas, entre ellas, que tiene a otra que se lo dice y su voz suena más convincente que la mía. Madrid, tal y como lo conocía paseando a su lado, ha desaparecido para convertirse en el escenario de una guerra que libramos mi corazón y yo por sobrevivir a nuestro propio pasado.

Había una vez una calle al final de una bifurcación. Era una calle en la que amanecimos, por la que nos perdimos hasta que quisimos. Una calle que conocí tras una cena, una de tantas cenas. Pero no fue una cena como las demás. Ni tampoco una calle igual que el resto. Una calle tras una cena. No sé en cuál de los dos lugares me enamoré.

Está lloviendo y me acuerdo de ella. Lo hago demasiado. Más de lo que debería.

Antes de conocerla no esperaba nada de nadie. Empezaba mi rutina deseando que acabase pronto y pasar al día siguiente para vivir el bucle otra vez. Apenas salía de casa. Cuando no me quedaba más remedio, mis pasos de muerta en vida parecían no querer llegar nunca a su destino. Me arrastraba por la calle, cabizbaja. Me deslizaba con el balanceo del metro, cabizbaja. Y en casa, sobrevivía cabizbaja.

No era por un problema en las cervicales. Simplemente, no tenía ganas de volver a mirar a nadie a los ojos. Ni siquiera a los míos, ante el espejo. Observaba mi pelo, la ropa, los dientes… Lo justo para estar presentable. Todo, menos a los ojos. Me avergonzaba lo que transmitían. Y es que aún me cuesta perdonarme por mi cobardía aquella noche, tan llena de energía y que, al acabarse, acabó también con mi esperanza. Una noche que ella habrá olvidado, pero yo no lo consigo…

Me dolían los ojos de tanto bochorno que escondían. Por eso iba cabizbaja. Un mal día, comenzó a chispear. Llegué a dudar de si llovía en la calle o en mis ojos, empañados por su propio aguacero. Levanté la vista, hecha un nudo, y me encontré con ella. Fue sin querer. Vi cómo sonreía y ya no puedo volver a cerrar los ojos sin que su imagen parpadee flotando. Los días que nos veíamos, me saludaba con una carcajada y así aprendí a hacerlo de nuevo. Por repetición. Porque cuando lo hacía ella quedaba bonito y quise probar a enseñar a mi boca a expresar ese gesto. Al principio, las comisuras de mis labios chirriaban. Luego, se fueron engrasando; en especial, con la lluvia.

Adoro que llueva, como ahora mismo. Algunas chispas de agua me saltan a la cara cuando tengo la ventana abierta para oler el agrisado del clima. Los vecinos me miran raro desde el refugio de sus casas, pero me resbala como resbala el agua por mi rostro. Me relaja sentir el frescor del aguacero en el ambiente. Lo deja todo limpio.

Desde el cielo gotea, pero no hace frío. Sé que nunca más podré sentir las bajas temperaturas mientras me siga calentando con su recuerdo. Mientras me siga durmiendo sintiendo el aroma de su pelo revuelto, anhelando conciliar el sueño con una mano sobre su pecho. Más que por tocarle las tetas, pretendería tocarle el corazón a través de la piel.

Una piel que es la mejor manta que una podría echarse por encima. Una piel exquisita y perfumada, suave, caliente y entregada, como una carretera por la que no me importaría volver a coger el coche para extraviarme.

Esa era ella. Y así era amarla. Era como abrazar el vacío. Un vacío equivocado, un vacío con /b/. Un vacío en el que solo existe la hostia que te das cuando llegas al suelo. Porque la cruda realidad es que no hay nadie abajo para amortiguar tu caída. A nadie le importa que revientes.

Rock & Roll

Por Sara Levesque

 

¡Qué sorpresa cuando me dijo que le encantaba el rock and roll! Se la veía tan delicada y grácil… Como si a las personas como ella no pudiera gustarles el estilo musical más puro que existe.

Me asombré de mi propia comparación, avergonzada. Y deduje, una vez más, que era maravillosa, única. Y me volví a aficionar al rock una temporada, dejando el blues para cuando no estuviera. Así tendría algo de qué hablar con ella mientras buscaba los términos adecuados para decirle «qué guapa estás» en vez de pensarlo a hurtadillas.

Me gustaba porque era sencilla.

La conocí y en mi mente se abrieron los vínculos necesarios para que apareciese cada vez que cerraba los ojos. Si mañana me quedase ciega, seguiría percibiéndola porque ya no existe en mi cerebro sino un poco más abajo, en un rinconcito alrededor del cual sopla siempre mucho aire. Deduje que era tan preciosa que debería estar prohibida; que si alguien pretendiese arrestarla sería yo encerrándole la boca con mis labios.

Los días avanzaban. Dejé pasar uno tras otro, convenciéndome de que al siguiente sería valiente y le diría que me gustaba. Que quería invitarla a un café y perderme en su mirada ilegal. Que ambicionaba el deseo de ser la protagonista de sus poemas más sensuales y de los más desgarradores. Que me gustaba porque era sencilla. Sencilla, que no simple.

Iría, alegre y viva, hacia ella, y le diría de todo menos quejas. Sabía que no soportaba a los quejicas. Le sonreiría; eso era fácil cuando nos mirábamos. La luz de sus parpadeos siempre me invitó a ello, incluso cuando una vez soltó no sé qué historia acerca de una chica que le llenaba el estómago de mariposillas ––y no era yo––. Hasta en esa situación me nacía sonreírle, a pesar de que los celos me pudrían las entrañas. Y cuando reía, le brillaba el sol entre los dientes, ¿lo sabías?

Me sedujo su calma. Y su espontaneidad… Era como saltar al vacío sin importar dónde caer ni si va a doler mucho. Como cuando movía la mano al gesticular y tiraba el objeto con que se topaba, rompiéndolo. Con ese ademán involuntario armaba un desorden que a cualquiera le daría ganas de desarmarla a gritos. A mí no. Yo me rompía, pero en carcajadas.

Me hacía reír incluso cuando miraba mi teléfono y veía que la llamada que esperaba seguía perdida; cuando el silencio de mis proyectos era lo único que me sonaba; cuando estaba de inmundicia hasta las cejas y con la toalla escurriéndose de mis dedos muy despacio, tan despacio que afligía; o cuando mi único deseo era encarcelarme bajo la sábana y quitarle el corcho a La Rioja para bebérmela.

Me atraía que solo alzara la voz para desternillarse a gritos, con esa risotada infantil que exteriorizaba como si le hubieran golpeado la espalda, escupiéndola. ¿Por qué mis labios no caminaron con decisión desde sus mejillas hasta el hogar donde viven sus besos? Porque tenía miedo. Muchos miedos diferentes. Me daba respeto e intimidaba su posible respuesta. Me asustaba dejar pasar esa ocasión y que la vida se hubiese cansado de tenderme su mano, saturada de oportunidades. Recelo de acabar siendo esa que siempre va con la hora a destiempo. Espanto de perderla antes de saber lo que era tenerla en mi vida como algo más que una amiga. Temía querer invitarla a algo y que no pudiera porque tenía prisa o algo mejor que hacer… Quise ser valiente por una vez, lo prometí. Lo malo fue que me creí mi mentira. Una vez más.

Pensé que debía darle un giro a mi conducta con ella. Olvidarme de este constante desgranar de bobadas. Quizá el resultado hubiese sido otro si rompía las leyes y ese giro lo daba con /j/. Porque me cautivaba. Porque era sencilla. Porque me cautivaba su sencillez. Y el jiro que provocaba en mi día a día.

Lo que deseaba, más que amor, era hacerle reír hasta que se le durmiera la mandíbula. Porque así era como me imaginaba la felicidad: a través de su risa. Y eso tan sencillo me gustaba…

© Sara Levesque

La Fuente de Trevi

Por Sara Levesque

 

Nunca se lo he confesado, pero si me duelen las heridas, me las curo entre sus versos. Yo escribo del género bohemio, que todavía no se ha inventado, como tal. Ella escribe con el alma a flor de piel, y aún me cuesta armarme de valor para hacerle saber, sin acobardarme demasiado, que quiero que acaricie de cerca mi corazón con cada poema suyo. Que le haga temblar de rabia o de emoción, que lo engrase con su prosa y se la entregue desde cualquier dirección. Que sigamos adelante donde lo dejamos aquella tarde que tan tarde se nos hizo. Porque mis sueños sin ella, nada son.

Nunca se lo he reconocido, pero deseo desde siempre arrancarle una sonrisa o la ropa en vez de ansiar huir de ella por el espanto que me tengo, aunque suene a incongruencia. No supimos saborear los momentos con los ojos cerrados a tiempo. Me arrepiento de lo que pasó, no por ello volveré a dejarme arruinar por la desazón. Quien manda en lo que a ella se refiere es mi corazón. Y si sigue latiendo su nombre con pasión solo es por una razón.

No sé a qué estamos esperamos para dejarnos abrazar por nuestras sonrisas. Sí sé que cuando estoy en la calle, ante el papel o en la cama, ya sea sola o acompañada, mis sueños sin ella, nada son.

No fue fácil alejarla. Odiarla sí. Pero alejarla hasta el olvido… Eso ya es otro cantar. En su caso se podría decir «otro recitar», que va más con ella. Con la escritora que se olvidó de escribirme.

Reconozco que alguna vez la he odiado. Y también que viví momentos en que era incapaz de distinguir a quién despreciaba más: a su indiferencia o a mi timidez. Aun así, querer alejarla no es mi sentimiento más fuerte. El que gana la batalla también empieza por /a/. Y si se gira la palabra luce el paradero de la Fuente de Trevi.

Me gustaría poder hallar mil maneras de convertirla en un recuerdo indoloro. No sé si es mejor que duela un ratito o que escueza para siempre. A pesar de no haberme prometido nunca nada, ni siquiera un insulso «tal vez» de madrugada, lastima mucho más de lo que me convendría; se me desgarra una y otra vez la herida. Eso es maldito, teniendo en cuenta que ella tendrá a otra a la que le prometerá toda su vida, que es lo que se me escurre a mí a medida que pasan los días.

Al margen de eso, mi parte más sádica sigue encantada de que me robe el sueño, que me confunda el pensamiento, que me castigue sabiendo que moriré virgen de ella, que siga paseándose por aquí dentro, en el meollo de este corazón que palpita afónico frunciendo el ceño.

No me voy a sentir mal por mentir, por latir, por ser algo pesada o por quererla de mala manera como si fuese una chiflada. Mi corazón está geométrico, se le marcan las esquinas, y en cada una de ellas brilla su puto nombre; un nombre, Lector, que empieza por /*/ y, joder, nunca termina.

No aguanto más la vida detrás de ella. Quiero adelantarme hasta llegar a su lado. Escribirle y que me responda, encontrarla, hallarla sin buscarla, no imaginarla. No volver a fallarla y sí cambiar la primera /a/ de ese verbo por la cuarta vocal.

Con ella me bastó un instante para enamorarme y toda una vida para aprender a olvidarla. Un sinfín de sus versos con los que calarme y una buena hostia a (des)tiempo para valorar su arte.
Supongo que en eso se basa mi aguante: en saber aceptar su versión más distante.

© Sara Levesque

 

 

La Paz

Por Sara Levesque

 

Al final comprendí, demasiado tarde, que hacernos daño era mejor que no hacernos nada. Sé que estaba de paso por mis días. Pero sus pasos eran tan bonitos… Y todavía hoy, años después, me pregunto si encontraré alguna vez una mirada que tenga la vista tan linda como la suya.

Ya no distingo qué es felicidad y qué es Musa. Cualquier mujer que pase por mi lado, por mi cama o por mi vida la acabaré comparando con ella y siempre perderá. No es ella, soy yo; nunca logré a olvidarla del todo. Lo único que me queda en el tintero para decirle por escrito es que la sigo queriendo como nunca llegué a quererla.

No existe un final para nuestra historia. Por eso continúo escribiéndola. No se puede cerrar una historia que no comenzó.

Hui hacia delante. Y quise encontrar paz acurrucada entre sus pechos, cobijada por su protector busto. Pero esa paz vivía a miles de kilómetros de mí. Existe un atajo: estas palabras, como una escalera muy alta y robusta que no se me rompa si intento abrazarla desde tan lejos.

Desapareció de las redes porque su entusiasmo debía ser pleno. Porque su gozo no me extrañaba en absoluto. Y yo tenía demasiado tiempo libre para pensar en nuestro tacto en bruto. Mi alegría sí la echa de menos. Yo sí continúo en las redes, pero atrapada, asfixiándome por el recuerdo de sus ojos color impreciso, siempre infinito.
Hui de mis sentimientos por miedo. Miedo a no saber hacerla feliz. Miedo a expresar lo que sentía. Miedo a desaprovechar todas sus sonrisas. Un miedo atroz, un miedo suicida. Fui presa del peor de los pánicos; una estúpida también. Pensaba que me conocía bien hasta aquel día. El día en que guardé silencio para ver cómo se alejaba. El día que, en realidad, era una noche. Con mi secreto le expresaba: «adelante, ve a buscar a otra que haga lo que yo quiero hacerte: feliz». La alejé tanto que llegó a cruzar el océano.

Y cuando miro su foto, no puedo evitar tocarme los labios —los de la cara—. No sé si porque recuerdo así mi silencio, o porque anhelo su beso. Un beso que debía ser nuestro y acabó perdido en el tiempo. Dando vueltas atrapado en una red.

La experiencia vivida con mi musa interminable es como uno de esos eventos que solo pasan una vez en la vida, y por casualidad. Vino de rebote, porque se encontraba en el lugar adecuado y en el momento más oportuno. Y yo pasaba por allí. Era de esas personas que crea adicción cuando la pruebas. Al saborearla, aunque sea con la mirada, vuelve yonqui hasta a la más impasible. Y después, cuando decide marcharse sin mirar atrás, deja a la adicta desquiciada, gastando sus días buscando su mirada en los ojos de los demás, comprando parpadeos a cambio de ilusiones.

Una toxicómana de su ternura, esa soy yo. Con el corazón agarrado a las costillas porque no puede sostenerse en pie por sí solo. Un corazón que ha vuelto a ser la versión más pura de una víscera, herido, resquebrajado, despedazado. Podría herirla con alguno de ellos que saltase con suficiente fuerza.

Mi boca vuelve a ser capaz de sonreír, pero con la forma de cicatriz que le dejó antes de marcharse a otro lugar más exótico, con más paz. Una paz que no quiso compartir conmigo, y aquí sigo, envuelta en la misma nube de la que no deja de llover. La nube que me entregó sin ser consciente la tarde de los tapones. Una paz que para su alma es vital, sin ella no sabría respirar. La paz que siempre le ensanchaba la sonrisa cuando la recuerda. La Paz… Qué ciudad tan irónicamente tormentosa para mí.

© Sara Levesque

 

Radical

Por Sara Levesque

 

Le dije «bésame» y me dio el pésame.

No era por hacerle un regalo en persona. No era por acabar existiendo a base de excusas. Olvidaré lo que dijimos antes de que sea demasiado vieja para perdonarlo. Perdonaré todo lo que no nos sugerimos para poder olvidarlo. Mejor relameré el recuerdo de su acogedora forma de ser.

No era por pasear por Madrid con ella para esquivar los mortíferos dientes de la ciudad tras su cálida sonrisa. No era un deseo, era un sueño que se me perdió por el camino. Ni siquiera me lo robaron, lo extravié yo solita con una maestría de lo más asombrosa.

Sí era por dejar de ser RADICAL y pasarme al bando NEUTRAL, ese en el que las rosas que repartía llevaban las espinas de goma y no herían. Sí era por besarle los versos y sanarme la ausencia de su cariño. A día de hoy, sigo pidiendo en la playa de Ojalá la copa que nunca compartimos, que nunca bebimos, porque nunca nos quisimos. Aún doy dos besos en vez de uno en la bifurcación donde se acabó lo que nunca empezó.

La esperé en un lado de la vida y resultó que estaba en el contrario, en una taciturna búsqueda de la que no me percaté por ser ella muda a mis señales y yo ciega a su poesía. Me fui quedando tan invidente del miedo a perderla antes de saber lo que era tenerla, que no tuve ojos en el corazón para poder verla.

Maldita sea, nunca supe encontrarla, solo imaginarla hasta que me dolía el pensamiento. Hasta que llegaba otra mujer y me hacía ojitos para superponer su estampa al recuerdo de mi musa. Cuando me decidía a cerrar los míos, surgía de nuevo con su arte. Eso no le importaba y a mí me afectaba demasiado.

¿Qué tal si le daban por culo a lo que se debía hacer y parábamos de prohibirnos? A mí el protocolo me tocaba un pie y, de paso, el otro.

¿Por qué no decidimos probar a estar juntas un ratito y dejar de ponerlo por escrito?

¿Por qué no podemos ser ahora valientes o, al menos, sinceras, para cerrar el absurdo paréntesis de años en blanco que nos distanciaron, que fueron más difíciles de superar que cruzar el Atlántico de un salto?

Hoy, mi conclusión es que no existen los puntos suspensivos. No sobreviven más interrogantes. Se acabó vivir en un tiovivo la misma huida repugnante. Ya no tendré vergüenza de invitarle a bailar y desafinar con ella una canción que a ninguna nos acabe de gustar.

La quise como nunca llegué a quererla. Hubo una vez una época segura en la que paseábamos disfrutando de charlas sin desenlace. Incluso descubrí gracias a ella un restaurante encantador donde cenamos la única vez que cenamos juntas. Allí, nuestra historia cobró una fuerza faraónica. Una historia que nunca se escribió. Ni se recitó. Porque yo soy novelista y ella poeta, por ese orden. Al menos, hasta que llegó de mi mano la música de piano que jamás siguió el guion…

© Sara Levesque

 

 

Siempre nos quedará Alsacia

Por Sara Levesque

 

¿Nos escapamos a Alsacia?

Alcancé a proponérselo. Quise que nos fugáramos un ratito. Existir al límite sin fronteras. Sin pensar. Besarnos sin temores, matarnos de placer. Vivir del cuento, de nuestros cuentos, porque las dos somos escritoras. Que me parase el corazón al llamarme «pequeña» y yo recordarle que seguía siendo un encanto. Que era más cielo que el propio firmamento. Desafinar tarareando una canción, girar en sentido contrario. Y ser testigo de cómo, mientras viéramos amanecer desde el modesto balcón, la brisa revolviera su pelo, desobediente de por sí, alborotando mi interior con su desorden. Poniendo patas arriba mi vida por completo. Y tranquilizarme al comprobar que no pasaba nada por salirse de los esquemas.

Me hubiese gustado desaparecer con ella. A cualquier lugar del mundo, pero si era a Alsacia, mejor. También alcancé a proponérselo. A mí siempre me atrapó el halo bohemio que rodea a Francia. A pesar de ser un país simbólico para ambas, nunca hemos disfrutado juntas de su atractivo.

—Quisiera que nos encontráramos perdidas en el buen sentido de la huida, vencer el miedo a temer. Recuperar el tiempo olvidado que solo encontró el mal camino. El tiempo en que todo eran quejas o excusas. Decir que sí a nuestros corazones una vez en la vida. Consumirnos a besos, tumbarnos en la cama y anudar nuestras pieles hasta que no se sepa dónde empiezas tú y dónde acabo yo. Despertarte por la mañana y que me mires desde un ojo cerrado y el otro dándome los buenos días a medias. Acercarte un café recién hecho, fuerte, con cuerpo ––como tú–– y un croissant, y besayunar juntas. Vernos comer, comernos al ver que queremos comernos. Sentirnos vivas, rescatar nuestros corazones a través del dedo del mismo nombre. Dejémonos llevar sin parar de imaginar. Lo cierto es… que me apetece un poco de ti —fueron las palabras que mi garganta tragó sin masticar.

—¿Nos hacemos un viaje a Francia? —fueron las palabras que logré escupir con torpeza.

—Eres una soñadora, Sara —murmuró.

—Lo sé. Siempre estoy igual. Sé que esto es más real de lo que quiero admitir. Solo… —le tomé de la mano—…, solo déjame soñar un poquito más.

Evoco una y otra vez, sin poder remediarlo, que antes de conocerla subsistía en el boceto de una vida sin sueños. Vuelvo sin descanso al inicio de la partida en busca de las pistas que me salté por ir demasiado deprisa cuando apareció aquella tarde a mediados de otoño, mi estación favorita. Surgió como surgen las buenas ideas: sin avisar. Y mi vida resucitó. Así empezó todo. De la manera más tonta.

Ojeamos tantos atardeceres juntas… Y todos en silencio.

Demasiado tiempo fantaseé con la idea de despertar a su lado, compartir el desayuno, romper nuestra rutina, bailar juntas, reírnos sin vergüenza, discutir por tonterías, reconciliarnos follando… ¿En qué estará pensando en este momento? Espero que no se sienta triste y sola. O sí y se acuerde de mí, que jamás le he dado la espalda, aunque el tiempo haya seguido adelante. Y ojalá supiera que, cada vez que doy un abrazo a quien sea, dejo entre los cuerpos un pequeño hueco que lleva su nombre y nadie más puede ocupar.

Y hasta ahí viajamos.

Sin miedo en la lengua

Por Sara Levesque

 

Mi querido Lector, mi herido diario:

Anoche soñé con ella.

Soñé que volvía sin avisarme. No me molestaba, solo verla borraba todo lo demás.
Soñé que me daba un besito juguetón. Y yo, sí y no, lo esquivaba porque tenía novia…; pero lo anhelaba.
Soñé que rememoraba cuando fuimos al teatro. Ella me decía «a veces sacan a alguien». Yo la miraba paralizada y se reía, la muy pícara, diciéndome que era broma.
Soñé que, por fin, dejaba de ser una niña para ser una mujer, hablándole a la cara.
Soñé que la acompañaba al garaje a por el coche y me confesaba haberse vuelto a enganchar al tabaco; fumaba cada dos horas.

Soñé que, en el aparcamiento, la besaba, me expresaba que lo había hecho mal, y daba media vuelta con intención de irse. Le preguntaba «¿quieres que lo haga bien?». Agarraba su mano y la traía de vuelta. La besaba de nuevo, sin miedo en la lengua.
Soñé que me sonreía y yo era feliz por sentirla otra vez.

Herido diario, soñé que me encantaría hacer el amor con ella en el coche, mismo, como dos impacientes; pero que tampoco me corría prisa si no le apetecía.
Soñé que comprendía que no hay en el mundo una mujer más maravillosa que ella.
Soñé con su tacto junto a mí, y me acordaba de mi novia. Porque el tacto de mi pareja no era el de ella. Porque su manera de besar no me ponía cachonda igual que la de ella. Porque no era ella, al fin y al cabo.
Soñé con que no necesitara soñarla más.

Qué pena me ha dado despertar y ver que la mujer de mi cama no era ella. Ahora sufro insomnio por su culpa. Por una mujer que, como cruel casualidad, me hace soñar.
Ha sido maravilloso volver a estar con ella, aunque solo sea en sueños. Aunque padezca pesadillas, fantasías, sueños normales y corrientes…, de todo tipo; pero siempre anda ella por ahí, manoseándome el subconsciente. Se ha adueñado de él sin permiso.

Llegamos casi a tocarnos, casi a confesarnos, casi a besarnos. Y en medio de tanta indecisión que, por no haber concluido aún me dura, casi llegue a decirle «te quiero».

He sufrido todo tipo de sueños con ella, de mil formas, colores y dimensiones. Hasta en blanco y negro. De una forma u otra siempre brotaba su esencia. He temido a las pesadillas asfixiantes; a los sueños románticos y empalagosos; a las alucinaciones sin sentido de lo que habíamos vivido; a las apariciones bucólicas; a los espejismos entrañables a veces y quimeras en que las dos éramos las jueces. Y he sufrido muchas, muchas fantasías eróticas. He logrado notar su lengua acariciando la mía, el murmullo secreto de nuestros labios, casi podía tocar su sonido al despegarse. Recuerdo saborear un olor a limón en su aliento, el perfume de su piel, el aroma de su pelo. Y he llorado de pena, de dolor, de ruina al despertarme y comprobar que solo era producto de mi imaginación, que la echa mucho de menos, a pesar de que nunca la ha sentido.

Su boca me volvió loca. He soñado tantas veces que nos besábamos que mi cerebro está intoxicado de ausencia. Tiene adicción a la ficción. He desquiciado al pobre Freud. He soñado tanto con ella que, a veces, era incapaz de distinguir si la tenía delante o solo sufría otra terrible pesadilla.

© Sara Levesque

 

Aquí cerca, allí lejos (parte II)

Por Sara Levesque

Enroscada sobre su pecho. Ese sería mi refugio. Donde me sentiría más segura, abrigada. Acariciando sus duras y rosadas perlas, mi cuerpo iría acoplándose con sus labios más australes. Me relajaría, padeciendo la calma del perfume de su cutis. Las perlas de sus pechos. Un dueto que nunca me cansaría de besar y mimar. De tocar y mirar. De sentir y excitar. Adornos turgentes que no llegarían a saciar mi lengua, porque siempre tendría el mono. Realces de piel, realces de miel, a los que deseaba ser fiel.
Las perlas de sus pechos. Un tocado que engalanaría ese busto suyo tan provocador. Me hipnotizarían tanto como sus pupilas, intensas y tentadoras. Sus perlas y sus pupilas.

Pensando en ese cóctel de sensaciones, me rendiría ante ella. No sin antes susurrarle al oído lo feliz que me hacía por añadir las perlas de sus pechos a mis complementos.

—Te quiero —comentaría.

Sabría que bromeaba. Que lo diría en otro contexto. Que me querría, pero solo carnalmente. Yo también la querría, la quise, de más maneras. Guardaría la esperanza de que me quisiera amándome. Anhelando esa creencia y hechizada por su seducción, nos moriríamos de éxtasis con cada caricia regalada. Gastaríamos nuestros cuerpos y, recostadas, nos iríamos calmando, inhalándonos a la par.

Cuando el mundo real y mi fantasía entrelazaron sus dedos, esta mujer formaba un conjunto raro, pero atractivo. Una fusión repleta de tonalidades: negro azulado de la noche, dorado de su piel, el marrón ennegrecido del pelo y el blanco de la luna. Lástima que yo fuera ciega a los colores por su culpa.
Permanecería en vela viéndola dormir, incapaz de hacerlo yo. Oiría ruidos extraños por todas partes. Pensaría en el más extraño de todos: su respiración. La besaría mientras soñaba, sintiendo el milagro de sus labios para poder tranquilizar mi mente y descansar abrazándola por la cintura.

Apenas podría echarme una cabezada. Me despertaría entumecida y agotada. Demasiadas emociones juntas. Demasiada excitación para mi cuerpo tan acostumbrado a que no le pase nada.

Me tiraría por encima un jersey y abriría la puerta. Amanecería. La brisa sería espesa. Todo estaría mojado; yo ya no. Habría llovido durante la noche, lo normal en otoño. Me volvería desde el umbral para mirarla. Aún dormiría. La observaría un momento, de esos que son tesoros. Ella era un tesoro inasible, como un comienzo para que ocurriera algo a continuación. El principio de una historia que nunca dejaré de contar porque da para eternizarla de mil maneras diferentes. Querría retenerla junto a mí, pero no me estaría permitido. Se marcharía.

—No se puede sujetar algo tan libre como tú, tesoro —le querría decir.

Iría a despertarla con café recién hecho, tostadas con mermelada, fruta y, por qué no, algo con chocolate. Me saludaría, medio adormilada. Sus movimientos serían pausados. Tropezaría con sus propios pies, tambaleándose ––a decir verdad, hasta en la imaginación era entrañable––. Envolvería su somnoliento cuerpo con mi chaqueta. Saldría al porche y yo podría apreciar cómo temblaba bajo el madrugador sol de finales de año.

Entonces, el perfume de su cuerpo aparecería para recordarme su aroma y enloquecerme un poco más, envolviéndome con su tacto, tan suave como un susurro.

—Pequeña, pronto será de día. Tengo que marcharme.

Retrocedería, devanándome en hebras de emoción, como alguien enmarañado.

—¿A dónde? ¡¿A dónde vas?! —preguntaría.

Ella se encogería de hombros.

—Aquí cerca, allí lejos… Ni tan cerca, ni muy lejos. Y según sople el viento, a cualquier otro lugar.
Y yo, como la eterna idiota que soy, hasta en utopías, dejaría que se marchara, convenciéndome de que algún día volvería. Nos daríamos dos besos y ahí acabaría todo, como si nunca hubiera empezado. Después de tantas caricias espirituales yo acabaría con la piel en carne muerta…

Pura fantasía.

Puta fantasía.

 

© Sara Levesque