Me retiro

Por Sara Levesque

 

Lo cierto es que nuestra historia empezó realmente bien; casi parecía irreal. Luego, se fue torciendo poco a poco, sin avisar. Pasamos de la utopía a la misantropía. Empezamos a creer que sabíamos de todo cuando no teníamos ni idea. Y acabó de la peor manera: con un abismo de silencio que nos separó años y años, igual que una fatídica condena. Después de devanarme los sesos tantísimas noches, de aprender a sacarme el cerebro de la cabeza para manosearlo como se manosea una bola de cristal y averiguar cuál fue el error que cometí, creo que lo encontré. Me quedé esperando a que ella diera «el paso» en nuestra atracción mutua, como si fuese su obligación o su turno, sin darme cuenta de que yo también tenía pies para avanzar hasta sus labios.

En parte está bien, porque todo el dolor surgido desde entonces significa que lo vivido fue lo bastante real como para que ahora mortifique. Hubiese dado mi alma a cambio de asesinar sin piedad mi cobardía. Fundirnos en un «abrazazo», que eso era muy suyo. Quedarnos a vivir en las pupilas de la otra, parpadeando si nos apetecía estar a solas. Que, por una vez, los golpes de la vida los tradujéramos en golpearnos las caderas sobre la cama, en el suelo, contra la pared, sobre la lavadora para comprobar si lo del meneo del centrifugado era cierto o donde se nos antojase, sanándonos las heridas, rompiendo los «día a día», reventando la rutina al galope de nuestros orgasmos.

Me quedé con ganas de declararle que era la luz de mis días, que no soportaba respirar en una realidad ficticia con ella sin que estuviera de verdad. Que, a veces, no me soportaba a mí misma y solo toleraba el día si era con la persiana bajada. Que no me importaba dibujar el futuro con los esquemas del pasado. No me importaba, lo prometo, siempre y cuando ella estuviera a mi lado. No quería que el tiempo volviera a pasar y arrepentirme otra vez de comprobar que se distanciaba. Lo digo porque una vez se marchó prometiendo que volvería.

Expresó muchas cosas, entre ellas, que no me preocupara porque me avisaría de su regreso para que no me pillase por sorpresa. Me lo soltó como se le dice a un amigo que todo se arreglará cuando ni siquiera se han escrito las instrucciones. Cuando me trataba así, a veces deseaba no tener el corazón maduro. Que siguiera siendo de juguete. Que los años no pasasen por la vida. Que nunca se hubiera inventado la manera de medir el tiempo porque así no sabría por cuánto esperarla. Ni hubiera seguido enredando el dedo en el calendario al contar los días que faltaban para su reaparición.

Algunas veces conseguía olvidarla; aunque no por completo, claro. Siempre sobrevivían migajas de ella que aferraba y redondeaba entre los dedos como si fueran un moco, redondeando de paso el mismo bucle en el que nos metimos. El mismo en el que nos mentimos. A veces jugaba con ese pellizco. A veces me rebozaba con él. A veces retozaba a solas para no olvidar que una vez lo hicimos de verdad en el césped de El Retiro. Y poco después, allí mismo, tuvo el valor de soltarme «yo me retiro».

Se retiró diciendo que volvería. No supe salir de ese enredo. No supe sacarla de mí sin arrastrar con ella mi corazón. Porque era tan comprensiva como inhumana, tan risueña como desagradable, tan cautelosa como una putada. Mi cama la extrañó incluso cuando nunca la había disfrutado.

Sara Levesque

 

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