Quizá nos parezcamos demasiado

Por Sara Levesque

 

Siempre he pensado que «hacer el amor» es una expresión absurda. Tú no dices «he quedado con una amiga para hacer la amistad». Somos así. Hacer el amor solo es la manera que tienen los sentimientos de practicar ejercicio, de fortalecerse.

Pero si tuviera que profundizar en este tema, diría que mi postura favorita para hacer el amor era con ella. Que el mejor orgasmo que podría disfrutar habitaba en su cuerpo, empezando por su mirada radiante, plena. Y que todos mis gemidos surgirían a través de sus sonrisas. Mis suspiros guardaban en bajito su nombre.

En numerosas ocasiones me estanqué imaginando cómo sería dibujar a besos nuevas rutas por las pecas de sus pómulos. Hablarle con mis dedos sobre los lunares de su cuerpo. Eso era para mí hacer el amor. Hacerle amor. Hacernos amor.

Al momento de escribir estas líneas era de noche. Creo que las dos de la madrugada. Fuera diluviaba, eso seguro. Y yo, para variar, me acordaba de ella porque la lluvia la asociaba con su naturaleza. Una lluvia que, mientras caía, entonaba los versos más espontáneos y sinceros del mundo, capaces de ahorcar hasta a la más cuerda.

Romántica, ñoña, ilusa, cursi, repipi, obsesa, soñadora o bohemia, podía llamarme como le saliese del… Coño, casi escribo una ordinariez. Pero esta confesión era para ella —como casi todo—. Más que poetisa, la alcancé a considerar poesía.

Deseé que volviera para sincerarnos. La distancia nos hace sabios, y tantos años de distancia debieron dejar a los Siete Sabios de Grecia a la altura del betún. Al mirarla a los ojos, podría decirle que la amaba, aunque me echase a temblar por dentro. Podría recuperar el beso que nos negamos cuando la tuve cerca, tan cerca que daba miedo. Un miedo incoherente, como si fuera Halloween todos los días del año menos el que le corresponde. Podría fantasear con la idea de su reacción: quizá me lo devolviera, mutara en una cobra, siguiera con su postura de indiferencia habitual, o acabara palpitándome la mejilla en lugar de la entrepierna. Porque si me avisaba de su regreso, podría dormir por las noches después de todo eso. Ya no estaría condenada a preguntarme qué habría pasado si la comía a besos como una vez nos sugerimos entre parpadeos.

Me inquietaba que nunca quisiera volver. Me inquietaba y mucho. Viví, existí, subsistí, sobreviví afligida por si le cautivaba tanto su viaje al extranjero que, al final, decidiera quedarse allí hasta que encontrase algo mejor. Que ese algo nunca se dejase ver y acabara esperándolo tan lejos para siempre… Me obsesioné por si su nuevo estilo de vida le atraía más que el que podría compartir conmigo en la ciudad de siempre. Temía no volver a verla y que eso le resbalara como su lluvia tan peculiar. Pero, sobre todo, lo que más me ofuscaba era que, después de tantos años, hubiera dejado de importarle y no necesitase verme más. Que me hubiera puesto en el olvido, ignorándome de principio a fin, desde la tarde que nos conocimos en el gabinete hasta estas palabras. Eso me aterraba…

Fuera seguía jarreando. Veía cómo los trasnochadores se empapaban. Y me preguntaba, desde mi imprudente ventana, si les chapoteaba el corazón como lo hacía el mío.

Sara Levesque

 

 

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