Aquí cerca, allí lejos (parte I)

Por Sara Levesque

Hubo un tiempo, mientras me armaba de valor para formar las palabras que esculpía mi corazón, en que fantaseaba mucho con una idea. Incluso había diseñado un escenario idílico y armonioso que a ambas nos atraía. Un entorno solitario elegido a conciencia. Una casita de madera en medio de la nada, sin vecinos, sin visitas inesperadas, sin ruidos urbanos, sin murmullos mundanos… El lugar perfecto para gozar a solas de lo que hubiera que gozar, ya fuera una copa, una charla, una caricia, un orgasmo o una deliciosa macedonia de todo ello.

Me imaginaba sirviendo la cena sobre una mesa de madera sintiendo hambre, también muchos nervios. Sin querer asustarla. Sin querer asustarme. Cenando bien. Poniéndonos al día de nuestras expectativas. Mis temblorosos dedos se acostumbrarían a su cercanía, poco a poco, casi con parsimoniosa actitud. Al acabar, se levantaría tomándome de la mano para salir al porche con mi copa de vino y su cerveza; por su parte, saboreando el bosque nocturno; por la mía, relamiendo la fortuna de un momento tan pleno como era mirarla y verla de verdad.

Al entrar, la oscuridad se adueñaría de la habitación. La luz de las bombillas sería muy tenue, lo suficiente como para enternecer la velada, para crear ambiente. Me pondría las manos sobre los hombros y yo dejaría resbalar las mías por su espalda. Como soy de natural torpe, vería tan cerca el desastre que soltaría la copa. En vez de devolver la mano a su cuerpo, la introduciría en su pelo desordenado. Siempre adoré su estilo caótico. Era casi anárquico. Al sentir ese desorden, mis dedos dejarían la timidez para otra ocasión. Me entretendría saboreando el tacto de sus locos cabellos ––aún sigo yendo a terapia de grupo por su culpa, por su pecado de mujer maravillosa––. Al momento de besarnos, me pondría de puntillas apreciando la travesura en su cara. Soltaría también su vaso y me conduciría hasta el rincón secreto de la cama.

Con gracia, se desharía de las botas y después los pantalones. Daría un paso para salir de sus prendas y, acto seguido, me besaría de nuevo. En parte lo esperaría, en parte no. Me privaría del aliento y yo querría seguir asfixiándome por ella. Manejaría su cuerpo con absoluta libertad. Su cuerpo, su libertad. Y a mí me entraría un vértigo dependiente que no querría superar.
Acabaría de desnudarse. Diría algo que mi mente no sería capaz de retener. Ya no me quedaría sangre en la cabeza. Contemplaría sus esbeltas piernas tostadas por el sol reptando sobre el colchón y las seguiría, admirando de paso el resto de su cuerpo.

Se colocaría sobre mí. Lamiéndome, no le costaría encontrar mi zona más profunda. Con una mano de perfumada y fina piel bajaría hasta mi sur, encharcado de placer. Una tierra húmeda, la mejor zona para que se sumergiera.

—Me encanta saberte excitada —le susurraría.

Como toda respuesta, me miraría sonriendo.

Tan preciosa. Tan imposible. Sentirla debía ser auténtica magia. Y ella, una deliciosa maldición. A las dos nos encantaría enredarnos con besos eternos que yo creería sin sabor a despedida. Besos inagotables, voraces, insaciables, succionadores. Siempre quise comerme el mundo, empezando por su boca…

Continuará…

© Sara Levesque

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