El paisaje de la mujer indie

Por Sara Levesque

 

Ella y yo teníamos un tonteo tan hermoso como ver un amanecer en mitad de la montaña. Era muy musical y siempre que la rodeaba una canción sonreía en todo su esplendor. Pensaba que era porque tenía bastante tristeza que disimular. Le gustaba mantener las distancias debido a que su dolor del pasado podía con sus deseos. Conocía bien la cruz de esa cara… El tono impreciso de sus ojos se ocultaba detrás de un escudo que ella intentaba robustecer y, en realidad, era tan transparente como sus gafas sin montura. Cuando se lanzaba a hablarme, a mí me parecía que lanzaba de paso un latido de su corazón con cada una de sus palabras. Algunas veces me enviaba una canción dance para darme los buenos días. Y yo, que siempre he sido más visual que auditiva, me volví a aficionar a la música para que se sintiera cómoda y poder arrancarle sus lágrimas camufladas desde bien temprano, aunque tuviera que hacerlo de una en una, gota a gota, nota a nota. Le mandaba reggae o blues, que son los únicos sonidos que tolero.

También me gustaba mucho Phil Ochs, pero sus melodías las reservaba única y exclusivamente para mí. Y con ese tonteo soportábamos mejor el peso de la semana, en especial, el de los lunes por la mañana. Sin darme cuenta, empecé a aplaudir sus virtudes, que a ella parecían habérsele olvidado. Era fácil, bastaba con mirarla, aunque fuera a su recuerdo. Su estampa comprendía todos los paisajes en uno. El pacífico océano en calma naciendo de entre sus idealizadas piernas sumado al monte frondoso que posee las mejores vistas del mundo, el de Venus, formaban el paraje ideal para una amante de los deportes de riesgo como yo. Los lunares de su espalda componían una abstracta constelación si lo que se me antojaba era hacer un viaje espacial y ver las estrellas junto a ella.

La cascada de sus cabellos era el lugar ideal para ser más atrevida y zambullirme sin temor a ahogarme en su inmenso perfume. Para tomar el sol lo mejor era recostarme entre sus dos acogedoras dunas color arena, y si me entraba frío siempre podía echarme su piel por encima. El destino más romántico no era París sino sus labios, que hablaban un único e inmortal idioma: el de los besos. Si tenía el día nublado y le llovía por la cara, no se me ocurría mejor plan que mojarme bajo el destello de su verdoso mirar. Pero sin duda, el panorama más asombroso era su desértico corazón, que parecía haberla desterrado de sí misma. Un lugar al que yo ansiaba peregrinar con un billete de ida y alojarme sin fecha de salida para construir castillos en el aire de su aliento con toda la arena que le asfixiaba la respiración.

Si entre tanta expedición se sentía perdida, le mencionaría el día en que se compró una brújula y un mapa para algo más que una excursión, que podía usarlos para recordar que no estaba sola, que su risa valía un millón y, para encontrarla, yo no necesité un instrumento de orientación. No me atreví a decirle que me perdería en su mundo interior para degustar su hogar tan acogedor, que adoraba hacer chistes malos sobre nuestra edad, que sería genial tratar de cocinar una tarta con sabor a caricias y, si nos salía mal, comernos abrazadas cucharita, aunque fuese a parpadeos. Quizá debiera ser valiente y dejar de huir para bailar junto a su corazón al ritmo de una canción dance de esas que tanto le gustaban…

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