Más o menos completa

Por Sara Levesque

 

El cirujano le dio buenas noticias sobre el bulto de su pecho. Resultó que su tumor estaba en el amor.

Me he enamorado, no como una tonta, sino como el ser humano normal y corriente que no soy.
Es lo que hizo. Me tocó con suavidad la piel del torso mientras le dejaba entrar hasta mi pecho. Luego, se fijó en las curvas de mi corazón y lo deseó con la mirada. Y para que no se fatigara, lo arranqué y se lo entregué. Metió los dedos en los huecos de la aorta y lo masturbó hasta que el pobre infeliz eyaculó todo su jugo sobre ella. Cuando descubrió que le gustaba más de lo que quería permitirse, más que acceder a pringarse con los latidos de ambas direcciones, más incluso que atreverse a dejarse llevar por lo que sentía me lo devolvió reseco, vacío, marronáceo y hecho una pasa, apestando a indiferencia.

¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Esperar a que se me regenerara de nuevo todo mi volumen sanguíneo? Quizá, cuando eso ocurriera, hubiera aprendido a coserle una cremallera. Para algo debían servir los puntos de costura que quedaron en forma de cicatriz.

He llegado a la conclusión de que la única pareja estable con la que he vivido ha sido la escritura. Es un bolígrafo. Un pedazo de papel arrugado. Un recambio de la pluma. Es todo eso. Es más que ella. El único amor del que no me canso tras tantos años de convivencia.

Melancólica en forma de prosa, delicada si se viste de poema, o pura y arrolladora cuando me narra, la escritura es lo que me enseñó y también lo que me dejó. Lo único que aún conserva su esencia y a través de ella puedo escribir su nombre sin que me duela demasiado. O sus iniciales, escondiéndolas donde no sea fácil encontrarlas: en mitad de un párrafo, en tres adjetivos consecutivos o antes de un punto y aparte.
Si me apetece estar con una rubia, me tomo una cerveza. Que quiero una morena, pienso en el café. Y si se me antoja pelirroja, cualquier licor anaranjado me sirve. Sobre todo, un buen vino rosado.

Y luego estaba ella. También era mi amor, pero de esos platónicos. De esos que se escaparon y solo volverán cuando ya no me quede fuerza en los dedos para agarrarlo. Lo malo es que a ella sí la podría cambiar por la primera mujer que me hiciera ojitos. Y acabar así devolviéndole el daño que me dejó de recuerdo.
La verdad es que vivir conmigo debe parecerse mucho a suicidar los sentimientos. Habría días en los que no querría ni mirarla a los ojos, ni me importaría saber cómo le ha ido en el trabajo, ni siquiera hacer el amor con ella. Surgirían instantes en los que preferiría seguir enmarañando mi interior en el sofá, de madrugada, a solas; momentos en que sus caricias me irritasen y la apartase de mí, refunfuñando. Habría días en los que necesitase mandarla muy lejos, allí donde no huele bien… Porque no sé qué extraña conexión se daba en mi cerebro que, cuando me encontraba sola, ansiaba enlazarme con ella; y en los pocos pasos que anduvo a mi lado, deseaba estar muy sola. Nunca acepté esa contrariedad para ninguna de las dos.

Así que me conformo con la escritura. Es la única a la que soporto y me sobrelleva. La única que me hace sentir más o menos completa.

© Sara Levesque

Los comentarios están cerrados.