Aquí cerca, allí lejos (parte II)

Por Sara Levesque

Enroscada sobre su pecho. Ese sería mi refugio. Donde me sentiría más segura, abrigada. Acariciando sus duras y rosadas perlas, mi cuerpo iría acoplándose con sus labios más australes. Me relajaría, padeciendo la calma del perfume de su cutis. Las perlas de sus pechos. Un dueto que nunca me cansaría de besar y mimar. De tocar y mirar. De sentir y excitar. Adornos turgentes que no llegarían a saciar mi lengua, porque siempre tendría el mono. Realces de piel, realces de miel, a los que deseaba ser fiel.
Las perlas de sus pechos. Un tocado que engalanaría ese busto suyo tan provocador. Me hipnotizarían tanto como sus pupilas, intensas y tentadoras. Sus perlas y sus pupilas.

Pensando en ese cóctel de sensaciones, me rendiría ante ella. No sin antes susurrarle al oído lo feliz que me hacía por añadir las perlas de sus pechos a mis complementos.

—Te quiero —comentaría.

Sabría que bromeaba. Que lo diría en otro contexto. Que me querría, pero solo carnalmente. Yo también la querría, la quise, de más maneras. Guardaría la esperanza de que me quisiera amándome. Anhelando esa creencia y hechizada por su seducción, nos moriríamos de éxtasis con cada caricia regalada. Gastaríamos nuestros cuerpos y, recostadas, nos iríamos calmando, inhalándonos a la par.

Cuando el mundo real y mi fantasía entrelazaron sus dedos, esta mujer formaba un conjunto raro, pero atractivo. Una fusión repleta de tonalidades: negro azulado de la noche, dorado de su piel, el marrón ennegrecido del pelo y el blanco de la luna. Lástima que yo fuera ciega a los colores por su culpa.
Permanecería en vela viéndola dormir, incapaz de hacerlo yo. Oiría ruidos extraños por todas partes. Pensaría en el más extraño de todos: su respiración. La besaría mientras soñaba, sintiendo el milagro de sus labios para poder tranquilizar mi mente y descansar abrazándola por la cintura.

Apenas podría echarme una cabezada. Me despertaría entumecida y agotada. Demasiadas emociones juntas. Demasiada excitación para mi cuerpo tan acostumbrado a que no le pase nada.

Me tiraría por encima un jersey y abriría la puerta. Amanecería. La brisa sería espesa. Todo estaría mojado; yo ya no. Habría llovido durante la noche, lo normal en otoño. Me volvería desde el umbral para mirarla. Aún dormiría. La observaría un momento, de esos que son tesoros. Ella era un tesoro inasible, como un comienzo para que ocurriera algo a continuación. El principio de una historia que nunca dejaré de contar porque da para eternizarla de mil maneras diferentes. Querría retenerla junto a mí, pero no me estaría permitido. Se marcharía.

—No se puede sujetar algo tan libre como tú, tesoro —le querría decir.

Iría a despertarla con café recién hecho, tostadas con mermelada, fruta y, por qué no, algo con chocolate. Me saludaría, medio adormilada. Sus movimientos serían pausados. Tropezaría con sus propios pies, tambaleándose ––a decir verdad, hasta en la imaginación era entrañable––. Envolvería su somnoliento cuerpo con mi chaqueta. Saldría al porche y yo podría apreciar cómo temblaba bajo el madrugador sol de finales de año.

Entonces, el perfume de su cuerpo aparecería para recordarme su aroma y enloquecerme un poco más, envolviéndome con su tacto, tan suave como un susurro.

—Pequeña, pronto será de día. Tengo que marcharme.

Retrocedería, devanándome en hebras de emoción, como alguien enmarañado.

—¿A dónde? ¡¿A dónde vas?! —preguntaría.

Ella se encogería de hombros.

—Aquí cerca, allí lejos… Ni tan cerca, ni muy lejos. Y según sople el viento, a cualquier otro lugar.
Y yo, como la eterna idiota que soy, hasta en utopías, dejaría que se marchara, convenciéndome de que algún día volvería. Nos daríamos dos besos y ahí acabaría todo, como si nunca hubiera empezado. Después de tantas caricias espirituales yo acabaría con la piel en carne muerta…

Pura fantasía.

Puta fantasía.

 

© Sara Levesque

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