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Rock & Roll

Por Sara Levesque

 

¡Qué sorpresa cuando me dijo que le encantaba el rock and roll! Se la veía tan delicada y grácil… Como si a las personas como ella no pudiera gustarles el estilo musical más puro que existe.

Me asombré de mi propia comparación, avergonzada. Y deduje, una vez más, que era maravillosa, única. Y me volví a aficionar al rock una temporada, dejando el blues para cuando no estuviera. Así tendría algo de qué hablar con ella mientras buscaba los términos adecuados para decirle «qué guapa estás» en vez de pensarlo a hurtadillas.

Me gustaba porque era sencilla.

La conocí y en mi mente se abrieron los vínculos necesarios para que apareciese cada vez que cerraba los ojos. Si mañana me quedase ciega, seguiría percibiéndola porque ya no existe en mi cerebro sino un poco más abajo, en un rinconcito alrededor del cual sopla siempre mucho aire. Deduje que era tan preciosa que debería estar prohibida; que si alguien pretendiese arrestarla sería yo encerrándole la boca con mis labios.

Los días avanzaban. Dejé pasar uno tras otro, convenciéndome de que al siguiente sería valiente y le diría que me gustaba. Que quería invitarla a un café y perderme en su mirada ilegal. Que ambicionaba el deseo de ser la protagonista de sus poemas más sensuales y de los más desgarradores. Que me gustaba porque era sencilla. Sencilla, que no simple.

Iría, alegre y viva, hacia ella, y le diría de todo menos quejas. Sabía que no soportaba a los quejicas. Le sonreiría; eso era fácil cuando nos mirábamos. La luz de sus parpadeos siempre me invitó a ello, incluso cuando una vez soltó no sé qué historia acerca de una chica que le llenaba el estómago de mariposillas ––y no era yo––. Hasta en esa situación me nacía sonreírle, a pesar de que los celos me pudrían las entrañas. Y cuando reía, le brillaba el sol entre los dientes, ¿lo sabías?

Me sedujo su calma. Y su espontaneidad… Era como saltar al vacío sin importar dónde caer ni si va a doler mucho. Como cuando movía la mano al gesticular y tiraba el objeto con que se topaba, rompiéndolo. Con ese ademán involuntario armaba un desorden que a cualquiera le daría ganas de desarmarla a gritos. A mí no. Yo me rompía, pero en carcajadas.

Me hacía reír incluso cuando miraba mi teléfono y veía que la llamada que esperaba seguía perdida; cuando el silencio de mis proyectos era lo único que me sonaba; cuando estaba de inmundicia hasta las cejas y con la toalla escurriéndose de mis dedos muy despacio, tan despacio que afligía; o cuando mi único deseo era encarcelarme bajo la sábana y quitarle el corcho a La Rioja para bebérmela.

Me atraía que solo alzara la voz para desternillarse a gritos, con esa risotada infantil que exteriorizaba como si le hubieran golpeado la espalda, escupiéndola. ¿Por qué mis labios no caminaron con decisión desde sus mejillas hasta el hogar donde viven sus besos? Porque tenía miedo. Muchos miedos diferentes. Me daba respeto e intimidaba su posible respuesta. Me asustaba dejar pasar esa ocasión y que la vida se hubiese cansado de tenderme su mano, saturada de oportunidades. Recelo de acabar siendo esa que siempre va con la hora a destiempo. Espanto de perderla antes de saber lo que era tenerla en mi vida como algo más que una amiga. Temía querer invitarla a algo y que no pudiera porque tenía prisa o algo mejor que hacer… Quise ser valiente por una vez, lo prometí. Lo malo fue que me creí mi mentira. Una vez más.

Pensé que debía darle un giro a mi conducta con ella. Olvidarme de este constante desgranar de bobadas. Quizá el resultado hubiese sido otro si rompía las leyes y ese giro lo daba con /j/. Porque me cautivaba. Porque era sencilla. Porque me cautivaba su sencillez. Y el jiro que provocaba en mi día a día.

Lo que deseaba, más que amor, era hacerle reír hasta que se le durmiera la mandíbula. Porque así era como me imaginaba la felicidad: a través de su risa. Y eso tan sencillo me gustaba…

© Sara Levesque

Rafiki

Por Charo Alises (@viborillapicara)

#CineLGTBI

 

Esta cinta keniata dirigida por Wanuri Kahiu, se estrenó el año 2018 en Cannes y compitió por la Palma Queer, distinción que se otorga al mejor film LGTBI del festival. Rafiki fue la primera cinta procedente de Kenia que se exhibió en Cannes. El film muestra las consecuencias de ir contra la norma en sociedades poco amigas de la diversidad. El argumento gira alrededor de la relación de amor que surge entre las jóvenes Kena y Ziki, cuyos padres son rivales políticos, y las dificultades a las que se enfrentan las dos jóvenes debido a la situación de las personas LGTBI en Kenia.

La película se inspira en Árbol de Jambula, un cuento de Mónica Arac de Nyeko. Rafiki significa amiga que es como se presentan las parejas de lesbianas en Kenia debido al rechazo a las personas LGTBI que existe en el país africano. La producción corrió a cargo de Europa, Líbano y Estados Unidos ya que en Kenia resultó imposible encontrar financiación. Sobre esta cuestión Kahiu denunció que para conseguir dinero que te permita hacer cine en Kenia tienes que hacer películas sobre aquello que las ONG estén financiando en ese momento, como el SIDA o la mutilación genital femenina. Según la directora, estas imágenes ayudan a construir África como lo Otro. Wanuri Kahiu se define como una cineasta que hace películas sobre África. Ella hace películas para las próximas generaciones: Porque tenemos niños que estamos criando, y porque hay personas aquí que ya existen (mi hija existe ahora), a las que le estamos contando historias: necesitamos mensajes muy claros.

El gobierno keniata prohibió la película con el argumento de que promocionaba el lesbianismo, teniendo en cuenta que ese país castiga las relaciones entre personas del mismo sexo con hasta 14 años de prisión. Anuri Kahiu demandó al gobierno y el Tribunal Supremo le dio la razón y levantó la prohibición que había recaído sobre la cinta y permitió la proyección de la película durante 7 días.

Rafiki rompe con los roles de género y la heterosexualidad obligatoria. Reivindica el derecho a ser y así lo expresa Kena en el diálogo que mantiene con su amigo Blaksta:

Desearía ir a algún lado donde podamos ser de verdad.

El color, la luz y la vida envuelven esta cinta en la que se percibe calma a pesar de las dificultades. El film nos hace partícipes del empuje de la juventud, que pone todo su empeño en cambiar una realidad llena de prohibiciones que cercenan sus libertades.

La cinta muestra la cultura y el vibrante estilo de vida keniano. La música pop confiere a la historia una enérgica intensidad. La fotografía corre a cargo de Christopher Wessels, que envuelve la historia en una neblina de colores ricos y brillantes. Los colores brillantes se reflejan también en el diseño de vestuario que se basa en la ropa tradicional de Kenia. El diseño de producción está marcado por la riqueza cromática de los edificios y los interiores. El color principal es el rosa, asociado a la feminidad , que palpita en cada imagen, desde el rosa claro del cielo hasta el rosa del cabello multicolor de Ziki y los rosas brillantes de las ropas de Kena y Ziki. Sobre su trabajo en la película, Wessels afirmó: Como sudafricano, me sentí muy similar a las comunidades de mi país y me encantó poder experimentar un poco de la cultura keniana.

Kahiu y Bass, coguionistas de la historia, definen con solvencia a las protagonistas de la historia. Ziki, más decidida en apariencia, apoya a Kena para que reconozca su fuerza. Ziki quiere librarse de las ataduras de la tradición y vivir la vida según sus convicciones y anhelos. La película transmite un mensaje de autoaceptación y amor propio muy empoderador.

 

Radical

Por Sara Levesque

 

Le dije «bésame» y me dio el pésame.

No era por hacerle un regalo en persona. No era por acabar existiendo a base de excusas. Olvidaré lo que dijimos antes de que sea demasiado vieja para perdonarlo. Perdonaré todo lo que no nos sugerimos para poder olvidarlo. Mejor relameré el recuerdo de su acogedora forma de ser.

No era por pasear por Madrid con ella para esquivar los mortíferos dientes de la ciudad tras su cálida sonrisa. No era un deseo, era un sueño que se me perdió por el camino. Ni siquiera me lo robaron, lo extravié yo solita con una maestría de lo más asombrosa.

Sí era por dejar de ser RADICAL y pasarme al bando NEUTRAL, ese en el que las rosas que repartía llevaban las espinas de goma y no herían. Sí era por besarle los versos y sanarme la ausencia de su cariño. A día de hoy, sigo pidiendo en la playa de Ojalá la copa que nunca compartimos, que nunca bebimos, porque nunca nos quisimos. Aún doy dos besos en vez de uno en la bifurcación donde se acabó lo que nunca empezó.

La esperé en un lado de la vida y resultó que estaba en el contrario, en una taciturna búsqueda de la que no me percaté por ser ella muda a mis señales y yo ciega a su poesía. Me fui quedando tan invidente del miedo a perderla antes de saber lo que era tenerla, que no tuve ojos en el corazón para poder verla.

Maldita sea, nunca supe encontrarla, solo imaginarla hasta que me dolía el pensamiento. Hasta que llegaba otra mujer y me hacía ojitos para superponer su estampa al recuerdo de mi musa. Cuando me decidía a cerrar los míos, surgía de nuevo con su arte. Eso no le importaba y a mí me afectaba demasiado.

¿Qué tal si le daban por culo a lo que se debía hacer y parábamos de prohibirnos? A mí el protocolo me tocaba un pie y, de paso, el otro.

¿Por qué no decidimos probar a estar juntas un ratito y dejar de ponerlo por escrito?

¿Por qué no podemos ser ahora valientes o, al menos, sinceras, para cerrar el absurdo paréntesis de años en blanco que nos distanciaron, que fueron más difíciles de superar que cruzar el Atlántico de un salto?

Hoy, mi conclusión es que no existen los puntos suspensivos. No sobreviven más interrogantes. Se acabó vivir en un tiovivo la misma huida repugnante. Ya no tendré vergüenza de invitarle a bailar y desafinar con ella una canción que a ninguna nos acabe de gustar.

La quise como nunca llegué a quererla. Hubo una vez una época segura en la que paseábamos disfrutando de charlas sin desenlace. Incluso descubrí gracias a ella un restaurante encantador donde cenamos la única vez que cenamos juntas. Allí, nuestra historia cobró una fuerza faraónica. Una historia que nunca se escribió. Ni se recitó. Porque yo soy novelista y ella poeta, por ese orden. Al menos, hasta que llegó de mi mano la música de piano que jamás siguió el guion…

© Sara Levesque

 

 

Lawrence Anyways

Por Charo Alises (@viborillapicara)

#CineLGTBI

 

Dirigida por Xavier Dolan en 2012, esta película canadiense nos cuenta la historia del profesor de literatura Laurence Alia ( Mevil Popaud), una persona con una vida convencional que incluía trabajo estable y novia formal ( Suzanne Clément) . El día de su treinta cumpleaños Laurence cuenta a su familia y amistades que es una mujer trans.

Un largo flashback nos hace retroceder diez años, al instante en el que Laurence decide asumir su identidad. No quiere fingir más ser alguien que no es. Desea vivir su realidad y asumir las consecuencias. Miradas, juicios y prejuicios acompañarán a Laurence en su tránsito. En la escuela, la naturalidad con la que su alumnado le acepta, contrasta con la intolerancia del profesorado.

En la escena del recorrido por los pasillos del centro donde imparte clases el primer día en que Laurence decide vestirse públicamente de mujer, la música acompaña su decidido caminar a modo de marcha triunfal, dejando a su paso miradas atónitas.

-¿Es una revuelta?
-No señor, una revolución

El director no centra la historia en el proceso de transición de Lawrence. A Dolan le interesa la confrontación entre el tránsito de Lawrence y el dilema de Fred, que debe asumir el hecho de que ya no existe el hombre del que se enamoró:

Fred:- ¿Todo lo que gusta de ti es lo que odias?
Laurence- ¿Es eso todo lo que te gusta de mí?

Fred tiene que aceptar que su pareja es una mujer y, sin embargo, sigue enamorada de Laurence y no quiere perderla. Un auténtico terremoto emocional frente al que Fred no se arredra:

¿Tenemos que meternos en guetos si decidimos no vivir como los demás? Espeta Fred rotunda.

Cuando están cenando, le dice a Laurence:

La primera vez que te vi, supe que me metería en algo extraordinario. ¿Quieres ir más lejos? Yo seré tu hombre.

En la cama, Fred escribe en la espalda de Laurence:

En la salud que fue recuperada
en los peligros de los viejos días
en la esperanza ya sin un pasado
escribo tu nombre.

Laurence y Fred se encuentran con otra pareja que ya ha pasado por una experiencia similar a la que están atravesando. Alexandre es un hombre trans que vive con una mujer. Laurence quiere que Fred vea que esa experiencia es posible. La pareja de Alexandre dice:

Sigo la lógica de mi corazón, el género es poco importante para mí

En uno de sus encuentros tras sus separaciones, Fred pregunta a Laurence si le compensa su tránsito. Laurence le responde que en parte sí y reivindica la autenticidad del amor que se profesan:

Otros no tienen esta suerte. Nos envidian.

Nosotros volamos tan alto….no quiero volver a la tierra.

Otro tema recurrente en Dolan que aparece en esta cinta es la compleja relación con la figura materna. En esta historia, la madre se muestra ambivalente respecto a sus sentimientos, sus palabras manifiestan desapego pero deja la puerta abierta a Laurence.

El realizador explora la evolución de las mentalidades y la aceptación de las minorías durante la década de los noventa a través de las vivencias de Laurence.

Dolan mezcla en la cinta con soltura música clásica, tecno y pop con momentos impactantes de estilo videoclip. El director adereza su film con obras de Tchaïkovsky, Beethoven o de las Cuatro Estaciones de Vivaldi, concretamente del verano, con el que nos muestra la vida cotidiana de Laurence y su entrega absoluta a la escritura una vez rota su relación con Fred. El tema de vocación tecno que se repite a lo largo de la película titulado “A new error”, es un símbolo de la libertad individual de Laurence frente a la sociedad. Este single es obra del grupo berlinés Moderat. La obra más romántica de la película viene de la mano del compositor escocés Craig Armstrong y de su canción Let’s go out tonight. La suite número 2 del compositor ruso Sergei Sergeyevich Prokofiev titulada Montescos y Capuletos de su obra Romeo y Julieta de 1936 suena mientras Laurence trabaja corrigiendo textos y su nueva amante llega a casa con una carta de la editorial. El acentuado aire soviet de la pieza proporciona el tono de tensión que la escena demanda.

El director utiliza la profundidad de campo y las miradas siguiendo la estela de Jonathan Demme a quien homenajea en su película. El formato 4/3 permite la recreación visual de un tiempo pasado que se refuerza con el vestuario y el sonido.

En Laurence Always puede observarse la influencia de Won Kar Wai, Almodovar, Todd Haynes, Fasbindder y Douglas Sirk. A pesar de estas notables referencias cinematográficas, Dolan dota al film de una marcada y auténtica personalidad.

El final está abierto a muchas lecturas:

Laurence, sea como sea

Vidas no binarias

«Hay cuerpos que están inventando otras formas de vida».
Paul B. Preciado

Hoy recomendamos Vidas no binarias, el nuevo lanzamiento de la editorial Continta me tienes, con prólogo de Ángelo Néstore.

En este libro una treintena de autorxs narran cómo viven su identidad fuera de los rígidos límites de lo binario, hombre y mujer, cis o trans. Les coordinadores de este libro parecen haber prendido un fuego alrededor del que se sientan personas de muy diversos orígenes —desde Borneo a Reino Unido, pasando por Vietnam o Malta— para hablarnos de su infancia, su adolescencia, la manera que tienen de vivir el género y la neurodivergencia o el embarazo. Para contarnos también de qué se desprendieron para ser más libres y más felices, para hablar de sus familias y pronombres elegidos. Estas historias son un lugar donde mirar cómo será el futuro que deseamos: un futuro donde no existe una manera correcta o incorrecta de vivir el género.

 

 

Más sobre este libro en este enlace.

Aquí cerca, allí lejos (parte II)

Por Sara Levesque

Enroscada sobre su pecho. Ese sería mi refugio. Donde me sentiría más segura, abrigada. Acariciando sus duras y rosadas perlas, mi cuerpo iría acoplándose con sus labios más australes. Me relajaría, padeciendo la calma del perfume de su cutis. Las perlas de sus pechos. Un dueto que nunca me cansaría de besar y mimar. De tocar y mirar. De sentir y excitar. Adornos turgentes que no llegarían a saciar mi lengua, porque siempre tendría el mono. Realces de piel, realces de miel, a los que deseaba ser fiel.
Las perlas de sus pechos. Un tocado que engalanaría ese busto suyo tan provocador. Me hipnotizarían tanto como sus pupilas, intensas y tentadoras. Sus perlas y sus pupilas.

Pensando en ese cóctel de sensaciones, me rendiría ante ella. No sin antes susurrarle al oído lo feliz que me hacía por añadir las perlas de sus pechos a mis complementos.

—Te quiero —comentaría.

Sabría que bromeaba. Que lo diría en otro contexto. Que me querría, pero solo carnalmente. Yo también la querría, la quise, de más maneras. Guardaría la esperanza de que me quisiera amándome. Anhelando esa creencia y hechizada por su seducción, nos moriríamos de éxtasis con cada caricia regalada. Gastaríamos nuestros cuerpos y, recostadas, nos iríamos calmando, inhalándonos a la par.

Cuando el mundo real y mi fantasía entrelazaron sus dedos, esta mujer formaba un conjunto raro, pero atractivo. Una fusión repleta de tonalidades: negro azulado de la noche, dorado de su piel, el marrón ennegrecido del pelo y el blanco de la luna. Lástima que yo fuera ciega a los colores por su culpa.
Permanecería en vela viéndola dormir, incapaz de hacerlo yo. Oiría ruidos extraños por todas partes. Pensaría en el más extraño de todos: su respiración. La besaría mientras soñaba, sintiendo el milagro de sus labios para poder tranquilizar mi mente y descansar abrazándola por la cintura.

Apenas podría echarme una cabezada. Me despertaría entumecida y agotada. Demasiadas emociones juntas. Demasiada excitación para mi cuerpo tan acostumbrado a que no le pase nada.

Me tiraría por encima un jersey y abriría la puerta. Amanecería. La brisa sería espesa. Todo estaría mojado; yo ya no. Habría llovido durante la noche, lo normal en otoño. Me volvería desde el umbral para mirarla. Aún dormiría. La observaría un momento, de esos que son tesoros. Ella era un tesoro inasible, como un comienzo para que ocurriera algo a continuación. El principio de una historia que nunca dejaré de contar porque da para eternizarla de mil maneras diferentes. Querría retenerla junto a mí, pero no me estaría permitido. Se marcharía.

—No se puede sujetar algo tan libre como tú, tesoro —le querría decir.

Iría a despertarla con café recién hecho, tostadas con mermelada, fruta y, por qué no, algo con chocolate. Me saludaría, medio adormilada. Sus movimientos serían pausados. Tropezaría con sus propios pies, tambaleándose ––a decir verdad, hasta en la imaginación era entrañable––. Envolvería su somnoliento cuerpo con mi chaqueta. Saldría al porche y yo podría apreciar cómo temblaba bajo el madrugador sol de finales de año.

Entonces, el perfume de su cuerpo aparecería para recordarme su aroma y enloquecerme un poco más, envolviéndome con su tacto, tan suave como un susurro.

—Pequeña, pronto será de día. Tengo que marcharme.

Retrocedería, devanándome en hebras de emoción, como alguien enmarañado.

—¿A dónde? ¡¿A dónde vas?! —preguntaría.

Ella se encogería de hombros.

—Aquí cerca, allí lejos… Ni tan cerca, ni muy lejos. Y según sople el viento, a cualquier otro lugar.
Y yo, como la eterna idiota que soy, hasta en utopías, dejaría que se marchara, convenciéndome de que algún día volvería. Nos daríamos dos besos y ahí acabaría todo, como si nunca hubiera empezado. Después de tantas caricias espirituales yo acabaría con la piel en carne muerta…

Pura fantasía.

Puta fantasía.

 

© Sara Levesque

Aquí cerca, allí lejos (parte I)

Por Sara Levesque

Hubo un tiempo, mientras me armaba de valor para formar las palabras que esculpía mi corazón, en que fantaseaba mucho con una idea. Incluso había diseñado un escenario idílico y armonioso que a ambas nos atraía. Un entorno solitario elegido a conciencia. Una casita de madera en medio de la nada, sin vecinos, sin visitas inesperadas, sin ruidos urbanos, sin murmullos mundanos… El lugar perfecto para gozar a solas de lo que hubiera que gozar, ya fuera una copa, una charla, una caricia, un orgasmo o una deliciosa macedonia de todo ello.

Me imaginaba sirviendo la cena sobre una mesa de madera sintiendo hambre, también muchos nervios. Sin querer asustarla. Sin querer asustarme. Cenando bien. Poniéndonos al día de nuestras expectativas. Mis temblorosos dedos se acostumbrarían a su cercanía, poco a poco, casi con parsimoniosa actitud. Al acabar, se levantaría tomándome de la mano para salir al porche con mi copa de vino y su cerveza; por su parte, saboreando el bosque nocturno; por la mía, relamiendo la fortuna de un momento tan pleno como era mirarla y verla de verdad.

Al entrar, la oscuridad se adueñaría de la habitación. La luz de las bombillas sería muy tenue, lo suficiente como para enternecer la velada, para crear ambiente. Me pondría las manos sobre los hombros y yo dejaría resbalar las mías por su espalda. Como soy de natural torpe, vería tan cerca el desastre que soltaría la copa. En vez de devolver la mano a su cuerpo, la introduciría en su pelo desordenado. Siempre adoré su estilo caótico. Era casi anárquico. Al sentir ese desorden, mis dedos dejarían la timidez para otra ocasión. Me entretendría saboreando el tacto de sus locos cabellos ––aún sigo yendo a terapia de grupo por su culpa, por su pecado de mujer maravillosa––. Al momento de besarnos, me pondría de puntillas apreciando la travesura en su cara. Soltaría también su vaso y me conduciría hasta el rincón secreto de la cama.

Con gracia, se desharía de las botas y después los pantalones. Daría un paso para salir de sus prendas y, acto seguido, me besaría de nuevo. En parte lo esperaría, en parte no. Me privaría del aliento y yo querría seguir asfixiándome por ella. Manejaría su cuerpo con absoluta libertad. Su cuerpo, su libertad. Y a mí me entraría un vértigo dependiente que no querría superar.
Acabaría de desnudarse. Diría algo que mi mente no sería capaz de retener. Ya no me quedaría sangre en la cabeza. Contemplaría sus esbeltas piernas tostadas por el sol reptando sobre el colchón y las seguiría, admirando de paso el resto de su cuerpo.

Se colocaría sobre mí. Lamiéndome, no le costaría encontrar mi zona más profunda. Con una mano de perfumada y fina piel bajaría hasta mi sur, encharcado de placer. Una tierra húmeda, la mejor zona para que se sumergiera.

—Me encanta saberte excitada —le susurraría.

Como toda respuesta, me miraría sonriendo.

Tan preciosa. Tan imposible. Sentirla debía ser auténtica magia. Y ella, una deliciosa maldición. A las dos nos encantaría enredarnos con besos eternos que yo creería sin sabor a despedida. Besos inagotables, voraces, insaciables, succionadores. Siempre quise comerme el mundo, empezando por su boca…

Continuará…

© Sara Levesque

Me retiro

Por Sara Levesque

 

Lo cierto es que nuestra historia empezó realmente bien; casi parecía irreal. Luego, se fue torciendo poco a poco, sin avisar. Pasamos de la utopía a la misantropía. Empezamos a creer que sabíamos de todo cuando no teníamos ni idea. Y acabó de la peor manera: con un abismo de silencio que nos separó años y años, igual que una fatídica condena. Después de devanarme los sesos tantísimas noches, de aprender a sacarme el cerebro de la cabeza para manosearlo como se manosea una bola de cristal y averiguar cuál fue el error que cometí, creo que lo encontré. Me quedé esperando a que ella diera «el paso» en nuestra atracción mutua, como si fuese su obligación o su turno, sin darme cuenta de que yo también tenía pies para avanzar hasta sus labios.

En parte está bien, porque todo el dolor surgido desde entonces significa que lo vivido fue lo bastante real como para que ahora mortifique. Hubiese dado mi alma a cambio de asesinar sin piedad mi cobardía. Fundirnos en un «abrazazo», que eso era muy suyo. Quedarnos a vivir en las pupilas de la otra, parpadeando si nos apetecía estar a solas. Que, por una vez, los golpes de la vida los tradujéramos en golpearnos las caderas sobre la cama, en el suelo, contra la pared, sobre la lavadora para comprobar si lo del meneo del centrifugado era cierto o donde se nos antojase, sanándonos las heridas, rompiendo los «día a día», reventando la rutina al galope de nuestros orgasmos.

Me quedé con ganas de declararle que era la luz de mis días, que no soportaba respirar en una realidad ficticia con ella sin que estuviera de verdad. Que, a veces, no me soportaba a mí misma y solo toleraba el día si era con la persiana bajada. Que no me importaba dibujar el futuro con los esquemas del pasado. No me importaba, lo prometo, siempre y cuando ella estuviera a mi lado. No quería que el tiempo volviera a pasar y arrepentirme otra vez de comprobar que se distanciaba. Lo digo porque una vez se marchó prometiendo que volvería.

Expresó muchas cosas, entre ellas, que no me preocupara porque me avisaría de su regreso para que no me pillase por sorpresa. Me lo soltó como se le dice a un amigo que todo se arreglará cuando ni siquiera se han escrito las instrucciones. Cuando me trataba así, a veces deseaba no tener el corazón maduro. Que siguiera siendo de juguete. Que los años no pasasen por la vida. Que nunca se hubiera inventado la manera de medir el tiempo porque así no sabría por cuánto esperarla. Ni hubiera seguido enredando el dedo en el calendario al contar los días que faltaban para su reaparición.

Algunas veces conseguía olvidarla; aunque no por completo, claro. Siempre sobrevivían migajas de ella que aferraba y redondeaba entre los dedos como si fueran un moco, redondeando de paso el mismo bucle en el que nos metimos. El mismo en el que nos mentimos. A veces jugaba con ese pellizco. A veces me rebozaba con él. A veces retozaba a solas para no olvidar que una vez lo hicimos de verdad en el césped de El Retiro. Y poco después, allí mismo, tuvo el valor de soltarme «yo me retiro».

Se retiró diciendo que volvería. No supe salir de ese enredo. No supe sacarla de mí sin arrastrar con ella mi corazón. Porque era tan comprensiva como inhumana, tan risueña como desagradable, tan cautelosa como una putada. Mi cama la extrañó incluso cuando nunca la había disfrutado.

Sara Levesque

 

Quizá nos parezcamos demasiado

Por Sara Levesque

 

Siempre he pensado que «hacer el amor» es una expresión absurda. Tú no dices «he quedado con una amiga para hacer la amistad». Somos así. Hacer el amor solo es la manera que tienen los sentimientos de practicar ejercicio, de fortalecerse.

Pero si tuviera que profundizar en este tema, diría que mi postura favorita para hacer el amor era con ella. Que el mejor orgasmo que podría disfrutar habitaba en su cuerpo, empezando por su mirada radiante, plena. Y que todos mis gemidos surgirían a través de sus sonrisas. Mis suspiros guardaban en bajito su nombre.

En numerosas ocasiones me estanqué imaginando cómo sería dibujar a besos nuevas rutas por las pecas de sus pómulos. Hablarle con mis dedos sobre los lunares de su cuerpo. Eso era para mí hacer el amor. Hacerle amor. Hacernos amor.

Al momento de escribir estas líneas era de noche. Creo que las dos de la madrugada. Fuera diluviaba, eso seguro. Y yo, para variar, me acordaba de ella porque la lluvia la asociaba con su naturaleza. Una lluvia que, mientras caía, entonaba los versos más espontáneos y sinceros del mundo, capaces de ahorcar hasta a la más cuerda.

Romántica, ñoña, ilusa, cursi, repipi, obsesa, soñadora o bohemia, podía llamarme como le saliese del… Coño, casi escribo una ordinariez. Pero esta confesión era para ella —como casi todo—. Más que poetisa, la alcancé a considerar poesía.

Deseé que volviera para sincerarnos. La distancia nos hace sabios, y tantos años de distancia debieron dejar a los Siete Sabios de Grecia a la altura del betún. Al mirarla a los ojos, podría decirle que la amaba, aunque me echase a temblar por dentro. Podría recuperar el beso que nos negamos cuando la tuve cerca, tan cerca que daba miedo. Un miedo incoherente, como si fuera Halloween todos los días del año menos el que le corresponde. Podría fantasear con la idea de su reacción: quizá me lo devolviera, mutara en una cobra, siguiera con su postura de indiferencia habitual, o acabara palpitándome la mejilla en lugar de la entrepierna. Porque si me avisaba de su regreso, podría dormir por las noches después de todo eso. Ya no estaría condenada a preguntarme qué habría pasado si la comía a besos como una vez nos sugerimos entre parpadeos.

Me inquietaba que nunca quisiera volver. Me inquietaba y mucho. Viví, existí, subsistí, sobreviví afligida por si le cautivaba tanto su viaje al extranjero que, al final, decidiera quedarse allí hasta que encontrase algo mejor. Que ese algo nunca se dejase ver y acabara esperándolo tan lejos para siempre… Me obsesioné por si su nuevo estilo de vida le atraía más que el que podría compartir conmigo en la ciudad de siempre. Temía no volver a verla y que eso le resbalara como su lluvia tan peculiar. Pero, sobre todo, lo que más me ofuscaba era que, después de tantos años, hubiera dejado de importarle y no necesitase verme más. Que me hubiera puesto en el olvido, ignorándome de principio a fin, desde la tarde que nos conocimos en el gabinete hasta estas palabras. Eso me aterraba…

Fuera seguía jarreando. Veía cómo los trasnochadores se empapaban. Y me preguntaba, desde mi imprudente ventana, si les chapoteaba el corazón como lo hacía el mío.

Sara Levesque

 

 

Diablos Azules

Por Sara Levesque

 

—¿Nos vemos en Ibiza? —le pregunté.
—Prefiero Portugal —fue su respuesta.
—Me refiero a la parada de metro.

Uno de los primeros recuerdos que tengo con ella fue esa conversación de besugos que me hacía sonreír por los andenes madrileños. La gente me miraba con mala cara, como si fuese una excéntrica o estuviese prohibido reír. A mí me resbalaba por completo. Porque iba a verla.

Soy muy puntual y siempre suelo llegar con media hora de antelación a donde sea que he quedado. Mi entretenimiento favorito era esperarla en la boca del metro. Camuflarme entre la multitud a observar cómo me buscaba. Me deleitaba unos momentos y entonces salía de mi escondrijo, tocándole el hombro con suavidad para no asustarla. Cuando nos encontrábamos, yo me perdía en el color de sus ojos, tan bonitos como el mejor de los amaneceres.

No era la chica más divertida, ni tampoco la más espontánea. Ni siquiera le gustaba el reggae de Mishka, ni las pelis de miedo o el bluegrass. Pero al sonreírme, solo quería que el mundo la mirara para que se sintiera tan pletórico como yo.

Nunca supe cómo lo hacía. Qué secreto escondía. Ni cómo cambió mi vida a mejor en la época en que nacía mi amor.

Por supuesto, no necesité las respuestas.

También recuerdo cuando recitaba poesía. La propia y la ajena. La leía con cierta entonación. Lenta, acentuada, cadenciosa… A mí, que por aquel tiempo apenas sí había escuchado un poema en voz alta, todo aquel adorno vocal me parecía algo ridículo. Luego, la ridícula fui yo con mi monótona forma de hablar de cada día. Años después, solo puedo sentir de verdad un poema si le añado el eco de su voz. Eco que empezó aquella noche entre los diablos azules de un bar que se fue al infierno. Junto a una cerveza, me mostró un mundo nuevo repleto de estrofas y versos cantados. Allí descubrí los más especiales: los suyos.

Escribir sin pelos en la lengua me lo enseñó también, cuando a mí me temblaban las palabras en la boca. Y ahora, cuando llueve, no me importa que las gotas me picoteen o termine calada. Para mi cuerpo es como si ella le recitaba una poesía más o menos extensa, depende de la cantidad de agua. Rimas nada frías ni aburridas. Solo estrofas y versos cantados.

En el escenario de ese mismo bar la he visto alguna vez, con el jersey de punto que tanto resaltaba su figura. Un pañuelo de cuadros le abrazaba siempre los hombros. Parecía su seña de identidad —al igual que para mí, la boina francesa—. Un complemento que no combinaba para nada con el resto de su ropa, pero la hacía especial. Sujetaba los poemas con ambas manos, como si quisiera retenerlos para siempre a su lado. Derrochaba seguridad desde tan alto. Me imponía respeto e infinidad de emociones que se enmarañaban todas y aún sigo intentando desenredarlas.

Allí, en aquel pub con las paredes de ladrillo al descubierto y el público prestándole atención, oteando su mirada y su boca al recitar, yo contemplaba también las mismas zonas intentando tocarle el corazón a través de mis pupilas, entregándole el mío antes de cada parpadeo. Con el hilo musical propio de las tertulias poéticas, la conjunción que sostenía con el mundo en esos momentos era mágica. Única. Inigualable. Y cada segundo que pasaba, me enamoraba más de la vida a la que sus versos entonaba. Maldita sea… ¡Qué hermosa era! Hasta su más completa indiferencia me atrapaba. Un sinfín de diablos azules fueron testigos de mi amor por sus palabras regaladas, por sus miradas murmuradas, por su presencia desenfadada siendo ella misma, sin importarle lo que la gente opinara acerca de cualquiera de sus movimientos.

Pero claro, nunca lo supo a tiempo.

© Sara Levesque