Rock & Roll

Por Sara Levesque

 

¡Qué sorpresa cuando me dijo que le encantaba el rock and roll! Se la veía tan delicada y grácil… Como si a las personas como ella no pudiera gustarles el estilo musical más puro que existe.

Me asombré de mi propia comparación, avergonzada. Y deduje, una vez más, que era maravillosa, única. Y me volví a aficionar al rock una temporada, dejando el blues para cuando no estuviera. Así tendría algo de qué hablar con ella mientras buscaba los términos adecuados para decirle «qué guapa estás» en vez de pensarlo a hurtadillas.

Me gustaba porque era sencilla.

La conocí y en mi mente se abrieron los vínculos necesarios para que apareciese cada vez que cerraba los ojos. Si mañana me quedase ciega, seguiría percibiéndola porque ya no existe en mi cerebro sino un poco más abajo, en un rinconcito alrededor del cual sopla siempre mucho aire. Deduje que era tan preciosa que debería estar prohibida; que si alguien pretendiese arrestarla sería yo encerrándole la boca con mis labios.

Los días avanzaban. Dejé pasar uno tras otro, convenciéndome de que al siguiente sería valiente y le diría que me gustaba. Que quería invitarla a un café y perderme en su mirada ilegal. Que ambicionaba el deseo de ser la protagonista de sus poemas más sensuales y de los más desgarradores. Que me gustaba porque era sencilla. Sencilla, que no simple.

Iría, alegre y viva, hacia ella, y le diría de todo menos quejas. Sabía que no soportaba a los quejicas. Le sonreiría; eso era fácil cuando nos mirábamos. La luz de sus parpadeos siempre me invitó a ello, incluso cuando una vez soltó no sé qué historia acerca de una chica que le llenaba el estómago de mariposillas ––y no era yo––. Hasta en esa situación me nacía sonreírle, a pesar de que los celos me pudrían las entrañas. Y cuando reía, le brillaba el sol entre los dientes, ¿lo sabías?

Me sedujo su calma. Y su espontaneidad… Era como saltar al vacío sin importar dónde caer ni si va a doler mucho. Como cuando movía la mano al gesticular y tiraba el objeto con que se topaba, rompiéndolo. Con ese ademán involuntario armaba un desorden que a cualquiera le daría ganas de desarmarla a gritos. A mí no. Yo me rompía, pero en carcajadas.

Me hacía reír incluso cuando miraba mi teléfono y veía que la llamada que esperaba seguía perdida; cuando el silencio de mis proyectos era lo único que me sonaba; cuando estaba de inmundicia hasta las cejas y con la toalla escurriéndose de mis dedos muy despacio, tan despacio que afligía; o cuando mi único deseo era encarcelarme bajo la sábana y quitarle el corcho a La Rioja para bebérmela.

Me atraía que solo alzara la voz para desternillarse a gritos, con esa risotada infantil que exteriorizaba como si le hubieran golpeado la espalda, escupiéndola. ¿Por qué mis labios no caminaron con decisión desde sus mejillas hasta el hogar donde viven sus besos? Porque tenía miedo. Muchos miedos diferentes. Me daba respeto e intimidaba su posible respuesta. Me asustaba dejar pasar esa ocasión y que la vida se hubiese cansado de tenderme su mano, saturada de oportunidades. Recelo de acabar siendo esa que siempre va con la hora a destiempo. Espanto de perderla antes de saber lo que era tenerla en mi vida como algo más que una amiga. Temía querer invitarla a algo y que no pudiera porque tenía prisa o algo mejor que hacer… Quise ser valiente por una vez, lo prometí. Lo malo fue que me creí mi mentira. Una vez más.

Pensé que debía darle un giro a mi conducta con ella. Olvidarme de este constante desgranar de bobadas. Quizá el resultado hubiese sido otro si rompía las leyes y ese giro lo daba con /j/. Porque me cautivaba. Porque era sencilla. Porque me cautivaba su sencillez. Y el jiro que provocaba en mi día a día.

Lo que deseaba, más que amor, era hacerle reír hasta que se le durmiera la mandíbula. Porque así era como me imaginaba la felicidad: a través de su risa. Y eso tan sencillo me gustaba…

© Sara Levesque

Los comentarios están cerrados.