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La Paz

Por Sara Levesque

 

Al final comprendí, demasiado tarde, que hacernos daño era mejor que no hacernos nada. Sé que estaba de paso por mis días. Pero sus pasos eran tan bonitos… Y todavía hoy, años después, me pregunto si encontraré alguna vez una mirada que tenga la vista tan linda como la suya.

Ya no distingo qué es felicidad y qué es Musa. Cualquier mujer que pase por mi lado, por mi cama o por mi vida la acabaré comparando con ella y siempre perderá. No es ella, soy yo; nunca logré a olvidarla del todo. Lo único que me queda en el tintero para decirle por escrito es que la sigo queriendo como nunca llegué a quererla.

No existe un final para nuestra historia. Por eso continúo escribiéndola. No se puede cerrar una historia que no comenzó.

Hui hacia delante. Y quise encontrar paz acurrucada entre sus pechos, cobijada por su protector busto. Pero esa paz vivía a miles de kilómetros de mí. Existe un atajo: estas palabras, como una escalera muy alta y robusta que no se me rompa si intento abrazarla desde tan lejos.

Desapareció de las redes porque su entusiasmo debía ser pleno. Porque su gozo no me extrañaba en absoluto. Y yo tenía demasiado tiempo libre para pensar en nuestro tacto en bruto. Mi alegría sí la echa de menos. Yo sí continúo en las redes, pero atrapada, asfixiándome por el recuerdo de sus ojos color impreciso, siempre infinito.
Hui de mis sentimientos por miedo. Miedo a no saber hacerla feliz. Miedo a expresar lo que sentía. Miedo a desaprovechar todas sus sonrisas. Un miedo atroz, un miedo suicida. Fui presa del peor de los pánicos; una estúpida también. Pensaba que me conocía bien hasta aquel día. El día en que guardé silencio para ver cómo se alejaba. El día que, en realidad, era una noche. Con mi secreto le expresaba: «adelante, ve a buscar a otra que haga lo que yo quiero hacerte: feliz». La alejé tanto que llegó a cruzar el océano.

Y cuando miro su foto, no puedo evitar tocarme los labios —los de la cara—. No sé si porque recuerdo así mi silencio, o porque anhelo su beso. Un beso que debía ser nuestro y acabó perdido en el tiempo. Dando vueltas atrapado en una red.

La experiencia vivida con mi musa interminable es como uno de esos eventos que solo pasan una vez en la vida, y por casualidad. Vino de rebote, porque se encontraba en el lugar adecuado y en el momento más oportuno. Y yo pasaba por allí. Era de esas personas que crea adicción cuando la pruebas. Al saborearla, aunque sea con la mirada, vuelve yonqui hasta a la más impasible. Y después, cuando decide marcharse sin mirar atrás, deja a la adicta desquiciada, gastando sus días buscando su mirada en los ojos de los demás, comprando parpadeos a cambio de ilusiones.

Una toxicómana de su ternura, esa soy yo. Con el corazón agarrado a las costillas porque no puede sostenerse en pie por sí solo. Un corazón que ha vuelto a ser la versión más pura de una víscera, herido, resquebrajado, despedazado. Podría herirla con alguno de ellos que saltase con suficiente fuerza.

Mi boca vuelve a ser capaz de sonreír, pero con la forma de cicatriz que le dejó antes de marcharse a otro lugar más exótico, con más paz. Una paz que no quiso compartir conmigo, y aquí sigo, envuelta en la misma nube de la que no deja de llover. La nube que me entregó sin ser consciente la tarde de los tapones. Una paz que para su alma es vital, sin ella no sabría respirar. La paz que siempre le ensanchaba la sonrisa cuando la recuerda. La Paz… Qué ciudad tan irónicamente tormentosa para mí.

© Sara Levesque

 

Radical

Por Sara Levesque

 

Le dije «bésame» y me dio el pésame.

No era por hacerle un regalo en persona. No era por acabar existiendo a base de excusas. Olvidaré lo que dijimos antes de que sea demasiado vieja para perdonarlo. Perdonaré todo lo que no nos sugerimos para poder olvidarlo. Mejor relameré el recuerdo de su acogedora forma de ser.

No era por pasear por Madrid con ella para esquivar los mortíferos dientes de la ciudad tras su cálida sonrisa. No era un deseo, era un sueño que se me perdió por el camino. Ni siquiera me lo robaron, lo extravié yo solita con una maestría de lo más asombrosa.

Sí era por dejar de ser RADICAL y pasarme al bando NEUTRAL, ese en el que las rosas que repartía llevaban las espinas de goma y no herían. Sí era por besarle los versos y sanarme la ausencia de su cariño. A día de hoy, sigo pidiendo en la playa de Ojalá la copa que nunca compartimos, que nunca bebimos, porque nunca nos quisimos. Aún doy dos besos en vez de uno en la bifurcación donde se acabó lo que nunca empezó.

La esperé en un lado de la vida y resultó que estaba en el contrario, en una taciturna búsqueda de la que no me percaté por ser ella muda a mis señales y yo ciega a su poesía. Me fui quedando tan invidente del miedo a perderla antes de saber lo que era tenerla, que no tuve ojos en el corazón para poder verla.

Maldita sea, nunca supe encontrarla, solo imaginarla hasta que me dolía el pensamiento. Hasta que llegaba otra mujer y me hacía ojitos para superponer su estampa al recuerdo de mi musa. Cuando me decidía a cerrar los míos, surgía de nuevo con su arte. Eso no le importaba y a mí me afectaba demasiado.

¿Qué tal si le daban por culo a lo que se debía hacer y parábamos de prohibirnos? A mí el protocolo me tocaba un pie y, de paso, el otro.

¿Por qué no decidimos probar a estar juntas un ratito y dejar de ponerlo por escrito?

¿Por qué no podemos ser ahora valientes o, al menos, sinceras, para cerrar el absurdo paréntesis de años en blanco que nos distanciaron, que fueron más difíciles de superar que cruzar el Atlántico de un salto?

Hoy, mi conclusión es que no existen los puntos suspensivos. No sobreviven más interrogantes. Se acabó vivir en un tiovivo la misma huida repugnante. Ya no tendré vergüenza de invitarle a bailar y desafinar con ella una canción que a ninguna nos acabe de gustar.

La quise como nunca llegué a quererla. Hubo una vez una época segura en la que paseábamos disfrutando de charlas sin desenlace. Incluso descubrí gracias a ella un restaurante encantador donde cenamos la única vez que cenamos juntas. Allí, nuestra historia cobró una fuerza faraónica. Una historia que nunca se escribió. Ni se recitó. Porque yo soy novelista y ella poeta, por ese orden. Al menos, hasta que llegó de mi mano la música de piano que jamás siguió el guion…

© Sara Levesque

 

 

Siempre nos quedará Alsacia

Por Sara Levesque

 

¿Nos escapamos a Alsacia?

Alcancé a proponérselo. Quise que nos fugáramos un ratito. Existir al límite sin fronteras. Sin pensar. Besarnos sin temores, matarnos de placer. Vivir del cuento, de nuestros cuentos, porque las dos somos escritoras. Que me parase el corazón al llamarme «pequeña» y yo recordarle que seguía siendo un encanto. Que era más cielo que el propio firmamento. Desafinar tarareando una canción, girar en sentido contrario. Y ser testigo de cómo, mientras viéramos amanecer desde el modesto balcón, la brisa revolviera su pelo, desobediente de por sí, alborotando mi interior con su desorden. Poniendo patas arriba mi vida por completo. Y tranquilizarme al comprobar que no pasaba nada por salirse de los esquemas.

Me hubiese gustado desaparecer con ella. A cualquier lugar del mundo, pero si era a Alsacia, mejor. También alcancé a proponérselo. A mí siempre me atrapó el halo bohemio que rodea a Francia. A pesar de ser un país simbólico para ambas, nunca hemos disfrutado juntas de su atractivo.

—Quisiera que nos encontráramos perdidas en el buen sentido de la huida, vencer el miedo a temer. Recuperar el tiempo olvidado que solo encontró el mal camino. El tiempo en que todo eran quejas o excusas. Decir que sí a nuestros corazones una vez en la vida. Consumirnos a besos, tumbarnos en la cama y anudar nuestras pieles hasta que no se sepa dónde empiezas tú y dónde acabo yo. Despertarte por la mañana y que me mires desde un ojo cerrado y el otro dándome los buenos días a medias. Acercarte un café recién hecho, fuerte, con cuerpo ––como tú–– y un croissant, y besayunar juntas. Vernos comer, comernos al ver que queremos comernos. Sentirnos vivas, rescatar nuestros corazones a través del dedo del mismo nombre. Dejémonos llevar sin parar de imaginar. Lo cierto es… que me apetece un poco de ti —fueron las palabras que mi garganta tragó sin masticar.

—¿Nos hacemos un viaje a Francia? —fueron las palabras que logré escupir con torpeza.

—Eres una soñadora, Sara —murmuró.

—Lo sé. Siempre estoy igual. Sé que esto es más real de lo que quiero admitir. Solo… —le tomé de la mano—…, solo déjame soñar un poquito más.

Evoco una y otra vez, sin poder remediarlo, que antes de conocerla subsistía en el boceto de una vida sin sueños. Vuelvo sin descanso al inicio de la partida en busca de las pistas que me salté por ir demasiado deprisa cuando apareció aquella tarde a mediados de otoño, mi estación favorita. Surgió como surgen las buenas ideas: sin avisar. Y mi vida resucitó. Así empezó todo. De la manera más tonta.

Ojeamos tantos atardeceres juntas… Y todos en silencio.

Demasiado tiempo fantaseé con la idea de despertar a su lado, compartir el desayuno, romper nuestra rutina, bailar juntas, reírnos sin vergüenza, discutir por tonterías, reconciliarnos follando… ¿En qué estará pensando en este momento? Espero que no se sienta triste y sola. O sí y se acuerde de mí, que jamás le he dado la espalda, aunque el tiempo haya seguido adelante. Y ojalá supiera que, cada vez que doy un abrazo a quien sea, dejo entre los cuerpos un pequeño hueco que lleva su nombre y nadie más puede ocupar.

Y hasta ahí viajamos.

Aquí cerca, allí lejos (parte II)

Por Sara Levesque

Enroscada sobre su pecho. Ese sería mi refugio. Donde me sentiría más segura, abrigada. Acariciando sus duras y rosadas perlas, mi cuerpo iría acoplándose con sus labios más australes. Me relajaría, padeciendo la calma del perfume de su cutis. Las perlas de sus pechos. Un dueto que nunca me cansaría de besar y mimar. De tocar y mirar. De sentir y excitar. Adornos turgentes que no llegarían a saciar mi lengua, porque siempre tendría el mono. Realces de piel, realces de miel, a los que deseaba ser fiel.
Las perlas de sus pechos. Un tocado que engalanaría ese busto suyo tan provocador. Me hipnotizarían tanto como sus pupilas, intensas y tentadoras. Sus perlas y sus pupilas.

Pensando en ese cóctel de sensaciones, me rendiría ante ella. No sin antes susurrarle al oído lo feliz que me hacía por añadir las perlas de sus pechos a mis complementos.

—Te quiero —comentaría.

Sabría que bromeaba. Que lo diría en otro contexto. Que me querría, pero solo carnalmente. Yo también la querría, la quise, de más maneras. Guardaría la esperanza de que me quisiera amándome. Anhelando esa creencia y hechizada por su seducción, nos moriríamos de éxtasis con cada caricia regalada. Gastaríamos nuestros cuerpos y, recostadas, nos iríamos calmando, inhalándonos a la par.

Cuando el mundo real y mi fantasía entrelazaron sus dedos, esta mujer formaba un conjunto raro, pero atractivo. Una fusión repleta de tonalidades: negro azulado de la noche, dorado de su piel, el marrón ennegrecido del pelo y el blanco de la luna. Lástima que yo fuera ciega a los colores por su culpa.
Permanecería en vela viéndola dormir, incapaz de hacerlo yo. Oiría ruidos extraños por todas partes. Pensaría en el más extraño de todos: su respiración. La besaría mientras soñaba, sintiendo el milagro de sus labios para poder tranquilizar mi mente y descansar abrazándola por la cintura.

Apenas podría echarme una cabezada. Me despertaría entumecida y agotada. Demasiadas emociones juntas. Demasiada excitación para mi cuerpo tan acostumbrado a que no le pase nada.

Me tiraría por encima un jersey y abriría la puerta. Amanecería. La brisa sería espesa. Todo estaría mojado; yo ya no. Habría llovido durante la noche, lo normal en otoño. Me volvería desde el umbral para mirarla. Aún dormiría. La observaría un momento, de esos que son tesoros. Ella era un tesoro inasible, como un comienzo para que ocurriera algo a continuación. El principio de una historia que nunca dejaré de contar porque da para eternizarla de mil maneras diferentes. Querría retenerla junto a mí, pero no me estaría permitido. Se marcharía.

—No se puede sujetar algo tan libre como tú, tesoro —le querría decir.

Iría a despertarla con café recién hecho, tostadas con mermelada, fruta y, por qué no, algo con chocolate. Me saludaría, medio adormilada. Sus movimientos serían pausados. Tropezaría con sus propios pies, tambaleándose ––a decir verdad, hasta en la imaginación era entrañable––. Envolvería su somnoliento cuerpo con mi chaqueta. Saldría al porche y yo podría apreciar cómo temblaba bajo el madrugador sol de finales de año.

Entonces, el perfume de su cuerpo aparecería para recordarme su aroma y enloquecerme un poco más, envolviéndome con su tacto, tan suave como un susurro.

—Pequeña, pronto será de día. Tengo que marcharme.

Retrocedería, devanándome en hebras de emoción, como alguien enmarañado.

—¿A dónde? ¡¿A dónde vas?! —preguntaría.

Ella se encogería de hombros.

—Aquí cerca, allí lejos… Ni tan cerca, ni muy lejos. Y según sople el viento, a cualquier otro lugar.
Y yo, como la eterna idiota que soy, hasta en utopías, dejaría que se marchara, convenciéndome de que algún día volvería. Nos daríamos dos besos y ahí acabaría todo, como si nunca hubiera empezado. Después de tantas caricias espirituales yo acabaría con la piel en carne muerta…

Pura fantasía.

Puta fantasía.

 

© Sara Levesque

Aquí cerca, allí lejos (parte I)

Por Sara Levesque

Hubo un tiempo, mientras me armaba de valor para formar las palabras que esculpía mi corazón, en que fantaseaba mucho con una idea. Incluso había diseñado un escenario idílico y armonioso que a ambas nos atraía. Un entorno solitario elegido a conciencia. Una casita de madera en medio de la nada, sin vecinos, sin visitas inesperadas, sin ruidos urbanos, sin murmullos mundanos… El lugar perfecto para gozar a solas de lo que hubiera que gozar, ya fuera una copa, una charla, una caricia, un orgasmo o una deliciosa macedonia de todo ello.

Me imaginaba sirviendo la cena sobre una mesa de madera sintiendo hambre, también muchos nervios. Sin querer asustarla. Sin querer asustarme. Cenando bien. Poniéndonos al día de nuestras expectativas. Mis temblorosos dedos se acostumbrarían a su cercanía, poco a poco, casi con parsimoniosa actitud. Al acabar, se levantaría tomándome de la mano para salir al porche con mi copa de vino y su cerveza; por su parte, saboreando el bosque nocturno; por la mía, relamiendo la fortuna de un momento tan pleno como era mirarla y verla de verdad.

Al entrar, la oscuridad se adueñaría de la habitación. La luz de las bombillas sería muy tenue, lo suficiente como para enternecer la velada, para crear ambiente. Me pondría las manos sobre los hombros y yo dejaría resbalar las mías por su espalda. Como soy de natural torpe, vería tan cerca el desastre que soltaría la copa. En vez de devolver la mano a su cuerpo, la introduciría en su pelo desordenado. Siempre adoré su estilo caótico. Era casi anárquico. Al sentir ese desorden, mis dedos dejarían la timidez para otra ocasión. Me entretendría saboreando el tacto de sus locos cabellos ––aún sigo yendo a terapia de grupo por su culpa, por su pecado de mujer maravillosa––. Al momento de besarnos, me pondría de puntillas apreciando la travesura en su cara. Soltaría también su vaso y me conduciría hasta el rincón secreto de la cama.

Con gracia, se desharía de las botas y después los pantalones. Daría un paso para salir de sus prendas y, acto seguido, me besaría de nuevo. En parte lo esperaría, en parte no. Me privaría del aliento y yo querría seguir asfixiándome por ella. Manejaría su cuerpo con absoluta libertad. Su cuerpo, su libertad. Y a mí me entraría un vértigo dependiente que no querría superar.
Acabaría de desnudarse. Diría algo que mi mente no sería capaz de retener. Ya no me quedaría sangre en la cabeza. Contemplaría sus esbeltas piernas tostadas por el sol reptando sobre el colchón y las seguiría, admirando de paso el resto de su cuerpo.

Se colocaría sobre mí. Lamiéndome, no le costaría encontrar mi zona más profunda. Con una mano de perfumada y fina piel bajaría hasta mi sur, encharcado de placer. Una tierra húmeda, la mejor zona para que se sumergiera.

—Me encanta saberte excitada —le susurraría.

Como toda respuesta, me miraría sonriendo.

Tan preciosa. Tan imposible. Sentirla debía ser auténtica magia. Y ella, una deliciosa maldición. A las dos nos encantaría enredarnos con besos eternos que yo creería sin sabor a despedida. Besos inagotables, voraces, insaciables, succionadores. Siempre quise comerme el mundo, empezando por su boca…

Continuará…

© Sara Levesque

Otoño

Por Sara Levesque

 

Recuerdo recitar uno de mis latidos a su zona más íntima:

Al pensar en su otoño mojado de placer me enrojecía como se enrojece septiembre con la llegada de la estación. Un jardín privado con los matices propios de la etapa más madura.

Conocí sus voluminosas cordilleras al norte de su panorama, cada una con su propia cima sonrosada y sedosa; picos apacibles, esponjosos, cercanos. Fue entonces cuando me dio por el alpinismo. Y armada de valor trepé hasta el monte más hermoso que me quiso desvelar: el de Venus. Un lugar recogido y misterioso que guardaba en secreto. Aquella loma contaba con su propio otoño, envuelto por un denso seto color café.

Qué hermoso resultó curiosear entre su prado e ir descubriendo, paso a paso, lugares cada vez más acogedores. Hasta llegar, a través de un pasadizo oculto, a la abertura que daba acceso a un mundo subterráneo. Su mundo subterráneo. Con el carmín de mis labios le dejé claro lo lindo que me parecía su paisaje.

Después de tres meses explorando zonas tan espléndidas, decidió que había llegado la hora de marcharse a un lugar más frío y borrar la huella que dejé en su tierra cuando la escalé a besos. Ahora creo que el color castaño de su piel se ha difuminado, tornándose blanca. Sus sendas son níveas. Aun así, no me parecen pálidas, sino puras, de lo claras que son.

Y yo, desde entonces, me paso los días buscando horizontes inéditos, visitando nuevas praderas, siempre encharcadas, de tonos ocres o cobrizos, con intención de encontrar otro monte tan auténtico como aquel suyo.

Recuerdo lo que pensé antes de que mudara de época: para ser otoño no le hacía falta olmo, roble, arce ni ningún miembro arbóreo. Tan solo con su follaje marrón oscuro, raso o acolchado, pero siempre cálido, se convertía en la estación más completa y sabrosa del año.

Le confesaré algo: Siempre he querido comérmela a versos. Y así se lo diré para que le llegue mejor, pero, sobre todo, para que lo sienta mejor:

Adoro el otoño
del color del madroño.
Mi ánimo es algo ñoño,
cada día, más de ti me encoño.
Con mis propios lamentos me escoño,
me tienen hasta el moño.
Al contemplarte entre el cambroño,
recuerdo lo que más me abrigó: tu otoño.

Y recuerdo que repetí curso hasta la saciedad durante toda mi edad para aprender a olvidar por completo la bondad del latir de su mirar. Ni septiembre, ni el otoño ni ninguna otra franja trimestral le sirvieron a mi corazón para limpiar la suciedad de su silencioso recuerdo espectral.

Me dejé engañar por una fantasmal segunda ocasión de sentir su complicidad. Porque sus palabras fueron una cruel casualidad. Y yo, que nunca he sido valiente para cruzar nuestro umbral, solo me restaba escribirle en la oscuridad en vez de sujetar sus pupilas y repetir mi verdad.

Aún me pregunto por qué no nos concedimos una oportunidad, lluviosa Musa veraz… Una y nada más. Y si no sale bien, ella podrá seguir con sus idas y venidas y yo prometo que, durante una vida, le dejaré en paz.

© Sara Levesque

 

Pedorretas de la vida

Por Sara Levesque

 

Creo que la última vez que me toqué fue dos semanas antes de que estallara la cuarentena. Era sábado. Sábado sabadete. Una amiga actuaba en una obra de teatro en un pueblo de las afueras y la acompañamos en pandilla. Una de las actrices permaneció unos segundos mirando al público y, cuando su mirada se topó conmigo, me saludó. No me sonaba su cara. Levanté la mano a modo de saludo, extrañada; no por ello iba a ser maleducada. Esa escena se repitió en un par de ocasiones más y mi respuesta siempre fue igual de chocante. Al terminar la obra, mi amiga salió acompañada por la chica cortés, quien sugirió que fuéramos a tomar algo todos. La llamaremos Baa. Nos miramos con cara de «decide tú»; «no, tú»; «no, mejor tú» y, al final, accedimos.

Acabamos en una terraza semicubierta de estilo chill out muy relajante. Los chicos comenzaron a hablar de videojuegos y nosotras nos embutimos en una entretenida charla de literatura teatral en la que despuntó la idea de escribir un libro en prosa poética. Pasado un rato en el que no faltó ninguna risa, de repente Baa dijo algo que me hizo mucha gracia. Levanté la mano para entrechocarla con la suya y respondió a mi gesto. Al poco rato, el mismo patrón con la diferencia de que esa vez retuvo mi mano entre la suya y la condujo bajo la mesa, aparcándola en su dura rodilla. Comenzó a acariciarme el pulgar y me quedé con el brazo derecho en un reino de placer.

Mi amiga me miraba con cara de circunstancia. Traté de distraerla para que dejara de agobiarme con su inquisitiva inspección. Baa me escrutaba con descaro, afilándose los dientes con la sonrisa. En aquel momento, tenía tanta hambre que la hubiera devorado a dentelladas por ponerme en un compromiso y arrebatarme la mano sin permiso, y después le habría devorado a lametones toda su piel.
Intenté hacer malabares con mi cigarro, la bebida y la conversación con un solo brazo. Las caricias en el dorso seguían y comencé a tener palpitaciones. En el corazón, también. De repente, y sin ningún tipo de previo aviso, agarró con fuerza mis dedos y comencé a notar algo mullido y húmedo. La rodilla es un hueso y no es, para nada, mullida ni húmeda. No me atrevía a mover ni un ápice los dedos, pero sabía de sobra que estaban en su entrepierna.

––Disculpad ––le sonó el teléfono, liberó mi mano encharcada y se fue.

Mis amigos se miraron sin saber muy bien qué sucedía. No podía pensar con claridad. A los pocos minutos, apareció de nuevo. Su sonrisa era peligrosa. La mía era muy ancha. Tan vigorosa y esperanzadora como hacía tiempo que no la sentía.

––Disculpadme ––repitió mientras se acomodaba de nuevo––. Era mi marido.

«Su, ¿qué?», pensé. Creí no haber escuchado bien, pero mis oídos son finísimos. Su marido. Había dicho «su marido». Su ma-ri-do.

Inmediatamente, corté el juego. Cuando se sentó a mi lado sonriéndome, yo respondí a su peligro, cogí una servilleta, me limpié la mano, la arrojé al cenicero con desdén, giré la silla y me puse a hablar con los chicos de sus estúpidos videojuegos. Cuando terminamos, la acercamos a la estación de tren, se despidió no sin antes darme dos besos en la comisura de los labios, pero no caí. Mientras regresábamos hice un esfuerzo por tomarme aquello con filosofía y reírme de la situación.

Una vez entré en casa estaba tan cansada, frustrada y cachonda que quería cenar, masturbarme, fumar o dormir. No me decidía por ninguna de las opciones, de modo que las hice todas. Me fui a la ducha y exploté como si hubiera roto aguas. Me aseé, cené algo precocinado, encendí un cigarro y me fui a la cama.

Dos semanas después, estalló la cuarentena. No volví a saber nada de Baa ni me quitó el sueño sentir que la vida amorosa me hubiera vuelto a hacer una pedorreta. Parecía ser lo único con lo que podría usar mi lengua. Pedorretas de la vida.

 

Más o menos completa

Por Sara Levesque

 

El cirujano le dio buenas noticias sobre el bulto de su pecho. Resultó que su tumor estaba en el amor.

Me he enamorado, no como una tonta, sino como el ser humano normal y corriente que no soy.
Es lo que hizo. Me tocó con suavidad la piel del torso mientras le dejaba entrar hasta mi pecho. Luego, se fijó en las curvas de mi corazón y lo deseó con la mirada. Y para que no se fatigara, lo arranqué y se lo entregué. Metió los dedos en los huecos de la aorta y lo masturbó hasta que el pobre infeliz eyaculó todo su jugo sobre ella. Cuando descubrió que le gustaba más de lo que quería permitirse, más que acceder a pringarse con los latidos de ambas direcciones, más incluso que atreverse a dejarse llevar por lo que sentía me lo devolvió reseco, vacío, marronáceo y hecho una pasa, apestando a indiferencia.

¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Esperar a que se me regenerara de nuevo todo mi volumen sanguíneo? Quizá, cuando eso ocurriera, hubiera aprendido a coserle una cremallera. Para algo debían servir los puntos de costura que quedaron en forma de cicatriz.

He llegado a la conclusión de que la única pareja estable con la que he vivido ha sido la escritura. Es un bolígrafo. Un pedazo de papel arrugado. Un recambio de la pluma. Es todo eso. Es más que ella. El único amor del que no me canso tras tantos años de convivencia.

Melancólica en forma de prosa, delicada si se viste de poema, o pura y arrolladora cuando me narra, la escritura es lo que me enseñó y también lo que me dejó. Lo único que aún conserva su esencia y a través de ella puedo escribir su nombre sin que me duela demasiado. O sus iniciales, escondiéndolas donde no sea fácil encontrarlas: en mitad de un párrafo, en tres adjetivos consecutivos o antes de un punto y aparte.
Si me apetece estar con una rubia, me tomo una cerveza. Que quiero una morena, pienso en el café. Y si se me antoja pelirroja, cualquier licor anaranjado me sirve. Sobre todo, un buen vino rosado.

Y luego estaba ella. También era mi amor, pero de esos platónicos. De esos que se escaparon y solo volverán cuando ya no me quede fuerza en los dedos para agarrarlo. Lo malo es que a ella sí la podría cambiar por la primera mujer que me hiciera ojitos. Y acabar así devolviéndole el daño que me dejó de recuerdo.
La verdad es que vivir conmigo debe parecerse mucho a suicidar los sentimientos. Habría días en los que no querría ni mirarla a los ojos, ni me importaría saber cómo le ha ido en el trabajo, ni siquiera hacer el amor con ella. Surgirían instantes en los que preferiría seguir enmarañando mi interior en el sofá, de madrugada, a solas; momentos en que sus caricias me irritasen y la apartase de mí, refunfuñando. Habría días en los que necesitase mandarla muy lejos, allí donde no huele bien… Porque no sé qué extraña conexión se daba en mi cerebro que, cuando me encontraba sola, ansiaba enlazarme con ella; y en los pocos pasos que anduvo a mi lado, deseaba estar muy sola. Nunca acepté esa contrariedad para ninguna de las dos.

Así que me conformo con la escritura. Es la única a la que soporto y me sobrelleva. La única que me hace sentir más o menos completa.

© Sara Levesque

El paisaje de la mujer indie

Por Sara Levesque

 

Ella y yo teníamos un tonteo tan hermoso como ver un amanecer en mitad de la montaña. Era muy musical y siempre que la rodeaba una canción sonreía en todo su esplendor. Pensaba que era porque tenía bastante tristeza que disimular. Le gustaba mantener las distancias debido a que su dolor del pasado podía con sus deseos. Conocía bien la cruz de esa cara… El tono impreciso de sus ojos se ocultaba detrás de un escudo que ella intentaba robustecer y, en realidad, era tan transparente como sus gafas sin montura. Cuando se lanzaba a hablarme, a mí me parecía que lanzaba de paso un latido de su corazón con cada una de sus palabras. Algunas veces me enviaba una canción dance para darme los buenos días. Y yo, que siempre he sido más visual que auditiva, me volví a aficionar a la música para que se sintiera cómoda y poder arrancarle sus lágrimas camufladas desde bien temprano, aunque tuviera que hacerlo de una en una, gota a gota, nota a nota. Le mandaba reggae o blues, que son los únicos sonidos que tolero.

También me gustaba mucho Phil Ochs, pero sus melodías las reservaba única y exclusivamente para mí. Y con ese tonteo soportábamos mejor el peso de la semana, en especial, el de los lunes por la mañana. Sin darme cuenta, empecé a aplaudir sus virtudes, que a ella parecían habérsele olvidado. Era fácil, bastaba con mirarla, aunque fuera a su recuerdo. Su estampa comprendía todos los paisajes en uno. El pacífico océano en calma naciendo de entre sus idealizadas piernas sumado al monte frondoso que posee las mejores vistas del mundo, el de Venus, formaban el paraje ideal para una amante de los deportes de riesgo como yo. Los lunares de su espalda componían una abstracta constelación si lo que se me antojaba era hacer un viaje espacial y ver las estrellas junto a ella.

La cascada de sus cabellos era el lugar ideal para ser más atrevida y zambullirme sin temor a ahogarme en su inmenso perfume. Para tomar el sol lo mejor era recostarme entre sus dos acogedoras dunas color arena, y si me entraba frío siempre podía echarme su piel por encima. El destino más romántico no era París sino sus labios, que hablaban un único e inmortal idioma: el de los besos. Si tenía el día nublado y le llovía por la cara, no se me ocurría mejor plan que mojarme bajo el destello de su verdoso mirar. Pero sin duda, el panorama más asombroso era su desértico corazón, que parecía haberla desterrado de sí misma. Un lugar al que yo ansiaba peregrinar con un billete de ida y alojarme sin fecha de salida para construir castillos en el aire de su aliento con toda la arena que le asfixiaba la respiración.

Si entre tanta expedición se sentía perdida, le mencionaría el día en que se compró una brújula y un mapa para algo más que una excursión, que podía usarlos para recordar que no estaba sola, que su risa valía un millón y, para encontrarla, yo no necesité un instrumento de orientación. No me atreví a decirle que me perdería en su mundo interior para degustar su hogar tan acogedor, que adoraba hacer chistes malos sobre nuestra edad, que sería genial tratar de cocinar una tarta con sabor a caricias y, si nos salía mal, comernos abrazadas cucharita, aunque fuese a parpadeos. Quizá debiera ser valiente y dejar de huir para bailar junto a su corazón al ritmo de una canción dance de esas que tanto le gustaban…

Ojalá

Por Sara Levesque

 

No era por hacerle un regalo en persona. No era por acabar existiendo a base de excusas. Olvidaré lo que dijimos antes de que sea demasiado vieja para perdonarlo. Perdonaré todo lo que no nos sugerimos para poder olvidarlo. Mejor relameré el recuerdo de su acogedora forma de ser.

No era por pasear por Madrid con ella para esquivar los mortíferos dientes de la ciudad tras su cálida sonrisa. No era un deseo, era un sueño que se me perdió por el camino. Ni siquiera me lo robaron, lo extravié yo solita con una maestría de lo más asombrosa.

Sí era por dejar de ser RADICAL y pasarme al bando NEUTRAL, ese en el que las rosas que repartía llevaban las espinas de goma y no herían. Sí era por besarle los versos y sanarme la ausencia de su cariño. A día de hoy, sigo pidiendo en la playa de «Ojalá» la copa que nunca compartimos, que nunca bebimos, porque nunca nos quisimos. Aún doy dos besos en vez de uno en la bifurcación donde se acabó lo que nunca empezó.

La esperé en un lado de la vida y resultó que estaba en el contrario, en una taciturna búsqueda de la que no me percaté por ser ella muda a mis señales y yo ciega a su poesía. Me fui quedando tan invidente del miedo a perderla antes de saber lo que era tenerla, que no tuve ojos en el corazón para poder verla.

Me cago en todo, nunca supe encontrarla, solo imaginarla hasta que me dolía el pensamiento. Hasta que llegaba otra mujer y me hacía ojitos para superponer su estampa al recuerdo de mi musa. Cuando me decidía a cerrar los míos, surgía de nuevo con su arte. Eso no le importaba y a mí me afectaba demasiado.

¿Qué tal si le daban por la puerta de atrás a lo que se debía hacer y parábamos de prohibirnos? A mí el protocolo me tocaba un pie y, de paso, el otro.

¿Por qué no decidimos probar a estar juntas un ratito y dejar de ponerlo por escrito?

¿Por qué no podemos ser ahora valientes o, al menos, sinceras, para cerrar el absurdo paréntesis de años en blanco que nos distanciaron, que fueron más difíciles de superar que cruzar el Atlántico de un salto?

Hoy, mi conclusión es que no existen los puntos suspensivos. No sobreviven más interrogantes. Se acabó vivir en un tiovivo la misma huida repugnante. Ya no tendré vergüenza de invitarle a bailar y desafinar con ella una canción que a ninguna nos acabe de gustar.

Al final comprendí, demasiado tarde, que hacernos daño era mejor que no hacernos nada. Sé que estaba de paso por mis días. Pero sus pasos eran tan bonitos… Y todavía hoy, años después, me pregunto si encontraré alguna vez una mirada que tenga la vista tan linda como la suya.

Ya no distingo qué es felicidad y qué es Musa. Cualquier mujer que pase por mi lado, por mi cama o por mi vida la acabaré comparando con ella y siempre perderá. No es ella, soy yo; nunca logré a olvidarla del todo. Lo único que me queda en el tintero para decirle por escrito es que la sigo queriendo como nunca llegué a quererla.

No existe un final para nuestra historia. Por eso continúo escribiéndola. No se puede cerrar una historia que no comenzó.

 

© Sara Levesque