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La Paz

Por Sara Levesque

 

Al final comprendí, demasiado tarde, que hacernos daño era mejor que no hacernos nada. Sé que estaba de paso por mis días. Pero sus pasos eran tan bonitos… Y todavía hoy, años después, me pregunto si encontraré alguna vez una mirada que tenga la vista tan linda como la suya.

Ya no distingo qué es felicidad y qué es Musa. Cualquier mujer que pase por mi lado, por mi cama o por mi vida la acabaré comparando con ella y siempre perderá. No es ella, soy yo; nunca logré a olvidarla del todo. Lo único que me queda en el tintero para decirle por escrito es que la sigo queriendo como nunca llegué a quererla.

No existe un final para nuestra historia. Por eso continúo escribiéndola. No se puede cerrar una historia que no comenzó.

Hui hacia delante. Y quise encontrar paz acurrucada entre sus pechos, cobijada por su protector busto. Pero esa paz vivía a miles de kilómetros de mí. Existe un atajo: estas palabras, como una escalera muy alta y robusta que no se me rompa si intento abrazarla desde tan lejos.

Desapareció de las redes porque su entusiasmo debía ser pleno. Porque su gozo no me extrañaba en absoluto. Y yo tenía demasiado tiempo libre para pensar en nuestro tacto en bruto. Mi alegría sí la echa de menos. Yo sí continúo en las redes, pero atrapada, asfixiándome por el recuerdo de sus ojos color impreciso, siempre infinito.
Hui de mis sentimientos por miedo. Miedo a no saber hacerla feliz. Miedo a expresar lo que sentía. Miedo a desaprovechar todas sus sonrisas. Un miedo atroz, un miedo suicida. Fui presa del peor de los pánicos; una estúpida también. Pensaba que me conocía bien hasta aquel día. El día en que guardé silencio para ver cómo se alejaba. El día que, en realidad, era una noche. Con mi secreto le expresaba: «adelante, ve a buscar a otra que haga lo que yo quiero hacerte: feliz». La alejé tanto que llegó a cruzar el océano.

Y cuando miro su foto, no puedo evitar tocarme los labios —los de la cara—. No sé si porque recuerdo así mi silencio, o porque anhelo su beso. Un beso que debía ser nuestro y acabó perdido en el tiempo. Dando vueltas atrapado en una red.

La experiencia vivida con mi musa interminable es como uno de esos eventos que solo pasan una vez en la vida, y por casualidad. Vino de rebote, porque se encontraba en el lugar adecuado y en el momento más oportuno. Y yo pasaba por allí. Era de esas personas que crea adicción cuando la pruebas. Al saborearla, aunque sea con la mirada, vuelve yonqui hasta a la más impasible. Y después, cuando decide marcharse sin mirar atrás, deja a la adicta desquiciada, gastando sus días buscando su mirada en los ojos de los demás, comprando parpadeos a cambio de ilusiones.

Una toxicómana de su ternura, esa soy yo. Con el corazón agarrado a las costillas porque no puede sostenerse en pie por sí solo. Un corazón que ha vuelto a ser la versión más pura de una víscera, herido, resquebrajado, despedazado. Podría herirla con alguno de ellos que saltase con suficiente fuerza.

Mi boca vuelve a ser capaz de sonreír, pero con la forma de cicatriz que le dejó antes de marcharse a otro lugar más exótico, con más paz. Una paz que no quiso compartir conmigo, y aquí sigo, envuelta en la misma nube de la que no deja de llover. La nube que me entregó sin ser consciente la tarde de los tapones. Una paz que para su alma es vital, sin ella no sabría respirar. La paz que siempre le ensanchaba la sonrisa cuando la recuerda. La Paz… Qué ciudad tan irónicamente tormentosa para mí.

© Sara Levesque