¿Quién teme a lo queer? – De buena fe y de nada en contra: sobre fobias, privilegios y paciencia

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

 

«Martyr» de IG: @asphaltwitch

Todo lo que se convierte en todo ya no es nada.

Amelia Valcárcel

 

 

Fragmentar nuestro cuerpo, como si fuese el resultado de la imagen que devuelve un espejo roto, puede hacernos caer en la tentación de no leernos nunca como un todo complejo. Más bien parece que la fragmentación es una de las condenas que caracterizan la existencia humana en sociedad, y que nos fuerza a escoger una propiedad sobre el resto. ¿Podemos cambiar esa lectura?

Definirnos y ser leídes según una parte, una propiedad de voluntad esencialista, como nuestro sexo, nos fuerza también a entrar en la lógica binaria tradicional y, además, a participar de ella y su significado. Ya sea para asimilarla o cuestionarla, para defenderla o combatirla, no parece fácil tomar una salida tangente, una vía de escape que se desprenda y nos despoje de la tiranía del relato del sexo y su inercia. El (no) debate sobre el sexo que actualmente divide a la población (desde que la población se mide según cuentas de Twitter) nos retrotrae a esas lógicas esencialistas que asfixian el espacio de la existencia, que ponen condiciones, que pretenden tutelar desde la arrogancia del privilegio y que, como ha ocurrido tantas otras veces, se esfuerzan en negar el reconocimiento de las vidas que caen fuera o en sus márgenes. ¿Privilegio? Sí. Nos quedan por delante, ya sabéis, semanas de paciencia.

Gestionar la convivencia no resulta tarea fácil cuando se quiebran los mínimos, y aunque la solución haya de pasar forzosamente por el diálogo entre posturas encontradas, cabría replantear qué cosas forman parte de una postura debatible y cuáles otras, por más que quieran revestirse de ‘argumento de debate’, son sólo expresiones de un conservadurismo privilegiado que pretende sostenerse sobre la subordinación de otros cuerpos. No sólo es complicado, la verdad, es tremendamente doloroso y hay que decirlo también. Es doloroso el insulto, como también lo es enfrentar a quien dice que no te está enfrentando porque, además de lanzar el dardo, deja a quien se defiende en el lugar del verdugo. Ya estamos habituades a los tuits y comentarios ‘de buena fe’, porque casi siempre lo son, ¿no es curioso? ¿No es curioso que nadie sea tránsfobo, machista o racista? ¿No es curioso que nunca nadie tenga nada en contra nuestra?

El pasado noviembre, desde el partido de extrema derecha, se argumentó que los homosexuales que lo deseen deben poder tener derecho a ir a terapias de curación de la homosexualidad. ¿Se dijo esto de buena fe? Por favor (¡por favor!), nada en contra de los homosexuales. No es homofobia (¡qué va, si yo les aplaudo!): se trata de contemplar y proteger la libertad o el derecho de aquellos que deseen abandonar la homosexualidad. Porque si no es una enfermedad cambiamos curación por corrección, por abandono de, por… en fin, que todos contentos porque, al fin y al cabo, el discurso puede adecuarse a los modos de un debate entre posturas.

Tenemos claro, salvo en los contextos de ese conservadurismo extremo, que sí es, evidentemente, homofobia, y que “argumentar” ahí es un falso debate. Sin embargo, el mapa se difumina y parece menos evidente cuando la existencia que se reivindica queda fuera de los márgenes de nuestro propio entendimiento, y más aún cuando nos indica (¡ay!) que habitamos un privilegio, como es el caso del privilegio cis. Señalarlo es entonces un problema de exageraciones y descontextualización (cuando no directamente un insulto otro -fóbico u otro -ismo). Sin embargo no es tan distinto y todo vuelve, en realidad, a comenzar: el terreno del sexo, el género, la orientación y sus implicaciones normativas abarca una cartografía muy amplia que mantiene todavía lugares opacos para el reconocimiento y el acceso a la ciudadanía. Opacos también para aquelles que han luchado (y siguen luchando) por la emancipación.

Amelia Valcárcel, durante una de sus intervenciones en la Escuela Feminista de Gijón de 2019, afirmaba que hoy en día se ha desvirtuado la denuncia, y que todo aquello sobre lo que se quisiera debatir es tachado y reprimido con el sufijo de -fóbico. Si todo de lo que quiero hablar se censura porque es algofóbico, se banaliza la protesta, y «todo lo que se convierte en todo ya no es nada». En resumen, hay fobias comprensibles y otras no, no hay que pasarse, de acuerdo. Quizá sentenciar que si soy yo quien señala las -fobias y los -ismos es de justicia, pero que ser señalade es producto de censura, es generalizar demasiado y ya sabemos que no conviene. Sin embargo, lo que sí convendría es revisar(se) si esa buena fe desde la que se pone en cuestión los parámetros de existencias que no son la nuestra, no se enuncia efectivamente desde una atalaya privilegiada, por mucho que habitemos (que habitamos muchas veces) el lugar de la subordinación. ¿Qué quiere decir todo esto?

El espejo roto, que nos devuelve nuestra identidad por fragmentos, no tiene porqué estar al servicio del binarismo y sus lógicas opositivas. Al contrario, lo enormemente interesante de nuestra identidad fragmentada es precisamente que se compone de múltiples elementos, facetas, condiciones dadas, expresiones y posibilidades que no se reducen a una sola propiedad en oposición a su contraria. Como expone Platero, lo importante de salir de la línea de pensamiento binaria es que implica asumir la complejidad de la propia noción de identidad y cómo está construida. En lugar de reducir nuestra identidad a una propiedad y vehicular las alianzas en función de esa propiedad, se trata de tomar distancia (y conciencia) y entender cómo esa propiedad interactúa con el resto y con la complejidad de otres. La tensión entre el privilegio y la opresión no es sólida y unívoca, al contrario, es una relación dinámica que varía en función de factores múltiples. Puede que en muchos contextos habitemos el lugar de la subordinación, y es posible también que esa condición nos impida ver que hay otros contextos y relaciones en los que no es así.

El problema del privilegio ciego (es decir, del que no sabe que lo es, o niega serlo) es que contamina el imaginario desde un lugar victimizado, sin advertir (porque lo hace de buena fe, supongo yo de buena fe) que está perpetuando la opresión que experimentan las existencias que no son la suya. Lo que conviene preguntarse es de dónde nace la visión y la lectura que hacemos de esas existencias que no son la nuestra, y de dónde vienen los elementos que contaminan esa lectura y reproducen mitos y estereotipos en lugar de ampliar el espacio de la escucha y el reconocimiento.

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