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Quién teme a lo queer? – Violencia, cobardía y valor.

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

 

La violencia, nos dijo Hannah Arendt, aparece allí donde el poder está en peligro, y ese peligro, (pienso yo hoy, todavía temblando) se materializa en los gestos pequeños, y cobra vida según el ejercicio de la más leve e insospechada libertad. Cómo saber, cómo intuir que estamos poniendo en peligro a un poder cuando caminamos al sol, cogidos de la mano, cuando nos damos un beso o se nos cae la pluma por la sacudida de nuestra expresión pública. Cuando hacemos lo que queremos hacer porque queremos, porque somos, porque el espacio que habitamos es nuestro. Toda violencia es disciplinaria, toda violencia es ejemplar. Toda violencia se ejecuta en nombre de un poder. Toda violencia en un espacio se produce para advertir que ese espacio tiene dueño, tiene reglas y jerarquía.

Toda violencia se ejerce en nombre de un poder que no permite existencias o expresiones disidentes a sí mismo. Y esa es, precisamente, la tensión sobre la que sí tenemos la obligación de actuar.

Cada palabra que se articula para sostener o apoyar a ese poder es también la violencia, porque es su brazo, su soporte y su condición de posibilidad. Cada palabra que se articula para proteger a esa violencia, para disfrazarla, para decir que sólo es supuesta, es también la violencia, porque permite su continuidad. Porque no la señala, la identifica y la frena con contundencia. 

Quien defiende el poder no es valiente ni cobarde, quien nos raja la boca y el culo no es valiente ni cobarde, quien nos suelta la hostia, nos insulta, nos grita y amenaza, no es valiente ni cobarde. Ni tampoco yo, ni tú ni nadie, somos valientes o cobardes por enfrentarnos a la violencia, por defendernos o paralizarnos, por tener miedo, dolor o rabia. No podemos seguir juzgando la violencia y sus consecuencias con los parámetros del valor y la cobardía, porque nos quedamos en esa mierda del ser más o menos hombres, de la pobrecita y la que lo buscaba, de la que al menos se defendió o la que iba provocando, la que sí supo decirlo bien alto y claro en las redes, o la que calló, no dijo nada y siguió con su vida, la que pudo a pesar de todo, la que, con todo, no pudo más. Basta. Es tan insoportable como el mosaico de casos aislados que han crecido hasta tejer un nuevo mapa sobre el que nos movemos, sobre el que caminamos. Los casos aislados de violencia contra nuestros cuerpos dibujan las baldosas que pisamos todes. No nos acuséis de valientes, no nos digáis que somos algo que nadie quiere ser.

No podemos combatir la violencia con valentía, porque la violencia no es cobarde. No se trata de eso. Se trata de comprender que esa violencia que nos desgarra es la punta visible de un enorme iceberg que está helando poco a poco toda la superficie. Se trata de asumir la gravedad de las palabras y tomar responsabilidad. Se trata de entender de una vez por todas que las palabras que nos deshumanizan se transforman en acciones de violencia física. El lenguaje es acción, ni valiente ni cobarde, es tejido que determina las condiciones del espacio público, de cualquier espacio, y marca la pauta lógica de la jerarquía, los límites y la agresión. 

El absurdo en nuestro contexto ha crecido hasta considerar “muy demócrata” defender el derecho de expresión de posturas antidemocráticas. Somos «tan tolerantes» que no cuestionamos que las palabras que deshumanizan a determinados cuerpos deban tener un legítimo espacio, y esa es la trampa. Porque no se trata de enzarzarnos en la discusión de la libertad de expresión, ni de decir que yo “no estoy de acuerdo con usted, pero defenderé siempre su derecho a decirlo”, ni de seguir con el mantra obsoleto (sí, lo siento, obsoleto) de “en su modelo de país no quepo yo, pero en el mío sí cabe usted”. No. Por lo mismo que la violencia en sí misma no es valiente ni cobarde, cuando hablamos del discurso público no hablamos de libertad o censura de palabras en sí mismas. No combatimos la “libertad de hablar”, combatimos el poder que esas palabras representan, combatimos las palabras que son el brazo, el soporte y la condición de posibilidad de ese poder, de esa violencia supremacista. No combatimos en favor de una censura, combatimos en contra de la supremacía racial, de género, de sexo, binaria, patriarcal, funcional y clasista.

Toda violencia es disciplinaria y ejemplar. Toda violencia se produce como una señal a futuro que quiere recordar de quién es el espacio, y qué cuerpos pueden habitarlo. Las palabras, todas las palabras que deshumanizan unos cuerpos frente a otros, que despojan, cosifican, ridiculizan o estigmatizan, son la génesis de un tejido, de un camino, de un mapa. Las palabras no rajan el culo ni los labios. Las palabras indican que hay cuerpos erróneos, menos válidos, enemigos o incorrectos. Las palabras hacen del terreno político una cartografía donde rajar unos labios y un culo con una navaja sea posible, pueda ocurrir. Y ocurre.

Ojalá poder cerrar el texto con esa rabia transformadora que he visto en redes estos días. Ojalá acertar con la palabra justa de certidumbre puesta en lo colectivo (que es, sigue siendo, como siempre fue, nuestra única esperanza).

Ojalá no tener que ser nunca valientes ni cobardes.

 

 

«No Siempre Se Gana» by infamecless is licensed under CC BY-NC-ND 2 0

 

A mí también por maricón

Por Ander Prol González(@AnderProlGlez) marika, periodista y sexólogo

 

Impotencia, rabia, angustia, tristeza… sobre todo eso, tristeza y frustración. ¿Qué hacemos? ¿Qué hago? Mañana podría ser cualquiera y no podemos permitirlo. Esta semana, en las multitudinarias manifestaciones pidiendo justicia para Samuel y denunciando las agresiones y crímenes homófobos, se ha hecho viral una pancarta que decía lo siguiente «lo que te gritan antes de matarte importa». Y así es.

Todos los miedos que tenemos los maricones desde que nos tildan por primera vez con esa palabra han vuelto a mí de una estacada. Tal es así, que los meses de terapia para combatir toda la homofobia que he vivido en mi día a día, por un momento, parecieron no servir de nada. Pero esta semana no he estado solo. Esta semana ciudades y pueblos se han llenado y, gracias a iniciativas como las de @christocasas, muchas también habéis llenado las redes de ataques homófobos que habéis sufrido. Y creo que, aunque sea doloroso, es reparador y necesario hacer este ejercicio que desde el feminismo llevan años haciendo.

Así, en un acto de empatía y desahogo creo que es un buen momento para relatar toda la homofobia que he sufrido en mis carnes. Por el yo sí te creo, por poner el grito en el cielo pero, sobre todo, porque las personas cisheterosexuales comprendáis que tenéis mucho que hacer si de verdad os consideráis aliades.

Comencemos por el principio. Educación primaria. Ya he hablado de la primera vez que oí el maricón. No me acuerdo exactamente del contexto, pero sí de las consecuencias. Mi cuerpo, mi yo más niño supo entender el por qué se me llamaba esto. No conocía el significado de la palabra, pero sabía que no era bueno. Esto es algo por lo que casi todas hemos pasado y las consecuencias son parecidas. Restringes los movimientos de tu cuerpo, el tono de voz, la manera de caminar, correr, saltar… Se trata de un autocontrol terrible del que a día de hoy incluso me cuesta desprenderme.

Afortunadamente, por decirlo de alguna manera, mi padre era el entrenador de futbol de todos mis compañeros de clase, por lo que, aunque no fuera por respeto a mí, sino a mi padre, fue de las pocas veces que escuché que me lo llamaran. Esto, en comparación con otros compañeros fue un alivio porque como todos sabemos siempre tiene que haber un maricón en la clase. En este punto, aunque se que no es necesario, me gustaría volver a agradecer a mi padre y a mi madre haberlos tenido de aliades reales creando un entorno totalmente seguro en el hogar.

La secundaria fue (como para cualquiera) algo más salvaje. Recuerdo que en primero de la ESO fue la primera vez que empecé a sentir deseo y atracción consciente hacia otras personas, hacia otros hombres. El miedo de la primera vez que escuché ese primer maricón volvió a mí, porque ya sabía lo que significaba. Mi reacción fue empezar a afirmar, como los demás chicos de clase, que me gustaba una chica, empecé a barnizar el armario en el que me encerraron cuando solo era un niño. Lógicamente esa chica era de mi grupo de amigas, y digo amigas porque realmente quienes han estado siempre ahí son ellas, no ellos. Gracias a todas ellas por, aun sospechando, no sabiendo o estando confundidas, estar, simplemente eso, estar. Pero no puedo olvidar todo el dolor experimentado en mi desarrollo sexual adolescente. Mientras en clase se hablaba de masturbaciones conjuntas, pornografía heterosexual o las primeras relaciones sexuales, yo me limitaba a llorar cada vez que me masturbaba porque a la cabeza solo me venían hombres.

Aun así, conseguí en los siguientes años engañarme con ser bisexual (afirmo esto como algo personal, se que algunas situaciones que describo son similares entre las personas del colectivo, pero la bisexualidad no es una fase). Esta idea hizo que pudiera desarrollar mi deseo real en la intimidad, sin sentirme culpable por ello y, a su vez continuar pareciendo heterosexual para la sociedad. Estamos hablando de cuando tenía unos 13 o 14 años y mi sueño era ocultar mi supuesta bisexualidad escogiendo solo enrollarme con mujeres.

Por fin en primero de bachiller, con 16 años, conseguí salir del armario, del primero de tantos. La familia y los amigos fueron un entorno seguro para mí en el que me sentí con el confort suficiente para decirles quién era de verdad. Decidí que jamás volvería a esconderme por lo que la noticia se extendió rápido, y más en un pueblo de 16.000 habitantes. Así llegaron los primeros comentarios: “Pues si es gay de verdad a mí que no me hable”; “buáh, estaba claro”; “a ver que nosotros da igual que hagamos comentarios sobre él, si alguna vez tiene problemas somos los primeros que le vamos a defender”.

Gracias a mi carácter y mi aspecto más o menos normativo empecé a ligar con chicos en los entornos en los que salíamos de fiesta, no puedo decir que lo tuviera “difícil”. Pero eso me hacía muy visible en un entorno festivo muy heterosexualizado y un día, volviendo en tren de ese pueblo mientras hablaba con dos conocidas sufrí uno de los peores momentos de mi vida que me ha tocado vivir por maricón.

Un conocido de mi pueblo entró con una piedra de consideradas dimensiones en la mano por la puerta que conectaba el vagón contiguo al vagón en el que nos encontrábamos. En cuanto me vio, se puso entre las conocidas con las que estaba y yo, y empezó el interrogatorio: “Hombre, ¿qué tal? ¿Cómo va todo? – mi mirada solo podía fijarse en la piedra – Tranquilo que esta piedra no es para ti, es para otro maricón, porque tú eres maricón ¿verdad? ¿Te gusta comer pollas? ¿Te gusta que te den por culo?

Mis amigas empezaron a decirle que me dejara en paz, pero las silenció de un plumazo. Quiero creer que por suerte, al fin llegamos al siguiente apeadero donde íbamos a bajarnos para seguir de fiesta y rápidamente note un tirón de mis compañeras del brazo y salimos del vagón. Él no se bajó ahí. Yo estaba congelado, no podía ni hablar y en un abrir y cerrar de ojos, antes de que el tren abandonara la estación, la roca salió disparada por una de las ventanas seguida de varios escupitajos. Al final, la pedrada sí que fue para este maricón. Me sentí sucio, culpable, la pedrada me dejó sin respiración y unido al ataque de ansiedad que me dio solo pude sentarme inundado en un llanto. Las conocidas con las que estaba me consolaron y me acompañaron donde mi cuadrilla. Gracias a todas, de verdad, en ese momento fuisteis mi sanación.

Es lo más fuerte que me ha pasado nunca y lo peor es que me alegro, visto lo visto me alegro de que solo fuera eso. A día de hoy podría mencionar la infinidad de veces que, sobre todo en un contesto festivo, mis amigas se han visto obligadas a defenderme ante ataques verbales. El que se me acercó al oído solo para gritarme “maricón”; los que se peleaban al grito de maricón en una estación como máximo insulto; el grupo del que nos tuvo que proteger a una amiga y a mí el portero de una discoteca de Madrid por pedirles que no hablasen de la manera en la que lo estaban haciendo de las mujeres…

Con las parejas ha sido parecido, sobre todo con las muestras de afecto públicas. Todavía siento las miradas hacía nuestras manos entrelazadas o cuando nos gritaron desde un colegio de primaria «maricones» estando simplemente sentados en un banco del parque frente al edificio.

Y esto con las que se han encontrado en el mismo momento de seguridad que yo para mostrar afecto en público. Porque si antes he hablado de cuando salí del armario por primera vez es porque en diciembre de este año volví salir del armario, también con mi familia y con mis amigos. Salí del armario con mi actual pareja, con la que llevo años; tiempo que se nos ha arrebatado y que nadie nos va a devolver.

Y digo arrebatado porque si alguno de los dos ha sentido inseguridad o miedo para contarlo ha sido porque así nos lo han enseñado. Porque nos llaman maricones antes de que sepamos que lo somos; porque nos hacen ver que ser maricón está mal; porque nos insultan, pegan y asesinan y, sobre todo, porque nos enseñan que debemos merecer ese odio y encima pretenden que nos sintamos culpables.

Ahora mismo siento desahogo, la frustración y la rabia continúan, la impotencia no tanto. Este ejercicio ha sido una mínima muestra de la homofobia que sufrimos desde parte del colectivo, algunas de las agresiones seguramente serán personales, a otres os sonaran algunas de ellas e incluso las habréis sufrido en vuestras carnes. No estoy seguro de qué tiempos vienen, ni de cómo debemos prepararnos para toda esta ola de violencia que vuelve a no tener vergüenza y cada vez es más explícita. Solo deciros que os organicéis, creéis redes, os defendáis y os cuidéis mucho maricones. Y como dijo Yessenia Zamudio en las protestas por los feminicidios en México: «la que quiera romper que rompa, y la que quiera quemar que queme, y la que no, que no nos estorbe».

Por las que no están, las que estamos y las que estarán.

 

Nos gusta ser maricones

Por Ander Prol González(@AnderProlGlez) marika, periodista y sexólogo

Foto: Dagur Brynjólfsson

A día de hoy, nadie puede negar que la lucha del colectivo LGTBIQ+ supuso la creación de una contracultura existiendo, a día de hoy, numerosas obras, recopilaciones, creaciones artísticas… sobre la misma. La luz de Ocaña; personajes de la movida Madrileña; Flor de Otoño; obras como Elisa y Marcela; piezas más actuales como la serie de La Veneno

Gracias a la lucha de nuestras precedentes pudimos construir una comunidad creando así códigos culturales propios basados en nuestras vivencias. Y es que, cómo no va a existir una cultura LGTBIQ+ si la propia RAE define esta como el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”

Y, de la misma manera que podemos hablar de cultura LGTBIQ+, es posible desgranar cada una de las siglas para hablar de cultura lesbiana, cultura trans* o, por ejemplo, cultura gay. Esto se debe a que el colectivo LGTBIQ+ es una comunidad compuesta por disidentes sexuales, o lo que es lo mismo, personas que no encajan en la norma cisheterosexual, lo que hace que en la misma convivan orientaciones e identidades que entre ellas encuentran diferencias pero, a su vez, similitudes. Lee el resto de la entrada »

Maltratos, maricones y malas ideas

“Maricón el último”, “como un maricón», “qué fuerte, maricón” o hasta “fuerte maricón”, son sólo alguna de las mariconadas que escucho con cierta asiduidad y con diferencias de intención y tonalidad pero esta semana, que me tocó manifestarme contra la violencia machista, recordé otra acepción más que idearon en Chile para dar forma a esta campaña:

No es que no haya maricones que maltratan, que los hay y hace muy poquito uno tuvo a bien creerse dueño de su marido y matarlo, y tampoco es que yo no crea en la polisemia, pero tengo otra idea de lo que es apoderarse del lenguaje, de los insultos, para cambiarles el significado. Entiendo que haya hombres a los que han llamado tantas veces mariquita, mariquilla y maricón que asumen la palabra con naturalidad para usarla entre colegas; entiendo que es una palabra que puede estar cargada de tintes despectivos pero que, si la aislamos y lo pensamos fríamente, puede ser también simplemente descriptiva. Ahora, recoger toda la mala intención que tiene el concepto cuando se escupe a la cara o a la espalda de una persona y querer trasladarla a otra realidad despreciable no reduce el odio a quienes se hacía referencia en primer término,  al menos a mi parecer. «Los hombres que maltratan a sus mujeres dan asco luego son maricones»… No lo veo.

Así que justo después de ver este vídeo es el momento ideal para empezar a olvidarlo.