Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)
Hace unas semanas, las imágenes de un hombre llorando mientras pedía perdón dieron la vuelta al mundo.
«Estas no son prácticas distantes de gobiernos olvidados hace mucho tiempo. Esto ocurrió sistemáticamente, en Canadá, no hace mucho tiempo, más recientemente de lo que nos gustaría admitir», decía el Primer Ministro de ese país, Justin Trudeau, ante los presentes, las cámaras y ante la propia Historia.
En nombre de Canadá, el mediático líder pedía perdón a todas las personas que fueron perseguidas, discriminadas y tratadas injustamente por su orientación sexual o su identidad de género, en lo que él mismo llamó una «opresión sistémica auspiciada por el Estado».
La actuación de Trudeau no ha quedado exenta de críticas, especialmente en relación con la situación de los pueblos indígenas (First Nations) y los abusos que siguen cometiendo las instituciones canadienses contra estos grupos. Su compromiso con la diversidad sexual y de género, argumentan, debe enmarcarse en una defensa integral de los derechos humanos si no quiere correr el riesgo de ser calificado como una estrategia más de pinkwashing en un mundo en el que el reconocimiento de ciertos derechos a las personas LGTBIQ+ se ha convertido en una herramienta de branding para gobiernos, empresas y otras instituciones. De hecho, si bien el primer ministro se ha ganado a medio mundo con su mensaje feminista, a favor de la inmigración y los refugiados y comprometido con la diversidad en todas sus formas (religiosa, étnica, sexual y de género, etc.), no son pocos en su tierra los que hace tiempo que esperan algo más que imágenes emotivas y eslóganes inspiradores de su potente maquinaria de relaciones públicas.
Cierto, Trudeau tiene mucho trabajo por delante para convertir su gobierno en un verdadero garante de la igualdad y la diversidad más allá de los gestos políticamente correctos. Desde otras latitudes, sin embargo, se agradece que iniciativas como esta pongan en cuestión los crueles consensos de la Memoria que aún en nuestros días obstaculizan a muchos el disfrute pleno de los derechos humanos y las libertades democráticas.
Me pregunto si algo así podría pasar en España. Sé que las palabras de Trudeau emocionaron en mi país a muchas personas, especialmente algo más mayores que yo, que quizás no esperaban llegar a ver esto. Que vivieron de primera mano lo que era ser homosexual o trans durante las década de dictadura franquista y también a lo largo de la Transición. Que, mirando a sus años de infancia, de adolescencia, de juventud, les parece increíble. Una utopía que hoy ven con sus propios ojos y oyen con sus propios oídos.
Yo pertenezco a una generación que conserva pocos recuerdos del calvario público por el que tuvieron que pasar los activistas que allanaron el camino a conquistas como la ley para el matrimonio igualitario o la de identidad de género. Y, desde luego, nunca llegamos a ver lo peor, aquellos años en los que vivir al margen de la norma binaria y heterosexual significaba demasiado a menudo renunciar a la familia, dar por imposibles tus sueños o incluso poner seriamente en peligro tu vida.
Por fortuna, nunca vivimos aquello. Hemos nacido y crecido en una sociedad en la que todavía se discrimina y se agrede al «maricón», a la «tortillera» o al «travelo», pero muchísimas cosas han cambiado. Y ello solo ha sido posible gracias a quienes dedicaron su vida a regalarnos la libertad que hoy disfrutamos. A hacer Historia. Una labor que, además, podemos honrar gracias a trabajos como el recién publicado Lo nuestro sí que es mundial, de Ramón Martínez.
Gracias a ellos y ellas, y a pesar de muchos otros. A pesar de los padres, madres, hermanos, tíos, abuelos y primos que prefirieron el odio al respeto. A pesar de la Iglesia Católica, que sigue sin bajarse de su cruzada contra toda aquella persona que intenta salir de la oscuridad que esta institución sembró en tantas sociedades y casas (y, en países como España, sin que ello perjudique a sus privilegios en nombre de la ley y de la Constitución). A pesar de todas aquellas personas que, desde sus puestos en diferentes servicios públicos, intentaron poner piedras en el camino de quienes simplemente querían vivir con la dignidad que todo ser humano merece.
La lista de agravios y sus protagonistas es larga, pero quizás el más doloroso de todos es el de los partidos políticos y sus miembros, con el Partido Popular a la cabeza, que lideraron la batalla contra esta igualdad legal que cada vez está más cerca. Ese mismo PP que no escatimó en insultos y escarnios de todo tipo, grabados a fuego en la memoria de quienes los recibieron, y que hoy critica a quienes se oponen a dejarlos marchar cada año en el Orgullo. Eso sí, sin participar en la defensa de estos derechos cuando es la ocasión de hacerlo. Ese PP «que solo quiere al colectivo LGTBI para la foto», como bien explica el presidente de la FELGTB, Jesús Generelo. Ese PP al que, cuando los asuntos de la memoria democrática reciben sus escasos momentos de consideración, tanta irritación le produce aquello de «reabrir heridas». Heridas que, en el caso de la homofobia o la transfobia, siguen abiertas precisamente por responsabilidad directa de partidos como el PP. En septiembre y noviembre hemos vuelto a ser testigos de ello.
Quizás ese PP debería mirar ahora a Trudeau. Quizás debería incluso mirar a Alemania, que tan modélica se ha convertido en otros asuntos. Quizás, antes de pedir una foto, podrían Mariano Rajoy, su Gobierno y su partido pedir perdón. Reconocer el daño causado para empezar a repararlo.
Un perdón como este podría permitirnos avanzar hacia un país capaz de construir algo mejor a partir de la Memoria, en lugar de hacerlo desde la injusticia, la barbarie y el olvido. Un país imperfecto, como las personas, pero capaz de reconocer sus errores y enmendarlos. Una democracia, en ese sentido, capaz de sentirse orgullosa de poder reinventarse a sí misma.
Aunque me pregunto, señor presidente del Gobierno, si sabe usted siquiera de lo que estamos hablando.
Tambien hay sexyfobia.
Se culpabiliza a la gente sexy de ser culpable de casi todas las cosas y se crean moralinas y represiones culpabilizadoras que también provocan damnificados y damnificadas. Y se las dan de gentes libres y defensoras de un género determinado. Son represores sin más. La dictaduras siempre han odiado la belleza y el cuerpo. Y el sexo mucho más en todas sus manifestaciones.
Hay gente que debería pedir perdón a la gente linda por insultarla, vejarla, culpabilizarla…, pero eso no se contempla entre torquemadas. Hay que rechazarse a uno mismo, abandonarse, pedir perdón por ser guapo, para ser respetado y dar ejemplo… y no provocar envidias ni reverberaciones hormonales para que se sientan seguros… en un mundo feo.
26 diciembre 2017 | 12:14
Ni pedir perdón ni llorar le van a dar trabajo ni de comer a nadie, ni a heterosexuales ni a homosexuales, lo que tienen que hacer es dimitir y dejar el gobierno a personas mas competentes.
27 diciembre 2017 | 07:38