Carta I

Por Sara Levesque

 

«Querida Musa libre como un pajarillo descansando en una cornisa: gracias por tu mejor sonrisa, que nunca tenía prisa, tan pacífica como una brisa. Gracias por obligarme a madrugar, para que me diera tiempo a reaccionar sin permitirme remolonear. Gracias por escaparte; desde la distancia ignorarme, y con la escritura liarme. Gracias por mirarme y huir. Por ayudarme a saber qué decir. Mi honda cicatriz empiezo a zurcir. Gracias por dejarme soñar con los ojos abiertos, cada una de tus miradas para mí fue un acierto que en prosa convierto. Gracias por seguir y por quererme a tu manera, solo por ello merece la pena abandonar tu espera, mi agónica quimera. Gracias por no querer que insista, aunque mi corazón, de olvidarte, se resista; siempre ha sido un vanguardista…

Gracias por el paréntesis de tantísimas semanas borradas, por un sinfín de jornadas tachadas y por la esperanza del futuro abrigadas. Gracias por las tormentas al tronar, por hablarme de la lluvia, que siempre cala al recitar. Sus gotas nunca dejarán de brillar. Gracias por inspirarme, por orientarme, con tus versos refrescarme y, a veces, por soportarme. Gracias por compartir tu huella con mi escritura. Gracias a ella mantengo la cordura. La bohemia derrotó a la tortura. Gracias por tu sinceridad, encanto. Para nada me resultó un espanto. Por ella, tu dolor ya no lo aguanto.

Gracias, aunque nos separen kilómetros, Mimi, vida mía. Sin ti, no sé qué haría. Quizá me sobrepondría; quizá me moriría.

Si nos volvemos a ver, profundiza en mi mirada. Pero hazlo despacio, preciosa; puede que aún siga con vida. Puede que vuelva a enamorarme de ti. Puede que nos hagamos daño de nuevo».

Con esa carta hemos llegado al final del principio de muchas historias más y me encuentro como si hubiera pasado un tiempo impreciso en un centro de rehabilitación, contándole mis traumas al papel de bata blanca, vaciándome en tinta. Hoy siento que me han recetado dos lapiceros de cinco gramos y escritura cuatro veces al día. He aprendido a pensar en ella sin fruncir el ceño. Ya no convivo con la tristeza de que nunca nadie hablará de nosotras.

Después de sobrevivir a mi dependencia a lo quimérico, puedo recordar sin sangrar lo que representó para mí. Quizá piense que me dio unas pocas tardes a su lado, pero nunca quiso escuchar que, en realidad, me regaló un mundo que empezó en sus caricias y se desarrolló como una inmensa lección de vida con segunda oportunidad incluida.

Después de esta adicción a la ficción, a esta esclavitud a la realidad, viví una locura a los ojos de los demás, pero a los míos de lo más natural. Se me antojó un viaje en concreto. Hice unos cálculos económicos, metí cuatro prendas y varios libros en mi mochila roñosa remendada de parches de diferentes países y me dirigí al aeropuerto. Sentía una mezcla de emociones en mi interior mientras el autobús me acercaba a la terminal. Me encontraba genial por hacer lo que se me antojase sin poner excusas; también preocupada por si me pasaba algo; incluso un poco culpable por cumplir lo que deseaba, por dejarme llevar por una vez en mi vida… En cualquier caso, eso no fue un impedimento para dedicarme unos días.

El viaje se me hizo más corto de lo esperado. Me cruzaba con la gente y sentía armonía entre sus nerviosos andares y mis pasos parsimoniosos. Incapaz de dejar de sonreír, me hallaba en shock envuelta por una misteriosa calma que me trasladaba en volandas.

No sabía de dónde nacía. Ni me importaba. Era como si me rodease una burbuja y, por una vez, la llave para salir de ella estuviera entre mis dedos, no detrás de sus paredes. Como si mi alma hubiera regresado a la vida y pudiera darle la mano en vez de la espalda…

© Sara Levesque

 

Los comentarios están cerrados.