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Carta II

Por Sara Levesque

 

Cuando llegué al destino, lo primero que hice fue acercarme hasta un lugar muy especial al que ya le tenía echado el ojo. Un lugar donde elegí cambiar la melancolía del piano por la bohemia que encierra Mishka con su reggae, aunque no lo parezca. Un lugar donde sentí libertad de mí misma y pude sonreírle al horizonte abrazada de emociones positivas, no acorralada por las adversidades.
Es cierto que vivo en una constante contradicción y parece que ahí es donde encuentro el equilibrio. Dicen de mí que soy cariñosa y cercana, pero adoro el hielo y su gélida distancia. ¿Será por eso que elegí aquel destino? Ya que yo solita me había destruido, ¿necesitaba reconstruirme entre taciturnos carámbanos sin otra compañía que la de mi mochila, en la que ya no guardaba pesares, sino algo tan corriente como ropa y libros? Quizá necesitaba darme una palmadita en la espalda yo misma para ser bien consciente de que nunca me había ido de mi lado.
Existen muchos países que anhelo visitar. Demasiadas cabañas donde deseo ir a soñar. Cientos de caminos que exijo transitar. Infinitud de pasos que dar… Hoy, con la vista flotando sobre este insondable mar, sé que de desamor no volveré a enfermar porque fui capaz de borrar el rastro de su mirar de mi palpitar. La valla que separaba la arena del mar ya no la percibía como un impedimento para saltar, sino como un apoyo sobre el que aprender de nuevo a respirar.
Detrás de él surgía el océano descomunal, profundo, interminable, irascible… Al ser el extremo del continente, los vientos no contaban con tierras alrededor que les limitasen. Podían danzar tan rápidos y coléricos como quisieran, componiendo un baile bramador, furioso, aullador.
Detrás de él vivía el mar. Detrás de ese cartel, imperioso y solitario. Un cartel tallado en madera con letras impresas del color más completo de todos: el blanco. Un cartel que separaba el punto más austral de Argentina, tierra cristalina, con el comienzo del continente siempre nevado.
Permanecí de pie, emocionándome con el horizonte. Para los ojos urbanos, no era más que la visión hermosamente simplona de mucha agua. Mi perspectiva, en cambio, descubría caminos invisibles, ideas prometedoras, esperanzas renacidas. Con ilusión dentro de mi corazón, observé el cartel, de nuevo la textura del agua, y sonreí aún más. Anunciaba lo que parecía una futura realidad: Ushuaia, fin del mundo. ¿Significaba el fin de un mundo donde mendigaba una oportunidad a la musa que siempre me tendía su mejor excusa? Si era así, bienvenida fuera mi nueva vida tras la experiencia.
Detrás de él, recordé cuánto me echaba de menos. Detrás de él, firme frente a lo que estuviera por llegar, dije dos palabras en voz alta que jamás me había atrevido a expresar:
ME QUIERO.
Y es que visto uno, vistos todos; salvo en su caso, que viste los ojos más lindos de la vida.

Antes de acabar te haré una pregunta, querida persona que lee tan bonito. Y responde(te) con total sinceridad:
¿A quién ves cuando cierras los ojos?

© Sara Levesque

 

Carta I

Por Sara Levesque

 

«Querida Musa libre como un pajarillo descansando en una cornisa: gracias por tu mejor sonrisa, que nunca tenía prisa, tan pacífica como una brisa. Gracias por obligarme a madrugar, para que me diera tiempo a reaccionar sin permitirme remolonear. Gracias por escaparte; desde la distancia ignorarme, y con la escritura liarme. Gracias por mirarme y huir. Por ayudarme a saber qué decir. Mi honda cicatriz empiezo a zurcir. Gracias por dejarme soñar con los ojos abiertos, cada una de tus miradas para mí fue un acierto que en prosa convierto. Gracias por seguir y por quererme a tu manera, solo por ello merece la pena abandonar tu espera, mi agónica quimera. Gracias por no querer que insista, aunque mi corazón, de olvidarte, se resista; siempre ha sido un vanguardista…

Gracias por el paréntesis de tantísimas semanas borradas, por un sinfín de jornadas tachadas y por la esperanza del futuro abrigadas. Gracias por las tormentas al tronar, por hablarme de la lluvia, que siempre cala al recitar. Sus gotas nunca dejarán de brillar. Gracias por inspirarme, por orientarme, con tus versos refrescarme y, a veces, por soportarme. Gracias por compartir tu huella con mi escritura. Gracias a ella mantengo la cordura. La bohemia derrotó a la tortura. Gracias por tu sinceridad, encanto. Para nada me resultó un espanto. Por ella, tu dolor ya no lo aguanto.

Gracias, aunque nos separen kilómetros, Mimi, vida mía. Sin ti, no sé qué haría. Quizá me sobrepondría; quizá me moriría.

Si nos volvemos a ver, profundiza en mi mirada. Pero hazlo despacio, preciosa; puede que aún siga con vida. Puede que vuelva a enamorarme de ti. Puede que nos hagamos daño de nuevo».

Con esa carta hemos llegado al final del principio de muchas historias más y me encuentro como si hubiera pasado un tiempo impreciso en un centro de rehabilitación, contándole mis traumas al papel de bata blanca, vaciándome en tinta. Hoy siento que me han recetado dos lapiceros de cinco gramos y escritura cuatro veces al día. He aprendido a pensar en ella sin fruncir el ceño. Ya no convivo con la tristeza de que nunca nadie hablará de nosotras.

Después de sobrevivir a mi dependencia a lo quimérico, puedo recordar sin sangrar lo que representó para mí. Quizá piense que me dio unas pocas tardes a su lado, pero nunca quiso escuchar que, en realidad, me regaló un mundo que empezó en sus caricias y se desarrolló como una inmensa lección de vida con segunda oportunidad incluida.

Después de esta adicción a la ficción, a esta esclavitud a la realidad, viví una locura a los ojos de los demás, pero a los míos de lo más natural. Se me antojó un viaje en concreto. Hice unos cálculos económicos, metí cuatro prendas y varios libros en mi mochila roñosa remendada de parches de diferentes países y me dirigí al aeropuerto. Sentía una mezcla de emociones en mi interior mientras el autobús me acercaba a la terminal. Me encontraba genial por hacer lo que se me antojase sin poner excusas; también preocupada por si me pasaba algo; incluso un poco culpable por cumplir lo que deseaba, por dejarme llevar por una vez en mi vida… En cualquier caso, eso no fue un impedimento para dedicarme unos días.

El viaje se me hizo más corto de lo esperado. Me cruzaba con la gente y sentía armonía entre sus nerviosos andares y mis pasos parsimoniosos. Incapaz de dejar de sonreír, me hallaba en shock envuelta por una misteriosa calma que me trasladaba en volandas.

No sabía de dónde nacía. Ni me importaba. Era como si me rodease una burbuja y, por una vez, la llave para salir de ella estuviera entre mis dedos, no detrás de sus paredes. Como si mi alma hubiera regresado a la vida y pudiera darle la mano en vez de la espalda…

© Sara Levesque

 

Una detrás de la otra

Por Sara Levesque

 

Tropecé con todos los peldaños. De callar tengo carraspera. He amado a la misma mujer muchos años. Me hubiese gustado que, a tiempo, lo supiera.

Hubiese sido mejor arriesgarnos y fallar que seguir soñándonos entre vacilaciones, imaginando un mañana a su lado sin que esté ella, en realidad. En los espacios vacíos es donde más la veo. En una charla de bohemios, cuando más la escucho. Y en los pellizcos de una llovizna, donde más cerca la siento. Y aunque mi corazón, a estas alturas de hojalata, me siga latiendo desconfiado, no puede evitar sentirse feliz porque una vez tuvo cerca su calor. Fue bonito cuando nos terminábamos las frases que dejábamos a medias. Y que, a veces, no acabásemos ni la primera palabra porque hablábamos con las pupilas. Quería quedarme a pasar las noches en su mirada y verla amanecer. Pelearnos por el lado de la cama y llegar a un acuerdo a través de un atajo: ella encima y yo debajo. Mi musa (no) tiene la culpa de que siga fantaseando con poder cumplir nuestras viejas promesas algún día. El día en que aún le asome por la sonrisa un pedacito del amor que nunca cumplimos.

Y llegó el día que, en realidad, era mi mejor sueño. Abrí la boca y salieron las palabras en su dirección.
—Me gusta tu sonrisa.
—Gracias, es una cicatriz. Deberías haberla visto en sus mejores días.
—Tranquila. Todos cometemos terrores.

Con esta conversación tan escueta me di cuenta de que empecé a sanarme de la herida con que suicidé mi corazón durante tantos años. He descubierto que descalza soy mucho más alta. Sin maquillaje estoy mucho más guapa. Sin el ceño fruncido brilla más mi mirada. Si no grito, me escucharás mejor. Y sin ropa, soy más auténtica.

Necesité siete años para dejar de ponerme unas gotas de perfume en las muñecas y el cuello. Una fragancia que me recordaba bastante a la suya, con ese peculiar aroma tropical y sensual. Siete años para dejar de meterme en la cama, apagar la luz y hacerle el amor a distancia, como tantas veces desde que nos conocimos. Siete años para que mis dedos no mutaran en su tacto ––la pasión es la suma de dos personas que se cruzan por el camino; ella era mi pasión––. Siete años para no volver a explotar de puro gozo, empapando de lujuria la sábana y, por ende, todo el dormitorio. Siete años para sobrevivir al asfixiante olor a fantasía. Siete años para dejar de mentirme en la cama.

Necesité siete años para confesarle lo que escondía. Me alegro de haberlo hecho, aunque ahora no quiera saber nada. Huyendo de mí como si sufriera de peste y no de amor, aunque sea un amor que ya apesta. Creo que, a veces, es bueno ser sincero. Así se puede meditar desde otra perspectiva, hacer cambios y seguir adelante. Avanzando sin tropezarte con tus propios pies en los errores pasados.

Sin tener ni idea, ideo algo de lo que sea. Sea más fácil o difícil, difícilmente puedo evitarlo. Evitar lo mismo de siempre. Siempre pensando en sus piernas sin fin. Fingiendo que ya no duele, duele más que si lo admito. Admito que fui una cobarde que ardía, ardía en deseos de no volver a callar. Callarme sería un gran error, error que no pienso permitir. Permitir a mi vergüenza irse, irse a un mundo mejor. Mejor me voy con otra, otra que me sonría. Sonriéndonos, miro de rebote su foto. Fotofobia me provoca aquel instante nuestro. Nuestro mundo pasó a mejor vida. Vida pasada que ya no temo. Temo pocas cosas ya. Ya ves lo que cambian esas hostias del ayer. Ayer pensaba en nosotras. «Nosotras» hoy se ha alterado gracias a otra. Otra mujer por la que soñar. Soñar sin miedo a provocar un nuevo nudo en mí. Mi única duda es si le queda mejor el pelo largo o corto. Corto de raíz con todo aquello. Aquello que me anulaba ahora me aprueba. A prueba quedo con todas las mujeres que surjan a partir de ahora. Ahora deseo estar feliz con una; una detrás de otra.

 

© Sara Levesque

 

Ella lo inspiró; yo lo respiro

Por Sara Levesque

 

Hoy hay un señor en el metro con aspecto de no tener trabajo. Lo primero que pienso de él es que será un artista aficionado. Lleva el pelo cortado casi al cero, pero le distingo las entradas. Las gafas se le aguantan a duras penas sobre una nariz enrojecida. Calculo que cargará unos cuarenta años de esclavitud encima, condena arriba, condena abajo. Lleva una mochila que no es de marca, y ropa no muy maltratada. Cobija sus pies en unas botas de montaña que parecen haber ansiado más cimas de las que podían subir. Va abrigado con nada más que una camisa vaquera grisácea. Parece cansado de la vida, o como si la vida se hubiera cansado de él.

Yo estoy de pie al final del vagón, él va sentado en el suelo. A veces me mira. También al resto de pasajeros. Escribe en un cuaderno con un pilot fuertemente agarrado con tres dedos, como si ese fuera su último instrumento de trabajo, la última oportunidad laboral que le quede y temiera que se le escapase. Yo hago lo mismo que él: emborrono el libro que estoy leyendo con un lápiz casi consumido, con mi mala y preciosa letra. Me pregunto si le llamaré tanto la atención como para escribir sobre mí, como estoy haciendo yo con él.

Parece un artista asimétrico. Una de esas personas que cierra todos los bares, recordando la victoria de su propia existencia, cuando le conocían y era número uno en ventas. Ahora, parece que no le queda más remedio que tirarse a una rubia detrás de otra, bebiendo sin sed. Durmiendo sin sueño. Los días dorados pasaron a mejor vida mientras él ansía oxígeno en la peor cara de la moneda hasta que se canse de respirar. A este virtuoso, ahora miembro de la bajeza, parece que solo le quedan sus propias mentiras, que solo le aguantan sus viejas traiciones.

Me hace recordar el tremendo discurso que redacté para leer en el funeral de mi primera novela, en los crudos momentos en que pensaba que jamás sería publicada:

Estamos aquí reunidos, en una gélida mañana, para decir adiós a una novela que, aunque desconocida, llegó a ser muy querida por sus artistas más cercanos: Ramón y yo misma. Fue asesinada cruelmente a manos del «no» editorial. Sus restos yacen ahora entre tantos manuscritos manoseados, consumidos, olvidados, despojados, desterrados…

Más gélida es la ausencia de esta obra en el mercado. Nunca la veremos expuesta en librerías. Nunca saldrá en los periódicos ––salvo su esquela––. Nunca renacerá en forma de película. Y, por supuesto, sus personajes nunca seguirán el guion de su versión teatral.

Tus horas de esfuerzo, tinta sobre papel, tecleos de madrugada y cigarros sin fin te echarán de menos. La autora pide discreción y que se rece una oración por los editores, para que aparten el dinero de su mente y aprendan a descubrir la importancia de la esencia artística.

Luz a la luz. Tierra a la tierra. Cenizas al cenicero. Y polvo tras polvo.
Hasta siempre, Bohemia.
Descansa En Paz.