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Así está evolucionando el virus de la COVID-19

Decíamos ayer que la idea de que los virus siempre evolucionan para hacerse más inofensivos no es un bulo, como a veces se dice, sino una hipótesis que en su momento —principios del siglo XX— parecía razonable; incluso estamos acostumbrados a la idea de que los animales se domestican por un contacto prolongado por los humanos. Pero en ciencia las afirmaciones hay que probarlas (o falsarlas); es lo que distingue a la ciencia de todo lo que no lo es. Y aunque esa llamada ley del declive de la virulencia era difícil de poner a prueba, las evidencias no la han apoyado. Ayer contábamos un caso de lo contrario, el virus de la mixomatosis en los conejos.

Lo cual, decíamos, no implica que un virus no pueda evolucionar hacia una menor agresividad. Según el modelo que más se maneja hoy, llamado del trade-off o del intercambio o compensación, la evolución de un virus es un toma y daca entre los costes y los beneficios de un aumento o una disminución de la virulencia. Además, existen condicionantes a la interacción entre estos factores, como el tamaño de la población viral —un virus muy extendido como el de la COVID-19 tiene más oportunidades de variar que otro de escasa propagación como el ébola— o la tasa de mutación del virus —que es muy diferente en unos y otros dependiendo de su maquinaria genética—.

Pero aunque este modelo tiene formulación matemática, en un sistema tan complejo es muy difícil predecir qué hará el virus en el futuro, sobre todo al comienzo de un brote de un virus nuevo sobre el que es mucho lo que se desconoce. Sin embargo, había aspectos en el perfil del virus SARS-CoV-2 que invitaban a desconfiar de una posible evolución rápida hacia una menor virulencia. Por ejemplo, dado que el virus tenía un periodo de incubación algo extendido y que tardaba tiempo en matar, no necesitaba reducir su agresividad para propagarse, sobre todo cuando además las personas contagiadas estaban infectando a otras antes de que aparecieran los síntomas, antes de saber que estaban contagiadas.

Respecto al último de los factores mencionados, la tasa de mutación, inicialmente se estimó que era aproximadamente la mitad de la del virus de la gripe, una media de dos mutaciones puntuales al mes. Ambos virus, el SARS-CoV-2 y la gripe, tienen su material genético en forma de ARN, lo que confiere una mayor propensión a mutar que en los virus de ADN. Pero el de la gripe tiene además su genoma partido en trozos, lo que facilita el intercambio de fragmentos que aumenta la variabilidad. Esto no ocurre con el SARS-CoV-2, el cual además, a diferencia del de la gripe, tiene un sistema de corrección de errores al replicarse que reduce las posibilidades de mutar.

Pero los datos recogidos a lo largo de la pandemia indicaban que el virus estaba mutando mucho más deprisa de lo que se había previsto, dos veces y media más que la gripe. En lugar de variar a velocidad constante, los investigadores descubrieron que estaba evolucionando a trompicones, con rápidos episodios de varias semanas en los que el virus pisaba el acelerador para multiplicar su tasa de mutación por cuatro.

En un primer momento los científicos aventuraron que tal vez las primeras variantes serían más contagiosas que el virus original. Había razones para pensar esto, ya que el virus que surgió en Wuhan no tenía optimizada su unión al receptor de las células humanas mediante el cual consigue penetrar en ellas. Había un margen de mejora, y de hecho se sabía que el virus no era excesivamente infeccioso en comparación con otros virus respiratorios; hacía falta un contacto prolongado y una dosis viral relativamente alta para contagiarse.

Viriones del SARS-CoV-2 Ómicron replicándose en el interior de una célula infectada. Imagen de NIAID.

Esta previsión acertó: la primera variante temprana que se extendió a niveles considerables fue la D614G, llamada así por la mutación del aminoácido ácido aspártico (D, según el código empleado) a glicina (G) en la posición 614. Esta variante parecía más transmisible que el virus original, sin que se apreciara una mayor virulencia. Luego comenzaron a llegar las variantes que la Organización Mundial de la Salud calificó como preocupantes y que se designaron con letras griegas, Alfa, Beta, Gamma y Delta. Se detectó un aumento de la transmisibilidad, sobre todo en Alfa y Delta; el virus estaba optimizando su capacidad de contagio e infección.

En cambio, no hubo cambios drásticos en la virulencia, aunque los que hubo contradecían la idea del posible declive: Delta resulto ser algo más agresiva, en contra de lo que se dijo en un primer momento.

Pero el aumento de la transmisibilidad tiene sus límites, ya que llegará un momento en el que cualquier cambio ya no pueda mejorar más la capacidad de infección, y no hará sino empeorarla. A medida que aumentaba la proporción de población contagiada, los científicos predecían que en algún momento el virus comenzaría a evolucionar en otra dirección, la de escapar a la defensa inmunitaria para poder reinfectar a las personas recuperadas de la enfermedad.

Esta predicción también se cumplió: en Beta y Gamma ya se observó una cierta evasión inmunitaria, en concreto la capacidad de escapar a los anticuerpos neutralizantes presentes en las personas recuperadas.

Entonces llegó Ómicron. Y esto nadie lo esperaba. Ómicron surgió de no se sabe dónde; como las anteriores, apareció de forma independiente —no a partir de otras ya reconocidas—, pero el estudio de su genoma sugiere que nació en los primeros momentos de la pandemia, en la primavera de 2020, y que se mantuvo bajo el radar durante año y medio hasta que comenzó a crecer de forma explosiva, barriendo a las demás variantes con la sola excepción de Delta.

Ómicron tiene tantas mutaciones que es incomprensible que tardara tanto en encontrarse. Algunos científicos sugerían que tal vez se originó en animales contagiados con el virus original, en los cuales este pudo variar libremente sin que la vigilancia epidemiológica lo detectara, ya que en un principio no estaba presente en los humanos hasta que alguno lo adquirió de un animal. Se pensó en los ciervos; en EEUU hay una gran proporción de infección entre ellos, y estos animales suelen tener contacto con los humanos. Ahora, un nuevo estudio publicado esta semana en PNAS propone que pudo originarse en los ratones, ya que el virus original los infectaba torpemente, y sin embargo Ómicron parece optimizado para ellos.

Esta variante ha llegado a una infectividad récord, igualando la del sarampión, el virus más infeccioso conocido. Aquello del contacto prolongado y la alta dosis de virus de los primeros tiempos de la pandemia ya quedó muy atrás. Y además, Ómicron es también un especialista en esquivar la respuesta inmune de las personas expuestas a variantes anteriores.

Ómicron también ha matado menos. Pero aunque un estudio temprano propuso que esta variante es menos virulenta, ya que infecta más fácilmente la nariz pero menos los pulmones, a todo esto se ha añadido un factor adicional: las vacunas.

Según el enésimo bulo conspiranoico surgido recientemente en internet, se ocultó que no se había testado la capacidad de las vacunas de ARN de reducir la transmisión antes de comercializarlas. Esto no es cierto. No se ocultó nada, ya que los ensayos clínicos, publicados antes de que las vacunas comenzaran a aplicarse, jamás testaron la evitación de la transmisión. No estaban diseñados para esto, y habría sido enormemente complicado hacerlo.

Pero no tenía sentido hacerlo, ya que las vacunas intramusculares de ARN tampoco se concibieron para reducir la transmisión, sino para aminorar los síntomas clínicos, es decir, evitar la enfermedad grave y la muerte. Las vacunas que tenemos ahora inducen una buena inmunidad sistémica, pero una mala inmunidad local en las mucosas de las vías respiratorias, lo que sería necesario para evitar el contagio. Solo una vacuna intranasal con una formulación probablemente diferente, de proteína recombinante o de virus inactivado, podría lograr esto. Aún no tenemos estas vacunas, pero están en proceso.

Pese a todo, resultó que los estudios posteriores de numerosos grupos de investigación sobre la población ya vacunada revelaron que las vacunas sí están reduciendo la transmisión en buena medida, algo que ni los propios creadores de las vacunas esperaban, y que es casi más difícil de explicar que lo contrario.

De cara a la evolución del virus, la importancia de las vacunas es que son otro factor más de presión selectiva que puede afectar a lo que el virus haga en el futuro. Dado que no evitan drásticamente la transmisión, no están presionando significativamente al virus para mejorar su infectividad. Pero en cuanto a la virulencia, el problema es que con un porcentaje tan alto de población vacunada y/o recuperada ya es imposible comparar la agresividad de las nuevas variantes con las que existían antes de las vacunas, porque estas han reducido los síntomas en millones de personas, salvándolas de la enfermedad grave o de la muerte. Por lo tanto, ya no se puede comparar la virulencia de las nuevas variantes con la de las antiguas en igualdad de condiciones.

Ómicron ha tenido tal éxito, desde el punto de vista del virus, que las nuevas variantes que se están propagando ahora surgen a partir de ella, por nuevas mutaciones o recombinaciones, en lugar de partir del virus original o de versiones anteriores. Y en ellas, como BA.2.75.2, derivada de Ómicron BA.2, o BQ.1.1, derivada de la dominante en los últimos meses, BA.5, se observa que están mejorando su evasión inmunitaria (recordemos que, aunque Ómicron escape bastante de los anticuerpos neutralizantes, no así de las células T, otro componente fundamental de la respuesta inmune), llegando a mutaciones comunes incluso si tienen orígenes distintos.

En particular, la neutralización de BA.2.75.2 por los sueros de las personas vacunadas o recuperadas es solo la sexta parte que en el caso de BA.5. Lo cual no quiere decir que el sistema inmune no pueda con esta subvariante, sino que las vacunas o una infección previa nos protegen mucho menos contra ella. Estas nuevas subvariantes no han pérdido ni un ápice de infectividad.

La hipótesis más alta en las apuestas actuales es que continuará esta tendencia con nuevas subvariantes de Ómicron, aunque no se descartan otras posibilidades. Una preocupación constante es la posibilidad de que surja una variante recombinante entre Delta —más agresiva— y alguna de las subvariantes de Ómicron de mayor evasión inmunitaria, lo que podría ser una tormenta perfecta.

En fin, por desgracia aún no podemos pensar que la pandemia ha terminado. El cuadro más razonable, siempre con reservas, es que en los próximos meses de otoño e invierno las infecciones aumentarán, también en personas vacunadas y recuperadas, aunque de momento las vacunas siguen manteniendo a raya los síntomas graves con las subvariantes actuales. Mientras el virus siga evolucionando con rapidez, algo propiciado también por la gran cantidad de población infectada (lo que significa una población viral inmensa para que surjan nuevas variantes), probablemente deberemos esperar a las vacunas intranasales para forzar una reducción drástica de la transmisión.

Esto es lo que dura activo el virus de la COVID-19 en el aire

Hace unos meses, en la cafetería del Parador de Gijón observé sobre una encimera un cacharro que parecía una lamparita; una de esas que realmente no dan luz y que pretenden aparentar decoración de vanguardia hasta que pasan de moda y entonces quedan como decoración de retaguardia. Pero el camarero explicó que no era eso, sino un monitor de CO2: verde, bien; amarillo, abrir las ventanas; rojo, desalojar hasta que vuelva el amarillo.

No soy cliente habitual de bares ni restaurantes, así que no puedo juzgar ni siquiera por impresión personal si aquello era una excepción insólita o si ya existen muchos locales con medidores de este tipo. Ojalá sea lo segundo. Porque desde luego, si no es lo segundo, entonces es que la torpeza del ser humano no se cura ni con seis millones de muertos.

Pero con independencia de que muchos o pocos hosteleros hayan adoptado esta simplicísima medida, que no lo sé, lo que sí es constatable es que los gobiernos que nos gobiernan y los legisladores que nos legislan, estatales, autonómicos o de comunidad de vecinos, continúan silbando, mirando para otro lado y rascándose el ombligo en todo lo relativo a las medidas de calidad del aire. Que son LA MEJOR arma contra la pandemia de COVID-19. En su lugar, se sigue hablando de mascarilla sí, mascarilla no, mascarilla tralará.

Sí, las mascarillas funcionan (hasta cierto punto). Pero como ya he repetido aquí una y otra vez, las mascarillas han sido un parche, una chapuza de emergencia, incómoda e indeseable, cuando no teníamos otro modo de enfrentarnos al virus. Después de más de dos años, se diría que ya ha habido tiempo más que suficiente para cambiar el parche por medidas serias y definitivas de calidad del aire de cumplimiento obligatorio en todos los espacios públicos cerrados, que los expertos han pedido hasta la ronquera.

Pero es evidente que esto no ha ocurrido. El riesgo de contagio se sigue dejando a la mascarilla. No es asunto de los hosteleros ni de los dueños de los locales. No es su aire. Como si se sirvieran agua o comida sin el menor control sanitario, y allá cada cual si enferma, no haber bebido o comido, qué culpa tendrá el dueño. En resumen: que aún sigamos hablando de mascarillas, dos años y pico después, revela el fracaso de la respuesta contra la pandemia.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

En la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) la microbióloga de la Universidad Napier de Edimburgo Stephanie Dancer escribía hace unos días: «Es hora de una revolución en el aire de interiores». En fin, lo mismo que otros cientos de expertos en todo el mundo han repetido hasta la saciedad. «Se espera que las autoridades de salud pública desarrollen directivas prácticas e inclinen a la gente y a los locales hacia una mayor seguridad». Se espera. Y seguimos esperando, mientras nadie hace nada.

El artículo de Dancer venía a propósito de una nueva revisión de estudios sobre la transmisión del SARS-CoV-2 por aerosoles publicada el mismo día en BMJ. Habrá a quienes les sorprenda que a estas alturas se sigan publicando estudios y revisiones sobre la transmisión por aerosoles. Pero no debería; eso es precisamente lo que distingue a la ciencia de todo lo demás, que continúa indagando, obteniendo nuevos datos, validando sus afirmaciones, revisándolas y refutándolas si es necesario. Frente a quienes dicen que ellos ya sabían desde el principio que eran los aerosoles, la ciencia no sabe nada desde el principio, sino solo al final. Y el hecho de que esta conclusión final pueda coincidir a veces con lo que a algunos les daba en la nariz no convierte a esos de la nariz en científicos; científico es quien investiga para saber, no quien ya sabía.

Y sí, la nueva revisión valida una vez más la transmisión por aerosoles: «La transmisión del SARS-CoV-2 por el aire a larga distancia podría ocurrir en lugares de interior como restaurantes, centros de trabajo y locales de coros, y un insuficiente recambio del aire probablemente contribuya a la transmisión», escriben los autores, de la UK Health Security Agency. «Estos resultados refuerzan la necesidad de medidas de mitigación en interiores, sobre todo una adecuada ventilación».

Además, con las últimas subvariantes de Ómicron las reglas del juego han cambiado radicalmente. El virus ancestral de Wuhan (el original) tenía una infectividad tan baja que por entonces el riesgo de contagio en exteriores se consideraba mínimo o prácticamente inexistente, a juzgar por los estudios de aquellos primeros tiempos. Con un número de reproducción básico (R0, recordemos que este es el número medio de personas a las que contagia cada infectado en una población sin inmunidad y mezclada al azar) de en torno a 3,3, era necesario un contacto muy estrecho y prolongado para contagiarse al aire libre, a pesar de que a posteriori algunos sectores políticamente interesados, pero científicamente desinformados, hicieran tanto ruido con aquello del 8-M de 2020 (que de todos modos y por principio de precaución no debería haberse celebrado, ya que por entonces aún no se conocía la infectividad del virus; pero una cosa es que debiera haberse suspendido, y otra que en la práctica tuviera un impacto real en la expansión de los contagios, que no fue así).

Pero con las nuevas variantes, todo ha cambiado. En la mayoría de ellas se ha cumplido que las que reemplazan a las anteriores tienen mayor infectividad. Y para las Ómicron BA.4 y BA.5, alguna estimación ha calculado que su R0 se ha disparado a un brutal 18,6. Implica que estos virus serían los más contagiosos jamás conocidos, tanto como el sarampión, del cual se contagian 9 de cada 10 personas no vacunadas que están cerca de un infectado. Lo cual aumenta enormemente el riesgo de contagio también en aglomeraciones al aire libre, como los festivales que se celebran en esta época. Y aún queda por estimar la infectividad de la nueva subvariante de segunda generación Ómicron BA.2.75 detectada primero en India (a la que algunos en redes sociales han apodado «Centaurus»), pero que podría ser incluso más infecciosa que las anteriores.

Un nuevo estudio publicado en PNAS ha analizado la dinámica del riesgo de contagio por aerosoles en interiores, aportando datos sobre cuánto dura el virus infeccioso en el ambiente. Los autores, de la Universidad de Bristol, han medido cuál es la infectividad del virus en al aire a lo largo del tiempo y a distintas temperaturas y humedades, en condiciones controladas de laboratorio.

Los resultados indican que, en condiciones de baja humedad relativa (menor del 50%), solo 10 segundos después de exhalarse el aerosol la infectividad ya ha descendido a la mitad, debido a que las gotitas del aerosol se secan y cristalizan. En condiciones de alta humedad, como ocurriría en las zonas de costa, el virus en el aire se mantiene activo durante más tiempo: comienza a perder infectividad a los 2 minutos, a los 5 minutos ha perdido el 50%, y a los 10 minutos el 90%. En cambio, la temperatura no afecta demasiado. Estos efectos de las condiciones ambientales coinciden a grandes rasgos con lo descrito previamente en otros estudios, pero en cambio estos nuevos datos rebajan drásticamente la vida media infectiva del virus en el aire, que hasta ahora se estimaba en 1 o 2 horas.

Debo aclarar que estos datos no deben utilizarse como guía práctica para valorar el riesgo en interiores en situaciones reales. Es un solo estudio (aunque muy bueno), y en condiciones controladas de laboratorio. También conviene mencionar que los experimentos se refieren a variantes antiguas, como Alfa y Beta, y no a las nuevas. Según los autores, «no hay razón para creer que las medidas en este estudio no sean representativas de variantes posteriores del virus». Pero también hay algún estudio de hace unos meses según el cual Ómicron es más estable en superficies que variantes anteriores, y no puede darse por hecho que la estabilidad en aerosoles sea la misma.

Pero en cambio, hay dos conclusiones interesantes con las que conviene quedarse. Primera, en una época en que los humidificadores de aire se han convertido en una especie de electrodoméstico de moda que muchas veces se usa sin necesidad, ni sin que quien lo usa sepa realmente por qué lo usa, algo que subrayan este y otros estudios es que el aire seco es mejor para evitar la transmisión del virus: «El aire seco puede ayudar a limitar la exposición general», escriben los autores.

Segunda, el estudio confirma la validez de los monitores de CO2 para medir el riesgo de exposición al virus. Aunque esto es algo bastante aceptado, algunos expertos todavía no están del todo convencidos. Pero además de que un exceso de CO2 en una habitación es siempre señal de aire viciado y mala ventilación, el nuevo estudio revela que la evaporación del CO2 de las gotitas de los aerosoles parece ser en parte responsable de esa pérdida de infectividad del virus por un aumento del pH de las gotitas (baja su acidez, sube su alcalinidad; el CO2 disuelto forma ácido carbónico, el de las bebidas con gas). Por lo tanto, en una habitación con mucho CO2, este gas mantendrá más bajo el pH de las gotitas y por tanto favorecerá la infectividad del virus.

Claro que de poco servirán todos estos estudios mientras las autoridades sigan mirando para otro lado. Como conté aquí, la situación la resumía en pocas palabras el especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan: tomar medidas para asegurar la calidad del aire cuesta dinero a los gobiernos y a los negocios. Así que prefieren que sigamos con el mascarillas sí, mascarillas no.

Ómicron no es «leve»: así es como las vacunas reducen su gravedad

El rápido desarrollo y despliegue de las vacunas contra la COVID-19 ha sido el mayor triunfo de la ciencia durante esta pandemia, y la clave de la situación en la que estamos ahora: una amenaza infinitamente menor que la de hace dos años, cuando la Organización Mundial de la Salud comenzaba a calificar el brote como pandemia y nos veíamos obligados a confinarnos ante la avalancha de enfermedad y muerte que saturaba los hospitales.

Afortunadamente la oleada de la variante Ómicron, más infecciosa que las anteriores, no se ha traducido en la catástrofe que podría haber sido. Todos recordamos que, cuando esta variante empezó a expandirse, en los medios se difundió el mensaje de que Ómicron era menos peligrosa, pero esto es algo que realmente aún no se ha confirmado. Aquellos mensajes se basaban en el hecho de que la mortalidad que se estaba observando se había reducido respecto a variantes anteriores, y en resultados experimentales preliminares según los cuales parecía que la replicación de Ómicron en el pulmón era menos eficiente.

Pero lo cierto es que a estas alturas todavía no hay base científica sólida para afirmar que Ómicron sea más leve. Los estudios irán llegando, pero aún no los tenemos. Y en cambio, cada vez parece reconocerse más la idea de que, sea o no Ómicron más leve, probablemente el factor fundamental que ha contenido la gravedad de esta ola es que nosotros somos más fuertes.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Esta semana se ha publicado en Science un estudio que ha analizado la reinfección con Ómicron en personas previamente infectadas en Sudáfrica entre noviembre del 21 y enero del 22. El estudio concluye que con las variantes Beta y Delta no aumentó el riesgo de reinfección —de hecho, se redujo—, pero sí con Ómicron. Durante la expansión de esta variante en Sudáfrica hubo reinfecciones frecuentes en personas que ya se habían infectado en cualquiera de las oleadas previas, algo que antes solo había ocurrido en un pequeñísimo porcentaje.

¿Qué nos dice esto? Nos dice, en primer lugar, algo que ya sabemos y que es bien conocido: que Ómicron tiene mayor capacidad de evasión de la inmunidad creada contra variantes anteriores. Pero es importante entender que esta evasión se refiere solo a la capacidad del virus para infectar; no de provocar enfermedad grave o la muerte.

Dicho de otro modo, la inmunidad convocada por vacunación o infección no puede impedir el contagio con Ómicron (sí reducirlo, en un factor de 5x en las personas con dosis de refuerzo frente a las no vacunadas), pero evita una enfermedad grave. Como decía un informe del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU que analizaba la menor gravedad y mortalidad con Ómicron, «este aparente descenso en la gravedad de la enfermedad probablemente está relacionado con múltiples factores, sobre todo el aumento de la cobertura de vacunación y el uso de dosis de refuerzo en los subgrupos recomendados».

Este es el mensaje que últimamente se está consolidando en los medios científicos: que quizá Ómicron sea un poco menos grave, pero no es «leve». La OMS advierte en su web: la idea de que «Ómicron solo causa enfermedad leve» es un mito. «La tasa comparativamente más baja de hospitalizaciones y muertes hasta ahora se debe en gran parte a la vacunación, sobre todo de grupos vulnerables. Sin las vacunas mucha más gente estaría en el hospital». En las últimas semanas se ha advertido en medios y revistas científicas de que en algunos lugares la mortalidad por Ómicron está siendo mayor que con variantes anteriores; el aumento de los contagios con esta variante ha sido tan brutal que su expansión compensa la reducción del riesgo de muerte en la población vacunada, cobrándose más vidas entre los no vacunados que las variantes anteriores entre la población general.

Me ha parecido conveniente volver sobre esto, que ya he comentado anteriormente aquí, porque a estas alturas aún sigo recibiendo preguntas de personas que dicen estar vacunadas con pauta completa (doble dosis), pero que van a evitar la dosis de refuerzo porque, dicen, Ómicron ya no es peligrosa. Es muy importante entender que Ómicron es menos peligrosa en las personas vacunadas, mejor con dosis de refuerzo. Como ya expliqué aquí, la tercera dosis de la vacuna restaura un nivel adecuado de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Las vacunas además inducen otros mecanismos de protección adicionales que no se miden en niveles de anticuerpos neutralizantes, como la respuesta de células T.

Esta semana Science publica otro estudio que describe un mecanismo adicional mediante el cual las vacunas nos están protegiendo contra Ómicron. Los autores han comprobado que, aunque esta variante escapa en gran medida de los anticuerpos dirigidos contra la región de la proteína Spike (S) del virus que se une al receptor en las células humanas (esto es de lo que se habla cuando se habla de la evasión inmunológica de Ómicron), en cambio las vacunas mantienen los niveles de los anticuerpos que se unen a otras regiones de la proteína S. Estos anticuerpos no neutralizan el virus, pero tienen otra manera de atacarlo.

Recordemos que un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno (en este caso, la proteína S) por las dos puntas de las ramas superiores. La rama vertical de la «Y» recibe el nombre de región Fc del anticuerpo. Cuando este se une a su antígeno, la región Fc puede a su vez unirse a ciertas molecúlas en la superficie de algunas células del sistema inmunitario, causando el efecto de apretar un botón: esa unión activa a las células para desplegar su armamento contra el virus. Entre esas células se encuentran las llamadas NK, o Natural Killers («asesinas naturales»), que se encargan de matar las células infectadas.

Los autores han visto que la sangre de las personas vacunadas, sobre todo con las vacunas de ARN (BioNTech-Pfizer y NIAID-Moderna), contiene buenos niveles de estos anticuerpos que se unen a la S de Ómicron sin neutralizar el virus, pero activando las células NK que mantienen la infección a raya.

Y concluyen: «Así, a pesar de la pérdida de neutralización de Ómicron, los anticuerpos específicos contra la proteína Spike generados por la vacuna continúan ejerciendo la función efectora del Fc, lo que sugiere una capacidad de los anticuerpos no neutralizantes para contribuir al control de la enfermedad».

Resumiendo todo lo anterior, las vacunas reducen la gravedad de Ómicron a través de varios mecanismos, no solo los anticuerpos neutralizantes, sino también otros sistemas de la inmunidad adquirida o específica (anticuerpos no neutralizantes y células T) y también de la llamada inmunidad innata (células NK). Todo esto es lo que está reduciendo la gravedad de Ómicron. Para las personas no vacunadas y que todavía no se han infectado, Ómicron podría ser incluso tan grave como la versión original del virus que obligó a cerrar la sociedad. Las personas vacunadas con dos dosis están mucho más protegidas que las no vacunadas, pero la tercera dosis aumenta este nivel de protección.

¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

¿Pudo Ómicron surgir en ratones, ratas o ciervos?

Uno de los campos de investigación más importantes sobre la COVID-19 y que nunca suele aparecer en las noticias es el seguimiento genómico de la evolución del virus. A lo largo de la pandemia ha ocurrido varias veces que se habla de la detección de una nueva variante de interés o preocupación, y parece transmitirse la idea de que solo hay cuatro o cinco formas del virus circulando, y que se llega a detectar una nueva cuando llama la atención un brote o un clúster de casos en particular.

Pero no es así; desde el comienzo de la pandemia se ha mantenido un seguimiento constante y muy estrecho de los cambios en el genoma del virus. Todos los días infinidad de investigadores suben a internet cientos o miles de secuencias genéticas del SARS-CoV-2, hasta el punto de que, cuando escribo esto, la base de datos GISAID registra un total de 7.980.520 secuencias (sí, ese virus que algunos todavía creen que no existe se ha secuenciado ocho millones de veces en laboratorios de todo el mundo). Entre estas secuencias hay miles de variantes distintas que tal vez difieran de otras en solo un cambio puntual, una letra del genoma (que en el caso del virus no es ADN como el nuestro, sino ARN).

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Una rata muerta. Imagen de pxfuel.

Esta enorme diversidad de secuencias del virus y su aparición a lo largo del tiempo permiten a los científicos establecer un mapa filogenético, es decir, una especie de árbol de la evolución del virus, del mismo modo que se hace con la comparación de nuestro genoma con el de otros primates para saber cómo hemos evolucionado.

Merece la pena mencionar que la aparición del virus SARS-CoV-2, incluso aunque aún no sepamos desde qué animal saltó a los humanos, no tiene absolutamente nada de raro ni de misterioso, como creen algunos de quienes nunca han oído hablar de un mapa filogenético. En este, elaborado por el modelo de los científicos de la red Nextstrain que recoge y analiza los genomas del virus, puede verse cómo el SARS-CoV-2 encaja perfectamente en el dibujo evolutivo de la familia de los betacoronavirus similares a SARS, que incluye otros como el SARS original junto con virus de murciélagos y pangolines:

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Filogenia del SARS-CoV-2. El mapa muestra la evolución de los betacoronavirus similares a SARS, incluyendo el SARS original (en amarillo) y el virus de la COVID-19 (en rojo). Imagen de Nextstrain.

Y en cambio, lo que sí es difícil de explicar es de dónde demonios ha salido Ómicron. Si nos centramos en concreto en las variantes del SARS-CoV-2 (en el dibujo anterior, sería como hacer zoom al detalle de los puntitos rojos que representan el SARS-CoV-2), este es el mapa filogenético, también elaborado por Nextstrain:

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

Filogenia de las variantes del SARS-CoV-2. Imagen de Nextstrain.

En este dibujo, Ómicron y sus subvariantes están representadas en naranja y rojo. Lo raro de este caso, y lo que trae a los científicos de cabeza, es esa larguísima rama o línea de rojo claro que se extiende de izquierda a derecha. Eso significa que Ómicron se separó evolutivamente de las formas originales del virus en un momento muy temprano (en la primavera de 2020, como se ve en el eje horizontal) y siguió su propio camino evolutivo independiente sin ser detectada durante más de un año. De repente se encontró, surgida de no se sabe dónde, una variante (de la que se encontraron distintas subvariantes) con unas 50 mutaciones, muchas de las cuales no se habían observado antes. ¿De dónde salió Ómicron, y cómo pudo esconderse durante tanto tiempo?

Un reciente artículo en Nature repasaba las tres principales hipótesis sobre el origen de Ómicron. Una, es posible que incluso el sistema de vigilancia genómica del virus haya pasado por alto mutaciones que fueron acumulándose hasta llegar a Ómicron. Dos, quizá la variante surgió por un proceso de mutación masiva en una persona durante una larga infección; ya se ha visto que, sobre todo en pacientes inmunodeprimidos, es posible que el virus permanezca en su cuerpo durante largo tiempo, lo que puede facilitar la acumulación de mutaciones.

Y tres, surgió en un animal.

Esta es la más preocupante, porque apenas se ha divulgado nada en los medios sobre el papel de los animales en esta pandemia. En su momento se habló de los visones, que estaban contagiándose el virus entre ellos y también a los trabajadores de las granjas. Pero se ha hablado muy poco de los gatos y los hámsters, que también se infectan con este coronavirus.

Debería haberse hecho más hincapié en que las personas contagiadas que tengan gatos o hámsters en casa deben abstenerse de todo contacto con sus animales mientras les dure la infección. Hace unos días, Nature comentaba un preprint (estudio aún sin publicar) que describe cómo los hámsters de una tienda de animales han sido el origen de un brote en enero de la variante Delta en Hong Kong, el primero desde octubre pasado. Los animales —15 de 28 hámsters de la tienda testaron positivo en ARN, infección presente, o anticuerpos, infección pasada— contagiaron primero a un trabajador de la tienda y a un cliente, y luego el brote se extendió a 50 personas más, lo que obligó al sacrificio de 2.000 hámsters en toda la ciudad.

Aún no se sabe con seguridad si los hámsters trajeron el virus desde Países Bajos, el país de origen del proveedor, o si pudieron contagiarse de una persona en Hong Kong, luego entre ellos, y después de vuelta a los humanos (aunque, al parecer, el análisis genómico sugiere más bien lo primero). Pero lo que conviene subrayar es esto: no es tanto el peligro de que los animales propaguen la enfermedad —sigue siendo mucho mayor el riesgo de contagiarse a partir de un humano—, sino la posibilidad de que el paso del virus por los animales origine nuevas variantes cuando el virus intenta adaptarse a esa nueva especie.

Después de los visones, el hámster es el segundo animal del que se ha confirmado la transmisión del virus a los humanos, pero se ha confirmado que puede infectar a otra gran variedad de animales; no solo los gatos pequeños, sino también los grandes, como tigres, leones y leopardos, además de hienas, hipopótamos, hurones, primates, conejos, perros, zorros, perros mapache y, por supuesto, murciélagos, entre posiblemente muchos otros (los perros se infectan con menos facilidad que los gatos, como ya conté aquí).

Un caso particular es el de los ciervos de cola blanca o de Virginia (Odocoileus virginianus), la especie de cérvido más abundante en Norteamérica. Varios estudios (como este, este, este, este, este o este) han mostrado que el virus los infecta con gran facilidad. Un estudio reciente publicado en PNAS descubre que los humanos han contagiado el virus a los ciervos en numerosas ocasiones y que estos animales se han contagiado entre sí, de modo que el virus está muy extendido ahora entre las poblaciones americanas de esta especie; en este estudio, 94 de 283 animales analizados (la tercera parte) testaron positivo en ARN, infección activa. Pero otros estudios han encontrado porcentajes aún mucho mayores, lo que ha hecho saltar las alarmas sobre la posibilidad de que estos animales puedan actuar como reservorio del virus en la naturaleza.

Aún no se sabe cómo los humanos han contagiado a los ciervos: ¿contacto directo? ¿Gatos como huéspedes intermedios? ¿Basura o aguas fecales? Tampoco se ha demostrado la transmisión inversa de ciervo a humano, pero es perfectamente posible que pueda ocurrir.

Los estudios con los ciervos generalmente son anteriores a Ómicron, pero ya se ha detectado también esta variante en ciervos de la isla neoyorquina de Staten Island. Nadie ha sugerido hasta ahora que Ómicron haya podido surgir en los ciervos, pero sí quizá en algún otro animal. Esta variante tiene la peculiaridad de que su proteína S (Spike) mutada hace que potencialmente pueda infectar a especies que no se contagiaban con variantes anteriores, como pavos, pollos, ratones o ratas. Un estudio publicado en diciembre defendía un posible origen de Ómicron en los ratones.

La semana pasada, un nuevo estudio publicado en Nature Communications ha encontrado en las aguas residuales de Nueva York cuatro variantes del virus que poseen mutaciones comunes a Ómicron, pero que además contienen una mutación concreta que hasta ahora no se ha encontrado en ninguna muestra tomada directamente de un paciente. Los investigadores sugieren que tal vez esta mutación se haya originado en las ratas.

En resumen, todo lo anterior debería ser motivo suficiente para impulsar una mayor vigilancia del virus en las aguas residuales y en los animales, algo que ya están recalcando los expertos. Pero también para que en los medios se insistiera en la necesidad de que las personas infectadas no solo eviten el contacto con otras personas, sino también con sus animales de compañía.

(Y, por cierto, tampoco está de más aprovechar esta ocasión para mencionarlo, dado que últimamente se ha informado de un aumento de casos de gripe aviar, mucho más letal para los humanos que la COVID-19: evitar todo contacto con aves enfermas o muertas).

Por qué la Ómicron «sigilosa» es sigilosa, y qué fue de ‘déltacron’

Probablemente, a la mayoría de quienes de repente hayan leído u oído hablar de algo llamado «Ómicron sigilosa» solo les vendrán a la cabeza dos cosas: primera, una sensación de hastío infinito por algo que no parece acabar nunca; segunda, una pregunta: ¿debo preocuparme?

Respecto a lo primero, es algo que todos compartimos. Hoy le escribía a un amigo y colega que la cóvid ya ha pasado de ser una catástrofe a ser un coñazo, afortunadamente. Y aunque no es el día para hablar de esto, los coñazos deben tratarse de distinto modo que las catástrofes, algo que llevo ya tiempo defendiendo en este blog.

Con respecto a lo segundo, la respuesta es: no más que por la Ómicron normal. Y ahí puede acabar lo imprescindible. Pero tal vez haya por ahí tres o cuatro curiosos a quienes les interese saber qué tiene de especial la Ómicron sigilosa para que se la llame así. Porque, como viene ocurriendo durante la pandemia con los teléfonos rotos, aunque ahora sean 4G o 5G, ya he oído en algún medio que la Ómicron sigilosa se llama así porque no puede detectarse o porque a veces escapa a las PCR, lo cual es totalmente erróneo.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Para empezar, la tal Ómicron sigilosa no es nueva. Cuando en noviembre se detectó una nueva variante en Sudáfrica y Botswana, después llamada Ómicron, los investigadores identificaron tres linajes distintos, tres formas muy similares pero con ciertas diferencias, a las que llamaron BA.1 (BA.1​/B.1.1.529.1), BA.2 (BA.2​/B.1.1.529.2) y BA.3 (BA.3​/B.1.1.529.3), según la nomenclatura técnica estándar adoptada para las variantes de este virus; lo de las letras griegas lo inventó la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que el rechazo natural del ser humano a aprenderse ristras de letras y números no llevara a hablar de la variante británica, india o sudafricana, ya que actualmente se evita relacionar países o regiones con nombres de patógenos (a pesar de que muchos siguen llamando a la gripe de 1918 «española», que ni siquiera lo era).

Pues bien, de estas tres subvariantes, rápidamente la BA.1 se hizo con el control. Esta es la que ha dominado el mundo en los últimos dos meses, la que conocemos simplemente como Ómicron. Los investigadores pensaban entonces que las BA.2 y BA.3 desaparecerían bajo el dominio de su hermana más potente.

Curiosamente, no ha sido así en el caso de la BA.2, que ha ido expandiéndose lenta y sigilosamente en los lugares donde ha penetrado (pero no, este no es el motivo para llamarla «sigilosa»). En Dinamarca ya suma la mitad de todos los nuevos contagios de Ómicron. En Alemania ha superado a Delta y crece más deprisa que la Ómicron normal, la BA.1.

Si ahora está siendo capaz de imponerse a su hermana que ya se había adueñado del mundo, es posible que cuente con alguna ventaja adicional. Quizá sea algo más transmisible, aunque por el momento los científicos apuntan que la diferencia no sería tan abultada como la de Ómicron respecto a variantes anteriores. Quizá sus diferencias le confieran una cierta capacidad de evasión frente a la inmunidad a Ómicron, pudiendo reinfectar más fácilmente a quienes previamente ya se habían contagiado con la Ómicron normal; ya hay casos descritos de esta reinfección. Pero por el momento, no parece que BA.2 vaya a provocar síntomas más graves que BA.1, y los datos preliminares de Reino Unido sugieren que la tercera dosis de la vacuna podría proteger incluso algo mejor contra la enfermedad sintomática por BA.2 (un 70%) que por BA.1 (un 63%), aunque aún es pronto y hay pocos datos.

En cualquier caso, todo ello aconseja que este linaje sea tratado como una nueva variante. En Reino Unido se ha denominado VUI-22JAN-01, por Variant Under Investigation, aunque probablemente lo más razonable sería que la OMS la designara como la nueva variante Pi (salvo que, si se saltaron la letra griega Nu porque en inglés suena como «nuevo» y la Xi porque al parecer es un apellido chino muy frecuente, algún mandamás de la OMS que sea lector de Mortadelo y Filemón piense que no se puede estigmatizar de este modo el apellido de Filemón).

Pero, por el momento, es la sigilosa. Y ¿por qué es sigilosa? Los linajes BA.1 y BA.2 de Ómicron comparten unas 32 mutaciones, pero difieren en otras 28. Entre las mutaciones de la Ómicron normal, se encuentra la deleción (pérdida, en lenguaje llano) de un trocito de la proteína S o Spike. Este hecho ha facilitado que Ómicron sea identificable por PCR sin necesidad de leer (secuenciar) el genoma completo. La PCR para confirmar la presencia del virus detecta varios segmentos de su genoma. Uno de ellos es el trocito del gen S que falta en Ómicron. Por lo tanto, un virus Ómicron da una PCR positiva, pero negativa para el gen S (lo que se llama S Gene Target Failure, o SGTF). Dicho de otro modo, hasta ahora una PCR positiva con gen S positivo era una de las variantes anteriores, mientras que una PCR positiva con gen S negativo (SGTF) era Ómicron.

Pero ocurre que la Ómicron BA.2 no tiene esta pérdida en el gen S, por lo que los kits de PCR utilizados normalmente confunden la Ómicron sigilosa con una de las variantes anteriores, al dar un resultado PCR positivo con gen S positivo. Esta y no otra es la razón de que se haya llamado sigilosa. No es que no se detecte; se detecta igual de bien que la Ómicron normal y que las variantes anteriores. Pero se confunde con las variantes anteriores, a no ser que se busque específicamente. Hasta ahora y sin una secuenciación del genoma, probablemente muchas muestras que realmente eran Ómicron BA.2 se hayan identificado erróneamente como una de las variantes anteriores. La solución es muy fácil: hay kits de PCR que detectan ciertas mutaciones que están presentes en Delta pero ausentes en los dos linajes de Ómicron.

Y por otra parte, ¿qué pasa con la tercera subvariante, BA.3? En una PCR normal se confundiría con la Ómicron estándar, ya que esta sí tiene esa deleción en el gen S. Pero de todos modos, la vigilancia genómica que regularmente secuencia muestras del virus para rastrear su evolución no ha encontrado que se haya expandido de forma significativa.

Estas cuestiones sobre los genes del virus y su detección por los test o por secuenciación pueden llevar a este tipo de errores o confusiones. Y un caso muy sonado ha sido el de la posiblemente inexistente déltacron. A comienzos de este mes los medios informaban de la supuesta aparición de una nueva variante en Chipre que combinaba mutaciones de Delta y de Ómicron, y a la que los investigadores decidieron llamar astutamente déltacron (astutamente porque parte del gancho de la noticia estaba en el nombre, además de haber dado pie a innumerables memes).

Cuando esto se anunció, en este blog y en otras fuentes la única reacción fue… silencio. Personalmente me recordó a una historia que cuento muy brevemente. En 2013 una estrambótica investigación no publicada pretendió haber secuenciado el genoma del Bigfoot; el yeti americano. Según los autores, era un híbrido entre humanos y algún primate desconocido. Cuando los expertos miraron los datos, vieron lo que cualquier persona que supiera lo que estaba haciendo debería haber visto en primer lugar: contaminación. Aquel pastiche genético no era otra cosa que una mezcla de fragmentos de ADN procedentes de fuentes distintas.

No es que no sea posible una combinación de mutaciones de Delta y Ómicron. De hecho, ya existe. De hecho, Delta y Ómicron ya comparten mutaciones. De hecho, Delta y Ómicron comparten mutaciones con variantes anteriores. Las bases de datos de genomas virales están llenas de secuencias que comparten mutaciones de variantes.

Pero si un estudiante de doctorado llegase a su director de tesis con un resultado de secuencia pretendiendo que ha encontrado una Delta recombinada con Ómicron, probablemente la primera reacción del director de tesis sería decir que sus muestras están contaminadas. Probablemente la segunda reacción sería decir que, como máximo, quizá haya encontrado variaciones de los linajes como las que ya existen a miles, y que incluyen mutaciones de variantes distintas.

Pero decir, «¡Ah, déltacron!», y salir a los medios a contarlo… En fin, lo mejor es, como suele decirse, correr un tupido velo. Esperaremos a que los chipriotas comprueben sus secuencias, lo que al parecer están haciendo ahora, y a ver qué encuentran.

Tal vez este caso llegue a servir como ejemplo en alguna clase de periodismo de ciencia para explicar la diferencia entre contar lo que alguien dice y contar lo que ha pasado. No es lo mismo contar que ha habido una explosión que contar que un señor dice haber oído una explosión. Aunque el señor sea un científico; si fuera lo mismo, no habría necesidad de que existieran las revistas científicas. Lanzarse a dentelladas y de inmediato a algo como el anuncio del descubrimiento de déltacron tiene todas las papeletas de caer en la trampa de la desinformación. Y aunque la cóvid se haya convertido en un coñazo, por desgracia aún es un coñazo muy serio.

¿Es Ómicron más leve o nosotros somos más fuertes? (2)

Decíamos ayer que sobre la variante Ómicron del SARS-CoV-2 hay más preguntas que respuestas, ya que la ciencia aún tardará en llegar a conclusiones sólidas que puedan confirmar o desmentir las ideas preliminares que están circulando.

Una de estas ideas es que las vacunas actuales son menos eficaces contra Ómicron. O que, simple y llanamente, no sirven. A los datos de los estudios preliminares que se están difundiendo en los medios se une la experiencia de muchas personas vacunadas que se han contagiado con Ómicron. Lo cual debería recordarnos algo que parece haberse olvidado: estas vacunas se aprobaron porque se probaron muy eficaces para proteger de los síntomas graves y de la muerte. Nunca se dijo que fueran a protegernos del contagio.

Es más, se dijo expresamente que no protegían del contagio ni evitaban la transmisión a otras personas. Y aunque posteriormente los datos han revelado que las vacunas sí reducen los contagios, con Ómicron la situación ha cambiado: como decíamos ayer, datos preliminares de laboratorio con estudios en pseudovirus indican que Ómicron podría ser el doble de infecciosa que Delta, la cual a su vez sería el doble de infecciosa que el virus original de Wuhan. Se entiende que si, por ejemplo, una vacuna reduce el riesgo de contagio a la cuarta parte (este es solo un dato de ejemplo; un estudio encontró esta reducción, pero otros han aportado cifras diferentes), pero Ómicron es cuatro veces más infecciosa, entonces estamos como estábamos.

Es decir, esto en realidad no puede predecir si cada persona individualmente será más o menos susceptible a la infección con Ómicron después de la vacunación con respecto a variantes anteriores, pero sí que a nivel poblacional la vacunación no va a reducir el número de contagios con respecto a variantes anteriores.

Sirva como muestra un estudio publicado en Science Immunology en octubre de este año: los hámsters que se han recuperado de la infección del SARS-CoV-2 pueden reinfectarse; en este caso ya no enferman incluso aunque se infecten con una variante distinta (los autores probaron el virus original de Wuhan y la variante Beta), pero sí contagian el virus a otros. Es decir, la respuesta de memoria generada por la infección protege de los síntomas en una segunda infección, pero no impide que el virus continúe propagándose.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Es necesaria aquí una breve explicación básica sobre el sistema inmune. La respuesta inmunitaria opera a través de dos grandes mecanismos, la inmunidad innata y la adquirida. La innata es la primera línea de defensa; cuando un virus entra en el organismo, se dispara la producción de una serie de componentes que tratan de detener la invasión, y al mismo tiempo facilitan la puesta en marcha de la inmunidad adquirida, más lenta pero más eficaz, ya que se crea específicamente contra ese virus concreto. La respuesta innata es rápida y generalista; la adquirida es más lenta pero específica. Es como la diferencia entre comprarse un traje ya hecho o encargar uno a medida en una sastrería. Lo primero es más rápido para salir del paso, pero lo segundo se adapta más a lo que necesitamos.

Ocurre que, a lo largo de la evolución, los virus también han desarrollado mecanismos de defensa contra la inmunidad innata. El estudio citado de los hámsters muestra también que el coronavirus de la COVID-19 es bastante bueno defendiéndose de la respuesta innata, restrasándola hasta dos días en comparación con una invasión similar del virus de la gripe. De este modo, el virus gana tiempo para multiplicarse, porque la cualidad fundamental de la respuesta innata, la rapidez, queda anulada.

Otro estudio publicado en diciembre en Nature muestra que el SARS-CoV-2 ha ido mejorando para defenderse de la respuesta innata: algunas mutaciones en la variante Alfa, la primera surgida que se consideró preocupante, consiguen anular parte de estos mecanismos rápidos mejor de como lo hacía el virus original de Wuhan. Y estas mutaciones se han mantenido en Delta y Ómicron, por lo que el virus que circula ahora es más fuerte contra la respuesta innata que el virus inicial.

En cuanto a la inmunidad adquirida, tiene a su vez dos mecanismos principales: linfocitos B y linfocitos T. Tanto unos como otros se generan para reconocer específicamente el virus que ha infectado el organismo y no otro, y por tanto para luchar contra él. Las células B crean anticuerpos a medida contra ese virus, mientras que las T tienen una doble función, eliminar las células infectadas y estimular la producción de anticuerpos por las células B.

La respuesta adquirida tiene otra cualidad, y es la memoria. Así como la respuesta innata se enciende cuando se necesita y después se apaga, la respuesta adquirida deja una guardia permanente una vez que la infección ha sido eliminada, en forma de células B y T de memoria que quedan preparadas para responder con mayor rapidez en caso de una nueva reinfección.

Pero del mismo modo que la evolución de los virus puede llevarlos a responder mejor contra la respuesta innata, lo mismo ocurre con la adquirida. Un mecanismo por el cual los virus pueden escapar parcialmente a la memoria inmunológica es mutar, cambiar ligeramente, no demasiado, de modo que puedan seguir haciendo lo mismo que hacían antes, pero sí lo suficiente para que la memoria inmunológica no los reconozca como el mismo virus, y no pueda responder contra ellos con la misma eficacia.

Estas mutaciones se producen al azar; los virus mutan constantemente (aunque el SARS-CoV-2 es poco propenso a mutar en comparación, por ejemplo, con la gripe). Es probable que la mayoría de estas mutaciones no le sirvan al virus para nada, o incluso le perjudiquen. Pero entre todas ellas puede surgir alguna combinación que le resulta ventajosa, como un jackpot de mutaciones que le confiera, por ejemplo, más potencia infecciosa y mayor capacidad de eludir la memoria inmunológica.

Todo esto deberían entenderlo sobre todo quienes han caído en la trampa de un falso argumento del movimiento antivacunas: mi inmunidad natural es mi vacuna, dicen. Primero, no existe inmunidad contra un virus al que el organismo no se ha visto expuesto antes. Segundo, la inmunidad innata no sirve contra el SARS-CoV-2. Por lo tanto, una primera infección puede matarnos. Quien sobreviva tendrá memoria inmunitaria, incluso puede que más que con la vacuna, pero la aparición de nuevas variantes contrarresta su eficacia tanto en los recuperados como en los vacunados, y por ello es necesario revacunarse. Idealmente, en un futuro cercano nos revacunaremos contra las nuevas variantes (o quizá contra todos los coronavirus), lo que ampliará el espectro de nuestra memoria inmunológica para responder contra todas las versiones del virus que circulan o han circulado (sobre las posibles futuras variantes hablaremos otro día).

En concreto, diversos estudios sugieren que Ómicron es bastante bueno eludiendo nuestra respuesta de anticuerpos, gracias a las muchas mutaciones en su proteína S (Spike) que cambian su aspecto de cara al sistema inmune sin perjudicar su capacidad de seguir infectando. Varios preprints recientes indican que esta variante escapa a la mayoría de los anticuerpos artificiales que se están probando como posibles tratamientos contra la cóvid.

Un estudio de laboratorio en Nature muestra que Ómicron elude los anticuerpos presentes en la sangre de las personas recuperadas y de las vacunadas. Las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) siguen siendo las que mejor plantan batalla, pero incluso con estas el poder de neutralización de los anticuerpos se reduce entre 8 y 20 veces respecto al virus de Wuhan. Las personas que han recibido una tercera dosis tampoco están completamente protegidas: sus anticuerpos neutralizan Ómicron unas 6 veces menos que el virus original.

Otro estudio, también en Nature, confirma los mismos resultados: Ómicron escapa a los anticuerpos destinados al tratamiento y elude en gran medida la neutralización en el suero de las personas vacunadas o recuperadas de la enfermedad. Las personas vacunadas después de la infección o que han recibido una tercera dosis de Pfizer retienen neutralización contra Ómicron, aunque de 6 a 23 veces menos que contra Delta. Otros estudios han confirmado esta pérdida de potencia de las vacunas contra Ómicron, pero también que la tercera dosis aumenta la capacidad de neutralización.

Por otra parte, los estudios epidemiológicos también indican que la eficacia de las vacunas se reduce contra Ómicron: dos dosis de Pfizer reducen su eficacia del 90% contra el virus original a un 40 y un 33% en Reino Unido y Sudáfrica, respectivamente.

Ahora bien: todo lo anterior se refiere, o bien a los anticuerpos neutralizantes, o bien a la incidencia de la infección con Ómicron en personas vacunadas o recuperadas. Pero como decíamos, existe otro componente de la respuesta inmune adquirida, las células T. Desde el comienzo de la pandemia varios estudios han mostrado que la respuesta de este tipo de linfocitos es esencial para mantener a raya la infección por el coronavirus. Y aunque en estudios de laboratorio puede comprobarse la existencia de células T específicas contra el virus en la sangre de los pacientes, es difícil establecer un correlato de inmunidad para las células T.

Un correlato de inmunidad es como un indicador que relaciona un nivel concreto de algo con un estado de protección. Esto ya se ha hecho para los anticuerpos: por encima de determinado nivel de anticuerpos neutralizantes en la sangre, se considera que una persona está protegida. Pero esto es mucho más difícil de establecer para las células T, porque no hay test tan sencillos que permitan medir cuántas células T anti-SARS-CoV-2 tiene una persona; no es tan inmediato establecer un indicador basado en la reactividad de las células T que revele cuándo una persona está protegida.

Por lo tanto, los estudios que han medido la neutralización de Ómicron por los anticuerpos del suero no han medido hasta qué punto la respuesta de memoria de células T puede estar actuando contra el virus. Y es probable que lo esté haciendo con bastante eficacia. Según contaba a Nature el inmunólogo Alessandro Sette, del Instituto de Inmunología de La Jolla en California, datos preliminares sugieren que más del 70% de los fragmentos del virus reconocidos por las células T de las personas vacunadas no han mutado en Ómicron respecto a variantes anteriores, por lo que el sistema inmune seguiría reaccionando contra ellos, a pesar de que las mutaciones del virus sí eludan el reconocimiento de los anticuerpos.

Hay un posible indicio en este sentido referente a otra variante anterior, la Beta. Un estudio reciente publicado en Science Translational Medicine descubre que los anticuerpos de las personas recuperadas del virus original pierden poder de neutralización contra esta variante, pero en cambio sus células T siguen siendo eficaces contra Beta. «Estas observaciones pueden explicar por qué varias vacunas retienen su habilidad de proteger contra la COVID-19 grave incluso con una pérdida sustancial de actividad de anticuerpos neutralizantes contra Beta«, escriben los autores.

Aunque aún deberá comprobarse si ocurre lo mismo con Ómicron, esto podría explicar por qué los síntomas son más leves. Como decíamos ayer, en Sudáfrica Ómicron ha infectado por igual a personas vacunadas que no vacunadas. Pero más del 80% de las personas hospitalizadas, las que desarrollan síntomas moderados, graves o mortales, no están vacunadas. Quizá las personas vacunadas o recuperadas estén conteniendo la gravedad de la infección gracias a sus células T de memoria.

Como también decíamos ayer, resulta raro que una variante capaz de infectar más masivamente sus células diana produzca síntomas más leves, a no ser que otras de sus propiedades hayan cambiado; y vimos que quizá algo de esto haya ocurrido. Pero una posibilidad es que al menos parte de lo que Ómicron no es capaz de hacer en términos de gravedad se deba a la inmunidad ya presente en las personas vacunadas o recuperadas, que es menos potente en la respuesta de memoria de células B y anticuerpos, pero que quizá lo sea más en la respuesta de memoria de células T. Y si bien esta inmunidad no es capaz de evitar la infección, en cambio puede que sí la mantenga a raya para evitar los síntomas graves, incluso si el nivel de anticuerpos neutralizantes disminuye cierto tiempo después de la revacunación.

Actualmente hay varios grupos de investigación analizando la reactividad de las células T contra el virus en las personas vacunadas y recuperadas, y pronto deberíamos tener más datos. Pero el mensaje final es este: puede que Ómicron sea más leve, o no, pero nosotros somos ahora más fuertes contra el virus, gracias a las vacunas.

¿Es Ómicron más leve o nosotros somos más fuertes? (1)

A estas alturas, en la mente de todos parece haber calado ya un breve mensaje sobre la variante Ómicron del SARS-CoV-2 de la COVID-19: es mucho más contagiosa y escapa parcialmente a las vacunas, pero por suerte es menos peligrosa que las anteriores.

Si la idea de que es más contagiosa sirve para que no se baje la guardia y se mantengan las precauciones, bien. Si la idea de que las vacunas valen menos contra esta variante contribuye a esto mismo, bien. Pero si ambas ideas llevan a algunos a sumirse en una histeria Ómicron, malo. Y, en el extremo contrario, si la idea de que es más leve incita a los más hartos de casi dos años de restricciones a relajarse y probar suerte pasándolo como una simple gripe, mucho peor.

Porque así como las ideas anteriores se han machacado hasta la saciedad en los medios, en cambio no se ha insistido tanto en otra: con Ómicron la posibilidad de reinfección es mayor, y el infectarse con esta variante no impide que puedan contraerse otras que surjan en el futuro; no es una salvaguarda contra la pandemia. Y además, la idea de que los síntomas de Ómicron son más leves parece, por el momento, algo menos consistente que la de la mayor infectividad, como vamos a ver.

Este es un buen momento para recordar que todas las ideas anteriores son provisionales, preliminares, producto de observaciones anecdóticas. Nada de ello está respaldado aún por ciencia sólida. La ciencia no tendrá respuestas, decía el virólogo alemán Christian Drosten a Science, probablemente hasta Semana Santa. Aunque lo más razonable sería que los estudios confirmasen estas observaciones preliminares, no siempre es así; por ejemplo, en un principio también se dijo que la variante Delta no empeoraba los síntomas, e investigaciones posteriores han mostrado que sí lo hace.

Pero incluso si en el caso de Ómicron finalmente los resultados científicos corroboran estas ideas provisionales, también es buen momento para aclarar que algunas de estas observaciones preliminares tienen salvedades importantes, o se están interpretando de forma confusa.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Por ejemplo, hace unos días se dijo en algunos medios que Ómicron es 70 veces más contagiosa que Delta, o que se contagia 70 veces más rápido. Incluso algún medio especializado ha caído en este error. La cifra de 70 tiene un origen un poco estrambótico. La Universidad de Hong Kong publicó una breve nota de prensa referente a un estudio experimental aún sin publicar. A lo largo de la pandemia ha sido habitual que la urgencia y la necesidad de información vuelquen a los medios estudios que aún no han pasado el obligatorio filtro de revisión por pares para su publicación. Pero en este caso ni siquiera el estudio está disponible en los servidores de preprints para que al menos pueda consultarse qué han hecho los investigadores y cuáles son sus resultados; es ciencia de nota de prensa.

La nota de prensa señala que los autores han analizado la infección por Ómicron en cultivos de laboratorio de tejido ex vivo (cultivos celulares a partir de muestras extraídas de pacientes). Según dicen y muestra la siguiente figura que aparece en este comunicado, en 24 horas Ómicron se multiplica en el tejido de los bronquios 70 veces más que Delta y que el linaje original de Wuhan, «lo que puede explicar por qué Ómicron puede transmitirse más rápido entre humanos que variantes anteriores«, dice la nota.

Replicación de los linajes original, Delta y Ómicron del SARS-CoV-2 a las 24 y 48 horas en tejido de bronquio y de pulmón. Imagen de HKUMed.

Replicación de los linajes original, Delta y Ómicron del SARS-CoV-2 a las 24 y 48 horas en tejido de bronquio y de pulmón. Imagen de HKUMed.

Parece asumirse así que una mayor multiplicación del virus en los bronquios, los tubos principales que conducen el aire a los pulmones, llevará a una mayor liberación del virus en el exhalado de la respiración, aunque en realidad es el tejido nasofaríngeo el que se ha identificado previamente como la principal diana del virus que da origen a la expulsión del virus al exterior.

Conviene aclarar que esto ni mucho menos significa que Ómicron sea 70 veces más contagiosa. Solo significa lo que significa, que se multiplica 70 veces más en los bronquios en 24 horas. Como puede verse en la figura, parece que a las 48 horas la diferencia se reduce a unas 5 veces (estimación a ojo, ya que no se dan los datos). No sabemos si el estudio incluirá experimentos a más largo plazo. Pero de estos datos podría concluirse quizá que el tiempo de incubación de Ómicron sería más corto, algo que coincidiría con lo que se ha observado en los datos epidemiológicos. Es decir, que tal vez podría transmitirse antes, pero no necesariamente más. Si realmente Ómicron es más contagiosa, es algo que no puede desprenderse de este experimento, sino que para ello sería necesario comprobar la mayor o menor facilidad del virus para infectar sus células diana.

Sobre esto último tenemos ya algún indicio. En otro estudio aún sin publicar (este sí disponible en internet) dirigido por el Hospital General de Massachusetts, se muestra que Ómicron parece unirse mejor que las variantes anteriores al receptor de las células humanas que utiliza como vía de entrada para infectar. Los investigadores disponen de un sistema que utiliza pseudovirus SARS-CoV-2; virus diferentes a este, pero disfrazados con sus proteínas para que puedan infectar el mismo tipo de células. Así, pueden testar fácilmente en cultivo cómo se comportan pseudovirus correspondientes a distintas variantes con sus células diana.

Sus resultados indican que Delta es el doble de infecciosa que variantes anteriores y que el virus original de Wuhan, mientras que Ómicron es 4 veces más infecciosa que Wuhan y el doble que Delta. Por lo tanto, Ómicron «exhibe una mayor infectividad in vitro, aumentando el potencial de una mayor transmisibilidad«, lo que «puede haber contribuido a su rápida propagación«, escriben los autores. Sin embargo, advierten de que sus resultados con el pseudovirus deberán confirmarse con el virus Ómicron completo.

Volviendo al estudio de Hong Kong, la figura muestra que, también en las primeras 24 horas, Ómicron se multiplica 10 veces menos que el virus original de Wuhan en el tejido profundo de los pulmones. Lo cual, apuntan los autores, «puede ser un indicador de menor gravedad de la enfermedad«. No conocemos los datos concretos, y en la escala logarítimica es difícil hacer estimaciones a ojo, pero se diría que la diferencia entre Delta y Ómicron en el pulmón está en torno al doble, y que la diferencia con Wuhan parece reducirse ligeramente a las 48 horas.

¿Son estos datos lo suficientemente contundentes como para justificar una diferencia en la gravedad de los síntomas? Los propios autores reconocen que no necesariamente hay una relación causal directa entre la replicación del virus y el alcance de la enfermedad: «Es importante notar que la gravedad de la enfermedad en humanos no está determinada solo por la replicación del virus, sino también por la respuesta inmune contra la infección, que puede llevar a una desregulación del sistema inmune innato, es decir, una tormenta de citoquinas«, dice en la nota de prensa el director del estudio, Michael Chan Chi-wai.

Con respecto a la gravedad de la enfermedad, la idea de que Ómicron produce síntomas más leves comenzó a surgir de los primeros estudios epidemiológicos. Tanto en Sudáfrica, donde la variante se detectó por primera vez, como en Dinamarca y Reino Unido se analizó el riesgo de hospitalización, de enfermedad grave y de muerte por la variante Ómicron. A comienzos de diciembre la especialista en salud pública Harsha Somaroo, que forma parte del equipo que siguió la evolución de los contagios iniciales con Ómicron en Sudáfrica, explicaba a The Conversation que las hospitalizaciones, los síntomas graves y las muertes habían descendido respecto a oleadas anteriores, «lo que sugiere que la variante puede causar una enfermedad menos grave«.

Sin embargo, Somaroo advertía de que estos datos debían tratarse con cautela, por diversas razones: muchos casos se detectaron en testados rutinarios de COVID-19 a personas hospitalizadas por otras causas, casos que de otro modo no se habrían detectado, por lo que podría haber un sesgo hacia una mayor detección de asintomáticos. En especial, había un porcentaje mayor de población joven. El mismo hecho de que la población de aquella región sudafricana sea más joven que en otros países, por ejemplo los europeos, podía dar una imagen distorsionada de una falsa levedad. Y muy importante, Somaroo precisaba que la mortalidad con Ómicron todavía era alta en los mayores de 50.

Los primeros datos de Sudáfrica reunidos en un preprint muestran que Ómicron reduce el riesgo de hospitalización en un 80% respecto a variantes anteriores, y un 70% el riesgo de enfermedad grave respecto a Delta. Sin embargo, en los pacientes hospitalizados no se observan diferencias de riesgo de aparición de síntomas graves con respecto a otras variantes. Otro informe de la aseguradora privada Discovery Health cifraba en un 29% el descenso de riesgo de hospitalización de Ómicron respecto a Delta.

En Reino Unido, un informe de la Agencia de Seguridad de la Salud (UKHSA) que reúne más de 114.000 casos de Ómicron y más de 460.000 de Delta concluye que el riesgo de hospitalización por la nueva variante es un 60% menor que por la anterior, y un 40% menor si se considera también el riesgo de entrar por urgencias. Pero la UKHSA advierte de que es un estudio con un pequeño número de casos: 70 ingresos hospitalarios y 431 visitas a Urgencias.

Otro informe del Imperial College London encuentra que la reducción general del riesgo de hospitalización por Ómicron con respecto a Delta es del 20-25%, que asciende al 50% en los reinfectados. «En general, encontramos evidencias de una reducción del riesgo de hospitalización por Ómicron en comparación con las infecciones con Delta, promediando todos los casos del periodo estudiado«, escriben los investigadores.

Pero con respecto a todos estos datos, los investigadores se muestran prudentes, porque son muchas las posibles variables de confusión. Cuando empezaron las hospitalizaciones por Ómicron, todavía eran demasiado escasas para tener un gran volumen de datos, y aún era pronto para conocer su evolución. A medida que Ómicron se extendía, de nuevo era difícil tener datos comparables entre ambas variantes en el mismo periodo, ya que Delta estaba casi desapareciendo. Y dado que tanto las infecciones como las campañas de vacunación han seguido avanzando, un mayor porcentaje de población vacunada o recuperada podría dar una falsa impresión de una enfermedad más leve. De hecho, ya hay informes esporádicos de la evolución de Ómicron hacia cuadros graves. E incluso si finalmente se confirma que Ómicron es menos agresiva en general, puede no serlo en los grupos más vulnerables.

Hay, además, otra cuestión para la reflexión. Para un mismo virus, a igualdad de comportamiento entre dos variantes, que una variante más resistente a la inmunidad existente en la población provoque una infección más leve es algo que no resulta evidente.

Es cierto que en muchos enfermos de cóvid los síntomas más graves vienen provocados por la propia respuesta inmune contra el virus, la tormenta de citoquinas que mencionan los investigadores de Hong Kong y que he tratado aquí anteriormente. Pero dado que esta es una fase ya muy avanzada de la enfermedad, no tendría relación con el riesgo de hospitalización, aunque sí quizá con el riesgo de ingreso en UCI. En el riesgo de hospitalización sería más relevante la respuesta inmune inicial, y sería de esperar que un virus que, como se dice, escapa a la acción de las vacunas, produjera una enfermedad más seria.

Salvo, claro, que realmente no escape a la acción de las vacunas (más sobre esto mañana).

Una salvedad a lo anterior sería que Ómicron no se comportase igual que Delta o el resto de variantes. Hay un par de indicios intrigantes. Por un lado se ha visto que, incluso si la proteína S (Spike) de Ómicron se une con mayor afinidad a su receptor celular (llamado ACE2), en cambio parece que el proceso de corte de esta proteína que propicia su entrada en la célula es menos eficaz, lo que podría explicar que no infecte con la misma facilidad ciertos tipos de células.

Por otro lado se ha observado que Ómicron no parece formar sincitios, masas formadas por la unión de varias células. Esto sí ocurre con el virus original y con Delta. Aunque no está clara la relación de los sincitios con la gravedad, estos se han encontrado en los pulmones de pacientes fallecidos por cóvid.

La conclusión de todo lo anterior es que aún hay muchas preguntas sin responder. Pero un mensaje que debería calar es que, en todo caso, la levedad o gravedad de Ómicron puede depender al menos en parte de la respuesta del organismo, y por lo tanto de la acción de las vacunas. Un dato para no olvidar: aunque en Sudáfrica Ómicron ha infectado por igual a vacunados y no vacunados, más del 80% de los hospitalizados no están vacunados. Mañana veremos qué se sabe hasta ahora sobre la respuesta de las vacunas frente a esta variante, y si es cierta la idea extendida de que no protegen contra Ómicron.

La sexta ola, la incidencia acumulada y los test

No importa a quién preguntemos, todo el mundo parece estar de acuerdo en que la explosión de casos de COVID-19 que estamos viviendo a nuestro alrededor no tiene comparación posible ni de lejos con ningún otro momento en los casi dos años que llevamos de pandemia.

Recordemos que, si bien se ha atribuido la actual escalada de casos a la mayor transmisibilidad de la variante Ómicron, esta no fue la que inició el actual pico; por entonces Delta aún era mayoritaria. Algo que parece se ha olvidado, pero que es importante recordar, es que todas las enfermedades epidémicas son estacionales, y los virus respiratorios generalmente tienden a atacar más en los meses fríos.

En tiempos anteriores, con una población inmunológicamente virgen y por tanto muy susceptible a la infección, este factor anulaba el peso de la estacionalidad. Ahora, con mucha población vacunada o recuperada, es probable que el efecto estacional se esté dejando notar más, sobre todo cuando el nivel de interacción y las situaciones de riesgo son mucho mayores ahora que en estas fechas del año pasado, cuando las restricciones eran más fuertes.

Los medios y los expertos en análisis de datos nos cuentan que la incidencia acumulada ahora es más del doble que en las mismas fechas del año pasado. Pero en el pico del pasado invierno, a finales de enero, era 100 puntos mayor que ahora. Y sin embargo por entonces, poniendo el ejemplo de un entorno concreto que quienes tenemos hijos conocemos bien, un caso positivo en un aula era una rareza, y en todo un colegio se contaban con los dedos de una mano.

En este fin de año, las vacaciones escolares de Navidad han tenido que comenzar de forma improvisada porque en cada aula hay varios positivos. En algunos casos incluso prácticamente la mitad de la clase. Y hablamos de un entorno en el que el uso de la mascarilla se respeta a rajatabla. Imaginemos lo que está ocurriendo en los lugares donde no se usa, como las reuniones familiares o los bares y restaurantes (recordemos que la llamada distancia de seguridad es una ficción si no existe una fuerte ventilación).

En conclusión, cualquiera podría pensar que no parece haber una correspondencia clara entre las cifras de incidencia acumulada y lo que se está viviendo en el mundo real. Y quien piense así tiene razones para ello. Porque más allá de las comparaciones de datos, lo que medios y expertos en análisis de datos no están mencionando (no es su función ni tienen por qué saber de ello) es: ¿sirven para algo los datos de incidencia acumulada?

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Ya he hablado aquí de cómo los científicos llevan tiempo cuestionando la utilidad real de este indicador con un virus que una gran mayoría de los infectados lleva sin saberlo (los asintomáticos son cinco veces más que los sintomáticos), algo que probablemente se ha acentuado aún más con las vacunas (que, recordemos, también reducen la infección asintomática, pero sobre todo los síntomas graves, que suelen corresponderse con los casos que no escapan a los registros). En la primera ola solo se detectó un 1% de los casos. Y si se confirma que la variante Ómicron produce síntomas más leves (algo aún no confirmado y que, como veremos otro día, también puede ser un mensaje confuso y peligroso), estaríamos ante una diferencia aún mayor entre lo que dice esa cifra que se nos cuenta a diario y la evolución real de la infección en la población.

Sobre esto último hay un dato curioso. Como se sabe, la variante Ómicron se descubrió durante análisis genómicos rutinarios del virus cuando se observó un brote exponencial de contagios sin precedentes en la provincia sudafricana de Gauteng. Este fue también el primer indicio que apuntaba a una posible mayor infectividad o transmisibilidad de esta nueva variante.

Pero recientemente ha ocurrido algo extraño: de repente, los casos en Gauteng han comenzado a descender sin razón aparente. Dado que el porcentaje de población contagiada allí aún es bajo y la mayoría de la gente no está vacunada, los científicos esperaban todavía un crecimiento mucho mayor si, como se sospecha, Ómicron es una apisonadora. Y sin embargo, no es eso lo que está ocurriendo. Los científicos aún no entienden por qué. Pero en Science el bioinformático Trevor Bedford, de la Universidad de Washington, apunta una posible explicación: los contagios reales en Gauteng han sido muchísimos más de lo que dicen los datos oficiales porque la inmensa mayoría han sido asintomáticos o muy leves.

En resumen, la incidencia acumulada se ha convertido en un estorbo, un lastre que impide apreciar la evolución real de la epidemia y que por tanto también dificulta su predicción. Como también conté, los científicos han propuesto otros indicadores que pueden dar una idea más real, consistente y comparable de la evolución de la infección en la población a lo largo del tiempo y entre distintos territorios. Pero hasta ahora estas propuestas no han cuajado; en todo el mundo sigue tirándose de la incidencia acumulada.

Hay un aspecto concreto en el que merece la pena insistir. Podría pensarse que, aunque la incidencia acumulada ya no sea un proxy de los contagios reales, sí puede servir para comparar dos territorios en un momento determinado, o bien dibujar una evolución de la epidemia en un territorio concreto a lo largo del tiempo. Pero hay otra objeción importante a esto, y es que solo funcionaría si las condiciones de detección de casos fueran exactamente las mismas entre esos dos territorios, o no cambiaran a lo largo del tiempo en el caso de un territorio concreto.

Lo cual, como sabemos, no está ocurriendo. No hay la misma disponibilidad de test, ni los test son los mismos, ni las estrategias de testado, ni el rastreo (del que puede depender el testado de asintomáticos), ni la propensión de una persona a testarse cuando nota síntomas o ha estado en contacto con un positivo, ni su propensión a informar de un test positivo.

Un ejemplo drástico lo estamos viviendo estos días. Hace unas semanas, antes de la explosión actual de casos, era fácil conseguir un test de antígeno en cualquier farmacia, porque poca gente se testaba. Cuando la incidencia acumulada se dispara, todo el mundo quiere testarse, de modo que la subida de la incidencia se retroalimenta a sí misma, ya que al aumentar el número de test, aumenta el número de casos; más que un indicador de la epidemia, la incidencia acumulada es un indicador de testado.

Pero por otra parte, ahora es casi imposible obtener un test, al menos en la zona donde vivo. La Comunidad de Madrid prometió un test gratuito por persona antes de Navidad. En la farmacia de mayor tránsito de una población de 63.000 habitantes de la Sierra de Madrid (Collado Villalba) ayer recibieron 53 test; ni siquiera suficiente para un bloque de pisos. Hoy, me dijeron, recibirían más o menos la misma cantidad.

Probablemente aquí se suman varios problemas. Al parecer el gobierno central de España no ha resuelto un problema de autorización de marcas adicionales de test, quizá porque estaba demasiado ocupado decretando la vuelta a la obligatoriedad de las mascarillas en la calle (una medida que ni siquiera es pseudociencia porque no hay pseudociencia que la defienda). Por otra parte, la Comunidad de Madrid prometió regalar lo que no tiene ni puede cumplir. Y a ello se suma que en España la venta de test está secuestrada en exclusiva por las farmacias; en otros países pueden comprarse en los supermercados, y en Alemania basta con un click en Amazon y te llevan a casa todos los que quieras. En Portugal, Mercadona los vende a menos de 3 euros. Aquí, solo en farmacias, y a un mínimo del doble.

Respecto a esto de las farmacias, no puedo evitar contar una experiencia personal. La encargada de una farmacia de mi zona tenía una lista de espera de tres folios por las dos caras. Ante mi protesta, que no iba dirigida contra ella ni su establecimiento, ha pretendido regañarme, «es que no hay que reunirse». He contestado que ella no sabe si voy a reunirme o no, ni es de su incumbencia, pero que la cuestión no es esa, sino que muchos hemos tenido contacto con positivos y sentimos la responsabilidad de saber si podemos ser un peligro para otros. Que estamos dispuestos a confinarnos si es necesario, pero no sin saber si lo es. Su respuesta ha sido que vaya a testarme al Centro de Salud. Alentando así a quienes no estamos enfermos a que saturemos la atención primaria.

Pero en fin, el resultado de todo ello es que no hay test. Y si no hay test, no hay positivos. No hay nada para reducir la incidencia acumulada como impedir que la gente pueda testarse.

Por último, no resisto la tentación de dejar aquí otra observación curiosa. Si miramos los datos actuales de incidencia acumulada en la Comunidad de Madrid, resulta que las poblaciones con cifras más altas son las más ricas, Pozuelo y Boadilla del Monte. Y en la capital, son también los distritos con mayor renta, como Salamanca y Chamberí, mientras que los barrios con menor incidencia son Villaverde, Usera y Puente de Vallecas, barrios humildes. Los expertos en análisis de datos se preguntan: ¿por qué las zonas más ricas tienen más contagios? Y aventuran explicaciones sobre el estilo de vida, los contactos sociales, las fiestas…

Pero sin ánimo de prestar a esto más valor que el anecdótico, recordemos: la incidencia acumulada ya no es un indicador real de las infecciones. Sino del testado. Y en una ola explosiva como esta, cuando las autoridades prometen test pero no los dan, en las zonas más ricas hay un factor diferenciador respecto a las más pobres, que se resume en dos palabras: test privados.

Aplicar igual criterio a vacunados y no vacunados es contradictorio y dañino

Cada vez que empiezo a escribir en este recuadro del WordPress, y a menos que desde el principio tenga muy claro cómo va a titularse esto, pongo una palabra provisional en la casilla del título. La que hoy he puesto es «barbaridad», porque esta es la que me ha venido a la mente al leer que el gobierno impone la cuarentena de los contactos de personas sospechosas de estar infectadas por la variante Ómicron del SARS-CoV-2, AUNQUE DICHOS CONTACTOS ESTÉN VACUNADOS. Finalmente no me ha quedado un título muy apañado, lo admito, pero no siempre se acierta.

Para empezar, aclaremos: sobre si puede haber un criterio técnico que justifique el aislamiento de toda persona que haya tenido contacto con un contagiado, la respuesta es que sí, aunque abajo detallaré las salvedades. Pero no solo a) llama la atención este repentino arrebato de adherencia estricta a criterios científicos cuando en otros casos se ignoran olímpicamente, sino que además b) en este caso se está traicionando el compromiso de confianza en la herramienta más poderosa que tenemos para luchar contra la pandemia, las vacunas.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona el pasado verano. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Entre los extremos de ninguna restricción y el confinamiento total de la población, es evidente que no es fácil encontrar el punto justo de equilibrio entre los criterios científicos y los sociales y económicos, y cada uno puede situarlo en un lugar diferente; incluidos los gobiernos, como ha quedado de manifiesto a lo largo de la pandemia. Como ya he contado aquí, si se deja que sean los especialistas en medicina preventiva y salud pública quienes tomen las riendas, lo más sencillo es tirar del principio de precaución, ese gran maltratado, para decretar siempre medidas que tiendan a lo excesivo.

Como decía, hay una salvedad, y es que cuando el principio de precaución se confronta con la medicina basada en evidencias, a veces surgen las sorpresas. En este blog he hablado ya de algún gran estudio (aquí y aquí) basado en los datos reales y que llega a la conclusión de que un confinamiento total es una medida menos eficaz de lo que se ha dado por supuesto y menos eficaz que otras; como también hablé de un estudio según el cual los contagios en España en marzo de 2020 comenzaron a descender antes del confinamiento, no a partir del confinamiento. En ciencia a veces los resultados no confirman lo que es intuitivo. Pero cuando esto ocurre no se pueden barrer debajo de la alfombra. Hay que contrastarlos y explicarlos. Y si no pueden explicarse, basta con usar las dos sílabas más importantes en ciencia: «no sé».

En España no se está hablando de un confinamiento, algo que sí se está haciendo en otros países. Pero el alegato, en el fondo, es el mismo en ambos casos: ya no estamos en marzo de 2020. Estamos en otra fase. La pandemia terminará algún día, pero el virus no va a marcharse. Tras la pandemia vendrá la endemia. Debemos aprender a convivir con el virus, y eso supone seguir adelante en un mundo con COVID-19. Afortunadamente, ya no somos una población inmunológicamente virgen. Tenemos herramientas poderosas, las vacunas, y en ellas debemos basar nuestra lucha ahora.

Pero si puede haber un criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública para que a las personas vacunadas se les aplique el mismo criterio que a las no vacunadas, ahí va otro criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública: vacunación obligatoria.

Sin embargo, este no se ha adoptado. De hecho, en España se pretendió cerrar el debate incluso antes de abrirlo. Desde el principio se dijo que no se iba a aplicar este criterio, sin dar siquiera ocasión a que se aportaran argumentos. La vacunación obligatoria ha existido en varios países antes de la pandemia, aplicada a las inmunizaciones reglamentarias en los niños. Y aunque ni mucho menos hay un consenso en la comunidad científica con respecto a esto, nadie puede negar que hay caso, y que por lo tanto debe haber un debate. Personalmente, algunos pensamos que este es un camino que debe recorrerse, que está comenzando a recorrerse ahora y que terminará completándose cuando la sociedad esté madura para recorrerlo. Y al menos ahora la Unión Europea ha tenido la sensatez de quitar la razón a quienes ni siquiera han querido abrir el debate.

Así que, bien, si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, confinemos también a las personas vacunadas. Pero si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, ¿qué hay de la vacunación obligatoria?

Aún hay una segunda razón en contra de esta barbaridad, la b). Motivos para vacunarse puede haber muchos, pero como en los mandamientos del catolicismo se resumen en dos: por mi propio bien y por el bien de todos. Otra cosa diferente son los motivos concretos que hayan llevado a cada uno a pasar por la aguja. Para algunos de los reticentes, podrá ser que sus allegados se lo han pedido. Para otros, que la empresa en la que trabajan les ha transmitido más que una insinuación.

Pero es natural que ahora se esperen contrapartidas. Las tenemos: podemos viajar. Podemos acceder a cualquier lugar. No tenemos que guardar cuarentenas. O no teníamos, antes de esta nueva decisión del gobierno.

Con esta pandemia ha ocurrido que muchas personas que antes tenían una idea equivocada sobre qué son y para qué sirven realmente las vacunas ahora lo entienden mejor, y otras están en proceso de ello. Han comprendido que una vacuna no es una coraza ni un condón, y que no funciona siempre para todos igual protegiendo de una infección al 100%. Esto es común a todas las vacunas, aunque muchos lo han comprendido solo con la pandemia. También, espero, se está entendiendo mejor qué es y qué no es la inmunidad de grupo: es lo que en el mundo real actual está protegiendo a la comunidad de infecciones como el sarampión, y podemos afirmar que la tenemos una vez que la hemos conseguido, cuando comprobamos que el posible efecto individual de la vacuna ha quedado aminorado por la protección del grupo. Pero salvo quizá en experimentos controlados de laboratorio, decir que la inmunidad de grupo se alcanzará el 16 de febrero a las 4 y 36 de la tarde cuando esté vacunado el 87,2% de la población es absurdo, ridículo y acientífico, lo diga Pedro Sánchez o Boris Johnson.

Dicho de otro modo: la eficacia de una vacuna a nivel individual puede ser variable. La eficacia de una vacuna a nivel colectivo es indiscutible y muy poderosa. Pero si muchas personas se han vacunado también por el bien de la comunidad y en pos de ese objetivo etéreo, evanescente e improbable de la inmunidad de grupo, ¿qué cara se les queda ahora a esas personas cuando se les dice que se les va a aplicar el mismo criterio que a los no vacunados? ¿Qué manera es esa de fomentar la vacunación y la confianza en las vacunas?

Incluso si las personas vacunadas pueden contagiarse, que ya decimos que sí, e incluso si las personas vacunadas pueden transmitir el virus, que ya decimos que también, la libertad de movimientos de las personas vacunadas no solo es el camino hacia esa transición a la endemia, a la convivencia con el virus, sino que además no se puede romper de esta manera unilateral el compromiso mutuo adquirido entre gobernantes y ciudadanos, cuando los primeros han prometido esas ventajas a los segundos y muchos de estos han vencido su reticencia basándose en dicha promesa. El mensaje que transmite un gobierno que toma tales decisiones es un mensaje de reticencia a la eficacia colectiva de la vacunación.

Por último, conviene apuntar algo más. Una vez que ha quedado claro que, cuando en febrero de 2020 en España se decía que había uno o dos casos de contagios, en realidad el virus ya estaba circulando libremente y transmitiéndose exponencialmente en la comunidad de modo que el número de contagios reales en cada momento era cien veces mayor que los detectados (como han mostrado varios estudios, uno de los cuales comenté aquí),¿en serio vamos a volver ahora a decir que en España hay tres casos de la variante Ómicron? ¿Es que todavía no hemos aprendido nada? Si, como se ha dicho, esta variante del virus se ha detectado en las aguas residuales de Barcelona (algo que, supongo, aún deberá confirmarse), ¿será que esas tres personas han estado en Barcelona haciendo de vientre en cantidades industriales, solo comparables al volumen de plasma del mono que en la película Estallido lograba abastecer de antisuero a toda la población?