Entradas etiquetadas como ‘epidemiología’

La sexta ola, la incidencia acumulada y los test

No importa a quién preguntemos, todo el mundo parece estar de acuerdo en que la explosión de casos de COVID-19 que estamos viviendo a nuestro alrededor no tiene comparación posible ni de lejos con ningún otro momento en los casi dos años que llevamos de pandemia.

Recordemos que, si bien se ha atribuido la actual escalada de casos a la mayor transmisibilidad de la variante Ómicron, esta no fue la que inició el actual pico; por entonces Delta aún era mayoritaria. Algo que parece se ha olvidado, pero que es importante recordar, es que todas las enfermedades epidémicas son estacionales, y los virus respiratorios generalmente tienden a atacar más en los meses fríos.

En tiempos anteriores, con una población inmunológicamente virgen y por tanto muy susceptible a la infección, este factor anulaba el peso de la estacionalidad. Ahora, con mucha población vacunada o recuperada, es probable que el efecto estacional se esté dejando notar más, sobre todo cuando el nivel de interacción y las situaciones de riesgo son mucho mayores ahora que en estas fechas del año pasado, cuando las restricciones eran más fuertes.

Los medios y los expertos en análisis de datos nos cuentan que la incidencia acumulada ahora es más del doble que en las mismas fechas del año pasado. Pero en el pico del pasado invierno, a finales de enero, era 100 puntos mayor que ahora. Y sin embargo por entonces, poniendo el ejemplo de un entorno concreto que quienes tenemos hijos conocemos bien, un caso positivo en un aula era una rareza, y en todo un colegio se contaban con los dedos de una mano.

En este fin de año, las vacaciones escolares de Navidad han tenido que comenzar de forma improvisada porque en cada aula hay varios positivos. En algunos casos incluso prácticamente la mitad de la clase. Y hablamos de un entorno en el que el uso de la mascarilla se respeta a rajatabla. Imaginemos lo que está ocurriendo en los lugares donde no se usa, como las reuniones familiares o los bares y restaurantes (recordemos que la llamada distancia de seguridad es una ficción si no existe una fuerte ventilación).

En conclusión, cualquiera podría pensar que no parece haber una correspondencia clara entre las cifras de incidencia acumulada y lo que se está viviendo en el mundo real. Y quien piense así tiene razones para ello. Porque más allá de las comparaciones de datos, lo que medios y expertos en análisis de datos no están mencionando (no es su función ni tienen por qué saber de ello) es: ¿sirven para algo los datos de incidencia acumulada?

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Ya he hablado aquí de cómo los científicos llevan tiempo cuestionando la utilidad real de este indicador con un virus que una gran mayoría de los infectados lleva sin saberlo (los asintomáticos son cinco veces más que los sintomáticos), algo que probablemente se ha acentuado aún más con las vacunas (que, recordemos, también reducen la infección asintomática, pero sobre todo los síntomas graves, que suelen corresponderse con los casos que no escapan a los registros). En la primera ola solo se detectó un 1% de los casos. Y si se confirma que la variante Ómicron produce síntomas más leves (algo aún no confirmado y que, como veremos otro día, también puede ser un mensaje confuso y peligroso), estaríamos ante una diferencia aún mayor entre lo que dice esa cifra que se nos cuenta a diario y la evolución real de la infección en la población.

Sobre esto último hay un dato curioso. Como se sabe, la variante Ómicron se descubrió durante análisis genómicos rutinarios del virus cuando se observó un brote exponencial de contagios sin precedentes en la provincia sudafricana de Gauteng. Este fue también el primer indicio que apuntaba a una posible mayor infectividad o transmisibilidad de esta nueva variante.

Pero recientemente ha ocurrido algo extraño: de repente, los casos en Gauteng han comenzado a descender sin razón aparente. Dado que el porcentaje de población contagiada allí aún es bajo y la mayoría de la gente no está vacunada, los científicos esperaban todavía un crecimiento mucho mayor si, como se sospecha, Ómicron es una apisonadora. Y sin embargo, no es eso lo que está ocurriendo. Los científicos aún no entienden por qué. Pero en Science el bioinformático Trevor Bedford, de la Universidad de Washington, apunta una posible explicación: los contagios reales en Gauteng han sido muchísimos más de lo que dicen los datos oficiales porque la inmensa mayoría han sido asintomáticos o muy leves.

En resumen, la incidencia acumulada se ha convertido en un estorbo, un lastre que impide apreciar la evolución real de la epidemia y que por tanto también dificulta su predicción. Como también conté, los científicos han propuesto otros indicadores que pueden dar una idea más real, consistente y comparable de la evolución de la infección en la población a lo largo del tiempo y entre distintos territorios. Pero hasta ahora estas propuestas no han cuajado; en todo el mundo sigue tirándose de la incidencia acumulada.

Hay un aspecto concreto en el que merece la pena insistir. Podría pensarse que, aunque la incidencia acumulada ya no sea un proxy de los contagios reales, sí puede servir para comparar dos territorios en un momento determinado, o bien dibujar una evolución de la epidemia en un territorio concreto a lo largo del tiempo. Pero hay otra objeción importante a esto, y es que solo funcionaría si las condiciones de detección de casos fueran exactamente las mismas entre esos dos territorios, o no cambiaran a lo largo del tiempo en el caso de un territorio concreto.

Lo cual, como sabemos, no está ocurriendo. No hay la misma disponibilidad de test, ni los test son los mismos, ni las estrategias de testado, ni el rastreo (del que puede depender el testado de asintomáticos), ni la propensión de una persona a testarse cuando nota síntomas o ha estado en contacto con un positivo, ni su propensión a informar de un test positivo.

Un ejemplo drástico lo estamos viviendo estos días. Hace unas semanas, antes de la explosión actual de casos, era fácil conseguir un test de antígeno en cualquier farmacia, porque poca gente se testaba. Cuando la incidencia acumulada se dispara, todo el mundo quiere testarse, de modo que la subida de la incidencia se retroalimenta a sí misma, ya que al aumentar el número de test, aumenta el número de casos; más que un indicador de la epidemia, la incidencia acumulada es un indicador de testado.

Pero por otra parte, ahora es casi imposible obtener un test, al menos en la zona donde vivo. La Comunidad de Madrid prometió un test gratuito por persona antes de Navidad. En la farmacia de mayor tránsito de una población de 63.000 habitantes de la Sierra de Madrid (Collado Villalba) ayer recibieron 53 test; ni siquiera suficiente para un bloque de pisos. Hoy, me dijeron, recibirían más o menos la misma cantidad.

Probablemente aquí se suman varios problemas. Al parecer el gobierno central de España no ha resuelto un problema de autorización de marcas adicionales de test, quizá porque estaba demasiado ocupado decretando la vuelta a la obligatoriedad de las mascarillas en la calle (una medida que ni siquiera es pseudociencia porque no hay pseudociencia que la defienda). Por otra parte, la Comunidad de Madrid prometió regalar lo que no tiene ni puede cumplir. Y a ello se suma que en España la venta de test está secuestrada en exclusiva por las farmacias; en otros países pueden comprarse en los supermercados, y en Alemania basta con un click en Amazon y te llevan a casa todos los que quieras. En Portugal, Mercadona los vende a menos de 3 euros. Aquí, solo en farmacias, y a un mínimo del doble.

Respecto a esto de las farmacias, no puedo evitar contar una experiencia personal. La encargada de una farmacia de mi zona tenía una lista de espera de tres folios por las dos caras. Ante mi protesta, que no iba dirigida contra ella ni su establecimiento, ha pretendido regañarme, «es que no hay que reunirse». He contestado que ella no sabe si voy a reunirme o no, ni es de su incumbencia, pero que la cuestión no es esa, sino que muchos hemos tenido contacto con positivos y sentimos la responsabilidad de saber si podemos ser un peligro para otros. Que estamos dispuestos a confinarnos si es necesario, pero no sin saber si lo es. Su respuesta ha sido que vaya a testarme al Centro de Salud. Alentando así a quienes no estamos enfermos a que saturemos la atención primaria.

Pero en fin, el resultado de todo ello es que no hay test. Y si no hay test, no hay positivos. No hay nada para reducir la incidencia acumulada como impedir que la gente pueda testarse.

Por último, no resisto la tentación de dejar aquí otra observación curiosa. Si miramos los datos actuales de incidencia acumulada en la Comunidad de Madrid, resulta que las poblaciones con cifras más altas son las más ricas, Pozuelo y Boadilla del Monte. Y en la capital, son también los distritos con mayor renta, como Salamanca y Chamberí, mientras que los barrios con menor incidencia son Villaverde, Usera y Puente de Vallecas, barrios humildes. Los expertos en análisis de datos se preguntan: ¿por qué las zonas más ricas tienen más contagios? Y aventuran explicaciones sobre el estilo de vida, los contactos sociales, las fiestas…

Pero sin ánimo de prestar a esto más valor que el anecdótico, recordemos: la incidencia acumulada ya no es un indicador real de las infecciones. Sino del testado. Y en una ola explosiva como esta, cuando las autoridades prometen test pero no los dan, en las zonas más ricas hay un factor diferenciador respecto a las más pobres, que se resume en dos palabras: test privados.

España es uno de los países más vacunados contra la COVID-19, pero hay una cruz de la moneda

Mientras en varios países europeos los contagios de COVID-19 están creciendo en las últimas semanas a niveles que hasta ahora no se habían conocido en dichos territorios, en España nos mantenemos en cifras de incidencia hasta diez veces menores, en algunos casos. Esta situación está dando a muchos la ocasión de sacar pecho: no paramos de oír en los medios cómo numerosos comentaristas atribuyen este presunto éxito a nuestras altas tasas de vacunación.

Pero cuidado con los triunfalismos y con aquello que decía el señor Lobo. Porque hay una cruz de la moneda.

Primero, la cara. Es cierto que nuestras tasas de vacunación son de las más altas del mundo. Según Our World in Data, somos el noveno país del mundo en porcentaje de población vacunada (datos del 23 de noviembre). Además, contamos con una ventaja adicional: algunos de los países que nos superan en tasa de vacunación han distribuido sobre todo vacunas de virus inactivado que se están revelando menos efectivas, mientras que aquí se han administrado mayoritariamente las de ARN (Pfizer y Moderna), las grandes triunfadoras de la pandemia. Así que probablemente la protección real de la población sea aquí incluso mejor que en algunos de los países con más personas vacunadas que el nuestro.

También es cierto que España está entre los países con mayor confianza en las vacunas de COVID-19, según ha revelado algún estudio. Ya antes de la pandemia, los movimientos antivacunas han tenido tradicionalmente una menor implantación aquí que en otros países desarrollados.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Lo cual, por cierto, es de por sí algo que merece la pena estudiar y que es de esperar que los científicos sociales aprovechen para indagar, dado que no parece aportarse ninguna explicación justificada más allá de las especulaciones. En la reciente entrega de la primera edición de los premios y ayudas CSIC-BBVA de Comunicación Científica, de la que hablé aquí, el director de la Fundación BBVA, Rafael Pardo, resaltaba una diferencia paradójica entre EEUU y España: allí la población tiene un mayor nivel de cultura científica, pero menor confianza en los científicos, mientras que aquí ocurre lo contrario.

Pero si no se sabe muy bien qué es lo que tenemos para que el antivacunismo sea residual en España, sí puede decirse algo que no tenemos. Ayer 20 Minutos y otros medios comentaban el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a propósito del perfil de quienes rechazan la vacuna en España: sobre todo hombres, de 25 a 44 años, de ideología de derechas, principalmente votantes de Vox. Esta línea ideológica concuerda con lo observado en otros países; por ejemplo, en EEUU es bien conocido que el rechazo a las vacunas tiene su frente más fuerte en el sector político de Donald Trump. Pero también aquí hay una diferencia entre España y EEUU: catolicismo mayoritario frente a diversos cultos protestantes.

Este dato ha pasado inadvertido en relación con la encuesta del CIS, y en cierto modo es lógico que sea así, dado su carácter extremadamente minoritario: en España solo hay un 2,2% de personas creyentes de otras religiones distintas de la católica, también según datos del CIS. Pero en esa letra pequeña de la sociedad española se encierra una población antivacunas que, si no es grande en su tamaño absoluto, sí lo es en el relativo: entre los creyentes de otras religiones hay casi un 21% de no vacunados, frente a un 3-5% entre los católicos, practicantes o no, y los agnósticos o ateos.

Según un estudio reciente publicado en PNAS, «un factor de predicción significativo de las actitudes hacia las vacunas en EEUU es la religiosidad, siendo los individuos más religiosos los que expresan mayor desconfianza en la ciencia y menor tendencia a vacunarse«. En EEUU el protestantismo es claramente mayoritario, dividido en distintas confesiones como baptistas, presbiterianos, metodistas, episcopalianos y otros. En el seno de algunas de estas confesiones existe un arraigado rechazo y suspicacia hacia la ciencia.

Este mismo estudio, de las universidades de Columbia y Stanford, muestra un experimento según el cual el respaldo a las vacunas por parte de científicos con perfil religioso puede influir en un cambio de opinión entre las personas que profesan esas mismas creencias. En el estudio han utilizado como ejemplo al genetista Francis Collins, director de la mayor institución científica del mundo, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) (próximamente exdirector). Collins es un cristiano protestante que suele hablar abiertamente de su religiosidad y que ha pasado por distintas confesiones, por lo que su voz tiene poder sobre un amplio espectro de la población de EEUU.

Resultados como el de este estudio no deberían ignorarse en países como el nuestro, dada la llamativa extensión del pensamiento antivacunas entre los creyentes de otras religiones. Aunque se trate de un sector de población muy minoritario en España, incluso ganar unas decenas de miles de vacunados más sería una contribución valiosa de cara a la salud pública.

Pero vamos por fin a la cruz de la moneda. Y es que las personas que se han recuperado de la COVID-19 y han desarrollado algún grado de protección también contribuyen a construir la inmunidad de grupo (aunque esta no sea como a menudo se presenta). Probablemente no sea casualidad que nuestras tasas actuales de contagios en esta sexta ola nuestra sean, al menos por ahora, mucho menores que las de otros países donde la ola actual es la cuarta, y que en oleadas anteriores han tenido incidencias mucho menores.

En números absolutos, España es el quinto país de Europa con más casos acumulados totales, después de Reino Unido, Rusia, Turquía y Francia, y el undécimo del mundo. En términos relativos poblacionales bajamos unas veinte posiciones, pero seguimos por delante de la mayoría de los países europeos y de en torno a 180 países y territorios del mundo.

En resumen, sí, es cierto que la inmunidad grupal se está construyendo sobre todo gracias a las vacunaciones, que implican a sectores mucho mayores de población que las infecciones y ofrecen una protección más consistente. Pero antes de sacar pecho, no olvidemos que si somos uno de los países más vacunados, también somos uno de los más infectados, y es probable que esto también esté aportando un granito de arena a nuestra situación actual relativamente benigna. A un precio que ya todos conocemos. Como se ha repetido en este blog, con una catástrofe que todos queremos olvidar corremos el peligro de que olvidemos más de lo que debemos.

Solo se detectó uno de cada cien casos en la primera ola de COVID-19

El 31 de enero de 2020 los medios informaban del primer y entonces único caso en España de infección con el coronavirus después llamado SARS-CoV-2, causante de la después llamada COVID-19; se trataba de un paciente alemán ingresado en el hospital de La Gomera. El 9 de febrero se difundía el segundo caso, un ciudadano británico en Palma de Mallorca. Dos semanas después, el 24, se anunciaba que el virus había llegado a la península.

Este es el relato que se divulgó en los primeros meses de la pandemia, y que por tanto quedará para siempre conservado en el formol de la hemeroteca de internet. Pero es muy importante que se comprenda que todo lo anterior es pura ficción. Ni aquel ciudadano alemán fue el primer contagiado en España, ni el británico el segundo, ni el 31 de enero había solo un infectado y dos el 9 de febrero, ni el virus saltó a la península el 24 de febrero. El 2 de febrero, cuando se decía que había un único infectado, ya había transmisión comunitaria; el virus galopaba libremente.

Esto no es algo novedoso; a lo largo de estos meses los estudios de modelización del comienzo de la pandemia han ido revelando que los contagios ya corrían a mansalva por Europa y EEUU cuando las autoridades sanitarias y los medios de estos países estaban difundiendo los primeros casos detectados. En primer lugar, una mayoría de las infecciones son asintomáticas, posiblemente hasta cinco veces más que las sintomáticas. De esto podría pensarse que por cada caso conocido había otros cinco que no se detectaban. Pero en segundo lugar, teniendo en cuenta además que la concidencia con la estación de la gripe enmascaraba muchos otros casos, y que en aquellos momentos no había capacidad de testado masivo, lo cierto es que el número de casos reales era aún mucho mayor. Pero ¿cuánto mayor?

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Hospital de La Gomera. Imagen de 20Minutos.es.

Un nuevo estudio dirigido por investigadores de la Northeastern University de Boston y publicado en Nature ha reconstruido el comienzo de la pandemia en Europa y EEUU. Los autores han empleado un modelo epidemiológico computacional llamado GLEAM (Global Epidemic and Mobility), que simula la expansión del virus a escala global incorporando la movilidad debida al transporte y que incluye numerosos factores relativos a la dinámica de la epidemia, la demografía, la transmisión viral y las medidas de contención adoptadas.

Los resultados muestran que los contagios eran abundantes a finales de enero en varios países de Europa, incluyendo España. «Encontramos que la transmisión comunitaria era probable en varias zonas de Europa y EEUU en enero de 2020, y estimamos que a principios de marzo los sistemas de vigilancia solo detectaron de 1 a 3 infecciones de cada 100«, escriben los autores.

El modelo calcula también cuándo se alcanzaron por primera vez los 10 contagios al día en EEUU y en distintos países de Europa, lo que se toma como un indicador de la transmisión comunitaria. Según los resultados, en España esto ocurrió el 2 de febrero, y por entonces ya los contagios se multiplicaban exponencialmente. España fue el quinto país de Europa donde se alcanzó esa tasa de contagio, después de Italia, Reino Unido, Alemania y Francia.

Otro dato que aporta el estudio es la vía principal de entrada del virus en cada país o territorio. Con la información disponible sigue prevaleciendo la hipótesis de que el virus se exportó desde China al resto del mundo. Pero una vez que algunas personas contagiadas llevaron el virus fuera de China, no fue necesario un flujo enorme ni continuo de viajeros desde allí hacia cada país receptor para que se desencadenara el desastre, sino que las redes de transporte se encargaron del resto.

Por ejemplo, en España el 84% de las introducciones del virus desde el exterior provinieron de Europa, un 10% de Asia exceptuando China, un 4% de EEUU, un 2% del resto del mundo, y menos del 1% de las personas que trajeron el virus a España procedían de China. Lo cual debería ser un dato para informar a quienes deciden las políticas de aperturas o cierres de fronteras desde la barra de un bar. También cuando ese bar es el de un organismo gubernamental.

Por último, el estudio calcula también la tasa de ataque del virus (básicamente, el porcentaje de población infectada) a fecha 4 de julio de 2020 para cada país; en aquel momento España ya era el segundo país de Europa con mayor proporción de población contagiada, un 7,3%, solo por debajo de Bélgica. Sin embargo, España tenía una tasa de letalidad (medida como IFR, Infection Fatality Ratio, o mortalidad entre todas las personas contagiadas, incluyendo asintomáticas y no diagnosticadas) bastante superior a la de Bélgica, 1,09% frente a 0,71%, aunque inferior a la de Italia (1,37%), Croacia (1,33%) y Suecia (1,11%).

Según lo dicho, todo lo anterior es importante para que no perdure un relato ficticio sobre el comienzo de la pandemia, para distinguir entre lo que entonces creíamos que estaba ocurriendo y lo que realmente estaba ocurriendo sin que lo supiéramos. En un comentario al estudio publicado también en Nature, dos investigadores del Instituto Pasteur constatan que todos los modelos epidemiológicos tienen sus limitaciones, pero que el utilizado en este estudio es especialmente robusto, fruto del progreso en la modelización obligado por la urgencia de la pandemia.

Sobre todo, los autores de ambos artículos confían en que estos estudios y modelos sirvan para protegernos mejor en el futuro de nuevas epidemias como la que estamos sufriendo, o peores. Entre sus resultados, los autores del estudio incluyen un supuesto en el que los sistemas de vigilancia de los países hubieran sido capaces de detectar el 50% de los contagios en los primeros momentos de la pandemia. En esta situación, y tomando las medidas oportunas cuando se habrían tomado de haberse conocido lo que ya estaba ocurriendo, la transmisión comunitaria se habría evitado al menos hasta finales de marzo. Todo habría sido muy diferente y se habrían salvado muchas vidas. Esperemos que sea una lección aprendida.

Fin del debate: las mascarillas reducen los contagios de COVID-19

Uno de los asuntos que lleva coleando desde el comienzo de la pandemia de COVID-19 es el debate científico sobre la utilidad de las mascarillas. No confundir con el debate público: el primero consiste en investigar para luego discutir sobre la interpretación de los resultados científicos cuando estos aún son incompletos, no concluyentes o contradictorios, mientras que el segundo se basa en opiniones, ideologías o creencias. Ejemplo de esto último es la politización de las mascarillas en distintos países, a veces con resultados paradójicos: mientras que en EEUU el sector más conservador ha rechazado el uso de la mascarilla siguiendo la línea marcada por Donald Trump, en cambio en España una parte de esta tendencia política fue la primera en adherirse al uso de mascarilla porque inicialmente el gobierno de izquierdas cuestionaba su utilidad.

Pero por suerte y por desgracia, la ciencia no es un sistema de creencias, sino de evidencias; por desgracia, porque llegar a disponer de esas evidencias a veces es un camino largo y complicado, lo que puede dejar en el aire una duda persistente; por suerte, porque una vez que existen esas evidencias –como las que confirman la eficacia de las vacunas– ya no hay nada que creer o no creer. Es simplemente aceptar la realidad o negarla. Por supuesto, cada uno es libre de negar la realidad si le apetece, siempre que respete la legalidad vigente.

En el caso de las mascarillas, un tema que he tratado aquí en torno a una docena de veces durante esta pandemia, había mucho que discutir: antes de la cóvid eran pocas las investigaciones en las que podían basarse las recomendaciones, y no eran unánimes. Una vez ya en pandemia, han proliferado a docenas los estudios sobre la eficacia de las mascarillas, desde los de laboratorio –pruebas en condiciones experimentales controladas– hasta los observacionales –analizar los datos en el mundo real–, pasando por los de modelización matemática. Y a lo largo de este año y medio largo, sin que los resultados sean siempre coincidentes, la balanza se ha ido inclinando favorablemente hacia la conclusión de que sí, las mascarillas reducen los contagios del virus de la cóvid.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero aún faltaba un escalón por superar: el de los ensayos clínicos aleatorizados. Este es el estándar de la medicina basada en evidencias, la regla de oro. Gracias a los ensayos clínicos aleatorizados sabemos que los medicamentos que funcionan funcionan, y que las pseudomedicinas que no funcionan no funcionan.

En el caso de las mascarillas, este era un hito difícil de alcanzar. Por ejemplo, con una píldora es fácil distribuir medicamentos y placebos de modo que ni los pacientes ni los médicos sepan quién está recibiendo qué (esto es lo que se llama doble ciego, un requisito habitual en los ensayos aleatorizados); en cambio, tanto pacientes como médicos saben quién lleva mascarilla y quién no, y el médico tampoco puede seguir a cada paciente las 24 horas del día para asegurarse de que la lleva y lo hace de la forma correcta. Además, en el caso de la mascarilla, añadida a otras posibles medidas de protección y prevención, hay demasiados factores de confusión, demasiadas variables difíciles de controlar que pueden enturbiar las conclusiones.

Algunos de estos problemas fueron los que aquejaron a un ensayo clínico aleatorizado dirigido por el Hospital de la Universidad de Copenhague (Dinamarca) y cuyos resultados se publicaron en marzo de este año en Annals of Internal Medicine. Los autores seleccionaron a unos 6.000 participantes. A la mitad de ellos se les entregó una caja con 50 mascarillas, se les enseñó su uso correcto y se les recomendó utilizarlas fuera del hogar. Esto no se hizo con la mitad restante; en el momento del ensayo, en Dinamarca no era obligatorio el uso de mascarilla y ni siquiera estaba recomendado por las autoridades.

Los resultados fueron modestos: hubo 42 contagios entre el grupo de mascarillas y 53 en el grupo de control. Pasados los datos por la trituradora de resultados, los autores llegaban a la conclusión de que la diferencia no era estadísticamente significativa. Lo cual no invalidaba el uso de las mascarillas; simplemente, el estudio era inconcluyente, ya que las variables de confusión y los datos incompletos o inciertos invalidaban una conclusión sólida.

Recientemente se han conocido los resultados de un nuevo ensayo clínico aleatorizado dirigido por la Universidad de Yale e Innovations for Poverty Action. Vaya por delante que aún no se ha publicado, sino que todavía está disponible solo en forma de preprint; pero hay noticias de que está bajo revisión en Science, donde sería muy raro que no acabara publicándose. De hecho, este era un estudio muy esperado, ya que el proyecto se divulgó desde el comienzo y se trataba de un ensayo sólido, muy bien diseñado, por lo que había grandes expectativas respecto a sus resultados.

La potencia del estudio reside, en primer lugar, en la cifra de participantes: más de 160.000 personas en cada uno de los grupos, mascarillas o controles. En segundo lugar, en que la aleatorización se hizo por comunidades, no por individuos; se eligieron 600 aldeas de Bangladés, de modo que la condición de mascarilla o no mascarilla se establecía por aldea. Esto evitaba el problema del estudio danés de introducir demasiadas variables incontroladas en el entorno individual de cada participante; aunque los autores reconocen que puede existir cierta movilidad entre las aldeas, en general los residentes hacen la mayor parte de su vida en su propia comunidad.

En tercer lugar, el control del ensayo: aparte del reparto frecuente y general de mascarillas y de las instrucciones sobre cómo y por qué usarlas, se promocionó su uso correcto por parte de los líderes locales y se vigiló su utilización sobre el terreno por personal de incógnito, de modo que se recogieron datos a nivel comunitario durante todo el ensayo.

Evidentemente, tampoco en este estudio había posibilidad de hacer dobles ciegos. Pero una ventaja fundamental del diseño del ensayo es que casi cualquier variable de confusión, o al menos las principales, lo que iban a hacer era reducir aparentemente la ventaja del uso de las mascarillas. Es decir; por ejemplo, si los participantes se desplazaban de una aldea a otra, o si no utilizaban la mascarilla o no lo hacían correctamente, esto rebajaría la aparente ventaja del uso de la mascarilla respecto a una situación ideal. Así, los investigadores podían estar seguros de que la eficacia real de las mascarillas siempre sería mayor, nunca menor, que lo reflejado en el dato final obtenido.

Y aquí, por fin, el resultado: el uso de las mascarillas redujo los contagios (medidos como seroprevalencia sintomática de la enfermedad) en un 10%. En los grupos de mayor edad, los casos de cóvid cayeron un 35% en los mayores de 60 años y un 23% en los de 50-60 años.

Ahora, la explicación. A ojos de un lector no experto, un 10% general puede parecer escaso. Y sin embargo, hay buenas razones para que el estudio haya causado gran resonancia entre la comunidad científica y haya sido recibido como la prueba (casi) definitiva de la eficacia de las mascarillas.

En primer lugar, el dato es estadísticamente significativo. Es decir, que es real. Pasado por la batidora de resultados y con todas las variables de confusión posibles, existe una prueba de que las mascarillas reducen los contagios. No olvidemos algo que nunca ha llegado a calar en la calle, a pesar de que los expertos lo han repetido mil veces (y aquí se ha mencionado al menos una docena): la mascarilla nunca es una garantía de protección, sino solo una ayuda. De hecho, es más útil como control de la fuente (en las personas infectadas) que como protección de los no infectados. Cuando alguien dice que no lleva mascarilla porque no tiene miedo de contagiarse, ignora que son los demás quienes deben tener miedo de él. Usar mascarilla no es tanto una medida de protección personal como un acto de responsabilidad hacia otros.

En segundo lugar, recordemos: el 10% es el mínimo. Los autores insisten en que sus resultados no significan que la mascarilla solo reduzca los contagios en un 10%, sino que la reducción real es mayor o probablemente mucho mayor del 10%, ya que –lo dicho arriba– el diseño del estudio y el posible efecto de las variables de confusión así lo aseguran. Según los datos recogidos por los controladores, el uso de las mascarillas en las aldeas testadas aumentó de un 13% a un 42%, no de un 0% a un 100%. «El impacto total con un uso universal de mascarillas que podría conseguirse con estrategias alternativas o un control más estricto podría ser varias veces mayor que nuestra estimación del 10 por ciento«, escriben los autores en su estudio.

Para terminar, hay un último dato interesante que se desprende del estudio, aunque debe tomarse con cierta precaución. De las 300 aldeas donde se testó la condición del uso de mascarilla, en 200 de ellas se distribuyeron las quirúrgicas, y de tela en las 100 restantes. Los resultados muestran que las de tela redujeron los casos en menor medida, un 5%, de modo que en realidad la reducción obtenida por las quirúrgicas es mayor del 10%. Pero en un artículo en The Conversation, la coautora del estudio Laura Kwong, de la Universidad de Berkeley, interpreta este resultado con precaución: «Debido al pequeño número de aldeas en las que promocionamos las mascarillas de tela, no pudimos distinguir si estas o las quirúrgicas fueron mejores en la reducción de la COVID-19«. La autora añade que una mascarilla de tela es mejor que nada, pero que probablemente es preferible ir a lo seguro con las quirúrgicas o las de alta filtración.

Por qué la incidencia acumulada no es un reflejo fiel de la evolución de la pandemia de COVID-19, y qué hacen los científicos para mejorarlo

Desde el comienzo de la pandemia de COVID-19, los científicos han discutido sobre un aspecto crucial: ¿cómo encontrar un indicador que ofrezca una imagen fiel de la evolución de la epidemia? Por supuesto que los epidemiólogos, profesionales acostumbrados a manejar datos estadísticos y, sobre todo, a saber cómo mirarlos, tienen sus técnicas contrastadas y fiables que hasta ahora venían funcionando adecuadamente.

Pero esta pandemia es un caso único en la historia. No por el hecho de la pandemia en sí, de las cuales la humanidad ha sufrido muchas, sino por otros motivos. Una pandemia en la era de internet, las redes sociales, la información global al segundo y la desinformación global al segundo, y además todo ello con un patógeno que circula oculto en la población de modo que, sin vacunas, hay cinco veces más contagiados asintomáticos que sintomáticos, por lo que existe una proporción mayoritaria de personas contagiadas que no saben que lo están o lo han estado. Dado que las vacunas reducen drásticamente la infección productiva en los tejidos diana del virus y por lo tanto disminuyen la transmisión, es de suponer que esta proporción entre asintomáticos y sintomáticos vacunados es aún mucho mayor, aunque aún no hay datos concretos.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Y ¿por qué todo esto es importante? En un primer nivel más básico, los epidemiólogos tienen un recuento de casos totales. Esto ha servido para monitorizar el progreso de la situación en anteriores epidemias a una escala mucho más pequeña, con brotes localizados, con patógenos que causan síntomas a la gran mayoría o a la totalidad de las personas infectadas, y cuando solo las personas con dichos síntomas son transmisoras.

El recuento de casos totales y de muertes totales es necesario para saber cuál es el balance final de la pandemia, y si se quiere comparar cómo ha sido en unos lugares respecto a otros, y cómo lo ha hecho nuestro país o nuestra región con respecto a otros países o regiones. Pero recordemos, cuando se habla de casos totales, en realidad no son casos totales, sino casos detectados, un número mucho menor que el anterior, dado que generalmente y salvo en algún cribado esporádico, el testado no es aleatorio, sino solicitado por las propias personas testadas. Si en todos los lugares del mundo el testado fuera el mismo (tipos de test, estrategias de testado, disponibilidad, etc.), simplemente se trataría de aplicar factores de conversión, dado que las cifras de unos y otros lugares serían comparables. Pero no es el caso.

Además, incluso sin esta limitación, el recuento de casos totales ofrecería un balance final, pero no un indicador dinámico que pueda evaluar cómo está evolucionando la epidemia en un lugar concreto en un momento determinado.

Para esto último, tradicionalmente los epidemiólogos han utilizado indicadores como la prevalencia o la incidencia acumulada. La primera ofrece una foto fija, en términos proporcionales de población infectada. Como en una película de las clásicas de celuloide, viendo sucesivos fotogramas puede obtenerse una idea del desarrollo de la trama. La prevalencia en movimiento da lugar a la incidencia, o cuántas personas adquieren la enfermedad durante un periodo determinado. Al avanzar estos periodos, se proyecta la película de la epidemia.

Este último, en su forma concreta de número de casos acumulados durante un periodo concreto (7 o 14 días) en un volumen de población determinado (normalmente, 100.000 habitantes) ha sido el indicador estrella de esta pandemia, el que principalmente las autoridades han transmitido a los medios y al público (aparte, por supuesto, del número de muertes) y el que se ha utilizado para poner o levantar medidas y restricciones. Y así, la población se ha acostumbrado a guiar su visión de cómo está evolucionando la epidemia en su ciudad, región o país de acuerdo a estas cifras.

Pero a lo largo de la pandemia, a las páginas de las revistas científicas han ido saltando comentarios de epidemiólogos que reflexionan sobre las carencias de esta especie de sistema universal de medición en el caso concreto de la pandemia que tenemos entre manos. Algunas de estas carencias ya se han mencionado: hay muchas más personas que tienen o han tenido el virus sin saberlo de las que saben que lo tienen o lo han tenido. Que los asintomáticos lleguen a estar enterados de su infección depende de múltiples circunstancias que varían en cada lugar, donde la disponibilidad de test no es la misma, ni el tipo de test (distintas marcas tienen diferentes tasas de falsos positivos y negativos), ni las estrategias de testado aplicadas por las autoridades, ni el rastreo de casos, o ni siquiera la propensión de cada persona a hacerse un test cuando nota algún síntoma o cuando conoce que ha estado en contacto con un positivo.

Incluso se ha advertido de que los propios indicadores de incidencia acumulada pueden convertirse en profecías autocumplidas: las autoridades y los medios informan de un aumento en la incidencia acumulada. Crece el nivel de alarma entre la población, y aumenta el número de personas que solicitan un test. Consecuencia: ascienden los positivos, y por lo tanto la incidencia acumulada. Y al revés.

Por no hablar del impacto del cambio en las estrategias de testado en un mismo lugar a lo largo del tiempo, o del cambio en los tipos de test utilizados o en su disponibilidad; por ejemplo, no es lo mismo si los test son gratuitos o tienen un coste, o en qué casos son gratuitos o no lo son, o si están disponibles en las farmacias sin prescripción médica o si solo se realizan en los centros sanitarios previa petición de cita, desplazamiento al centro y un largo tiempo de espera.

O por no hablar de cómo los casos sonados de brotes impulsan acciones concretas de testado masivo que llevan a aumentar la incidencia acumulada, y que podrían haber pasado completamente inadvertidos solo con que el número de casos sintomáticos hubiese sido lo suficientemente pequeño como para no llamar la atención, o incluso si se hubieran producido en unas circunstancias que no estuvieran tanto bajo el punto de mira de la opinión pública. Un ejemplo: los famosos viajes de fin de curso y otras reuniones de personas jóvenes.

Los epidemiólogos son perfectamente conscientes de todas estas limitaciones, y de la imposibilidad de controlarlas mediante factores de corrección universales. Y de sus curiosas implicaciones: por ejemplo, como ya conté aquí, un estudio encontró que el pico de transmisión (no de casos reportados y contabilizados) de la primera oleada en España en marzo de 2020 comenzó a descender unos cinco días antes de que se tomaran las primeras medidas contra la pandemia, y unos 10 días antes del confinamiento general. Ante este extraño resultado, contrario a lo intuitivo, los autores apuntaban posibles explicaciones relacionadas precisamente con las actitudes subjetivas de la población y con la evolución del testado.

Pero si los epidemiólogos son conscientes de todo esto, el problema es que son tantas las variables implicadas que no es fácil encontrar algo mejor, otro tipo de indicador que realmente refleje de forma más fiel cómo evoluciona la pandemia, cuál es la situación en un momento concreto y que además permita comparaciones en el espacio y en el tiempo.

Lo cual no quiere decir que no los estén buscando. Por ejemplo, un indicador que parece contar con el apoyo de numerosos expertos es la detección de los niveles del coronavirus en las aguas residuales. Varios epidemiólogos lo han destacado como un indicador más fiable que la incidencia acumulada para reflejar la evolución de la pandemia de COVID-19 en distintos lugares. Pero aunque este valor se está monitorizando en España y otros países, en cambio su difusión es mínima o nula, mientras prosigue obsesivamente la información diaria sobre el número de casos y el uso de esta cifra para tomar medidas.

El nivel de virus en las aguas residuales tiene aquello que los investigadores buscan: un valor representativo poblacional que puede medirse de forma consistente a lo largo del tiempo y sin verse afectado por los vaivenes en el testado, las tendencias sociales o las actitudes subjetivas de las personas. En resumen, lo que se hace en este caso es medir un proxy de la carga viral real en la población.

Ahora, un estudio publicado en Science por investigadores de Harvard —entre ellos, Marc Lipsitch, una de las voces más autorizadas durante la pandemia— aporta un nuevo indicador basado en la misma idea de monitorizar la evolución de la carga viral real en la población, pero a partir de los datos de los testados por PCR. «Los actuales enfoques de monitorización de la epidemia se basan en recuentos de casos, tasas de positividad de test y registros de muertes o de hospitalizaciones«, escriben los autores. «Sin embargo, estas métricas proporcionan un dibujo limitado y a menudo sesgado como resultado de los condicionamientos en el testado, muestreos no representativos y retrasos en el reporte«.

Antes de explicarlo, es necesario entender un concepto: el Cycle Threshold (Ct), o umbral de ciclos. Aunque el público esté acostumbrado a que una PCR es un test binario, que da un resultado positivo o negativo, en realidad no es así como funciona. La PCR, recordemos, es una técnica que trata de amplificar una secuencia genética concreta —del virus, en este caso— presente en una muestra como forma de detectar su presencia, lo cual se hace encadenando sucesivos ciclos de amplificación.

Pero las PCR aplicadas en el testado del virus son cuantitativas; no dan un resultado final, sino que van midiendo la eventual aparición de los fragmentos amplificados correspondientes al genoma del virus a lo largo de esos ciclos sucesivos. Como el sistema introduce errores, si el número de ciclos es excesivamente grande puede aparecer una señal que en realidad es un falso positivo. Por ello, hay que establecer un corte en un número determinado de ciclos; las muestras que rindan una señal por debajo de ese umbral de ciclos se cuentan como positivas, mientras que todo lo que esté por encima de ese corte se considera negativo.

Pero la información sobre el Ct de una muestra es importante, porque se corresponde con la carga viral que tiene dicha muestra: a menor Ct, mayor carga viral. Cuando una PCR se hace de forma más temprana después de la infección, lo habitual es que la carga viral sea mayor, y por lo tanto que el Ct sea más bajo. Así, el Ct da una medida probabilística del tiempo transcurrido desde la infección en los pacientes positivos.

Lo que proponen los autores del estudio es recopilar los valores de Ct en un muestreo aleatorio de población positiva en condiciones uniformes y reproducibles, repetido periódicamente a lo largo del tiempo. Las simulaciones que presentan en el estudio muestran cómo la incidencia acumulada o el recuento de casos puntuales pueden ofrecer la apariencia de que la epidemia está arreciando, cuando en realidad el análisis de los valores agregados de Ct en la población revela que el brote está en retroceso. «Una epidemia creciente necesariamente tendrá una alta proporción de individuos recientemente infectados con alta carga viral, mientras que una epidemia en declive tendrá más individuos con infecciones más antiguas y por lo tanto cargas virales menores«, escriben los autores.

Así, esta medida de los valores de Ct revela lo que realmente está ocurriendo en la calle, dado que se corresponde con el cálculo del número de reproducción dinámico del virus (Rt), o a cuántas personas como media está contagiando cada infectado en una fase concreta; si el Rt es alto, incluso con una incidencia acumulada baja, la epidemia está en crecimiento. Y por el contrario, aunque la incidencia acumulada sea alta, un Rt bajo indica que el brote está en retroceso.

La principal ventaja del sistema es evidente y muy convincente: permite conocer el estado y la evolución de la epidemia en una población sin depender del número de casos detectados o totales reales, ni de si hay más o menos diferencia entre estas dos cifras, y con independencia de cuáles sean las estrategias de testado, la disponibilidad de test, las condiciones en las que se facilitan, la decisión de las personas de solicitar un test o cualquier otra variable relacionada con el testado. Basta con hacer PCR de forma aleatoria a un número concreto de muestras positivas, y el método es válido incluso para un número pequeño, aunque mejor cuanto mayor sea la muestra.

Naturalmente, el método propuesto tiene también ciertas limitaciones técnicas que los autores repasan, y alguna no técnica que no repasan. Entre las primeras, la más obvia es la diferencia de protocolos y sistemas de qPCR (en tiempo real o cuantitativa) entre distintos laboratorios, lo que también podría introducir sesgos. Entre las segundas, por ejemplo, para obtener resultados consistentes y comparables se requerirían una planificación y una coordinación que, como desgraciadamente sabemos, no suelen producirse.

Pero un sistema como el propuesto por los autores, sustituyendo al actual recuento de casos y la incidencia acumulada —para cuyo abandono existen además otros argumentos aparte del más evidente, y es que pierde sentido a medida que aumentan las vacunaciones—, ayudaría a tomar las medidas efectivas en cada momento, las que de verdad van a funcionar, en lugar de los palos de ciego que habitualmente están dando las autoridades con sus ideas y venidas de restricciones, autorizadas o denegadas por jueces que se erigen de este modo en las verdaderas autoridades sanitarias sin tener el criterio necesario para ello. Naturalmente, esto último no son palabras de los autores del estudio; ellos se limitan a decir que el sistema permitiría una «mejor planificación epidémica y medidas epidemiológicas mejor dirigidas«.

Los contagiados asintomáticos de COVID-19 son cinco veces más que los sintomáticos

Si hace unos días decíamos que una de las grandes incógnitas sobre el coronavirus SARS-CoV-2 causante de la COVID-19 es su posible sensibilidad estacional (y como contábamos, los datos indican que existe, aunque no en el mismo grado que en las infecciones endémicas más habituales), otra de las grandes preguntas ha sido la frecuencia de los contagios asintomáticos, aquellas personas que contraen el virus pero no se enteran de que lo pasan o lo han pasado al no notar síntomas, o solo muy leves.

Muchas de las infecciones más habituales incluyen un cierto número de infectados asintomáticos, pero en general este fenómeno no suele tenerse en cuenta dentro del panorama epidemiológico, por ejemplo en el caso de la gripe. Con los coronavirus epidémicos anteriores, el SARS (hoy SARS-1) y el MERS, no se observó transmisión asintomática. En la pandemia de COVID-19, desde los primeros meses ya los estudios describían que había una considerable proporción de contagiados que no desarrollaban síntomas. A lo largo de este año y medio en la comunidad científica se ha discutido intensamente sobre dos cuestiones: primera, cuál es esta proporción; segunda, si los asintomáticos son o no capaces de contagiar a otras personas.

Desde el principio había una clara intuición de que los asintomáticos eran muy numerosos, y de que eran responsables de una gran parte de los contagios, ya que solo de este modo podía explicarse cómo el virus se extendía sin remisión a pesar del control y el aislamiento de las personas enfermas. Pero algunos investigadores defendían que estas infecciones causadas por los aparentemente sanos no correspondían realmente a asintomáticos, sino a presintomáticos, personas que aún no habían desarrollado síntomas, pero que lo harían.

Entre el fragor de la lucha contra el virus, era imposible que los estudios, que se disparaban a ráfagas a las revistas y a los servidores de prepublicaciones, encontraran el suficiente volumen de datos, el suficiente tiempo y el suficiente reposo que la ciencia necesita para avanzar y llegar a conclusiones sólidas. Y así, han aparecido estudios que han reducido la proporción de asintomáticos a cifras minoritarias, incluso casi irrelevantes, al mismo tiempo que otros según los cuales este perfil del contagiado era inmensamente mayoritario respecto a las personas con síntomas. Se habló hasta de un 80% de asintomáticos o más; luego estas cifras se redujeron por debajo del 20%. Y quienes nos hemos dedicado a informar sobre ello ya no sabíamos a qué atenernos.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Y del mismo modo, también han surgido estudios que encontraban cargas virales decenas de veces mayores en los pacientes sintomáticos, sugiriendo que solo estos eran fuentes de contagio, frente a otros que no encontraban una relación entre la gravedad de los síntomas y la carga viral, lo que abría la posibilidad de que cualquier persona infectada pudiese transmitir el virus a otras, con síntomas o sin ellos. Esta incertidumbre, que el público en general no entendía, es parte del proceso científico normal.

Con el paso del tiempo, un mayor volumen de datos y algo de ese reposo que la ciencia necesita para consolidarse, la balanza se ha ido inclinando: la proporción de asintomáticos es bastante considerable, y estas personas también pueden contagiar; según algunos investigadores, incluso el contagio por parte de los asintomáticos ha sido mayoritario y el principal motor de transmisión del virus. Esta, y no otra, ha sido la razón por la cual se llegó en su día, después de las vacilaciones iniciales, a imponer el uso obligatorio de mascarillas. La mascarilla sirve sobre todo para evitar que las personas contagiadas contagien. No tenía sentido imponer su uso a toda la población si solo las personas visiblemente enfermas contagiaran a otras.

Pero a pesar de todo, el debate nunca ha llegado a cerrarse. Ahora, uno de los mayores estudios publicados hasta la fecha en una revista de alto impacto viene a poner una cifra que en adelante podremos manejar como dato estandarizado: los contagiados asintomáticos son casi cinco veces más que los sintomáticos.

Partiendo de un grupo de casi medio millón de voluntarios, un numeroso equipo de investigadores de varias instituciones de EEUU, dirigido por los Institutos Nacionales de Salud (NIH), ha analizado más de 9.000 muestras de sangre recogidas en su mayoría entre mayo y julio de 2020 de personas nunca diagnosticadas de COVID-19, y seleccionadas para construir una muestra representativa de la población de aquel país. Los autores del estudio, publicado en Science Translational Medicine, han medido la presencia de anticuerpos contra el coronavirus (IgM, los de respuesta temprana, IgG, los de respuesta tardía y memoria, e IgA, los que aparecen en las mucosas y en las secreciones corporales), lo que revela una infección ya pasada.

El resultado es que la tasa de seropositividad asintomática en la población del estudio resulta ser del 4,6%. Cuando los investigadores comparan sus resultados con las cifras de infecciones diagnosticadas, «estos datos indican que había 4,8 infecciones de SARS-CoV-2 no diagnosticadas por cada caso diagnosticado de COVID-19, y que en EEUU había un número estimado de 16,8 millones de infecciones no diagnosticadas a mediados de julio de 2020«, escriben los autores, añadiendo que por entonces las cifras oficiales en aquel país hablaban de unos 3 millones de infectados, cuando en realidad ya eran casi 20 millones. Los resultados muestran además que existe una mayor proporción de estos asintomáticos nunca diagnosticados entre la población más joven y entre las mujeres.

Conviene aclarar que el dato de cinco veces más no es necesariamente extrapolable de forma directa a otros países, por ejemplo el nuestro, ya que no en todas partes los criterios de diagnóstico de la enfermedad fueron los mismos antes de que llegaran los primeros test, y tampoco estos se desplegaron del mismo modo ni con igual rapidez en todos los lugares. Pero sirve como dato general, además de sugerir otras conclusiones interesantes.

Entre estas, una visión positiva es que el nivel de inmunidad adquirida por infección entre la población es mucho mayor de lo que se sospechaba, lo que también suma a la hora de extender la inmunidad entre la población por medio de las vacunaciones; es trabajo ya hecho. La negativa es que si siempre y desde el primer momento se hubiera actuado teniendo en cuenta el riesgo de estas infecciones silenciosas –aunque el estudio no mide la transmisión asintomática, sus datos apoyan las sospechas de que es muy abundante; un ejemplo de sus consecuencias lo tenemos ahora en nuestro país con los brotes en los viajes de fin de curso–, quizá podría haberse evitado que la COVID-19 se hubiese convertido en el desastre global que estamos padeciendo. Pero si esta lección no pudo aprenderse de los anteriores coronavirus epidémicos, los autores confían en que al menos sirva «para afrontar el próximo virus con potencial pandémico«. Porque, sí, habrá otros.

No son (solo) las vacunas, es el verano: la humedad, el calor y el sol reducen los contagios de COVID-19

Desde el comienzo de la pandemia de COVID-19, una de las grandes preguntas ha sido esta: ¿será estacional, como la gripe y otras infecciones respiratorias? ¿Tendremos mayor riesgo de enfermar en invierno, y nos dará tregua el virus en verano?

Estas mismas preguntas nos las hacíamos en la primavera de 2020, como conté aquí. Aunque entonces había motivos para pensar que quizá el coronavirus SARS-CoV-2 pudiese mostrar un comportamiento estacional similar al de la gripe, en aquellos primeros meses de la pandemia lo único que teníamos eran algunos análisis de laboratorio sobre la sensibilidad del virus a los principales factores ambientales asociados a la estacionalidad –temperatura, humedad y radiación solar ultravioleta– y estudios observacionales que comparaban la expansión de la infección en regiones del mundo con distintos climas. Mientras, los epidemiólogos utilizaban estos datos para alimentar modelos matemáticos predictivos con los que se intentaba anticipar cuál sería la evolución de la pandemia con los cambios de estación.

A comienzos del verano pasado, la visión mayoritaria parecía inclinarse por la hipótesis que venía resumida en un estudio de la Universidad de Princeton publicado en Science en julio de 2020: aunque el verano podía tener un cierto efecto beneficioso, pesaba más el hecho de que la mayoría de la población aún era susceptible al virus, y por ello las medidas de prevención de la transmisión –mascarillas, distancias, etcétera– iban a ser más importantes de cara al control de la epidemia que el factor estacional.

Echando la vista atrás, puede decirse que esta previsión fue en general bastante acertada. Hubo un cierto descenso de los contagios en verano, pero fue entonces cuando se aplicaron las medidas de prevención que antes habían faltado. Al final del verano la incidencia subió de nuevo, pero por entonces en España no se quiso volver al confinamiento, e incluso en ciertas comunidades autónomas con mucho peso en las cifras totales del país ni siquiera se llegó a cerrar los lugares donde demostradamente existe más riesgo de contagio.

Una imagen de Torremolinos (Málaga). Daniel Pérez / Efe / 20Minutos.es.

Una imagen de Torremolinos (Málaga). Daniel Pérez / Efe / 20Minutos.es.

La conclusión de todo esto es que no es fácil deslindar el efecto estrictamente debido a la meteorología de otras muchas variables de confusión, lo que llevó a que aparecieran estudios no siempre coincidentes; lo que a su vez daba titulares en los medios que en un momento apoyaban la estacionalidad del virus y en otro la desmentían. Y por si esto no fuera ya lo suficientemente complicado, además parece existir un comportamiento episódico de los picos y valles de transmisión (las famosas «olas») no necesariamente asociado a las medidas de restricción, y que es de esperar que los epidemiólogos estén estudiando ya para intentar explicar.

Pero un año después, el volumen de datos ya es mucho mayor, lo que permite afinar el análisis. Ahora, un nuevo estudio publicado en Nature por investigadores de las universidades de Yale y Columbia ha estimado la relación de la temperatura, la humedad y la radiación UV con la transmisión del virus –en concreto, con el número de reproducción R, o a cuántas personas contagia como media cada infectado–, día a día desde el 15 de marzo hasta el 31 de diciembre de 2020, y en 2.669 condados de un total de 3.006 que existen en EEUU; en los restantes no incluidos en el estudio hubo menos de 400 casos totales durante todo ese periodo.

Todo lo cual lo convierte probablemente en el estudio publicado más completo que se ha hecho sobre la relación entre la meteorología y la transmisión de la COVID-19. Además, y como en la amplia geografía de EEUU están representados los climas más diversos, podemos tomar esta muestra como aplicable a otras regiones del mundo, incluida la nuestra.

Y esta es la respuesta: sí, existe una influencia de la meteorología en la expansión del virus. No es apabullante, pero sí bastante significativa. «En total, un 17,5% de la transmisión es atribuible a factores meteorológicos«, escriben los autores, señalando que las condiciones más favorables para nosotros, más desfavorables para el virus, son las temperaturas, humedades y radiaciones UV altas. En concreto, la que más influye es la humedad con un 9,35%, seguida por la radiación UV con un 4,44% y por último la temperatura con un 3,73%.

Sin embargo, dentro de estos valores medios hay también diferencias entre distintos climas: la meteorología influye más en la transmisión del virus en los condados del norte, de clima más frío, que en los del sur. «Nuestros resultados indican que el tiempo frío y seco y los bajos niveles de radiación ultravioleta están moderadamente asociados con una mayor transmisibilidad del SARS-CoV-2, y que la humedad juega el papel principal«, escriben los investigadores, y añaden: «En igualdad de todo lo demás, podemos anticipar para los próximos años la mayor fracción atribuible [a la meteorología] durante los meses de tiempo más frío y seco y menor radiación UV«. En diciembre la fracción de la transmisión atribuible a la meteorología es máxima, del 20,8%.

Pero naturalmente, en los estudios de correlación estadística siempre existe el problema de las variables de confusión, mencionado más arriba; es decir, que existan otras variables ligadas que los investigadores han pasado por alto y que influyen en los resultados obtenidos. Un famoso ejemplo que comenté aquí fue el de la relación entre el consumo de Viagra y la mayor incidencia de melanomas, en el que los propios autores del estudio decían que quizá en realidad el aumento de este tipo de cáncer no se debía directamente a la Viagra, sino a factores del estilo de vida de una población de mayor renta, que es la que consume en mayor medida un fármaco caro.

En el estudio que nos ocupa, los autores han ajustado los resultados para un gran número de variables de confusión, incluyendo factores demográficos, socioeconómicos, ambientales como la contaminación del aire, de salud como la obesidad o el tabaquismo, e incluso la implantación y el cumplimiento de las medidas tomadas contra la pandemia en los diferentes condados y estados de EEUU.

Pero existe todavía una incertidumbre, y es hasta qué punto el diferente comportamiento social en unos lugares respecto a otros –regiones más cálidas o más frías– o incluso en una misma región en distintas estaciones –invierno frente a verano– puede influir en los resultados, o estar o no incluido en el análisis. «Durante los meses más fríos del invierno la gente pasa más tiempo en interiores, lo que puede facilitar la transmisión del virus«, escriben.

Es más, añaden que en interiores la temperatura suele estar controlada en verano y en invierno, pero en cambio no la humedad, que suele ser la misma en lugares cerrados que en el exterior, lo que podría explicar que se observe una mayor influencia aparente de la humedad en comparación con la temperatura. Pero hasta qué punto una parte de los efectos descritos podría deberse no directamente a la meteorología, sino a las cosas distintas que hacemos en verano y en invierno, parece algo muy difícil de estimar.

Por último, otra variable que se escapa es la influencia estacional no en el propio virus, sino en nuestro sistema inmunitario. Como ya he contado aquí, esta es todavía una caja negra para la ciencia. Aunque la estacionalidad de gripes y catarros es bien conocida, el análisis de 68 enfermedades infecciosas comunes ha mostrado que todas ellas tienen algún patrón estacional, diferentes unos de otros, pero aún no se sabe por qué ni cómo funciona. Los autores apuntan que durante los meses del invierno, «ya sea en interiores o exteriores, la gente está expuesta a menos radiación UV del sol, que modula el sistema inmune«. Pero todavía es imposible saber, y va a ser muy difícil saberlo, hasta qué punto algo de la estacionalidad de la epidemia se debe a cómo varía nuestra inmunidad a lo largo del año.

Pero si hay una conclusión de todo lo anterior con la que deberíamos quedarnos, es esta: en los medios y en la mente del público se está dando por hecho que el actual descenso de los contagios se debe exclusivamente a la vacunación. Y que ya estamos a salvo de nuevas futuras «olas» como las que hemos vivido. El estudio citado, que por otra parte reafirma con mucha mayor solidez lo que otros anteriores ya habían mostrado, es que una parte de este descenso se lo debemos al verano. Y que, por lo tanto, no estamos ni mucho menos a salvo de que los contagios vuelvan a subir cuando llegue el otoño; de hecho, ya debería saberse que las vacunas están diseñadas para evitar la enfermedad, no el contagio (aunque los datos sugieren que sí lo reduce). Así que no deberíamos perder de vista esta última advertencia que cierra el estudio: «En los meses de invierno se necesitan intervenciones de salud pública más extensivas para mitigar el aumento en la transmisibilidad del SARS-CoV-2«.

El colegio aumenta el riesgo de COVID-19 en casa, pero las medidas pueden mitigarlo

Una de las grandes incógnitas científicas de esta pandemia es la relevancia que las escuelas pueden tener en la expansión del virus de la COVID-19. Nótese la palabra clave de esta frase: incógnitas «científicas«. Porque mientras las autoridades de aquí han actuado como si el virus no se transmitiera en los colegios –a pesar de que los brotes se cuenten uno tras otro–, en cambio los verdaderos expertos, los científicos, aún no lo saben. Por eso lo estudian.

Se ha publicado ahora en Science un estudio muy revelador al respecto, que ya a principios de marzo conocimos todavía como prepublicación en internet. Los autores, de la Universidad Johns Hopkins, han aprovechado los datos de una encuesta masiva en EEUU, en colaboración con Facebook y con la Universidad Carnegie Mellon, que rinde medio millón de respuestas a la semana. Desde noviembre, la encuesta incluye preguntas sobre la asistencia de los niños al colegio, desde Educación Infantil hasta Bachillerato (sus equivalentes en EEUU), lo que ha permitido estudiar la posible correlación entre la escolaridad presencial y la entrada del virus en los hogares.

Nótese que el objetivo de los investigadores no ha sido analizar el riesgo de contagio de los propios niños ni de los profesores, sino de las familias de los niños. Lo cual es muy certero, dado que está en la línea de lo defendido aquí: cuando se dice que la culpa de los contagios está en los hogares, esto es solo un abracadabra para confundir a la gente y conseguir que mire hacia otro lado, no a donde se está haciendo el truco. Por supuesto que el virus se contagia en casa. Pero no entra por el buzón ni volando por la ventana, sino que lo trae alguien que se ha contagiado en el colegio, el bar, el trabajo… Para reducir los contagios en los hogares hay que tomar medidas en otros lugares que no son los hogares.

Sí, el estudio es una mera correlación de datos, pero de las más exhaustivas que puedan hacerse: más de dos millones de respuestas en todos los estados de EEUU, recogidas en dos periodos desde noviembre a febrero. La diversidad entre los estados e incluso dentro de ellos con respecto a la modalidad de enseñanza adoptada en esos periodos –a distancia, semipresencial o presencial– y con respecto a las medidas anti-cóvid tomadas en los centros ha permitido a los investigadores obtener un panorama estadísticamente significativo de cómo estos factores se correlacionan con el riesgo de contagio en las familias.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Los resultados del estudio muestran que sí, la asistencia de los niños al colegio se asocia a un mayor riesgo de contagios en casa. Los datos, escriben los investigadores, «indican un aumento en el riesgo de padecer COVID-19 entre los encuestados que viven con un niño en escolaridad presencial«. Este aumento del riesgo se incrementa desde los cursos inferiores a los superiores: es más leve en las etapas de infantil y primaria, mientras que sube en los equivalentes a nuestra ESO y bachillerato; en este último, hasta un 50% más respecto al riesgo básico. La media general para todos los cursos está ligeramente por encima de un tercio más de riesgo.

Y ¿qué hay de esa idea genial de la escolaridad semipresencial, que consiste en robar parte del tiempo lectivo que los niños necesitan, pero exponiéndolos igualmente al contagio? En este caso, las gráficas parecen reflejar un aumento del riesgo algo menor, sobre todo en ESO y Bachillerato. Pero los autores aclaran que en esta modalidad semipresencial observaron una mayor adopción de medidas de mitigación. Y que, cuando se ajustan los resultados teniendo en cuenta este factor, «la escolaridad semipresencial no se asocia con un descenso del riesgo de padecer COVID-19 en comparación con la escolaridad presencial después de considerar las medidas de mitigación«.

Por suerte, no todo son malas noticias: «Las medidas de mitigación en los colegios se asocian con reducciones significativas del riesgo«, escriben los autores. En el estudio han reunido un total de 14 medidas adoptadas en las aulas: estudiantes con mascarilla, profesores con mascarilla, restringir la entrada a los centros, aumentar el espacio entre pupitres, no compartir materiales, crear burbujas de alumnos, menos niños por aula, chequeo diario de síntomas, un único profesor por grupo, suspender las actividades extraescolares, cerrar la cafetería, poner pantallas de plástico entre los pupitres, cerrar el patio y dar las clases en el exterior.

El resultado: las medidas que más se asocian con una reducción del riesgo son la mascarilla en los profesores –la más eficaz con diferencia–, seguida por el chequeo diario de síntomas y, en menor medida, la suspensión de las extraescolares y las burbujas de alumnos. El resto de las medidas tienen un impacto escaso o inapreciable. Hay una que curiosamente se asocia con un aumento claro del riesgo, y es instalar pantallas de plástico entre los pupitres.

Los autores pasan de puntillas por este último dato, probablemente porque cualquier explicación sería puramente especulativa. Pero aquí sí podemos especular: como recordábamos hace un par de días con respecto a los lugares cerrados y la ventilación, en interiores no hay distancia de seguridad; todas las personas están respirando el mismo aire, y el virus está en el aire. Si se colocan pantallas pensando que esto es suficiente y se olvidan otras medidas, no es raro que los contagios aumenten. Del mismo modo podría explicarse otro resultado del estudio: clausurar el patio también se corresponde con un aumento del riesgo, lo cual se entiende si esta medida encierra a los alumnos en el interior durante más tiempo e impide la ventilación de las aulas.

En resumen, concluyen los investigadores: «Encontramos apoyo a la idea de que la escolaridad presencial conlleva un aumento del riesgo de COVID-19 a los miembros del hogar; pero también evidencias de que medidas de mitigación comunes y de bajo coste pueden reducir este riesgo«.

Finalmente, y aunque el objetivo principal del estudio no era analizar el riesgo de contagio para los profesores, los datos han servido a los investigadores para apuntar un resultado más: los profesores que trabajan fuera de casa tienen un riesgo mayor de cóvid que los que trabajan en casa, lo cual no tiene nada de raro. Pero este riesgo es similar, no mayor, al de cualquier otro colectivo que trabaja fuera de casa en oficinas. Es decir: los resultados de este estudio no muestran un mayor riesgo en los profesores respecto a otros profesionales presenciales que justifique su vacunación prioritaria. La ciencia llega a veces demasiado tarde, pero llega.

Para terminar, los autores recuerdan que sus conclusiones están en línea con otros estudios previos. Es decir, no es la primera vez que la ciencia descubre una implicación de los colegios en la pandemia, a pesar de que los mensajes oficiales a menudo traten de ocultar o minimizar este hecho. Es cierto que el impacto de las escuelas en los contagios ha sido materia de discusión y que aún no es un asunto cerrado. Pero también que la única discusión que cuenta es la de los científicos expertos que hablan con estudios y datos sobre la mesa. Y que la actuación de las autoridades debería limitarse a seguir las recomendaciones científicas. Dado que este curso 2020-21 ya casi es historia, ¿se escuchará a la ciencia para el curso que viene?

Estas son las cuatro comunidades autónomas que figuran entre las 75 regiones del mundo con más contagios

A lo largo de esta pandemia el público se ha acostumbrado a oír hablar de la incidencia acumulada de casos de COVID-19 por 100.000 habitantes a 14 días, el indicador epidemiológico que habitualmente manejan las autoridades y los medios, y que nos da una idea de cómo evolucionan los contagios en nuestro país, nuestra comunidad autónoma o nuestra zona.

Pero no solamente la incidencia acumulada es un indicador volátil que olvida todo lo que ya hemos dejado atrás; sino que, además, así como en los medios están siempre presentes las comparaciones entre comunidades autónomas o zonas, en cambio suele pasarse por alto la confrontación de los datos de España y sus regiones con los de otros países… salvo cuando los datos de esos otros países son peores que los nuestros. ¿Alguien ha oído hablar de la pandemia en Taiwán, Singapur o Nueva Zelanda? Los países que lo han hecho bien no son noticia. Pero este sesgo de la información en los medios puede llevarnos a la idea errónea de que nuestro país tiene algo que enseñar a otros que en este preciso momento puedan estar en una situación peor que la nuestra.

Para echar la vista atrás y poner nuestras cifras en un contexto internacional, una fuente esencial es el panel de datos que la Universidad Johns Hopkins (JHU) mantiene desde el comienzo de la pandemia y que, entre otras cifras, recoge el número total de casos acumulados. El primer dato para no olvidar es que España es uno de los países que presentan peores cifras acumuladas a lo largo de la pandemia. Seguimos ocupando el noveno lugar del mundo en contagios totales, con 3.504.799, por debajo de EEUU, India, Brasil, Francia, Turquía, Rusia, Reino Unido e Italia (todos los datos de este artículo son los mostrados por el panel de la JHU con fecha 29 de abril).

El panel de la JHU recoge además las 75 regiones del mundo con más contagios totales. Esta lista incluye las unidades administrativas por debajo del estado nacional; por ejemplo, Inglaterra se considera una región, porque pertenece a Reino Unido. En esta categoría entran los estados de federaciones, como EEUU, India o Brasil, o las comunidades autónomas, en el caso de España.

En este penoso ránking también figuramos (tabla al pie de estos párrafos). Cuatro comunidades autónomas se encuentran entre las 75 regiones del mundo con más contagios: Madrid, Cataluña, Andalucía y Comunidad Valenciana. De ellas, la primera es, por supuesto, Madrid, que ocupa el número 38 del mundo. En Europa, solo Inglaterra, Lombardía (Italia) y Renania del Norte-Westfalia (Alemania) superan a Madrid en número de contagios. Cataluña ocupa el puesto 45, Andalucía el 49 y la Comunidad Valenciana el 74, ya en el límite de la tabla.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

Pero evidentemente, este no es un reparto igualmente justo para todos, ya que Inglaterra tiene 56 millones de habitantes, más que toda España, y algunos estados de India superan el centenar de millones. Por ello es interesante poner estos datos en su contexto de población. Con este fin he añadido a los datos que ofrece la JHU la población de cada región (todos los datos tomados de la Wikipedia, aunque no todos tienen el mismo nivel de actualización; por ejemplo, los de India son de 2011), el porcentaje de población contagiada según el dato anterior, y el puesto que ocuparía cada región de las 75 en cuanto al porcentaje de población contagiada (entiéndase que este análisis se refiere solo a las 75 regiones con más contagios totales; por supuesto, puede haber otras fuera de las 75 que tengan un mayor porcentaje de población contagiada que algunas de estas).

Y atendiendo a este dato, las posiciones de las cuatro comunidades españolas son aún peores. Una vez más, Madrid se lleva la palma: con su 10% de población ya contagiada, ocupa el primer puesto de Europa y el 18 del mundo, solo por detrás de estados de Brasil, EEUU y el Distrito Capital de Colombia. Las otras tres comunidades también empeoran su ránking en porcentaje de población contagiada: la Comunidad Valenciana es la segunda de España, en el puesto 35 del mundo, seguida por Cataluña en el 38 y Andalucía en el 47.

Reflexionemos un poco sobre esto: con la catástrofe que está provocando la actual oleada de contagios en India, lo cierto es que el estado con más porcentaje de población contagiada en aquel país ocupa el puesto 55, por debajo de las cuatro comunidades españolas (sobre si las cifras indias son más o menos fiables que las nuestras, habría que preguntar a sus responsables).

Si habláramos de nivel de mortalidad, en esto pueden influir la calidad, la capacidad y la cobertura del sistema sanitario. Pero si hablamos solo del nivel de contagios, esta es una consecuencia directa de la gestión de las medidas contra la pandemia por parte del estado y las comunidades autónomas. Frente a la propaganda, datos. Si acaso, aún podremos decir que nuestro sistema sanitario todavía es mejor que el indio.

Región País Casos totales Población Casos/hab. (%) Puesto %
1  Maharashtra India 4.473.394 112.374.333 3,98 60
2  England United Kingdom 3.854.733 56.286.961 6,85 45
3  California US 3.738.327 39.538.223 9,45 24
4  Texas US 2.886.638 29.183.290 9,89 20
5  Sao Paulo Brazil 2.873.238 45.919.049 6,26 49
6  Florida US 2.222.546 21.570.527 10,3 14
7  New York US 2.040.448 20.215.751 10,09 16
8  Kerala India 1.495.377 34.630.192 4,32 55
9  Karnataka India 1.439.822 61.130.704 2,36 64
10  Minas Gerais Brazil 1.342.892 21.168.791 6,34 48
11  Illinois US 1.328.349 12.822.739 10,36 13
12  Uttar Pradesh India 1.182.848 199.812.341 0,59 74
13  Pennsylvania US 1.144.777 13.011.844 8,8 28
14  Tamil Nadu India 1.130.167 72.147.030 1,57 67
15  Delhi India 1.098.051 26.454.000 4,15 58
16  Georgia US 1.097.279 10.725.274 10,23 15
17  Moscow Russia 1.086.934 20.000.000 5,43 51
18  Andhra Pradesh India 1.069.544 49.386.799 2,17 65
19  Ohio US 1.068.985 11.808.848 9,05 27
20  New Jersey US 993.123 9.294.493 10,69 9
21  North Carolina US 965.536 10.453.948 9,24 25
22  Rio Grande do Sul Brazil 962.667 11.422.973 8,43 31
23  Parana Brazil 938.546 11.433.957 8,21 32
24  Michigan US 928.407 10.077.331 9,21 26
25  Bahia Brazil 893.276 14.930.634 5,98 50
26  Santa Catarina Brazil 881.152 7.164.788 12,3 1
27  Arizona US 860.772 7.158.923 12,02 4
28  Tennessee US 845.380 6.916.897 12,22 2
29  Lima Peru 819.444 11.209.103 7,31 40
30  Lombardia Italy 800.100 10.103.969 7,92 33
31  West Bengal India 793.552 91.347.736 0,87 71
32  Capital District Colombia 779.447 7.412.566 10,52 11
33  Rio de Janeiro Brazil 733.764 17.264.943 4,25 56
34  Nordrhein-Westfalen Germany 730.086 17.912.134 4,08 59
35  Indiana US 717.564 6.785.528 10,57 10
36  Chhattisgarh India 697.902 29.436.231 2,37 63
37  Massachusetts US 686.243 6.892.503 9,96 19
38  Madrid Spain 678.022 6.779.888 10 18
39  Ceara Brazil 664.449 9.132.078 7,28 41
40  Wisconsin US 658.696 5.893.718 11,18 7
41  Virginia US 656.055 8.654.542 7,58 37
42  Ciudad de Mexico Mexico 638.536 9.209.944 6,93 44
43  Missouri US 590.175 6.160.281 9,58 23
44  Bayern Germany 589.479 13.124.737 4,49 54
45  Catalonia Spain 580.682 7.780.479 7,46 38
46  South Carolina US 576.639 5.124.712 11,25 6
47  Minnesota US 572.025 5.709.752 10,02 17
48  Rajasthan India 563.577 68.548.437 0,82 72
49  Andalusia Spain 548.238 8.464.411 6,48 47
50  Goias Brazil 546.895 7.018.354 7,79 34
51  Gujarat India 538.845 60.439.692 0,89 70
52  Madhya Pradesh India 538.165 72.626.809 0,74 73
53  Alabama US 527.083 5.030.053 10,48 12
54  Colorado US 506.405 5.773.714 8,77 29
55  Metropolitana Chile 492.120 7.036.792 6,99 43
56  Para Brazil 466.894 8.602.865 5,43 51
57  Antioquia Colombia 464.286 6.407.102 7,25 42
58  Ontario Canada 463.770 14.755.211 3,14 62
59  Haryana India 460.198 25.353.081 1,82 66
60  Louisiana US 457.326 4.661.468 9,81 22
61  Oklahoma US 447.642 3.963.516 11,29 5
62  Maryland US 445.493 6.045.680 7,37 39
63  Kentucky US 442.618 4.509.342 9,82 21
64  Bihar India 441.375 104.099.452 0,42 75
65  Baden-Wurttemberg Germany 439.465 11.111.496 3,96 61
66  Espirito Santo Brazil 432.525 4.018.650 10,76 8
67  Odisha India 428.515 41.974.218 1,02 69
68  Telangana India 427.960 35.193.978 1,22 68
69  Saint Petersburg Russia 414.299 5.384.342 7,69 36
70  Veneto Italy 410.176 4.852.453 8,45 30
71  Pernambuco Brazil 402.157 9.616.121 4,18 57
72  Washington US 400.149 7.705.281 5,19 53
73  Utah US 396.522 3.271.616 12,12 3
74  C. Valenciana Spain 390.245 5.057.353 7,72 35
75  Campania Italy 387.908 5.679.759 6,83 46

(Datos de casos totales de JHU. Datos de población de Wikipedia).

El cuento de la inmunidad de rebaño: érase una vez algo que no es lo que la gente cree. Capítulo 2

Decíamos ayer que la inmunidad de rebaño es un concepto teórico estadístico poblacional (estos tres adjetivos son importantes) ideado para las explotaciones ganaderas y demostrado en experimentos con ratones en condiciones ideales y controladas en un laboratorio. Pero que, para el significado que se le está entendiendo popularmente en esta pandemia, tiene dos grandes problemas. A saber:

Primer problema: el mundo real

Según lo dicho ayer, la fórmula del HIT (ese porcentaje de población inmunizada del que se dice que consigue la inmunidad grupal, y que suele decirse en los medios que para la COVID-19 es del 70%) solo es aplicable cuando existe una población inicial que es homogéneamente susceptible en su totalidad y que está mezclada por igual de modo que cada individuo puede tener contacto con cada uno de los otros susceptibles, sin que estas condiciones cambien a lo largo del tiempo más que en el aumento de la población ya inmunizada respecto a la aún susceptible. Esta es una situación que puede lograrse en los experimentos de laboratorio con ratones, como los de Topley y Wilson que cité ayer.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero no es aplicable en el mundo real. En una epidemia humana, más aún si es global como una pandemia, hay aproximadamente infinitas variables que rompen las condiciones para las cuales la fórmula del HIT es válida: heterogeneidad de susceptibilidad de la población, incontables niveles distintos de contactos y mezclas en la población que cambian aleatoriamente a lo largo del tiempo y en cada individuo en particular, evolución del virus influida también por el tamaño y las características de la población susceptible, medidas de restricción de las interacciones que van y vienen de forma desigual a lo largo del tiempo en distintas poblaciones interconectadas, calidad y duración de la inmunidad que pueden ser diferentes en sectores de la población e incluso entre individuos, factores psicológicos que influyen en el nivel de interacciones de cada persona y que pueden cambiar a lo largo del tiempo…

Y a todo ello se añade, además, que la R0 tampoco es la constante universal de Planck. Es decir, es un número tentativo que se va calculando en función de una masa de datos recopilados a lo largo del brote epidémico. Pero a distintos datos, distinto resultado: para la COVID-19 se han calculado valores muy dispares entre 2 y 6, lo que situaría el HIT en un amplio rango entre el 50 y el 83%. Pero es que, además, si por ejemplo se calcula con los datos de cada país, los valores que se obtienen son también distintos, como lo es la situación en cada país. En julio de 2020 un estudio calculó valores estimados de R0 por países, dando como resultado cifras distintas entre 1 y más de 4, como reflejan estos mapas:

Mapas de estimaciones de R0 de COVID-19 por países. Imagen de Hilton y Keeling, PLOS Computational Biology 2020.

Mapas de estimaciones de R0 de COVID-19 por países. Imagen de Hilton y Keeling, PLOS Computational Biology 2020.

A esto habría que añadir otras variables que influyen en la expansión de una epidemia, como el parámetro de dispersión k, que mide si todos los contagiados contagian por igual… En resumen, el cálculo de HIT es una sobresimplificación de la realidad. Para los físicos, es aquello de «supongamos un caballo totalmente esférico y sin rozamiento». Pero no existen los caballos esféricos y sin rozamiento.

Por poner un ejemplo que creo es fácil de entender, todos sabemos que el agua se congela a 0 °C. Pero nadie se sentaría frente a un lago con un termómetro en la mano para ver cómo, en el momento en que la temperatura desciende de un grado a cero grados, lo que era un lago totalmente líquido se convierte de repente en un lago totalmente congelado. Sabemos que a 3 °C comienzan a formarse cristales de hielo; que solo comienza la congelación si se dan unas circunstancias determinadas, como materia sólida capaz de nuclear los cristales; que en ausencia de ella el agua pura puede seguir líquida hasta casi -50 °C; que depende también de la concentración de sales… Y, sobre todo (más sobre esto en el segundo problema), que la congelación no es uniforme ni instantánea, sino que tarda, se forma hielo en algún lugar, en otro se retrasa más… Del mismo modo, la inmunidad grupal tampoco es un todo o nada; no es un concepto binario.

Así, cuando el otro día se anunció que Reino Unido había alcanzado la inmunidad de grupo el 9 de abril de 2021, tal cual, a muchos científicos británicos se les atragantó el té con pastas. Un día concreto de la semana se puede alcanzar, no sé, un orgasmo, pero no la inmunidad de grupo. La ciudad brasileña de Manaos ha sido para muchos científicos el ejemplo de que la inmunidad de grupo es inalcanzable, ya que en la primera ola se infectaron dos terceras partes de su población y luego ha sufrido otras sucesivas oleadas como el resto del mundo. Madrid, que, no lo olvidemos, es (según el contador de la Universidad Johns Hopkins) la segunda región de Europa con más contagios totales después de Lombardía, y la número 35 del mundo solo superada por estados de EEUU, India y Brasil, todos ellos con una población mucho mayor que la madrileña, ha sido mencionada en varios estudios científicos como un posible ejemplo cercano a la inmunidad grupal; es evidente que no.

Lo cierto es que, en la práctica, el único cambio mágico que se opera cuando se alcanza el HIT es este: que pasa de haber más infectados que contagian a más de una persona que infectados que no contagian a nadie, a haber más infectados que no contagian a nadie que infectados que contagian a más de una persona (todo ello promediado, ya que los supercontagios son predominantes). Es simplemente un punto de inflexión. Pero una vez alcanzado ese punto de inflexión de la inmunidad de rebaño, si es que es posible alcanzarlo, no notaríamos nada diferente a lo que ya hemos visto en los descensos de las olas anteriores: los contagios seguirían produciéndose, con tendencia descendente, disminuyendo poco a poco.

Pero ¿cómo de poco a poco? Eso nos lleva al segundo problema.

Segundo problema: el overshoot

Esto es una consecuencia de todo lo anterior, pero merece una explicación aparte. Según lo dicho, la inmunidad de rebaño conseguiría que la curva de contagios comenzara a descender, en principio sin posibilidad de que volviera a subir.

Explico este «en principio», copiando lo que el científico de datos Dvir Aran explicaba a Nature. Supongamos que, a lo largo de los meses de oleadas sucesivas, Pepa tiene contacto habitual con otras x personas; esto representa su riesgo de exposición. Imaginemos que una vacuna tiene una eficacia del 90%, lo que reduce su riesgo a 0,1·x (con la salvedad de que la eficacia se refiere a los ensayos clínicos, no al mundo real). Pero imaginemos que de repente alguien anuncia que se ha alcanzado la inmunidad de grupo. Y engañada por una comprensión errónea de esta idea, Pepa comienza entonces a tener contacto habitual con 10 veces más personas que antes; su riesgo ahora será 10·0,1·x. Es decir, vuelta al principio.

Pero incluso sin considerar esto, entendamos: la curva de contagios comienza a descender. Pero es una frenada muy lenta; hay una larga distancia de frenado. Como la congelación que decíamos arriba, tampoco su efecto es instantáneo. Y mientras la curva continúa descendiendo, sigue habiendo infecciones y sigue muriendo gente. Así que la pregunta es: ¿cuánta población más se infecta hasta que la epidemia termina finalmente extinguiéndose? Este porcentaje de población que se infecta después de alcanzarse la inmunidad grupal es lo que se conoce como overshoot.

Y ¿cuánto es el overshoot? No he encontrado muchos estudios que se hayan atrevido a cuantificarlo, ya que una vez más es demasiado especulativo. Pero recientemente se ha publicado un estudio al respecto en Scientific Reports de Nature, que ya estaba colgado en un servidor de prepublicaciones de internet desde hace un año. Y por cierto, que cuenta entre sus firmantes con la física catalana Roser Valenti, de la Universidad Goethe de Frankfurt. Dice el estudio:

Como última nota, a veces hay una extendida confusión sobre el significado del punto de inmunidad de rebaño, que ocurre para un factor de infección de tres cuando se ha infectado el 66% de la población [aplíquese también a la vacunación, que aún no estaba disponible cuando se elaboró el estudio]. Más allá del punto de inmunidad de rebaño, el número de casos de infecciones permanece elevado durante un tiempo considerable. El brote se detiene por completo solo cuando se ha infectado el 94% de la población».

Es decir, que según la predicción del modelo de este estudio, el overshoot sería del 28%. O sea, que una vez alcanzada la inmunidad de rebaño en el 66%, hasta que la epidemia se detiene por completo aún se infecta (o debe vacunarse) un 28% más de la población, y la epidemia solo se detiene por completo cuando el 94% ya es inmune.

Esto es lo que a la gente le interesa: cuándo se acaba la epidemia. Y esto no ocurre con la inmunidad de rebaño, en el 60-70%, sino con la inmunidad de rebaño + el overshoot, en el 94%. Es decir, cuando casi toda la población ya es inmune. Y si ese 28% extra no se vacuna, ese 28% extra se contagiará.

Por todo ello, se entiende lo dicho al principio: la inmunidad grupal es un concepto teórico estadístico poblacional. Es útil para los epidemiólogos que tratan de controlar un brote, de cara a ajustar sus estrategias de vacunación con recursos limitados y cuando no todo el mundo quiere vacunarse. Pero no dice nada respecto al riesgo concreto de cada uno. No hará que estemos más seguros. No impedirá que los contagios sigan. No es cuando acabará la pandemia.

En resumen, para el público en general, el concepto de inmunidad de rebaño es tan útil como la constante de Planck. Lo que a la gente le interesa, se supone, es saber qué porcentaje de la población tiene que ser inmune para que podamos volver a la vida normal como era antes, sin mascarillas, sin distancia social, sin limitaciones en horarios, lugares o número de personas reunidas, haciendo lo que queramos, como, cuando y donde queramos. Y la respuesta, sin entrar siquiera en que aún no conocemos la duración de la inmunidad ni cuántas variantes del virus surgirán que escapen a ella, es que esto solo ocurrirá cuando cerca del 100% de la población sea inmune. Porque, hasta entonces, seguirá muriendo gente. Y, obviamente, cuando se trata de seres humanos no es aceptable sacrificar a unos cuantos por el bienestar general.