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¿Otra vida (alienígena) es posible? 1: Piedras pensantes y fantasmas

Como comencé a explicar ayer, una de las premisas que dan pie a la idea extendida de un universo rebosante de vida es que esta no tiene por qué ser algo ni remotamente parecido a lo que conocemos aquí en la Tierra. Puede ser tan extraña que incluso nos cueste reconocerla como vida, suele decirse. Y por lo tanto, las condiciones en las que podría prosperar pueden ser tan exóticas y ajenas a nuestro concepto de habitabilidad como se quiera: no hay límites.

Pero ¿es así?

La ciencia ficción dura, la de mayor contenido científico, ha jugueteado mucho con esta idea. Uno de los ejemplos más extremos podemos encontrarlo en la Saga de los Cheela, escrita en los años 80 por el físico estadounidense Robert L. Forward. En sus dos novelas Huevo del dragón y Estrellamoto, Forward creaba un mundo habitado sobre una estrella de neutrones; no cerca de, sino sobre. Difícilmente puede imaginarse un entorno más hostil para la vida que este, un astro cuya gravedad es 67.000 millones de veces más fuerte que la terrestre, con una atmósfera de vapor de hierro y donde la química se produce por la unión entre núcleos atómicos mediante fuerza nuclear fuerte en lugar de la interacción electromagnética de nuestros átomos.

En el mundo de Forward, comenzaba a surgir algo parecido a moléculas con capacidad autorreplicativa, para después dar origen a seres vivos: los cheela, una especie de diminutos discos de medio milímetro de grosor y cinco milímetros de diámetro que no solo reúnen todos los atributos de la vida, sino que además son inteligentes.

Las novelas de Forward fueron y siguen siendo muy apreciadas entre los aficionados a este subgénero duro. Pero aunque su propuesta de vida alienígena exótica resultara muy interesante como juego mental de astrofísica –Forward se inspiró, de hecho, en ideas del astrónomo Frank Drake, fundador de los proyectos SETI o Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre–, ¿realmente tiene algún sentido desde el punto de vista biológico?

Por el momento, dejemos aparte la cuestión de la inteligencia, obligatoria para que las novelas de Forward pudieran tener una trama, pero que obviamente no es un requisito para aceptar sus ficticias criaturas como seres vivos. Diminutos discos de hierro que se deslizan sobre su planeta, se reproducen y eventualmente desaparecen, ¿pueden calificarse como vida “tal como no la conocemos”?

Así llegamos al principal problema, y es cómo definir la vida. En la EGB, hoy Primaria, aprendíamos que seres vivos son los que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pero aunque se trate de una buena definición para la comprensión de un niño, no es científicamente válida. Como decía hace años un editorial en la revista Astrobiology Magazine de la NASA, hay cosas que nacen, crecen, se reproducen y mueren, y que no consideramos seres vivos. Un cristal nace, crece, puede reproducirse y eventualmente desaparecer, e incluso moverse en respuesta a estímulos. Pero es una piedra, no un ser vivo. ¿Qué hay de un programa de ordenador? ¿Un incendio forestal? Como notaba aquel artículo, la definición de la vida para un biólogo podría diferir mucho de la de un físico teórico.

Hoy seguimos sin tener una definición común y universalmente aceptada para distinguir lo que está vivo de lo que no. Es más: en aquel artículo, la filósofa Carol Cleland comentaba su entonces reciente estudio teórico en el que argumentaba que tratar de definir la vida es un error, ya que las definiciones nos informan solo sobre el significado de las palabras, y no sobre la naturaleza de lo que representan esas palabras en la realidad (el físico Richard Feynman decía algo parecido sobre la definición de “pájaro”). Según Cleland, lo que necesitamos no es una definición de la vida, sino una teoría general de los sistemas vivos.

Actualmente suele considerarse a algo un ser vivo cuando reúne atributos como crecimiento, metabolismo, homeostasis (regulación de su equilibrio interno), organización, reproducción, adaptación en respuesta a su entorno (lo que incluye evolución y selección natural) y respuesta a estímulos. Pero como hemos visto, cosas que claramente catalogamos como no vivas pueden mostrar algunas de estas funciones. Otras caminan en la frontera; por ejemplo, no hay unanimidad sobre si los virus son o no seres vivos.

Pero con todo lo valiosos y sólidos que resultan argumentos como el de Cleland, lo cierto es que tal vez llegue algún día en que necesitemos una definición concreta de la vida para juzgar si algo hallado en otro planeta puede o no considerarse vivo.

Hace algo más de dos décadas surgió una controversia sobre ciertos restos encontrados en un meteorito marciano. Algunos científicos defendían que eran microfósiles de bacterias, mientras que para otros se trataba simplemente de estructuras de origen geológico. El debate nunca terminó de resolverse, aunque generalmente se acepta que las pruebas eran insuficientes para certificar el hallazgo de microfósiles marcianos (y por cierto, este mismo año se ha reavivado la discusión con otro caso similar).

Estructuras propuestas como microfósiles en el meteorito marciano ALH84001. Imagen de NASA.

Estructuras propuestas como microfósiles en el meteorito marciano ALH84001. Imagen de NASA.

Pero como en aquel genial sketch de Monty Python del ex-loro, nadie discutía entonces si aquellos depósitos estaban o no vivos ahora; la discusión estribaba en si en otro tiempo habían representado seres vivos. No había la menor duda de que hoy son piedras. Incluso sin una definición adecuada de la vida, no hay discusión sobre la distinción entre una piedra y un ser vivo. Si algún día llega a descubrirse en otro planeta algo sobre lo cual un estudio profundo y riguroso deje a los científicos con la duda de si es una piedra o un ser vivo, probablemente se trate de lo primero. Podrá ser un fenómeno geológicamente interesante, pero no será biológicamente interesante.

Y si sobre una estrella de neutrones existieran diminutos discos de hierro que nacen, crecen, se reproducen y mueren, probablemente los consideraríamos piedras, no seres vivos, tal como los cristales de nuestras cuevas. Así pues, si en un entorno inimaginablemente hostil llegara a encontrarse algo inimaginablemente raro que llegara a proponerse como vida radicalmente diferente a la que conocemos hasta ser irreconocible como tal, lo mínimo que puede aventurarse es que para muchos científicos simplemente no sería vida, sino alguna clase de interesante fenómeno físico-químico.

Cristales gigantes de yeso en la cueva de Naica, en México. Imagen de Alexander Van Driessche / Wikipedia.

Cristales gigantes de yeso en la cueva de Naica, en México. Imagen de Alexander Van Driessche / Wikipedia.

Pero no olvidemos un detalle, y es que los Cheela de Forward eran inteligentes. En realidad, todo el argumento de las novelas se sustenta en el hecho de que aquellos seres alienígenas pensaban; de este modo nadie dudaría de que están vivos. Pero aquí es donde Forward abandona la ciencia ficción para entrar en el reino de la fantasía: una pastilla de hierro no puede pensar. No existe nada en la biología que pueda sustentar semejante idea; la biología también tiene sus límites, como la física y la química de las que deriva. Y si un físico tuerce el gesto cuando los personajes de Star Wars se sienten grávidos a bordo del Halcón Milenario, porque la física no funciona así, un biólogo lo tuerce ante la idea de piedras que piensan, porque la biología no funciona así.

Pero con las piedras pensantes no se cierra el capítulo de las propuestas fantasiosas sobre vida extrema radicalmente distinta a como la conocemos. Otro caso frecuente en la ciencia ficción ha sido tratado por autores tan serios como Arthur C. Clarke: los seres no materiales, formados por una especie de energía que chorrea y se mueve a voluntad por el universo.

Pero en la Tierra ya tenemos una palabra para eso: fantasmas. Y dado que hasta ahora nadie ha logrado presentar pruebas fehacientes de su existencia –y no será porque muchos no lo hayan intentado–, algunos preferimos ceñirnos a aquella idea de Carl Sagan, quien aseguraba no tener manera posible de demostrar que en su garaje no se escondía un dragón invisible e indetectable.

Aparte de todo lo anterior, existe otra segunda visión sobre la vida alienígena “tal como no la conocemos”, una menos extrema y con los pies más en el suelo: la que propone bioquímicas alternativas a la nuestra, como los seres vivos basados en el silicio en lugar del carbono. ¿Tiene esto algo más de sentido biológico? Mañana seguimos.

El inglés y la ciencia se suman al lenguaje inclusivo de género

En estos días se habla de modificar la Constitución para que su lenguaje se refiera de forma específica a hombres y mujeres, en lugar de regirse por el genérico masculino como mandan los cánones clásicos de la lengua castellana. Como intuirán o sabrán, este no es un blog lingüístico, sino de ciencia; y además, si algo sobra en este debate, es una opinión más.

Pero tratándose de un asunto que concierne a quienes manejamos el lenguaje como profesión, creo que es útil aportar datos que puedan servir para que al menos los conozcan quienes deberían conocerlos. Por lo tanto, no vengo a opinar, sino a contar dos hechos que deberían ampliar el foco de una cuestión en la que la postura de cada cual parece depender de su bandera política, como si no existiera mundo más allá de esa rueda de hámster de las siglas partidistas españolas.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

El primer hecho es evidente, pero no está de más recordarlo de vez en cuando: al contrario que la física, la química o la biología, materias como la lengua o las leyes son construcciones humanas, diferentes en cada grupo humano. Y por lo tanto, pueden cambiarse a voluntad si ese grupo así lo decide. Cuando la RAE dicta que «este tipo de desdoblamientos [los niños y las niñas, los ciudadanos y las ciudadanas] son artificiosos e innecesarios desde el punto de vista lingüístico», eso sí es una opinión; basada en considerar que el grupo es la RAE, y no las personas que utilizan la lengua. Por lo tanto, defender que todo quede como está es tan válido como defender que todo cambie, y la única cortapisa a esto último que puede alegar ese grupo selecto que se arroga el derecho exclusivo a decidir qué es artificioso e innecesario es, como decía el académico José Manuel Blecua, que se trata de «una falta de respeto» o de «una moda».

El segundo hecho que saca el asunto de esa rueda de hámster es que la tendencia y el debate sobre el lenguaje inclusivo no son solo algo nuestro, sino que llevan ya años de rodaje en otros países con otras lenguas. Vengo a contar el caso del inglés. Una gran parte de mi trabajo consiste en leer, y prácticamente la totalidad de lo que leo está escrito en inglés, tanto los estudios científicos como los emails que intercambio con la comunidad investigadora.

Desde hace unos años viene llamándome la atención que parece existir una creciente tendencia hacia el uso del femenino como genérico en inglés. En este idioma se da la peculiaridad de que los sustantivos no tienen género, pero es en los pronombres en tercera persona donde aparecen las diferencias: he/his/him/himself para él, she/her/herself/hers para ella. Y es aquí donde se ha centrado la discusión. En inglés, como en castellano, existía la costumbre tradicional de utilizar el masculino como genérico: así como en castellano suele decirse «un científico debe ceñirse a sus pruebas», utilizando el masculino como genérico en el sustantivo, en inglés se dice «a scientist must stick to his evidence«; «scientist» no tiene género, pero este se introduce en el pronombre «his«, dando por hecho que el científico es un hombre.

Pues bien, lo que he notado desde hace años es que muchas personas dedicadas a la ciencia y periodistas que escriben sobre ciencia –no significa que no ocurra en otros ámbitos, pero hablo solo del que conozco– han pasado a utilizar el femenino como genérico: «a scientist must stick to her evidence«, o «a child builds her brain during the first years of life«, «una niña construye su cerebro durante sus primeros años de vida».

Intrigado por esta tendencia, en su día me preocupé de indagar un poco en ello, y en efecto me confirmaron que el uso de los pronombres genéricos ha sido materia de debate en la comunidad angloparlante desde hace años. Para tratar de desmasculinizar el lenguaje, hay dos corrientes principales. Una de ellas aboga por usar como genérico they/them/their/theirs/themselves (que engloba por igual a ellos y a ellas), un uso que también es tradicional en inglés: «a scientist must stick to their evidence«, o «a child builds their brain during the first years of life«. Sin embargo, una segunda corriente prefiere usar el femenino como manifestación expresa de la necesidad de compensar la tradicional masculinización del lenguaje.

Para tomar el pulso a estos usos del lenguaje, en 2012 dos investigadoras y un investigador (seamos precisos) de la Universidad Estatal de San Diego y la Universidad de Georgia (EEUU) publicaron un estudio en el que analizaron el uso de pronombres personales masculinos y femeninos en 1,2 millones de libros en inglés publicados entre 1900 y 2008. El estudio descubría que existe una «brecha de género en los pronombres», un uso mucho mayor de los masculinos, pero que viene reduciéndose desde los años 70: de 4,5 pronombres masculinos por cada uno femenino hasta los 60, se ha pasado a solo 2 masculinos por cada femenino en 2008.

El estudio no se fijaba específicamente en el uso de los pronombres como genéricos, por lo que es de suponer que esta evolución refleja sobre todo un aumento del número de personajes femeninos en la literatura. Pero incluso en este caso, el cambio es notable: según el estudio, «la proporción de pronombres de género se correlaciona significativamente con los indicadores del estatus de las mujeres en EEUU, como el nivel educativo, la participación laboral y la edad en el matrimonio, así como la asertividad de las mujeres». A lo largo del periodo histórico analizado, «los libros usan relativamente más pronombres femeninos cuando el estatus de las mujeres es más alto, y menos cuando es más bajo».

Imagen de Idaho National Laboratory / Flickr / CC.

Imagen de Idaho National Laboratory / Flickr / CC.

Pero además de las dos corrientes principales citadas arriba, hay una tercera que defiende la invención de nuevos pronombres inclusivos como s/he o han, que engloban a he y she. Y no solo el idioma inglés ha explorado esta opción: en 2015 el diccionario oficial de la lengua sueca introdujo el nuevo pronombre neutro hen, como alternativa a los tradicionales han (él) y hon (ella).

Quien considere que este tipo de recursos son simplemente –citando a la RAE– «artificiosos» o «innecesarios» está olvidando un aspecto fundamental. La lengua sueca no ha introducido hen para sustituir a han cuando se habla de un hombre o a hon cuando se refiere a una mujer, sino para su uso en aquellos casos en los que el género de una persona sea irrelevante (como en los genéricos) o cuando no se corresponda nítidamente con lo masculino o lo femenino. Como hoy sabe cualquiera que no prefiera ignorarlo deliberadamente (y ya he explicado aquí la ciencia de ello en artículos como este), muchas personas no se identifican con su sexo cromosómico sino con el opuesto, o con ninguno de los dos, o incluso no tienen un sexo cromosómico definido (por ejemplo, las personas XXY).

De hecho, esta necesidad de que la lengua sea más inclusiva con todas las personas con independencia de su identidad de género es la que ha llevado a la comunidad angloparlante a otra tendencia en aumento, y es que cada persona defina sus propios pronombres: desde 2015, una institución tan escasamente frívola como la Universidad de Harvard incluye en sus formularios de matrícula el siguiente epígrafe: «Feel free to pick a pronoun on this form [elija su pronombre en este formulario]: He. She. Ze. E. They«, dando así la opción a sus estudiantes para que escojan un pronombre de género o uno de los neutros ze, e o they. Otras universidades estadounidenses siguen iniciativas similares.

Y todo ello porque, con independencia de lo que la RAE considere una falta de respeto, lo que la inmensa mayoría de la gente sí considera una falta de respecto es que la traten con pronombres diferentes a los suyos. Claro que mientras el Diccionario Panhispánico de Dudas de la RAE, en su entrada «género«, continúe afirmando que este se corresponde «con la distinción biológica de sexos», parece evidente que aquí aún estamos a años luz no ya de recorrer este camino, sino de dar el primer paso.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (II)

Ayer conté aquí que hoy existen parientes vivos por línea materna de Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, y que por tanto el ADN mitocondrial de estos familiares serviría de patrón de comparación para estudiar si los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne (Francia) son los del escritor.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Pero ¿qué posibilidades habría de recuperar ADN mitocondrial viable de la tumba de Carqueiranne? Siempre que los restos del aviador desconocido no fueran incinerados, es posible que aún quede algún fragmento de hueso o algún diente que pudieran servir para la identificación. Una dificultad añadida es que probablemente el cuerpo se enterró junto a otros, ya que se trataba de una fosa común; en este caso un resultado positivo sería una confirmación, mientras que uno negativo no refutaría la posibilidad de que St-Ex fuera enterrado allí, ya que los restos analizados podrían ser los de otro cadáver sepultado en la misma tumba.

Respecto a la posibilidad de que quede algún fragmento del que pueda extraerse material, hay precedentes en los que se ha logrado rescatar y analizar ADN mitocondrial de restos aún más antiguos y conservados en condiciones parecidas. Uno de los casos más notables es el del «niño desconocido» del Titanic, el cadáver de un bebé que se recuperó del mar a los pocos días del naufragio y que fue enterrado en Halifax (Canadá), donde permaneció sin identificar hasta hace solo unos años.

Aunque el clima en Halifax es más frío que en el sur de Francia, lo que favorece la conservación, en su contra tenía el hallarse en una zona permeada por aguas subterráneas, que en combinación con los ácidos del suelo disolvieron la mayor parte de los restos. Cuando se abrió la tumba en 2001, se recuperaron tres piezas dentales y un fragmento de 6 centímetros de un hueso del brazo, suficiente material para extraer ADN mitocondrial que llevó a la identificación del niño como Sidney Leslie Goodwin, un bebé inglés de 19 meses (este estudio rectificaba un análisis anterior que resultó erróneo).

El "niño desconocido" del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

El «niño desconocido» del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

Por lo tanto, es posible que a pesar del tiempo transcurrido aún quede algún fragmento recuperable en la tumba de Carqueiranne que permitiera un análisis de ADN mitocondrial. Pero si persistiera algún resto, incluso no sería descartable que pudiera además extraerse algo de ADN nuclear. En 2013, un estudio estableció un protocolo para extraer y secuenciar ADN cromosómico de restos sumergidos en agua de mar durante ocho meses, a pesar de que el material se encontraba altamente degradado y con un número de copias muy escaso. Incluso en algún caso se ha logrado un análisis de ADN nuclear de restos hallados en el mar después de 10 años; concretamente, huesos del pie en una bota de goma.

Si pudiera extraerse algo de ADN nuclear, quizá podría compararse con los parientes vivos actuales, pero de esas secuencias también podría obtenerse información complementaria de cara a una identificación. Por ejemplo, hoy los genetistas tienen localizadas ciertas regiones del genoma que pueden relacionarse con rasgos físicos como el color del pelo o de los ojos.

Es más, el análisis de los restos antiguos hoy tampoco se limita al ADN, sino que el estudio de los isótopos (variantes concretas de los átomos) presentes en huesos y dientes puede revelar pistas que no bastan para una identificación, pero que pueden servir como indicios adicionales. Los isótopos presentes en el esmalte dental, que se forma durante la infancia, permiten conocer detalles sobre el lugar geográfico donde se crió el personaje y cuál era su dieta predominante durante sus primeros años de vida, mientras que los huesos desvelan datos sobre ubicación y alimentación también en la edad adulta, ya que el tejido óseo se renueva a lo largo de la vida.

Un ejemplo brillante del uso de estas técnicas fue la investigación que en 2014 llevó a la identificación de los huesos del rey inglés Ricardo III, que vivió en el siglo XV y cuyos restos yacían bajo un aparcamiento en Leicester. Gracias al análisis de isótopos los investigadores pudieron saber que el personaje allí enterrado se crió en Northamptonshire, que a los siete años había emigrado hacia el oeste del país y que en sus últimos años bebía mucho vino y comía sobre todo peces de río y aves de caza. Estos detalles cuadraban con los datos históricos, lo que sirvió para confirmar los resultados de las pruebas de ADN.

Claro que, para que todo esto pueda hacerse, es necesario que alguien esté interesado, y no parece que sea el caso: hasta donde he podido saber, no ha existido siquiera una insinuación de practicar un análisis a los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne. Aún más, y como conté hace unos días, parece que en varias ocasiones los herederos de Saint-Exupéry han tratado de boicotear las investigaciones encaminadas a esclarecer el misterio de su desaparición en el mar. En primer lugar trataron de desacreditar al pescador que halló la pulsera del escritor, y posteriormente lograron bloquear durante años el examen de los restos del avión.

¿Cuál es el motivo de esta oposición? En 2004, tras el hallazgo de los restos del avión en el Mediterráneo, uno de los buceadores que participaron en la operación dijo a la agencia France Press: «no había una hélice doblada ni agujeros de bala… Viendo los fragmentos, pensamos en una hipótesis de una caída casi vertical a alta velocidad. Pero es solo una conjetura».

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

La teoría principal hasta entonces proponía que el avión de St-Ex, un aparato de reconocimiento sin armas, había sido abatido por un caza alemán. Por ello, en 1948 sus herederos obtuvieron para el escritor el reconocimiento legal de Mort pour la France, muerto por Francia. Sin embargo, a raíz de las pruebas halladas en 2004, cobró fuerza la hipótesis de que St-Ex había decidido poner fin a su vida, una idea defendida por el historiador de la aviación Bernard Mark.

Deprimido por los problemas con su esposa, las deudas y las falsas acusaciones de colaboracionismo con los nazis, bebía en exceso, y «ocho días antes de su última misión había dado pistas de que pensaba en el suicidio», dijo Mark. La noche antes de aquel vuelo final no durmió. Había dejado sus papeles en orden, había regalado su máquina de escribir y su juego de ajedrez, y había escrito sobre su indiferencia hacia la vida. Cuando el comandante de su escuadrilla supo aquella mañana que había partido, reprendió al personal de tierra: «¿Por qué diablos le habéis dejado volar?».

A raíz de todo aquel revuelo, un sobrino del escritor, Jean d’Agay, dijo que «las leyendas como Saint-Exupéry no deberían tocarse». Al parecer, incomodaba la posibilidad de que la reputación del héroe quedara deteriorada. Para dar carpetazo al asunto, el gobierno francés se adhirió a la hipótesis de que St-Ex había caído al mar debido al agotamiento del suministro de oxígeno, una idea sin prueba alguna.

Pero la historia dio un curioso giro en 2008, cuando un expiloto de la Luftwaffe alemana llamado Horst Rippert dio un paso al frente afirmando que él había derribado a St-Ex aquel 31 de julio de 1944. La historia de Rippert fue entonces cuestionada por la prensa francesa. Sin embargo, en octubre del pasado año se publicaba el libro Saint-Exupéry, révélations sur sa disparition, en el que Luc Vanrell (el buceador que encontró los restos del avión) y tres colaboradores dicen presentar pruebas de que Rippert abatió el aparato del escritor. Los autores explican la ausencia de agujeros de proyectil alegando que la parte del avión que recibió los balazos no se ha conservado.

¿Caso resuelto? Tal vez. O tal vez no. Al menos el libro quizá contribuya a que la leyenda no se toque, como deseaba Jean d’Agay. Evidentemente, una eventual identificación de los restos de Carqueiranne no aportaría nada respecto a si St-Ex fue abatido o se suicidó, pero removería un pasado que algunos prefieren dejar como está.

Sin embargo, llama la atención que uno de los firmantes del nuevo libro sea François d’Agay, otro sobrino del escritor. A esto se le pueden poner muchos nombres, pero el más aséptico de ellos es «conflicto de intereses». Aunque solo sea por el hecho de que, cuando a un artista se le concede la designación de Mort pour la France, sus herederos reciben una extensión de copyright de 30 años para sus obras en Francia. Lo que, sumado a los 70 años habituales, aún les deja a los d’Agay un par de décadas por delante para seguir percibiendo derechos por las ventas de El principito y por el uso del personaje en su país.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (I)

Como conté hace unos días, en el cementerio de Carqueiranne (Francia) reposan los restos de un aviador desconocido que apareció muerto en la costa unos días después de la desaparición en vuelo del escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry. ¿Sería posible averiguar si aquel cuerpo era el del autor de El principito?

Y en primer lugar, ¿a alguien le importa? Las actitudes con respecto a esto son diversas: para algunos, más aferrados a una mentalidad tradicional, el análisis de los restos humanos es una quiebra del respeto al difunto, mientras otros opinan que precisamente el respeto a la persona fallecida exige la identificación de su cadáver por los medios técnicos disponibles.

En cualquier caso y como explicaré mañana, es improbable que alguien vaya a promover el examen de los restos de Carqueiranne. Y tal vez ni siquiera quede nada que analizar. Pero si lo hubiera, ¿sería posible practicar una prueba de ADN después de tantas décadas? ¿Habría alguien con quien compararla?

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Hoy los expertos en ADN antiguo son capaces de recuperar material legible de miles de años, o incluso cientos de miles de años. Pero los científicos especializados en este campo suelen coincidir en dos cosas: una, que el éxito del test no depende tanto de la edad de las muestras como de su estado de conservación; las muestras más antiguas de ADN que han podido secuenciarse se extrajeron de cadáveres conservados en suelos congelados o de huesos encontrados en cuevas frescas y secas.

En el caso de St-Ex, como se le conoce en Francia, un cuerpo que flotó en el mar durante varios días y después permaneció enterrado durante más de siete décadas, con un traslado de restos incluido, no es desde luego la fuente óptima para obtener una muestra viable. Pero la segunda cosa en la que coinciden los expertos es: hasta que no se intenta, no se sabe si será posible; y si no se intenta, nunca se sabrá.

Una breve explicación sobre los test genéticos. Nuestras células contienen ADN en dos lugares distintos. Por un lado, el núcleo celular alberga los cromosomas que heredamos de nuestros progenitores, 22 del padre y 22 de la madre (llamados autosomas), y un par de cromosomas sexuales; XX en las mujeres, XY en los hombres.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Los test genéticos clásicos, inventados en los años 80 por el británico Alec Jeffreys y que se han empleado desde entonces para las pruebas de paternidad y los estudios forenses, se basan en el análisis de ciertas regiones de los autosomas –llamadas microsatélites– que varían en distintas personas, y que son muy diferentes entre los sujetos no emparentados. Pero este método, llamado Huella Genética o DNA Fingerprinting, es poco útil cuando se trata de muestras antiguas; en los espermatozoides y los óvulos, los pares de cromosomas paterno-materno se intercambian fragmentos entre sí, por lo que la huella genética de una persona se va diluyendo en las generaciones sucesivas.

En cambio, esto no sucede con el cromosoma sexual masculino Y, que no tiene pareja y por tanto no intercambia fragmentos con otro. Por ello, este cromosoma suele servir como referencia válida para comprobar el parentesco incluso entre dos personas separadas por muchas generaciones. Pero para que este análisis sea posible, es necesario que esas dos personas compartan el mismo cromosoma Y. Dado que este se hereda de padre a hijos varones, se incluyen en este caso los hermanos y sus ascendientes y descendientes por línea paterna masculina.

St-Ex no tuvo hijos, y su único hermano varón, François, murió a los 15 años; por cierto, sirviendo de inspiración para el personaje del principito. Para comprobar si existe hoy algún patrón de comparación del cromosoma Y sería necesario estudiar si queda algún otro descendiente masculino de sus ancestros por línea paterna; básicamente se trataría de buscar a algún pariente varón que hoy lleve el Saint-Exupéry como primer apellido. De lo contrario, si no existe, el cromosoma Y del escritor se habría extinguido con él, por lo que no habría hoy ningún familiar que sirviera como patrón de comparación.

De todos modos, la mayor dificultad con el ADN antiguo es recuperar muestras viables de los cromosomas nucleares, ya que solo hay una copia por cada célula y el material genético tiende a degradarse con el tiempo. En cambio, la probabilidad de obtener una muestra válida aumenta enormemente con el segundo lugar de nuestras células que alberga ADN, las mitocondrias.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Las mitocondrias son las pilas de la célula. Son los orgánulos que proporcionan la energía necesaria para todos los procesos celulares. Hoy se piensa que originalmente, hace miles de millones de años, eran bacterias de vida libre, que en algún momento se fusionaron con otras células para vivir en simbiosis, aportando energía y recibiendo cobijo a cambio. Como herencia de aquel pasado independiente, las mitocondrias conservan su propio ADN, que sirve para producir componentes de consumo propio. Dado que cada célula contiene cientos o incluso miles de mitocondrias, y que cada una de ellas lleva entre 2 y 10 copias de su ADN, esto significa cientos o miles de copias del ADN mitocondrial en una sola célula, lo que mejora inmensamente las perspectivas de conseguir una muestra analizable.

Sin embargo, como ocurre con el cromosoma Y, el ADN mitocondrial tampoco sirve para estudiar el parentesco entre dos personas cualesquiera, sino que deben estar relacionadas por las reglas de la herencia de este material genético. Cuando un espermatozoide fecunda un óvulo, del primero solo se conserva el núcleo, mientras que el segundo aporta la mayor parte de las estructuras celulares. Por lo tanto, hombres y mujeres llevamos el ADN mitocondrial de nuestra madre. Así, para que este genoma secundario confirme el parentesco entre dos personas, es necesario que ambas estén relacionadas por línea materna.

St-Ex tuvo tres hermanas, Marie-Madeleine, Simone y Gabrielle, con quienes compartía el ADN mitocondrial de su madre. Que yo haya podido encontrar, al menos una de ellas, Gabrielle, tuvo dos hijas, Marie Magdeleine y Mireille, y estas a su vez han tenido un total de cinco hijas (además de algún varón que, de seguir vivo, llevaría también el mismo ADN mitocondrial), por lo que parece que el ADN mitocondrial del escritor sigue vivo y que por tanto en este caso sí habría un patrón de comparación.

(Continuará mañana)

Qué fue de Antoine de Saint-Exupéry… y de sus posibles restos

Parecería aquí que estoy invadiendo el terreno de mi vecina de blog Jessica Gómez, que en Qué fue de… todos los demás nos actualiza el paradero de todos aquellos ídolos desvanecidos. Pero siendo este un blog de ciencia, y tratándose de un personaje desaparecido hace 74 años, ya imaginarán que la cosa va a ir más bien de algo mucho menos agradable; a saber, identificación de restos mortales.

Antoine de Saint-Exupéry en Toulouse en 1933. Imagen de NYT / AFP / WIkipedia.

Antoine de Saint-Exupéry en Toulouse en 1933. Imagen de NYT / AFP / WIkipedia.

Ayer les traía aquí el recuerdo de Antoine de Saint-Exupéry, autor de El principito, ese cuento que ha sido la referencia infantil más imborrable para muchos de nosotros, y ese entre muy pocos que uno puede seguir leyendo bajo el peso de las canas y continuar preguntándose cómo uno había sido tan imbécil de no haberse dado cuenta antes de tal o cual detalle.

El principito es un cuento monstruoso en el sentido número 2 del DRAE, «excesivamente grande o extraordinario en cualquier línea». En cualquiera. Es el hallazgo de una vida, es el relato que muchos de los que escribimos hubiéramos querido escribir, y por el cual cambiaríamos todo lo que hemos escrito. Pero solo hubo un Saint-Exupéry, y solo hubo un principito. Y es por ello que, cuando el 31 de julio de 1944 el también aviador despegó en un Lockheed P-38 Lightning para nunca regresar, la conmoción rodeó el planeta.

Curiosamente, fueron sus trabajos anteriores los que le elevaron a la fama; El Principito se había publicado ya en EEUU, pero no en la Francia ocupada. Con la resonancia de su obra más conocida y el misterio que rodeó su prematura desaparición, Saint-Exupéry ascendió a la categoría de héroe nacional en su país.

Durante décadas, el último vuelo del escritor fue un enigma insondable. Hasta que en 1998 el pescador Jean-Claude Bianco hizo una captura rutilante: una pulsera identificativa de plata que llevaba el nombre del autor, de su mujer y de su editorial en EEUU. La autenticidad de la pieza fue cuestionada, y aquí entra en escena una parte determinante en la historia que sigue: los herederos de Saint-Exupéry, que llegaron a acusar a Bianco de fraude.

Pero la controversia se extinguiría pocos años después. Luc Vanrell había oído hablar a su padre de los restos de un avión cerca de las coordenadas donde Bianco había encontrado la pulsera. En 2000 se calzó el traje de buceo y documentó decenas de pecios de aeronaves en la zona hasta dar con lo que era inequívocamente un P-38. Cándidamente, Vanrell pensaba que la autorización para investigar los vestigios llegaría con facilidad y urgencia ante la posible resolución de un episodio histórico de tal magnitud. Pero se equivocó. El gobierno francés tardó tres años en conceder el permiso, y solo lo hizo cuando otros equipos y cámaras de televisión comenzaron a merodear por el yacimiento.

La causa de este bloqueo fue, una vez más, la influencia de la poderosa familia de Saint-Exupéry. Pero cuando en 2003 los restos del avión fueron por fin examinados y recuperados, pudo confirmarse inequívocamente que aquel era el P-38 que Saint-Exupéry pilotaba el último día de julio del 44.

La pulsera de Saint-Exupéry, hallada en 1998. Imagen de Fredriga / Wikipedia.

La pulsera de Saint-Exupéry, hallada en 1998. Imagen de Fredriga / Wikipedia.

Por fin se rellenaba una página histórica en blanco, pero los nuevos datos podrían llevar a otra revelación aún más sensacional. La ubicación de aquellos hallazgos cerca de la costa de Marsella rescató de la memoria un suceso que en su momento apenas llamó la atención. A los pocos días de la desaparición de Saint-Exupéry, las olas dejaron en la costa un cadáver imposible de identificar, vestido con uniforme de vuelo francés. Aquel aviador anónimo fue enterrado en una fosa común en la localidad de Carqueiranne. Por entonces una mujer dijo también haber presenciado la caída al mar de un aeroplano.

¿Sería aquel cuerpo el de Saint-Exupéry? Al parecer, en su día el sepulturero de Carqueiranne y el guarda del cementerio describieron que el cadáver, con graves lesiones en la cabeza y en las piernas, poseía una corpulencia que se correspondía con la del escritor. En los años 60 los restos de la fosa común se reubicaron, pero según parece aún están localizados. Es posible que quede poco o nada de ellos. Pero siempre que los restos no fueran incinerados y que aún persista algún fragmento, una posible identificación no sería en principio del todo descartable, incluso aunque se hayan mezclado con los de otras personas.

¿Por qué entonces no se ha intentado, o ni siquiera se ha planteado la posibilidad? Hoy existen tecnologías cada vez más potentes para la identificación de los restos antiguos. Gracias a estas herramientas, muchas personas pueden llegar a saber qué fue de sus parientes desaparecidos, como en el caso de aquellos que perdieron a sus familiares en la Guerra Civil.

En el caso de figuras de relevancia histórica, solventar las dudas sobre la atribución de restos mortales tiene un evidente interés público, algo que solo se cuestiona en países como el nuestro con mayor tradición religiosa que científica (como conté aquí hace tres años a propósito del análisis de los restos de Cervantes, un proyecto al que se opuso incluso algún académico cavernícola). Y para muchas personas que admiran la obra de Saint-Exupéry, visitar el lugar donde yacen sus restos sería una experiencia sensible. Los humanos somos así; nos gustan estas cosas.

En resumen, ¿qué posibilidades habría de determinar si aquel aviador desconocido enterrado en Carqueiranne era el autor de El principito? Mañana lo contamos. Y también por qué, incluso aunque un análisis genético o bioquímico fuera posible, es improbable que nunca llegue a hacerse. Y la respuesta a esto último podría estar en los mismos motivos por los cuales los herederos del escritor parecen haber hecho lo imposible por obstaculizar las investigaciones sobre su muerte.

¿Por qué invadir otro planeta, si se puede ‘teleinvadir’?

Dado que no tengo plan de escribir próximamente ninguna historia de ciencia ficción (mi Tulipanes de Marte era una novela con ciencia ficción, no de ciencia ficción), de vez en cuando dejo caer aquí alguna idea por si a alguien le apetece explorarla.

Tampoco pretendo colgarme ninguna medalla a la originalidad, dado que en general es difícil encontrar algo nuevo bajo el sol, o cualquier otra estrella bajo la cual haya alguien, si es que hay alguien bajo otra estrella. Imagino que ya se habrán escrito historias que no recuerdo o no conozco, y que plantean este enfoque. Pero en general, las ficciones sobre invasiones alienígenas se basan en la presencia física de los invasores en el territorio de los invadidos.

¿Por qué unos alienígenas sumamente avanzados iban a tomarse la molestia, poniendo en riesgo incluso sus propias vidas, de invadir ellos mismos?

Imagen de 'Mars Attacks!' (1996), de Tim Burton. Warner Bros.

Imagen de ‘Mars Attacks!’ (1996), de Tim Burton. Warner Bros.

Futurólogos como Ray Kurzweil pronostican un mañana en que los humanos cargaremos nuestras mentes en máquinas, llámense internet o la nube, y podremos alcanzar la inmortalidad prescindiendo de nuestros cuerpos biológicos. Descontando el hecho de que sería una inmortalidad insoportablemente aburrida, y de que los biólogos nos quedaríamos sin tarea, lo cierto es que hoy son muchos los investigadores en inteligencia artificial que trabajan inspirados por este horizonte. Así que sus razones tendrán.

Imaginemos una civilización que ha alcanzado semejante nivel de desarrollo. ¿No sería lógico que evitaran el riesgo de mancharse las manos (o sus apéndices equivalentes) con una invasión presencial, y que en su lugar teleinvadieran, sirviéndose de máquinas controladas a distancia o capaces de razonar y actuar de forma autónoma?

Una buena razón para ello aparecía ya en la novela que comenzó a popularizar el género en 1897. En La guerra de los mundos de H. G. Wells, los marcianos llegaban a la Tierra a bordo de sus naves, un esquema copiado después una y otra vez. La última versión para el cine, la que dirigió Spielberg en 2005, aportaba una interesante variación: las máquinas de guerra ya estaban presentes en la Tierra desde tiempos antiguos. Pero también en este caso, sus creadores se desplazaban hasta nuestro planeta para pilotarlas.

Como biólogo que era, Wells resolvió la historia con un desenlace científico genial para su época. Aunque el concepto de inmunidad venía circulando desde antiguo, no fue hasta finales del XIX cuando Pasteur y Koch le dieron forma moderna. Wells tiró de esta ciencia entonces innovadora para matar a sus marcianos por una infección de bacterias terrestres, contra las cuales los invasores no estaban inmunizados. La idea era enormemente avanzada en tiempos de Wells, y si hoy parece casi obvia, no olvidemos que prácticamente todas las ficciones actuales sobre alienígenas la pasan por alto (una razón más que hace biológicamente implausibles la mayoría de las películas de ciencia ficción).

Marciano moribundo en 'La guerra de los mundos' (2005). Imagen de Paramount Pictures.

Marciano moribundo en ‘La guerra de los mundos’ (2005). Imagen de Paramount Pictures.

Así, cualquier especie alienígena invasora preferiría evitar riesgos como el de servir de comida a una legión de microbios extraños y agresivos, lo que refuerza la opción de la teleinvasión. Pero hay una limitación para esta idea: la distancia a la que se puede teleinvadir.

Dado que la velocidad máxima de las transmisiones es la de la luz, una teleinvasión en tiempo real obligaría a los alienígenas a acercarse lo más posible a la Tierra. Ya a la distancia de la Luna, una transmisión de ida y vuelta requiere 2,6 segundos, un tiempo de reacción demasiado largo. Probablemente les interesaría mantenerse en una órbita lo suficientemente alejada para evitar una respuesta de la Tierra en forma de misiles.

Y lo mismo que sirve para una invasión alienígena, podría aplicarse a la visita humana a otros mundos. Precisamente esta telepresencia es el motivo de un artículo que hoy publica la revista Science Robotics, y cuyos autores proponen esta estrategia para explorar Marte. Naturalmente, esta ha sido hasta ahora la fórmula utilizada en todas las misiones marcianas. Pero el retraso en las comunicaciones entre la Tierra y su vecino, que oscila entre 5 y 40 minutos según las posiciones de ambos planetas en sus órbitas, impide que los controladores de la misión puedan operar los robots en tiempo real.

Los autores proponen situar un hábitat no en la superficie marciana, sino en la órbita, lo que reduciría los costes de la misión y los riesgos para sus tripulantes. Los astronautas de esta estación espacial marciana podrían controlar al mismo tiempo un gran número de robots en la superficie, que les ofrecerían visión y capacidad de acción inmediatas, casi como si ellos mismos estuvieran pisando Marte. Las posibilidades son casi infinitas, por ejemplo de cara a la ejecución de experimentos biológicos destinados a buscar rastros de vida pasada o presente. Los autores apuntan que ya hay un grupo en el Instituto Keck de Estudios Espaciales dedicado a evaluar la teleexploración de Marte.

Concepto para una exploración de Marte por telepresencia desde un hábitat en órbita. Imagen de NASA.

Concepto para una exploración de Marte por telepresencia desde un hábitat en órbita. Imagen de NASA.

Claro que otra posibilidad, quizá más lejana en el futuro, es que estas máquinas puedan pensar por sí mismas sin necesidad de que nadie las controle a distancia. En el mismo número de Science Robotics se publica otro artículo que evalúa un software inteligente llamado AEGIS, instalado en el rover marciano Curiosity y que le ha permitido seleccionar de forma autónoma las rocas y suelos más interesantes para su estudio, con un 93% de precisión.

Pero esto es solo el principio. En un tercer artículo, dos científicos de la NASA reflexionan sobre cómo las futuras sondas espaciales inteligentes podrán trabajar sin intervención humana para la observación de la Tierra desde el espacio, para la exploración de otros mundos del Sistema Solar e incluso para viajar a otras estrellas. Escriben los investigadores:

El último desafío para los exploradores científicos robóticos sería visitar nuestro sistema solar vecino más próximo, Alfa Centauri (por ejemplo, Breakthrough Starshot). Para recorrer una distancia de más de 4 años luz, un explorador a este sistema probablemente se enfrentaría a una travesía de más de 60 años. A su llegada, la sonda tendría que operar de forma independiente durante años, incluso décadas, explorando múltiples planetas en el sistema. Las innovaciones actuales en Inteligencia Artificial están abriendo el camino para hacer realidad este tipo de autonomía.

Y eso no es todo. Hay un paso más en la telepresencia en otros planetas que aún es decididamente ciencia ficción, pero que hoy lo es un poco menos, dado que ya se ha colocado la primera piedra de lo que puede ser una tecnología futura casi impensable. Si les intriga saber de qué se trata, vuelvan mañana por aquí.

Los biólogos también queremos alienígenas creíbles

Cuando ayer mencionaba la saga Alien/Prometheus, se me ocurrió pensar que algunos de los autores de ciencia ficción más celebrados han tenido o tienen formación científica. El cine del género, en cambio, y salvando los casos de adaptaciones de libros, suele tirar de guionistas que generalmente no tienen por qué contar con amplios conocimientos de ciencia. Y sin embargo, cada vez es más frecuente que los directores recurran a la asesoría experta para fundamentar sus películas en ciencia real. Ejemplos recientes son Interstellar, The Martian, The Arrival (La llegada) o Ex Machina.

Un xenomorfo de la saga Alien. Imagen de 20th Century Fox.

Un xenomorfo de la saga Alien. Imagen de 20th Century Fox.

Hay una aclaración que suelo hacer a menudo cuando la ciencia ficción salta en una conversación y alguien defiende que la ciencia ficción es fantasía y que, por tanto, todo es posible. Mi aclaración no es mía, sino del maestro Ray Bradbury; quien, por otra parte, decía haber escrito solo una obra de ciencia ficción, Fahrenheit 451. Bradbury distinguía entre ciencia ficción como el arte de lo posible, y fantasía como el arte de lo imposible. Esto tiene un significado claro: según Bradbury, y yo lo secundo, para que una obra sea considerada de ciencia ficción, lo que no sea ficción debe ser ciencia; es decir, que la ficción toma el relevo allí donde la ciencia no llega, pero podría llegar algún día.

Por ejemplo, e insisto en algo incluso sabiendo que no es popular e irrita a muchos: Star Wars no es ciencia ficción sino fantasía, como Harry Potter o El señor de los anillos, dado que la ciencia no aplica en la parte que no es estrictamente ficción. Creo que sobran los ejemplos cuando ni asoman cosas como trajes presurizados, microgravedad o rozamiento de reentrada atmosférica.

Pero se me ocurrió pensar también que hay algo curioso: cuando directores y guionistas consultan con científicos, suelen hacerlo con físicos o ingenieros. En cambio, ¿quién se acuerda de la biología? En el caso de Ex Machina, y como conté en un reportaje, se recurrió a la asesoría del genetista evolutivo Adam Rutherford. Y por supuesto, la saga Parque Jurásico ha contado con el apoyo del paleontólogo Jack Horner.

Pero me da en la nariz que en las películas sobre alienígenas aún no es costumbre buscar el consejo de expertos para retratar seres plausibles. Es cierto que en Alien/Prometheus se ha volcado un esfuerzo por dibujar un diseño fino de la biología de los xenomorfos, incluyendo un complejo ciclo vital. Y dado que tampoco soy un megafriki de la ciencia ficción, no estoy familiarizado con los videojuegos, los cómics y las novelas relacionadas con la saga, fuentes en las que suelen detallarse aspectos que no se desvelan explícitamente en las películas.

Pero sí tengo en casa y he visto muchas veces todos los episodios de la saga, y aún me pregunto cómo se resuelven ciertos aspectos; para empezar, ¿qué comen? ¿Cómo consiguen períodos de latencia tan largos en estado húmedo? ¿Cómo pueden hibridar con los organismos en los que se incuban? ¿Es su construcción anatómica compatible con una gravedad ligera como la de LV-426, y con otra más pesada como la terrestre (que suponemos artificialmente creada en las naves)? ¿Son compatibles la alta calidad y la alta cantidad de descendencia con la antigua teoría de selección r/K? Y todo eso incluso aceptando el fluido interno ácido.

Si hay entre ustedes algún megafan de la saga que tenga respuestas, lo agradeceré. Lo mismo que si conocen ejemplos de alienígenas biológicamente plausibles en el cine que se me hayan escapado. Como he dicho, no soy un experto en el género.

Pero tengan en cuenta que retratar alienígenas científicamente consistentes no es fácil. Hay que tirar de muchas disciplinas: genética, biología evolutiva, bioquímica, ecología, física anatómica, fisiología… Incluso la fisiología humana: ¿cómo es posible que los infectados por el Chestburster (el bicho que sale de dentro) se encuentren perfectamente y no tengan al menos dificultades respiratorias, cuando llevan dentro un cuerpo extraño que claramente está robando espacio a sus pulmones?

Recientemente me he topado con un caso de biología evolutiva (terrestre, claro) que explica cómo los organismos no pueden ser cualquier cosa, ni todo a la vez, sino que están limitados por una serie de factores fisiológicos, ecológicos y evolutivos. Un equipo de investigadores de la Universidad Rockefeller de Nueva York ha desentrañado las señales moleculares que en el embrión deciden si las células de la piel se dedican a la producción de sudor (glándulas sudoríparas) o de pelo (folículos pilosos).

Ambas cosas son mutuamente incompatibles: donde hay glándula sudorípara, no hay folículo piloso. Por eso los primates, con pelo menos denso, somos los seres más sudorosos del mundo (exceptuando, curiosamente, los caballos); y los campeones del sudor somos los humanos, que hemos perdido el vello en la mayor parte de nuestro cuerpo. Pero se supone que el pelo ayuda a la evaporación del sudor, y esto es especialmente útil en lugares como las axilas o los genitales, donde hay comunidades microbianas causantes del mal olor.

Esta evaporación es la que cumple la función crucial del sudor: enfriar el cuerpo cuando se calienta en exceso. Los mamíferos que no sudan tanto como nosotros deben recurrir a otros sistemas, como el jadeo. Pero como este mecanismo no es tan eficiente como el nuestro, el resultado es que los humanos somos corredores de fondo, mientras que otros mamíferos nos superan en velocidad, pero no en resistencia. Curiosamente, una vez más, con la excepción de los caballos, de los que hablaré más abajo.

Así me lo explicaba la directora del estudio publicado en Science, Elaine Fuchs: «La mayoría de los mamíferos necesitan un grueso abrigo de pelo para calentarse y como protección física. Aunque pueden correr más rápido, sus distancias son menores que las de los humanos dotados del sudor, y deben confinarse a ciertos climas. Los humanos abandonamos el grueso abrigo de pelo para tener glándulas sudoríparas; necesitamos abrigos en invierno, pero podemos correr maratones y sobrevivir en climas más extremos gracias a nuestra capacidad de sudar».

Claro que a otros mamíferos también les resultaría ventajoso poder correr distancias mayores, para perseguir a sus presas o huir de sus depredadores. ¿Por qué nosotros hemos podido explotar extensivamente el fantástico mecanismo de aire acondicionado corporal que es el sudor, y no así otros animales? La respuesta es asombrosa: nosotros inventamos la ropa. «Si otros mamíferos no necesitaran sus gruesos abrigos para calentarse en tiempos fríos y como protección, ¡también podrían beneficiarse de las glándulas sudoríparas!», dice Fuchs.

Ventajas como esta son el resultado de la evolución. Según Fuchs, en las especializaciones del tegumento, la piel, «ha habido quizá más prueba y error que en ningún otro órgano o tejido». Otros animales tienen sus propias soluciones a sus propias necesidades, como las plumas o las escamas, pero resulta fascinante que «los apéndices de nuestra piel tienen raíces evolutivas similares a los dentículos y las alas de la mosca de la fruta; cada estructura es útil para el animal que la tiene, y cambiar a una estructura distinta ha tenido una ventaja durante la evolución», me cuenta la investigadora.

Es más: Fuchs cita un maravilloso ejemplo de evolución en acción. «Hay una mutación puntual espontánea en un gen que resulta en un mayor número de glándulas sudoríparas, y que ha ido extendiéndose en la población humana en zonas cálidas y húmedas del sureste de Asia durante los últimos 30.000 años».

Chewbacca. Imagen de 20th Century Fox.

Chewbacca. Imagen de 20th Century Fox.

Un caso interesante es el de los caballos. De acuerdo a la hipótesis de Fuchs, estos animales no han perdido el pelo porque lo necesitan para protegerse del frío y del entorno, pero sí han combinado ambas especializaciones de la piel de los mamíferos para poder sudar y así correr largas distancias. ¿Cómo lo han hecho? Todo apunta a que los responsables somos nosotros: los humanos domesticamos los caballos hace miles de años, y probablemente hayamos ido seleccionando artificialmente las variedades más resistentes a la carrera; aquellas con más capacidad de sudar.

Cuento todo esto para llegar a una conclusión: cuando inventamos seres de ficción, como los alienígenas, debemos tener en cuenta cómo la evolución puede haberlos dotado de los rasgos que proponemos; incluso detalles tan aparentemente nimios como el pelo o el sudor tienen que basarse en ciencia real. Lo cual me trae a la mente un ejemplo: Chewbacca y su raza, los wookiees. Con todo ese pelo es muy improbable que puedan sudar, así que deberían jadear como los perros. Es decir, si queremos que los aliens sean biológicamente creíbles.

¿Y para cuándo el Nobel de Física a Brian May?

El mundo está hoy dividido entre quienes aplauden la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan, y quienes reclaman un Grammy para Francisco Correa o un Oscar para Rodrigo Rato. Pero, en realidad, nadie dijo que este premio estuviera reservado a lo que comúnmente entendemos como un escritor profesional.

Conviene recordar las palabras literales de Alfred Nobel en su testamento sobre la concesión del premio «a la persona que haya producido en el campo de la literatura la obra más sobresaliente en una dirección ideal». Según leí en alguna parte hace tiempo, hubo discusiones en la Academia Sueca, la encargada del fallo anual, sobre qué quiso decir exactamente Nobel cuando escribió «en una dirección ideal». Algunos lo interpretaban como un sinónimo de «perfecto», mientras que otros defendían un significado equivalente a «idealista».

Pero está claro que esta segunda interpretación no ha dirigido la concesión del premio en muchos casos, empezando por mi admirado Hemingway. Tal vez sí ha primado en la decisión de premiar a Dylan, pero hay también precedentes de premios Nobel de Literatura que no han ido a parar a manos de escritores convencionales. Me viene a la cabeza el caso de Winston Churchill (1953), que escribió libros, y muchos, pero a quien se le concedió el premio por sus discursos políticos.

Pero a lo nuestro, que en este espacio es la ciencia. Se me ha ocurrido que esta es una buena ocasión para recordar en este y próximos días a otros músicos consumados cuyos nombres salen en los papeles científicos (he dicho «músicos consumados»; no incluyo en la lista al físico de partículas del LHC, divulgador televisivo y reconocido guapo Brian Cox, que en los años 90 fue teclista de un grupo poppy bastante hortera).

Abundan por ahí las listas que citan los nombres, pero que no suelen explicar en concreto en qué consiste el trabajo científico de dichos músicos. No se preocupen: yo se lo cuento. Aunque, si les soy sincero, ya les adelanto que realmente ninguno de ellos va para premio Nobel, al menos de momento.

Comenzamos hoy con ningún otro que

Brian May

Arriba, Brian May. Abajo, Isaac Newton. Imágenes de Wikipedia.

Arriba, Brian May. Abajo, Isaac Newton. Imágenes de Wikipedia.

Sí, todos sabemos que el exguitarrista de Queen es astrofísico, y que su presencia es uno de los mayores reclamos del festival científico Starmus que hasta ahora ha venido celebrándose en Tenerife. Pero ¿qué ha aportado May a la astrofísica? Quiero decir, además de estar convirtiéndose en un clon de Isaac Newton…

En 1970, May tomaba dos decisiones importantes: comenzaba su doctorado en Astrofísica y cofundaba un grupo llamado Queen. Cuatro años después, el éxito meteórico de la banda le apartaba (casi) definitivamente de otros tipos de meteoros y del objeto de su tesis, la luz zodiacal.

Se trata de una débil franja de luz que puede observarse sólo en los cielos nocturnos prístinos, y que está causada por la dispersión del resplandor solar por el polvo que flota en el espacio. Se llama zodiacal porque se aprecia mejor en el plano de la órbita terrestre, donde se sitúan las constelaciones del Zodiaco. La luz zodiacal es la principal fuente de iluminación del cielo en las noches sin luna.

Y aunque esto del polvo zodiacal les pueda sonar más a amor libre y Flower Power, lo cierto es que en 1972 May publicó su primer estudio como becario nada menos que en la mismísima revista Nature. Dos años después le seguía otro estudio en la también muy prestigiosa Monthly Notices of the Royal Astronomical Society. En estos trabajos, May y sus colaboradores analizaban el movimiento del polvo zodiacal estudiando el espectro de la luz que nos hace llegar. Pero aquel mismo año, May daba la patada a la astrofísica para volcarse en la música.

Hasta 2006. Ya alcanzado ese momento de su vida en el que podía comprarse una isla y hundir el bote, May reanudó su tesis doctoral, que leyó en 2007: A Survey of Radial Velocities in the Zodiacal Dust Cloud, o Un estudio de las velocidades radiales en la nube de polvo zodiacal. Desde entonces ha publicado al menos otros dos estudios. Uno de ellos, como autor secundario en 2009, era una propuesta sobre el empleo de misiones espaciales para recoger polvo zodiacal del espacio como objeto de estudio.

El más reciente, en 2013, estudiaba la luz zodiacal para determinar las contribuciones relativas de cometas, asteroides y polvo interestelar a esa nube. Que, por si les interesa, son respectivamente del 70%, 22% y 7,5%. O en otras palabras, que la gran mayoría de ese polvo disperso en el Sistema Solar procede de cometas.

Puede que el área de estudio de Brian May no suene de lo más excitante. Pero sus estudios abordan un campo poco investigado que tiene importancia para comprender cómo funciona nuestro Sistema Solar. El hecho de que no haya muchos investigadores trabajando en el movimiento de la nube zodiacal le permitió recoger sus observaciones de los años 70 más de tres decenios después, y publicar una tesis que aún tiene vigencia. Y por cierto, para astrofísicos en ciernes y fanáticos de Queen, la tesis está editada en formato de libro y a la venta.

150 años de H. G. Wells, biólogo y profeta de la biología

Dicen que a H. G. Wells, que hoy cumpliría 150 años, en realidad no le interesaba demasiado la tecnología como tema principal de sus novelas; muchos autores de ciencia ficción suelen aclarar que les interesa más el impacto de la tecnología en la sociedad. Pese a ello, en su ejercicio profético, Wells tuvo algunos aciertos notables; probablemente el mayor de ellos fue la bomba atómica, como ya conté aquí. En cuanto a sus ensayos de futurología, repartió tiros con puntería dispar.

H. G. Wells en torno a 1922. Imagen de Wikipedia.

H. G. Wells en torno a 1922. Imagen de Wikipedia.

Sin embargo, hay un aspecto menos citado: Wells era biólogo. Y eso le diferencia (junto con Asimov) de otros autores de ciencia-ficción con formación científica o tecnológica que suelen provenir de los campos de la física, la ingeniería o la computación (véase el ejemplo de B. V. Larson que traje aquí ayer).

Wells fue además un biólogo educado en una época en la que sumarse a la teoría elaborada por aquel Charles Darwin aún tenía algo de apuesta arriesgada. Fue alumno de Thomas Henry Huxley, conocido como el Bulldog de Darwin por su fiera defensa de las tesis darwinistas. Esta formación evolucionista caló en el joven aspirante a escritor, manifestándose después en su obra: los marcianos de La guerra de los mundos mueren por selección natural, incapaces de adaptarse al medio hostil terrestre que los elimina con sus infecciones. La hipotética biología de Marte fue un interés constante para Wells, que siguió reflexionando y escribiendo sobre ello hasta varios años después de la publicación de su invasión marciana.

Pero antes de La guerra de los mundos y después de su primera novela, La máquina del tiempo, Wells escribió un segundo «scientific romance«, como por entonces se conocía lo que después se llamaría ciencia-ficción. En La isla del Doctor Moreau (1896), el autor británico relataba la historia de un fisiólogo exiliado en una isla y dedicado a la creación de seres híbridos entre humanos y animales mediante vivisección, la cirugía experimental en organismos vivos.

Aunque hoy se ha convertido en otro de los clásicos inmortales de Wells, en su día la novela no tuvo buena acogida, siendo calificada de indecente y morbosa. Según me cuenta el profesor emérito de la Universidad Kingston de Londres Peter Beck, autor del recién publicado libro The War of the Worlds: From H. G. Wells to Orson Welles, Jeff Wayne, Steven Spielberg and Beyond (Bloomsbury Publishing, 2016), «muchos críticos pensaron que nunca debió publicarse por su temática truculenta». El propio Wells la calificó como «un ejercicio de blasfemia de juventud».

Según Beck, temiendo caer en desgracia ante la crítica, Wells cambió de rumbo en su siguiente novela, La guerra de los mundos, que describió como «una gran historia científica semejante a La máquina del tiempo«. «Fue una manera de enderezar su carrera y su reputación, y sobre todo de mantener sus finanzas a flote; temía fracasar como escritor y tener que regresar al periodismo», dice Beck.

Cartel de la adaptación al cine de 'La isla del Dr. Moreau' realizada en 1977.

Cartel de la adaptación al cine de ‘La isla del Dr. Moreau’ realizada en 1977.

Es evidente que hoy La isla del Doctor Moreau es casi un cuento infantil en comparación con las temáticas exploradas ahora por el terror y la ciencia-ficción. Lo cual nos revela una conclusión: si resultaba repugnante en su día, es porque se adelantó a su época. Wells no fue el primer autor que escribió sobre viajes en el tiempo o sobre alienígenas. En cambio, difícilmente encontraremos muchas referencias anteriores (Frankenstein y poco más) sobre lo que el futuro de la biología podría deparar. Y naturalmente, por entonces se consideraba algo demasiado escabroso.

En tiempos de Wells, el debate en torno a la experimentación biológica se centraba en la vivisección, un término hoy obsoleto que no se emplea en el ámbito científico. Pero hasta llegar aquí, lo cierto es que en épocas pasadas la cirugía agresiva en seres vivos y sin anestesia era práctica común, y siguió siéndolo después de Wells, incluso en humanos. El caso más dramático fue la infame Unidad 731, la división del ejército japonés que durante la Segunda Guerra Mundial creó una auténtica Casa del Dolor (en terminología de Wells) donde se experimentó brutalmente y se asesinó con enorme sufrimiento hasta a 250.000 personas, incluyendo niños y bebés. A diferencia de los campos nazis, la Unidad 731 estaba específicamente dedicada por entero a la experimentación.

El Dr. Moreau explicaba a su horrorizado huésped, el también científico Prendick, cómo había dedicado su vida al estudio de la «plasticidad» de los seres vivos, creando lo que el visitante describía como «animales humanizados» a través de la vivisección y el trasplante. «Las criaturas que usted ha visto son animales tallados y forjados en nuevas formas», decía Moreau.

En lo que respecta a lo estrictamente científico, Wells fue visionario al entrever fronteras de la biología más allá de los objetivos de la experimentación de entonces. En el contexto científico de la época, Darwin había escrito sobre «variaciones» cuyo sustrato físico aún no se conocía. Las leyes de Mendel sobre la herencia, aunque publicadas en 1866, pasaron prácticamente inadvertidas hasta que fueron redescubiertas por la ciencia oficial al borde del cambio de siglo. La palabra «gen» no se acuñaría hasta 1909, y hasta casi mitad del siglo pasado no se confirmaría que el ADN era la sede de la información genética.

Sin embargo, Wells logró atisbar el futuro de la creación de los animales humanizados tal como hoy se entienden; no los monstruos de Moreau, sino ratones que contienen genes o tejidos humanos y que han sido cruciales en el avance de la medicina regenerativa y de los tratamientos contra el cáncer o las enfermedades infecciosas.

Incluso aún sin conocimientos de genética, Wells tuvo una intuición brillante al sugerir que los rasgos fenotípicos de los animales modificados por Moreau no se transmitían a la descendencia; hasta el propio Darwin cayó en la confusión de creer que ciertos caracteres adquiridos podían heredarse (fue su errada teoría de la pangénesis, de la que ya hablé aquí).

Pero al mismo tiempo, Wells intuyó correctamente que estos caracteres adquiridos sí podían modificar otros rasgos fenotípicos; esta es hoy la idea central de la epigenética (cuyas variaciones en realidad sí pueden heredarse, pero esa es otra historia). Y la plasticidad fenotípica, la variación de los rasgos según un fondo genético esté expuesto a un entorno o a otro diferente, es también una noción muy actual de la biología.

Claro que los textos sobre la obra de Wells no suelen centrarse en este tipo de cosas, sino en lo que realmente quiso decir con todo ello. ¿Los peligros de la ciencia desbocada? ¿La monstruosa naturaleza oculta en la condición humana? ¿O en la ambición de los científicos sin corazón? Las interpretaciones son libres. Pero deberían serlo un poco menos cuando el propio autor explicó de qué iba su libro: un año antes de la publicación de la novela (por tanto, se supone que mientras trabajaba en ella), Wells escribió un ensayo titulado The Limits of Individual Plasticity (1895). Curiosamente, algunos párrafos del artículo aparecerían replicados literalmente en la novela.

En aquel ensayo, Wells advertía del horror que supondría el uso de la vivisección para crear monstruos. Pero no se quedaba ahí; el ensayo concluye así:

Hemos dicho lo suficiente para desarrollar esta curiosa proposición. Puede ser que los límites fijos de la estructura y la capacidad psíquica sean más estrechos de lo que aquí se supone. Pero mientras exista la posibilidad, este tratamiento artístico de las cosas vivas, este modelado del individuo común hacia lo bello o lo grotesco, ciertamente parece tan creíble hoy como para merecer un lugar en nuestras mentes entre las cosas que algún día podrían ser.

Es decir, que Wells reconocía el potencial de aquella línea de experimentación para crear también «the beautiful«. Claro que esto no está presente en La isla del Dr. Moreau. Pero ¿quién habría comprado una novela sobre un doctor dedicado a crear lo «beautiful«? Pensemos en el caso de Aldous Huxley: su novela distópica Un mundo feliz (1932) es inmensamente popular; en cambio, lo es mucho menos La isla (1962), la contrapartida utópica que escribió al final de su carrera.

En su intento de provocar, la «blasfemia de juventud» de Wells se pasó de la raya, pero logró mantener la suficiente atención sobre su trabajo como para que su posterior invasión marciana fuera ampliamente leída. Al fin y al cabo, como dice Beck, Wells simplemente quería vivir de lo que escribía. Y parece claro que los lectores sentimos más atracción por el morbo de la distopía que por la hermosura de la utopía. Será nuestra monstruosa naturaleza.

PD. Si alguno de ustedes tiene la suerte de dejarse caer estos días por Woking, la localidad inglesa donde Wells residió durante una parte de su vida, tendrá la oportunidad de disfrutar de un buen puñado de actividades de conmemoración, incluyendo el descubrimiento de una nueva estatua de Wells. Más información en @wellsinwoking y en wellsinwoking.info.

B. V. Larson: «Los autores de ciencia ficción somos cheerleaders de la innovación»

Mañana, 21 de septiembre de 2016, H. G. Wells habría cumplido 150 años.

Si volviese hoy, no nos encontraría viajando en el tiempo, volviéndonos invisibles o recuperándonos de una invasión marciana, pero sí descubriría que aún seguimos pensando, debatiendo y escribiendo sobre todo esto.

Y es que tal vez el mayor legado de los grandes maestros de la ciencia ficción sea su capacidad de haber sembrado ideas que se perpetúan ejerciendo una poderosa influencia, no solo en los autores posteriores, sino también en el propio pensamiento científico.

B. V. Larson. Imagen de YouTube.

B. V. Larson. Imagen de YouTube.

Mañana tocará hablar de Wells, pero hoy quiero abrir boca con uno de sus muchos herederos. Recientemente tuve ocasión de hacer esta breve entrevista al californiano B. V. Larson. Conocido sobre todo por su serie Star Force, Larson es un autor inexplicablemente prolífico que ha forjado su carrera por la vía de la autopublicación. Una elección que le ha funcionado de maravilla, a juzgar por su presencia habitual en la lista de Amazon de los más vendidos en ciencia-ficción.

Larson posee un fenotipo que interesa especialmente a este blog: es uno de los numerosos autores de ciencia-ficción que han surgido desde dentro, desde el mundo de la ciencia y la tecnología. En su caso, es profesor en ciencias de la computación y autor de un exitoso libro de texto que continúa reeditándose.

Según me cuenta, en un momento de su vida trabajó como consultor de DARPA, la agencia de investigación del Departamento de Defensa de EEUU, en la Academia Militar de West Point. Con todo este equipaje, Larson es el tipo ideal a quien hacerle algunas preguntas sobre la relación entre la ciencia y su versión ficticia.

¿Cómo se relaciona la ciencia-ficción con el progreso científico y tecnológico?

No hay duda de que la ciencia-ficción influye en la innovación, pero también lo contrario. En la mayoría de los casos, es difícil decir cuál de las dos comienza el proceso. Los autores de ciencia-ficción son futurólogos que leen las nuevas tendencias en la industria y la ciencia, convirtiéndolas en historias de ficción con extrapolaciones. A su vez, los ingenieros leen estas historias y obtienen inspiración. En otras palabras, para entender el proceso yo pensaría en el papel del escritor creativo y el mundo real de la ingeniería, ambos como partes de un ciclo de innovación.

¿Hay algunas épocas en las que esta influencia haya sido mayor?

Yo diría que la ciencia-ficción fue muy importante desde 1900 hasta la década de 1970, pero menos de 1980 a 2010. Solo ahora está volviendo a ser lo que fue. ¿Por qué? Porque en los 30 años entre 1980 y 2010, la mayoría de la ciencia-ficción que se leía ni siquiera intentaba ser técnica, sino que se centraba en cuestiones sociales. Esto está cambiando ahora, y la ciencia-ficción está volviendo a ser lo que fue originalmente y a recapturar el corazón de los ingenieros.

Se suele hablar del papel de los autores como profetas tecnológicos. ¿Hasta qué punto no predicen, sino que marcan el camino a seguir?

Los ingenieros son quienes merecen la mayor parte del crédito. Los escritores de ciencia-ficción sirven para inspirar, para atraer a la gente joven a expandir el mundo a través de la tecnología, más que para hacer posible lo imposible. Somos más bien cheerleaders, oradores motivacionales, más que poderosos magos. Puede parecer que predecimos el futuro, pero lo que realmente hacemos es estudiarlo y pensar sobre él para hacer predicciones lógicas.

¿Y cuáles serían ahora esas predicciones? ¿Habrá algo de esos avances típicos del género y siempre pendientes, como coches voladores, naves espaciales más rápidas, reactores personales…?

Yo diría que la mayor parte de esas áreas ya han tenido su oportunidad. Piensa en un avión de pasajeros: si volvieras a 1975 y subieras a un avión, la experiencia, la velocidad de vuelo y todo lo demás sería prácticamente igual que hoy. Esto es normal en tecnología. Una vez que una tecnología nueva y poderosa se hace realidad, hay un período de unos 50 años de innovación muy rápida, y después se frena. Con los aviones, pasaron menos de 40 años desde el primer vuelo de los hermanos Wright hasta el ataque japonés a Pearl Harbor con bombarderos. Poco después teníamos aviones volando a todas partes. Y después nada. No ha habido cambios reales en 40 años.

Entonces, ¿qué áreas están ahora en ese período de innovación rápida?

Yo esperaría grandes cambios en el área de la biología. Pastillas que te permitan vivir 10 o 20 años más. Órganos impresos en 3D para reemplazar los dañados. O quizás nanites [nanorrobots] que practiquen nanocirugía dentro de nuestro cuerpo. Implantes cibernéticos, ese tipo de cosas. En eso se centra mi serie Lost Colonies.