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«No ha sido una sorpresa»: El volcán de La Palma valida un estudio de predicción publicado días antes de la erupción

Ayer conté aquí cómo un nuevo estudio, encabezado por la vulcanóloga española Teresa Ubide (profesora e investigadora en la Universidad de Queensland, Australia), ha aportado una nueva y valiosa pista en la difícil tarea de intentar predecir las erupciones de volcanes como los canarios o los hawaianos, aquellos que se sitúan en los llamados hotspots volcánicos, zonas del planeta donde plumas de magma del manto terrestre ascienden a la superficie sin que exista una brecha entre placas tectónicas que les facilite el paso.

Resumiendo lo contado ayer, y publicado por Ubide y sus colaboradores en la revista Geology –la más importante en ciencias de la Tierra–, los investigadores han detallado lo que podría llamarse un piloto rojo en el cuadro de indicadores con el que los vulcanólogos pueden predecir una próxima erupción en este tipo de volcanes.

Estudiando la composición y la estructura de materiales volcánicos de la isla de El Hierro, incluyendo los de la erupción submarina de 2011-2012 –del volcán que por entonces aún no tenía nombre, hoy llamado Tagoro–, los autores del estudio han detallado cómo el magma del manto, formado a más de 60 kilómetros bajo la superficie, va cambiando a medida que asciende. Hasta que, a una profundidad de entre 10 y 15 km, en la frontera entre el manto y la corteza, adquiere las propiedades justas para una erupción: baja densidad, gases que lo empujan hacia la superficie; en palabras de Ubide, como una botella de champán a punto de descorcharse. La vulcanóloga define este momento y estado como el punto de inflexión que conduce finalmente a la erupción.

Por suerte, esto es algo que los vulcanólogos pueden monitorizar. Este movimiento de las tripas del volcán envía una señal sísmica que deja una huella en los aparatos de medida, los cuales pueden detectar a qué profundidad se están produciendo los temblores que provoca el magma al abrirse paso entre las rocas.

Erupción de Cumbre Vieja en la Palma, 20 de septiembre de 2021. Imagen de Eduardo Robaina / Wikipedia.

Según explica Ubide, todo esto se aplica exactamente a lo ocurrido en la erupción de Cumbre Vieja en La Palma. La profundidad: «En las Canarias, esta profundidad crítica de 10-15 km coincide con la base de la corteza terrestre, es decir, el límite entre la corteza y el manto terrestre; nuestro trabajo sugiere que dicha profundidad es particularmente importante porque el magma puede alcanzar esas propiedades óptimas que hacen que se acelere hacia la superficie«. Las señales de aviso: «Una semana antes del comienzo de la erupción, el Instituto Geográfico Nacional (IGN) detectó un enjambre de terremotos que provenía de unos 12 km, es decir, la profundidad crítica que proponíamos en el artículo de Geology».

En los días posteriores, explica la geóloga, «el IGN detectó terremotos progresivamente más someros, que sugerían que el magma se iba moviendo hacia la superficie«. Y, finalmente, llegó la erupción.

«No ha sido una sorpresa«, valora Ubide. La investigadora añade que desde 2017 se habían detectado terremotos bajo la isla, indicando la intrusión de magma a unos 20 km de profundidad, lo cual era un primer aviso muy temprano de lo que estaba sucediendo en La Palma. El mismo patrón se observó en la erupción de El Hierro: «La erupción fue precedida de 3 meses de sismicidad que también provenía mayoritariamente de esa profundidad crítica de 10-15 km«.

La vulcanóloga concluye que su investigación «aumenta el conocimiento de los volcanes de punto caliente y los procesos que los los hacen entrar en erupción«, un paso «importante para poder interpretar las senales de unrest [agitación volcánica] como las de La Palma«.

Se da la circunstancia de que el estudio de Ubide y sus colaboradores se publicó el 14 de septiembre. Dos días después, en una entrevista con el diario australiano Brisbane Times a propósito de su trabajo, la vulcanóloga ya mencionaba que otro volcán en las islas Canarias estaba mostrando el mismo patrón previo a la erupción que habían descrito en su estudio. Tres días más tarde, el 19, comenzaba la erupción de Cumbre Vieja.

Por supuesto, los científicos que trabajan in situ en los volcanes canarios estaban también advirtiendo de una posible erupción, aunque con todas las precauciones necesarias. Y en enero de 2021 investigadores del CSIC, la Universidad Complutense de Madrid y otras instituciones publicaron un estudio en Scientific Reports detallando la agitación volcánica detectada en Cumbre Vieja, pero los autores concluían: «Podríamos estar estudiando una fase muy inicial de agitación decenas de años antes de una posible erupción, pero debemos considerar la posibilidad de que no resulte en una erupción«. Las incertidumbres aún son muchas en una predicción científica tan compleja, pero la ciencia está cada vez más cerca de poder prevenir estos desastres con más fiabilidad.

El estudio de la erupción submarina de El Hierro ayuda a predecir el comportamiento de los volcanes

Si algo sabemos todos sobre los volcanes es que hoy no es posible predecir una erupción con fiabilidad. Pero quienes no somos expertos en el tema normalmente no sabemos hasta qué punto las señales que estudian los vulcanólogos (o volcanólogos, que ambas son correctas) pueden ser lo suficientemente concluyentes como para avisar con un cierto grado de probabilidad de que una erupción está en camino, incluso sin que pueda predecirse el momento ni la magnitud.

Por ejemplo, sobre la actual erupción de Cumbre Vieja en La Palma hubo señales previas que se divulgaron a través de los medios; pero incluso si estas sirvieron para alertar a la población, la sensación final para gran parte del público fue que la erupción vino de sorpresa (aunque en realidad no fue así para los científicos).

Recientemente, elaborando un reportaje sobre esto, supe que hay tres tipos principales de señales que los vulcanólogos monitorizan: la deformación del terreno –que combina el uso de imágenes de radar desde satélite con los datos de GPS–, los enjambres sísmicos y las emisiones de gases. Pero también supe que solo la mitad de estos casos en los que se detecta una agitación volcánica termina en erupción, lo que equivale a decir: puede que sí, puede que no. Y que esta fase puede prolongarse durante más de un año de modo que el agravamiento de los síntomas no es progresivo, sino que se produce de forma abrupta solo unas horas antes de que el volcán comience a eruptar, lo cual no da mucho margen para actuar una vez que existe la certeza de lo que se avecina.

Además de todo esto, los vulcanólogos añaden que cada volcán tiene su propia personalidad, y que saber cómo uno en concreto se ha comportado en el pasado ayuda bastante a saber interpretar las señales que emite. Por ejemplo, el Kilauea en Hawái, que ha entrado y salido de erupciones repetidamente en las últimas décadas, pasa hoy por ser el más vigilado y mejor monitorizado del mundo. Y con todas las prevenciones necesarias, los científicos han aprendido a interpretar bastante bien sus sueños y despertares. En cambio, Cumbre Vieja es un recién llegado al registro científico de las erupciones, y por ello su historia eruptiva aún es un libro en blanco que se está empezando a escribir ahora.

Todo ello no significa necesariamente que la predicción fiable sea imposible en el futuro; no parece haber motivos para que sea algo muy diferente o más complicado que otras modelizaciones predictivas en las que intervienen tantas variables –muchas de ellas todavía desconocidas– que es imposible manejarlas con las tecnologías y algoritmos actuales. También los vulcanólogos están explorando las posibilidades de los supercomputadores y la inteligencia artificial, como los científicos de muchas otras áreas en la predicción de sistemas complejos.

Pero al menos, hoy por hoy, cada nuevo estudio es un pequeño paso. El último en este camino acaba de publicarse ahora en la revista Geology, y es obra de un grupo de investigadores de España, Australia y Chile. Los científicos han estudiado rocas volcánicas de la isla de El Hierro y han analizado datos disponibles sobre estos materiales, incluyendo los de la erupción submarina en 2011-2012 del volcán posteriormente denominado Tagoro.

Globos de lava rellenos de gases flotando en el agua durante la erupción submarina de El Hierro en 2011-2012. Imagen de Stavros Meletlidis, Instituto Geográfico Nacional / Wikipedia.

Globos de lava rellenos de gases flotando en el agua durante la erupción submarina de El Hierro en 2011-2012. Imagen de Stavros Meletlidis, Instituto Geográfico Nacional / Wikipedia.

Las islas Canarias son un ejemplo de hotspot o punto caliente volcánico, es decir, volcanes que no se sitúan en la frontera donde chocan dos placas tectónicas, sino que aparecen en lugares donde plumas de magma del manto terrestre ascienden a través de la corteza por causas sobre las que parece haber distintas hipótesis. A medida que la placa tectónica que lo cubre se desplaza sobre este hotspot, puede formarse una cadena de volcanes. Hawái es otro ejemplo de hotspot, mientras que por ejemplo los volcanes de los Andes, Japón o Indonesia se sitúan en zonas de contacto entre placas tectónicas (el llamado Anillo de Fuego del Pacífico).

Según me explica la primera autora del estudio, la donostiarra Teresa Ubide, en la Universidad australiana de Queensland, hasta ahora se asumía que la lava basáltica expulsada por los volcanes de hotspots era un fiel reflejo del magma existente en el manto que los alimenta. Pero en cambio, estudiando la composición y la textura de un gran número de muestras de El Hierro, los investigadores han descubierto que el sistema de fontanería del volcán filtra este magma en su camino hacia la superficie, alterando sus ingredientes y su estructura.

«Sabemos que los magmas de punto caliente como los de las Canarias o Hawái se forman a profundidades de decenas de kilómetros bajo la superficie (a más de 60 km de profundidad)«, dice Ubide. «Lo que no sabíamos y demostramos en el trabajo de Geology es que esos magmas se filtran significativamente en su camino hacia la superficie. A medida que el magma asciende, se enfría y genera cristales. Como resultado, el magma restante cambia de composición (porque los cristales le roban ciertos elementos químicos al magma)«.

Al comprender este proceso, Ubide y sus colaboradores han encontrado una pista que sugiere cuándo un volcán de este tipo está a punto de entrar en erupción: «A través de este proceso de filtrado, vimos que muchos magmas de punto caliente alcanzan las propiedades óptimas de densidad reducida y aumento en volátiles a una profundidad crítica de unos 10-15 km. A esta profundidad, el incremento en volátiles es tal que los gases pueden separarse del magma y acelerar el magma hacia la superficie, como cuando abrimos una botella de champán«.

Es decir, que monitorizando la llegada a esa profundidad de este magma listo para emerger, en la frontera entre la corteza y el manto, los investigadores pueden advertir de una probable próxima erupción. El seguimiento de este proceso está al alcance de los científicos mediante una de las señales que se monitoriza en la actividad de los volcanes, la vigilancia de los movimientos sísmicos: «La principal herramienta para monitorizar el movimiento del magma en profundidad son los terremotos que genera el magma al abrirse paso por las rocas que tiene alrededor«, comenta Ubide.

Según la volcanóloga, este es un paso más para «mejorar la vigilancia de la agitación volcánica, cuyo objetivo es proteger las vidas, las infraestructuras y las cosechas«.

La fuga de cerebros, un concepto anticuado

En los años 90, el Departamento de Inmunología y Oncología (DIO) del Centro Nacional de Biotecnología (CNB) del CSIC era uno de los grupos de investigación más potentes y punteros de este país, liderado por un tipo de mente tan clara y afilada como excéntrica, Carlos Martínez-A., quien siempre solía preguntarte si habías descubierto algo; pero no en el laboratorio o en la sala de seminarios, sino desde el urinario de al lado.

Además de su brillante director, el DIO tenía algo fuertemente envidiado por otros grupos investigadores: dinero. A través de un convenio con la entonces compañía farmacéutica y biotecnológica Pharmacia, luego Pharmacia & Upjohn, hoy perteneciente a Pfizer, el DIO era entonces un raro ejemplo en España de colaboración público-privada. Los investigadores de la empresa trabajaban codo con codo con los que dependíamos de la rama pública, mezclados en los mismos laboratorios; nosotros vivíamos de magras becas, pero gastábamos también su dinero para nuestras investigaciones. Mucho dinero.

Tanto dinero que, mientras que en otros laboratorios reciclaban las puntas de pipeta, en el DIO el material llegaba a derrocharse con la misma alegría con que Di Caprio despachaba drogas en aquella de Wall Street, y de vez en cuando se nos tenía que convocar a todos para revelarnos la insana cantidad de eppendorfs, puntas o falcons que se habían tirado a la basura en el último mes.

Pues bien, incluso en aquel paraíso investigador de la España noventera, en todo un departamento de más de cien personas solo había un único investigador extranjero, un tipo nórdico afable y sosegado. En una ocasión le pregunté por qué había venido a investigar a España. Y fuera cierto o que se estaba quedando conmigo, me respondió que le habían hablado de que aquí se vivía bien y se trabajaba poco.

Indudablemente, las cosas han cambiado mucho desde los años 90. Pero no lo suficiente. Hoy son notablemente más numerosos los nombres extranjeros alistados en las filas de los centros de investigación españoles. Pero lamentablemente y cuando las actuales fórmulas del sistema han flexibilizado la incorporación de investigadores de todo el mundo a nuestros centros, aún se oye hablar de científicos que han elegido España por el clima y el modo de vida.

Esto viene a propósito de una noticia aparecida esta semana. Cuando leí que una gran compañía farmacéutica celebraba una jornada bajo el hashtag #StopFugadeCerebros, pensé: ¿en serio? ¿Todavía estamos así?

Imagen modificada de Academia Superior / Flickr / CC.

Imagen modificada de Academia Superior / Flickr / CC.

Entiéndase, el fondo y el espíritu son correctos y dignos de beneplácito: un programa de becas que busca impulsar la ciencia en España apoyando y financiando el fortalecimiento del tejido investigador de este país. Pero el enfoque, el recurso a la fuga de cerebros, era válido en tiempos de Severo Ochoa, que se exilió en el 36. En la ciencia del siglo XXI, es solo un gancho publicitario desencaminado, equívoco y anacrónico.

España no necesita retener talento investigador. Lo que necesita es atraer talento investigador. Y llegar a convertirse en una opción que los recién doctorados puedan considerar de igual a igual con la de marcharse a Gran Bretaña o a EEUU. Y que cada uno decida; en el mundo investigador, para muchos la idea de pisar otras tierras no es solo algo impuesto por la necesidad. La ciencia hoy es un asunto global, y muchos investigadores jóvenes quieren realmente vivir esa globalidad; muchos investigadores jóvenes ya no sueñan con ser funcionarios.

En mi trabajo me paso el día explicando avances científicos, y en la mayor parte de los casos la cosa va de esta manera: «el investigador chino-estadounidense…». O coreano-canadiense, o checo-alemán, o indio-británico. Investigadores cuyos trabajos merecen repercusión en los medios, y sobre los cuales es justo precisar que un día abandonaron sus países para establecerse en alguna de las mecas de la ciencia mundial, una decisión sin la cual probablemente jamás habrían alcanzado tales logros.

España no es una de esas mecas de la ciencia. Aquí quieren venir los futbolistas de todo el mundo, no los científicos. Hoy se publica en los medios que un senegalés emigrado a España de niño ha triunfado en un campeonato mundial de kárate. Y bien por él. Pero en otros países, otros senegaleses están triunfando en la ciencia. Y si Babacar Seck hubiera optado por la neurociencia en lugar de por el kárate, con toda probabilidad no se habría quedado en España. Ya, ya, seguramente tampoco tuvo esta oportunidad. Aquí. En otro país, tal vez sí.

Los extremos delirantes llegan cuando un medio de comunicación deportivo de Tenerife habla de un entrenador de fútbol de la isla que trabaja en la Península como un caso de fuga de cerebros. Pero no se trata solo de la aplicación futbolística de la expresión; también en su sentido ortodoxo, tan provinciano sería aplicarlo a un científico de Cuenca que trabaja en Madrid como a otro científico de Cuenca que triunfa en el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

Si el objetivo es impulsar la ciencia en España y fortalecer el tejido investigador, el camino no es retener, sino tentar, fascinar, encantar y seducir; ser un país científicamente sexy. Habremos llegado a ser una gran potencia científica no cuando hayamos taponado ninguna fuga de cerebros, sino cuando los mejores investigadores de todo el mundo se peleen por trabajar aquí. Distintos enfoques, un mismo objetivo, un mismo medio; lo que había en el DIO: dinero. Constrúyelo y vendrán. O se quedarán. O no. Ciencia y banderas no casan muy bien. Los cerebros deben ser libres para fugarse a donde les dé la real gana, allí donde sus sinapsis puedan funcionar más a gusto.

El circo de Cervantes frente a la ciencia de Ricardo III

Cuánto daño ha hecho el CSI, solía lamentarse un amigo de formación también científica. Él era devoto de la serie, que por otra parte presenta un bien sostenido sustrato de ciencia. Pero las exigencias del guión, que incluyen la resolución de (casi) todos los crímenes en los 45 minutos que dura un episodio –imagino que los policías de verdad también tendrán algo que decir al respecto–, obligan a acelerar los tiempos de las pruebas experimentales de una manera ridículamente irreal. Quienes esperaban, en la rueda de prensa sobre el proyecto Cervantes celebrada esta semana, que una investigación iniciada en enero iba a presentarse en marzo con conclusiones, estudios de ADN y todo, tal vez hayan visto mucho de CSI, pero no tanto de ciencia real.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

No culpo a mis compañeros de Cultura, sino a sus jefes. Sencillamente, ellos no debían estar allí. Como veterano del periodismo y de la ciencia, hace años comprendí la idea que los directores de los medios de comunicación suelen tener sobre lo que debe ser una sección de ciencia: algo que cualquier lector pueda saltarse olímpicamente y aun así permanecer debidamente informado. No estoy exagerando: en un medio para el que trabajé, las pocas ocasiones en que los mandamases consideraban que alguna noticia científica era una parte imprescindible de la actualidad informativa –como la puesta en marcha del LHC o su descubrimiento del bosón de Higgs–, la noticia se sacaba de la sección y se llevaba a portada, para mantener el principio de que cualquier lector podía utilizar la sección de ciencia para envolver el pescado y aun así permanecer debidamente informado.

Para sostener la tesis que vengo a traer, voy a comparar el caso de Cervantes con otro parecido, el del rey Ricardo III de Inglaterra. En 2012, un nutrido equipo de investigadores, bajo el mando de la Universidad de Leicester, comenzó a rastrear el subsuelo de un aparcamiento de aquella localidad británica en busca de los restos perdidos de Ricardo III, el que en la obra de Shakespeare ofrecía su reino por un caballo. Lo último que se supo del monarca fue que nadie atendió su súplica y que por ello murió en combate, siendo su cadáver enterrado en un monasterio franciscano. Aquel edificio desapareció largo tiempo atrás, y en su lugar se puso un aparcamiento. De ahí el inusual lugar de la búsqueda.

No fue hasta más de un año después que los investigadores anunciaron el hallazgo confirmado de los restos del rey, y este es casi un plazo récord (nota: allí estaba chupado; encontraron solo un esqueleto, y entero). Otro año después, todos los resultados se publicaban en la revista Nature Communications. El proyecto, en el que participaron algunos de los mejores investigadores europeos de todas las disciplinas involucradas, desde la historiografía a la química de isótopos, cuenta con una página web bien estructurada e informativa. Los resultados del mismo fueron difundidos y comentados en todas las webs internacionales de ciencia y en las secciones de ciencia de todos los medios digitales.

Pasemos al caso de Cervantes. Mi primera pregunta es por qué un proyecto de tamaña relevancia mundial discurre bajo la batuta de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, a la que la Wikipedia define como «una de las entidades de mayor significación en el campo de las Ciencias Naturales y Antropológicas del País Vasco». Con todo mi respeto hacia esta noble y antigua institución, de cuyos méritos no dudo, me atrevo a citar la existencia de alguna alternativa: por ejemplo, en España contamos desde hace ya algunos años con un organismo, bastante ignorado por el público, conocido como Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que reúne algunos de los mejores centros científicos en todas las disciplinas imaginables, desde la historiografía a la química de isótopos.

Gloria González-Fortes es una genetista gallega que ha participado en el proyecto de Ricardo III durante su estancia en la Universidad de York, ocupando un rutilante segundo puesto en la lista de firmantes del estudio en el que se publicaron los resultados. Durante una conversación con ella motivada por un reportaje que he escrito para otro medio, ambos nos lamentábamos comparando el penoso circo de Cervantes con la ciencia de Ricardo III. «En Inglaterra, en general, hay más interés por temas de ciencia», me comentaba Gloria. «En otro país, el de Cervantes sería un proyecto estrella. En Leicester están montando un museo, y hubo polémica entre Leicester y York porque ambas querían llevarse los restos. Aquí hay menos interés, y las autoridades tampoco lo hacen atractivo para el público», añadía.

Y una muestra, causa o consecuencia de todo esto, es el hecho de que España tampoco disponga de infraestructuras suficientes para abordar de principio a fin un proyecto como el de Cervantes. «En España faltan laboratorios potentes para tratar la parte molecular de la arqueología, que suele hacerse en colaboración con grupos como los de Leipzig o Copenhague, y eso a pesar del patrimonio arqueológico que tenemos». «Sería bueno que no dependiéramos siempre del extranjero, que no sea una total dependencia en la que solo aportamos las muestras», opinaba Gloria.

En el fondo de todo esto, yace enterrado un concepto decimonónico de la arqueología. «Aquí es una especialización de historia, mientras que en Inglaterra tiene muchas materias de biología molécular, isótopos, ADN, como una herramienta más en la investigación arqueológica. Aquí hay una tradición más de letras en estudios arqueológicos», valoraba Gloria. Lo que me devuelve a, y explica, el revuelo en la rueda de prensa de esta semana cuando los periodistas de Cultura esperaban, supongo, una verdad científica. Parece que entre la gente se entiende el concepto de verdad científica como absoluta e incontestable. Pero verdad científica es, de por sí, un oxímoron. Las verdades de verdad podrán ser políticas, judiciales o religiosas. Si queremos llamar verdad científica a algo, será una verdad que pueda falsarse al día siguiente. Eso es el método científico.

Decimonónico ha sido también el tratamiento del proyecto Cervantes de cara al público. Un empeño de tal trascendencia no parece contar con una página web que informe sobre sus objetivos, planificación, financiación, participantes y resultados. Uno debe emprender oscuras búsquedas en la web del Ayuntamiento de Madrid para encontrar alguna información al respecto. Una página, destacada esta semana, está dedicada a contarnos lo que la alcaldesa tenía que opinar sobre la cuestión. Mucho más enterrada está la única página, hasta donde he podido saber, en la que se detalla la composición del equipo investigador a propósito del inicio de la segunda fase del proyecto el pasado 23 de enero; página que viene titulada erróneamente como «Ayuntamiento de Madrid – La Noche en blanco: dispositivo policial, sanitario y de movilidad». Y en cuanto a los planes previstos y su financiación, lo único que sabemos es que la alcaldesa dijo que, tranquilos, «habrá dinero». Como a un niño se le promete la paga para el fin de semana.

Quizá algún lector esté descubriendo la conclusión de que el objetivo de este post es arremeter contra el Ayuntamiento de Madrid y el partido que lo gobierna. Error. Tal conclusión sería precisamente una muestra más de lo que vengo a vilipendiar. Quien haya leído unos cuantos posts de este blog ya estará advertido de que la política me importa tres rábanos. En Reino Unido, potencia científica envidiable, sería inconcebible que el asunto de Ricardo III se convirtiera en materia de rabietas partisanas, o que existiera la mínima discusión sobre la necesidad o no de financiar un proyecto así. Aquí, las soflamas a favor o en contra de la financiación del proyecto Cervantes han ardido en internet, tanto por parte de los columnistas como del público en general, y normalmente motivadas por su apoyo o no al partido político que gobierna la capital.

Por no hablar, o mira, sí, de las manifestaciones hostiles a la ciencia por parte de determinados personajes públicos. Francisco Rico, académico de la RAE, atacó el proyecto hablando de los ejemplares de El Quijote que se podrían haber comprado con el presupuesto invertido en la búsqueda de los restos de Cervantes, y declaró que «el cadáver es el excremento del cuerpo». Me pregunto si al señor Rico le agradaría que, cuando su vida llegue a un fin que espero muy lejano, sus propios restos sean tratados como tal.

Pero las de Rico no han sido, ni mucho menos, las únicas manifestaciones en esta línea. En las redes sociales y en los comentarios a las noticias en los medios he encontrado incontables descalificaciones del proyecto bajo el denominador común del insoportable gasto –más o menos lo que cuestan cuatro metros de ferrocarril de alta velocidad, o sea, de lado a lado del salón– y concluyendo con distintas variaciones de una sentencia lapidaria: «dejad que los muertos descansen en paz». Y durante la menstruación no hay que lavarse la cabeza. Y masturbarse te deja ciego. Caspa, superstición, caverna y cuentos de viejas. El mismo aire viciado de siempre, la llengua al cul, Basora, César, Kubala, Moreno i Manchón. El eterno hámster español corriendo en su propia rueda y creyendo que así avanza kilómetros. Pan y fútbol.

Epílogo: en junio, Gloria vuelve a marcharse fuera, a la Universidad de Ferrara, en Italia. Tratándose de ciencia, en ningún sitio como lejos de casa.

«Hubo un tiempo en que no mirábamos a España por su ciencia; eso ya pasó»

Aquí, la cita completa:

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que no mirábamos a España en busca de información avanzada en las líneas puramente científicas; pero ese día ha pasado, y ha surgido en sus instituciones de enseñanza una generación de hombres jóvenes entrenados en los más modernos métodos de observación e investigación, quienes están destinados a dar a este noble pueblo una estatura tan elevada en el reino de la ciencia como la alcanzada por los estudiantes de otras tierras.

Una visión esperanzadora, ¿no es así? Sobre todo cuando su autor es un personaje tan destacado como el insigne paleontólogo y zoólogo William Jacob Holland, antiguo rector de la Universidad de Pittsburgh y después director de los Carnegie Museums de la misma ciudad estadounidense.

Podríamos agradecerle a Holland el elogio, si no fuera porque… falleció hace 83 años. El científico escribió esas palabras el 28 de diciembre de 1914, y fueron publicadas en la revista Science el 5 de febrero de 1915, como parte de una reseña del libro Fauna Ibérica: Mamíferos de Ángel Cabrera Latorre, naturalista del Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera (1879-1960) fue una gran figura del naturalismo en lengua española, citado a menudo como el más importante de los zoólogos especializados en mamíferos. Su trayectoria fue tan heterodoxa como la profesión de su padre, obispo protestante. El menor de los siete hijos del pastor se licenció y doctoró en Filosofía y Letras, algo que no le impidió dedicarse por entero al estudio de la naturaleza; una pasión que dejó reflejada en 27 libros y cientos de publicaciones científicas y artículos divulgativos.

Suena a cliché manoseado siempre que se ensalza a una gloria nacional, pero Cabrera fue realmente un adelantado a su tiempo. No se puede calificar de otra manera a alguien que dedicó parte de su obra a la divulgación científica –sin televisión ni blogs era algo más complicado que hoy–, y que en época tan temprana ya alertaba del peligro de la introducción de especies invasoras en los espacios naturales. Viajó y se construyó una carrera internacional con fuertes vínculos en el mundo anglosajón, algo imprescindible hoy, no tan común en la España de entonces. Y por si faltaba algo, ilustraba sus propios libros con preciosos y precisos dibujos a plumilla y acuarelas.

Conseguir una reseña en Science no es cualquier cosa, ni en 1915 ni hoy. La guía de mamíferos ibéricos de Cabrera lo logró, y a cargo de una figura también destacada como Holland. Ignoro si ambos llegaron a conocerse. Holland calificaba el libro de Cabrera como «un modelo a su modo, y una señal del gran avance en las líneas de la investigación científica que se está produciendo en España bajo la sabia e inteligente guía de su iluminado soberano [Alfonso XIII]». El naturalista estadounidense concluía así su artículo: «Entre los jóvenes que están trabajando con éxito en esta dirección, ninguno se eleva más alto que el infatigable y talentoso autor del trabajo que tenemos ante nosotros».

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra 'Fauna Ibérica: Mamíferos' (1914).

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra ‘Fauna Ibérica: Mamíferos’ (1914).

Las palabras de Holland no eran adulaciones vanas; realmente reflejaban lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX. Quiero decir, lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX… hasta que abandonó la biología española. O tal vez la biología española lo abandonó a él. El caso es que en 1925 Cabrera agarró a su familia y se marchó a Argentina. Al parecer los motivos de su emigración no fueron políticos, que tanto aquejaron a la ciencia española del siglo XX –apunte de contexto histórico: dictadura de Primo de Rivera–, sino puramente profesionales. El Departamento de Paleontología del Museo de La Plata necesitaba un nuevo director, y fue nada menos que Ramón y Cajal quien propuso a Cabrera. Se cuenta que le ofrecieron una remuneración muy ventajosa, y allá que se fue.

El mismo año de su partida solicitó la nacionalidad argentina, y allí se quedó hasta su muerte a los 81 años. Para los españoles, Cabrera fue un biólogo español. Para los argentinos, fue un biólogo argentino. Por mi parte, siempre digo que no podemos elegir dónde nacemos, pero sí dónde queremos morir. Y él eligió morir en Argentina. Pero antes de eso siguió dejando allí el rastro de su talento, descubriendo el primer dinosaurio jurásico de Suramérica —Amygdalodon patagonicus— y abriendo brecha en lo que luego serían los ricos yacimientos mesozoicos de la Patagonia.

He querido traer hoy aquí a Cabrera y su reseña en Science porque el caso me parece tristemente irónico. Holland alabó hace cien años la promesa que para el avance de la ciencia española representaba el más brillante de sus biólogos. Pero aquella promesa se truncó cuando España la dejó escapar. Un siglo después, probablemente ustedes han entrado a leer este artículo creyendo que las palabras del título habían sido escritas o pronunciadas hoy mismo. España se mantiene firme en lo suyo: era una promesa científica hace cien años, y lo sigue siendo.

El misterio de la «erupción desconocida» de 1808

De no ser por la erupción de un volcán indonesio en 1815, quizá nunca habríamos sabido quién fue Boris Karloff. No es un caprichoso ejemplo de la teoría del caos, sino que existe una relación transitiva directa. El actor británico se encaramó a la fama interpretando a Frankenstein, personaje inventado por la escritora Mary Wollstonecraft Godwin Shelley. La inspiración para la novela le surgió a Shelley durante una célebre estancia estival en una villa cercana a Ginebra en compañía de su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley; el también poeta Lord Byron, el médico personal de este, John William Polidori, y la actriz Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y amante de Byron. Aquel verano fue inusualmente plomizo, frío y lluvioso, lo que obligó a los integrantes del romantic pack a recluirse entre las paredes de la villa y dedicar su tiempo a leer y escribir. Durante una de aquellas veladas de interior, Byron retó a sus invitados a escribir un relato de fantasmas, y de este desafío nacerían El vampiro de Polidori y la idea para el Frankenstein de Mary Shelley. Por su parte, Byron reflejó aquel ambiente sombrío en su poema Darkness.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

La meteorología miserable de aquel verano no fue casual. En abril del año anterior, el volcán Tambora, en la isla de Sumbawa, había entrado en una colosal y prolongada erupción que expulsó un inmenso volumen de cenizas a la atmósfera. El resultado fue un enfriamiento del planeta que afectó a las cosechas y extendió la hambruna durante el que hoy es conocido como el «año sin verano», 1816. Y así fue como un fenómeno geológico desencadenó la creación de una de las novelas de terror más admiradas y populares de todos los tiempos.

La erupción de Tambora fue la más violenta desde que existen registros. Solo los fenómenos de esta magnitud, que inyectan una gran cantidad de material en la estratosera, son capaces de alterar el clima de la Tierra hasta el punto de provocar un invierno volcánico. La década de 1810 fue la más fría de los últimos 500 años. Pero lo más insólito del caso es que el enfriamiento ya había comenzado antes de Tambora. «Coincidió también con el Mínimo de Dalton, un período de baja intensidad solar, pero el hecho de que el enfriamiento empezase en 1809-10 hizo sospechar que este pudo estar causado por una erupción anterior», apunta Álvaro Guevara-Murúa, geólogo vitoriano que trabaja en la Universidad de Bristol (Reino Unido) estudiando las anomalías climáticas causadas por las erupciones volcánicas.

En la década de 1990 se pudo confirmar que la de Tambora no fue la única erupción monstruosa de su época. Los estudios de sondeo en Groenlandia y la Antártida revelaron que solo unos años antes, entre 1808 y 1809, se produjo otro fenómeno eruptivo que también lanzó aerosoles volcánicos a la estratosfera y dejó huella, en forma de anomalías de sulfuro, en el hielo de las regiones polares. Sin embargo y por inaudito que parezca, de esta erupción no existe un solo testimonio histórico conocido.

Al menos, hasta ahora. Un trabajo de colaboración interdisciplinar entre geólogos, vulcanólogos e historiadores de la Universidad de Bristol ha logrado rescatar las primeras observaciones registradas de los efectos de la erupción misteriosa. Y Guevara-Murúa está convirtiendo estos hallazgos en la materia de su tesis doctoral bajo la supervisión de Erica Hendy, Alison C. Rust y Katharine V. Cashman de la Escuela de Ciencias de la Tierra, y Caroline Williams, del Departamento de Estudios Hispánicos, Portugueses y Latinoamericanos. El trabajo del vitoriano es un brillante ejemplo de ciencias mixtas, fusionando climatología y vulcanología por un lado y, por otro, investigación histórica.

En cuanto a lo primero, Guevara-Murúa señala que «se sabe bastante de cómo afecta una erupción volcánica al clima, pero solo se conoce mucho de dos erupciones del siglo XX, El Chichón [México, 1982] y Pinatubo [Filipinas, 1991], no de las anteriores». «Para que una erupción afecte al clima, tiene que ser tan fuerte como para inyectar aerosoles a la estratosfera. Y las que provocan una anomalía climática global suelen estar localizadas en los trópicos», añade. De la ciencia se desprende que la llamada «erupción desconocida» en efecto existió, y que fue «la segunda más grande de los últimos 200 años, solo eclipsada por Tambora», precisa el geólogo.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Aquí es donde se requiere la confrontación con los registros históricos. Dada la especialidad de Williams, los investigadores recurrieron a las fuentes documentales de los territorios coloniales españoles, que a comienzos del siglo XIX aún cubrían una buena parte del mundo. «El imperio español era muy burocrático, lo escribían todo», dice Guevara-Murúa. «En los documentos históricos de Latinoamérica son muy comunes los registros de erupciones volcánicas». Los investigadores peinaron el Archivo General de Indias, en Sevilla, así como otras fuentes, pero no encontraron ninguna referencia directa a una erupción volcánica.

Pero no se trataba solo de encontrar un testigo directo. «Conocemos los efectos atmosféricos que produce una erupción volcánica, por lo que se trataba de buscar algún testimonio de fenómenos de este tipo», señala Guevara-Murúa. Y fue estudiando las obras del científico colombiano Francisco José de Caldas, fundador del Semanario del Nuevo Reino de Granada y director del Observatorio Astronómico de Bogotá entre 1805 y 1810, cuando llegó lo que Guevara-Murúa describe como el «momento del eureka». En febrero de 1809, Caldas describió un «velo» en el cielo, una «nube transparente» que obstruía el brillo del sol y que se había ido extendiendo sobre Colombia desde el 11 de diciembre. «El llameante color natural [del sol] ha cambiado al de la plata, hasta tal punto que muchos lo han confundido con la luna», escribió Caldas, agregando que los campos se habían cubierto de hielo y la escarcha había atenazado las cosechas. Según Guevara-Murúa, «Caldas trataba de tranquilizar a la población diciendo que aquello podía explicarse por la física, pero no podía entender de dónde venía ese fenómeno». El colombiano, sin tener a su alcance la ciencia que pudiera ayudarle, solo acertó a definirlo como un «misterio».

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Poco después, los investigadores de Bristol encontraron un nuevo tesoro. Un breve informe escrito en Lima por el médico José Hipólito Unanue hablaba de resplandores crepusculares. «Es algo muy típico después de erupciones tan potentes», comenta Guevara-Murúa. «Las observaciones cuadran con las de otras grandes erupciones, como la del Krakatoa [Indonesia, 1883]». Así, los investigadores contaban con dos observaciones registradas a ambos lados del Ecuador, en Colombia y Perú. «Esto nos indicaba que la erupción debió de producirse en los trópicos», razona el geólogo. La coincidencia de las fechas de los informes de Caldas y Unanue ha permitido a los investigadores marcar un día en el calendario: el 4 de diciembre de 1808, con un margen de error de siete días. Los resultados se han publicado en la revista Climate of the Past.

Sin embargo, aunque el círculo en el calendario ya está dibujado, aún falta la chincheta en el mapa. «La localización puede ser lejana, porque en el caso del Krakatoa se observaron condiciones similares en Medellín (Colombia) seis días después», dice Guevara-Murúa. «Una vez que los aerosoles se inyectan en la estratosfera, se trasladan muy rápidamente a lo largo del ecuador, y luego hacia los polos. Lo que sí creemos es que no se produjo en Latinoamérica, porque habría registros directos». Es probable que una erupción de tal violencia dejara una cicatriz en la piel del planeta, pero quizá esté oculta bajo el mar si el volcán se hallaba en una remota isla oceánica. «Aún no podemos saberlo, pero confiamos en encontrar algo en los cuadernos de bitácora de los barcos», concluye el investigador.

«Latinoamérica está apostando por la ciencia más que España»

Álvaro Guevara-Murúa, geólogo e ingeniero geológico por la Universidad Complutense de Madrid, tenía claro que su vocación era el clima. Cuando supo de la línea de investigación de la Universidad de Bristol que estudia la reconstrucción de anomalías climáticas debidas a erupciones volcánicas, presentó su candidatura para realizar allí su tesis doctoral. El caso de Álvaro parece cada vez más frecuente, jóvenes científicos que directamente inician su carrera investigadora en el extranjero. Su formación y su lengua nativa le situaban como el candidato idóneo para el proyecto, por lo que recibió una beca de la universidad británica y otra de la Fundación La Caixa. «La beca de La Caixa es muy buena, el problema en España es que falla la financiación pública», opina.

El contacto con otros expatriados de distintos orígenes en Bristol le ha llevado a una conclusión que le ha sorprendido: «En Latinoamérica están apostando por la ciencia y la educación de sus jóvenes mucho más que en España. Tengo compañeros de doctorado de México muy bien financiados por su gobierno, que también les facilita el regreso». Su proyecto de investigación no solo le reporta satisfacción y publicaciones, sino que también le lleva por el mundo: «He viajado a Guatemala y Costa Rica para hacer estudios de anomalías de precipitación después de erupciones volcánicas». Y pese a todo, confiesa que espera regresar algún día, con el único argumento que, por desgracia, este país puede esgrimir para recuperar a sus científicos expatriados: «Estoy muy a gusto aquí, pero como en España, en ningún lado».

Mi carta a los reyes: quiero una Torre Eiffel

Más allá de su hermosa imagen como puente metálico hacia el cielo, la Torre Eiffel se erigió con el propósito de no tener propósito. Es, quizá, el más grandioso de todos los monumentos inútiles, o el más inútil de todos los grandiosos (si acaso, en enconada pugna con el monte Rushmore). Sí, de acuerdo; la espícula de su cumbre sostiene varias antenas, pero es obvio que esto no es un fin, sino un pretexto. La construcción de la torre no respondía a otro principio que el de “mirad lo que podemos hacer”. Y podían.

Nombres de científicos franceses en el friso de la Torre Eiffel. Ricce.

Nombres de científicos franceses en el friso de la Torre Eiffel. Ricce.

La cuestión que quiero pescar aquí, y que justifica hablar del monumento parisino en este blog y en este día, es por qué podían. Cualquiera que se haya arriesgado, como el viajante de Miller, a partirse el cuello para ver la estrella más brillante de la ciudad de la luz, habrá observado que el friso en torno a la primera planta está decorado con una serie de inscripciones. Aquí la grandeur desperdició la oportunidad de colocar un discurso elegíaco para, en su lugar, limitarse a enumerar una lista de nombres. Concretamente, setenta y dos. Son grandes monstruos de la ciencia y la ingeniería francesas que cualquier estudiante de estas disciplinas ha debido esculpirse en hierro en el friso de su cerebro: Lavoisier, Coulomb, Lagrange, Laplace, Poncelet, Cuvier, Ampère, Gay-Lussac, Becquerel, Coriolis, Cauchy, Poinsot, Foucault, Fourier, Carnot… Y así hasta setenta y dos. Impresionante currículum científico para un país.

Llegamos a la respuesta a la pregunta: ¿por qué podían? Podían gracias a esos setenta y dos, y a otros como ellos. La Torre Eiffel fue un icono de modernidad futurista cimentado sobre el trabajo de los científicos franceses. Ellos, más que metafóricamente, sostienen la torre.

Ahora, volvamos a casa. No es algo frecuente que un estudiante de ciencias se tope en sus textos con un Teorema de García, una Ley de Jiménez o una Ecuación de Romerales. Hace un siglo, dos mentes preclaras debatían a propósito de la europeización de España, algo que incluía la necesidad de abrazar el cambio productivo hacia la ciencia y la tecnología (¿les suena?). Uno de los dos, Miguel de Unamuno, repitió machaconamente esa frase lapidaria tantas veces citada y de la que ya nos hemos desprendido intelectuamente, pero cuyos efectos continuamos arrastrando: “¡Que inventen ellos!”.

Nosotros no tenemos una Torre Eiffel porque no hemos asentado los cimientos científicos y tecnológicos para tenerla. No nos la hemos ganado. Tenemos ortegas, unamunos, dalís, quevedos y fallas, pero no heisenbergs, darwins ni fermis (y un solo Cajal). En cambio, hemos tenido grecos, boccherinis y daríos; artistas a los que acogimos en su expatriación.

De acuerdo: la ciencia es un asunto global. Ya lo era antes de que se hubiera inventado la globalización. Pero sus repercusiones a largo plazo en el desarrollo engrandecen sobre todo al país que la alimenta. Severo Ochoa fue un científico estadounidense que consiguió un premio Nobel para Estados Unidos. Reproduzco lo que escribía hace un año en El País la microbióloga española Purificación López-García, directora de investigación del CNRS francés:

La investigación que yo hago es internacional, pero si tuviera que ser de alguien, sería francesa y europea, pues son instituciones francesas y europeas, pero no españolas, quienes la hacen posible. La ciencia que hacemos los cerebros fugados ya no pertenece a España. Si España quiere enorgullecerse de su ciencia, que la financie.

Sobre lo acontecido ayer en Madrid, que fue una verdadera noticia (en el estricto sentido de nueva; algo que solo tiene precedente 39 años atrás, a gran diferencia de lo que suele gastar la tinta de los diarios a diario), no pretendo entrar aquí en la discusión relativa al modelo de Estado o su jefatura. Primero, porque cantar a coro me produce anafilaxis, algo probablemente derivado de mi espíritu de animal de sabana. Pero sobre todo, porque este es un blog de ciencia y, en el fondo, qué demonios importa a nadie lo que yo opine al respecto. En cambio, y desde el territorio de este blog, en especial el de la ciencia expatriada, quiero aprovechar tan señalada ocasión para escribir mi carta a los nuevos reyes.

Dicen que el nuevo monarca es un tipo del siglo XXI (cosa que no alcanzo a comprender, pues nací solo un mes antes que él), y que alberga un empeño personal en que la ciencia ocupe el lugar que le corresponde en este país. Como mínimo, es ciertamente fresco y alentador escuchar la siguiente rarity en un discurso de proclamación de un rey, por obvia que resulte la proposición en otros contextos: «Tenemos ante nosotros el gran desafío de impulsar las nuevas tecnologías, la ciencia y la investigación, que son hoy las verdaderas energías creadoras de riqueza».

Aunque el rey reine, y no gobierne, desde esa posición de «árbitro y moderador» puede ejercer una influencia decisiva para promover la cultura científica y el impulso a la investigación en España, si asume este objetivo como tarea urgente y se compromete a que estas ideas formen parte integral y permanente de su discurso y de la línea de actuación de su reinado. Así que, en la esperanza de que algún día Ortega tumbe por fin a Unamuno, desde aquí le pido al nuevo rey Felipe VI: quiero una Torre Eiffel.

¿Qué pasaría si corriéramos la evolución otra vez desde el principio?

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Enter

…y así hoy tenemos los tiburones tigre, los baobabs, los corales, los estafilococos, los líquenes, los ornitorrincos, los retrovirus, y todo lo demás que pulula por esta roca mojada.

La evolución de las especies es un proceso que responde a una serie de principios biológicos, que a su vez se apoyan en una batería de mecanismos químicos, que a su vez dependen de un conjunto de leyes físicas. Cada vez que ascendemos un nivel de complejidad en la escala de la naturaleza, la comprensión de sus fenómenos se dificulta más. Algunos de los principios que gobiernan la evolución biológica los hemos conocido gracias a Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, a otros evolucionistas coetáneos o anteriores, y a los científicos que en el siglo XX fueron iluminando los recovecos oscuros donde la antorcha de Darwin no llegó, pero a los que muchas veces el naturalista inglés apostó intuiciones certeras que en algunos casos han quedado casi olvidadas, como decíamos ayer.

Uno de estos últimos fue Stephen Jay Gould. Este biólogo neoyorquino suscitó un debate apasionante: si pudiéramos rebobinar la cinta de la historia de la vida y volver a reproducirla, ¿estaríamos de nuevo aquí los humanos, los robles, los perros y los esquistosomas, o la vida en la Tierra sería algo completamente diferente? O dicho de otro modo, ¿cuánto hay de azar y cuánto de determinismo en la evolución biológica? Gould lo tenía claro: «cualquier nueva reproducción de la cinta conduciría la evolución a lo largo de un camino radicalmente diferente del que realmente ha tomado», escribió en su libro La vida maravillosa (1989). Esta visión de la evolución como algo totalmente azaroso ha encontrado también cierto soporte empírico. Por citar solo un ejemplo que ya he comentado en este blog, el experimento de someter bacterias intestinales Escherichia coli a radiaciones intensas para obtener cepas resistentes fue repetido cuatro veces por sus autores, y en todos los casos la evolución tomó caminos divergentes, refrendando la visión de Gould.

Pero ¿es siempre así? En contra de lo anterior, se podría argumentar que un azar puro tampoco cuadra demasiado con la existencia de leyes físicas, por tanto químicas, y por tanto biológicas. Cuando al principio de este artículo planteaba la evolución como un programa informático, la analogía tiene algo de válido: ¿qué si no las leyes inherentes a la naturaleza determinan que podamos predecir si al soltar una manzana esta caerá al suelo o se elevará al cielo? Como comencé diciendo, los niveles que hay que saltar desde la física hasta la biología complican la comprensión de las leyes que rigen esta última. Pero si las hay, al menos en principio, no todo debería ser tan aleatorio.

Apoyando esta visión, ciertos estudios que han descubierto múltiples casos de evolución convergente o paralela sugieren una cierta predicibilidad ante un conjunto determinado de condiciones ambientales. A modo de muestra, dos ejemplos: otro experimento con bacterias demostró que tres poblaciones separadas, cultivadas en presencia de dos fuentes de carbono diferentes, seguían evoluciones paralelas a lo largo de 1.200 generaciones para originar dos variedades distintas especializadas en aprovechar cada uno de los recursos. Las modificaciones genéticas surgidas en los tres experimentos independientes fueron similares, incluso idénticas. Por otra parte, un estudio que analizó 100 de los 119 tipos de lagartos anolis que viven en varias islas caribeñas descubrió que, a partir de un ancestro común, las distintas especies habían evolucionado siguiendo patrones muy similares. Ejemplos de evolución convergente los hay a miríadas, y científicos eminentes como Simon Conway Morris y Richard Dawkins han coincidido en una visión al menos parcialmente determinista del proceso evolutivo. Pero en general, estos estudios analizan la película de la vida desde los títulos finales, o bien ruedan secuelas sometiendo a sus protagonistas a condiciones experimentales forzadas muy alejadas de la naturaleza. ¿No podríamos realmente rebobinar la cinta y ver qué ocurre?

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae'. Dibujos de Rosa Ribas.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’. Dibujos de Rosa Ribas.

Esto es precisamente lo que ha logrado un maravilloso estudio publicado recientemente en la revista Science y cuyo primer autor es Víctor Soria-Carrasco, un doctor en genética por la Universidad de Barcelona que actualmente trabaja en la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Soria-Carrasco y sus colaboradores han empleado un modelo animal con el que pueden rebobinar las adaptaciones evolutivas de dos variedades de la misma especie y luego sentarse a esperar cómo evolucionan. El protagonista del experimento es Timema cristinae, un insecto palo de California que ha desarrollado dos variedades, o ecotipos, adaptadas al camuflaje en dos arbustos distintos: «uno de los ecotipos es completamente verde y se alimenta de Ceanothus, una planta de hojas anchas; el otro presenta una franja blanca más o menos marcada y se alimenta de Adenostoma, una planta de hojas más estrechas que presentan una franja blanca», detalla Soria-Carrasco a Ciencias Mixtas. Estos ecotipos parecen haber evolucionado en paralelo en distintas regiones geográficas. Son «experimentos evolutivos naturales e independientes», en palabras del investigador.

Soria-Carrasco explica que estos insectos californianos «prácticamente nacen, crecen, se reproducen y mueren» sin salir de la misma planta. Pero a pesar de que cada variedad se camufla a la perfección solo en su tipo de arbusto, ambas pueden encontrarse mezcladas en una planta concreta, aunque no con la misma frecuencia: como es lógico, los insectos que están en la planta equivocada son golosinas visibles para las aves. Es la selección natural, y un ejemplo que sirve para ilustrar cómo muchas veces se deforma uno de los conceptos clave del darwinismo, convirtiendo la evolución en una película de Bruce Willis al afirmar que «solo los más fuertes sobreviven». No se trata de ser el más fuerte, sino el más apto, el mejor adaptado al medio.

Los bichos palo nos muestran la evolución en acción: los dos ecotipos están en proceso de independizarse en especies diferentes, pero aún pueden reproducirse entre ellos. Y como el roce en el mismo arbusto hace el cariño, existe un flujo genético entre las dos variedades que actúa como resistencia a la separación en dos especies. Para empezar, los investigadores secuenciaron los genomas de varias poblaciones de distintas zonas geográficas y de ambos tipos de arbustos, y luego cambiaron los insectos de arbusto para ver qué ocurría en la próxima generación, cuando los huevos eclosionaran a la primavera siguiente. Así lograron identificar qué regiones del ADN del insecto palo están guiando el proceso de separación en dos especies.

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae' en sus arbustos respectivos.  Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’ en sus arbustos respectivos. Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los científicos hallaron que las divergencias están muy dispersas por el genoma. Comparando un «experimento evolutivo natural» con otro, es decir, los dos ecotipos que hay en un emplazamiento con los de otro más alejado, descubrieron que en el 80% de los casos estos cambios son diferentes entre las zonas geográficas, pero coinciden en el 20% restante. «Esto podría interpretarse como que, si pudiéramos ejecutar el programa de la evolución usando el mismo escenario, los resultados serían únicos en su mayoría cada vez, pero aún así seríamos capaces de distinguir una serie de cambios que siempre tienen lugar», deduce Soria-Carrasco. En otras palabras: al menos en estos insectos palo, la evolución tiene un 80% de azar y un 20% de determinismo. «Esto parece indicar que habría una serie de constricciones que obligarían a la evolución a tomar siempre el mismo camino en algunos casos», concluye el científico. Curiosamente, este 20% de evolución paralela afecta sobre todo a regiones del ADN que producen proteínas, por lo que el proceso de especiación parece apoyarse más en cambios en las proteínas, no en su nivel de expresión.

Un dato sorprendente es que los investigadores encontraran estas diferencias en solo una generación correspondiente a un año. La respuesta es que las variaciones no surgen como nuevas mutaciones, sino que ya existen previamente en el conjunto de genes de la población. «La explicación es que la inmensa mayoría de los cambios que vemos (si no todos) son debidos el efecto de los procesos evolutivos sobre la variabilidad genética que ya existe en las poblaciones», aclara Soria-Carrasco.

Otra conclusión del estudio es que la evolución no es un proceso tan lineal como solemos imaginar. En ese «tira y afloja entre la intensidad de la selección natural y del flujo génico», como Soria-Carrasco lo define, es difícil prever si, o cuándo, el proceso de especiación culminará en dos insectos palo incapaces de reproducirse entre ellos. «Cuánto tiempo es necesario, es una pregunta abierta», apunta el investigador. Esta cuestión tiene implicaciones en los cálculos que hacen los biólogos evolutivos para correlacionar distancias genéticas y temporales; es decir, a partir de las diferencias entre los genes de, por ejemplo, el ser humano y el chimpancé, se puede inferir hace cuántos millones de años sus ramas evolutivas se separaron. «Cuando Emile Zuckerland y Linus Pauling propusieron por primera vez la idea que mencionas, de que los cambios genéticos podrían considerarse como tics de un reloj, la verdad es que pecaron un poco de ingenuidad», opina Soria-Carrasco. Sin embargo, el investigador aclara que estos efectos de tira y afloja solo afectan a escalas temporales pequeñas, menores de entre cinco y diez millones de años. En estos casos, dice, la correlación entre distancias genéticas y temporales se rompe, lo mismo que el concepto clásico del árbol evolutivo: «acabas teniendo una red en vez de un árbol».

Por último, y dado que se trata de imaginar cómo se ejecutaría el programa de la evolución si corriera por segunda vez, es inevitable especular sobre qué ocurriría si esa misma cinta se reprodujera en otro lugar del universo. Las leyes físicas, y por tanto las químicas, y por tanto las biológicas, son universales. Sea un planeta parecido al nuestro, con condiciones ambientales similares. Sean la luz solar y el agua. Sean carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Y ahora, hagamos:

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Enter

¿Qué obtendríamos? ¿Exorrobles, exoperros, exoesquistosomas? ¿Exohumanos? ¿Nos pareceríamos? ¿Nos reconoceríamos? «Esto es muy especulativo», admite Soria-Carrasco. «Pero si hiciéramos una muy arriesgada extrapolación de nuestros resultados –que en el fondo son solo para un organismo concreto y a escala microevolutiva; no sabemos si pasa lo mismo o algo diferente en muchos otros casos y/o a diferentes escalas temporales–, podríamos decir que muchas cosas serían diferentes, pero probablemente seríamos capaces de distinguir un tema central que siempre sería el mismo». «Depende de si uno considera que el azar es algo que existe realmente o simplemente la manera en que llamamos a nuestra incapacidad de predecir con precisión el resultado de procesos complejos».

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

 

«Los recortes en España afectarán a varias generaciones de científicos»

Como muchos jóvenes investigadores, Víctor Soria-Carrasco emigró al extranjero voluntariamente después de terminar su tesis doctoral en busca de una consolidación internacional de su carrera. Vino a dar en el Departamento de Ciencias de Animales y Plantas de la Universidad de Sheffield (Reino Unido), en el grupo de Patrik Nosil, a quien define como «un tipo muy majo». «El nivel de investigación es muy bueno y la cantidad de movimiento es muchísimo mayor que en España».

En la escala de recuperabilidad de científicos expatriados, si existiera, Soria-Carrasco no sería de los más fáciles. En Sheffield ha encontrado una vida confortable con su pareja, también española e investigadora, y la idea de un posible regreso no le viene inspirada por motivos científicos. «Podemos consolarnos el uno al otro cuando no vemos el sol durante varias semanas. Francamente, el clima y la comida son una pena». Pero como a otros científicos comprometidos, también les pincha la espina de la responsabilidad social: «devolver la inversión a la sociedad, contribuyendo a enriquecer el panorama científico español con todo lo que he aprendido y sigo aprendiendo fuera».

En su análisis de los recortes actuales al sistema español de ciencia, aplica, como no podía ser de otro modo, un enfoque evolutivo a largo plazo: «incluso aunque subieran el presupuesto de investigación en los próximos años, los recortes han provocado un cuello de botella que afectará a varias generaciones de científicos. Los políticos españoles no son conscientes de que la investigación funciona muy lentamente y requiere estabilidad». «La investigación no puede tratarse como si fuera un negocio en el que alegremente se contrata y despide gente según las necesidades del mercado». Tal vez, para el día en que las condiciones sean propicias para el regreso a España de este investigador, los dos ecotipos del insecto palo ya se habrán separado en especies distintas.

Están aquí: las diez peores invasiones biológicas de Europa

La cotorra argentina, Myiopsitta monachus. Lip Kee Yap (Wikipedia).

La cotorra argentina, ‘Myiopsitta monachus’. Lip Kee Yap (Wikipedia).

En la ciudad que queda más cerca de donde vivo –creo que la llaman Madrid–, en los últimos años se ha venido propagando una plaga tan simpática como latosa. Son las Myiopsitta monachus, más conocidas como cotorras argentinas. Estas aves han añadido una pincelada de verde rabioso a la sobriedad parduzca de los plumajes castellanos, y un jolgorio tropical a los civilizados trinos de los pájaros urbanitas. Son bonitas y divertidas, y sus monstruosos nidos coloniales, aperchados en los árboles en lugares como la Casa de Campo, son un espectáculo de actividad frenética.

Pero no dejan de ser una plaga. Como invasores biológicos exóticos, desequilibran los ecosistemas y amenazan la supervivencia de las especies autóctonas. Por no hablar de la insoportable escandalera que deben de sufrir quienes han sido agraciados con un nido junto a su ventana, o del riesgo que supone el desplome de estas enormes colmenas aviares que pueden superar fácilmente los cien kilos. ¿Qué hacer con las cotorras? Las autoridades tratan de aplicar medidas correctoras, pero quizá no sea muy popular decretar el exterminio de unos animalitos vistosos a los que, literalmente, no les falta ni hablar.

«La erradicación puede parecer poco popular, pero si una especie no se elimina por completo se regenerará rápidamente y habremos invertido un montón de tiempo y dinero para nada». Son palabras de Belinda Gallardo, ecóloga especialista en invasiones biológicas de la Estación Biológica de Doñana del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Gallardo acaba de publicar un estudio en un número especial sobre invasiones biológicas de la revista Ethology Ecology & Evolution. «Si la Comunidad de Madrid determinara que es posible eliminar la cotorra, sería la primera en apoyar el plan, por muy impopular que pareciese. Es una cuestión de evaluar riesgos y beneficios para el ecosistema», expone la bióloga a Ciencias Mixtas.

Pero el caso de la cotorra, aunque resulte especialmente llamativo para los habitantes de las ciudades, no es más que la punta del iceberg, y no fue esta la que hundió el Titanic. Lo más peligroso está bajo el agua, y la panza del iceberg puede venir representada por especies como el mejillón cebra o la almeja asiática, que han causado estragos en la cuenca del Ebro al obstruir conducciones de agua y sistemas de maquinaria. Junto a estos dos moluscos, Gallardo destaca la incidencia en España de otros invasores: «el caracol manzana en el delta del Ebro, e insectos como la avispa asiática (por el norte, cerca de los Pirineos), la procesionaria y, por supuesto, el picudo rojo [un escarabajo que afecta a las palmeras]».

'Top 10' de especies invasoras en Europa. Se muestran en el mismo orden que en el texto, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Todas las imágenes de Wikipedia.

‘Top 10’ de especies invasoras en Europa. Se muestran en el mismo orden que en el texto, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Todas las imágenes de Wikipedia.

En su estudio, Gallardo repasa el top 10 de especies invasoras de especial relevancia en el ámbito europeo. «La selección de las diez especies surge a raíz de un gran proyecto europeo DAISIE con colaboración de los investigadores más relevantes del campo», explica. Las especies elegidas son las que presentan «mayor número de impactos diferentes». Entre ellas las hay de agua dulce, como el mencionado mejillón cebra (Dreissena polymorpha), la trucha de arroyo (Salvelinus fontinalis) y el cangrejo de río americano (Procambarus clarkii), especialmente preocupante. «Los cangrejos de río son un caso notable porque tienen una alimentación generalista y además generan cambios en el hábitat (son ingenieros del ecosistema). Provocan cambios en cascada que afectan a todos los niveles tróficos y pueden hacer cambiar un ecosistema por completo», sostiene Gallardo. Otros invasores son marinos, como el balano Balanus improvisus y las algas Codium fragile y Undaria pinnatifida, esta última empleada para elaborar la sopa de miso japonesa. El top 10 solo incluye una planta, el llamado vinagrillo o agrios (Oxalis pes-caprae), y un ave, el ganso canadiense (Branta canadensis). Pero sobre todo llama la atención la presencia de dos grandes mamíferos, el ciervo sica (Cervus nippon), originario del Extremo Oriente, y el coipú o nutria roedora (Myocastor coypus), procedente del cono sur de América.

En lo que respecta a las especies marinas, las invasiones son difíciles de evitar, ya que en algunos casos los organismos exóticos son recogidos con el agua de lastre de los grandes buques. Pero ¿qué clase de mecanismo opera para que un ciervo invada otro continente? Evidentemente, es el resultado de un acto humano tan voluntario como irresponsable. «La introducción deliberada sigue siendo, tristemente, el principal vector de invasión», dice Gallardo. «La inmensa mayoría de las especies invasoras son ornamentales y proceden de casas particulares, centros de jardinería, centros de acualcultura, piscifactorías, puertos comerciales y campos de cultivo. En el caso de los ciervos, fueron introducidos por su valor estético». Otro caso conocido es de las tortugas de agua de Florida, mascotas muy populares cuya venta fue prohibida en España en 2011. Pero las introducciones deliberadas no solo responden al capricho; en el pasado, han sido resultado de un concepto erróneo de la conservación: «Hasta los años sesenta había una concepción muy ingenieril de los ecosistemas, y a menudo se introducían especies nuevas para mejorarlos. Esto pasó mucho en ríos y embalses, donde se introducían sin discriminación peces, cangrejos y otros organismos que les sirvieran de alimento».

Gallardo destaca que la erradicación de las especies invasoras es ardua y costosa, aunque no por ello debe abandonarse. «El tipo de modelos que yo desarrollo tienen como objetivo identificar las especies y zonas en mayor peligro, y donde los pocos recursos disponibles deberían centrarse», señala la investigadora, que destaca sobre todo el valor de la prevención como «manera más efectiva de evitar gastos multimillonarios». Y la prevención, a su vez, se apoya en dos patas: concienciación y legislación. «A pesar de que la sociedad está cada vez más concienciada de los peligros de soltar especies exóticas, todavía hoy en día es facilísimo comprar por internet todo tipo de plantas y bichejos altamente invasores y prohibidos por ley», advierte. En cuanto a la legislación, Gallardo reconoce que «en los últimos años se ha avanzado mucho y la Unión Europea se lo está tomando en serio; al fin y al cabo su coste en Europa asciende a más de 12 billones anuales. Esperamos cambios en la legislación pronto». Sin embargo, alerta de que aún «la legislación no cuenta con los recursos necesarios para hacerse efectiva».»Ese es el gran reto», concluye.

Una expatriada de vuelta en casa

Después de tres años en la Universidad británica de Cambridge, Belinda Gallardo ha regresado recientemente a España para incorporarse al equipo de la Estación Biológica de Doñana del CSIC. Su marcha al extranjero fue voluntaria como parte de la formación internacional del científico, y considera que la experiencia fue «fantástica». La investigadora se considera afortunada al haber podido regresar con relativa facilidad y a un centro puntero, pero echa de menos la tranquilidad y la seguridad laboral que ofrece la investigación en Reino Unido. «Todas las conversaciones en España giran en torno a la situación laboral –siempre precaria, con contratos cortos, mal pagados y poca probabilidad de continuidad– y la financiación de las investigaciones –que siempre llega tarde y es insuficiente–«, se lamenta. «Esto hace que pases la mayor parte del tiempo en un estado de gran estrés, escribiendo propuestas de proyectos y trabajando sin descanso, con gran perjuicio para la familia». La bióloga critica que el sistema español prime «la cantidad por encima de la calidad, lo que empuja a publicar sin descanso y sin tiempo para diseñar planes de trabajo más ambiciosos».

Los Álvarez y los dinosaurios, un culebrón científico con fabes y hamburguesas

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Supongan que el que suscribe, que también escribe, se presentara un buen día en el mismo Hollywood tratando de vender un guion para una película, o tal vez una serie. ¿De qué va?, interroga el ejecutivo de la productora. Y uno le espeta lo que sigue:

Va de un médico de Asturias que emigra a Estados Unidos, se casa con la hija de un marino prusiano y se establece en Hawái, donde desarrolla un tratamiento contra la lepra y acumula una fortuna gracias a sus negocios de tabaco, minas y bienes raíces. Su hijo, también médico, describe el Síndrome de Álvarez, consistente en una hinchazón histérica del abdomen sin motivo aparente. Su nieto estudia física y participa en el Proyecto Manhattan para la fabricación de la bomba de Hiroshima, cuyo lanzamiento observa desde un bombardero que vuela junto al Enola Gay. Además, inventa un radar de aproximación para los aviones sin visibilidad, crea el primer acelerador lineal de protones y un sistema para explorar las pirámides de Egipto por rayos X, y explica las trayectorias de las balas del asesinato de Kennedy. Le conceden el premio Nobel de Física y finalmente, junto a su hijo, bisnieto del médico asturiano, descubre por qué se extinguieron los dinosaurios. Fin.

Semejante argumento solo lo compraría, si acaso, aquel ejecutivo de la Fox en Los Simpson al que el director Ron Howard lograba colocar un guion de Homer para una película protagonizada por un robot asesino profesor de autoescuela que viajaba en el tiempo para salvar a su mejor amigo, una tarta parlante. Por lo demás, para un novelista o guionista, los únicos salvoconductos válidos para cruzar la frontera de la verosimilitud sin ser acribillado a balazos se despachan a nombre de Tarantino y alguno más.

Sin embargo, la historia del médico asturiano es cien por cien verídica. Luis Fernández Álvarez, reconvertido en su versión norteamericana a Luis F. Alvarez, nació en 1853 en La Puerta, un barrio de la parroquia de Mallecina en el concejo asturiano de Salas, hijo del bodeguero del infante de España Francisco de Paula de Borbón, a su vez vástago del rey Carlos IV. La saga de científicos que Álvarez fundó en su emigración a las Américas es quizá uno de los ejemplos más tempranos y brillantes de nuestra tradicional fuga de cerebros; un modelo paradigmático de lo que nos hemos perdido.

Los Álvarez son más conocidos por la aportación estrella del nieto del médico, Luis Walter Alvarez, que a pesar de su Nobel de Física hoy es más popular por el estudio que publicó en 1980 en Science junto con su hijo Walter y en el que proponía una solución al enigma de la desaparición de los dinosaurios. Según esta hipótesis, la llamada extinción masiva K/T, que hace 65 millones de años marcó la frontera entre el Cretácico y el Terciario, fue provocada por la colisión de un gran objeto espacial. Años más tarde la teoría cobró impulso al descubrirse el cráter de Chicxulub en la península mexicana de Yucatán, una hoya de 180 kilómetros de diámetro enmascarada por sedimentos posteriores. Recientemente el gobierno de Yucatán ha anunciado que se propone emprender el desarrollo turístico del cráter de Chicxulub, lo que añadirá un atractivo científico a la costa del Caribe mexicano.

La teoría de los Álvarez es la más aceptada, pero no la única, y aún es objeto de investigaciones. Hace poco más de una semana ha aparecido el penúltimo estudio, aún sin publicar, que analiza los datos sobre el impacto para tratar de establecer su naturaleza. En este trabajo, los investigadores Héctor Javier Durand-Manterola y Guadalupe Cordero-Tercero, del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México, han calculado que el objeto pesaba entre 1 y 460 billones de toneladas y medía entre 10,6 y 80,9 kilómetros de diámetro. Los científicos mexicanos sugieren que probablemente no se trataba de un asteroide sino de un cometa, algo que ya se había propuesto anteriormente.

Hoy el bisnieto del médico, Walter Alvarez, prestigioso geólogo de la Universidad de California en Berkeley, es un estadounidense de cuarta generación de setenta y tres años al que ya poco le liga al origen geográfico de su familia, salvando un doctorado honoris causa por la Universidad de Oviedo y una pertenencia honoraria al Ilustre Colegio Oficial de Geólogos. Aun así, es su regalo el dedicar parte de sus investigaciones a la evolución tectónica de la Península Ibérica. Será que, como sabemos quienes hemos vivido en Asturias, la tierrina nunca deja de tirarle a uno de la sisa.