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Así está evolucionando el virus de la COVID-19

Decíamos ayer que la idea de que los virus siempre evolucionan para hacerse más inofensivos no es un bulo, como a veces se dice, sino una hipótesis que en su momento —principios del siglo XX— parecía razonable; incluso estamos acostumbrados a la idea de que los animales se domestican por un contacto prolongado por los humanos. Pero en ciencia las afirmaciones hay que probarlas (o falsarlas); es lo que distingue a la ciencia de todo lo que no lo es. Y aunque esa llamada ley del declive de la virulencia era difícil de poner a prueba, las evidencias no la han apoyado. Ayer contábamos un caso de lo contrario, el virus de la mixomatosis en los conejos.

Lo cual, decíamos, no implica que un virus no pueda evolucionar hacia una menor agresividad. Según el modelo que más se maneja hoy, llamado del trade-off o del intercambio o compensación, la evolución de un virus es un toma y daca entre los costes y los beneficios de un aumento o una disminución de la virulencia. Además, existen condicionantes a la interacción entre estos factores, como el tamaño de la población viral —un virus muy extendido como el de la COVID-19 tiene más oportunidades de variar que otro de escasa propagación como el ébola— o la tasa de mutación del virus —que es muy diferente en unos y otros dependiendo de su maquinaria genética—.

Pero aunque este modelo tiene formulación matemática, en un sistema tan complejo es muy difícil predecir qué hará el virus en el futuro, sobre todo al comienzo de un brote de un virus nuevo sobre el que es mucho lo que se desconoce. Sin embargo, había aspectos en el perfil del virus SARS-CoV-2 que invitaban a desconfiar de una posible evolución rápida hacia una menor virulencia. Por ejemplo, dado que el virus tenía un periodo de incubación algo extendido y que tardaba tiempo en matar, no necesitaba reducir su agresividad para propagarse, sobre todo cuando además las personas contagiadas estaban infectando a otras antes de que aparecieran los síntomas, antes de saber que estaban contagiadas.

Respecto al último de los factores mencionados, la tasa de mutación, inicialmente se estimó que era aproximadamente la mitad de la del virus de la gripe, una media de dos mutaciones puntuales al mes. Ambos virus, el SARS-CoV-2 y la gripe, tienen su material genético en forma de ARN, lo que confiere una mayor propensión a mutar que en los virus de ADN. Pero el de la gripe tiene además su genoma partido en trozos, lo que facilita el intercambio de fragmentos que aumenta la variabilidad. Esto no ocurre con el SARS-CoV-2, el cual además, a diferencia del de la gripe, tiene un sistema de corrección de errores al replicarse que reduce las posibilidades de mutar.

Pero los datos recogidos a lo largo de la pandemia indicaban que el virus estaba mutando mucho más deprisa de lo que se había previsto, dos veces y media más que la gripe. En lugar de variar a velocidad constante, los investigadores descubrieron que estaba evolucionando a trompicones, con rápidos episodios de varias semanas en los que el virus pisaba el acelerador para multiplicar su tasa de mutación por cuatro.

En un primer momento los científicos aventuraron que tal vez las primeras variantes serían más contagiosas que el virus original. Había razones para pensar esto, ya que el virus que surgió en Wuhan no tenía optimizada su unión al receptor de las células humanas mediante el cual consigue penetrar en ellas. Había un margen de mejora, y de hecho se sabía que el virus no era excesivamente infeccioso en comparación con otros virus respiratorios; hacía falta un contacto prolongado y una dosis viral relativamente alta para contagiarse.

Viriones del SARS-CoV-2 Ómicron replicándose en el interior de una célula infectada. Imagen de NIAID.

Esta previsión acertó: la primera variante temprana que se extendió a niveles considerables fue la D614G, llamada así por la mutación del aminoácido ácido aspártico (D, según el código empleado) a glicina (G) en la posición 614. Esta variante parecía más transmisible que el virus original, sin que se apreciara una mayor virulencia. Luego comenzaron a llegar las variantes que la Organización Mundial de la Salud calificó como preocupantes y que se designaron con letras griegas, Alfa, Beta, Gamma y Delta. Se detectó un aumento de la transmisibilidad, sobre todo en Alfa y Delta; el virus estaba optimizando su capacidad de contagio e infección.

En cambio, no hubo cambios drásticos en la virulencia, aunque los que hubo contradecían la idea del posible declive: Delta resulto ser algo más agresiva, en contra de lo que se dijo en un primer momento.

Pero el aumento de la transmisibilidad tiene sus límites, ya que llegará un momento en el que cualquier cambio ya no pueda mejorar más la capacidad de infección, y no hará sino empeorarla. A medida que aumentaba la proporción de población contagiada, los científicos predecían que en algún momento el virus comenzaría a evolucionar en otra dirección, la de escapar a la defensa inmunitaria para poder reinfectar a las personas recuperadas de la enfermedad.

Esta predicción también se cumplió: en Beta y Gamma ya se observó una cierta evasión inmunitaria, en concreto la capacidad de escapar a los anticuerpos neutralizantes presentes en las personas recuperadas.

Entonces llegó Ómicron. Y esto nadie lo esperaba. Ómicron surgió de no se sabe dónde; como las anteriores, apareció de forma independiente —no a partir de otras ya reconocidas—, pero el estudio de su genoma sugiere que nació en los primeros momentos de la pandemia, en la primavera de 2020, y que se mantuvo bajo el radar durante año y medio hasta que comenzó a crecer de forma explosiva, barriendo a las demás variantes con la sola excepción de Delta.

Ómicron tiene tantas mutaciones que es incomprensible que tardara tanto en encontrarse. Algunos científicos sugerían que tal vez se originó en animales contagiados con el virus original, en los cuales este pudo variar libremente sin que la vigilancia epidemiológica lo detectara, ya que en un principio no estaba presente en los humanos hasta que alguno lo adquirió de un animal. Se pensó en los ciervos; en EEUU hay una gran proporción de infección entre ellos, y estos animales suelen tener contacto con los humanos. Ahora, un nuevo estudio publicado esta semana en PNAS propone que pudo originarse en los ratones, ya que el virus original los infectaba torpemente, y sin embargo Ómicron parece optimizado para ellos.

Esta variante ha llegado a una infectividad récord, igualando la del sarampión, el virus más infeccioso conocido. Aquello del contacto prolongado y la alta dosis de virus de los primeros tiempos de la pandemia ya quedó muy atrás. Y además, Ómicron es también un especialista en esquivar la respuesta inmune de las personas expuestas a variantes anteriores.

Ómicron también ha matado menos. Pero aunque un estudio temprano propuso que esta variante es menos virulenta, ya que infecta más fácilmente la nariz pero menos los pulmones, a todo esto se ha añadido un factor adicional: las vacunas.

Según el enésimo bulo conspiranoico surgido recientemente en internet, se ocultó que no se había testado la capacidad de las vacunas de ARN de reducir la transmisión antes de comercializarlas. Esto no es cierto. No se ocultó nada, ya que los ensayos clínicos, publicados antes de que las vacunas comenzaran a aplicarse, jamás testaron la evitación de la transmisión. No estaban diseñados para esto, y habría sido enormemente complicado hacerlo.

Pero no tenía sentido hacerlo, ya que las vacunas intramusculares de ARN tampoco se concibieron para reducir la transmisión, sino para aminorar los síntomas clínicos, es decir, evitar la enfermedad grave y la muerte. Las vacunas que tenemos ahora inducen una buena inmunidad sistémica, pero una mala inmunidad local en las mucosas de las vías respiratorias, lo que sería necesario para evitar el contagio. Solo una vacuna intranasal con una formulación probablemente diferente, de proteína recombinante o de virus inactivado, podría lograr esto. Aún no tenemos estas vacunas, pero están en proceso.

Pese a todo, resultó que los estudios posteriores de numerosos grupos de investigación sobre la población ya vacunada revelaron que las vacunas sí están reduciendo la transmisión en buena medida, algo que ni los propios creadores de las vacunas esperaban, y que es casi más difícil de explicar que lo contrario.

De cara a la evolución del virus, la importancia de las vacunas es que son otro factor más de presión selectiva que puede afectar a lo que el virus haga en el futuro. Dado que no evitan drásticamente la transmisión, no están presionando significativamente al virus para mejorar su infectividad. Pero en cuanto a la virulencia, el problema es que con un porcentaje tan alto de población vacunada y/o recuperada ya es imposible comparar la agresividad de las nuevas variantes con las que existían antes de las vacunas, porque estas han reducido los síntomas en millones de personas, salvándolas de la enfermedad grave o de la muerte. Por lo tanto, ya no se puede comparar la virulencia de las nuevas variantes con la de las antiguas en igualdad de condiciones.

Ómicron ha tenido tal éxito, desde el punto de vista del virus, que las nuevas variantes que se están propagando ahora surgen a partir de ella, por nuevas mutaciones o recombinaciones, en lugar de partir del virus original o de versiones anteriores. Y en ellas, como BA.2.75.2, derivada de Ómicron BA.2, o BQ.1.1, derivada de la dominante en los últimos meses, BA.5, se observa que están mejorando su evasión inmunitaria (recordemos que, aunque Ómicron escape bastante de los anticuerpos neutralizantes, no así de las células T, otro componente fundamental de la respuesta inmune), llegando a mutaciones comunes incluso si tienen orígenes distintos.

En particular, la neutralización de BA.2.75.2 por los sueros de las personas vacunadas o recuperadas es solo la sexta parte que en el caso de BA.5. Lo cual no quiere decir que el sistema inmune no pueda con esta subvariante, sino que las vacunas o una infección previa nos protegen mucho menos contra ella. Estas nuevas subvariantes no han pérdido ni un ápice de infectividad.

La hipótesis más alta en las apuestas actuales es que continuará esta tendencia con nuevas subvariantes de Ómicron, aunque no se descartan otras posibilidades. Una preocupación constante es la posibilidad de que surja una variante recombinante entre Delta —más agresiva— y alguna de las subvariantes de Ómicron de mayor evasión inmunitaria, lo que podría ser una tormenta perfecta.

En fin, por desgracia aún no podemos pensar que la pandemia ha terminado. El cuadro más razonable, siempre con reservas, es que en los próximos meses de otoño e invierno las infecciones aumentarán, también en personas vacunadas y recuperadas, aunque de momento las vacunas siguen manteniendo a raya los síntomas graves con las subvariantes actuales. Mientras el virus siga evolucionando con rapidez, algo propiciado también por la gran cantidad de población infectada (lo que significa una población viral inmensa para que surjan nuevas variantes), probablemente deberemos esperar a las vacunas intranasales para forzar una reducción drástica de la transmisión.

Por qué la Ómicron «sigilosa» es sigilosa, y qué fue de ‘déltacron’

Probablemente, a la mayoría de quienes de repente hayan leído u oído hablar de algo llamado «Ómicron sigilosa» solo les vendrán a la cabeza dos cosas: primera, una sensación de hastío infinito por algo que no parece acabar nunca; segunda, una pregunta: ¿debo preocuparme?

Respecto a lo primero, es algo que todos compartimos. Hoy le escribía a un amigo y colega que la cóvid ya ha pasado de ser una catástrofe a ser un coñazo, afortunadamente. Y aunque no es el día para hablar de esto, los coñazos deben tratarse de distinto modo que las catástrofes, algo que llevo ya tiempo defendiendo en este blog.

Con respecto a lo segundo, la respuesta es: no más que por la Ómicron normal. Y ahí puede acabar lo imprescindible. Pero tal vez haya por ahí tres o cuatro curiosos a quienes les interese saber qué tiene de especial la Ómicron sigilosa para que se la llame así. Porque, como viene ocurriendo durante la pandemia con los teléfonos rotos, aunque ahora sean 4G o 5G, ya he oído en algún medio que la Ómicron sigilosa se llama así porque no puede detectarse o porque a veces escapa a las PCR, lo cual es totalmente erróneo.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Representación de coronavirus. Imagen de pixabay.

Para empezar, la tal Ómicron sigilosa no es nueva. Cuando en noviembre se detectó una nueva variante en Sudáfrica y Botswana, después llamada Ómicron, los investigadores identificaron tres linajes distintos, tres formas muy similares pero con ciertas diferencias, a las que llamaron BA.1 (BA.1​/B.1.1.529.1), BA.2 (BA.2​/B.1.1.529.2) y BA.3 (BA.3​/B.1.1.529.3), según la nomenclatura técnica estándar adoptada para las variantes de este virus; lo de las letras griegas lo inventó la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que el rechazo natural del ser humano a aprenderse ristras de letras y números no llevara a hablar de la variante británica, india o sudafricana, ya que actualmente se evita relacionar países o regiones con nombres de patógenos (a pesar de que muchos siguen llamando a la gripe de 1918 «española», que ni siquiera lo era).

Pues bien, de estas tres subvariantes, rápidamente la BA.1 se hizo con el control. Esta es la que ha dominado el mundo en los últimos dos meses, la que conocemos simplemente como Ómicron. Los investigadores pensaban entonces que las BA.2 y BA.3 desaparecerían bajo el dominio de su hermana más potente.

Curiosamente, no ha sido así en el caso de la BA.2, que ha ido expandiéndose lenta y sigilosamente en los lugares donde ha penetrado (pero no, este no es el motivo para llamarla «sigilosa»). En Dinamarca ya suma la mitad de todos los nuevos contagios de Ómicron. En Alemania ha superado a Delta y crece más deprisa que la Ómicron normal, la BA.1.

Si ahora está siendo capaz de imponerse a su hermana que ya se había adueñado del mundo, es posible que cuente con alguna ventaja adicional. Quizá sea algo más transmisible, aunque por el momento los científicos apuntan que la diferencia no sería tan abultada como la de Ómicron respecto a variantes anteriores. Quizá sus diferencias le confieran una cierta capacidad de evasión frente a la inmunidad a Ómicron, pudiendo reinfectar más fácilmente a quienes previamente ya se habían contagiado con la Ómicron normal; ya hay casos descritos de esta reinfección. Pero por el momento, no parece que BA.2 vaya a provocar síntomas más graves que BA.1, y los datos preliminares de Reino Unido sugieren que la tercera dosis de la vacuna podría proteger incluso algo mejor contra la enfermedad sintomática por BA.2 (un 70%) que por BA.1 (un 63%), aunque aún es pronto y hay pocos datos.

En cualquier caso, todo ello aconseja que este linaje sea tratado como una nueva variante. En Reino Unido se ha denominado VUI-22JAN-01, por Variant Under Investigation, aunque probablemente lo más razonable sería que la OMS la designara como la nueva variante Pi (salvo que, si se saltaron la letra griega Nu porque en inglés suena como «nuevo» y la Xi porque al parecer es un apellido chino muy frecuente, algún mandamás de la OMS que sea lector de Mortadelo y Filemón piense que no se puede estigmatizar de este modo el apellido de Filemón).

Pero, por el momento, es la sigilosa. Y ¿por qué es sigilosa? Los linajes BA.1 y BA.2 de Ómicron comparten unas 32 mutaciones, pero difieren en otras 28. Entre las mutaciones de la Ómicron normal, se encuentra la deleción (pérdida, en lenguaje llano) de un trocito de la proteína S o Spike. Este hecho ha facilitado que Ómicron sea identificable por PCR sin necesidad de leer (secuenciar) el genoma completo. La PCR para confirmar la presencia del virus detecta varios segmentos de su genoma. Uno de ellos es el trocito del gen S que falta en Ómicron. Por lo tanto, un virus Ómicron da una PCR positiva, pero negativa para el gen S (lo que se llama S Gene Target Failure, o SGTF). Dicho de otro modo, hasta ahora una PCR positiva con gen S positivo era una de las variantes anteriores, mientras que una PCR positiva con gen S negativo (SGTF) era Ómicron.

Pero ocurre que la Ómicron BA.2 no tiene esta pérdida en el gen S, por lo que los kits de PCR utilizados normalmente confunden la Ómicron sigilosa con una de las variantes anteriores, al dar un resultado PCR positivo con gen S positivo. Esta y no otra es la razón de que se haya llamado sigilosa. No es que no se detecte; se detecta igual de bien que la Ómicron normal y que las variantes anteriores. Pero se confunde con las variantes anteriores, a no ser que se busque específicamente. Hasta ahora y sin una secuenciación del genoma, probablemente muchas muestras que realmente eran Ómicron BA.2 se hayan identificado erróneamente como una de las variantes anteriores. La solución es muy fácil: hay kits de PCR que detectan ciertas mutaciones que están presentes en Delta pero ausentes en los dos linajes de Ómicron.

Y por otra parte, ¿qué pasa con la tercera subvariante, BA.3? En una PCR normal se confundiría con la Ómicron estándar, ya que esta sí tiene esa deleción en el gen S. Pero de todos modos, la vigilancia genómica que regularmente secuencia muestras del virus para rastrear su evolución no ha encontrado que se haya expandido de forma significativa.

Estas cuestiones sobre los genes del virus y su detección por los test o por secuenciación pueden llevar a este tipo de errores o confusiones. Y un caso muy sonado ha sido el de la posiblemente inexistente déltacron. A comienzos de este mes los medios informaban de la supuesta aparición de una nueva variante en Chipre que combinaba mutaciones de Delta y de Ómicron, y a la que los investigadores decidieron llamar astutamente déltacron (astutamente porque parte del gancho de la noticia estaba en el nombre, además de haber dado pie a innumerables memes).

Cuando esto se anunció, en este blog y en otras fuentes la única reacción fue… silencio. Personalmente me recordó a una historia que cuento muy brevemente. En 2013 una estrambótica investigación no publicada pretendió haber secuenciado el genoma del Bigfoot; el yeti americano. Según los autores, era un híbrido entre humanos y algún primate desconocido. Cuando los expertos miraron los datos, vieron lo que cualquier persona que supiera lo que estaba haciendo debería haber visto en primer lugar: contaminación. Aquel pastiche genético no era otra cosa que una mezcla de fragmentos de ADN procedentes de fuentes distintas.

No es que no sea posible una combinación de mutaciones de Delta y Ómicron. De hecho, ya existe. De hecho, Delta y Ómicron ya comparten mutaciones. De hecho, Delta y Ómicron comparten mutaciones con variantes anteriores. Las bases de datos de genomas virales están llenas de secuencias que comparten mutaciones de variantes.

Pero si un estudiante de doctorado llegase a su director de tesis con un resultado de secuencia pretendiendo que ha encontrado una Delta recombinada con Ómicron, probablemente la primera reacción del director de tesis sería decir que sus muestras están contaminadas. Probablemente la segunda reacción sería decir que, como máximo, quizá haya encontrado variaciones de los linajes como las que ya existen a miles, y que incluyen mutaciones de variantes distintas.

Pero decir, «¡Ah, déltacron!», y salir a los medios a contarlo… En fin, lo mejor es, como suele decirse, correr un tupido velo. Esperaremos a que los chipriotas comprueben sus secuencias, lo que al parecer están haciendo ahora, y a ver qué encuentran.

Tal vez este caso llegue a servir como ejemplo en alguna clase de periodismo de ciencia para explicar la diferencia entre contar lo que alguien dice y contar lo que ha pasado. No es lo mismo contar que ha habido una explosión que contar que un señor dice haber oído una explosión. Aunque el señor sea un científico; si fuera lo mismo, no habría necesidad de que existieran las revistas científicas. Lanzarse a dentelladas y de inmediato a algo como el anuncio del descubrimiento de déltacron tiene todas las papeletas de caer en la trampa de la desinformación. Y aunque la cóvid se haya convertido en un coñazo, por desgracia aún es un coñazo muy serio.