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La historia del hotel de safari donde Isabel de Inglaterra se convirtió en reina (2)

En octubre de 2021 el actual Treetops, el sucesor del hotel donde la princesa Isabel de Inglaterra se convirtió en reina sin aún saberlo, cerró sus puertas, tras más de un año de pandemia sin recibir visitantes. A los cierres de fronteras y otras restricciones a los viajes se unía que, con un virus respiratorio cabalgando libremente por el planeta, a nadie le parecía la idea más sensata del mundo pagar un precio abultado para compartir un espacio estrecho durante toda una noche con un montón de desconocidos.

Aunque, que yo sepa, aún no hay noticias concretas sobre su reapertura, no me cabe duda de que llegará. El pasado febrero —cuando se cumplían 70 años de la visita histórica de Isabel y su esposo— el periodista del Mail Online Robert Hardman visitaba el hotel cerrado y observaba que todo estaba en perfecto estado de revista apuntando a una posible próxima reinauguración (este verano yo solo conseguí acercarme a la cancela, cerrada a cal y canto). Más dudoso parece el destino del Outspan Hotel, el establecimiento original que ha servido como base para las excursiones al Treetops, situado a unos kilómetros. El Outspan también permanece cerrado y, según Hardman, está a la venta.

Pero si es seguro que el Treetops superará la COVID-19, en cambio no parece tan claro su futuro a largo plazo, por otros motivos muy distintos. Durante décadas el famoso hotel-árbol, en su segunda encarnación después de que el primero ardiese a manos de la guerrilla del Mau Mau, se ha debatido entre la tentación de exprimir el negocio al máximo y la necesidad de conservar el entorno natural, sin el cual se acabó el negocio. Sobre cuál ha sido el balance de este conflicto, puede haber opiniones, pero también hay datos que no son opinables.

El Treetops en 1992. Imagen de Javier Yanes.

En tiempos de la construcción del Treetops original, en 1932, el hotel en el árbol se encontraba rodeado por el espeso bosque húmedo de las faldas de los Aberdares, una región densamente poblada de fauna. En la época de la visita de los príncipes ingleses, 20 años después, ya se había constituido el Parque Nacional de Aberdare; este y su área de conservación demarcan las fronteras entre la zona destinada solo a la conservación de la naturaleza y las tierras cultivables. La situación del Treetops, justo en el extremo de una lengua del parque que se extendía desde las cumbres hacia las tierras más bajas, lo convertía en el lugar más accesible donde se podía disfrutar de aquella profusión de fauna; era el límite exterior de toda aquella inmensa naturaleza salvaje de los Aberdares.

Sin embargo, en las décadas posteriores el desarrollo y la expansión humana lo han ido acorralando. La antigua ruta migratoria de los elefantes en la que se construyó el Treetops cayó en desuso, y las granjas y plantaciones se extendieron. En época más reciente, el parque se ha vallado casi en su totalidad para impedir que la fauna salvaje invada los cultivos y para proteger el espacio natural de la presión humana, sobre todo de la caza furtiva de rinocerontes.

Ya en nuestros tiempos, lo que se contempla desde la terraza superior del Treetops no es una vasta extensión de una África intacta; las granjas saltan a la vista, y también se atisba el intenso tráfico de la carretera principal que discurre por el valle. En cambio, otros muchos alojamientos similares que proliferaron después por toda África tienen ubicaciones más aisladas de la huella humana. Sin ir más lejos, en el propio parque de Aberdare se abrió en 1969 The Ark Lodge, un hotel de funcionamiento semejante al Treetops que se ubica en una zona más profunda del bosque.

Pero si esta parte del deterioro del enclave no es achacable a los propietarios del Treetops, otra sí lo es. Cuando en 1957 se construyó el segundo Treetops, al otro lado de la misma charca donde se hallaba el primero, los Walker quisieron aprovechar el tirón de la fama que el lugar había adquirido gracias a la visita real, y erigieron un nuevo hotel de mayor tamaño. Para tratar de mantener el espíritu original se levantó sobre postes de madera, pero esto ya era más un golpe de efecto que otra cosa, puesto que ya no era una cabaña sobre un árbol, sino una construcción sobre el suelo en torno a un árbol. Por entonces el Treetops aún estaba rodeado por un espeso bosque (compárense estos vídeos con la foto de 1992 que aparece más arriba).

En su primera versión el nuevo Treetops acogía a solo 14 visitantes, pero no tardó en ampliarse a 35 habitaciones, convirtiéndose en una enorme mole de madera cada vez más alejada de lo que un día fue. Los animales seguían acudiendo a la charca, ya que se acostumbran también a la presencia humana y sus construcciones, pero evidentemente la experiencia ya distaba mucho de lo que debió de ser en aquellos primeros tiempos.

Pero la masificación y la presión de la huella humana no han sido ni mucho menos los únicos azotes del Treetops y de su entorno natural. Durante décadas se ha mantenido la costumbre de esparcir sal junto a la laguna para atraer a los animales. Aunque aún no se conoce con todo detalle por qué los herbívoros tienen esta necesidad en su dieta, sí se sabe desde antiguo que acuden a lamer los suelos ricos en minerales allí donde afloran de forma natural, pero también en los lugares donde se dispersa sal común. La sal vertida durante años y años frente al Treetops ha matado la mayor parte de la vegetación circundante, a su vez atrayendo continuamente grandes manadas de elefantes que han aniquilado el antiguo bosque en torno a la charca.

El resultado de todo ello es que actualmente el panorama frente al Treetops consiste en una laguna rodeada por un mar de fango, sobre el que se dispersan algunas islas de arbolado fuertemente valladas para protegerlas de los elefantes. Y al fondo, las granjas y la carretera general. En fin, ya no es precisamente la imagen de la África prístina y salvaje que muchos turistas llegan buscando.

Y sí, en todo este contexto, también los animales han descendido drásticamente. Esto es claramente apreciable, pero hay datos concretos. Encontré una tesina de licenciatura elaborada en 2013 por Aimee Leigh Massey, estudiante de Recursos Naturales y Medio Ambiente de la Universidad de Michigan. Massey reunió los recuentos de animales en Treetops y The Ark que los llamados cazadores de guardia (una denominación ya obsoleta que necesitaría una repensada; en Kenya la caza está prohibida desde los años 70) han mantenido durante décadas. Y como ya saltaba a la vista, la pérdida general de animales ha sido mucho mayor en el Treetops.

«Encuentro fuertes evidencias del efecto orilla en el enclave más próximo a la frontera (Treetops); este enclave registró las pérdidas más fuertes en números totales de población de fauna salvaje, en biomasa agregada de fauna salvaje, en riqueza de especies y en índices compuestos de diversidad de especies», escribía Massey, señalando que este declive ha sido mucho más pronunciado desde mediados de los 90; incluso a pesar de que el vallado del parque, que comenzó en 1989, consiguió un leve repunte, ya en este siglo la caída ha sido drástica, y la antigua variedad de especies en la charca del Treetops ha quedado reducida casi en exclusiva a elefantes y búfalos. «En contraste, las poblaciones de fauna salvaje cerca de las áreas centrales (The Ark) parecen haberse mantenido relativamente estables a lo largo de los años», añade la autora.

Y curiosamente, aunque en internet abundan los comentarios muy negativos de estancias en el Treetops, parece que los turistas no se quejan tanto por la degradación medioambiental del lugar o por el pálido remedo actual de lo que fue un enclave único en su género, sino por el alojamiento en sí: critican que era incómodo, apretado, oscuro y frío (¡no hay calefacción!, protestaban algunos), que las habitaciones eran muy pequeñas, que los baños eran comunes y que la comida no era deliciosa. Todo lo cual resulta bastante delirante: ¿qué demonios esperaban? ¿Qué pensaban que habían contratado? ¿Para qué iban al Treetops?

Si el Treetops, no siendo barato, aún tenía precios relativamente asequibles para no millonarios como un servidor, era precisamente por esas incomodidades, por haber mantenido un deliberado perfil bajo. Sin infinity pools ni jacuzzis o camas de dos metros bajo las estrellas. Nadie dijo nunca que fuese un lodge de lujo; el lujo era la experiencia, el entorno. Incluso la entonces princesa Isabel, cuyos estándares de vida estaban bastante por encima de los del visitante medio del Treetops, durmió allí en un catre plegable, no en la estupenda cama de matrimonio que aparece retratada en la serie The Crown (no recuerdo dónde leí este dato, pero debió de ser en uno de los libros sobre el Treetops que tengo en mi biblioteca). Y no se quejó de incomodidad.

Por desgracia, se diría que ahora los propietarios actuales han decidido atender más a las necesidades de ese sector de público más preocupado por el tamaño de la cama que por la conservación del entorno natural. En 2012 el Treetops cerró temporalmente para una renovación profunda. Se construyó un tercer piso que hizo desaparecer la antigua azotea diáfana con visión de 360°, y con el que el Treetops ha machacado por completo lo poco que aún podía quedarle del espíritu original del hotel-árbol; ya parece un simple bloque de apartamentos. Se redujo el número de habitaciones de 50 a 36 para hacerlas más grandes y con baño incorporado. A juzgar por las fotos —no lo he visitado desde entonces—, se decoró todo el hotel en el estilo tan de moda que llaman safari chic, muy lejos del antiguo aire de refugio en la selva (selva que ya tampoco existe).

El Treetops en 2015, tras la ampliación. Imagen de Make it Kenya – Stuart Price / Flickr / dominio público.

Decoración del Treetops actual en 2015, tras la ampliación. Imagen de Make it Kenya – Stuart Price / Flickr / dominio público.

En fin, parece obvio que los propietarios actuales apuntan a un sector de mercado más alto, y que el Treetops dejará de ser asequible para los no millonarios como un servidor. Una pena. Pero aunque los clientes dejen de quejarse de los cuartos pequeños y de la comida de rancho, mientras siguen sin protestar por la degradación del entorno, lo cierto es que el Treetops se enfrenta a una dura supervivencia cuando hoy ese sector pudiente puede encontrar por toda África muchos otros alojamientos con unos estándares de lujo muy superiores a los que un bloque de apartamentos puede llegar a ofrecer, y que además aún se encuentran enclavados en entornos prístinos como lo fue el del Treetops en sus orígenes.

Y si todo lo anterior puede sonar a la lamentación de un nostálgico empedernido (que lo es), vayan aquí las palabras tristemente proféticas de la tesina de Massey sobre la degradación del entorno natural del Treetops: «A menos que estos problemas se resuelvan, los números de fauna en el Treetops continuarán declinando hasta el punto en el que el lodge perderá su atractivo para los turistas y su capacidad de generar ingresos».

La historia del hotel de safari donde Isabel de Inglaterra se convirtió en reina (1)

Hay un lugar en el mundo en el que Isabel de Inglaterra se acostó por la noche como princesa para levantarse a la mañana siguiente como reina, aunque ella no supo de esta circunstancia hasta varias horas más tarde. El 5 de febrero de 1952 ella y su esposo, el príncipe Felipe, pasaron la noche en el hotel Treetops de Kenya, por entonces aún una colonia británica que la pareja visitó como escala en su gira prevista por la Commonwealth que los llevaría hasta Australia y Nueva Zelanda.

Durante su estancia en aquel refugio en la selva kenyana, la propia joven filmó con su cámara cómo dos antílopes acuáticos se batían en duelo hasta la muerte de uno de ellos. Pero el viaje quedó truncado al día siguiente; tras la muerte del rey Jorge VI mientras dormía, la ya nueva reina y su marido regresaron de inmediato a Londres para hacer efectiva la proclamación.

La historia de cómo y dónde la joven Isabel de Windsor accedió al trono del poderoso Imperio británico es bastante conocida en su país natal, y por supuesto también en la nación africana donde sucedió. La serie de Netflix The Crown la ha dado a conocer al resto del mundo (aunque, como veremos, el escenario retratado es muy poco fiel a la realidad). Aquel episodio casi novelesco sirvió además para popularizar el Treetops, un lugar mítico por sus propios méritos que la luctuosa carambola real convirtió después en centro de atracción para famosos y millonarios.

Lo que vengo hoy a contar aquí no es una anécdota monárquica ni la historia de un hotel, aunque tiene algo de ambas. Pero es, sobre todo, el relato de dos conflictos. Uno, que tiene poco que ver con la temática de este blog pero sí mucho con las inclinaciones de su autor, yo mismo, el conflicto entre la África romántica y la real. Otro, con más justificación científica, el conflicto entre el desarrollo turístico y la conservación de las reservas naturales.

En 1932 el militar británico Eric Sherbrooke Walker y su esposa, Lady Bettie Feilding, residentes en la colonia de Kenya, construyeron una cabaña de madera sobre la copa de un mugumo, un ficus arbóreo, en las faldas de la cordillera de Aberdare. Cuatro años antes ambos habían abierto en su propiedad el Outspan Hotel a partir de una antigua granja, y quisieron ampliar la oferta de su alojamiento con aquella casa en un árbol de la selva kenyana para ofrecer a sus visitantes una experiencia única en el mundo, ya que no existía otro hotel semejante.

Hoy cualquier turista en Kenya o en otro destino de safaris tiene miles de alojamientos a su disposición, muchos de ellos habitualmente visitados por los animales, y los recorridos diarios en vehículos por las pistas de los parques nacionales y reservas les sirven las especies típicas de la fauna africana a tiro de cámara. Pero en aquellos tiempos las cosas eran muy diferentes. Aunque los animales estaban menos limitados por el desarrollo y la expansión humana, observar elefantes, rinocerontes o leones en su hábitat natural requería embarcarse en expediciones incómodas y a menudo peligrosas.

Así pues, la idea de los Walker era que su Treetops Hotel sirviera como una plataforma de observación nocturna al estilo de las que utilizaban los cazadores en la India; un lugar en el que sus huéspedes pudiesen dormir en la comodidad y seguridad de un refugio, pero teniendo a sus pies el espectáculo de la naturaleza africana en su más pura esencia. Se dice que el Treetops fue el primer safari lodge de Kenya.

El Treetops original, en el libro escrito por Jim Corbett.

La cordillera de Aberdare (Nyandarua, en kikuyu local), donde se construyó el Treetops, es un lugar habitualmente ignorado por la gran mayoría de los circuitos turísticos en Kenya; un error, dado que es un lugar de inmensa belleza y riqueza animal; un error afortunado, dado que eso lo ha mantenido hasta hoy como una joya oculta donde uno puede escapar de las hordas turísticas de otros parques. Desde el valle a sus pies las montañas ascienden hasta los 4.001 metros de su pico más alto, Ol Donyo Lesatima. A lo largo del ascenso se van sucediendo las franjas de vegetación diferentes, la selva húmeda, los bosques de bambú y los bosques de montaña alternados con praderas y páramos desnudos en las tierras más altas. Entre las quebradas discurren arroyos que se desploman en vistosas cascadas, como Gura Falls, la que sobrevolaba la avioneta de los protagonistas en Memorias de África.

El Treetops se sitúa en la parte más baja, a 1.966 metros de altura, donde la densidad de fauna es mucho mayor que en cotas más elevadas. En tiempos de los Walker el enclave elegido se hallaba en una ruta migratoria de elefantes entre los Aberdares y el Monte Kenya (con 5.199 metros, la segunda montaña más alta de África), situado al otro lado del valle. Esta ruta ya no existe, cortada por la carretera que discurre por el valle y por las plantaciones que se extienden a ambos lados. Hoy el Treetops aún se encuentra en el territorio del Parque Nacional de Aberdare, pero en un extremo denominado el Saliente, a menos de un kilómetro del límite del parque.

Originalmente el Treetops era una cabaña rústica con solo dos habitaciones, junto a una charca que atraía a los animales. Los huéspedes llegaban allí escoltados por un cazador armado y trepaban al refugio por una escalerilla que después se recogía para evitar incursiones de la fauna local. En el Treetops se veía atardecer, se servía la cena, y después los huéspedes podían pasar el tiempo que quisieran o aguantaran despiertos observando a los animales que acudían a la charca. Elefantes, rinocerontes, búfalos, jabalíes, antílopes y monos eran visitantes habituales, a los que ocasionalmente se añadía algún león o leopardo.

Ya antes de la visita real (que tuvo lugar por invitación de los Walker), el Treetops era muy popular entre la élite de la Kenya blanca y sus visitantes adinerados. Por la exclusividad de la experiencia, se decía que era el hotel más caro del mundo, pero con una larga lista de espera. Por entonces se contaban las rocambolescas extravagancias de sus excéntricos huéspedes; en aquellos años Kenya era un patio de recreo del Imperio, donde los británicos se soltaban los nudos del corsé de la estirada sociedad de su patria. El Treetops fue escenario de escándalos amatorios y de excesos propiciados por el alcohol, como el de una señorita que pidió ser descolgada por una soga para firmar el culo de un elefante con una tiza atada a un taco de billar. No lo logró, por cierto.

Con motivo de la visita de los príncipes el alojamiento se amplió a cuatro habitaciones, añadiendo postes de madera para sostener la estructura de mayor tamaño. El episodio 2 de la primera temporada de The Crown parece recrear bastante fielmente el aspecto del Treetops en aquella época, aunque todo lo demás está mal: aquello no es una llanura de sabana seca, sino un bosque húmedo de montaña. Las jirafas, cebras e hipopótamos que aparecen en la serie nunca se han visto por allí. Y aunque los protagonistas aparecen acalorados y despechugados durante su estancia nocturna, nada más lejos: también en el ecuador las noches a casi 2.000 metros son gélidas, y las lluvias y nieblas son muy frecuentes.

La imagen del Treetops en la época de la visita de la princesa Isabel en 1952, en la portada del libro escrito por Jim Corbett.

Hoy aún se conserva la página del registro del Treetops correspondiente a la jornada de la histórica visita, la noche número 794 de las estancias en el hotel; la hoja está firmada por los príncipes, sus respectivos asistentes personales (Lady Pamela Mountbatten y el comandante Michael Parker), los Walker y su hija Honor, y el coronel Jim Corbett, célebre cazador de tigres en la India, por entonces ya retirado y residente en el Outspan, y que ejercía como cazador de guardia. Corbett anotó los animales vistos: muchos elefantes, antílopes acuáticos —incluyendo los dos que pelearon a muerte—, rinocerontes y babuinos.

Después, Corbett escribiría: «Por primera vez en la historia del mundo, una joven trepó a un árbol un día siendo una princesa, y después de pasar la que describió como su experiencia más excitante, descendió del árbol al día siguiente como reina; Dios la bendiga».

Hasta aquí, la historia digamos dulce, rosa, romántica. La única que se contó entonces, y que incluso hoy en muchas ocasiones sigue siendo la única. Pero hay otra.

Tres años antes de la visita real, el creciente malestar de los nativos kikuyus contra la dominación colonial había estallado en una rebelión armada: el Mau Mau. La guerrilla se refugiaba en la profundidad de sus bosques ancestrales en las montañas de Aberdare y el monte Kenya. La situación era tan peligrosa que los encargados de la seguridad en el viaje de los príncipes desaconsejaron la visita a Kenya, pero se decidió no cancelarla por puro orgullo imperial.

Durante la estancia de los príncipes en Kenya su seguridad corrió a cargo del jefe de la fuerza policial colonial, Ian Henderson, quien lideraría toda la lucha contra el Mau Mau. Henderson ha pasado a la historia con una reputación ambigua; fue varias veces condecorado en su país, pero no solo le consideraban un carnicero sus enemigos kenyanos: en décadas recientes historiadores británicos han documentado y publicado las innumerables torturas, ahorcamientos, mutilaciones, violaciones y otros muchos abusos cometidos bajo sus órdenes.

Meses después de la visita real, en octubre del 52, la situación en las tierras altas centrales de Kenya (la región más colonizada, el territorio de los kikuyus) derivó a una guerra abierta. Se decretó el estado de emergencia y el Treetops cerró, pero los Walker lo ofrecieron como puesto de vigilancia para los King’s African Rifles, el regimiento colonial. Las tropas británicas perseguían a los Mau Mau por la selva, y la Royal Air Force bombardeaba los presuntos cuarteles ocultos en los Aberdares.

El 27 de mayo de 1954 el Mau Mau prendió fuego al Treetops, que quedó destruido. De sus cenizas los Walker rescataron la placa que habían colocado en conmemoración de la visita real, en la que se lee: «En este árbol mgumu su alteza real la princesa Isabel y su alteza real el duque de Edimburgo pasaron la noche el 5 de febrero de 1952. Estando aquí, la princesa Isabel accedió al trono por la muerte de su padre el rey Jorge VI».

Placa conmemorativa de la visita real al Treetops, rescatada del incendio del Treetops original. Imagen de Mikerigg / Wikipedia.

Aquel fue el fin del Treetops original, pero no el fin del Treetops. Mañana continuaremos con esto y con el segundo conflicto, el de desarrollo vs conservación. Pero con respecto al primer conflicto, el de romanticismo vs realidad, por aquella época también el NO-DO franquista en España mostraba a los alegres británicos en su recreo kenyano, y a los sanguinarios, bestiales y feroces terroristas del Mau Mau, un nombre que aún los españoles de mayor edad recuerdan con terror por lo que la propaganda de la época contaba aquí de ellos.

La guerra del Mau Mau fue terrible y atroz por ambas partes. Pero lo que la propaganda no contaba es que sus principales víctimas fueron los propios kikuyus: el balance de muertos fue de 32 colonos, pocos cientos de soldados británicos, y decenas de miles de kikuyus. Para esta tribu fue una guerra civil, ya que los clanes y los poblados se dividían entre los leales a la colonia y los rebeldes. Estos sometían a sus reclutas a un juramento bajo castigo de muerte, lo que llevó a los Mau Mau a cometer brutales masacres contra su propio pueblo. Y a ello se unieron los campos de concentración donde los británicos hacinaban a poblaciones enteras, sin importar si eran rebeldes o no, y donde cientos o miles murieron de hambre, enfermedades y ejecuciones.

La guerra del Mau Mau decayó a partir de 1956 con el apresamiento y la posterior ejecución de su líder, Dedan Kimathi. Los coletazos finales en los años posteriores terminarían con la independencia de Kenya en 1963. Pero antes de eso, en 1957, el Treetops había vuelto a la vida, reconstruido sobre un castaño en la orilla opuesta de la misma charca. Como contaremos mañana.

La increíble historia de los médicos del gueto de Varsovia que respondieron al nazismo con ciencia

Durante la 2ª Guerra Mundial, los campos de concentración nazis y japoneses fueron escenarios de brutales y aberrantes torturas disfrazadas de experimentos médicos. También en los gulags soviéticos se practicó esta falsa ciencia monstruosa. Pero según escribía en 2016 en la revista Bulletin of the History of Medicine la especialista en estudios rusos de la Universidad del Sur de Florida Golfo Alexopoulos, basándose en los primeros documentos desclasificados de estas prácticas en los campos soviéticos, «aunque la ciencia de los gulags aparentemente no poseyó el carácter letal de la medicina nazi, tampoco este trabajo fue enteramente benigno». Tal vez el diagnóstico de Alexopoulos sea demasiado indulgente, conociéndose, por ejemplo, los experimentos con venenos en los gulags.

Y para que no quede nada sin citar, cabría mencionar otros casos como el infame estudio sobre sífilis de Tuskegee que EEUU llevó a cabo desde 1932, en el que se reclutó a cientos de hombres negros afectados por la enfermedad sin informarles de su diagnóstico y proporcionándoles tratamientos falsos, para estudiar su evolución. Aquello no tuvo ninguna relación con la guerra; de hecho, se prolongó durante 40 años. Pero es una muestra de que fueron muchos los países en los que se diría que se aprovechó una especie de periodo propicio para las atrocidades en nombre de la ciencia: esta ya tenía una estructura y un desarrollo, pero aún no se habían impuesto los estándares éticos que hoy imperan. Y en este contexto, la guerra aportaba los ingredientes de caos, excepción e impunidad que faltaban para que se cometieran tales barbaridades.

Pero sin duda, y con la información disponible hoy, fueron los campos y centros de investigación nazis y japoneses (en Japón no fue solo la infame Unidad 731) los que superaron todos los límites imaginables de vileza y repugnancia. No voy a abundar aquí en enumerar algunos de estos espantosos crímenes; quien esté interesado podrá encontrar información sobrada en internet, y que prepare el estómago para encajar un puñetazo de horror real. Pero un caso especial que merece comentario es el de los experimentos de hipotermia en los campos nazis.

A diferencia de los delirios sádicos de los médicos Josef Mengele en Auschwitz o Aribert Heim en Mauthausen, en los que no existía realmente el menor método ni ánimo científico, se sabe de unos 30 proyectos de investigación desarrollados con lo que era un pretendido enfoque científico, en versión nazi. Y entre ellos, el más conocido es el de los experimentos de hipotermia en el campo de Dachau. Para estudiar cómo proteger de las aguas gélidas del mar a los tripulantes de la Luftwaffe que caían abatidos, y a los soldados del frente ruso, los médicos nazis sumergían a los prisioneros en bañeras de hielo desnudos o con trajes especiales y registraban el tiempo que tardaban en morir, así como la respuesta a distintos métodos de reanimación.

Dada la pulcritud con la que se recogieron aquellos datos, ocurrió que los experimentos nazis fueron citados en estudios posteriores sobre la hipotermia; hasta 1984, más de 45 los habían incluido en sus referencias. La ciencia siempre se basa en el conocimiento previo y este tiene que quedar bien detallado en las referencias, un apartado esencial de todo artículo en el que también se invierte esfuerzo y tiempo.

Pero durante décadas ha coleado un debate ético: incluso si sus datos fuesen válidos, ¿deberían citarse estos estudios, dadas las circunstancias en que se llevaron a cabo? La controversia ha continuado hasta hoy, a pesar de que ya hace décadas algunos expertos reanalizaron los estudios nazis y juzgaron que «ni la ciencia ni los científicos de Dachau eran fiables, y los datos no tenían ningún valor», según citaba un estudio de 1994.

Frente a estos casos tan vergonzantes para la historia de la ciencia, los profesores de nutrición de la Universidad Tufts de Massachusetts Merry Fitzpatrick e Irwin Rosenberg contaban esta semana en The Conversation un ejemplo contrario que, si bien no era del todo desconocido, debe difundirse más: cómo un grupo de médicos judíos del gueto de Varsovia, ellos mismos sufriendo la misma hambruna que todas las personas confinadas allí por los nazis, recogieron observaciones científicas de los efectos de la inanición hasta la muerte, con la esperanza de que sus estudios pudiesen servir de algo a la ciencia y perdurasen además como testimonio de aquellos horrores.

Tras la invasión nazi de Polonia, en la capital se amuralló un área de poco menos de 4 kilómetros cuadrados (unas 3 veces el Retiro de Madrid) donde se confinó a más de 450.000 personas. Fitzpatrick y Rosenberg apuntan que los alemanes de Varsovia recibían raciones de 2.600 calorías al día, lo que hoy se considera correcto para una dieta normal, pero los judíos sobrevivían con menos de la tercera parte, unas 800 calorías a las que llegaban complementando sus raciones con el contrabando. Según los investigadores, un estudio sobre inanición a finales de la 2ª Guerra Mundial en EEUU se hizo con voluntarios a los que se les daba el doble de calorías que esto.

El gueto albergaba dos hospitales, para adultos y niños, en los que se permitía el tratamiento de los pacientes con los recursos que pudieran conseguir, pero se prohibió la investigación. Y pese a ello, desde febrero de 1942 un grupo de médicos judíos puso en marcha un estudio en secreto sobre la inanición en sus pacientes, dirigido por Israel Milejkowski.

Una de las fotografías del hambre en el gueto de Varsovia incluidas en el libro ‘Maladie de famine’. Imagen de American Joint Distribution Committee.

Así, los médicos registraron datos de sus pacientes hasta una muerte por hambre que ellos no podían evitar de ningún modo, recogiendo observaciones valiosas; por ejemplo, que incluso al borde de la muerte la mayoría de las personas no mostraban síntomas de enfermedades típicas de la carencia de vitaminas, como el escorbuto (C), la ceguera nocturna (A) o el raquitismo (D). Y en cambio, sufrían más la falta de minerales: solían desarrollar osteomalacia, un ablandamiento de los huesos por desmineralización, cuando el organismo tiraba de esas reservas de minerales para luchar contra la inanición. Los médicos observaron también que la energía proporcionada por el azúcar, y no la carencia de otros nutrientes, era el factor limitante para la vida.

El 22 de julio de 1942 el Tercer Reich comenzó a aplicar su infame «solución final» al gueto de Varsovia. Aquel día las fuerzas nazis arrasaron el gueto, destruyendo los hospitales y comenzando la masacre o deportación de sus habitantes hacia los campos de exterminio. Para entonces el equipo dirigido por Milejkowski había recogido infinidad de datos valiosos, y durante varias noches los médicos participantes en el programa se dedicaron a intentar salvar sus cuadernos de la destrucción y a encontrarse en secreto en los pabellones del cementerio para poner por escrito una serie de estudios documentando su investigación. Según los cálculos de aquellos médicos, unas 100.000 personas habían muerto en el gueto de hambre y enfermedad. En octubre, cuando terminaban de reunir en un libro los seis estudios que habían podido salvar, otros 300.000 habitantes del gueto habían sido asesinados en los campos de exterminio.

Aquel manuscrito, titulado en francés Maladie de Famine, en inglés The Disease of Starvation: Clinical Research on Starvation in the Warsaw Ghetto in 1942, fue entregado a alguien que lo enterró en el cementerio del hospital para salvarlo de la destrucción. Según Fitzpatrick y Rosenberg, menos de un año después la mayoría de sus 23 autores habían muerto. Después de la guerra el manuscrito se recuperó y se entregó a uno de los autores que aún vivían, Emil Apfelbaum, y a una organización destinada a ayudar a los supervivientes judíos, el American Joint Distribution Committee. Ellos se encargaron de editar y publicar el libro entre 1948 y 1949, casi coincidiendo con la muerte de Apfelbaum.

En EEUU se distribuyeron 1.000 copias de la versión francesa. Fue rebuscando en los depósitos del sótano de la biblioteca de su universidad cuando Fitzpatrick y Rosenberg, que se dedican a estudiar los efectos biológicos de la inanición, descubrieron un ejemplar, y decidieron que debían contarlo. El libro de Milejkowski y sus colaboradores no había desaparecido ni era del todo ignorado; de hecho, el catálogo mundial de bibliotecas muestra que hay más de un centenar de ejemplares repartidos por el mundo, dos de ellos en España: uno en la Residencia de Estudiantes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y otro en la biblioteca de la IE University, ambas en Madrid. Pero sin duda es una historia muy poco conocida que merece mayor difusión, tanto por el heroísmo de los autores, combatiendo la barbarie con ciencia, como por el escalofriante prólogo de Milejkowski, en el que escribía:

«Qué puedo deciros, mis amados colegas y compañeros de miseria. Sois una parte de todos nosotros. Esclavitud, hambre, deportación, esas cifras de muertes en nuestro gueto son también vuestro legado. Y vosotros, mediante vuestro trabajo, podréis dar a los esbirros la respuesta Non omnis moriar, [no moriré del todo]».

Milejkowski escribió estas palabras al final de las deportaciones, en un gueto ya casi desierto, sabiendo que vivía las que serían sus últimas horas:

«Este trabajo se originó y emprendió bajo condiciones inconcebibles. Sostengo mi pluma en la mano y la muerte me observa en mi habitación. Mira a través de las ventanas negras de casas tristes y vacías, en calles desiertas donde se acumulan las posesiones vandalizadas y saqueadas… En este silencio dominante residen la fuerza y la profundidad de nuestro dolor, y los gemidos que un día sacudirán la conciencia del mundo».

Un artículo culpa de la gravedad de la COVID-19 en la Ciudad de México a… la colonización española

Sé que un tema como el que hoy traigo aquí provocará un tipo de discusión muy ajeno a la ciencia, más motivado por las inclinaciones ideológicas de cada cual. Los fervorosos nacionalistas (acepción 1 de la RAE) se sentirán indignados y atacados, y lanzarán venablos contra la persona responsable del artículo que vengo a contar. Por el contrario, los fervorosos nacionalistas (acepción 2 de la RAE) aplaudirán y ensalzarán lo expuesto. También quizá lo hagan aquellos más cautivados por la creciente ola de repulsa contra todo lo que en el pasado de la humanidad no se regía por los estándares éticos hoy aceptables.

Tanto los nacionalismos de un bando y otro como las discusiones entre quienes los abanderan no me interesan lo más mínimo. Me limito a traer la cuestión aquí por un motivo: dado que el artículo en cuestión solo se ha publicado en inglés, posiblemente haya pasado inadvertido para otros expertos que sin duda podrían aportar más visiones académicas o científicas (es decir, informadas) sobre el particular, ya sea para refrendar o cuestionar lo propuesto.

Esta es la historia: todos hemos oído, sobre todo quienes alguna vez hemos viajado a México, que su capital se asienta en el antiguo territorio del que llegó a ser el núcleo de los aztecas, una ciudad llamada Tenochtitlán, asentada sobre el lago salado de Texcoco y surcada por canales al estilo de Venecia. Se dice que aquella ciudad acuática era magnífica, no solo por sus espléndidas construcciones, sino también porque su abundancia de agua dulce, aun con las inevitables enfermedades que ello conllevaba, aseguraba un suministro constante para beber e irrigar los cultivos, además de mantener la ciudad como un vergel. Los sistemas de diques preservaban la ciudad de inundaciones debidas a las crecidas, y los puentes de quita y pon la protegían además contra incursiones hostiles.

Sobre la magnificencia de Tenochtitlán hay referencias históricas. Suele citarse la obra del cronista de la colonización de México Bernal Díaz del Castillo, quien describió extensamente la ciudad con palabras elogiosas.

Recreación de Tenochtitlán. Imagen de Ckn8u / Wikipedia.

Recreación de Tenochtitlán. Imagen de Ckn8u / Wikipedia.

En esto llegaron, o llegamos, los españoles. Y ocurrió lo que cuenta en su artículo publicado en The Conversation la experta en políticas sociales Elena Delavega, de origen mexicano y profesora de la Universidad de Memphis, en EEUU. Bajo el epígrafe «Incompetencia española», Delavega escribe:

Esa buena gestión urbana terminó con la conquista española en 1521. Tenochtitlán fue destruida, sus palacios y calzadas convertidos en escombros en el fondo del lago.

Los españoles no entendieron la ecología acuática del área, ni comprendieron o respetaron la ingeniería azteca. Para reconstruir su capital, drenaron el lago.

Esta estrategia condujo tanto a sequías como a un inadecuado suministro de agua durante la mayor parte del año. La estación lluviosa, sin embargo, traía tremendas inundaciones. Se dice que en 1629 la peor inundación en la historia registrada de la Ciudad de México duró cinco años y mató a más de 30.000 personas por ahogamiento y enfermedades. Se cuenta que las iglesias celebraban misa en los tejados.

La estación lluviosa convertía partes de la ciudad en pozos negros, favoreciendo enfermedades asociadas al agua como el cólera, la malaria y la meningitis. Las enfermedades gastrointestinales también abundaban, porque los residentes usaban los ríos de la Ciudad de México para desechar la basura y las aguas fecales. Los cuerpos humanos y animales flotaban en las aguas estancadas, emitiendo un terrible hedor.

Ya en el siglo XX, prosigue Delavega, las autoridades mexicanas decidieron soterrar los numerosos ríos que aún cruzaban la capital para contener los brotes de enfermedades infecciosas. Y así se llegó a la ciudad actual, que la autora describe como «un hoyo polvoriento, una megalópolis contaminada donde cuesta respirar y la colada tendida a secar se vuelve rígida por la tarde», donde «los residentes regularmente llevan mascarillas durante las frecuentes emergencias por la calidad del aire».

«Ahora la mala polución del aire de la Ciudad de México, que contribuye a los altos índices de enfermedades respiratorias y cardiovasculares, está haciendo a la población de 21 millones de personas del área metropolitana más vulnerable al coronavirus». Delavega aclara que «el brote del coronavirus no fue causado por el aire contaminado», pero añade que «la mala calidad del aire de la ciudad, junto con la masificación y otros factores relacionados con la pobreza, crea las condiciones para que la COVID-19 enferme gravemente y mate a más personas». «Al tratar de eliminar las enfermedades del agua, la capital mexicana terminó ayudando a que un virus aéreo encuentre más huéspedes. Es una ironía de la historia que los aztecas seguramente lamentarían», concluye Delavega.

La autora no se equivoca al afirmar que la contaminación de las ciudades puede agravar las consecuencias de la pandemia de cóvid en muchos lugares. A los efectos nocivos de la contaminación ambiental urbana, que en los últimos años han subido puestos en la lista de preocupaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de las autoridades sanitarias, se suman los datos que apuntan a una posible influencia de este factor en la patología del virus SARS-CoV-2. Existen estudios que han correlacionado la polución del aire con mayores tasas de gravedad y letalidad de la cóvid, en el norte de Italia, en EEUU e incluso en varias regiones europeas incluyendo España.

Sin embargo y una vez más, insistamos: una correlación no demuestra una causalidad. Y aunque la idea de que la contaminación ambiental pueda agravar los efectos de la cóvid resulte razonable, también las hipótesis razonables hay que demostrarlas. En los estudios citados hay ciertas lagunas, ya que existen posibles variables de confusión que no se han descartado en todos los casos: diferencias entre unas y otras regiones estudiadas en lo que concierne a distribución de edades, patologías previas, acceso a recursos sanitarios o niveles de pobreza.

Pero incluso aunque el vínculo entre contaminación y gravedad de la cóvid quede finalmente demostrado… Pues, hombre, decir que unos tipos del siglo XVI no entendieron la «ecología acuática del área», en fin… Tampoco entendían la mecánica cuántica ni el funcionamiento de los ribosomas en la traducción del ADN.

Remontarse medio milenio atrás para culpar a otros (casi siempre a los mismos) de males actuales es muy cómodo. Y muy popular; el artículo de Delavega ha hecho titulares en varias newsletters de The Conversation que he recibido en mi buzón. Pero si comenzamos a repasar todos los casos en que los colonialistas llegaron a cualquier sitio, machacaron a las poblaciones indígenas, destruyeron sus asentamientos, construyeron otros nuevos y aquello acabó derivando en ciudades contaminadas donde hoy la cóvid se ensaña con sus residentes… Hay unos cuantos sobre los que quizá no resultaría tan cómodo escribir desde la Universidad de Memphis, una urbe de más de un millón de habitantes situada en el territorio de donde fueron expulsados los nativos chickasaw.

La primera médica de la historia no era quien creíamos: adiós, Merit Ptah; hola, Peseshet

Durante décadas ha existido un nombre que ha coronado con honor todas las listas de las científicas históricas: Merit Ptah, la mujer egipcia que supuestamente vivió en torno al año 2700 a. C., que fue madre de un sumo sacerdote, pero cuyos méritos estaban muy por encima de «ser madre de»: las referencias a ella como jefa o supervisora de médicos la han situado como la primera mujer con nombre conocido en el campo de las ciencias y quizá incluso el primer ser humano versado en estos conocimientos, ya que su antigüedad iguala la de Imhotep, arquitecto de la pirámide escalonada de Djoser, en Saqqara, y que suele pasar como el primer nombre propio de –lo que hoy llamamos– ciencia.

Pues bien, parece que no fue así. Y si hoy vengo aquí a rectificar esta historia, a raíz de lo revelado por un reciente estudio, es porque yo mismo he incluido anteriormente a Merit Ptah en una de esas listas de pioneras que a partir de ahora quedará en internet como información errónea. Es lo que tiene el avance de la investigación.

Esto es lo que publiqué en 2016 en mi lista de pioneras de la ciencia en BBVA OpenMind:

Varias referencias citan a la médica egipcia Merit Ptah como la primera mujer científica de cuyo nombre existe registro. Habría vivido en torno al año 2.700 a. C., lo que la situaría en la Dinastía II, en el Período Arcaico del Antiguo Egipto. Sin embargo, las referencias son confusas: algunas hablan de una presunta inscripción en una tumba del Valle de los Reyes, lo cual es un anacronismo, ya que este lugar no comenzó a utilizarse como necrópolis hasta el siglo XVI a. C., unos 1.200 años después. Es más plausible otra versión que la sitúa en la necrópolis de Saqqara, cercana a la antigua Menfis y que sí sirvió como lugar de enterramiento desde la Dinastía I.

Merit Ptah no era una excepción en su época; las mujeres practicaban la medicina en el antiguo Egipto, muchas de ellas en la especialidad de obstetricia. Tal vez el nombre de Merit Ptah se conservó porque su hijo fue sumo sacerdote y dejó referencia escrita a ella como “jefa de médicos”. Por las fechas, Merit Ptah rivaliza en antigüedad con Imhotep, el polímata que diseñó la pirámide escalonada de Saqqara y al que a menudo se considera el primer científico con nombre conocido. Este título símbólico podría reclamarse para Merit Ptah, cuyo nombre hoy designa un cráter de impacto en Venus.

Merit Ptah y su esposo Ramose, en la tumba TT55 del Valle de los Reyes. Imagen de Stzeman / Wikipedia.

Merit Ptah y su esposo Ramose, en la tumba TT55 del Valle de los Reyes. Imagen de Stzeman / Wikipedia.

En mi defensa, señoría, ya citaba entonces las inconsistencias en los datos de la versión manejada por las fuentes; fuentes a las que enlazaba y que, como siempre en este blog, son publicaciones científicas y académicas. Pero incluso las publicaciones científicas y académicas pueden verse aquejadas de ese mal de replicar informaciones previas que en realidad son erróneas. Y durante décadas, nadie puso en duda el origen de todas ellas. Pero, en realidad, ¿cuál era ese origen?

Este es el trabajo detectivesco que ha emprendido Jakub Kwiecinski, médico e historiador de la medicina de la Universidad de Colorado. Buceando en las referencias históricas, Kwiecinski encontró la primera mención a la historia de Merit Ptah en un libro publicado en 1938 por su colega la canadiense Kate Campbell Hurd-Mead, que fue también una destacada activista en el feminismo de su época.

Sin embargo, algo del trabajo de Hurd-Mead ya estaba bajo sospecha: a lo largo de los años, otros autores ya habían mostrado que algunos de los personajes glosados en su libro sobre las mujeres médicas de la historia eran controvertidos o en realidad jamás existieron.

Cuando Kwiecinski indagó en la información sobre Merit-Ptah publicada por Hurd-Mead, hizo notar el anacronismo de situar la inscripción relativa a aquella mujer en una tumba del Valle de los Reyes, ya que no sería hasta más de un milenio después cuando comenzó a utilizarse aquel lugar para los enterramientos. El investigador rastreó entonces todas las listas conocidas de sanadores del Imperio Antiguo de Egipto, así como los registros de mujeres administradoras de aquella época de las que existe constancia. Merit Ptah no aparecía en ninguna de ellas.

Pero curiosamente, sí existió una mujer cuya descripción coincide con la de Merit Ptah: en una falsa puerta de una tumba del Imperio Antiguo, descubierta en Giza unos años antes de cuando Hurd-Mead escribió su libro, se encontró una referencia a una mujer llamada Peseshet, madre del sumo sacerdote que presuntamente ocupaba la tumba. Y Peseshet aparecía allí descrita como «supervisora de mujeres sanadoras». Sin embargo, aquella mujer vivió algo más tarde, en torno al 2400 a.C. Según Kwiecinski, la biblioteca personal de Hurd-Mead albergaba un libro que mencionaba aquel descubrimiento, aunque sin detallar el nombre de la mujer.

Y ¿qué hay de Merit Ptah? Este nombre se empleó en el antiguo Egipto, y de hecho así se llamaba la madre de otro sumo sacerdote, esposa de Ramose, un alto dignatario de Amenhotep III y Akenatón, mencionada en una inscripción en la tumba de su hijo, en el Valle de los Reyes, y que vivió en torno al 1350 a.C. Pero sin ningún indicio de que practicara la medicina de su época.

Así, concluye Kwiecinski en su estudio, publicado en Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, Hurd-Mead hizo un extraño batiburrillo con los datos de estas dos mujeres. «Desafortunadamente, Hurd-Mead en su propio libro confundió accidentalmente el nombre de la antigua sanadora, la fecha en la que vivió y la ubicación de la tumba», dice el investigador. «Y así, de un caso mal entendido de una auténtica sanadora egipcia, Peseshet, nació en tiempo más temprano la primera mujer médica, Merit Ptah». Debe quedar claro que Kwiecinski no ha descubierto ni redescubierto a Peseshet, sino que ha atado los cabos para revelar que era de ella de quien partía la falsa historia de Merit Ptah.

Con todo, el historiador destaca cómo la historia de Merit Ptah ha sido «un símbolo muy real de la lucha feminista del siglo XX por traer a las mujeres de vuelta a los libros de historia, y por abrir la medicina y la STEM a las mujeres». Pero advierte: casos como el de Merit Ptah, que podríamos asimilar a un ejemplo temprano de fake news, ocurren cuando a la ciencia se superponen factores ideológicos con su carga emocional. Nadie había puesto en duda la historia porque era deseable creerla. Y cuando la ideología se pone por delante del rigor, incluso cuando esa ideología es digna de apoyo, la ciencia desaparece.

A todo lo que menciona Kwiecinski hay que añadir además otro factor: más allá del efecto eco de internet, lo cierto es que incluso los académicos dieron por hecha la existencia de Merit Ptah. Como suelo escribir aquí, solo los estudios científicos son científicos; a un libro o un informe de un organismo, ya sea público o privado, por muy Naciones Unidas o Greenpeace que sea, no se le puede dar la misma validez que a un estudio científico, ya que no ha superado un filtro de revisión por pares. El problema surge cuando los académicos recogen el dato de Merit Ptah que ya circulaba previamente y lo incluyen en sus estudios; estos dan entonces a dicho dato un barniz de autenticidad, incluso si es falso, porque nadie realmente se ha preocupado de comprobar la veracidad de la fuente original.

Y por supuesto, quien dice libros o informes, dice blogs. Como este. Por eso les animo a que no crean lo que cuento aquí sin más, y que pinchen en los enlaces que siempre incluyo en estas páginas y que conducen a las fuentes originales, que esas sí son estudios científicos. Desconfíen siempre de quien quiera contárselo, pero no quiera llevarles a que lo vean con sus propios ojos.

Así es como Thomas Cook impulsó el conocimiento

En las películas sobre el futuro se muestran a veces marcas comerciales que nos resultan conocidas. Imagino que, lógicamente, se trata de patrocinios a golpe de dólar, pero supongo también que los productores tratan con esto de acercar más la historia al espectador para que le resulte más realista. Claro está, debe tratarse de marcas incombustibles, eternas. Pero el tiempo nos ha enseñado que no las hay. Imagino que los productores de 2001: Una odisea del espacio y Blade Runner nunca habrían imaginado entonces que la todopoderosa Pan Am, la mayor aerolínea del mundo, cuya marca aparecía en ambas películas, desaparecería del mapa en 1991.

No recuerdo si Thomas Cook ha llegado a figurar en alguna película futurista. Pero para quienes somos adictos a los viajes, la idea de que la primera agencia turística de la historia y del mundo haya desaparecido de la noche a la mañana es toda una conmoción. Aunque sus problemas vinieran ya de lejos, uno, ignorante en cosas de economía y negocios, siempre espera que aparezca algún salvador al rescate, sobre todo por el bien de sus empleados y clientes.

Thomas Cook inventó el turismo de masas. Y bueno, a nadie nos gusta el turismo de masas. Pero si no fuera por el turismo de masas, quienes no somos millonarios no podríamos viajar a donde lo hacemos a los precios a los que lo hacemos. El mundo sería un lujo económicamente inalcanzable para nosotros. Y por tanto, en lo que vale, le debemos algo de gratitud a aquel ebanista inglés del siglo XIX.

Sin embargo, este no es un blog de viajes, por mucho que esta sea una de las debilidades de su autor. Pero lo que hoy vengo a contarles es una de las historias menos divulgadas en la historia de Thomas Cook y su legendaria, ya difunta, compañía de viajes: cuál fue su papel decisivo en el impulso a la investigación arqueológica en el Oriente Próximo. Incluso aunque sus intenciones fueran realmente otras.

Petra en 1917. Imagen de Wikipedia.

Petra en 1917. Imagen de Wikipedia.

Cook no era un viajero, ni un aventurero, ni un explorador, ni mucho menos un científico. Si dos palabras le definían, eran estas: religioso y abstemio. Baptista estricto, y activista en contra del consumo de bebidas alcohólicas. En 1841 se le ocurrió la idea de organizar el viaje en tren de 500 enemigos del alcohol desde Leicester para un mítin en Loughborough, a solo 11 millas de distancia. Y así fue como comenzó: unos años más tarde ya estaba organizando viajes por Europa y EEUU.

Pero en las décadas posteriores, lo que hizo crecer la compañía de Cook como un hojaldre en el horno fue el destino estrella en la Gran Bretaña victoriana: Egipto. Y sin embargo, aunque el país de los faraones era la fuente más jugosa de ingresos para la compañía, el propio Cook tenía un mayor interés personal en otra región: Oriente Próximo. O sería más adecuado decir Tierra Santa, ya que ese interés no era geográfico, sino religioso: Cook quería utilizar su oferta de viajes a aquella región como una vía de expresión y expansión de sus creencias.

Según contaba Felicity Cobbing en un artículo publicado en 2012 en la revista Public Archaeology, en 1865 se fundó en Londres el Palestine Exploration Fund (PEF), una organización dedicada, escribía Cobbing, a «explorar, mapear y estudiar la Tierra Santa, su historia antigua, arquitectura y arqueología, su historia natural y su población».

En el último cuarto del siglo XIX, el PEF produjo un valioso volumen de documentación sobre toda la región de Tierra Santa, incluyendo mapas, descripciones y estudios sobre todos los aspectos históricos, arqueológicos, antropológicos y naturales. Aunque los intereses del PEF eran sobre todo religiosos y, cómo no, coloniales, aquellos trabajos fueron fuentes imprescindibles para los viajeros, exploradores y científicos que abrieron aquellas tierras al conocimiento occidental.

Pero aunque por entonces las actuales Palestina e Israel eran frecuentemente visitadas por viajeros y estudiosos, en cambio existía un gran desconocimiento sobre la región al otro lado del río Jordán; Transjordania, la actual Jordania. El Oriente Próximo se hallaba bajo el dominio del imperio Otomano. Pero la zona oriental, desde el Jordán hasta el Éufrates, era territorio inexplorado, desconocido, abandonado por las autoridades otomanas y controlado por las tribus locales, en permanente conflicto. Todo esto hacía de la región un lugar extremadamente peligroso, como atestiguan las historias de la época de los pocos pioneros que se atrevían a aventurarse por aquel territorio.

Y entonces llegó Thomas Cook. El ya exitoso empresario de viajes era un devoto miembro del PEF. En 1874, Cook pasó los trastos del negocio a su hijo, John Mason Cook. Durante aquella época, padre y después hijo comenzaron a ocuparse de organizar los viajes del PEF a Tierra Santa, y a proporcionar a sus miembros los famosos cheques de viaje. En 1868, los Cook organizaron la primera expedición a Transjordania, dirigida por el ingeniero militar Charles Warren. Aquella expedición mapeó las ruinas de Jerash (Gerasa) y Amán, pero sobre todo estuvo involucrada en el hallazgo y la investigación de la estela de Mesha o piedra moabita, una valiosa pieza del siglo IX a. C. hoy conservada en el Museo del Louvre.

Posteriormente, la compañía fue extendiendo sus operaciones al este del Jordán. Y tras las expediciones de arqueólogos y cartógrafos, comenzaron a llegar los viajeros de a pie, los primeros turistas. La guía de Cook de Palestina de 1876 ya incluía dos itinerarios en Transjordania, pero fue a partir de 1890 cuando aquella región empezó a convertirse en foco de atracción. A partir de 1907, ya era posible contratar en Thomas Cook & Son un viaje a lugares como Petra, Amán o Jerash. En 1922, la compañía abrió el primer hotel al este del Jordán, el Philadelphia, en la nueva capital de Amán. Al mismo tiempo, la apertura de la región también facilitó a los arqueólogos un estudio más detallado de los restos.

Así pues, quien hoy se acerque a conocer maravillas como la soberbia Petra, las ruinas de Jerash, el desierto de Wadi Rum o el castillo de Kerak (Karak), haría bien en recordar que la posibilidad de visitar aquellos lugares y lo que hoy conocemos sobre ellos se la debemos en parte a un hombre. De no haber sido él, lo habría hecho otro, pero lo hizo Thomas Cook.

Esta película de 1900 es la más antigua que existe de un eclipse de sol

Hace unos días, el pasado 29 de mayo, hemos celebrado el centenario de un fenómeno cuyo estudio científico convirtió a Albert Einstein en lo que es hoy; no en lo que él fue, sino en lo que es hoy. El alemán no necesitó otros argumentos que sus propios méritos para encumbrarse como uno de los mayores físicos de todos los tiempos. Pero en cambio, sus biógrafos tienden a coincidir en que el salto para convertirse en un icono (pósteres, camisetas) y en una antonomasia («este niño es un Einstein») se produjo gracias a un empujoncito mediático.

De hecho, suele decirse que Einstein fue el primer científico mediático de la historia, y no cabe duda de que es el más popular: todo el mundo sabe quién es Einstein, incluso quienes no tienen una idea clara de quiénes fueron los nueve físicos que le siguen en la encuesta publicada por la revista Physics World en 2000: Isaac Newton, James Clerk Maxwell, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Galileo Galilei, Richard Feynman, Paul Dirac, Erwin Schrodinger y Ernest Rutherford.

Ese salto de Einstein a la inmortalidad popular nació el 29 de mayo de 1919, cuando dos expediciones británicas a Brasil y a la isla de Príncipe, en la costa africana, fotografiaron un eclipse de sol con el fin de comprobar una predicción de la relatividad general: si la gran masa del Sol doblaba la luz de las estrellas cercanas –desde nuestro punto de vista–, desplazando sus posiciones en el cielo (Newton también había predicho esta curvatura, pero con un valor mucho menor).

Aquellas expediciones y experimentos contaron con el concurso de varias personas, pero su principal impulsor fue el astrónomo Arthur Eddington. Cuando Eddington y sus colaboradores confirmaron la predicción de Einstein, el diario The Times publicó un titular en portada a tres columnas calificando el hallazgo de “revolución en la ciencia”, con declaraciones de Joseph John Thomson, codescubridor del electrón y entonces presidente de la Royal Society, elogiando la teoría general de la relatividad como “uno de los pronunciamientos más trascendentales, si no el más trascendental, del pensamiento humano”.

El eco de aquella noticia rebotó por todo el mundo, con la colaboración esencial del New York Times, que tampoco se quedó corto en alabanzas a Einstein. Y todo aquel revuelo, dicen sus biógrafos, fue lo que convirtió al físico alemán en la primera superestrella de la ciencia, a pesar de que, según se decía entonces, pocos entendían realmente de qué iba su teoría. O quizás precisamente por ello.

Con ocasión de la celebración del centenario, que se ha conmemorado en todo el mundo con diversos actos, hemos recibido además un regalo histórico-científico por cortesía de la Royal Astronomical Society (RAS) y el British Film Institute (BFI): la primera película jamás rodada y que hoy se conserva de un eclipse total de sol. No se trata de aquel eclipse de Eddington, sino de otro acaecido casi dos décadas antes, en 1900.

Un fotograma del eclipse de sol rodado por Nevil Maskelyne en 1900. Imagen de BFI.

Un fotograma del eclipse de sol rodado por Nevil Maskelyne en 1900. Imagen de BFI.

El metraje es obra del mago británico Nevil Maskelyne. El ilusionismo en la época victoriana se convirtió en un punto de colisión entre la ciencia y lo paranormal; los magos, con el ejemplo de Harry Houdini a la cabeza, se convertían a menudo en detectives de los fraudes orquestados por médiums y demás espiritistas. Por entonces fue muy sonado el enfrentamiento entre Houdini y Arthur Conan Doyle, paradójicamente uno de los más prominentes paladines del espiritismo, a pesar de que su hijo literario, Sherlock Holmes, era un modelo de empirismo racional. Hasta tal punto llegaba la confusión entre lo científico y lo paranormal que lo segundo contaba incluso con el apoyo de notables científicos como Alfred Russell Wallace, coautor de la teoría de la evolución.

Uno de aquellos magos desmontadores de fraudes espiritistas fue John Nevil Maskelyne, quien al parecer fue también el inventor de los baños públicos de pago. Maskelyne tuvo un hijo también mago llamado Nevil Maskelyne, y por desgracia en la información publicada por la RAS no queda del todo claro quién de los dos fue el autor de la película del eclipse; padre e hijo vivían en 1900. Algunos medios han dado por hecho que fue el propio padre, John Nevil, mientras que otros lo atribuyen al hijo, Nevil.

Fuera quien fuese de los dos, su trabajo cinematográfico fue verdaderamente pionero: la histórica película de los trabajadores abandonando la fábrica Lumière se rodó en 1895. Pero además de mago y cineasta, Maskelyne era un apasionado de la astronomía. Utilizando para su cámara un adaptador telescópico de su invención, en 1898 filmó por primera vez un eclipse en India, pero la película fue robada durante el viaje de vuelta. Dos años después volvía a intentarlo, esta vez con motivo de una expedición de la Asociación Astronómica Británica a Carolina del Norte.

El 28 de mayo de 1900 rodó la breve película que ha permanecido olvidada, sufriendo el deterioro del tiempo en los archivos de la RAS, hasta que ha sido rescatada, escaneada y restaurada por los expertos del BFI para traernos esta joya del pasado, uno de los ejemplos más tempranos de cine científico.

El Nobel de Química que murió en España

Los nombres de Santiago Ramón y Cajal y Severo Ochoa son hoy de sobra conocidos incluso para el ciudadano medio sin conocimientos de ciencia. Pero esto, más que un motivo para celebrar, es una razón para el sonrojo: son las dos únicas personas nacidas en España que han alcanzado el reconocimiento de un Nobel de ciencia.

El número de españoles ganadores de un Nobel de Literatura más que duplica esta cifra (cinco, para ser exactos). El historiador del CSIC Ricardo Campos, en un estudio sobre la eugenesia del franquismo (que conté en detalle aquí), escribía que el psiquiatra franquista Juan José López Ibor definía al hombre español como “estoico, sobrio, buscador de gloria militar y literaria, despectivo hacia la ciencia y la técnica e impasible frente la muerte”. Y así hemos llegado a donde estamos.

Para un estadounidense o un británico, aprenderse la lista de sus científicos laureados con el Nobel sería casi misión imposible. Y ni siquiera la diferencia entre su potencia científica y la nuestra es suficiente justificación: como conté aquí en una ocasión, España es el undécimo país en número de publicaciones científicas (de hecho, cuando lo conté éramos los décimos, pero la reciente edad oscura para la ciencia española nos ha hecho perder un puesto que será muy complicado volver a recuperar), pero se queda en un vergonzoso vigésimo séptimo lugar en número de premios Nobel de ciencia, a la altura de Luxemburgo o Lituania.

Wendell Meredith Stanley en 1946, el año en que ganó el Nobel de Química. Imagen de Wikipedia.

Wendell Meredith Stanley en 1946, el año en que ganó el Nobel de Química. Imagen de Wikipedia.

Todo lo anterior me ha venido al hilo del recuerdo de un episodio poco conocido, y es que si este país solo ha alumbrado dos Nobel de ciencia, en cambio ha matado a uno más. Es un decir, claro; en realidad fue su corazón lo que mató a Wendell Meredith Stanley el 15 de junio de 1971, unas horas después de pronunciar una conferencia en la Universidad de Salamanca. Al día siguiente, 16 de junio, el diario ABC (que daba la noticia a toda página bajo el epígrafe “vida cultural”) contaba que Stanley, profesor de la Universidad de Berkeley y Nobel de Química en 1946, había fallecido de madrugada a la edad de 67 años por un infarto de miocardio en su alojamiento, el Colegio Fonseca.

Stanley había viajado a Barcelona con motivo de un congreso científico en compañía de Severo Ochoa, con quien mantenía amistad, y había sido invitado a Salamanca por el bioquímico Julio Rodríguez Villanueva, quien antes de la conferencia de Stanley advirtió de que “las preguntas que formularan al premio Nobel se le hicieran despacio, a causa de que había sufrido varios ataques al corazón”, contaba ABC. La preocupación de Villanueva no pudo ser más premonitoria.

Pero ¿quién era Wendell Meredith Stanley? Resulta curioso que para un país como EEUU un Nobel de ciencia sea algo tan de andar por casa que algunos de ellos sean casi unos completos desconocidos. Fuera de los círculos de la microbiología y la biología molecular (y tal vez dentro), el nombre de Stanley solo invita a encoger los hombros, e incluso su página en la Wikipedia inglesa no le dedica más de cuatro o cinco párrafos.

Casi oculto, Wendell Stanley asoma la cabeza al fondo de esta foto tomada en la Casa Blanca en 1961, durante un encuentro con científicos del presidente John F. Kennedy. Imagen de White House / Wikipedia.

Casi oculto, Wendell Stanley asoma la cabeza al fondo de esta foto tomada en la Casa Blanca en 1961, durante un encuentro con científicos del presidente John F. Kennedy. Imagen de White House / Wikipedia.

Y sin embargo, podríamos decir que Wendell Stanley fue nada menos que el descubridor de los virus. Para los iniciados en el tema esta afirmación puede ser discutible, pero démosle la vuelta: si hubiera que nombrar a un solo científico/a como descubridor de los virus, ¿quién merecería este título más que Wendell Stanley?

En la segunda mitad del siglo XIX el francés Louis Pasteur y el alemán Robert Koch sentaron la teoría microbiana de la enfermedad, según la cual las infecciones estaban provocadas por los microbios. Pasteur, Koch y otros científicos comenzaron a identificar las bacterias responsables de numerosas enfermedades, y las infecciones dejaron de ser un misterio a medida que iban cayendo una tras otra bajo el microscopio de los investigadores.

Pero una se les resistía: la rabia. Nadie era capaz de aislar bajo las lentes una bacteria a la que culpar de la rabia. Lo mismo ocurría con ciertas enfermedades de las plantas, en las cuales los investigadores buscaban causas bacterianas al hilo de los trabajos de Pasteur y Koch, pero sin éxito. Uno de estos científicos era el químico alemán Adolf Mayer, que en 1886 describió una plaga a la que denominó mosaico del tabaco, que arruinaba las hojas de esta planta entonces tan apreciada. Mayer extraía savia de una planta afectada y la inoculaba en un ejemplar sano, observando que la enfermedad se transmitía. Pero cuando estudiaba la savia al microscopio, no encontraba nada.

Mayer y otros investigadores, como el ruso Dmitri Ivanovsky, descubrieron que el misterioso causante del mosaico del tabaco era algo capaz de atravesar no solo un papel de filtro, sino también unos filtros de porcelana inventados por el francés Charles Chamberland y que servían para limpiar un líquido de bacterias. ¿Qué era lo que causaba aquella infección del tabaco?

La teoría de la época suponía que se trataba de una toxina o de una bacteria diminuta, hasta que en 1898 el holandés Martinus Beijerinck se atrevió a aventurar que aquella enfermedad del tabaco estaba causada por otro tipo de agente infeccioso que no era una bacteria, al que llamó “virus”, “veneno” en latín, un término que ya se había empleado siglos antes en referencia a agentes contagiosos desconocidos. Beijerinck acertó al sugerir que el virus era algo más o menos vivo (no como una toxina), ya que solo afectaba a las células que se dividían. Pero se equivocó al proponer que era de naturaleza líquida.

A partir de los experimentos de Beijerinck, los microbiólogos comenzaron a llamar “virus” a todo agente infeccioso invisible al microscopio y que atravesaba los filtros. El primero en detectarse en animales fue el de la fiebre aftosa, y después llegaron los humanos, el de la fiebre amarilla, la rabia, la viruela y la poliomielitis. Pero aunque ya era de conocimiento común que todas estas enfermedades eran víricas, en realidad aún no se tenía la menor idea sobre qué y cómo eran estos virus. Aún se seguía admitiendo generalmente que no eran partículas, sino misteriosos líquidos infecciosos, una especie de veneno vivo.

Aquí es donde entra nuestro Stanley. En la década de los 30 apareció el microscopio electrónico, una herramienta que permitía hacer visible lo invisible al microscopio óptico tradicional. Y con el potencial que ofrecía esta nueva tecnología, en 1935 Stanley se propuso destripar de una vez por todas la naturaleza del virus del mosaico del tabaco, emprendiendo uno de esos trabajos penosos que alguien tenía que hacer en algún momento: despachurró una tonelada de hojas de tabaco, extrajo su jugo, lo purificó, y de todo ello finalmente obtuvo una exigua cucharadita de polvo blanco. Pero allí estaba el virus del mosaico del tabaco, una especie de minúsculo ser con forma alargada que seguía siendo infectivo incluso cuando estaba cristalizado; es decir, lo que llamaríamos más o menos muerto.

El virus del mosaico del tabaco al microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

El virus del mosaico del tabaco al microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

En realidad fueron otros investigadores los que después obtuvieron las primeras imágenes de microscopía electrónica del virus del mosaico del tabaco, y Stanley se equivocó en algunas de sus hipótesis, como cuando propuso que el virus solo estaba compuesto por proteínas. Pero no solo su virus fue realmente el primer virus que ya era algo más que un nombre, sino que aquella extraña capacidad de infectar incluso cuando estaba cristalizado descubrió para la ciencia el rasgo fundamental de los virus, y es que no son exactamente seres vivos, o al menos no como los demás. Pero esta ya es otra historia.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (II)

Ayer conté aquí que hoy existen parientes vivos por línea materna de Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, y que por tanto el ADN mitocondrial de estos familiares serviría de patrón de comparación para estudiar si los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne (Francia) son los del escritor.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Pero ¿qué posibilidades habría de recuperar ADN mitocondrial viable de la tumba de Carqueiranne? Siempre que los restos del aviador desconocido no fueran incinerados, es posible que aún quede algún fragmento de hueso o algún diente que pudieran servir para la identificación. Una dificultad añadida es que probablemente el cuerpo se enterró junto a otros, ya que se trataba de una fosa común; en este caso un resultado positivo sería una confirmación, mientras que uno negativo no refutaría la posibilidad de que St-Ex fuera enterrado allí, ya que los restos analizados podrían ser los de otro cadáver sepultado en la misma tumba.

Respecto a la posibilidad de que quede algún fragmento del que pueda extraerse material, hay precedentes en los que se ha logrado rescatar y analizar ADN mitocondrial de restos aún más antiguos y conservados en condiciones parecidas. Uno de los casos más notables es el del «niño desconocido» del Titanic, el cadáver de un bebé que se recuperó del mar a los pocos días del naufragio y que fue enterrado en Halifax (Canadá), donde permaneció sin identificar hasta hace solo unos años.

Aunque el clima en Halifax es más frío que en el sur de Francia, lo que favorece la conservación, en su contra tenía el hallarse en una zona permeada por aguas subterráneas, que en combinación con los ácidos del suelo disolvieron la mayor parte de los restos. Cuando se abrió la tumba en 2001, se recuperaron tres piezas dentales y un fragmento de 6 centímetros de un hueso del brazo, suficiente material para extraer ADN mitocondrial que llevó a la identificación del niño como Sidney Leslie Goodwin, un bebé inglés de 19 meses (este estudio rectificaba un análisis anterior que resultó erróneo).

El "niño desconocido" del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

El «niño desconocido» del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

Por lo tanto, es posible que a pesar del tiempo transcurrido aún quede algún fragmento recuperable en la tumba de Carqueiranne que permitiera un análisis de ADN mitocondrial. Pero si persistiera algún resto, incluso no sería descartable que pudiera además extraerse algo de ADN nuclear. En 2013, un estudio estableció un protocolo para extraer y secuenciar ADN cromosómico de restos sumergidos en agua de mar durante ocho meses, a pesar de que el material se encontraba altamente degradado y con un número de copias muy escaso. Incluso en algún caso se ha logrado un análisis de ADN nuclear de restos hallados en el mar después de 10 años; concretamente, huesos del pie en una bota de goma.

Si pudiera extraerse algo de ADN nuclear, quizá podría compararse con los parientes vivos actuales, pero de esas secuencias también podría obtenerse información complementaria de cara a una identificación. Por ejemplo, hoy los genetistas tienen localizadas ciertas regiones del genoma que pueden relacionarse con rasgos físicos como el color del pelo o de los ojos.

Es más, el análisis de los restos antiguos hoy tampoco se limita al ADN, sino que el estudio de los isótopos (variantes concretas de los átomos) presentes en huesos y dientes puede revelar pistas que no bastan para una identificación, pero que pueden servir como indicios adicionales. Los isótopos presentes en el esmalte dental, que se forma durante la infancia, permiten conocer detalles sobre el lugar geográfico donde se crió el personaje y cuál era su dieta predominante durante sus primeros años de vida, mientras que los huesos desvelan datos sobre ubicación y alimentación también en la edad adulta, ya que el tejido óseo se renueva a lo largo de la vida.

Un ejemplo brillante del uso de estas técnicas fue la investigación que en 2014 llevó a la identificación de los huesos del rey inglés Ricardo III, que vivió en el siglo XV y cuyos restos yacían bajo un aparcamiento en Leicester. Gracias al análisis de isótopos los investigadores pudieron saber que el personaje allí enterrado se crió en Northamptonshire, que a los siete años había emigrado hacia el oeste del país y que en sus últimos años bebía mucho vino y comía sobre todo peces de río y aves de caza. Estos detalles cuadraban con los datos históricos, lo que sirvió para confirmar los resultados de las pruebas de ADN.

Claro que, para que todo esto pueda hacerse, es necesario que alguien esté interesado, y no parece que sea el caso: hasta donde he podido saber, no ha existido siquiera una insinuación de practicar un análisis a los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne. Aún más, y como conté hace unos días, parece que en varias ocasiones los herederos de Saint-Exupéry han tratado de boicotear las investigaciones encaminadas a esclarecer el misterio de su desaparición en el mar. En primer lugar trataron de desacreditar al pescador que halló la pulsera del escritor, y posteriormente lograron bloquear durante años el examen de los restos del avión.

¿Cuál es el motivo de esta oposición? En 2004, tras el hallazgo de los restos del avión en el Mediterráneo, uno de los buceadores que participaron en la operación dijo a la agencia France Press: «no había una hélice doblada ni agujeros de bala… Viendo los fragmentos, pensamos en una hipótesis de una caída casi vertical a alta velocidad. Pero es solo una conjetura».

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

La teoría principal hasta entonces proponía que el avión de St-Ex, un aparato de reconocimiento sin armas, había sido abatido por un caza alemán. Por ello, en 1948 sus herederos obtuvieron para el escritor el reconocimiento legal de Mort pour la France, muerto por Francia. Sin embargo, a raíz de las pruebas halladas en 2004, cobró fuerza la hipótesis de que St-Ex había decidido poner fin a su vida, una idea defendida por el historiador de la aviación Bernard Mark.

Deprimido por los problemas con su esposa, las deudas y las falsas acusaciones de colaboracionismo con los nazis, bebía en exceso, y «ocho días antes de su última misión había dado pistas de que pensaba en el suicidio», dijo Mark. La noche antes de aquel vuelo final no durmió. Había dejado sus papeles en orden, había regalado su máquina de escribir y su juego de ajedrez, y había escrito sobre su indiferencia hacia la vida. Cuando el comandante de su escuadrilla supo aquella mañana que había partido, reprendió al personal de tierra: «¿Por qué diablos le habéis dejado volar?».

A raíz de todo aquel revuelo, un sobrino del escritor, Jean d’Agay, dijo que «las leyendas como Saint-Exupéry no deberían tocarse». Al parecer, incomodaba la posibilidad de que la reputación del héroe quedara deteriorada. Para dar carpetazo al asunto, el gobierno francés se adhirió a la hipótesis de que St-Ex había caído al mar debido al agotamiento del suministro de oxígeno, una idea sin prueba alguna.

Pero la historia dio un curioso giro en 2008, cuando un expiloto de la Luftwaffe alemana llamado Horst Rippert dio un paso al frente afirmando que él había derribado a St-Ex aquel 31 de julio de 1944. La historia de Rippert fue entonces cuestionada por la prensa francesa. Sin embargo, en octubre del pasado año se publicaba el libro Saint-Exupéry, révélations sur sa disparition, en el que Luc Vanrell (el buceador que encontró los restos del avión) y tres colaboradores dicen presentar pruebas de que Rippert abatió el aparato del escritor. Los autores explican la ausencia de agujeros de proyectil alegando que la parte del avión que recibió los balazos no se ha conservado.

¿Caso resuelto? Tal vez. O tal vez no. Al menos el libro quizá contribuya a que la leyenda no se toque, como deseaba Jean d’Agay. Evidentemente, una eventual identificación de los restos de Carqueiranne no aportaría nada respecto a si St-Ex fue abatido o se suicidó, pero removería un pasado que algunos prefieren dejar como está.

Sin embargo, llama la atención que uno de los firmantes del nuevo libro sea François d’Agay, otro sobrino del escritor. A esto se le pueden poner muchos nombres, pero el más aséptico de ellos es «conflicto de intereses». Aunque solo sea por el hecho de que, cuando a un artista se le concede la designación de Mort pour la France, sus herederos reciben una extensión de copyright de 30 años para sus obras en Francia. Lo que, sumado a los 70 años habituales, aún les deja a los d’Agay un par de décadas por delante para seguir percibiendo derechos por las ventas de El principito y por el uso del personaje en su país.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (I)

Como conté hace unos días, en el cementerio de Carqueiranne (Francia) reposan los restos de un aviador desconocido que apareció muerto en la costa unos días después de la desaparición en vuelo del escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry. ¿Sería posible averiguar si aquel cuerpo era el del autor de El principito?

Y en primer lugar, ¿a alguien le importa? Las actitudes con respecto a esto son diversas: para algunos, más aferrados a una mentalidad tradicional, el análisis de los restos humanos es una quiebra del respeto al difunto, mientras otros opinan que precisamente el respeto a la persona fallecida exige la identificación de su cadáver por los medios técnicos disponibles.

En cualquier caso y como explicaré mañana, es improbable que alguien vaya a promover el examen de los restos de Carqueiranne. Y tal vez ni siquiera quede nada que analizar. Pero si lo hubiera, ¿sería posible practicar una prueba de ADN después de tantas décadas? ¿Habría alguien con quien compararla?

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Hoy los expertos en ADN antiguo son capaces de recuperar material legible de miles de años, o incluso cientos de miles de años. Pero los científicos especializados en este campo suelen coincidir en dos cosas: una, que el éxito del test no depende tanto de la edad de las muestras como de su estado de conservación; las muestras más antiguas de ADN que han podido secuenciarse se extrajeron de cadáveres conservados en suelos congelados o de huesos encontrados en cuevas frescas y secas.

En el caso de St-Ex, como se le conoce en Francia, un cuerpo que flotó en el mar durante varios días y después permaneció enterrado durante más de siete décadas, con un traslado de restos incluido, no es desde luego la fuente óptima para obtener una muestra viable. Pero la segunda cosa en la que coinciden los expertos es: hasta que no se intenta, no se sabe si será posible; y si no se intenta, nunca se sabrá.

Una breve explicación sobre los test genéticos. Nuestras células contienen ADN en dos lugares distintos. Por un lado, el núcleo celular alberga los cromosomas que heredamos de nuestros progenitores, 22 del padre y 22 de la madre (llamados autosomas), y un par de cromosomas sexuales; XX en las mujeres, XY en los hombres.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Los test genéticos clásicos, inventados en los años 80 por el británico Alec Jeffreys y que se han empleado desde entonces para las pruebas de paternidad y los estudios forenses, se basan en el análisis de ciertas regiones de los autosomas –llamadas microsatélites– que varían en distintas personas, y que son muy diferentes entre los sujetos no emparentados. Pero este método, llamado Huella Genética o DNA Fingerprinting, es poco útil cuando se trata de muestras antiguas; en los espermatozoides y los óvulos, los pares de cromosomas paterno-materno se intercambian fragmentos entre sí, por lo que la huella genética de una persona se va diluyendo en las generaciones sucesivas.

En cambio, esto no sucede con el cromosoma sexual masculino Y, que no tiene pareja y por tanto no intercambia fragmentos con otro. Por ello, este cromosoma suele servir como referencia válida para comprobar el parentesco incluso entre dos personas separadas por muchas generaciones. Pero para que este análisis sea posible, es necesario que esas dos personas compartan el mismo cromosoma Y. Dado que este se hereda de padre a hijos varones, se incluyen en este caso los hermanos y sus ascendientes y descendientes por línea paterna masculina.

St-Ex no tuvo hijos, y su único hermano varón, François, murió a los 15 años; por cierto, sirviendo de inspiración para el personaje del principito. Para comprobar si existe hoy algún patrón de comparación del cromosoma Y sería necesario estudiar si queda algún otro descendiente masculino de sus ancestros por línea paterna; básicamente se trataría de buscar a algún pariente varón que hoy lleve el Saint-Exupéry como primer apellido. De lo contrario, si no existe, el cromosoma Y del escritor se habría extinguido con él, por lo que no habría hoy ningún familiar que sirviera como patrón de comparación.

De todos modos, la mayor dificultad con el ADN antiguo es recuperar muestras viables de los cromosomas nucleares, ya que solo hay una copia por cada célula y el material genético tiende a degradarse con el tiempo. En cambio, la probabilidad de obtener una muestra válida aumenta enormemente con el segundo lugar de nuestras células que alberga ADN, las mitocondrias.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Las mitocondrias son las pilas de la célula. Son los orgánulos que proporcionan la energía necesaria para todos los procesos celulares. Hoy se piensa que originalmente, hace miles de millones de años, eran bacterias de vida libre, que en algún momento se fusionaron con otras células para vivir en simbiosis, aportando energía y recibiendo cobijo a cambio. Como herencia de aquel pasado independiente, las mitocondrias conservan su propio ADN, que sirve para producir componentes de consumo propio. Dado que cada célula contiene cientos o incluso miles de mitocondrias, y que cada una de ellas lleva entre 2 y 10 copias de su ADN, esto significa cientos o miles de copias del ADN mitocondrial en una sola célula, lo que mejora inmensamente las perspectivas de conseguir una muestra analizable.

Sin embargo, como ocurre con el cromosoma Y, el ADN mitocondrial tampoco sirve para estudiar el parentesco entre dos personas cualesquiera, sino que deben estar relacionadas por las reglas de la herencia de este material genético. Cuando un espermatozoide fecunda un óvulo, del primero solo se conserva el núcleo, mientras que el segundo aporta la mayor parte de las estructuras celulares. Por lo tanto, hombres y mujeres llevamos el ADN mitocondrial de nuestra madre. Así, para que este genoma secundario confirme el parentesco entre dos personas, es necesario que ambas estén relacionadas por línea materna.

St-Ex tuvo tres hermanas, Marie-Madeleine, Simone y Gabrielle, con quienes compartía el ADN mitocondrial de su madre. Que yo haya podido encontrar, al menos una de ellas, Gabrielle, tuvo dos hijas, Marie Magdeleine y Mireille, y estas a su vez han tenido un total de cinco hijas (además de algún varón que, de seguir vivo, llevaría también el mismo ADN mitocondrial), por lo que parece que el ADN mitocondrial del escritor sigue vivo y que por tanto en este caso sí habría un patrón de comparación.

(Continuará mañana)