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Esto es lo que dura activo el virus de la COVID-19 en el aire

Hace unos meses, en la cafetería del Parador de Gijón observé sobre una encimera un cacharro que parecía una lamparita; una de esas que realmente no dan luz y que pretenden aparentar decoración de vanguardia hasta que pasan de moda y entonces quedan como decoración de retaguardia. Pero el camarero explicó que no era eso, sino un monitor de CO2: verde, bien; amarillo, abrir las ventanas; rojo, desalojar hasta que vuelva el amarillo.

No soy cliente habitual de bares ni restaurantes, así que no puedo juzgar ni siquiera por impresión personal si aquello era una excepción insólita o si ya existen muchos locales con medidores de este tipo. Ojalá sea lo segundo. Porque desde luego, si no es lo segundo, entonces es que la torpeza del ser humano no se cura ni con seis millones de muertos.

Pero con independencia de que muchos o pocos hosteleros hayan adoptado esta simplicísima medida, que no lo sé, lo que sí es constatable es que los gobiernos que nos gobiernan y los legisladores que nos legislan, estatales, autonómicos o de comunidad de vecinos, continúan silbando, mirando para otro lado y rascándose el ombligo en todo lo relativo a las medidas de calidad del aire. Que son LA MEJOR arma contra la pandemia de COVID-19. En su lugar, se sigue hablando de mascarilla sí, mascarilla no, mascarilla tralará.

Sí, las mascarillas funcionan (hasta cierto punto). Pero como ya he repetido aquí una y otra vez, las mascarillas han sido un parche, una chapuza de emergencia, incómoda e indeseable, cuando no teníamos otro modo de enfrentarnos al virus. Después de más de dos años, se diría que ya ha habido tiempo más que suficiente para cambiar el parche por medidas serias y definitivas de calidad del aire de cumplimiento obligatorio en todos los espacios públicos cerrados, que los expertos han pedido hasta la ronquera.

Pero es evidente que esto no ha ocurrido. El riesgo de contagio se sigue dejando a la mascarilla. No es asunto de los hosteleros ni de los dueños de los locales. No es su aire. Como si se sirvieran agua o comida sin el menor control sanitario, y allá cada cual si enferma, no haber bebido o comido, qué culpa tendrá el dueño. En resumen: que aún sigamos hablando de mascarillas, dos años y pico después, revela el fracaso de la respuesta contra la pandemia.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

En la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) la microbióloga de la Universidad Napier de Edimburgo Stephanie Dancer escribía hace unos días: «Es hora de una revolución en el aire de interiores». En fin, lo mismo que otros cientos de expertos en todo el mundo han repetido hasta la saciedad. «Se espera que las autoridades de salud pública desarrollen directivas prácticas e inclinen a la gente y a los locales hacia una mayor seguridad». Se espera. Y seguimos esperando, mientras nadie hace nada.

El artículo de Dancer venía a propósito de una nueva revisión de estudios sobre la transmisión del SARS-CoV-2 por aerosoles publicada el mismo día en BMJ. Habrá a quienes les sorprenda que a estas alturas se sigan publicando estudios y revisiones sobre la transmisión por aerosoles. Pero no debería; eso es precisamente lo que distingue a la ciencia de todo lo demás, que continúa indagando, obteniendo nuevos datos, validando sus afirmaciones, revisándolas y refutándolas si es necesario. Frente a quienes dicen que ellos ya sabían desde el principio que eran los aerosoles, la ciencia no sabe nada desde el principio, sino solo al final. Y el hecho de que esta conclusión final pueda coincidir a veces con lo que a algunos les daba en la nariz no convierte a esos de la nariz en científicos; científico es quien investiga para saber, no quien ya sabía.

Y sí, la nueva revisión valida una vez más la transmisión por aerosoles: «La transmisión del SARS-CoV-2 por el aire a larga distancia podría ocurrir en lugares de interior como restaurantes, centros de trabajo y locales de coros, y un insuficiente recambio del aire probablemente contribuya a la transmisión», escriben los autores, de la UK Health Security Agency. «Estos resultados refuerzan la necesidad de medidas de mitigación en interiores, sobre todo una adecuada ventilación».

Además, con las últimas subvariantes de Ómicron las reglas del juego han cambiado radicalmente. El virus ancestral de Wuhan (el original) tenía una infectividad tan baja que por entonces el riesgo de contagio en exteriores se consideraba mínimo o prácticamente inexistente, a juzgar por los estudios de aquellos primeros tiempos. Con un número de reproducción básico (R0, recordemos que este es el número medio de personas a las que contagia cada infectado en una población sin inmunidad y mezclada al azar) de en torno a 3,3, era necesario un contacto muy estrecho y prolongado para contagiarse al aire libre, a pesar de que a posteriori algunos sectores políticamente interesados, pero científicamente desinformados, hicieran tanto ruido con aquello del 8-M de 2020 (que de todos modos y por principio de precaución no debería haberse celebrado, ya que por entonces aún no se conocía la infectividad del virus; pero una cosa es que debiera haberse suspendido, y otra que en la práctica tuviera un impacto real en la expansión de los contagios, que no fue así).

Pero con las nuevas variantes, todo ha cambiado. En la mayoría de ellas se ha cumplido que las que reemplazan a las anteriores tienen mayor infectividad. Y para las Ómicron BA.4 y BA.5, alguna estimación ha calculado que su R0 se ha disparado a un brutal 18,6. Implica que estos virus serían los más contagiosos jamás conocidos, tanto como el sarampión, del cual se contagian 9 de cada 10 personas no vacunadas que están cerca de un infectado. Lo cual aumenta enormemente el riesgo de contagio también en aglomeraciones al aire libre, como los festivales que se celebran en esta época. Y aún queda por estimar la infectividad de la nueva subvariante de segunda generación Ómicron BA.2.75 detectada primero en India (a la que algunos en redes sociales han apodado «Centaurus»), pero que podría ser incluso más infecciosa que las anteriores.

Un nuevo estudio publicado en PNAS ha analizado la dinámica del riesgo de contagio por aerosoles en interiores, aportando datos sobre cuánto dura el virus infeccioso en el ambiente. Los autores, de la Universidad de Bristol, han medido cuál es la infectividad del virus en al aire a lo largo del tiempo y a distintas temperaturas y humedades, en condiciones controladas de laboratorio.

Los resultados indican que, en condiciones de baja humedad relativa (menor del 50%), solo 10 segundos después de exhalarse el aerosol la infectividad ya ha descendido a la mitad, debido a que las gotitas del aerosol se secan y cristalizan. En condiciones de alta humedad, como ocurriría en las zonas de costa, el virus en el aire se mantiene activo durante más tiempo: comienza a perder infectividad a los 2 minutos, a los 5 minutos ha perdido el 50%, y a los 10 minutos el 90%. En cambio, la temperatura no afecta demasiado. Estos efectos de las condiciones ambientales coinciden a grandes rasgos con lo descrito previamente en otros estudios, pero en cambio estos nuevos datos rebajan drásticamente la vida media infectiva del virus en el aire, que hasta ahora se estimaba en 1 o 2 horas.

Debo aclarar que estos datos no deben utilizarse como guía práctica para valorar el riesgo en interiores en situaciones reales. Es un solo estudio (aunque muy bueno), y en condiciones controladas de laboratorio. También conviene mencionar que los experimentos se refieren a variantes antiguas, como Alfa y Beta, y no a las nuevas. Según los autores, «no hay razón para creer que las medidas en este estudio no sean representativas de variantes posteriores del virus». Pero también hay algún estudio de hace unos meses según el cual Ómicron es más estable en superficies que variantes anteriores, y no puede darse por hecho que la estabilidad en aerosoles sea la misma.

Pero en cambio, hay dos conclusiones interesantes con las que conviene quedarse. Primera, en una época en que los humidificadores de aire se han convertido en una especie de electrodoméstico de moda que muchas veces se usa sin necesidad, ni sin que quien lo usa sepa realmente por qué lo usa, algo que subrayan este y otros estudios es que el aire seco es mejor para evitar la transmisión del virus: «El aire seco puede ayudar a limitar la exposición general», escriben los autores.

Segunda, el estudio confirma la validez de los monitores de CO2 para medir el riesgo de exposición al virus. Aunque esto es algo bastante aceptado, algunos expertos todavía no están del todo convencidos. Pero además de que un exceso de CO2 en una habitación es siempre señal de aire viciado y mala ventilación, el nuevo estudio revela que la evaporación del CO2 de las gotitas de los aerosoles parece ser en parte responsable de esa pérdida de infectividad del virus por un aumento del pH de las gotitas (baja su acidez, sube su alcalinidad; el CO2 disuelto forma ácido carbónico, el de las bebidas con gas). Por lo tanto, en una habitación con mucho CO2, este gas mantendrá más bajo el pH de las gotitas y por tanto favorecerá la infectividad del virus.

Claro que de poco servirán todos estos estudios mientras las autoridades sigan mirando para otro lado. Como conté aquí, la situación la resumía en pocas palabras el especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan: tomar medidas para asegurar la calidad del aire cuesta dinero a los gobiernos y a los negocios. Así que prefieren que sigamos con el mascarillas sí, mascarillas no.

Este es el tiempo máximo en el interior de un restaurante para evitar el contagio, según un modelo científico

Entre la comunidad científica se ha extendido ya el reconocimiento de los aerosoles como el principal vehículo de contagio de la COVID-19, a pesar de que este hecho no ha calado aún ni en las autoridades ni entre el público: las primeras apenas han dejado la ventilación como una recomendación opcional a pie de página (en algunos países se ha impuesto por ley e incluso se han decretado ayudas a los negocios para instalar nuevos sistemas), mientras que otras medidas de eficacia dudosa o no avalada por la ciencia se obligan bajo penas de multa; y en cuanto al segundo, el público, muchos ignoran el riesgo de los locales cerrados y mal ventilados, sobre todo allí donde no se usa mascarilla, como bares y restaurantes.

Conviene además aclarar que no es aire fresco todo lo que reluce: no podemos fiarnos de la vista o el olfato. Así lo contaba para un reportaje en Nature la científica de aerosoles Lidia Morawska, de la Universidad de Tecnología de Queensland, en Australia. Morawska, como otros investigadores de su especialidad, recorre distintos locales con un monitor de CO2 portátil; la presencia de este gas que expulsamos al respirar es un indicador de la renovación del aire, por lo que estos monitores pueden servir como el canario en la mina, de cara a alertar sobre la posible acumulación de aerosoles contaminados con el virus.

En exteriores, la concentración de CO2 es de unas 400 partes por millón (ppm). «Incluso en un restaurante aparentemente espacioso, con techos altos, el número a veces se dispara hasta las 2.000 ppm, una señal de que la sala tiene mala ventilación y supone un riesgo de infección de COVID-19«, cuenta el artículo de Nature. «El público en general no tiene ni idea de esto«, dice Morawska. «Imaginas un bar muy atestado, pero en realidad cualquier lugar puede estar demasiado lleno y poco ventilado, y la gente no se da cuenta de ello«.

El artículo advierte de que, ante la falta de insistencia de las autoridades en esta cuestión, «algunos científicos dicen que esto deja a gran parte de la población, desde los escolares a trabajadores de oficinas, clientes de restaurantes y presos, en riesgo de contraer COVID-19«. Y por lo que observamos a nuestro alrededor, es evidente que en España aún no existe una conciencia clara de este riesgo, mientras en cambio se continúa con las inútiles desinfecciones.

Incluso la Organización Mundial de la Salud, que por motivos ignotos se ha resistido con uñas y dientes a aceptar el clamor de la comunidad científica, ya publicó el mes pasado una hoja de ruta para mejorar la ventilación y la calidad del aire en interiores con el fin de reducir el riesgo de contagio, algo que marcaría una enorme diferencia en la lucha contra la pandemia.

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

En un mundo ideal, a estas alturas la calidad del aire sería ya la preocupación principal en todos los espacios públicos y privados; al entrar a cualquier tienda veríamos potentes sistemas de ventilación, y una pantalla nos informaría del nivel de CO2. No se permitiría la apertura de un local que no tuviese estos sistemas, o donde los niveles de CO2 superaran el máximo permitido. Y sin embargo, mientras tanto las autoridades continúan ignorando esta medida esencial pero complicada y cara, prefiriendo en su lugar las opciones más fáciles y baratas de encerrar a la población, prohibir las reuniones y tocar la campana para recluir a todo el mundo en sus domicilios al caer la noche. Medidas del siglo XV para el siglo XXI.

Una salvedad: aún no es posible medir directamente la concentración de virus en el aire de forma rápida y sencilla; la medición de CO2 es lo que se llama un proxy, una medida indirecta que se supone asociada a la que se quiere saber. No todos los científicos están de acuerdo en que sea tan relevante como otros defienden. Por ello, ante la duda y teniendo en cuenta que la posible contaminación del aire es indetectable, quien quiera asegurarse de ahorrarse este riesgo solo tiene una opción, y es abstenerse de visitar lugares cerrados donde no se use mascarilla en todo momento. No solo bares y restaurantes, sino también aquellos negocios cuyos responsables solo se ponen la mascarilla cuando entra un cliente.

Pero esto no tendría por qué ser así. A todos nos gusta que los negocios estén abiertos, y las personas cuyo sustento depende de ello lo necesitan desesperadamente. A falta de que las autoridades dejen de ignorar y despreciar este riesgo, y de que el público en general deje de ignorar y despreciar este riesgo, los investigadores intentan al menos cuantificarlo en términos de reglas sencillas. Reuniendo el conocimiento acumulado sobre la dinámica de los flujos de aire, las posibles dosis infectivas del virus, sus concentraciones en aerosoles y otros datos, se están refinando herramientas de simulación que permiten estimar cuál es el riesgo de contagio en distintas situaciones y tipos de locales.

En enero, investigadores de la Universidad de Cambridge y del Imperial College London publicaron un estudio en Proceedings of the Royal Society A acompañado por una herramienta online para calcular el riesgo de contagio de COVID-19 en interiores. El modelo es muy versátil, ya que pueden introducirse distintos parámetros como las medidas del local, la ventilación o el porcentaje de infectividad de los ocupantes. De hecho, se está utilizando en la práctica en los departamentos de la Universidad de Cambridge.

Pero para el público en general quizá sea más ilustrativa y sencilla otra herramienta online elaborada por científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y que acompaña también a un estudio publicado ahora en PNAS. El simulador permite elegir el idioma (no hay castellano, de momento), las unidades de medida (sistema métrico, en nuestro caso), el modo (básico o avanzado), el tipo de local, lo que hace la gente (si llevan mascarilla o no, si hablan, cantan…), el grupo de edad y la variante del virus (la original de Wuhan o la británica).

Una vez elegidos todos estos datos, el resultado es cuántas personas durante cuánto tiempo serían aceptables para evitar el contagio, cuánto tiempo sería el máximo permitido para un número de personas que podemos elegir, y cuántas personas serían admisibles para un tiempo que podemos elegir; todo ello, claro, suponiendo que en el local hubiera una persona infectiva. Aclaremos que el modelo no se basa en niveles de CO2, sino de virus infectivo. Y los investigadores subrayan que sus estimaciones son conservadoras; es decir, que han preferido pasarse de riesgo que quedarse cortos.

Por ejemplo (todos estos casos se refieren a la variante británica del virus): para un restaurante, hablando y sin mascarillas, suponiendo 25 personas en el local, estamos en riesgo si permanecemos más de 51 minutos. Con 100 personas, bastarían 15 minutos para contagiarnos. Incluso con solo 10 personas en el local, el límite de seguridad serían 2 horas.

Los locales donde se usa mascarilla en todo momento son notablemente más seguros: en el aula de un colegio con 25 niños, los niveles se mantienen por debajo del riesgo durante 38 horas. Si además no se habla, como suele ocurrir en el transporte público, aún mejor: en un vagón de metro, esa situación que tanto terror injustificado causa, con mascarillas y sin hablar haría falta que lo ocuparan 50 personas durante 12 días seguidos para que se alcanzaran los niveles de riesgo de contagio; 14 días para el caso de un avión comercial. En cambio y aunque la herramienta no ofrece una opción específica de gimnasio, un aula con 25 personas haciendo ejercicio sin mascarilla se convierte en un riesgo de contagio a los 13 minutos. Con mascarillas, el riesgo desciende drásticamente: 5 horas para esas mismas 25 personas.

Todos estos resultados no deberían sorprender a nadie. Si acaso lo hacen, es señal de que aún no se han comprendido los aerosoles.

Según cuenta a la CNBC el primer autor del estudio, Martin Bazant, «la distancia en exteriores no tiene casi ningún sentido, y especialmente con mascarilla es una locura porque no vas a contagiar a alguien a dos metros«. Y añade: «Una multitud al aire libre podría ser un problema, pero si la gente mantiene una distancia razonable de unos dos metros en el exterior, me siento cómodo con eso incluso sin mascarilla«. En resumen: en exteriores, o mascarillas, o distancia, pero solo en aglomeraciones. En cambio en interiores, advierte Bazant, «no es más seguro estar a 20 metros que a 2 metros«.

Salta a la vista que todo lo anterior no coincide con lo que las autoridades promulgan, los medios difunden y el público entiende. Cuando se teme el contagio en el metro o se alerta del gravísimo riesgo de la calle Preciados llena de gente con mascarillas, pero en cambio se desprecia el riesgo de los restaurantes y los hoteles (en estos es obvio que la gente se quita la mascarilla en la habitación, pero sus aerosoles pasan al circuito del aire), es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se obliga a llevar mascarilla a personas en movimiento por calles u otros lugares abiertos sin aglomeraciones, como un parque o una playa, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que la llamada «distancia de seguridad» nos protege en interiores, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que cruzarnos por la calle a menos de dos metros de otra persona va a contagiarnos, es que no se han comprendido los aerosoles.

Claro que el pensamiento mágico no es un problema solo de España. Por ello dice Bazant: «Necesitamos información científica transmitida al público de un modo que no sea solo meter miedo, sino basada realmente en análisis«. Y concluye con la esperanza de que sus resultados influyan en las medidas adoptadas por las autoridades. Porque la esperanza es lo último que se pierde, aunque esto no lo dice él, si es que este refrán existe en Massachusetts, que no lo sé.

Los científicos insisten en la urgencia de la ventilación y filtración del aire, y el gobierno español no escucha

La evidencia científica actual sobre el contagio del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 indica que no solo la transmisión por el aire (aerosoles) es real, sino que este modo de propagación podría ser el mayoritario; algo que la Organización Mundial de la Salud aún se resiste a aceptar, a pesar de que ya en julio numerosos científicos expertos alertaron sobre ello y han venido insistiendo después repetidamente en algunas de las principales publicaciones médicas y científicas (BMJ, New England Journal of Medicine, The Lancet, Science).

Por ello, los científicos alertan de que la eliminación y la dispersión del virus del aire mediante ventilación y filtración son armas esenciales en la lucha contra la pandemia, como ya se ha destacado en este blog. Y sin embargo, en general las autoridades están desoyendo a la ciencia, minimizando la importancia de estas medidas y en su lugar centrándose en otras más teatrales pero de eficacia cuando menos dudosa y posiblemente marginal, como la desinfección compulsiva.

Ventanas abiertas. Imagen de pexels.com.

Ventanas abiertas. Imagen de pexels.com.

Hoy se pone un peldaño más en este camino hacia, esperemos, el que debe ser el futuro de la lucha contra la pandemia. En la revista Science, una carta firmada por un grupo de expertos vuelve a insistir en lo mismo. Dada la brevedad de la comunicación, la traduzco aquí íntegra, destacando las partes más esenciales.

Hay evidencias arrolladoras de que la inhalación del coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave 2 (SARS-CoV-2) representa una ruta mayoritaria de transmisión de la enfermedad del coronavirus 2019 (COVID-19). Hay una necesidad urgente de armonizar las discusiones sobre los modos de transmisión del virus entre las distintas disciplinas para asegurar las estrategias más efectivas de control y ofrecer al público directrices claras y consistentes. Para ello, debemos clarificar la terminología para distinguir entre aerosoles y gotículas utilizando un umbral de tamaño de 100 micras, no el histórico de 5 micras. Este tamaño separa de forma más efectiva su comportamiento aerodinámico, posibilidad de inhalación y eficacia de las intervenciones.

Los virus en gotículas (mayores de 100 micras) típicamente caen al suelo en segundos a menos de 2 metros de la fuente y pueden ser disparados a los individuos cercanos como diminutas bolas de cañón. A causa de su alcance limitado, el distanciamiento físico reduce la exposición a estas gotículas. Los virus en aerosoles (menores de 100 micras) pueden permanecer suspendidos en el aire desde muchos segundos a horas, como el humo, y ser inhalados. Están altamente concentrados cerca de una persona infectada, por lo que pueden infectar a otras personas más fácilmente en su proximidad. Pero los aerosoles que contienen virus infeccioso también pueden viajar a más de 2 metros y acumularse en el aire de recintos interiores con mala ventilación, originando situaciones de supercontagio.

Los individuos con COVID-19, muchos de los cuales no tienen síntomas, liberan miles de aerosoles cargados de virus y muchas menos gotículas al respirar y hablar. Así, es mucho más probable inhalar aerosoles que ser salpicado con una gotícula, y por lo tanto el equilibrio de la atención debe desplazarse hacia la protección contra la transmisión por el aire. Además de las obligaciones actuales de llevar mascarillas, distanciamiento social y esfuerzos de higiene, urgimos a las autoridades de salud pública para que añadan claras directrices sobre la importancia de desplazar las actividades a los espacios al aire libre, mejorar el aire de los recintos interiores utilizando ventilación y filtración, y mejorar la protección para los trabajadores de alto riesgo.

Una de las personas que han colaborado en la redacción de esta carta, aunque como en el caso de otras su nombre no figura entre los firmantes, es un especialista de prestigio mundial en aerosoles. Y es un ejemplo de nuestra ciencia expatriada: José Luis Jiménez se doctoró en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y actualmente es profesor de la Universidad de Colorado.

Su lista de honores y su condición como uno de los científicos más citados del mundo en su campo muestran que no se trata de uno de esos casos, tan típicos por aquí, de «un villarribeño triunfa en EEUU»; Jiménez sí es realmente una autoridad mundial. Hace unos días la revista web MIT Technology Review le dedicaba una entrevista, subrayando su empeño en divulgar la importancia de la transmisión de la cóvid por aerosoles y su iniciativa de publicar un extenso y exhaustivo Google Doc de 57 páginas en el que él y otros expertos dan respuesta a todas las preguntas posibles sobre cómo protegerse de esta amenaza de contagio (traducido al español aquí).

A pesar de llevar décadas fuera de España, Jiménez se ha interesado vivamente por transmitir el mensaje de la importancia de los aerosoles y su prevención a las autoridades españolas. En concreto, y según ha contado en su Twitter, escribió emails a Fernando Simón en tres ocasiones. No recibió respuesta. Su último intento ha sido contactar a través del gabinete de prensa del Ministerio de Sanidad, que hasta ahora, según me ha confirmado, tampoco ha respondido. Este es un extracto de su email:

Veo que en muchos sitios en España la gente no tiene ni idea de las medidas que hay que aplicar para reducir la transmisión por aerosoles, las más importantes de las cuales son gratis:

  1. Que las mascarillas vayan bien ajustadas a la cara sin huecos. Si no van bien ajustadas sin dejar huecos, por ahí entra y sale el virus a sus anchas, y las mascarillas solo son una decoración. Por las fotos y vídeos que veo en España, este problema es extremadamente frecuente.
  2. Hacer todo lo que se pueda afuera. Si esto se pudo hacer en Boston y Nueva York en el invierno de 1910 para las escuelas (donde hace un frío tremendo, como puedo atestiguar dado que hice el doctorado en el MIT), se puede hacer en muchos sitios de España en el otoño.
  3. Abrir las ventanas en todos los sitios interiores para reducir la concentración de virus y disminuir la propagación, por ejemplo en colegios. Si no, los colegios van a ser un caldo de cultivo para el virus.

Hay otras medidas que no son gratis, pero cuyo coste es muchísimo mejor al coste de no parar la pandemia. Como por ejemplo filtros HEPA o filtros baratos con un ventilador normal. Pero me escriben muchos padres y maestros que los colegios les prohíben tener filtros en clase e incluso abrir las ventanas. Esto es un crimen y va a morir gente por esta estupidez.

Y hay otras medidas que no sirven para nada o casi nada y son un malgasto de dinero e incluso son tóxicas, como desinfectar las calles o locales con sprays de lejía o amonio cuaternario etc.

La transmisión está dominada por aerosoles, así que hay que dedicar el 80% del esfuerzo a reducir la transmisión por el aire, y el 20% a desinfectar, y no al revés.

El pasado jueves, Fernando Simón dijo en rueda de prensa que aún no hay «evidencia sólida» de que exista transmisión por aerosoles en la comunidad (fuera del entorno hospitalario). Incluso asumiendo que esto fuese cierto, algo con lo cual numerosos científicos especializados en aerosoles y en transmisión aérea de patógenos no están en absoluto de acuerdo, ¿por qué al menos las autoridades no aplican el principio de precaución también en este aspecto, como continúan aplicándolo a otros modos de transmisión cuya relevancia no ha podido demostrarse fehacientemente en siete meses de pandemia?

Como mejor ejemplo, el Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC) reconoce que «hasta ahora no se ha documentado la transmisión por fómites» (superficies contaminadas). Y sin embargo, continúan aplicándose protocolos exhaustivos de desinfección que solo parecen beneficiar a las empresas que los ejecutan, cuyas proclamas se diría que tienen más peso para las autoridades sanitarias, tanto estatales como autonómicas –los kafkianos protocolos de desinfección en los colegios de Madrid son un lastre para el desarrollo de la actividad escolar–, que la evidencia científica.

Las nuevas palabras clave para contener la pandemia: ventilación y filtración

Resumiendo lo que la ciencia parece saber ya sobre el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 con alguna garantía de certeza, podemos decir que se trata de un virus de transmisión respiratoria, aunque sus efectos pueden ser sistémicos; que la mayoría de las personas que lo contraen apenas infectan a nadie, y que el grueso de los contagios procede de unos pocos; que estos se producen por las gotículas exhaladas o por el aire a través de la cavidad nasal (hay pruebas previas de esto último que ya he contado aquí y a las que ahora se une un nuevo estudio que comentaré otro día), pero muy raramente o casi nunca por el contacto con superficies; y que la transmisión, restringida en su inmensa mayoría a los lugares cerrados (a pesar de que las autoridades se empeñen obstinadamente en ignorar este dato), requiere generalmente un contacto cercano y prolongado… excepto cuando los sistemas de circulación del aire de los edificios se encargan de propagarlo.

Pues bien, siendo todo esto así, surge una pregunta evidente, que de hecho ya se hacía en julio la profesora de la Universidad de Carolina del Norte Zeynep Tufekci en la revista The Atlantic: ¿por qué no estamos hablando más de ventilación y filtración, cuando es evidente que lo más esencial para evitar los contagios no está tanto en mascarillas, distancias o limitaciones de aforo o de horarios, sino en algo tan aparentemente sencillo como eliminar o dispersar el virus del aire que compartimos?

Imagen de pxfuel.

Imagen de pxfuel.

Cuando España comenzó a salir del confinamiento, proliferaron en internet ciertos vídeos grabados por usuarios de aerolíneas, indignados porque los aviones viajaban llenos, creyendo erróneamente que la nueva situación les daría derecho a un espacio a su alrededor libre de otros pasajeros. De hecho, por entonces incluso se publicaron artículos que aventuraban la idea de que coger un avión era poco menos que una garantía de contagio si había algún infectado a bordo.

Y sin embargo, durante todos estos meses de pandemia, con decenas o cientos de miles de casos rastreados, y hasta donde sé, no existe ni una sola evidencia demostrada de un contagio del coronavirus en un avión*. Durante mi reciente viaje a Suecia, el comandante de Iberia explicó detalladamente el sistema de ventilación de las aeronaves: el aire de la cabina se renueva por completo cada dos o tres minutos; cada pasajero disfruta de su propia columna de aire que no comparte con otros, formada por aire estéril procedente del sangrado de los motores y de la filtración con filtros HEPA (siglas en inglés de Absorción de Partículas de Alta Eficiencia) que retienen más del 99,9% de las partículas virales, y que fluye de arriba abajo, desde el techo hasta el suelo.

Claramente, un espacio reducido que decenas de personas comparten, incluso durante varias horas, y donde no se produce un solo contagio, es un modelo a seguir que a estas alturas ya debería haber llamado la atención de todas las autoridades reguladoras. Pero en su lugar, estas parecen obsesionadas por lo que algunos ya han bautizado como el “teatro de la higiene”, por medidas probadas ineficaces como los controles de temperatura, y por la pretensión de que hasta nueva orden, y esa nueva orden podría tardar años en llegar, vivamos respirando a través de una mascarilla (insisto de nuevo: las mascarillas funcionan, pero solo hasta cierto punto, y un país como Suecia ha conseguido mantener la propagación a niveles bajos sin recurrir a ellas).

Tampoco se trata de que en todos los espacios públicos tengamos el mismo nivel de calidad del aire que en un avión. Pero cuando uno desciende de dicho avión con la tranquilidad de que en el interior del aparato un contagio es algo muy improbable, resulta irónico introducirse en un taxi decorado con toda clase de pegatinas relativas al teatro de la higiene, pero donde las ventanillas traseras no pueden abrirse (era una furgoneta de tamaño familiar) y uno está respirando el mismo aire que el conductor durante todo el trayecto.

Así, existe una primera medida tan sencilla como eficaz: abrir las ventanas. Según escribía recientemente en The Conversation la ingeniera de la Universidad de Colorado Shelly Miller, experta en el control de la transmisión de patógenos aéreos en interiores, “el lugar interior más seguro es aquel en el que constantemente el aire estancado del interior se reemplaza con grandes cantidades de aire del exterior”.

Pero, naturalmente, cuando empiece a entrar el frío del otoño, la opción de abrir las ventanas resultará menos adecuada. Sin embargo, esto no implica que la ventilación no pueda y deba ser la necesaria. Según Miller, una habitación de unos 3×3 metros con tres o cuatro personas en su interior debería renovar todo el aire seis veces cada hora, quizá hasta nueve en caso de pandemia. Y sin embargo, añade la ingeniera, muchos edificios en EEUU (y no vayamos a suponer que es un problema solo de allí), sobre todo las escuelas, no cumplen las tasas recomendadas de ventilación. Pero según la experta, incluso algo tan sencillo como un ventilador incrustado en una ventana que expulse aire al exterior puede ayudar a prevenir los contagios en los espacios cerrados.

En muchos casos, abrir las ventanas sencillamente nunca es una opción, ya que no existen o no pueden abrirse; por ejemplo, en multitud de edificios de oficinas y locales. En este caso, el problema son los deficientes sistemas de renovación del aire. Durante el rastreo de contagios del virus de la cóvid, se han descubierto casos en los que el propio sistema de circulación del aire se encargó de propagar la infección. En un call center de Corea y en un restaurante de China la posición de los contagios se correspondía de forma precisa con el sentido de circulación de un aire que no hacía sino recircularse una y otra vez sin renovación. En el artículo de Tufekci, el español José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado, señalaba a la autora que los sistemas de ventilación de los edificios tienen una regulación de la cantidad de aire fresco que se deja entrar, pero que generalmente suele reducirse al mínimo por cuestiones de ahorro energético.

Otro estudio reciente, aún sin publicar, abunda en la idea de que los sistemas de aire acondicionado contribuyen a la propagación del virus. Según el coautor del estudio Bjorn Birnir, de la Universidad de California en Santa Bárbara, la mayoría de los sistemas de aire acondicionado de oficinas y apartamentos no son lo suficientemente potentes para manejar un mayor flujo de aire con filtros de poro tan pequeño como los HEPA. “Necesitamos una nueva generación de acondicionadores de aire para los espacios donde la gente pasa la mayor parte del tiempo”, dice Birnir. Pero aun a falta de esto, existe otra solución de transición: los purificadores de aire portátiles con filtros HEPA, que se venden incluso en Amazon.

En resumen, ventilación y filtración se están perfilando, a juicio de los expertos, como conceptos clave en el futuro de la contención de la pandemia, y una nueva regulación mucho más exigente sobre la calidad del aire en los espacios cerrados (y, sugiere Miller, la monitorización de la renovación por medidores de CO2) no solo comienza a postularse como una necesidad urgente, sino que además a medio plazo quizá permitiría relajar en cierto grado otras medidas más difícilmente sostenibles.

Sin embargo, también estos expertos suelen lamentar que hasta ahora las autoridades reguladoras apenas han prestado la menor atención a estos aspectos. Como ejemplo, la circular de inicio de curso del colegio de mis hijos, que sigue las directrices de la Comunidad de Madrid, se explaya profusamente con el teatro de la higiene, el ballo in maschera y la termometría ambulante; en cambio, lo más importante, el aire que nuestros hijos van a respirar, lo ventila (valga la ironía) con una simple frase: “Las clases y espacios comunes se ventilarán de manera frecuente según las indicaciones de las autoridades sanitarias”. Punto. ¿Qué hay de algo tan sencillo como mantener las ventanas y puertas siempre abiertas? Los escolares no tienen la opción de seguir el consejo de Miller: “Si entras en un edificio y el ambiente se nota caluroso, cargado y atestado, es probable que no haya suficiente ventilación. Da la vuelta y márchate”.

*Actualización a 9 de septiembre: a finales de agosto, la revista del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU ha publicado un estudio de investigadores coreanos, revisado por pares, que informa de dos casos de contagio en sendos vuelos de evacuación de Italia a Corea en los que viajaban varios portadores asintomáticos del virus. En ambos casos se trata de un solo contagio en cada vuelo de un total de 299 y 205 pasajeros, respectivamente. Pero el estudio no ha podido probar si los contagios se produjeron durante el propio vuelo, con los pasajeros sentados en sus plazas, o al embarcar o desembarcar. Los autores escriben: «Considerando la dificultad de la transmisión durante el vuelo de una infección aérea a causa de los filtros de alta eficiencia de retención de partículas empleados en los sistemas de ventilación de los aviones, puede haber desempeñado un papel crítico en la transmisión el contacto con superficies o personas contaminadas al embarcar, moverse o desembarcar de la aeronave».