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Así funciona un test de antígeno, y así se estropea con zumo o agua

Es curioso cómo los bulos sobre la pandemia aparecen y desaparecen para resurgir después cada cierto tiempo, lo que le lleva a uno a preguntarse ciertas cosas. Por ejemplo, esta semana mi madre (un beso, mamá) me contaba que le había llegado por Whatsapp una historia según la cual el inmunólogo y premio Nobel Tasuku Honjo dice que el coronavirus ha sido fabricado por China, que él lo sabe de buena tinta. Lo curioso es que este bulo tiene casi dos años: nació en la primavera de 2020, y fue en abril de ese año cuando Honjo aclaró (original aquí) que él jamás había dicho tal cosa, y que se sentía «muy entristecido» por el uso de su nombre y el de la Universidad de Kioto «para difundir falsas acusaciones y desinformación». Los comprobadores de datos descubrieron que el bulo partió de una cuenta falsa de Twitter a nombre de Honjo.

Y la pregunta que esto suscita es: la postura estándar de los medios es no dar difusión a los bulos; pero ¿no sería más provechoso dedicar 15 segundos en todos los informativos de radio y televisión a contar el bulo junto con su desmentido? ¿No serviría esto mejor para inmunizar a la gente de buena fe contra estas patrañas para evitar que sean víctimas de futuras oleadas de los mismos bulos?

Esta semana ha resurgido también otra nueva ola de los bulos relacionados con los test de antígeno. En su versión más tonta, al parecer un tipo abría el cartucho de plástico de un test y afirmaba que no sirve para nada porque en su interior solo había «una tira de papel». Quizá él esperaba encontrar un condensador de fluzo, pero en tal caso los test de antígeno serían bastante más caros. La maravilla de esta bioquímica es que permite hacer lo que hace de forma barata y con una simple tira de papel (aunque de uno especial), si bien en realidad esa tira contiene una tecnología muy sofisticada. No se ve porque la bioquímica tiene la absurda manía de trabajar con cosas muy pequeñas llamadas moléculas que no se aprecian a simple vista.

En la versión más interesante, algunas personas situaban en el pocillo de la muestra del test unas gotas de agua o zumo y veían cómo aparecían las dos bandas, la de test y la de control. Conclusión, decían estos sujetos, el agua o el zumo dan positivo de coronavirus, por lo que los test no sirven para nada.

Lo que en realidad han descubierto estas personas es que, cuando un test se utiliza de forma incorrecta, no funciona. Noticia fresca. El test funciona cuando, con una muestra válida y siguiendo las instrucciones, da una señal positiva cuando la muestra contiene coronavirus, y se abstiene de dar una señal positiva cuando la muestra no contiene coronavirus. Cuando se echa azúcar en el depósito de combustible de un coche, el motor no funciona. Cuando se echa zumo, agua o Coca-Cola en un test de antígeno, no funciona, y entonces puede aparecer cualquier resultado.

Creo que todo el mundo sabrá cómo hackear el test diagnóstico más sencillo del mundo, un termómetro: se frota la punta metálica de un termómetro digital con una tela y la pantalla da una temperatura de fiebre. En realidad el termómetro no está midiendo la temperatura de la tela. La tela no tiene fiebre. Simplemente se está utilizando el test de forma incorrecta, y por eso se obtiene una lectura positiva absurda. Pero en el caso del test de antígeno, es interesante contar por qué aparecen las dos bandas, dado que al menos servirá para explicar algo de bioquímica a quien le interese.

Es preciso aclarar también, volviendo a las oleadas de bulos que van y vienen, que esto tampoco es nada nuevo; lleva circulando en la red al menos desde diciembre de 2020, probablemente antes. Incluso ha motivado varios artículos científicos (como este, este o este).

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Comencemos explicando cómo funciona un test de antígeno. El fundamento básico es una técnica llamada cromatografía, que sirve para separar moléculas. La cromatografía es tan vieja que ya era viejísima cuando un servidor hizo la tesis doctoral en los años 90. Su versión más simple es un pequeño experimento que se hace en las aulas de primaria o secundaria, utilizando cosas tan sencillas como una tira de papel normal, un punto pintado con rotulador y un disolvente como el alcohol, que al difundirse por el papel arrastra los componentes de la tinta y los separa en bandas de distintos colores, como en el ejemplo de la foto.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Por supuesto que un test de antígeno es más complicado que esto, pero al menos quien tenga un nivel de enseñanza obligatoria debería haber oído hablar alguna vez de la cromatografía.

En el caso de los test se utiliza un tipo de papel especial llamado nitrocelulosa, que tiene la ventaja de que en él se pueden fijar proteínas. Porque, como vamos a ver, esta es una parte esencial del test.

Pasemos a otra pequeña explicación necesaria: antígenos y anticuerpos. Un antígeno es una proteína contra la cual el sistema inmune es capaz de fabricar anticuerpos que lo reconocen y se unen a él, como una llave encaja en una cerradura. Un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno por los extremos de los dos rabitos superiores. Estos extremos son las partes que varían de un anticuerpo a otro, y que permiten que un anticuerpo se una, por ejemplo, a un alergeno del polen, y otro anticuerpo diferente se una a una proteína del coronavirus. El resto de la «Y» es igual para ambos anticuerpos; de uno a otro solo cambian esas puntas de las ramas que dan a cada anticuerpo su especificidad concreta.

En el caso de los test de antígeno, supongamos que una persona está infectada con el coronavirus. Al introducirse el bastoncillo en la nariz, se pegan a él partículas del virus. El bastoncillo a continuación se introduce en un líquido para soltar en él esas partículas virales. Este líquido es importantísimo, tanto que explica esos casos de mal uso del test. Por el momento digamos solo que se llama buffer o tampón.

Seguidamente se vierten unas gotas de ese buffer con el virus en el pocillo e impregnan la tira de nitrocelulosa. A lo largo de ella empieza a difundirse el buffer, arrastrando con él las partículas del virus.

En esta carrera, el virus se encuentra primero con una franja que no se ve porque queda oculta en el cartucho de plástico, y que contiene anticuerpos contra un antígeno del virus; o sea, anticuerpos anti-virus. Estos anticuerpos llevan unido un compuesto que da color. En los test que utilizamos normalmente este compuesto es lo que se llama oro coloidal, nanopartículas de oro. Esta es una sustancia curiosa, porque por un fenómeno físico llamado resonancia plasmónica de superficie, que no viene muy al caso explicar, se ve un color u otro en función del tamaño de las nanopartículas de oro, como se ve en la siguiente foto. En el caso del oro coloidal utilizado en los test, vemos un color rojizo.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Lo que tenemos ahora es que el buffer sigue avanzando por la tira de nitrocelulosa arrastrando virus unidos a anticuerpos que llevan el oro pegado. Entonces la carrera llega a la franja T, la del test. En esta franja se han fijado a la nitrocelulosa, de modo que no puedan soltarse de ella, otros anticuerpos contra el virus (anticuerpos anti-virus). Cuando pasan los virus unidos a los primeros anticuerpos y al oro, estos segundos anticuerpos los capturan. La concentración de los virus en esta franja es la que hace que veamos la banda de color del oro, del mismo modo que muchos pequeños puntos dispersos resultan invisibles, pero forman un punto grueso visible cuando se unen.

Después, el buffer continúa avanzando por la tira hasta la franja C, la de control. En esta franja se ha fijado a la nitrocelulosa un tercer tipo de anticuerpo que no reconoce el virus, sino cualquier anticuerpo por esa región de la «Y» que es igual para todos. Es decir, estos anticuerpos son anticuerpos anti-anticuerpos. Dado que siempre hay anticuerpos en la muestra que corre por la tira (los que estaban en la franja que queda oculta bajo el cartucho), aquí siempre se verá una banda de color, que demuestra que el test se ha hecho bien. El funcionamiento del test queda resumido en este dibujo:

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Vayamos ahora al caso en que la muestra nasal de una persona no contenga virus. En este caso, los anticuerpos pegados al oro de la franja oculta bajo el cartucho corren con el buffer sin llevar virus adosado. Y por lo tanto, pasan de largo por la primera franja T, la del segundo anticuerpo anti-virus, ya que este no captura ningún virus. Pero cuando estos anticuerpos pasan por la segunda franja C, la de control, sí quedan atrapados allí, ya que el anticuerpo anti-anticuerpo los reconoce igualmente. Por eso vemos la banda de color en la franja de control, y sabemos así que el test se ha hecho bien. Y por eso es importante entender que cualquier rastro de color que aparezca en la franja T es un test positivo, por muy tenue que sea, ya que en caso de no haber virus no debe aparecer absolutamente nada en esa franja.

Por último, vayamos ahora al hackeo. Y como decíamos, en este punto lo esencial es el buffer. El tampón es una solución salina que sirve para mantener el pH –la acidez– en valores neutros, fisiológicos. Cuando las condiciones como el pH o la temperatura se disparan a valores extremos, por ejemplo temperatura muy alta o un pH muy ácido o muy alcalino, las proteínas se desnaturalizan, pierden su forma, se despliegan. Y cuando esto ocurre, la atracción entre las numerosas cargas eléctricas positivas y negativas que quedan expuestas hace que las proteínas tiendan a agregarse de forma inespecífica, a formar grumos. Los ejemplos más sencillos de esto los tenemos en la cocina: los cuajos en la leche o la coagulación del huevo cuando se cuece son casos de agregación de proteínas por desnaturalización.

El buffer está compuesto por varios ingredientes cuyo efecto final es compensar pequeñas subidas o bajadas de pH. Pero líquidos como el zumo de naranja o la Coca-Cola son demasiado ácidos como para que el buffer pueda seguir neutralizando el pH; entonces los anticuerpos del test se desnaturalizan, y al pasar el primer anticuerpo por las franjas T y C se agrega con los anticuerpos presentes en esas franjas, dando las bandas de color que se ven en esos casos.

Un estudio publicado en octubre de 2021 comprobó cómo un test daba falsos positivos por esta causa con la mayoría de los productos probados: leche, café, casi todos los zumos, bebidas refrescantes, mostaza o kétchup, cerveza, ron, whisky y 24 tipos distintos de agua, mineral, del grifo o de lluvia. También el estudio mostró cómo, al eliminar por separado cada uno de los ingredientes del buffer, o someter el cartucho del test a temperaturas extremas, se obtenían falsos positivos. El buffer mantiene la conformación de las proteínas; el agua, no. Por eso utilizamos sueros fisiológicos o soluciones salinas para los usos experimentales o médicos donde el agua rompería las células o desbarataría el plegamiento de las proteínas. Otros estudios también han obtenido resultados similares con distintas bebidas o líquidos de todo tipo.

Pero del mismo modo que las proteínas se desnaturalizan en condiciones no fisiológicas, también pueden renaturalizarse en ciertos casos si se las somete de nuevo a condiciones fisiológicas. En un artículo en The Conversation el químico Mark Lorch, de la Universidad de Hull, mostraba cómo en un test falso positivo con refresco de cola la banda T desaparece cuando se lava la tira de nitrocelulosa con buffer, como se ve en la foto. De este modo Lorch aconsejaba a los niños que no intenten hackear un test para librarse del colegio, ya que el truco puede descubrirse fácilmente.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Como conclusión, para que el resultado de un test sea fiable es esencial seguir estrictamente las instrucciones de uso, que por algo están. Incluso una pequeña contaminación del bastoncillo, del buffer o de la tira de nitrocelulosa puede resultar en un test inválido. Aunque, si de algo no hay dudas, es de que ninguna explicación servirá para evitar que los bulos vuelvan a resurgir en oleadas. Porque también las vacunas del conocimiento contra la ignorancia solo actúan si uno se las pone.

La sexta ola, la incidencia acumulada y los test

No importa a quién preguntemos, todo el mundo parece estar de acuerdo en que la explosión de casos de COVID-19 que estamos viviendo a nuestro alrededor no tiene comparación posible ni de lejos con ningún otro momento en los casi dos años que llevamos de pandemia.

Recordemos que, si bien se ha atribuido la actual escalada de casos a la mayor transmisibilidad de la variante Ómicron, esta no fue la que inició el actual pico; por entonces Delta aún era mayoritaria. Algo que parece se ha olvidado, pero que es importante recordar, es que todas las enfermedades epidémicas son estacionales, y los virus respiratorios generalmente tienden a atacar más en los meses fríos.

En tiempos anteriores, con una población inmunológicamente virgen y por tanto muy susceptible a la infección, este factor anulaba el peso de la estacionalidad. Ahora, con mucha población vacunada o recuperada, es probable que el efecto estacional se esté dejando notar más, sobre todo cuando el nivel de interacción y las situaciones de riesgo son mucho mayores ahora que en estas fechas del año pasado, cuando las restricciones eran más fuertes.

Los medios y los expertos en análisis de datos nos cuentan que la incidencia acumulada ahora es más del doble que en las mismas fechas del año pasado. Pero en el pico del pasado invierno, a finales de enero, era 100 puntos mayor que ahora. Y sin embargo por entonces, poniendo el ejemplo de un entorno concreto que quienes tenemos hijos conocemos bien, un caso positivo en un aula era una rareza, y en todo un colegio se contaban con los dedos de una mano.

En este fin de año, las vacaciones escolares de Navidad han tenido que comenzar de forma improvisada porque en cada aula hay varios positivos. En algunos casos incluso prácticamente la mitad de la clase. Y hablamos de un entorno en el que el uso de la mascarilla se respeta a rajatabla. Imaginemos lo que está ocurriendo en los lugares donde no se usa, como las reuniones familiares o los bares y restaurantes (recordemos que la llamada distancia de seguridad es una ficción si no existe una fuerte ventilación).

En conclusión, cualquiera podría pensar que no parece haber una correspondencia clara entre las cifras de incidencia acumulada y lo que se está viviendo en el mundo real. Y quien piense así tiene razones para ello. Porque más allá de las comparaciones de datos, lo que medios y expertos en análisis de datos no están mencionando (no es su función ni tienen por qué saber de ello) es: ¿sirven para algo los datos de incidencia acumulada?

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Ya he hablado aquí de cómo los científicos llevan tiempo cuestionando la utilidad real de este indicador con un virus que una gran mayoría de los infectados lleva sin saberlo (los asintomáticos son cinco veces más que los sintomáticos), algo que probablemente se ha acentuado aún más con las vacunas (que, recordemos, también reducen la infección asintomática, pero sobre todo los síntomas graves, que suelen corresponderse con los casos que no escapan a los registros). En la primera ola solo se detectó un 1% de los casos. Y si se confirma que la variante Ómicron produce síntomas más leves (algo aún no confirmado y que, como veremos otro día, también puede ser un mensaje confuso y peligroso), estaríamos ante una diferencia aún mayor entre lo que dice esa cifra que se nos cuenta a diario y la evolución real de la infección en la población.

Sobre esto último hay un dato curioso. Como se sabe, la variante Ómicron se descubrió durante análisis genómicos rutinarios del virus cuando se observó un brote exponencial de contagios sin precedentes en la provincia sudafricana de Gauteng. Este fue también el primer indicio que apuntaba a una posible mayor infectividad o transmisibilidad de esta nueva variante.

Pero recientemente ha ocurrido algo extraño: de repente, los casos en Gauteng han comenzado a descender sin razón aparente. Dado que el porcentaje de población contagiada allí aún es bajo y la mayoría de la gente no está vacunada, los científicos esperaban todavía un crecimiento mucho mayor si, como se sospecha, Ómicron es una apisonadora. Y sin embargo, no es eso lo que está ocurriendo. Los científicos aún no entienden por qué. Pero en Science el bioinformático Trevor Bedford, de la Universidad de Washington, apunta una posible explicación: los contagios reales en Gauteng han sido muchísimos más de lo que dicen los datos oficiales porque la inmensa mayoría han sido asintomáticos o muy leves.

En resumen, la incidencia acumulada se ha convertido en un estorbo, un lastre que impide apreciar la evolución real de la epidemia y que por tanto también dificulta su predicción. Como también conté, los científicos han propuesto otros indicadores que pueden dar una idea más real, consistente y comparable de la evolución de la infección en la población a lo largo del tiempo y entre distintos territorios. Pero hasta ahora estas propuestas no han cuajado; en todo el mundo sigue tirándose de la incidencia acumulada.

Hay un aspecto concreto en el que merece la pena insistir. Podría pensarse que, aunque la incidencia acumulada ya no sea un proxy de los contagios reales, sí puede servir para comparar dos territorios en un momento determinado, o bien dibujar una evolución de la epidemia en un territorio concreto a lo largo del tiempo. Pero hay otra objeción importante a esto, y es que solo funcionaría si las condiciones de detección de casos fueran exactamente las mismas entre esos dos territorios, o no cambiaran a lo largo del tiempo en el caso de un territorio concreto.

Lo cual, como sabemos, no está ocurriendo. No hay la misma disponibilidad de test, ni los test son los mismos, ni las estrategias de testado, ni el rastreo (del que puede depender el testado de asintomáticos), ni la propensión de una persona a testarse cuando nota síntomas o ha estado en contacto con un positivo, ni su propensión a informar de un test positivo.

Un ejemplo drástico lo estamos viviendo estos días. Hace unas semanas, antes de la explosión actual de casos, era fácil conseguir un test de antígeno en cualquier farmacia, porque poca gente se testaba. Cuando la incidencia acumulada se dispara, todo el mundo quiere testarse, de modo que la subida de la incidencia se retroalimenta a sí misma, ya que al aumentar el número de test, aumenta el número de casos; más que un indicador de la epidemia, la incidencia acumulada es un indicador de testado.

Pero por otra parte, ahora es casi imposible obtener un test, al menos en la zona donde vivo. La Comunidad de Madrid prometió un test gratuito por persona antes de Navidad. En la farmacia de mayor tránsito de una población de 63.000 habitantes de la Sierra de Madrid (Collado Villalba) ayer recibieron 53 test; ni siquiera suficiente para un bloque de pisos. Hoy, me dijeron, recibirían más o menos la misma cantidad.

Probablemente aquí se suman varios problemas. Al parecer el gobierno central de España no ha resuelto un problema de autorización de marcas adicionales de test, quizá porque estaba demasiado ocupado decretando la vuelta a la obligatoriedad de las mascarillas en la calle (una medida que ni siquiera es pseudociencia porque no hay pseudociencia que la defienda). Por otra parte, la Comunidad de Madrid prometió regalar lo que no tiene ni puede cumplir. Y a ello se suma que en España la venta de test está secuestrada en exclusiva por las farmacias; en otros países pueden comprarse en los supermercados, y en Alemania basta con un click en Amazon y te llevan a casa todos los que quieras. En Portugal, Mercadona los vende a menos de 3 euros. Aquí, solo en farmacias, y a un mínimo del doble.

Respecto a esto de las farmacias, no puedo evitar contar una experiencia personal. La encargada de una farmacia de mi zona tenía una lista de espera de tres folios por las dos caras. Ante mi protesta, que no iba dirigida contra ella ni su establecimiento, ha pretendido regañarme, «es que no hay que reunirse». He contestado que ella no sabe si voy a reunirme o no, ni es de su incumbencia, pero que la cuestión no es esa, sino que muchos hemos tenido contacto con positivos y sentimos la responsabilidad de saber si podemos ser un peligro para otros. Que estamos dispuestos a confinarnos si es necesario, pero no sin saber si lo es. Su respuesta ha sido que vaya a testarme al Centro de Salud. Alentando así a quienes no estamos enfermos a que saturemos la atención primaria.

Pero en fin, el resultado de todo ello es que no hay test. Y si no hay test, no hay positivos. No hay nada para reducir la incidencia acumulada como impedir que la gente pueda testarse.

Por último, no resisto la tentación de dejar aquí otra observación curiosa. Si miramos los datos actuales de incidencia acumulada en la Comunidad de Madrid, resulta que las poblaciones con cifras más altas son las más ricas, Pozuelo y Boadilla del Monte. Y en la capital, son también los distritos con mayor renta, como Salamanca y Chamberí, mientras que los barrios con menor incidencia son Villaverde, Usera y Puente de Vallecas, barrios humildes. Los expertos en análisis de datos se preguntan: ¿por qué las zonas más ricas tienen más contagios? Y aventuran explicaciones sobre el estilo de vida, los contactos sociales, las fiestas…

Pero sin ánimo de prestar a esto más valor que el anecdótico, recordemos: la incidencia acumulada ya no es un indicador real de las infecciones. Sino del testado. Y en una ola explosiva como esta, cuando las autoridades prometen test pero no los dan, en las zonas más ricas hay un factor diferenciador respecto a las más pobres, que se resume en dos palabras: test privados.

Por qué a las autoridades les interesa hacerte un test de antígeno, pero a ti te interesa hacerte una PCR

Me consta que hay mucha gente confusa por lo que a todas luces es un flagrante paradojo (no, no es una errata): todos los medios ya han contado que los test de antígeno de la COVID-19 no están recomendados para personas asintomáticas, y sin embargo muchas autoridades, en España y otros países, están testando masivamente a la población asintomática con estas pruebas. ¿Qué está pasando?

Hay una explicación para ello, aunque no es tranquilizadora.

Por mi parte, opino que la razón de las autoridades para hacer lo que hacen es válida y defendible, pero solo siempre y cuando informen a los ciudadanos de dicha razón y del propósito de estos test. Cosa que no están haciendo. Y al no hacerlo, resulta que el ciudadano obtiene una idea errónea del resultado del test: esa persona piensa que está obteniendo un diagnóstico, si tiene o no tiene el virus, cuando lo cierto es que el test únicamente está determinando si puede ser un peligro de contagio para otros, sin importar si ella misma está enferma o no.

Para empezar, y brevemente, dado que esto ya lo he explicado en numerosas ocasiones, para este propósito debemos diferenciar entre dos tipos de test: moleculares y de antígeno. Ambos están dirigidos a detectar una infección activa, a diferencia de los de anticuerpos, que revelan una infección pasada (o la inmunidad adquirida por vacunación).

Los test moleculares analizan la presencia del ARN del virus, es decir, su material genético, y lo que generalmente hacen estas pruebas es producir muchas copias de ese material, si está presente, para poder detectarlo. El ejemplo más conocido de test molecular es la PCR, pero hay muchos otros; también lo es el TMA recientemente utilizado en España, que emplea un mecanismo distinto. En resumen, los test moleculares son como microscopios analíticos: amplifican mucho lo que hay para poder observarlo.

En cambio, los test de antígeno detectan una proteína del virus, normalmente la proteína Spike o espícula, el pincho que el SARS-CoV-2 emplea para adherirse a las células humanas e infectarlas. En este caso no hay multiplicación de copias, porque esto no puede hacerse con una proteína. Por lo tanto, un test de antígeno no amplifica nada; detecta lo que hay. Y por ello, es mucho menos sensible que un test molecular, normalmente entre 100 y 10.000 veces menos.

Con esto se entiende que los test de antígeno son mucho más propensos a dar falsos negativos que los moleculares: personas que realmente están infectadas, pero que tienen el virus en baja cantidad. Una PCR daría un resultado positivo, pero quizá un test de antígeno no alcance a detectar su baja carga viral.

Así, pretender equiparar de cara al público el uso y los resultados de los test de PCR con los de los test de antígeno es erróneo y engañoso. Tomemos como ejemplo el test adquirido por varias comunidades autónomas, el Panbio de Abbott.

Test rápido de antígeno Panbio. Imagen de Abbott.

Test rápido de antígeno Panbio. Imagen de Abbott.

El prospecto de uso de esta prueba dice:

Panbio™ COVID-19 Ag Rapid Test Device es una prueba rápida de diagnóstico in vitro para la detección cualitativa del antígeno (Ag) del SARS-CoV-2 en muestras de hisopado nasofaríngeos humanos de individuos que cumplen con los criterios clínicos y/o epidemiológicos de COVID-19.

Panbio™ COVID-19 Ag Rapid Test Device es solo para uso profesional y está destinado a ser utilizado como ayuda en el diagnóstico de la infección por SARS-CoV-2.

La prueba proporciona resultados preliminares de la prueba (sic). Los resultados negativos no excluyen la infección por SARS-CoV-2 y no pueden usarse como la única base para el tratamiento u otras decisiones de manejo.

Es decir, el test de antígeno de Abbott aclara que debe utilizarse en personas con claras sospechas de padecer COVID-19; y que es una ayuda al diagnóstico, pero que un resultado negativo no debe tomarse como una confirmación de ausencia de infección.

En la web del producto, la compañía precisa que el test está indicado «para pacientes con sospecha de infección actual por COVID-19«, y que «también puede ser útil para respaldar estrategias de salud pública, como el rastreo de contactos y pruebas a gran escala de personas con sospecha de tener infección activa«. En EEUU este mismo test de Abbott se vende bajo otro nombre, BinaxNOW, y en formato de tarjeta en lugar de cartucho. La web de Abbott para el BinaxNOW añade que el test «puede identificar estos antígenos, que típicamente se detectan después de que empiecen los síntomas«, y que la prueba «detecta el virus en la parte temprana de la enfermedad, cuando la gente es más infecciosa«.

A todo esto hay que añadir una salvedad: una carta reciente a la revista The Lancet alerta de «proclamas infladas de sensibilidad para los test rápidos de COVID-19«. Los autores, de la Universidad de Yale, escriben: «Los fabricantes han presentado la sensibilidad y especificidad de estos test de un modo que infla estas características de su validez«. En concreto, mencionan el BinaxNOW de Abbott al que la compañía adjudica un 97,1% de sensibilidad. Pero en realidad esta no es una medida de la sensibilidad real, sino una comparación con un test de PCR, los cuales a su vez tienen diferentes sensibilidades en función de lo mejores o peores que sean. Ajustando este parámetro, dicen los autores, la sensibilidad real del test de Abbott se quedaría en un 89,4%; es decir, más de diez falsos negativos de cada cien infectados. «Las organizaciones que confían en el BinaxNOW están ignorando el triple de infecciones de lo que creían«, alerta el estudio.

Pero los investigadores de Yale añaden: «El uso de estos antígenos en el mundo real se ha extendido más allá de la autorización de emergencia para el diagnóstico con síntomas, al cribado de rutina. El cribado es fundamental para el control de la COVID-19, particularmente porque las infecciones silenciosas (es decir, asintomáticas y presintomáticas) son los principales motores de la transmisión. Sin embargo, no se ha evaluado la utilidad de los test rápidos de antígenos para la detección de infecciones asintomáticas o durante el periodo de incubación. El riesgo de ignorar o malentender las imperfecciones de la sensibilidad de los test se pone de manifiesto por el brote en la Casa Blanca, donde se confió exclusivamente en un cribado rápido de antígenos como medida suficiente para prevenir la transmisión«.

Esto último se refiere al brote que afectó a la sede presidencial de EEUU –incluyendo al propio Donald Trump–, donde se celebraron numerosos eventos multitudinarios confiando solo en el test de Abbott; según contaron varios expertos al diario The New York Times, el error fue que estos test «se usaron incorrectamente, para testar a personas que no tenían ningún síntoma«.

Pero incluso este 89,4% de sensibilidad del test de Abbott puede ser una sobreestimación: un estudio reciente con datos reales en Países Bajos y Aruba encontró que la sensibilidad del Panbio se sitúa entre el 72,6% y el 81,0%. Es decir, que hasta más de 27 infectados de cada 100 pueden marcharse a casa con un test de antígeno negativo, pensando que no tienen el virus.

Todo lo cual nos devuelve a la pregunta inicial: si estos test de antígeno son tan falibles, ¿por qué las autoridades los están utilizando en cribados masivos?

La respuesta es esta: porque a nivel epidemiológico, las autoridades consideran que un cribado masivo de la población con test de antígenos va a interceptar muchos de los posibles casos de personas que podrían transmitir el virus a otras. La facilidad y la rapidez de estos test hace que compense el dejar escapar un cierto número de infectados si con ello se logra identificar un número comparativamente mucho mayor.

Un estudio del Panbio de Abbott dirigido por Oriol Mitjà en el Hospital Germans Trias i Pujol de Badalona concluyó que «la utilidad diagnóstica del test es particularmente buena en muestras con cargas virales asociadas con un alto riesgo de transmisión viral«, en realidad con independencia de la presencia de síntomas (los datos actuales muestran que la carga viral no necesariamente tiene por qué ser diferente en personas sintomáticas y asintomáticas, pero también que, aunque los asintomáticos infectan, posiblemente infecten menos que los sintomáticos).

Es decir, que el test de Abbott no trata de identificar quiénes están infectados, sino quiénes pueden contagiar a otros. El Panbio, según la propia compañía, «identifica pacientes potencialmente contagiosos en 15 minutos«. Y a esto se agarran las autoridades, con la idea de que el cribado masivo va a reducir los contagios. Pero en los lugares donde esto se hace bien, los test de antígeno se repiten de forma periódica, para capturar un posible momento en la evolución de la infección de una persona en que su carga viral salte en el test. Por ejemplo, en Singapur todos los trabajadores de varios sectores industriales reciben un test una vez a la semana o cada quince días, lo mismo que los contactos estrechos de los positivos. Si se hace un test y ya, como está ocurriendo en España, solo se obtiene una foto fija. Pero esa foto fija puede cambiar de hoy a mañana.

El problema principal, claro, es que la persona que va a hacerse un test de antígeno porque las autoridades la han convocado para ello piensa inocentemente que va a recibir un diagnóstico; que va a saber si tiene el virus o no. Y no es así. Es por ello que uno de los máximos responsables de Sanidad de Reino Unido, James Bethell, ha publicado una carta advirtiendo de que «el testado de muestras de personas sin síntomas no es una manera precisa de cribar a la población general, y hay un riesgo real de dar una falsa sensación de seguridad […] Solo debería testarse a las personas con síntomas de COVID-19«. Los comentarios de Bethell responden a un estudio en Liverpool en el que un cribado masivo con un test de antígeno (otro diferente al de Abbott) detectó menos de la mitad de las infecciones asintomáticas, el 48,89%.

En resumen, sí, el cribado masivo de la población con test de antígeno tiene una indudable utilidad epidemiológica, ya que puede cortar muchas posibles cadenas de contagios que de otro modo se iniciarían a partir de personas que están infectadas y no lo saben.

Pero un test de antígeno no es un diagnóstico. Y si las autoridades que disponen estos cribados no explican claramente a los ciudadanos que el test no va a decirles si están infectados o no, sino solo si en el momento del test existe un riesgo evidente y extremo de que contagien a otros, entonces no solamente se está engañando a la población, sino que se menoscaba la propia utilidad del cribado masivo: una persona que se marcha con un falso negativo se lanzará alegremente al mundo –y a las reuniones navideñas– pensando que está libre del virus, cuando en realidad posteriormente podría convertirse en un peligro para otros si su carga viral asciende.

Naturalmente, muchos se preguntarán: entonces, ¿de qué me sirve un test de antígeno? A efectos de lo que buscan quienes quieren reunirse con sus familiares sabiendo con certeza que no llevarán el virus con ellos, un test de antígeno no es una buena opción. Para este fin, solo una PCR sirve.