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Por qué nunca debe lavarse el pollo antes de cocinarlo, y sí las manos después de tocarlo

A propósito de mi anterior artículo sobre la mal llamada hipótesis de la higiene, en el que citaba las palabras del microbiólogo Graham Rook sobre la necesidad de lavarse las manos después de tocar pollo crudo, pero no tanto si alguien ha estado manipulando tierra de jardín, he recibido alguna reacción de sorpresa: ¿qué tiene de malo el pollo crudo? Y ¿qué no tiene de tan malo comer con las manos cubiertas de mugre de la tierra?

Con respecto a lo segundo, es evidente que comer con las manos mugrientas no es lo más decoroso ni socialmente presentable, pero Rook no hablaba de decoro ni de citas de Tinder, sino simplemente de riesgo microbiológico. En su contexto, Rook no tenía la menor pretensión de inmiscuirse en las costumbres lavatorias de cada cual —además, aquel reportaje era muy anterior a la pandemia—, sino establecer una comparación sobre el nivel de peligrosidad de una contaminación y otra que, parece, muchas personas ven de forma equivocada. Por supuesto que no es lo mismo un entorno controlado como un jardín privado que un parque público; probablemente muchos conocemos el caso de algún niño que ha contraído lombrices intestinales —el oxiuro o Enterobius vermicularis, un gusanito pequeño que no suele ser peligroso y que es fácilmente tratable, pero también muy molesto— y que probablemente lo ha hecho en el arenero de un parque.

Pero respecto al pollo, sí, conviene aclarar que esta y otras aves comportan un riesgo mayor que otros tipos de carne. El pollo es la primera fuente de intoxicaciones alimentarias en las que se puede determinar la causa. En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) estima que cada año un millón de personas enferman por comer pollo contaminado.

Una pechuga de pollo cruda. Imagen de pixabay.

Y ¿por qué el pollo? Las intoxicaciones bacterianas por comer pollo contaminado tienen tres principales culpables: Salmonella, un bicho que puede encontrarse en otros alimentos; cepas tóxicas de Escherichia coli, que también; y, sobre todo, Campylobacter, una bacteria muy típica (aunque no exclusiva; también estos son los riesgos principales para los negacionistas de la pasteurización o la esterilización de la leche) de las intoxicaciones por pollo, debido a que este microbio suele vivir en el tubo digestivo de estos animales sin causarles ningún problema de salud, pero sí a los humanos. También en el pollo puede encontrarse Clostridium perfringens, la bacteria causante de la gangrena.

En Europa, según el informe de 2020 de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), desde 2005 la campylobacteriosis es la zoonosis más común, sumando más del 60% de todos los casos. En 2020 se confirmaron más de 120.000 casos, con más de 8.000 hospitalizaciones y 45 muertes (cifras mucho más bajas que las de años anteriores, debido al Brexit y a los confinamientos y cierres por la pandemia). Sin embargo, esta entidad calcula que el número real de casos está cerca de los nueve millones. España es el país de la UE en el que se producen más casos de viajeros dentro de la Unión, casi la cuarta parte del total. En 2020 se notificaron en España cerca de 7.000 casos, aunque la EFSA señala que el nuestro es uno de los cuatro estados miembros donde el sistema de vigilancia no cubre a toda la población.

En cuanto a la contaminación de la carne de pollo, en 2020 el sistema de vigilancia europeo ha encontrado Campylobacter en el 32% de las muestras totales analizadas en la UE, con un 18% por encima del límite máximo. España está peor que la media: en torno a un 45% de muestras positivas, y entre un 11 y un 29% por encima del límite.

De lo cual podemos concluir: cerca de la mitad del pollo que compramos está contaminado por Campylobacter. Así que, sí, el pollo crudo es una fuente peligrosa de contaminación bacteriana.

Por supuesto y aparte de los sistemas de vigilancia, la clave es cocinar el pollo a conciencia. Las altas temperaturas eliminan por completo estas bacterias y lo convierten en un alimento cien por cien seguro. Pero dado que esto se supone ya de sobra conocido, en cambio no lo es tanto algo en lo que autoridades y científicos llevan tiempo insistiendo, aún sin mucho éxito: nunca debe lavarse el pollo crudo antes de cocinarlo, nunca debe ponerse en contacto con otros alimentos ya cocinados o que vayan a consumirse crudos (como ensaladas), y siempre hay que lavar las manos y las superficies como encimeras o tablas de cortar después de manipularlo (con agua y jabón, NUNCA con productos antibacterias).

La razón para no lavar el pollo es obvia: el agua puede esparcir las bacterias peligrosas por las superficies y utensilios de la cocina. Y sin embargo, muchas personas continúan lavando el pollo antes de cocinarlo: seis de cada diez, según un estudio reciente. Este estudio encontró que el 93% de las personas dejaban de lavar el pollo antes de cocinarlo cuando se les informaba de los riesgos que implica, como lo contado aquí.

Pero el estudio revela algo más, y es que la contaminación puede esparcirse también incluso sin lavar el pollo, simplemente a través de las manos. Los autores inocularon en las piezas una bacteria inofensiva y trazable, una cepa de E. Coli, y luego comprobaron la presencia de este microbio en el fregadero y en una ensalada que los participantes habían preparado junto a él. El resultado fue que apareció contaminación con esta E. coli testigo en más de la cuarta parte de los casos para quienes lavaban el pollo, pero también en un porcentaje solo algo inferior cuando no se lavaba, lo que los autores atribuyen a contaminación con las manos. Como conclusión, insisten en el lavado de manos y superficies para prevenir enfermedades alimentarias.

La razón para no utilizar productos antibacterias no es tan obvia, pero es importante difundirla: el agua y el jabón eliminan todos los microbios de forma eficaz. Los productos antibacterias solo eliminan aquellos microbios que son sensibles a dichos productos, lo cual deja los resistentes, que pueden entonces proliferar más fácilmente en ausencia de otros competidores. Los niveles de microorganismos resistentes a antimicrobianos están aumentando peligrosamente en todo el mundo, y también en los animales de granja cuyos productos comemos. Un estudio de 2021 en EEUU encontró resistencia a antimicrobianos en nueve de cada diez muestras de Campylobacter aisladas de pollos, y el 43% eran resistentes a tres o más antibióticos. El 24% eran resistentes a fluoroquinolonas, antibióticos de último recurso contra Campylobacter cuando todo lo demás falla.

En 2017 hubo un brote de coronavirus en un centro de ancianos de Estados Unidos: esto fue lo que pasó

El 15 de noviembre de 2017 el Departamento de Salud del estado de Luisiana (EEUU) recibió la notificación de un brote de enfermedad respiratoria grave en una residencia de ancianos. Durante ese mes, de entre los 130 residentes se identificaron en total 20 casos, con una media de edad de 82 años. Catorce de los pacientes desarrollaron neumonía. Tres de ellos murieron.

Una vez realizados los análisis de diagnóstico molecular, se identificó al responsable del brote: el coronavirus NL63, descubierto en 2004 en Holanda. Tras aplicarse medidas de contención en el centro, a partir del 18 de noviembre ya no se detectó ningún nuevo caso, y el brote se dio por concluido.

El NL63 fue el cuarto coronavirus humano descubierto; antes de él ya se conocían el 229E, el OC43 y el coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS). Después de él se han descubierto el HKU1, el coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) y el coronavirus de la COVID-19 o SARS-CoV-2, que ha elevado a siete el total de coronavirus humanos conocidos hasta ahora.

La pregunta es: ¿por qué para saber de aquel brote hay que bucear en el número de octubre de 2018 de Emerging Infectious Diseases, la revista del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC)? ¿Por qué aquel brote no ocupó portadas de periódicos y horas de programación en los informativos? ¿Por qué no desató el pánico, la histeria colectiva y los robos de mascarillas?

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

La pregunta parece de lo más idiota, porque la respuesta parece de lo más evidente: aquel brote afectó a 20 personas en un rincón de Luisiana, mientras que el actual del SARS-CoV-2 ha afectado ya a cerca de 100.000 personas en casi 90 países, y es posible que estas cifras se queden anticuadas en un par de días, o mañana mismo.

Solo que lo primero, lo de 20 personas en un rincón de Luisiana, no es en absoluto así. Después de la descripción inicial del NL63 en un bebé en Holanda, los estudios en otros países mostraron que este coronavirus estaba extendido por todo el mundo en pacientes con enfermedades respiratorias. En Hong Kong se encontró en el 2,6% de los niños hospitalizados con enfermedad respiratoria aguda a lo largo de un año. En Francia se encontró en el 9,3% de los casos examinados; en Alemania en el 5,2%, en EEUU en el 8,8%, en Taiwán en el 8,4%… Etcétera.

En resumen, y según los expertos, el coronavirus NL63 circula por todo el mundo, y afecta en algún momento a una parte considerable de la población mundial. Pero es que tampoco es el único: lo mismo ocurre con el 229E, el HKU1 y el OC43; este último parece ser el más extendido, según diversos estudios. Los cuatro son virus endémicos en los humanos. Es decir, que están siempre rebotando entre nosotros, probablemente con picos estacionales, infectándonos sin que lo sepamos cuando tenemos un resfriado o creemos tener la gripe.

Así que, incluso aunque el virus de la COVID-19 fuera más contagioso que los endémicos –quizá lo sea, pero en realidad no se sabe, dado que no hay datos suficientes sobre los endémicos–, no es cierto que este nuevo virus esté más expandido o esté expandiéndose más que los demás coronavirus ya conocidos. De hecho, los datos que manejan los expertos estiman que los cuatro coronavirus endémicos causan entre el 15 y el 30% de todas las infecciones respiratorias en el mundo cada año.

Segundo intento de respuesta: bien, NL63, 229E, HKU1 y OC43 están (aún) mucho más extendidos que el nuevo coronavirus de la COVID-19. Pero son infinitamente más inofensivos, así que no son motivo de preocupación.

Pero ¿realmente es así? Los cuatro coronavirus endémicos se han asociado tradicionalmente con el resfriado común. No se han considerado agentes importantes de riesgo de mortalidad, o ni siquiera generalmente asociados a enfermedad grave. De hecho, no es difícil encontrar estudios epidemiológicos de estos cuatro coronavirus en los que ni siquiera se incluyen seguimientos rigurosos de la evolución de los pacientes, como si no se hubiera considerado la posibilidad de que alguno pudiese morir debido al virus, siempre que no se detecte formalmente un brote localizado.

O incluso aunque se detecte formalmente un brote localizado. Este es un ejemplo chocante: en 2005 se describieron tres brotes de enfermedad respiratoria en otras tantas residencias de mayores en Melbourne (Australia), que afectaron en total a 92 personas, incluyendo residentes y personal. Inicialmente se pensó que se trataba de gripe, pero los test resultaron negativos. Se tomaron solo 27 muestras de los enfermos. El coronavirus OC43 apareció en 16 de las muestras, un 59%.

Durante aquellos tres brotes murieron ocho personas de las 92 afectadas, tres de ellas con claros síntomas respiratorios. Pero pasmosamente, y según contaron los autores del estudio, no tomaron muestras de estos pacientes concretos, por lo que no pudieron concluir si el coronavirus estuvo o no relacionado con las muertes. Repetimos: murieron ocho personas, pero no se consideró importante determinar si habían muerto a causa del coronavirus.

Frente a casos como este, al menos existen algunos estudios que sí han registrado estos datos. Un ejemplo es el del brote de Luisiana, en el que murió el 15% de los pacientes, con una media de edad de 82 años (curiosamente, el mayor estudio epidemiológico hasta ahora del nuevo virus de la COVID-19 cifra la mortalidad en el grupo de mayor edad en torno al 15%). En otro estudio con 10 pacientes de HKU1, dos de ellos murieron; el 20%. Otro estudio más analizó 29 pacientes infectados con coronavirus humanos; murieron tres de ellos, el 10%. Uno estaba infectado con el 229E, y los otros dos con el OC43. Y etcétera.

Entonces, ¿cuál es la mortalidad de los cuatro coronavirus endémicos? La respuesta es que, en realidad, no se sabe. Pero el mensaje esencial se resume citando un estudio de 2010: «Mientras que antes se reconocían como virus del resfriado común, los coronavirus humanos se están reconociendo cada vez más como patógenos respiratorios asociados con una gama cada vez más amplia de resultados clínicos […] LOS INFORMES DE CASOS HAN ASOCIADO A TODOS LOS CORONAVIRUS CON RESULTADOS DE ALTA MORBILIDAD Y/O MORTALIDAD» (mayúsculas mías). Y esto, insisto, se escribió hace 10 años.

Así que, no, la idea de que los coronavirus endémicos son «un resfriadillo», como se está escuchando por ahí en estos días, no parece muy sólida.

Fuera de todo lo anterior, sí es cierto que hay una diferencia entre los coronavirus endémicos y el nuevo de la COVID-19, y es precisamente esa, que este es nuevo. Acaba de saltar de los animales a los humanos, y por lo tanto aún no tenemos inmunidad contra él, mientras que los endémicos llevan mucho tiempo con nosotros y por ello están también quizá más domesticados. Pero (más sobre esto mañana) es importante entender que esto no hace al nuevo virus especial, diferente ni peculiar en ningún sentido; todos los virus son nuevos en algún momento.

Y en conclusión, respecto a si este solo hecho, frente a todo lo anterior, justifica en algún grado el disparatado alarmismo que estamos viviendo, que cada cual saque sus propias conclusiones. Ya hay demasiados sacando demasiadas conclusiones por otros.

La confusión sobre el nuevo coronavirus llega incluso al nombre

La ciencia necesita tiempo, reposo y análisis meditado para progresar. Las condiciones de un brote epidémico amenazante, cuando la onda expansiva del pánico viaja por delante de la del propio virus, no son ni mucho menos las adecuadas para que la ciencia vaya construyendo un conocimiento fiable que ayude a atajar la epidemia.

Así, ni siquiera hay que entrar en los bulos deliberados o en las conspiranoias para encontrar la confusión que está alimentando el coronavirus antes llamado provisionalmente 2019-nCoV, ahora tentativamente llamado SARS-CoV-2, que provoca una enfermedad a la que se le ha puesto el nombre de COVID-19.

Estos nombres son una muestra más de este estado de confusión, si bien lo que razonablemente menos importa al público en general sobre el virus y su enfermedad son los nombres que se les asignen. Pero es una curiosidad que refleja también cómo esta crisis está aprovechando las fisuras en los sistemas científicos, académicos y de salud para mostrar sus debilidades.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

El pasado día 11 el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, informaba en rueda de prensa del nombre que la OMS ha asignado a la enfermedad del coronavirus: COVID-19, de COronaVIrus Disease 2019. Por lo tanto, es oficial que a partir de ahora podremos referirnos al patógeno que lo causa como el virus de la COVID-19. Pero el mismo día, el Grupo de Estudio de Coronavirus del Comité Internacional de Taxonomía de Virus (CITV) difundía un preprint (un estudio aún sin publicar) en el que designaba el nuevo virus como SARS-CoV-2, o Coronavirus 2 del Síndrome Respiratorio Agudo Grave.

No es algo excepcional, aunque no sea lo más común, que un virus y su enfermedad reciban nombres distintos. Pensemos en el VIH y el sida. Pero normalmente suele haber un motivo para esto. En el caso del sida, la enfermedad fue nombrada cuando el virus aún no se conocía. Un año después, el virus fue aislado de forma independiente en dos laboratorios, en EEUU y Francia. El primero lo denominó Virus Linfotrópico Humano de Células T, o HTLV (con el número 3, por similitud con otros ya conocidos de este tipo), y el segundo lo llamó Virus Asociado a Linfadenopatía, o LAV. Para fumar la pipa de la paz (qué incorrecta resulta ahora esta expresión clásica), se acordó un nipatinipamí: Virus de Inmunodeficiencia Humana, o VIH.

Pero esto es importante: cuando estos dos laboratorios aislaron y caracterizaron el virus, todavía era necesario demostrar que era el culpable de la enfermedad. Es decir, que no se publicó «el virus del sida», sino que se publicó un nuevo virus, probable causante del sida, aún a falta de que esto quedara demostrado fehacientemente.

Evidentemente, este no es el caso del nuevo coronavirus. Entonces, ¿por qué dos nombres? La revista Science lo explicaba al día siguiente. La respuesta es: confusión. La OMS y el CITV actuaron cada uno por su cuenta sin saber lo que estaba haciendo el otro, y ambos nombres saltaron a los medios el mismo día por pura casualidad.

De hecho, según Science, a la OMS no le gusta el nombre de SARS-CoV-2 elegido por el CITV, ya que evocar el SARS, dicen, es alimentar el miedo ante un coronavirus que es menos peligroso que el del SARS original. Por ello, la OMS dijo que ignorará la denominación oficial de los taxónomos de virus y continuará refiriéndose al patógeno como el virus de la COVID-19. Por su parte, el CITV no hizo sino aquello que debe, nombrar el virus de acuerdo a su especie, y el análisis genómico muestra que pertenece a la misma especie (un término que en el caso de los virus ya es de por sí algo espinoso) que el del SARS.

Como resultado de todo ello, cuenta Science, este baile de nombres ha sido criticado por los expertos. Una de las fuentes consultadas se refería a ello como «un poco caótico» y «desafortunado». En ocasiones anteriores, con brotes de nuevos virus, el CITV y la OMS se han puesto de acuerdo siguiendo las reglas que ahora establece la OMS; por ejemplo, ya no se acepta nombrar a los virus patógenos humanos por los lugares geográficos donde han aparecido, como solía hacerse, para no estigmatizarlos (a pesar de ello, la propia OMS sigue refiriéndose a la gripe de 1918 como «gripe española», cuando ni siquiera surgió aquí).

Como resultado de todo ello, casi no es de extrañar que un corresponsal de salud de Forbes haya publicado un artículo refiriéndose al virus como el coronavirus de la «COVAD-19». Pero como decía más arriba, el del nombre, siendo un ejemplo evidente de la confusión, es el asunto que menos preocupará al público en general. Más grave es que incluso los papeles científicos, con todas las bendiciones de la publicación, estén proponiendo o dando por hechos ciertos datos que luego resultan ser dudosos o falsos.

Por ejemplo, a finales de enero un estudio publicado afirmaba que las serpientes eran un probable huésped intermedio del nuevo coronavirus, algo que fue rápidamente cuestionado por otros expertos. Un preprint (por lo tanto, este aún sin publicar) sugería similitudes entre el nuevo coronavirus y el VIH; fue después retirado. Un estudio que decía demostrar la transmisión asintomática del virus resultó fallido, ya que la paciente en cuestión sí tenía síntomas (esto no implica que la transmisión asintomática no sea posible, sino solo que aquel estudio no la demostraba). Se habló de la transmisión vertical del virus de la madre gestante al feto; luego se ha señalado que aún no existen pruebas concluyentes de esto. El posible foco original del virus en el mercado de marisco de Wuhan ha sido sucesivamente propuesto y disputado.

Por último, el repentino cambio en el método de diagnóstico empleado en China –solo por los síntomas, sin esperar a la confirmación genética de la presencia del virus– hizo crecer en un solo día el número de casos en un 33%, algo que para los expertos tiene sentido desde el punto de vista de salud pública, cuando se trata de actuar rápidamente con cada paciente. Y puede tener aún más sentido cuando se ha puesto en duda la validez de los test de diagnóstico genético. Pero esto también suma a la confusión.

Todo lo anterior no revela sino lo dicho al principio: la ciencia necesita tiempo, reposo y análisis meditado para progresar. Pero nada de esto está disponible cuando hay una emergencia de salud global. Cuando la OMS definió las enfermedades infecciosas prioritarias sobre las que es necesario centrar la investigación, dejó al final una «enfermedad X», una seria epidemia internacional causada por un patógeno aún desconocido. El nuevo coronavirus ha sido desde entonces el primer caso, pero los expertos aseguran que habrá más.

Y dado que, puestos a elegir el mal menor, es preferible que las fisuras y debilidades de todo el sistema científico-sanitario se revelen con un virus mortal en el 3% de los casos que con otro de una letalidad mayor como la del MERS o el ébola, la conclusión viene resumida en el título de un reciente artículo de Nature: «a medida que el coronavirus se extiende, el momento de pensar sobre la próxima epidemia es ahora».

¿Es posible tener una vacuna contra el nuevo coronavirus durante esta epidemia?

El director de la agencia de enfermedades infecciosas de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH), Anthony Fauci, dijo el viernes en una rueda de prensa que en dos meses y medio podríamos tener una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV. Las palabras de una figura de la solvencia y el prestigio de Fauci, a quien debemos buena parte de lo que sabemos sobre el VIH y el sida, tienen una sobrada garantía de credibilidad. Pero por si la declaración de Fauci pudiera dar la impresión de que en dos meses y medio cualquiera podrá vacunarse contra la epidemia que ahora tanto preocupa al mundo, conviene una explicación más detallada de qué significan exactamente sus palabras.

Hay una creencia errónea muy extendida que aquí me he ocupado varias veces de desmentir, y es la idea de que la vacuna contra el ébola se creó en un tiempo récord tras el brote de 2014-2016. Esta vacuna, llamada originalmente rVSV-ZEBOV y hoy ya con su marca comercial, Ervebo, ha ayudado enormemente a contener el brote de ébola que comenzó en el Congo en agosto de 2018, y que aún continúa activo, si bien a un nivel residual que no representa una preocupación global.

Pero es importante conocer esto: la plataforma en la que se basa la vacuna del ébola comenzó a desarrollarse en 1996. El trabajo para adaptar esta plataforma al ébola se inició en 2001. En 2003 se solicitó la patente de la vacuna. Once años después de aquello, cuando surgió el brote que tanto atemorizó a la población mundial, la vacuna aún no estaba preparada para su uso general, dado que aún estaba en pruebas. En 2015 se entregaron 1.000 dosis a la Organización Mundial de la Salud como medida de emergencia para tratar de ayudar a la contención del brote. Pero solo con el nuevo brote en 2018 comenzó a utilizarse como una herramienta real de contención en lo que se conoce como un protocolo de vacunación en anillo, que consiste en administrarla al círculo de personas que rodean a los pacientes contagiados.

(Nota: también hay que decir que existe una diferencia esencial entre los brotes de 2014 y 2018, que los expertos ya se encargaron de destacar en su momento. El primero se originó en Guinea-Conakry, un país costero donde la movilidad es bastante alta, mientras que el actual afecta a regiones relativamente aisladas en la profunda selva congoleña).

En resumen: la vacuna del ébola ha llevado más de 15 años de trabajo. El hecho de que ahora la tengamos no es fruto de los esfuerzos puestos en marcha a raíz de la epidemia de 2014, sino que se lo debemos a que el gobierno de Canadá, cuyo sistema de salud pública creó la vacuna, pensó que merecía la pena invertir en este proyecto cuando todos los demás países lo habían desechado considerando que el virus del Ébola no era una preocupación desde el punto de vista del bioterrorismo (se contagia con relativa dificultad y mata demasiado deprisa).

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Crear una vacuna ha sido tradicionalmente un proceso muy laborioso, casi artesanal, en el que había que comenzar de cero cada nueva formulación, eligiendo el tipo más adecuado, y luego ir tuneándola a lo largo del proceso hasta obtener la receta perfecta. En general, la idea que se nos presenta en el cine de que durante un brote vírico puede desarrollarse en caliente una vacuna para atajar la expansión de ese mismo brote, es ciencia ficción.

Pero aquí entran los matices que es necesario explicar. Pensemos en esos hospitales que se han levantado en Wuhan en cuestión de días, algo que también parecería una fantasía. Hace unos días, El País publicaba un interesante reportaje en el que expertos en arquitectura explicaban cómo era posible lograrlo. La idea básica era esta: con suficiente dinero y mano de obra, puede hacerse, y si normalmente esto no ocurre aquí no es por imposibilidad, ya que no existe ninguna innovación radical en el proceso aplicado por los chinos, sino sencillamente porque a nadie le interesa construir tan rápido.

La clave del proceso, según explicaban los arquitectos, consiste en emplear elementos prefabricados, de tal modo que no haya que edificar ladrillo a ladrillo, sino que solo sea necesario llevar las piezas al lugar de construcción y montarlas.

Las nuevas tecnologías de vacunas están logrando esto mismo: emplear elementos prefabricados de modo que en cada caso concreto solo sea necesario introducir las piezas específicas de cada virus en una plataforma ya existente.

Este es el camino que comenzó a abrirse con el desarrollo de las vacunas de virus recombinantes o vectores recombinantes. El método consiste en coger un virus modificado, inocuo para el organismo, y disfrazarlo con el traje del virus contra el cual se quiere inmunizar, las proteínas de su envoltura. Una vez introducido en el organismo, invade las células y se reproduce en ellas como un virus normal, provocando una respuesta inmunitaria contra su disfraz, que en el futuro podrá atacar al virus original.

La vacuna del ébola es un ejemplo de este tipo. En el futuro, quizá una mayor estandarización de estos sistemas permita obtener nuevas vacunas de forma más rápida. En el caso del ébola, la plataforma concreta que se ha utilizado se desarrolló durante el propio proceso de crear la vacuna, por lo que ha sido un trabajo largo.

Pero la tecnología de vacunas no se detiene. Desde hace años se vienen investigando las vacunas de ADN, consistentes en introducir directamente en el organismo un ADN que las células pueden utilizar para crear por sí mismas una proteína del virus, de modo que el sistema inmunitario reconoce este elemento como extraño y reacciona contra él, lo que prepara al cuerpo para responder contra el virus completo si llega a presentarse.

En esta misma línea, aún hay un paso más allá, y es utilizar un ARN mensajero (ARNm) en lugar de un ADN. El ARNm es la copia desechable del ADN que las células utilizan para fabricar las proteínas codificadas en los genes. Es decir, con esto se le ahorra a la célula el trabajo de producir el ARNm a partir del ADN vírico; ya se le da hecho. Hasta hace muy poco este enfoque era inviable porque el ARNm es normalmente muy inestable y se degrada fácilmente, pero recientemente se han encontrado mecanismos para hacerlo más resistente y duradero.

Este es el enfoque que emplea la apuesta más ambiciosa de las que ya están en marcha para producir una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV, la que motivó las palabras de Fauci. La compañía Moderna ha desarrollado una plataforma de ARNm que dice poder adaptar fácilmente para la obtención rápida de una vacuna contra este virus, un proyecto que está llevando a cabo en colaboración con los NIH. Fauci dijo que hasta ahora el proyecto está progresando a la perfección, que ya se ha logrado inducir la respuesta inmune en ratones contra el gen del 2019-nCoV insertado en el ARNm, y se mostró enormemente optimista al afirmar que en solo dos meses y medio podrían comenzar los ensayos clínicos en humanos.

La de Moderna no es ni mucho menos la única vacuna contra el coronavirus que ya está cocinándose en los laboratorios. También de ARNm es la fórmula que desarrolla la alemana CureVac, mientras que la estadounidense Inovio, en colaboración con la china Beijing Advaccine, prepara una vacuna de ADN. Otro enfoque distinto es el de la Universidad de Queensland en Australia, basado en una tecnología llamada molecular clamp, que consiste en crear proteínas del virus y graparlas en su configuración original para que el sistema inmunitario genere una respuesta contra ellas capaz también de reconocer las proteínas en el virus completo. Los investigadores australianos esperan tener una vacuna lista en seis meses.

Por su parte, algunos gigantes del sector también se han sumado a la carrera. Johnson & Johnson ha anunciado el proyecto de una vacuna de vector viral, como la del ébola, y Glaxo Smithkline ha ofrecido además poner su tecnología al servicio de otras partes que puedan contribuir a la obtención rápida de una vacuna.

Algunos de estos proyectos cuentan con la financiación de la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI), una entidad público-privada nacida en Davos y con sede en Noruega, que ha lanzado un concurso vigente hasta el 14 de febrero para financiar nuevas propuestas de desarrollo de vacunas contra el 2019-nCoV, por lo que en los próximos días podrían surgir nuevos proyectos. El objetivo de esta entidad es potenciar proyectos capaces de obtener vacunas contra virus emergentes en un plazo de 16 semanas.

En total, a fecha de hoy ya se han anunciado más de una docena de proyectos de desarrollo de vacunas contra el nuevo coronavirus, y vendrán más.

Pero ahora vienen las malas noticias.

Y es que, incluso si proyectos como el de Moderna llegan a término con la insólita rapidez en la que confía Fauci, cuando él hablaba de «llegar a la gente» en dos meses y medio, no se refiere a la distribución masiva de la vacuna, sino al comienzo de los ensayos clínicos.

Los ensayos clínicos de cualquier nuevo medicamento llevan años y años, hasta que puede establecerse sin género de dudas que el producto no causa daños graves y que hace aquello para lo cual se diseñó. En situaciones de emergencia global, como la actual, este proceso puede intentar comprimirse lo más posible. Pero esta posibilidad de compresión tiene un límite. Como ejemplo, tenemos dos casos cercanos en el tiempo.

En 2013, menos de un año después del comienzo del brote del coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), la compañía Novavax anunció que ya había obtenido una vacuna. Han pasado casi siete años, y la vacuna sigue en pruebas. También en 2013, Inovio anunció que su nueva vacuna había superado los ensayos preclínicos (en animales), y que pronto comenzaría a probarse en humanos. Siete años después, la compañía acaba de anunciar que pronto emprenderá la Fase 2 de los ensayos clínicos, del mínimo de tres fases necesarias antes de que un medicamento comience a administrarse a la gente.

¿Alguien recuerda la epidemia del zika en América en 2015, el virus transmitido por mosquitos que causaba microcefalia en los fetos? Varias compañías se lanzaron entonces al desarrollo de vacunas, y en 2016 teníamos ya varias formulaciones anunciadas. Los NIH de EEUU trabajan nada menos que en seis vacunas distintas. Pero aún no existe una vacuna aprobada contra el zika. Y no porque los productos en desarrollo no estén funcionando, sino porque aún les queda un largo camino de pruebas por recorrer antes de llegar al mercado.

Es más: lo cierto es que ninguna de las compañías startup que cuentan con novedosas plataformas tecnológicas para la creación rápida de vacunas tiene todavía ni una sola formulación aprobada para su uso general en humanos.

La pregunta lógica es: ¿no podría abreviarse todo este proceso de ensayos clínicos? Pero las respuestas son otras preguntas: ¿estaría el público dispuesto a apostar por el posible beneficio de una nueva vacuna, aceptando expresamente el riesgo de un producto no lo suficientemente probado? ¿Estarían las autoridades dispuestas a aceptar la responsabilidad de dar luz verde a productos no lo suficientemente probados? ¿Estarían las compañías dispuestas a asumir el riesgo de perder demandas millonarias, incluso mediando consentimientos firmados?

En resumen, y salvo que mucho cambien las cosas, aunque la tecnología de vacunas esté progresando de un modo que habría sido increíble solo hace unos años, el largo y complejo escollo de los imprescindibles ensayos clínicos seguirá determinando que cada nueva vacuna no sea una esperanza para el presente brote, sino para futuros brotes.

Los coronavirus son viejos conocidos que solían causar catarros, y otros datos

Como recordábamos ayer, los coronavirus han sido protagonistas de algunos de los brotes víricos que más han sonado en los últimos tiempos: lo fue el coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) en 2002, el coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) en 2012, y ahora el ya archifamoso nuevo coronavirus de 2019 o 2019-nCoV, al que en algún momento el Comité Internacional de Taxonomía de Virus, probablemente en colaboración con la Organización Mundial de la Salud y con la aprobación de las autoridades chinas, dará un nombre definitivo.

Con esto se entiende que el 2019-nCoV no es el único coronavirus conocido, ni tal denominación se ha inventado ahora para este nuevo virus. En el paroxismo de la desinformación, en EEUU y Latinoamérica han circulado teorías conspiranoicas basadas en el hecho de que ciertos productos desinfectantes de por allí dicen en sus etiquetas que actúan contra coronavirus. Pero tampoco el SARS fue el primero; los coronavirus son viejos conocidos como causantes de una de las enfermedades leves más comunes del ser humano. A continuación, información contra la desinformación que rodea a esta y otras dudas.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

El primer coronavirus se descubrió en 1937

Aunque en estos días se ha publicado que los coronavirus se conocen desde los años 60, esto tampoco es exactamente cierto: fue entonces cuando se les dio el nombre, pero su descubrimiento es muy anterior. Fue en 1937 cuando se aisló el Virus de la Bronquitis Infecciosa de las aves (IBV), una enfermedad que no suele matar a los pollos, pero que afecta a la producción de huevos en las granjas. A comienzos de los años 50 se describió el virus de la hepatitis del ratón (hoy Coronavirus Murino, M-CoV).

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus de la bronquitis infecciosa de las aves (IBV). Imagen de CDC / Dr. Fred Murphy / Wikipedia.

En general, no son peligrosos: la enfermedad más habitual que causan en humanos es el catarro

Entre 1965 y 1967 se aislaron dos cepas de virus, llamadas B814 y 229E, que junto con otras relacionadas causaban resfriado común en los humanos, y que mostraban propiedades similares al IBV y al virus del ratón. En 1967 una de las cepas, semejante a la 229E, causó un brote en la localidad de Tecumseh, en Michigan (EEUU), que afectó a la tercera parte de la población. El estudio que lo describió en 1970 decía que estos virus “podrían ser responsables de una proporción significativa de enfermedades respiratorias en humanos, que hasta ahora han sido de etiología desconocida”.

Por fin, en noviembre de 1968 Nature informaba de la propuesta de un grupo de ocho virólogos de denominar a estos virus “coronavirus”, debido a que todos ellos mostraban al microscopio electrónico una especie de cerco formado por proyecciones redondeadas, en lugar de puntiagudas como las de la gripe.

Los coronavirus del resfriado también pueden causar neumonías

Actualmente se conocen siete coronavirus humanos. Dos de ellos pertenecen al grupo de los alfacoronavirus, el 229E descubierto en los años 60 y el NL63, que se encontró por primera vez en 2004 en un bebé holandés y posteriormente se ha detectado por todo el mundo. Estos dos, junto con los betacoronavirus OC43 y probablemente también el HKU1 (descubierto en 2005 en Hong Kong), son causantes habituales de resfriados. Pero aunque los coronavirus más comunes suelen afectar sobre todo a las vías respiratorias altas, tampoco es cierto que las neumonías sean algo nunca antes visto y exclusivo de los nuevos coronavirus: para todos los coronavirus del resfriado se han descrito anteriormente también casos de neumonía.

Los virus no mutan para hacerse más letales

De los cuatro mencionados se dice que son virus endémicos en los humanos: aunque tuvieron un origen ancestral en otra especie, probablemente murciélagos –y quizá también pasaron por otros animales–, todos ellos llevan mucho tiempo circulando ampliamente entre las poblaciones humanas; están bien adaptados a nosotros y no suelen provocar muertes.

Esta es la diferencia entre esos cuatro y los tres restantes, los epidémicos: los del SARS y el MERS, y el nuevo 2019-nCoV. Estos acaban de saltar desde otra especie animal a los humanos y por ello son agresivos, ya que aún están mal adaptados a nosotros. Al contrario de lo que retratan las películas y los videojuegos de apocalipsis zombis víricos, los virus no mutan con el fin de matar más. No existe una lucha del virus por matar al ser humano antes de que este lo mate a él. La naturaleza no funciona así, sino por selección natural y evolución. Los virus mutan porque así es su naturaleza. Pero los mejor adaptados, aquellos capaces de infectar sin causar grandes daños a su hospedador, son los que tienen más posibilidades de perdurar a largo plazo y extenderse por el mundo.

Por ello, lo más razonable es pensar que los cuatro coronavirus humanos que hoy no suelen matar también hicieron su debut en nuestra especie siendo más letales de lo que son ahora. Curiosamente, hacia 1890 se produjo una grave pandemia respiratoria, y la fecha coincide con el momento en que se ha calculado que el coronavirus OC43 pudo saltar desde el ganado a los humanos, por lo que se ha sugerido que quizá este virus, hoy ya domesticado, fue entonces el causante de aquella epidemia.

Con el tiempo tienden a domesticarse y hacerse menos peligrosos

Y del mismo modo, este será el destino más probable de los coronavirus que hoy provocan muertes. Esto es precisamente lo que explicaba ayer a la CNBC Amesh Adalja, experto en pandemias y bioseguridad del Centro de Seguridad de la Salud de la Universidad Johns Hopkins (EEUU). Según Adalja, una vez superada esta crisis, el 2019-nCoV probablemente no desaparecerá, sino que “se convertirá en una parte de nuestra familia estacional de virus respiratorios que causan enfermedad”.

Lo que ocurre ahora se repetirá más veces

Pero algo en lo que también coinciden los expertos es que, si el 2019-nCoV no es el primer coronavirus preocupante, tampoco será el último. Según me contaba recientemente para un reportaje el virólogo de la Universidad de Texas A&M Benjamin Neuman, que lleva más de 20 años estudiando los coronavirus, “se sabe que hay un gran reservorio de coronavirus ahí fuera; los murciélagos, sobre todo, parecen tener una gran variedad de virus con el potencial de saltar a las personas o a otros animales”.

Y los coronavirus tienen una especial facilidad para dar estos saltos, ya que, añadía Neuman, “por razones desconocidas, parece que las espigas de los coronavirus son especialmente propensas a cambiar de una especie a otra” (la espiga, técnicamente peplómero, es la proteína que forma esas proyecciones exteriores en forma de corona, y que el virus utiliza como llave para entrar en la célula a través de otra proteína celular receptora que le sirve como cerradura).

Ilustración del coronavirus 2019-nCoV. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Ilustración del coronavirus 2019-nCoV. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

No es muy probable que esto pueda ocurrir “en cualquier otro lugar”

Con la presunta oleada de recelo u hostilidad hacia la comunidad china –presunta, porque algunos medios han informado de algún caso anecdótico tratando de presentarlo como una «oleada de xenofobia»–, se ha llegado a decir que la aparición de este virus en China es algo puramente casual, y que podía haber ocurrido en Soria o en Albacete.

Evidentemente, las especies salvajes de Soria o Albacete también albergan virus potencialmente zoonóticos (los que saltan de otros animales al ser humano), y los virus mutan también en Soria y Albacete. Pero no es casual que las nuevas zoonosis surjan preferentemente en países emergentes o en desarrollo; y cuando no ha sido así, el origen del virus se ha trazado también a países emergentes o en desarrollo. Durante la actual crisis del 2019-nCoV, expertos como la bióloga de la Universidad de East Anglia Diana Bell, especialista en reservorios de virus, han llamado la atención sobre la grave amenaza a la bioseguridad que representa el comercio de animales hacinados sin ningún tipo de control sanitario en los mercados de muchos países, un comercio alimentado por la superstición de que el consumo de ciertas especies salvajes cura las enfermedades o la impotencia.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

Un ejemplo contrario lo tenemos muy cerca de nosotros: el virus más parecido a un Ebolavirus que se ha encontrado jamás en el mundo apareció en murciélagos de una cueva asturiana. Aún no se sabe si el virus de Lloviu podría infectar a los humanos, aunque hasta ahora todas las pruebas de laboratorio indican que no hay motivos para pensar lo contrario. Pero de lo que sí estamos seguros es de que no ha surgido ningún brote de fiebre hemorrágica en Asturias.

Como me contaba el especialista en enfermedades emergentes Linfa Wang, de la Universidad de Duke en Singapur, que encontró coronavirus similares al del SARS en los murciélagos, no hay que demonizar a estos animales, ya que ellos han convivido pacíficamente con sus virus durante millones de años. Somos nosotros los que invadimos su hábitat y les damos caza, y por tanto es nuestra propia actividad humana la que causa las epidemias de virus emergentes. Erradicar la funesta tradición de los mercados de fauna salvaje y la superstición que la sostiene ayudaría a evitar situaciones como la que ahora padecemos.

La gripe sigue siendo mucho más preocupante que el nuevo coronavirus

La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que cada año mueren entre 290.000 y 650.000 personas por enfermedad respiratoria debida a la gripe, sin incluir otras posibles complicaciones de esta enfermedad, como las cardiovasculares. En España, la pasada temporada dejó oficialmente 6.300 muertes, aunque probablemente la cifra real sea mayor, según reconoció la directora de Salud Pública. En EEUU ya se contabilizan 10.000 muertes en esta temporada. Y a pesar de que existe una vacuna, y de que las recomendaciones de vacunación se hacen bien visibles a través de los cauces oficiales y de los medios de comunicación, solo acude a vacunarse menos de la mitad de la población de riesgo. Esta temporada, además, algunas autoridades han advertido de que la gripe estacional puede ser una de las peores en años.

Y, mientras, aquí estamos, inmersos en una epidemia de pánico e histeria por un virus que hasta ahora ha matado a 425 personas en todo el mundo (dato de hoy), y cuya letalidad, en el peor de los casos, será solo un poco más elevada que la de cualquier gripe; en el mejor, podría ser incluso menor, una vez que se tengan mejores estimaciones de los casos asintomáticos.

¿Cómo se entiende esto?

Es más: ¿quién recuerda la última pandemia de gripe no estacional? Los que entonces ya tenían uso de razón deberían recordar la mal llamada gripe porcina de 2009. Aquella nueva gripe –que, por cierto, ahora se ha convertido en estacional– causó unas 18.500 muertes confirmadas con pruebas de laboratorio, pero las estimaciones de los modelos epidemiológicos ampliaron esta cifra hasta posiblemente más de medio millón de víctimas mortales (entre 151.700 y 575.400). Por lo tanto, todo el que sobrevivió a aquel apocalipsis debería recordar los medios hablando día y noche de la gripe, las mascarillas por doquier, las calles desiertas, las ciudades cerradas, las oleadas de pánico…

¿No? Naturalmente, porque nada de esto ocurrió. Y no fue porque las autoridades no se ocuparan de ello; de hecho, hubo emergencia global de la OMS (la primera jamás declarada), hubo cuarentenas, aislamientos, controles… ¿Alguien lo recuerda? Y la guinda del pastel parecería un chiste si no se tratara de un asunto tan serio: hubo quienes incluso acusaron a la OMS de ¡haber sobreactuado!

Hoy la gripe continúa siendo el problema epidemiológico infeccioso presente y futuro que más preocupa a los expertos y a las autoridades. Cuando el pasado año el director general de la OMS decía que la pregunta sobre una nueva pandemia no es si llegará, sino cuándo, se refería específicamente a la gripe; sacar esta declaración de su contexto y tratar de aplicarla a casos como el actual del 2019-nCoV sería engañoso y desinformativo.

Partículas del virus de la gripe al microscopio electrónico. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Partículas del virus de la gripe al microscopio electrónico. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Dentro de algún tiempo, una vez que el brote del nuevo coronavirus 2019-nCoV haya remitido y el ciudadano medio comience a olvidarse de que este virus alguna vez existió, quienes nos dedicamos a estos asuntos estaremos esperando con enorme interés los estudios de los expertos que nos expliquen cómo hemos llegado a esto, a lo que la OMS ya ha calificado de infodemia, que no es una pandemia vírica, sino una pandemia informativa sobre un brote vírico, con su injustificada sobresaturación de atención en los medios, su psicosis colectiva y sus buenas raciones de bulos circulantes. Sin duda, el inmenso globo del coronavirus chino dará buen material de análisis durante años a los profesionales de varias disciplinas.

Pero arriesgando un poco, me atrevería a proponer uno de los posibles factores que quizá hayan contribuido a inflar ese globo: el nombre. La gripe ya es algo cotidiano y conocido. En cambio, un coronavirus es algo desconocido para la mayoría, lo cual ha llevado incluso a una confusión que parece extendida: este es un nuevo coronavirus, pero ni es el único coronavirus conocido, ni los coronavirus en general son algo nuevo. En el colmo de la astracanada, hay quienes incluso se han lanzado a la conspiranoia por haber encontrado referencias a coronavirus anteriores a este brote. Por supuesto que existen, en concreto desde los años 60, cuando se describieron los primeros coronavirus en animales.

De hecho, en este siglo ya hemos tenido otros dos coronavirus preocupantes. En 2002 surgió en China el que luego se llamó coronavirus SARS, siglas en inglés de Síndrome Respiratorio Agudo Grave, que dejó 774 muertos en 17 países. En el actual frenesí de los medios por conseguir los clics de los usuarios, hoy se están leyendo titulares que afirman que el número de fallecidos por el actual coronavirus 2019-nCoV ya ha superado a los del SARS. Y solo en los textos que siguen a esos titulares se aclara que el nuevo coronavirus ha causado ya más muertos que el SARS… en China continental (sin incluir Hong Kong). No, todavía no hay más muertos por 2019-nCoV que por SARS; y por cierto, este último es bastante más letal que el nuevo coronavirus, con un 11% frente a un 2-3%.

Un decenio más tarde, en 2012, apareció en Arabia Saudí el coronavirus MERS, del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio. Un contagio por este virus sí es un serio motivo de alarma: desde su primer brote, uno de cada tres pacientes diagnosticados ha muerto, si bien afortunadamente se contrae sobre todo por el contacto con animales, sobre todo camellos, siendo su transmisión directa entre humanos más difícil que la de otros coronavirus como el SARS o el 2019-nCoV. Así como el SARS no ha vuelto a detectarse en humanos en los últimos años, en cambio el goteo de casos de MERS ha dejado los dos últimos este mismo enero.

Pero ¿tienen algo de especial los coronavirus para haberse convertido, con permiso de la gripe y el ébola, en los protagonistas de algunas de las recientes epidemias? Mañana lo veremos.

¿Son eficaces las mascarillas para protegernos de contagios como el del coronavirus?

Decíamos ayer que las mascarillas quirúrgicas, esas que se están vendiendo a millones en todo el mundo, no se inventaron ni están concebidas para protegerse de un contagio, sino para impedir que una persona disemine sus propios microorganismos al entorno. Sin embargo, decíamos también, que algo no esté diseñado para un fin y que resulte completamente inútil para ese fin son, al menos en principio, dos cosas diferentes. Así que hoy toca preguntarnos: en la práctica, ¿sirven las mascarillas para protegernos de contagios como el del nuevo coronavirus 2019-nCoV?

Para empezar, conviene tener en cuenta que no todas las mascarillas son iguales. Lo dicho ayer se refería a las mascarillas quirúrgicas no textiles (de papel), las más utilizadas y que se están vendiendo a mansalva en las farmacias, también en nuestro país. Pero existe otra categoría, los llamados respiradores N95, así llamados porque filtran al menos el 95% de las partículas de un tamaño mínimo de 0,3 micras (300 nanómetros; virus como los de la gripe o los coronavirus ya conocidos miden en torno a los 100 nanómetros). Algunos de estos están también aprobados como mascarillas quirúrgicas. Son así:

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

Un respirador N95. Imagen de Banej / Wikipedia.

La compañía 3M, uno de los grandes suministradores de estos materiales, aclara que las mascarillas «están diseñadas para proteger al paciente de los microorganismos exhalados por el profesional de la salud». Es decir, que una mascarilla es útil si la lleva quien ya está afectado por un contagio, y no quienes pretenden protegerse de él.

En cuanto a los respiradores N95, la misma compañía dice que «están diseñados para proporcionar un sellado seguro de la cara al respirador». Esta es una característica que distingue a los respiradores de las mascarillas. Respecto a su uso, 3M apunta que los respiradores N95 «ayudan a reducir la exposición a partículas del aire», y que si se utilizan correctamente pueden reducir en un factor de 10 la exposición a virus como los de la gripe.

Otra pista nos la ofrecen las autoridades reguladoras. En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) señala que las mascarillas quirúrgicas pueden proteger frente a grandes salpicaduras de fluidos, pero que «no están diseñadas para capturar un alto porcentaje de pequeñas partículas, lo que significa que no protegen al usuario de respirar partículas del aire transmitidas por la tos o el estornudo». El CDC añade que estas mascarillas no ofrecen un buen sellado sobre la cara, por lo que «no previenen las fugas alrededor del borde de la mascarilla cuando el usuario inhala». En conclusión, quienes usen estas mascarillas «no estarán protegidos contra la exposición a enfermedades transmisibles por el aire».

En cuanto a los respiradores N95, el CDC apunta que ofrecen un mayor nivel de protección, pero que «incluso un respirador N95 adecuadamente ajustado no elimina por completo el riesgo de enfermedad o muerte». Este organismo subraya además otras consideraciones importantes; en primer lugar, «los respiradores N95 no están diseñados para niños ni personas con pelo facial». Además, es esencial tener en cuenta que, una vez puesto, «el usuario nunca debe tocar la parte frontal contaminada del respirador con las manos desnudas. Las manos deben lavarse después de ponerse y quitarse el respirador».

En resumen, y por si quedara alguna duda, «el CDC no recomienda de forma general utilizar mascarillas o respiradores para uso casero o en comunidades», sino solamente para los profesionales de la salud.

Por último, ¿qué dicen los estudios? No hay demasiados datos sobre la eficacia de mascarillas y respiradores contra distintos tipos de infecciones, y los que hay no son inmediatamente aplicables a las situaciones cotidianas en las que suelen utilizarse, donde además el uso de las mascarillas o los respiradores no es necesariamente el correcto.

Los datos experimentales en el laboratorio son escasos, ya que por razones de seguridad muchos ensayos se han llevado a cabo con un virus inocuo para los humanos llamado Phi X 174, que solo infecta a las bacterias. En 2018, un estudio comparó los resultados con este virus con los de un virus inactivado de la gripe, y encontró que la eficacia de las mascarillas contra este virus humano es menor. Dada la similitud de tamaño entre los coronavirus ya conocidos y los de la gripe, en principio no hay motivos para sospechar grandes diferencias.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Wuhan, enero de 2020. Imagen de SISTEMA 12 / Wikipedia.

Por su parte, algunos ensayos clínicos en situaciones reales sugieren que en ciertos casos concretos el uso de las mascarillas puede ser ventajoso. En 2008, un estudio clínico dirigido por la experta en bioseguridad de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) Raina MacIntyre descubrió una mayor protección frente al contagio de gripe dentro de una misma familia entre quienes utilizaban mascarillas que en el caso contrario, curiosamente sin encontrar diferencias significativas entre las quirúrgicas y las N95.

Otro estudio en 2009 encontró un contagio reducido cuando al uso de mascarillas se unía un frecuente lavado de manos, aunque los autores reconocían que el cumplimiento de las medidas por parte de los pacientes no fue estricto. Los resultados de otra investigación clínica dirigida también por MacIntyre concluyeron que las mascarillas podrían reducir el contagio dentro de una misma familia en los casos graves de pandemias, pero no pudo descartar que esta reducción se debiera no a la mascarilla en sí, sino al menor contacto de las manos con la cara.

Pero incluso teniendo en cuenta estos resultados positivos, la propia MacIntyre ha advertido de que también en ciertos casos el uso de mascarillas puede ser más perjudicial que no llevarlas. En 2019, un estudio dirigido por esta experta descubrió que «los patógenos respiratorios en la superficie exterior de las mascarillas médicas usadas pueden resultar en una autocontaminación», en la línea de lo dicho antes sobre tocar el exterior de la mascarilla.

Y el del propio virus no es el único riesgo: según contaba MacIntyre a Forbes, las mascarillas absorben humedad en la que pueden crecer bacterias patógenas, directamente frente a nuestras vías respiratorias. Un estudio en 2003 encontró que la cara exterior de las mascarillas usadas por los dentistas, quienes normalmente no trabajan con pacientes infecciosos, estaba contaminada por estreptococos, estafilococos y otros microbios potencialmente peligrosos. Y con las mascarillas de tela puede ser aún peor.

En resumen, y aunque la emergencia sanitaria global declarada ayer por la Organización Mundial de la Salud frente al avance del coronavirus 2019-nCoV no es sino una medida lógica y necesaria, destinada a poner en marcha las medidas de prevención y contención, si hay algo cierto es que los expertos vienen advirtiendo desde hace años de la certeza de nuevas futuras pandemias que van a convertir el actual estado de alerta en algo relativamente frecuente.

De hecho, y a pesar de todo el revuelo en torno al 2019-nCoV, el riesgo que más continúa preocupando a los expertos es el de las nuevas gripes, con gran facilidad de transmisión y potenciales de letalidad mayores que el del nuevo coronavirus. Frente a todo ello y dejando de lado las mascarillas, estas son las medidas de prevención que recomienda el CDC, extensibles también a lo recomendado por otras autoridades:

  • Lavarse las manos con frecuencia con agua y jabón durante al menos 20 segundos. Si esto no es posible, utilizar un desinfectante de manos con al menos un 60% de alcohol.
  • No tocarse los ojos, la nariz ni la boca con las manos sin lavar.
  • Evitar el contacto estrecho con personas enfermas.
  • Quedarse en casa cuando uno esté enfermo.
  • Cubrirse la nariz y la boca con un pañuelo de papel para toser o estornudar, y arrojar inmediatamente el pañuelo a la basura.
  • Limpiar y desinfectar los objetos y superficies que se toquen con frecuencia.

Esto es para lo que realmente sirven las mascarillas quirúrgicas

En las últimas semanas se ha convertido en una imagen habitual en los informativos: personas con mascarillas por miedo al contagio del nuevo coronavirus 2019-nCoV. En el lejano Oriente no es una novedad, ya que allí son muy populares desde hace años; se llevan para proteger las vías respiratorias de la contaminación del aire en las ciudades, pero también como artículo de moda, que tampoco hay que buscarle tres pies al gato sobre por qué nos ponemos las cosas que nos ponemos; otros llevamos el pelo largo y nos hacemos trenzas.

Pero en los últimos días, las mascarillas han comenzado a extenderse por el mundo, y ya se habla de que en España sus ventas han aumentado un 350% y se están agotando en las farmacias, como un efecto más de la histeria colectiva en torno al coronavirus.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Personas con mascarillas quirúrgicas en Hong Kong durante el brote de coronavirus 2019-nCoV. Imagen de Chinanews.com / China News Service / Wikipedia.

Obviamente, llevar una mascarilla difícilmente puede causar ningún mal a quien se la pone, más allá de la lógica molestia de llevar algo sobre la cara, sobre todo para quienes tengan alguna dificultad respiratoria. Pero, al menos, a quienes decidan cubrirse sus orificios faciales con uno de estos adminículos podría interesarles saber para qué sirven en realidad, y por lo tanto cuál es el uso para el que están concebidas y el beneficio que pueden aportar.

Y no, no es para protegerse del contagio de un virus.

Remontémonos a la segunda mitad del siglo XIX, cuando los bichitos microscópicos causantes de enfermedades aún eran una curiosa teoría que a muchos médicos y científicos les parecía divertida, pero poco más que pura fantasía. Por entonces, las infecciones postoperatorias se llevaban al otro barrio a la mitad de las personas que pasaban por una mesa de operaciones. La medida más sofisticada que se empleaba contra las infecciones era abrir las ventanas para ventilar, y que el viento se llevara las miasmas, el aire pútrido de las heridas que provocaba estos males. Los cirujanos no se lavaban las manos, se limitaban a ponerse sobre la ropa una bata con sus buenos restos de sangre y pus, en cuyos ojales colgaban los hilos de sutura, y cuando había que utilizar las dos manos, el bisturí se agarraba con los dientes.

En eso que llega Joseph Lister, el padre de la esterilización quirúrgica. Hoy puede sonarnos por el Listerine, pero lo cierto es que, ni lo inventó él, ni le pidieron permiso para utilizar su nombre; no tuvo la precaución de registrarlo como marca comercial. Lister creía en los bichitos cuando muchos otros aún no. Y las prácticas de esterilización que él comenzó a introducir han sido sin duda uno de los avances que más vidas han salvado en la historia de la humanidad.

Sin embargo, no bastaba con esterilizar el material y el campo de operaciones; la boca y la nariz del cirujano y sus asistentes sobre las heridas abiertas del paciente eran una más que probable fuente de transmisión de microorganismos. Esto fue lo que pensó el cirujano francés Paul Berger, quien en octubre de 1897 se calzó por primera vez una mascarilla quirúrgica, consciente de que al hablar se lanzaban gotitas de saliva y de que se había descrito en este fluido la presencia de microorganismos.

Desde Berger hasta hoy, las mascarillas se han convertido en un accesorio obligatorio en los procedimientos quirúrgicos, junto con otro conjunto más amplio de medidas de contención y esterilización para evitar la entrada de microorganismos en las heridas del paciente.

En resumen: la mascarilla quirúrgica sirve para que la persona que la utiliza no contamine su entorno con sus propios microorganismos. Y no al revés.

Vayamos ahora a los laboratorios. Las mascarillas no suelen ser de uso habitual, dado que para no contaminar aquello susceptible de ser contaminado, como los cultivos celulares normales, se emplean otras medidas más eficaces como campanas de flujo de aire que evitan el contacto de la respiración del operador con los materiales que está manejando. Cuando en los laboratorios se quiere obtener un líquido libre de microorganismos y no es posible esterilizarlo por calor, se hace pasar a través de sofisticados filtros con un tamaño de poro muy pequeño, capaz de impedir incluso el paso de los virus.

Pero obviamente, los científicos y técnicos que trabajan con agentes patógenos peligrosos no llevan mascarillas, sino trajes sellados de alta seguridad biológica con respiradores, y lo hacen en instalaciones de alto nivel de contención que están dotadas de otros sistemas para evitar infectarse con los microorganismos que manejan.

Entre otras razones, los microbios no solo pueden entrar por la nariz o la boca. Sobre todo, la mucosa de los ojos, una capa de tejido vivo, es un gran mostrador de recepción para la bienvenida de toda clase de bacterias y virus. Y como es lógico, no puede uno taparse los ojos con una mascarilla.

La idea de la mascarilla para protegerse de un contagio tiene un precedente histórico ilustre que hoy se ha convertido en uno de los disfraces más populares del carnaval de Venecia (y en uno de los souvenirs más vendidos allí): la máscara con pico que los médicos empleaban en el siglo XVII para tratar a los enfermos de peste sin contraer la enfermedad. La peculiar forma de la máscara tenía por objeto que el hueco se rellenara con hierbas aromáticas y perfumes para matar las miasmas; aromaterapia del siglo XVII. Naturalmente, la máscara no protegía en absoluto del contagio de la peste. Pero con todo, hay que decir que los médicos del XVII iban mejor protegidos que los portadores de mascarillas actuales, ya que su máscara llevaba lentes para resguardar los ojos, y se acompañaba con guantes, botas y traje de cuero cuyos resquicios se sellaban con cera; fue un digno antecesor de los trajes de bioseguridad de hoy.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

El médico de la peste, grabado de 1656. Imagen de Wikipedia.

En conclusión: quien pretenda evitar un contagio, como el del actual coronavirus, poniéndose algo en la cara, no debe ponerse esto, una mascarilla quirúrgica como las que parecen estar vendiéndose a mansalva:

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Mascarilla quirúrgica. Imagen de AlexChirkin / Wikipedia.

Sino esto, un respirador con protección ocular:

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Máscara respiradora. Imagen de NIOSH, NPPTL / Wikipedia.

Ahora bien, reconozcamos que el hecho de que las mascarillas quirúrgicas no estén pensadas, concebidas ni diseñadas para proteger a su portador de un contagio, no implica necesariamente que no puedan proteger en algún grado. Pero ¿pueden? Mañana lo veremos.

¿Microbios peligrosos en el espacio? Sí, pero los enviamos nosotros

Quien haya leído el libro de Michael Crichton La amenaza de Andrómeda (1969), o haya visto la película de Robert Wise (1971) o la más reciente miniserie coproducida por Tony y Ridley Scott (2008), recordará que se trataba de la lucha de un equipo de científicos contra un peligroso microorganismo alienígena que lograba abrirse paso hasta la Tierra a bordo de un satélite.

Un fotograma de 'La amenaza de Andrómeda' (1971). Imagen de Universal Pictures.

Un fotograma de ‘La amenaza de Andrómeda’ (1971). Imagen de Universal Pictures.

Otras muchas obras de ciencia ficción han explotado la misma premisa, sobre todo después del libro de Crichton; pero como obviamente a los productores de cine les aprovecha infinitamente más el aplauso del público que el de los biólogos, muchas de estas películas se llevan un suspenso morrocotudo en verosimilitud científica, e incluso en originalidad (los argumentos suelen ser cansinamente repetitivos).

No es el caso de la novela de Crichton, que se atrevió con el arriesgado planteamiento de basar su suspense en la sorpresa científica, y no en el susto fácil. Debido a ello la película de Wise no tiene precisamente el tipo de ritmo trepidante al gusto de hoy. La miniserie de 2008 trata de repartir algo más de acción, pero quien quiera seguir el hilo científico de la trama deberá añadir un pequeño esfuerzo de atención.

En un momento de la historia (¡atención, spoiler!), el gobierno de EEUU decide arrojar una bomba nuclear sobre el pueblo de Arizona donde comenzó la infección, con el propósito de erradicarla. Mientras el avión se dispone a disparar su carga, los científicos descubren de repente que las muestras de Andrómeda irradiadas en el laboratorio han proliferado en lugar de morir. El microbio es capaz de crecer transformando la energía en materia, y por tanto una explosión atómica no haría sino hacerle más fuerte: le serviría una descomunal dosis de alimento que lo llevaría a multiplicarse sin control. En el último segundo, la alerta de los científicos consigue que la bomba no se lance y logra evitar así un desastre irreversible.

Un fotograma de la miniserie 'La amenaza de Andrómeda' (2008). Imagen de A.S. Films / Scott Free Productions / Traveler's Rest Films.

Un fotograma de la miniserie ‘La amenaza de Andrómeda’ (2008). Imagen de A.S. Films / Scott Free Productions / Traveler’s Rest Films.

¿Simple ficción? Recientemente hemos conocido un caso que guarda un intrigante paralelismo con lo imaginado por Crichton: un microbio que se alimenta de aquello que debería matarlo. Pero lógicamente, no es una forma de vida extraterrestre, sino muy nuestra, tanto que está enormemente extendida por el suelo y el agua de la Tierra. Y es probable que también la hayamos enviado al espacio, y a los planetas y lunas donde nuestras sondas han aterrizado.

La historia comienza con la idea de Rakesh Mogul, profesor de bioquímica de la Universidad Politécnica Estatal de California, de lanzar un proyecto de investigación para que sus estudiantes pudieran curtirse en el trabajo científico y elaborar sus trabajos de graduación con algo que fuera ciencia real. Para ello, Mogul consiguió diversas cepas de la bacteria Acinetobacter que habían sido aisladas no en lugares cualesquiera, sino en algunos de los reductos más estériles de la Tierra: las salas blancas de la NASA donde se habían montado sondas marcianas como Mars Odyssey y Phoenix.

Estas salas funcionan bajo estrictos criterios de limpieza y esterilización. Cualquiera que entre a trabajar en ellas debe pasar por varias esclusas de descontaminación y vestir trajes estériles. Pero a pesar de los exigentes protocolos, un objetivo de cero microbios es imposible, y ciertas bacterias consiguen quedarse a vivir. Una de ellas es Acinetobacter, una bacteria común del medio ambiente y bastante dura que resiste la acción de varios desinfectantes y antibióticos, por lo que es una causa frecuente de infecciones hospitalarias.

Bacterias Acinetobacter al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Matthew J. Arduino / Public Health Image Library.

Bacterias Acinetobacter al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Matthew J. Arduino / Public Health Image Library.

Mogul y sus estudiantes cultivaron las cepas de Acinetobacter de las salas blancas en medios muy pobres en nutrientes, y observaron algo escalofriante: cuando este bicho no tiene qué comer y se le riega con etanol para matarlo (el alcohol normal de farmacia), ¿adivinan qué hace? Se lo come; lo degrada y lo utiliza como fuente de carbono y energía para seguir creciendo. Los resultados indican que la bacteria también crece en presencia de otro alcohol esterilizante, el isopropanol, y de Kleenol 30, un potente detergente empleado para la limpieza de las salas. Por último, tampoco se inmuta ante el agua oxigenada.

Pero dejando de lado las terribles implicaciones de estos resultados de cara al peligro de nuestras superbacterias aquí en la Tierra (esto ya lo he comentado recientemente aquí y aquí), el hecho de que estos microbios se aislaran en las salas de ensamblaje de sondas espaciales implica que estamos enviando microbios al espacio de forma no intencionada.

De hecho, esto es algo que los científicos conocen muy bien: como he contado aquí, regularmente se vigila el nivel de contaminación microbiológica de las sondas, y en casos como los rovers marcianos Curiosity, Opportunity y Spirit se han detectado más de 300 especies de bacterias; algunas, como las del género Bacillus, capaces de formar esporas resistentes que brotan cuando encuentran condiciones adecuadas.

La NASA trabaja con un límite de 300.000 esporas bacterianas en cualquier sonda dirigida a un lugar sensible como Marte, donde estas esporas podrían brotar, originar poblaciones viables y quizá sobrecrecer a cualquier posible especie microbiana nativa, si es que la hay. Esta cifra podría parecer abultada, pero en realidad refleja el mayor nivel de esterilidad que puede alcanzarse; suele hablarse de que cada centímetro cuadrado de nuestra piel contiene un millón de bacterias.

El rover marciano Curiosity en la sala blanca. Imagen de NASA / JPL-Caltech.

El rover marciano Curiosity en la sala blanca. Imagen de NASA / JPL-Caltech.

La protección planetaria, o cómo evitar la contaminación y destrucción de posibles ecosistemas extraterrestres con nuestros propios microbios, forma parte habitual del diseño de las misiones espaciales, pero preocupa cada vez más cuando se está hablando de futuras misiones tripuladas a Marte o de enviar sondas a lugares como Europa, la luna de Júpiter que alberga un gran océano bajo su costra de hielo. En julio, un informe de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU instaba a la NASA a revisar y actualizar sus políticas de protección planetaria.

Sin embargo, la entrada de nuevos operadores privados complica aún más el panorama. Cuando en febrero Elon Musk lanzó al espacio su deportivo Tesla, algunos científicos ya advirtieron de que una posible colisión del coche con Marte podría contaminar el ambiente marciano; es evidente que el deportivo de Musk no se ensambló en una sala blanca. Pero incluso la contaminación microbiana de un coche es una broma comparada con la nuestra propia. Los humanos somos sacos andantes de bacterias, y cualquier misión tripulada significará la liberación inevitable de infinidad de microbios al medio.

Ante todo esto, ¿qué hacer? Los más estrictos abogan por políticas hiperproteccionistas, y la propia NASA insinúa que el diseño de sus misiones marcianas trata de evitar enclaves con mayor probabilidad de vida. Pero la incongruencia salta a la vista: si evitamos los lugares con mayor probabilidad de vida, ¿cómo vamos a averiguar si hay vida?

Por ello, otros expertos rechazan estas posturas extremas que bloquearían la investigación de posibles formas de vida alienígena. El genetista de Harvard Gary Ruvkun, miembro del comité autor del informe, decía al diario The Washington Post que la idea de que un microbio polizón en una sonda espacial pudiera invadir otro planeta es «como de risa», «como una ideología de los años 50». Lo mismo opina Ruvkun de la posibilidad contraria, un microbio marciano que pudiera llegar a la Tierra en una misión de ida y vuelta y colonizar nuestro planeta.

Sin embargo, y citando a un famoso humorista, ¿y si sí?

Ruvkun basa su argumento en descartar por completo la posibilidad, pero esta es una pequeña trampa; las futuras políticas de protección planetaria no pueden simplemente hacer desaparecer la bolita como los trileros. En algún momento deberá llegarse a un acuerdo que incluya el reconocimiento expreso de los riesgos como un precio que tal vez haya que pagar si queremos seguir explorando el cosmos. Y deberá decidirse si se paga o no. Y si se acepta, quizá haya que desechar la corrección política que hoy tiñe el lenguaje sobre protección planetaria –curiosamente, en esto hay coincidencias en la ciencia y en la anticiencia– para ceñirse a un objetivo más realista y asumible de minimizar la interferencia pero no de eliminarla, si esto supondría renunciar a explicar el origen y el misterio de la vida.

Por qué hacerse la pedicura con peces es una malísima idea

Recientemente se ha publicado en la revista JAMA Dermatology el caso de una mujer que ha perdido las uñas de los pies después de una sesión de pedicura con peces, esos tratamientos de los spas en los que un grupo de pececillos mordisquea bocaditos de piel muerta como método de, según lo llaman sus defensores, exfoliación natural (el “natural”, que nunca falte para vender algo).

El daño sufrido por la mujer, de veintitantos años y residente en Nueva York, es reversible, por suerte para ella. En unos meses volverán a crecerle las uñas, se espera que ya sin defectos. La dolencia se conoce como onicomadesis, y aunque en algunos casos puede deberse a una infección, también puede venir provocada por un trauma, como cuando nos pillamos un dedo con una puerta y la uña se nos pone de un negro que asusta para acabar cayéndose. Pero en general, la onicomadesis es lo que en medicina se llama enfermedad idiopática, un término sofisticado que simplemente significa: ¿causa? ¿Qué causa?

Pedicura con peces. Imagen de Tracy Hunter / Flickr / CC.

Pedicura con peces. Imagen de Tracy Hunter / Flickr / CC.

Para ser rigurosos, debe quedar claro que no existe absolutamente ninguna prueba que demuestre la relación de la pedicura de la paciente con su problema en las uñas. No hay tal estudio, sino solamente el informe del caso. Su autora, la dermatóloga Shari Lipner, sugiere la posibilidad de que la causa fueran los peces, una vez descartadas todas las demás opciones. Tampoco existe ningún precedente en la literatura médica de un efecto similar causado por este tipo de tratamiento.

Todo lo cual nos deja el diagnóstico de que la explicación apuntada por Lipner es solo una hipótesis razonable. Pero sirve para llamar la atención sobre una práctica que, con independencia de que fuera o no la culpable en este caso, sí tiene un historial de efectos perniciosos y un claro perfil de riesgos, y en cambio ningún beneficio demostrado, al menos para quien no padezca psoriasis.

Para quien no sepa de qué se trata, las pequeñas carpas de la especie Garra rufa, originarias de Oriente Próximo, se pusieron de moda hace unos años como una nueva excentricidad en la oferta de los spas y salones de belleza. En su estado natural, los peces utilizan su boca succionadora para agarrarse a las rocas y alimentarse de biofilms, películas de microbios que crecen sobre las superficies. Solo comen la piel muerta de los pies cuando se les priva de alimento, algo que ha sido denunciado por organizaciones animalistas como PETA.

Pero dejando de lado la eliminación de pellejos y pese al sobrenombre publicitario de “pez doctor”, solo un estudio piloto de 2006 en Austria ha encontrado algún beneficio para los pacientes con psoriasis, aunque en condiciones clínicas –no en un spa– y en combinación con luz ultravioleta. Sin embargo, es importante recalcar que la psoriasis, una enfermedad de la piel, no se cura, ni con este ni con ningún otro tratamiento.

Un pez Garra rufa. Imagen de Dances / Wikipedia.

Un pez Garra rufa. Imagen de Dances / Wikipedia.

Por lo demás, todas las virtudes atribuidas a la pomposamente llamada ictioterapia son puramente imaginarias. Llaman especialmente la atención dos páginas de la Wikipedia en castellano, una sobre Garra rufa y otra sobre ictioterapia, ambas absolutamente engañosas y acríticas. En una de ellas se afirma que el tratamiento con estos peces mejora la circulación, hidrata la piel, elimina el pie de atleta y hasta el mal olor, y que está especialmente recomendado para personas con obesidad o que pasan largos periodos de pie. Ninguna de estas afirmaciones viene avalada por referencias al pie de la página, por la sencilla razón de que no existen: ninguno de estos presuntos beneficios se apoya en ninguna prueba real.

También aseguran que “el proceso es higiénico y seguro”, y que solo existen riesgos debido al “manejo inadecuado de personas poco profesionales”. No es cierto. Si algo está demostrado respecto a esta pseudoterapia, son precisamente sus riesgos, que no pueden eliminarse del todo con un buen manejo. Por mucho que el agua se cambie y que en ocasiones se utilicen productos sanitarios similares a los empleados en las piscifactorías, por definición los peces no pueden esterilizarse. En una época en que se extrema la higiene en todos los utensilios destinados a cualquier tipo de tratamiento, ¿de verdad alguien está dispuesto a que le arranquen las pieles muertas unos animalillos que antes han mordido los pies de otras personas?

El riesgo no es solo teórico. Se han descrito casos de transmisión de infecciones por micobacterias y por estafilococos (una de las bacterias que también causan la fascitis necrosante de la que hablé recientemente), así como el contagio entre los propios peces de bacterias Aeromonas. En los peces también se han aislado estreptococos y birnavirus. Un extenso estudio de 2012 en Reino Unido encontró en los peces hasta una docena de tipos de microbios peligrosos para los humanos, incluyendo la bacteria del cólera, Vibrio cholerae, y su prima Vibrio vulnificus, causante también de fascitis necrosante. Todas las bacterias detectadas eran resistentes a varios antibióticos, hasta a más de 15 diferentes.

Por este motivo, la pedicura con peces ha sido prohibida en varios estados de EEUU. El Centro para el Control de Enfermedades (CDC) incluso afirma que “la pedicura con peces no cumple la definición legal de pedicura”. Parece que allí existe incluso una definición legal de pedicura, mientras que en nuestro país se permite que esta práctica se anuncie con el engañoso término “ictioterapia”.

Todo lo anterior no implica que usuarios y usuarias de esta práctica corran un riesgo letal. Como suele suceder con muchas zoonosis (enfermedades transmitidas por los animales a los humanos), el riesgo en general “es probablemente muy bajo, pero no puede excluirse por completo”, según concluía un informe elaborado en 2011 por el Servicio de Salud Pública de Reino Unido. Un documento que, por cierto, jamás sugería la posibilidad de transmisión del virus de la hepatitis C o el del sida (VIH), como publicó algún medio en España copiando la (des)información del tabloide sensacionalista británico Daily Mail.

Pero en cualquier caso, está claro que el lugar de un pez no está en una piscina o en un barreño comiendo pieles muertas de los pies de nadie. Como tampoco el lugar de un ser humano racional está metiendo los pies en una piscina o en un barreño para que los peces le coman las pieles muertas. Quien necesite tratamiento, que acuda a un dermatólogo. Y quien busque experiencias exóticas, que viaje.