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¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

Así funciona un test de antígeno, y así se estropea con zumo o agua

Es curioso cómo los bulos sobre la pandemia aparecen y desaparecen para resurgir después cada cierto tiempo, lo que le lleva a uno a preguntarse ciertas cosas. Por ejemplo, esta semana mi madre (un beso, mamá) me contaba que le había llegado por Whatsapp una historia según la cual el inmunólogo y premio Nobel Tasuku Honjo dice que el coronavirus ha sido fabricado por China, que él lo sabe de buena tinta. Lo curioso es que este bulo tiene casi dos años: nació en la primavera de 2020, y fue en abril de ese año cuando Honjo aclaró (original aquí) que él jamás había dicho tal cosa, y que se sentía «muy entristecido» por el uso de su nombre y el de la Universidad de Kioto «para difundir falsas acusaciones y desinformación». Los comprobadores de datos descubrieron que el bulo partió de una cuenta falsa de Twitter a nombre de Honjo.

Y la pregunta que esto suscita es: la postura estándar de los medios es no dar difusión a los bulos; pero ¿no sería más provechoso dedicar 15 segundos en todos los informativos de radio y televisión a contar el bulo junto con su desmentido? ¿No serviría esto mejor para inmunizar a la gente de buena fe contra estas patrañas para evitar que sean víctimas de futuras oleadas de los mismos bulos?

Esta semana ha resurgido también otra nueva ola de los bulos relacionados con los test de antígeno. En su versión más tonta, al parecer un tipo abría el cartucho de plástico de un test y afirmaba que no sirve para nada porque en su interior solo había «una tira de papel». Quizá él esperaba encontrar un condensador de fluzo, pero en tal caso los test de antígeno serían bastante más caros. La maravilla de esta bioquímica es que permite hacer lo que hace de forma barata y con una simple tira de papel (aunque de uno especial), si bien en realidad esa tira contiene una tecnología muy sofisticada. No se ve porque la bioquímica tiene la absurda manía de trabajar con cosas muy pequeñas llamadas moléculas que no se aprecian a simple vista.

En la versión más interesante, algunas personas situaban en el pocillo de la muestra del test unas gotas de agua o zumo y veían cómo aparecían las dos bandas, la de test y la de control. Conclusión, decían estos sujetos, el agua o el zumo dan positivo de coronavirus, por lo que los test no sirven para nada.

Lo que en realidad han descubierto estas personas es que, cuando un test se utiliza de forma incorrecta, no funciona. Noticia fresca. El test funciona cuando, con una muestra válida y siguiendo las instrucciones, da una señal positiva cuando la muestra contiene coronavirus, y se abstiene de dar una señal positiva cuando la muestra no contiene coronavirus. Cuando se echa azúcar en el depósito de combustible de un coche, el motor no funciona. Cuando se echa zumo, agua o Coca-Cola en un test de antígeno, no funciona, y entonces puede aparecer cualquier resultado.

Creo que todo el mundo sabrá cómo hackear el test diagnóstico más sencillo del mundo, un termómetro: se frota la punta metálica de un termómetro digital con una tela y la pantalla da una temperatura de fiebre. En realidad el termómetro no está midiendo la temperatura de la tela. La tela no tiene fiebre. Simplemente se está utilizando el test de forma incorrecta, y por eso se obtiene una lectura positiva absurda. Pero en el caso del test de antígeno, es interesante contar por qué aparecen las dos bandas, dado que al menos servirá para explicar algo de bioquímica a quien le interese.

Es preciso aclarar también, volviendo a las oleadas de bulos que van y vienen, que esto tampoco es nada nuevo; lleva circulando en la red al menos desde diciembre de 2020, probablemente antes. Incluso ha motivado varios artículos científicos (como este, este o este).

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Dos tipos de test de antígeno de COVID-19. Imagen de Lennardywlee / Wikipedia.

Comencemos explicando cómo funciona un test de antígeno. El fundamento básico es una técnica llamada cromatografía, que sirve para separar moléculas. La cromatografía es tan vieja que ya era viejísima cuando un servidor hizo la tesis doctoral en los años 90. Su versión más simple es un pequeño experimento que se hace en las aulas de primaria o secundaria, utilizando cosas tan sencillas como una tira de papel normal, un punto pintado con rotulador y un disolvente como el alcohol, que al difundirse por el papel arrastra los componentes de la tinta y los separa en bandas de distintos colores, como en el ejemplo de la foto.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Experimento sencillo de cromatografía en papel. Un punto de tinta negra marcado con un rotulador permanente se separa en bandas de colores arrastradas por el alcohol que se difunde a lo largo del papel. Imagen de Natrij / WIkipedia.

Por supuesto que un test de antígeno es más complicado que esto, pero al menos quien tenga un nivel de enseñanza obligatoria debería haber oído hablar alguna vez de la cromatografía.

En el caso de los test se utiliza un tipo de papel especial llamado nitrocelulosa, que tiene la ventaja de que en él se pueden fijar proteínas. Porque, como vamos a ver, esta es una parte esencial del test.

Pasemos a otra pequeña explicación necesaria: antígenos y anticuerpos. Un antígeno es una proteína contra la cual el sistema inmune es capaz de fabricar anticuerpos que lo reconocen y se unen a él, como una llave encaja en una cerradura. Un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno por los extremos de los dos rabitos superiores. Estos extremos son las partes que varían de un anticuerpo a otro, y que permiten que un anticuerpo se una, por ejemplo, a un alergeno del polen, y otro anticuerpo diferente se una a una proteína del coronavirus. El resto de la «Y» es igual para ambos anticuerpos; de uno a otro solo cambian esas puntas de las ramas que dan a cada anticuerpo su especificidad concreta.

En el caso de los test de antígeno, supongamos que una persona está infectada con el coronavirus. Al introducirse el bastoncillo en la nariz, se pegan a él partículas del virus. El bastoncillo a continuación se introduce en un líquido para soltar en él esas partículas virales. Este líquido es importantísimo, tanto que explica esos casos de mal uso del test. Por el momento digamos solo que se llama buffer o tampón.

Seguidamente se vierten unas gotas de ese buffer con el virus en el pocillo e impregnan la tira de nitrocelulosa. A lo largo de ella empieza a difundirse el buffer, arrastrando con él las partículas del virus.

En esta carrera, el virus se encuentra primero con una franja que no se ve porque queda oculta en el cartucho de plástico, y que contiene anticuerpos contra un antígeno del virus; o sea, anticuerpos anti-virus. Estos anticuerpos llevan unido un compuesto que da color. En los test que utilizamos normalmente este compuesto es lo que se llama oro coloidal, nanopartículas de oro. Esta es una sustancia curiosa, porque por un fenómeno físico llamado resonancia plasmónica de superficie, que no viene muy al caso explicar, se ve un color u otro en función del tamaño de las nanopartículas de oro, como se ve en la siguiente foto. En el caso del oro coloidal utilizado en los test, vemos un color rojizo.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Distintos colores del oro coloidal en función del tamaño de las nanopartículas. Imagen de Aleksandar Kondinski / Wikipedia.

Lo que tenemos ahora es que el buffer sigue avanzando por la tira de nitrocelulosa arrastrando virus unidos a anticuerpos que llevan el oro pegado. Entonces la carrera llega a la franja T, la del test. En esta franja se han fijado a la nitrocelulosa, de modo que no puedan soltarse de ella, otros anticuerpos contra el virus (anticuerpos anti-virus). Cuando pasan los virus unidos a los primeros anticuerpos y al oro, estos segundos anticuerpos los capturan. La concentración de los virus en esta franja es la que hace que veamos la banda de color del oro, del mismo modo que muchos pequeños puntos dispersos resultan invisibles, pero forman un punto grueso visible cuando se unen.

Después, el buffer continúa avanzando por la tira hasta la franja C, la de control. En esta franja se ha fijado a la nitrocelulosa un tercer tipo de anticuerpo que no reconoce el virus, sino cualquier anticuerpo por esa región de la «Y» que es igual para todos. Es decir, estos anticuerpos son anticuerpos anti-anticuerpos. Dado que siempre hay anticuerpos en la muestra que corre por la tira (los que estaban en la franja que queda oculta bajo el cartucho), aquí siempre se verá una banda de color, que demuestra que el test se ha hecho bien. El funcionamiento del test queda resumido en este dibujo:

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Funcionamiento de un test de antígeno. Imagen de NASA / Wikipedia.

Vayamos ahora al caso en que la muestra nasal de una persona no contenga virus. En este caso, los anticuerpos pegados al oro de la franja oculta bajo el cartucho corren con el buffer sin llevar virus adosado. Y por lo tanto, pasan de largo por la primera franja T, la del segundo anticuerpo anti-virus, ya que este no captura ningún virus. Pero cuando estos anticuerpos pasan por la segunda franja C, la de control, sí quedan atrapados allí, ya que el anticuerpo anti-anticuerpo los reconoce igualmente. Por eso vemos la banda de color en la franja de control, y sabemos así que el test se ha hecho bien. Y por eso es importante entender que cualquier rastro de color que aparezca en la franja T es un test positivo, por muy tenue que sea, ya que en caso de no haber virus no debe aparecer absolutamente nada en esa franja.

Por último, vayamos ahora al hackeo. Y como decíamos, en este punto lo esencial es el buffer. El tampón es una solución salina que sirve para mantener el pH –la acidez– en valores neutros, fisiológicos. Cuando las condiciones como el pH o la temperatura se disparan a valores extremos, por ejemplo temperatura muy alta o un pH muy ácido o muy alcalino, las proteínas se desnaturalizan, pierden su forma, se despliegan. Y cuando esto ocurre, la atracción entre las numerosas cargas eléctricas positivas y negativas que quedan expuestas hace que las proteínas tiendan a agregarse de forma inespecífica, a formar grumos. Los ejemplos más sencillos de esto los tenemos en la cocina: los cuajos en la leche o la coagulación del huevo cuando se cuece son casos de agregación de proteínas por desnaturalización.

El buffer está compuesto por varios ingredientes cuyo efecto final es compensar pequeñas subidas o bajadas de pH. Pero líquidos como el zumo de naranja o la Coca-Cola son demasiado ácidos como para que el buffer pueda seguir neutralizando el pH; entonces los anticuerpos del test se desnaturalizan, y al pasar el primer anticuerpo por las franjas T y C se agrega con los anticuerpos presentes en esas franjas, dando las bandas de color que se ven en esos casos.

Un estudio publicado en octubre de 2021 comprobó cómo un test daba falsos positivos por esta causa con la mayoría de los productos probados: leche, café, casi todos los zumos, bebidas refrescantes, mostaza o kétchup, cerveza, ron, whisky y 24 tipos distintos de agua, mineral, del grifo o de lluvia. También el estudio mostró cómo, al eliminar por separado cada uno de los ingredientes del buffer, o someter el cartucho del test a temperaturas extremas, se obtenían falsos positivos. El buffer mantiene la conformación de las proteínas; el agua, no. Por eso utilizamos sueros fisiológicos o soluciones salinas para los usos experimentales o médicos donde el agua rompería las células o desbarataría el plegamiento de las proteínas. Otros estudios también han obtenido resultados similares con distintas bebidas o líquidos de todo tipo.

Pero del mismo modo que las proteínas se desnaturalizan en condiciones no fisiológicas, también pueden renaturalizarse en ciertos casos si se las somete de nuevo a condiciones fisiológicas. En un artículo en The Conversation el químico Mark Lorch, de la Universidad de Hull, mostraba cómo en un test falso positivo con refresco de cola la banda T desaparece cuando se lava la tira de nitrocelulosa con buffer, como se ve en la foto. De este modo Lorch aconsejaba a los niños que no intenten hackear un test para librarse del colegio, ya que el truco puede descubrirse fácilmente.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Arriba, un falso positivo con refresco de cola en un test de antígeno de COVID-19. Abajo, el mismo test después de lavarlo con buffer. Imagen de Mark Lorch / The Conversation / CC.

Como conclusión, para que el resultado de un test sea fiable es esencial seguir estrictamente las instrucciones de uso, que por algo están. Incluso una pequeña contaminación del bastoncillo, del buffer o de la tira de nitrocelulosa puede resultar en un test inválido. Aunque, si de algo no hay dudas, es de que ninguna explicación servirá para evitar que los bulos vuelvan a resurgir en oleadas. Porque también las vacunas del conocimiento contra la ignorancia solo actúan si uno se las pone.

La inmunología revela pistas clave sobre la gravedad de la COVID-19

Suele sorprenderme que a nadie parezca sorprenderle la existencia de los anticuerpos. Piénsenlo un momento: toda proteína que se produce en el cuerpo lleva sus instrucciones de fabricación previamente escritas en el genoma, que hemos heredado de nuestros padres, y ellos de los suyos. Y sin embargo, llega un virus nuevo que antes no existía, como el SARS-CoV-2 de la COVID-19, y el organismo es capaz de fabricar unas proteínas, los anticuerpos, ajustadas a la forma de las proteínas del virus, los antígenos, como esas protecciones de espuma van recortadas alrededor del objeto que protegen. Incluso si algún día descubriéramos microbios en Venus y pudieran infectarnos, generaríamos anticuerpos contra los antígenos de Venus.

¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo es posible que nuestros genes puedan fabricar anticuerpos adaptados a la forma de antígenos que antes ni siquiera existían, con los que jamás ningún humano se había topado?

Este fue un enigma que torturó a los inmunólogos durante años, hasta que en los 70 lo resolvió el japonés Susumu Tonegawa. Y personalmente, fue la casi increíble solución la que me llevó a elegir la inmunología como especialidad de doctorado. Todos decían que el XXI sería el siglo del cerebro, y de hecho lo es; el encuentro entre neurociencias y computación aún nos reservará sorpresas alucinantes en las próximas décadas (por cierto, después de recibir el Nobel, Susumu se dedicó al cerebro). Muchos querían desentrañar los secretos del cáncer, la eterna lacra. Otros elegían la biotecnología vegetal por sus grandes posibilidades de desarrollo industrial.

Pero en cuanto a mí, no solo la respuesta a esa pregunta era la mayor maravilla de la naturaleza, sino que además la inmunología me parecía la cosa más importante del mundo. Porque es precisamente lo que nos protege del mundo.

Esta es la respuesta: en los linfocitos B, las células que producen los anticuerpos, los genes encargados de fabricar estas proteínas se reorganizan entre sí al azar, como cuando se utilizan las mismas piezas de Lego para hacer construcciones diferentes (esto se llama recombinación somática). En cada célula individual el resultado es distinto, y por ello cada célula produce un anticuerpo único, con una forma distinta. La consecuencia es que nuestro cuerpo está patrullado en todo momento por millones de células B preparadas para producir millones de anticuerpos distintos contra cualquier cosa, el polen de arizónica, la peste negra, el SARS-CoV-2, el antígeno venusiano o nada en particular.

Esto lo llevamos de fábrica; esas células ya existen previamente. Cuando el antígeno en cuestión nos invade, llega un momento en que casualmente se produce el encuentro entre él y su anticuerpo, y eso activa a la célula B correspondiente para multiplicarse y comenzar a inundar el torrente sanguíneo con millones y millones y millones de copias de esos anticuerpos concretos. La otra parte de la respuesta inmune adaptativa, los linfocitos T, utiliza también un mecanismo similar para colocar un receptor en su membrana que también reconoce los antígenos.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

En estos tiempos se ha confirmado que, en efecto, la inmunología es la cosa más importante del mundo: en ella confiamos para que nos saque de esta, gracias a las vacunas. Y como inmunólogo, aunque ya no ejerciente, me llena de orgullo y satisfacción, como decía aquel, que sean mis colegas, y no Bruce Willis ni Will Smith, quienes vayan a salvar el mundo.

En los últimos meses han sido tan intensos los estudios inmunológicos sobre la COVID-19 que incluso han llegado a desvelar nuevos secretos sobre cómo funciona el sistema inmune. Una de las grandes incógnitas es cómo pararlo para que no sobreactúe; entre los inmunólogos suele decirse que la mitad del sistema inmune sirve para frenar a la otra mitad, ya que demasiada respuesta puede ser peor que ninguna respuesta.

Como ya he contado aquí, en muchos de los pacientes más graves de cóvid –sucede también con otras infecciones– lo que les mata no es el virus, sino la reacción exagerada de su cuerpo contra el virus. El sistema inmune sobreactúa y sume al organismo en un grave estado de inflamación generalizada sin que sus mecanismos de control puedan impedirlo (se llama Síndrome de Liberación de Citoquinas o tormenta de citoquinas, o, de forma más general, Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica; esto incluye una complicación de la cóvid que ocurre de forma rara en niños). Y los enfermos mueren del éxito de su propia respuesta inmune.

Un nuevo estudio ha encontrado el porqué, o al menos uno de los más importantes porqués, aunque el cómo detenerlo llevará más tiempo. Un grupo de investigadores de la Universidad de Pittsburgh, el centro médico Cedars-Sinai de Los Ángeles y la Universidad Martin Luther de Alemania ha descubierto que la proteína Spike del SARS-CoV-2, la que el virus utiliza como llave para entrar en las células (y su principal antígeno; los test de anticuerpos detectan anticuerpos contra Spike, y los test de antígenos utilizan anticuerpos contra Spike para detectar si la persona tiene esa Spike, lo que revela la presencia del virus), tiene un trocito similar a un conocido superantígeno presente en algunas bacterias.

Un superantígeno es lo que su nombre indica: un antígeno capaz de provocar una superrespuesta. Y esa superrespuesta es mala; sume al cuerpo en esa vorágine inflamatoria que puede resultar fatal. En este caso, los científicos han encontrado en la proteína Spike una parte de estructura y secuencia muy similares a la enterotoxina B del estafilococo, un conocido superantígeno, y que no está presente en otros coronavirus parecidos como el del SARS original.

Este superantígeno se une directamente –este «directamente» es importante, porque es lo que hace a un antígeno «súper»– a los receptores de las células T mencionados arriba de forma no específica, provocando una estimulación de céluas que no están destinadas a responder contra ese patógeno, pero cuya sobreactivación lleva a la hiperinflamación. En bacterias, ese superantígeno produce el llamado Síndrome de Shock Tóxico (SST), una enfermedad que se hizo popular porque en algunos casos venía provocada por tampones demasiado absorbentes que se utilizaban durante demasiado tiempo; las bacterias crecían en los tampones y provocaban la enfermedad.

Los investigadores han comprobado también que, en las personas con cóvid grave y síntomas de hiperinflamación, ese presunto superantígeno efectivamente está funcionando como tal: en estos pacientes se ha encontrado una abundancia de células T con un repertorio concreto de receptores en sus membranas que revela una activación por el superantígeno.

Esta no es ni mucho menos la única pista que la inmunología está aportando en la lucha contra la pandemia. En los últimos meses se han publicado numerosos estudios que revelan cómo el sistema inmune responde a la infección del coronavirus, y cómo las personas con un determinado perfil inmunológico pueden tener mayor riesgo de padecer enfermedad grave. En particular, dos estudios recientes han encontrado que hasta un 14% de los pacientes graves –una minoría, pero importante– tiene una avería en su sistema de interferón I.

Los interferones son nuestros principales antivirales naturales, moléculas que produce nuestro propio organismo en respuesta a una infección viral para luchar contra el virus. Los humanos tenemos más de veinte, clasificados en tres tipos, I, II y III. En concreto, los investigadores han descubierto que ese grupo de pacientes tiene, o bien un defecto genético innato que afecta al funcionamiento de su interferón de tipo I, o bien anticuerpos que bloquean su interferón de tipo I.

Tener anticuerpos contra componentes de nuestro propio organismo es raro, pero no excepcional. En condiciones normales, nuestro sistema inmune sabe distinguir entre lo que es nuestro y lo que no: produce anticuerpos y células T contra los antígenos extraños, pero aprende a tolerar nuestras propias proteínas; por eso es clave la compatibilidad en los trasplantes, para que el organismo no rechace el órgano nuevo como algo ajeno. Sin embargo, a veces esa regulación no funciona bien y el sistema nos ataca a nosotros mismos, provocando enfermedades autoinmunes como el lupus, la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide y otras. En el caso de ese grupo de pacientes de cóvid, se ha observado que producen anticuerpos contra su interferón de tipo I. En condiciones normales, probablemente esto no les produce ningún trastorno, pero les dificulta luchar contra el virus en caso de infección.

En la práctica, todos estos hallazgos aportan pistas que pueden ayudar a enfocar los tratamientos para salvar vidas. Dado que para los virus no existe una bala mágica como los antibióticos contra las bacterias, los tratamientos deben ser mucho más específicos, no ya dependiendo del virus concreto, sino de cómo afecta a cada perfil de paciente. Los pacientes con un defecto de interferón de tipo I podrían recibir una suplementación terapéutica de este antiviral que les falta; los que producen anticuerpos contra este interferón podrían beneficiarse de un tratamiento con interferón de otro tipo o con reactivos que bloqueen su autoanticuerpos. Y en general, saber qué perfiles inmunológicos son los más propensos a desarrollar una respuesta dañina puede informar a los médicos sobre qué tipo de inmunomoduladores utilizar en cada caso: esteroides, bloqueantes de la tormenta de citoquinas, inmunoglobulina intravenosa (que contiene anticuerpos contra el superantígeno del estafilococo)…

No, por desgracia, el antiviral único y milagroso que aparece en las películas (a veces erróneamente llamado antídoto) no existe en la realidad, y es dudoso que vaya a existir alguna vez. De todos los antivirales que ya se conocen y que se emplean contra distintos virus, no hay ninguno de eficacia equiparable a la de un antibiótico contra las bacterias. Los virus son bichos extremadamente duros de pelar; por algo son los organismos (sí, en mi opinión son seres vivos) más abundantes de la Tierra. Y por ello la clave para luchar contra ellos no está tanto en ellos como en nosotros, en aprender a domar nuestro propio sistema inmune para que luche contra el virus sin matarnos en la batalla.

Los anticuerpos contra el coronavirus podrían durar semanas, pero esto no implica que la inmunidad dure semanas

En la corriente de disparates anticientíficos que se están difundiendo durante la pandemia, en estos últimos meses algún medio ha informado sobre ofertas de empleo que piden a los candidatos el requisito de ser «inmunes al coronavirus». Dado que no tengo la menor idea sobre leyes, ignoro si este intento de discriminación puede hacerse con todas las de la ley. Que hablen los juristas.

Pero digo «intento» por una razón: ¿quién va a certificarle al candidato que es «inmune al coronavirus»? Desde luego no serán Stanley Perlman, Daniel Altmann ni Benjamin Neuman, por citar solo tres de los expertos que están investigando la inmunidad al coronavirus y más saben sobre ello. Porque Stanley Perlman, Daniel Altmann y Benjamin Neuman no saben quién es inmune al coronavirus y quién no.

Certificar ahora que alguien es inmune al coronavirus es como adivinar qué número va a salir en el dado antes de tirarlo. Si pudiéramos conocer y dominar a la perfección absolutamente todas las variables que afectan al movimiento del dado desde que sale de la mano hasta que aterriza y se detiene, sería posible hacer una predicción exacta y certera para cada nueva tirada, y las mesas de juego tendrían que cerrar.

Pero como en el dado, no conocemos ni dominamos a la perfección todas las variables que afectan a la respuesta inmunitaria al coronavirus. Durante toda la vida, quienes viajamos a países tropicales hemos estado revacunándonos contra la fiebre amarilla cada diez años, con una vacuna que existe desde 1937, porque se creía que esto era necesario para mantener la protección. Tuvieron que transcurrir 76 años para que la revisión de todos los estudios acumulados llegara a la firme conclusión de que una sola dosis protege de por vida. En 2013, la Organización Mundial de la Salud cambió una recomendación que llevaba décadas grabada en mármol.

Y solo seis meses después de que el SARS-CoV-2 de la COVID-19 comenzara a circular por el mundo, ¿alguien pretende que se conozca con detalle cómo es la imunidad al virus, quién está protegido, en qué grado y por cuánto tiempo? Desgraciadamente, no hay manera humana de conocer esto hasta que el tiempo transcurra y se hagan estudios, estudios y estudios. No existe un correlato de la protección contra el virus, es decir, un indicador o panel de indicadores que pueda mirarse para decir: «sí, esta persona es inmune».

Test de anticuerpos del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de Texas Military Department.

Test de anticuerpos del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de Texas Military Department.

La primera idea que es esencial desmontar es que un test serológico (de anticuerpos) sirve para decir quién es inmune al virus. Un test de anticuerpos sirve para descubrir quién ha estado infectado. Pero ni necesariamente una persona con anticuerpos es inmune, ni necesariamente una persona sin anticuerpos no lo es.

En la última semana ha circulado un preprint (un estudio aún sin publicar, por lo que sus resultados aún no han sido revisados por otros expertos) que ha suscitado un titular alarmante en los medios: la inmunidad al coronavirus dura solo unas semanas. El estudio en cuestión, dirigido por el King’s College de Londres, ha seguido los niveles de anticuerpos capaces de neutralizar el virus en la sangre de 65 personas infectadas durante 94 días.

Los resultados muestran que las personas con enfermedad más grave producen mayores cantidades de estos anticuerpos neutralizantes, algo que ya se había observado antes. Pero ya con varios meses de pandemia por detrás, los investigadores han podido contar con un periodo de seguimiento más amplio sobre cómo evolucionan los niveles de estos anticuerpos a lo largo del tiempo. Y aquí es donde ha surgido la sorpresa: en la mayoría de las personas analizadas, estos niveles descienden rápidamente un mes después de la aparición de los síntomas, hasta casi desaparecer por completo. Los autores advierten de las posibles implicaciones de cara a las vacunas en desarrollo, ya que en principio no hay motivos para pensar que una vacuna pueda provocar una respuesta de anticuerpos más fuerte y eficaz que la infección natural.

Por cierto, y aunque los resultados de este estudio son sorprendentes, tampoco describen un fenómeno nunca observado antes. De hecho, el gran estudio de seroprevalencia ENE-COVID del Instituto de Salud Carlos III en España, ampliamente elogiado por su ejemplaridad en los medios científicos internacionales, ya descubrió que entre la primera y la tercera rondas hubo un 14% de personas que pasaron de ser seropositivas a seronegativas; es decir, que perdieron los anticuerpos que habían desarrollado, y esto ocurría sobre todo en los asintomáticos.

Pero que nadie se alarme: del mismo modo que a priori no puede asegurarse al cien por cien que las personas con anticuerpos neutralizantes estén completamente inmunizadas hasta que esto se compruebe en la práctica y se establezca un correlato de protección, tampoco puede asegurarse que las personas que pierden esos niveles de anticuerpos dejen de estar inmunizadas a las pocas semanas. Y esto, al menos por cuatro razones.

Esquema de la estructura molecular de un anticuerpo. Imagen de NIAID.

Esquema de la estructura molecular de un anticuerpo. Imagen de NIAID.

Primera: aún no se sabe cuál es el nivel de anticuerpos neutralizantes necesario para proteger de la infección o incluso de la enfermedad a una persona que contrae el virus. Es normal que la concentración de anticuerpos en sangre disminuya con el tiempo una vez que los efectos inmediatos sobre el sistema inmunitario van quedando atrás. Pero incluso un bajo nivel de anticuerpos prolongado en el tiempo podría ser suficiente, o bien para impedir la reinfección, o bien al menos para ofrecer una inmunidad parcial que convierta una segunda infección en una enfermedad generalmente mucho más leve, como ocurre con los coronavirus del resfriado.

Segunda: no todos los anticuerpos que el organismo produce contra un patógeno invasor son neutralizantes. Se llama así a aquellos que se unen a las llaves moleculares que el virus emplea para invadir las células a las que infecta. Los anticuerpos neutralizantes son como un chorro de silicona en la llave; la inutiliza por completo. Pero el sistema inmune produce también otros anticuerpos que se unen a otras zonas distintas del virus. Y que, aunque no puedan bloquear su entrada en la célula, cumplen otras funciones importantes; por ejemplo, marcan el virus para su eliminación por ciertas células especializadas que patrullan el organismo, lo que también podría impedir la infección o al menos atenuar su virulencia. Aunque muchos de los estudios sobre la inmunidad al SARS-CoV-2 se han centrado solo en los anticuerpos neutralizantes, aún es una incógnita hasta qué punto otros no neutralizantes podrían conferir protección.

Tercera: los anticuerpos son proteínas. Ninguna proteína es eterna; el organismo las destruye constantemente para reciclar sus componentes –aminoácidos– y fabricar proteínas nuevas. Pero lo verdaderamente importante para la inmunidad es que se conserven a largo plazo las células que fabrican esos anticuerpos, llamadas linfocitos B. Una vez superada una infección, queda en el organismo una memoria inmunológica, basada en la permanencia de una población de esas células B capaz de activarse y multiplicarse si el mismo virus vuelve a entrar en el organismo por segunda vez. En este fenómeno se basa la acción de las vacunas. Pero así como medir anticuerpos en sangre es muy sencillo, en cambio es más complicado saber si la población de células B de memoria que persiste a largo plazo es suficiente para ofrecer protección; por eso en casos como el de la fiebre amarilla se han necesitado años y años de estudios para llegar a la conclusión de que la vacuna funciona de por vida.

Cuarta: hablar de anticuerpos y de células B es hablar solo de la mitad de la respuesta inmune adaptativa o adquirida (la que reacciona específicamente contra cada nuevo invasor). La otra mitad está formada por un segundo tipo de linfocitos, los T. Las células T no producen anticuerpos, pero llevan pegadas a su superficie ciertas moléculas que, como los anticuerpos, reconocen y se unen a partes concretas del virus. Algunas de ellas destruyen las células infectadas, mientras que otras activan ciertos componentes del sistema inmune. La respuesta de células T contra cada patógeno concreto suele ser más desconocida que la de anticuerpos, porque, como ocurre con las células B, es más difícil medirla. Pero algunos expertos, como Daniel Altmann, piensan que la clave de la inmunidad a largo plazo contra el nuevo coronavirus podría estar más en las células T que en las B y sus anticuerpos; de hecho, con otros coronavirus anteriores se ha comprobado que los anticuerpos casi desaparecen con el tiempo, y que en cambio las células T específicas siguen presentes y en buena forma. Existen indicios de que lo mismo podría ocurrir con el SARS-CoV-2.

Una célula T humana coloreada, vista al microscopio electrónico de barrido. Imagen de NIAID.

Una célula T humana coloreada, vista al microscopio electrónico de barrido. Imagen de NIAID.

En resumen, ni anticuerpos = inmunidad, ni inmunidad = anticuerpos. Por lo tanto, la afirmación de que el descenso observado en los niveles de anticuerpos descarta la idea de conseguir una inmunidad grupal no es cierta; por sí sola, esta observación ni la avala, ni la descarta. Mientras la ciencia sigue avanzando en el conocimiento de esta lacra que nos ha tocado, es importante no caer en el efecto del teléfono roto, cuando un mensaje va deformándose al pasar de oído en oído: que los anticuerpos neutralizantes descienden drásticamente a las pocas semanas, es cierto; que la inmunidad desaparece a las pocas semanas no lo es, o al menos no existe ninguna prueba de ello.