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¿Sirven los refuerzos de las vacunas para mejorar la protección contra la COVID-19?

Decíamos ayer que el transcurso de la pandemia de COVID-19 va planteando nuevas incógnitas que la ciencia trata de resolver. Los gobiernos aspiran a tener respuestas inmediatas e irrefutables para tomar decisiones que no pueden esperar. Pero los resultados científicos no son inmediatos ni irrefutables. Y a falta de consensos, los países van tomando decisiones que ya no son tan unánimes como lo eran al comienzo de la pandemia o de las campañas de vacunación: con respecto a las dosis de refuerzo de las vacunas, algunos países como España y otros de Europa las están recomendando solo a personas mayores y colectivos vulnerables, mientras que en EEUU se aconsejan para toda la población.

Pero ¿cuál es la vía correcta? ¿Deberemos revacunarnos cada cierto tiempo de aquí en adelante, una y otra vez, con actualizaciones de las mismas vacunas adaptadas a las variantes que vayan surgiendo, o con nuevas vacunas esencialmente similares?

No parece que este sea el camino. Las vacunas que tenemos han cumplido su propósito, salvando millones de vidas. Pero su potencial ya está prácticamente agotado, y el beneficio general de estas revacunaciones es dudoso. Aquí, la explicación.

Vacunación de COVID-19. Imagen de Comunidad de Madrid.

A lo largo de la pandemia hay dos enfoques que han ido guiando las decisiones de los gobiernos sobre las campañas de vacunación: uno, epidemiológico, los resultados de los ensayos clínicos de eficacia de protección (lo que incluye el balance del beneficio frente a los efectos secundarios adversos); dos, inmunológico, el efecto de las vacunas sobre la respuesta inmune.

En lo que se refiere a este segundo, prácticamente toda la atención se ha centrado en los efectos de las vacunas sobre los niveles de anticuerpos neutralizantes, esas moléculas fabricadas por las células (linfocitos) B activadas que circulan por el organismo y se unen al virus, bloqueándolo. Los estudios en los que se han basado las decisiones de revacunación describían cómo el nivel de anticuerpos neutralizantes descendía al cabo del tiempo tras la vacunación, y cómo el refuerzo de la vacuna le daba un nuevo empujón.

El descenso de los niveles de anticuerpos unos meses después de la vacunación es algo con lo que ya se contaba, porque así es como funciona el sistema inmune. Los anticuerpos son proteínas, que como todas las demás tienen una vida media limitada en el organismo y se acaban degradando, reciclándose para formar nuevas proteínas. La producción de nuevos anticuerpos depende de lo que dure la estimulación del sistema inmune. Pero la proteína S (Spike) del virus que nuestras células producen utilizando el ARN de la vacuna solo dura unos días, por lo que una vez que se acaba este estímulo, la producción de anticuerpos comienza a descender, y los que ya existen van desapareciendo con el paso del tiempo.

Esto no quiere decir ni mucho menos que volvamos a la casilla de salida. Lo esencial de las vacunas es que, como consecuencia de esta simulación de un ataque infeccioso, se induce la maduración de una población de células B de memoria que quedan durmientes, preparadas para activarse y lanzar una nueva remesa masiva de anticuerpos ante una reestimulación, por ejemplo cuando nos contagiamos. No todos los estudios analizan la población de células B de memoria que queda después de la respuesta inicial. Pero los que sí lo han hecho han encontrado que existe y es potente. Estas células B de memoria son las responsables del nuevo aumento de anticuerpos que experimentan las personas vacunadas cuando después se contagian.

Y esto es solo la mitad del sistema inmune específico. La otra mitad son las células T, que no producen anticuerpos pero también reconocen el virus, y que desempeñan distintas funciones, como estimular la producción de anticuerpos por las células B y matar las células que ya se han infectado.

Medir los niveles de células específicas contra el virus, B o T, es más complicado y requiere equipos más costosos que comprobar los niveles de anticuerpos, por lo que esto no suele hacerse en los seguimientos clínicos rutinarios. Pero sí se ha hecho en varios estudios, según los cuales las vacunas están induciendo una respuesta de células T potente y duradera, y probablemente este componente esté asumiendo una gran carga de la protección a largo plazo.

A todo esto hay que añadir la aparición de Ómicron. Esta variante redujo el poder neutralizante de los anticuerpos inducidos por la vacuna, ya que las mutaciones en su proteína S le permitían evitarlos, pasar desapercibido ante los ojos de esta vigilancia que circula por nuestras venas. Así, las personas con pauta completa (doble dosis) neutralizaban peor esta variante. En cambio varios estudios mostraron que el refuerzo de la vacuna, la tercera dosis, no solo elevaba de nuevo el nivel general de anticuerpos contra el virus de modo similar a como antes lo había hecho la doble vacunación, sino que además multiplicaba por más de 20 veces el nivel de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Dado que esta tercera dosis era idéntica a las anteriores —es decir, estaba diseñada contra el virus original, no contra la propia Ómicron—, no era algo previsible que esto fuera a ocurrir; como ya conté aquí, los inmunólogos han propuesto un mecanismo para explicarlo.

Pero los estudios han revelado también que, con independencia del refuerzo, la efectividad de la vacuna contra los síntomas apenas descendía. Es decir, la pauta completa continuaba protegiendo también contra la enfermedad causada por Ómicron, aunque el nivel de anticuerpos capaces de neutralizar esta variante fuera bajo. Esta protección se ha atribuido a las células T, al comprobarse que la respuesta de este componente inmunitario permanece alta también contra Ómicron después de la doble dosis de vacuna, sin necesidad del refuerzo.

Todo lo cual nos lleva a la pregunta: ¿realmente necesitábamos refuerzo? Las recomendaciones de vacunación han estado sobre todo guiadas por el estudio de los niveles de anticuerpos, especialmente cuando la respuesta de las células T contra la infección ya se conocía bastante, pero aún no tanto la provocada por las vacunas. Entonces tenía sentido restaurar los niveles de anticuerpos neutralizantes con este refuerzo, aún más cuando se descubrió la potente respuesta anti-Ómicron que inducía. En su momento, el primer refuerzo parecía una buena idea.

La cuarta dosis es otra historia. En este caso se está aplicando una vacuna bivalente, contra el virus original y las subvariantes BA.4 y BA.5 de Ómicron. Los estudios han revelado que este segundo refuerzo eleva de nuevo la presencia de anticuerpos a un nivel similar al de después de recibir la tercera dosis. Pero no por encima de este nivel, al contrario de lo que hacían las dosis anteriores. Es decir, que el refuerzo es comparativamente menos potente.

En el caso de las personas mayores, inmunodeprimidas y enfermos crónicos, tiene sentido recomendar la cuarta dosis. Estos grupos siguen corriendo un riesgo mayor; son habitantes de ese porcentaje de resto a quienes la vacuna protege menos, en un momento en el que todos hemos vuelto a una ansiada normalidad. No solamente ya no existen restricciones de ninguna clase (salvo por el absurdo guiñol de las mascarillas en el transporte público, un escenario que nunca ha sido de alto riesgo), lo cual es de agradecer, sino que además, y esto ya no es en absoluto de agradecer, también se han relajado precauciones voluntarias que deberían mantenerse. Buena parte de la población parece haber decidido olvidar que el virus existe; como conté recientemente, un estudio descubría que casi la mitad de los encuestados prefiere ignorar sus síntomas y no testarse, o testarse y mentir a su entorno, prefiriendo no ver alterada su libertad a tomar precauciones para evitar poner en riesgo a otros.

Pero para el resto de la población, la cuarta dosis no tiene mucho sentido. Incluso siendo una vacuna específica contra Ómicron, la respuesta que induce contra esta variante no es mejor que la de la tercera dosis.

Un nuevo estudio publicado ahora en Science Immunology debería ser la tumba de los refuerzos con las vacunas actuales para la población general. Los investigadores, de la Universidad de Tubinga (Alemania), han detallado la respuesta de las células T contra la proteína S completa y contra Ómicron, después de los distintos regímenes de vacunas que se han aplicado en Europa: pauta completa (doble dosis) de vacuna de ARN (Pfizer o Moderna), lo mismo con refuerzo (tercera dosis), una dosis de Oxford-AstraZeneca seguida de una o dos de Pfizer o Moderna, dos dosis de Oxford-AstraZeneca, o una de Johnson & Johnson.

Los resultados muestran que todos los regímenes de vacunas inducen una respuesta duradera de células T de memoria contra el virus, incluyendo Ómicron, similar a la que produce la infección con el propio SARS-CoV-2, aunque la respuesta inicial es mejor en los que han recibido vacunas de ARN en toda o parte de su pauta. Pero mientras, como ya se sabía, el refuerzo aumenta los niveles de anticuerpos —que descienden a los 6 meses, también como ya se sabía—, en cambio «las respuestas de células T permanecieron estables a lo largo del tiempo después de la vacunación completa, sin un efecto significativo del refuerzo en las respuestas de células T ni en el reconocimiento de las mutaciones de Ómicron BA.1 y BA.2», escriben los autores.

Es decir, que la respuesta de células T, el principal componente del sistema inmune que nos está protegiendo de los síntomas graves de la cóvid, es magnífica con la pauta completa de las vacunas, también contra Ómicron; es perdurable y los refuerzos no la mejoran.

Los autores no niegan la posible utilidad de los refuerzos, de los que mencionan que tienen «efectos beneficiosos en términos de protección contra la infección del SARS-CoV-2 y contra los cuadros graves de COVID-19». Recordemos que, inesperadamente, las vacunas están reduciendo la transmisión, y es posible que este efecto recaiga más en la respuesta de anticuerpos que en la de células T.

Pero este estudio, que extiende y confirma lo hallado por otros anteriores, debería servir para entender que los refuerzos aportan muy poco beneficio a la población general. Y que por lo tanto sus costes no compensan. Costes económicos, de las dosis que en su lugar deberían destinarse a las personas que quieren vacunarse y aún no han podido hacerlo (en otros países, claro). Costes de efectos adversos de las vacunas, un riesgo muy pequeño pero que no merece la pena correr si el beneficio obtenido es mínimo. Costes de cansancio de la población, confundida por mensajes basados en evidencias endebles. Y también costes de cansancio del sistema inmune; como ya conté aquí, una exposición repetida puede causar tolerancia a la vacuna, falta de respuesta. Hasta ahora esto no está ocurriendo en los refuerzos contra la cóvid, y es difícil que suceda por el poco tiempo que dura la proteína S que nuestras células fabrican con el ARN de la vacuna. Sin embargo, no es descartable que llegue a ocurrir.

Claro que el hecho de que —todo lo anterior, se entiende, con la ciencia disponible hoy, a falta de saber si todo esto cambiará con lo que nos depare el futuro— los vacunados ya no necesitemos estas vacunas no significa que no necesitemos más vacunas; necesitamos otras vacunas. Mañana seguiremos.

Estas son las peculiaridades de los antivacunas españoles

Ayer me ocupé aquí del que posiblemente sea uno de los mejores estudios publicados hasta ahora sobre el perfil de las personas antivacunas. Mientras que habitualmente este tipo de investigaciones suelen reunir una muestra de población aleatoria (y por lo tanto desconocida), someterla a una pequeña encuesta y acompañarla con la recogida de algunos datos sociodemográficos, el estudio de Dunedin se ha basado en un grupo de 1.000 personas cuyos perfiles se han seguido y trazado minuciosamente durante 50 años, de modo que los investigadores solo tenían que preguntar por sus actitudes frente a las vacunas para determinar a qué rasgos y perfiles ya previamente establecidos se asocian las posturas antivacunas.

Los resultados, como ya avisé y se ha demostrado después, pueden resultar incómodos, difíciles de digerir y hasta inaceptables, incluso para personas que no defienden tales posturas. Pero la ciencia dice lo que hay, no lo que queremos que nos diga. El estudio pone sobre la mesa una realidad que no puede seguir ocultándose bajo la alfombra: es una llamada de atención para quienes —que aún los hay, incluso en programas de TV de gran audiencia— pretenden asignar a la antivacunación el valor de una opinión digna de debate al mismo nivel y con igual validez que la provacunación, como si se tratara de votar a la derecha o a la izquierda o de preferir vino blanco o tinto.

Pese a ello, todo estudio tiene sus limitaciones. Es más, lo normal en todos ellos, y también en el de Dunedin, es que en la discusión del estudio (el último epígrafe) los propios autores citen cuáles son las principales limitaciones del mismo. Y, en este caso, la cuarta y última limitación mencionada por los autores es que «las políticas de salud requieren una base de evidencias de más de un estudio en un país».

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

El estudio de Dunedin se ha hecho solo en una ciudad concreta de Nueva Zelanda, y es evidente que existen factores culturales, políticos y sociales muy variables entre unas y otras regiones del mundo y que también influyen poderosamente en las posturas de la población frente a las vacunas. Como lo demuestra, por ejemplo, que en distintos países haya tasas de vacunación a veces astronómicamente diferentes.

Otro nuevo estudio, dirigido por la Universidad Técnica de Múnich y publicado ahora en Science Advances, aporta pistas valiosas sobre ese aspecto que se escapa a la investigación de Dunedin. En este caso se trata de un estudio de planteamiento más convencional, una encuesta a una muestra de población aleatoria llevada a cabo entre abril y julio de 2021 a un total de 10.122 personas contrarias a las vacunas en ocho países europeos, entre ellos España.

Aunque este estudio no puede detallar una resolución de rasgos y perfiles como el de Dunedin, tiene la ventaja fundamental de que permite comparar datos entre distintos países para encontrar diferencias. Otra fortaleza del estudio es la metodología de análisis: los investigadores, de varias instituciones europeas, han aplicado por primera vez un algoritmo de aprendizaje automático (machine learning, una forma de Inteligencia Artificial) para extraer conclusiones válidas para cada país a través de la heterogeneidad de la población y relacionarlas con barreras a la vacunación previamente descritas en otros estudios.

La primera conclusión interesante no es novedosa, pero sigue siendo muy destacable, y digna de aplauso: de los ocho países incluidos —Alemania, Bulgaria, Francia, Italia, Polonia, Suecia, Reino Unido y España—, el nuestro es el menos antivacunas de todos, y en algunos casos la diferencia con otros es abismal: en Bulgaria los antivacunas alcanzan el 62% de la población, mientras que en España son solo el 6,4%, la cifra más baja de los ocho países. Curiosamente, en casi todos los países hay más mujeres antivacunas que hombres, y solo en España, Suecia y Polonia no ocurre esto.

El estudio intenta desentrañar cuáles son los factores que en unos y otros países se asocian más al rechazo a las vacunas. Y hay datos interesantes respecto a España: es el país donde el miedo a los efectos secundarios de la vacuna pesa menos, solo al 22% de los encuestados, mientras que en Alemania es un 46%. Y a cambio, España es también el país donde pesa más la falta de confianza en las élites públicas, autoridades y compañías farmacéuticas: un 12%, frente a por ejemplo un 3% en Polonia. Es decir, en España pesan relativamente más que en otros países los factores ideológicos frente a los médicos.

Los autores han relacionado estas observaciones con datos poblacionales recogidos en estudios anteriores sobre el nivel de confianza de los ciudadanos en sus gobiernos y sobre el nivel de cultura sobre salud en la población. En estos dos parámetros, España está en el grupo de cola: es de los países donde en la población general, no solo entre los antivacunas, hay menos confianza en el gobierno (junto con Bulgaria y Francia), y también donde el nivel de conocimientos sobre salud es más bajo (junto con Bulgaria, Francia e Italia), todo ello según datos del Eurobarómetro y de otros estudios previos. «Las tasas de vacunación generalmente tienden a ser menores entre las subpoblaciones con nivel educativo más bajo», escriben los autores.

Así, se diría que en España el rechazo a las vacunas está especialmente asociado a política y desconocimiento: desconfianza en el gobierno y baja cultura sobre salud. Y en esta situación, los autores han encontrado otro resultado llamativo. Querían analizar hasta qué punto los mensajes informativos podían hacer cambiar de opinión a los antivacunas, ya sean mensajes sobre los beneficios médicos de la vacunación, sobre la vuelta a la normalidad o sobre las ventajas que aporta estar vacunado en aquellos países donde se han implantado certificados (los autores lo intentaron también con un mensaje de altruismo hacia la comunidad, pero lo retiraron al ver que no tenía el menor efecto).

A este respecto, en Alemania, donde la postura antivacunas nace más del miedo a los efectos secundarios, los mensajes informativos consiguen disminuir el rechazo. En otros países no se observa un efecto notable. Pero en España e Italia ocurre lo contrario: los mensajes informativos solo consiguen aumentar aún más la resistencia a las vacunas. Según los autores, «la efectividad de los tres mensajes se ve bloqueada por los bajos niveles de conocimiento sobre salud en la población». «Los efectos de este tratamiento son pequeños o incluso negativos en escenarios marcados por una alta creencia en teorías conspirativas y baja cultura sobre salud» (en cuanto a creencia en conspiranoias, España está en el grupo medio).

Otro aspecto interesante que los investigadores han estudiado es la diferencia de posturas frente a las distintas vacunas de COVID-19 en cada país. En general, la vacuna mejor aceptada es la de Pfizer/BioNTech, seguida de la de Moderna/NIAID, después la de Janssen (Johnson & Johnson), y por último la de Oxford/AstraZeneca, la menos querida de todas. Esta es la tendencia general que se cumple también en España, pero en otros países se nota la influencia del nacionalismo vacunal: la vacuna de Pfizer, de origen alemán, es más aceptada en Alemania que en otros países, mientras que en Reino Unido la de AstraZeneca, de origen británico, está mucho mejor valorada que en ningún otro país.

Como conclusión general del estudio, escriben los autores, «la heterogeneidad de la renuencia a las vacunas y las respuestas a diferentes mensajes sugieren que las autoridades sanitarias deberían evitar las campañas de vacunación de talla única para todos», aplicando en su lugar «una lente de medicina personalizada» para que las campañas y las estrategias de vacunación se ajusten a las peculiaridades de cada país, considerando «sus preocupaciones específicas y barreras psicológicas, así como el estatus de educación y empleo».

En este sentido, el estudio se alinea con otros como el de Dunedin que insisten en que no se trata simplemente de informar o divulgar, que las raíces de la postura antivacunas son más profundas. Como advertía el estudio de Dunedin, las barreras de educación deben solventarse mediante educación, en los niños con vistas al futuro. Pero respecto a los motivos políticos, hay un lógico y notable vacío de soluciones.

Los niños, una de las incógnitas sobre el futuro de la pandemia

Nada en ciencia se ha investigado tanto en tan poco tiempo como el coronavirus SARS-CoV-2 y la COVID-19, y no estaría mal pararnos de vez en cuando a pensar que si hoy ya no es la amenaza que era hace dos años no ha sido por casualidad ni por la fuerza de la naturaleza, ni por las danzas de la lluvia ni por las medidas de los gobiernos, sino gracias a los investigadores que han volcado un inmenso esfuerzo cuando era necesario reunir todo el ingenio humano para sacarnos de esta. Con independencia de la casualidad, la fuerza de la naturaleza y las danzas de la lluvia, y a pesar de las medidas de los gobiernos.

Frente a todo lo mucho que se sabe sobre el virus y su enfermedad, hay todavía importantes lagunas. La más grande y preocupante es la llamada cóvid persistente o larga; quiénes, cómo y por cuánto tiempo sufrirán secuelas una vez superada la enfermedad. Pero hay otras lagunillas que aún no se han podido sondear con la suficiente profundidad. Una de ellas es la respuesta de los niños frente al virus.

Por suerte, y esto sí es por suerte, no hemos tenido que vernos hasta ahora en una situación similar a la de la gripe de 1918 (la mal llamada «española»), cuando la segunda oleada comenzó a afectar sobre todo a personas jóvenes y sanas, incluyendo niños. Se piensa que esto se debió a que aquella gripe, como ocurre a veces con ciertas infecciones, era capaz de provocar una reacción inmunopatológica, un síndrome multiinflamatorio sistémico que levantaba una revolución del sistema inmune contra el propio organismo. Y cuanto más fuerte era el sistema inmune, como en las personas jóvenes y sanas, peor era esa autoagresión. En muchos enfermos graves de cóvid se ha observado también una respuesta de este tipo, y aunque en un principio se pensó que podía ser la causa principal de mortalidad, esto no ha quedado sólidamente establecido.

Con esta pandemia hemos tenido la incalculable suerte de que los niños han sido los menos afectados por la enfermedad. De los estudios se ha desprendido la idea de que se infectan menos, y cuando lo hacen enferman menos. Pero el virus no desaparecerá, y la posibilidad de que alguna variante futura se cebe especialmente con ellos es algo que no puede descartarse. Es por esto que se han adaptado las vacunas para los niños y se ha estudiado por qué sufren menos la enfermedad que los adultos. Las respuestas aún no son definitivas, y a veces los resultados no coinciden.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Un ejemplo lo tenemos muy reciente: con pocas semanas de diferencia hemos conocido un estudio según el cual la respuesta de anticuerpos en niños que han pasado la cóvid es menor que en los adultos, y otro que dice lo contrario, que es mucho más potente que en los adultos.

Recordemos que el sistema inmune se divide en dos grandes fuerzas, la inmunidad innata, también llamada no específica, y la inmunidad adaptativa, adquirida o específica. La primera es la respuesta temprana de emergencia. No reconoce cuál es el patógeno concreto contra el que tiene que luchar, sino que se limita a poner en marcha una serie de mecanismos de defensa general, al tiempo que se encarga también de despertar la inmunidad adaptativa. Esta, que tarda algo más en actuar, es la que se ocupa de fabricar una respuesta a medida contra el patógeno, a través de anticuerpos y linfocitos B y T que lo reconocen de forma concreta y dejan un recuerdo, una memoria inmunológica preparada para actuar más deprisa si el mismo patógeno vuelve a aparecer en el futuro.

En el caso de la cóvid se sabe que los niños despliegan una respuesta innata potente contra el virus, y se cree que esto podría explicar por qué la enfermedad les ha afectado menos. Por desgracia, también hay casos de niños que han fallecido a causa del virus, sobre todo aquellos que tenían otras patologías, y se han dado casos de un síndrome inflamatorio sistémico que en su momento generó cierto pánico. Pero, en general, la enfermedad ha sido muy benevolente o incluso inexistente en la gran mayoría de los niños, a pesar de que se han detectado en ellos cargas virales similares a las de los adultos.

Varios estudios han encontrado en los niños altos niveles de ciertos marcadores bioquímicos asociados a la respuesta innata, como interleukinas e interferones, moléculas que actúan como mensajeras entre células inmunitarias para poner los sistemas en alerta. También se ha detectado en ellos una mayor presencia de algunas clases de células propias de la respuesta innata, como neutrófilos activados, un tipo de glóbulos blancos de la sangre que ingieren y destruyen el virus.

Ocurre que, en contra de lo que podría creerse, en realidad la variación de la respuesta inmune con ciertos factores como la edad es un campo más bien poco estudiado. Y es así porque en la historia de la inmunología moderna tampoco se había presentado una situación en la que esto pudiera ser tan determinante. Se sabe que el envejecimiento causa un deterioro de las respuestas, como ocurre con todo el funcionamiento del organismo en general. Y se sabe que los niños tienen una gran fortaleza inmunitaria, aunque su sistema todavía esté menos entrenado y tenga un menor repertorio de memoria contra infecciones pasadas. Pero ¿que pueda haber una respuesta cualtitativamente distinta en niños y adultos contra un mismo patógeno? Esto no está en los libros de texto.

Y pasa que esto es importante en el momento en que nos encontramos, de cara al posible futuro de la pandemia. Es natural que en la calle el ánimo y la actitud frente al riesgo del virus hayan cambiado radicalmente respecto a hace dos años, pero los científicos no bajan la guardia. Porque si bien una respuesta innata más potente en los niños puede ser una ventaja a corto plazo, en su primer encuentro con el virus, en cambio a largo plazo podría convertirse en un inconveniente.

Este es el porqué: si la respuesta innata de los niños es lo suficientemente fuerte para librarles del virus en muchos casos, quizá la segunda oleada, la de la respuesta adquirida, no llegue a activarse lo suficiente. Esta última es la responsable de la memoria inmunológica. Y si no se crea memoria inmunológica, no quedarán en absoluto inmunizados. Podrían volver a contagiarse sin que su cuerpo recordara haber pasado la infección antes, como si fuera la primera vez. Y esto podría ser preocupante si surgiera alguna variante que pudiera afectarles en mayor medida.

Por lo tanto, interesa mucho saber qué tal lo ha hecho la respuesta adaptativa o adquirida en los niños, y para esto es necesario medir sus niveles de anticuerpos generales contra el virus, de anticuerpos neutralizantes en particular —aquellos que bloquean la entrada del virus a las células— y de los distintos tipos de células B y T contra el virus, incluyendo las células de memoria. Y todo ello en comparación con los adultos, para poder evaluar si su nivel de protección es semejante.

Pero aquí es donde surgen las discrepancias. Estudios iniciales en pequeños grupos de pacientes mostraron que los niños, con síntomas más leves que los adultos, tenían niveles similares de anticuerpos contra el virus, pero menos anticuerpos neutralizantes y menos células T encargadas de regular y potenciar la respuesta.

Ahora bien, y si una de las funciones de la respuesta innata es precisamente hacer saltar la alarma para que se ponga en marcha la inmunidad adaptativa, ¿por qué esto podría estar fallando en los niños? Uno de los estudios encontró que tenían menores niveles de monocitos inflamatorios, uno de los mecanismos que sirve de conexión entre ambas respuestas. De este modo, la alarma podría saltar, pero no escucharse.

Sin embargo y como ya he anticipado arriba, los resultados que han ido llegando después no señalan a una conclusión clara. A comienzos de marzo un pequeño estudio en Australia observó que, a igual carga viral entre niños y adultos y con síntomas leves o ausentes, solo la mitad de los primeros en comparación con los segundos producían anticuerpos contra el virus: un 37% de los niños frente a un 76% de los adultos (también hay un grupo considerable de adultos que no generan anticuerpos después de la infección). Los niños también tenían niveles más bajos de células de memoria. Y sin embargo, extrañamente en este caso los investigadores tampoco encontraron un aumento significativo de marcadores de la respuesta innata.

Los autores escribían: «estas observaciones sugieren que la serología puede ser un marcador menos fiable de infección previa con SARS-CoV-2 en los niños». Es decir, advierten sobre la posibilidad de que se estén infectando más niños de los que reflejan los datos oficiales, pero que muchos casos pasen inadvertidos porque no han tenido síntomas y en su sangre no ha quedado el rastro de la infección en forma de anticuerpos. Por ello los autores proponen «apoyar las estrategias para proteger a los niños contra la COVID-19, incluyendo la vacunación».

Solo unos días después del estudio australiano hemos conocido otro de la Universidad Johns Hopkins (este de verdad, no como algunos fakes que se han atribuido a esta universidad durante la pandemia) en colaboración con el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) que parece decir lo contrario: los niveles de anticuerpos contra la zona de la proteína Spike del virus que sirve para invadir las células son 13 veces mayores en niños de 0 a 4 años que en adultos, y 9 veces mayores en los de 5 a 17 años. Y específicamente los anticuerpos neutralizantes son también más abundantes, el doble en los niños de 0 a 4 años que en los adultos.

Pero aunque estos resultados puedan parecer contradictorios con los anteriores, hay que fijarse en los detalles: el estudio de la Johns Hopkins no se basa en un grupo de pacientes confirmados de infección, sino que se enmarca en un proyecto de vigilancia de la enfermedad en una población de hogares con niños pequeños. Los autores tomaron muestras de sangre de 682 personas, más o menos mitad y mitad de adultos y niños, en 175 hogares. De estas, encontraron anticuerpos en 56 participantes, de los cuales exactamente la mitad eran niños, y fue en estas muestras seropositivas donde compararon los niveles de anticuerpos en niños y adultos.

Es decir, el estudio no contempla la posibilidad de que una parte de la población analizada se haya infectado pero no haya generado anticuerpos (este es el caso también de otro estudio reciente de la Universidad de Texas). Y con todo, los autores observan que los niños tienen niveles de anticuerpos neutralizantes relativamente bajos con respecto a sus propios anticuerpos totales contra el virus, algo a lo que dicen no encontrar explicación.

Pese a todo, hay que decir que otros estudios previos han encontrado también una buena respuesta de anticuerpos en los niños, pero en general todos ellos han analizado poblaciones relativamente pequeñas. Lo cual no dará el asunto por zanjado hasta que tengamos más estudios, más estandarizados, y metaestudios que analicen los resultados en conjunto. Otra variable que hasta ahora se escapa es la de las variantes; en general los estudios sobre la respuesta de memoria en los niños se han referido a variantes anteriores o, en el caso de los más recientes, no han distinguido estas de las más nuevas como Delta u Ómicron.

La pandemia ya debería habernos enseñado que no sabemos lo que va a ocurrir en el futuro. Lo que hemos aprendido nos dice que las vacunas también funcionan en los niños, pero en esta franja de edad las tasas de vacunación han sido menores que en los adultos. Muchos padres y madres han decidido que sus hijos no necesitan la vacuna, que la enfermedad en los niños es leve y que no corren peligro, menos aún en esta fase que ya muchos contemplan como los últimos estertores de la pandemia. Y ojalá sea así.

Pero en realidad no lo sabemos. Las reacciones de pánico de quienes acapararon en las compras en los supermercados tienen también su equivalencia en los codazos para vacunarse cuando hay urgencia. El ser humano tiende a tropezar en la misma piedra todas las veces que esa piedra se le ponga por delante. Y si, esperemos que no, algún día surgiera una nueva variante más peligrosa para los niños, puede que quienes sí han vacunado a los suyos se alegren entonces de haber actuado a tiempo, cuando no había codazos.

Este debería ser el próximo paso en las vacunas contra la COVID-19

A día de hoy no hay razones científicas sólidas para aplicar una cuarta dosis de vacuna a toda la población que ha recibido las tres anteriores. Solo para ciertos grupos de riesgo se está administrando esta cuarta dosis en España y otros países, y esta es una recomendación razonable: los datos obtenidos de estudios en Reino Unido, Francia y EEUU han mostrado que casi la mitad de las personas inmunodeprimidas apenas responden a dos dosis de la vacuna, pero la mitad de esa mitad mejora su respuesta con una tercera dosis. Aunque aún faltan datos respecto a cómo esa cuarta parte restante responderá a un nuevo refuerzo, parece razonable pensar que les aportará algún beneficio. Y en el caso de las personas con un sistema inmune débil, cualquier ayuda es buena.

Pero no está justificado para la población general. Los estudios muestran que la cuarta dosis aumenta una respuesta de anticuerpos neutralizantes que está decayendo a los pocos meses de recibir la tercera, restaurándola a niveles similares que con la dosis anterior, pero no se logra el efecto de refuerzo que la tercera proporciona respecto a la doble dosis. Es decir, hay un beneficio, pero es marginal. Si a esto unimos que, como ya he explicado aquí, el efecto de las vacunas no se limita a los anticuerpos neutralizantes, sino que incluye también los no neutralizantes, la respuesta de células T y la inmunidad innata, y si además recordamos por un momento que existen continentes enteros donde la mayor parte de la gente aún no ha tenido la oportunidad de recibir ni la primera dosis, el resultado es que un cuarto pinchazo para todos no tiene sentido.

Todo esto, claro, se refiere a la situación actual. No sabemos cómo evolucionará el virus en el futuro, y en esto la ciencia solo puede ir por detrás. Pfizer y Moderna están ahora ensayando sus vacunas específicas contra Ómicron, pero realmente no sabemos si serán necesarias o beneficiosas; por ejemplo, en el caso de que surja una nueva variante contra la cual quizá las nuevas vacunas anti-Ómicron no aporten nada sustancial respecto a las diseñadas contra el virus ancestral de Wuhan.

Como tampoco sabemos qué destino aguardará a las casi 350 vacunas que ahora están en desarrollo o en ensayos preclínicos o clínicos. Muchas de ellas fracasarán; como media, solo uno de cada diez fármacos candidatos acaba superando todas las pruebas para llegar a ver la luz. Al menos una docena de vacunas contra la cóvid ya se han quedado en el camino. Pero las que lleguen hasta el final dentro de meses o años, ¿tendrán alguna utilidad?

Los esfuerzos de científicos, instituciones y gobiernos por responder al horror de la pandemia aportando sus recursos han sido encomiables en todos los casos. Pero uno no puede evitar preguntarse si esta enorme dispersión de esfuerzos, en muchos casos con evidentes tintes nacionalistas, ha tenido algún sentido; y si, dado que no ha sido una sorpresa que llegaran primero a la línea de meta las vacunas que contaban con diez o cien veces más músculo financiero que otras, no habría sido más fructífero en muchos casos enfocar esos otros proyectos más cortos de fondos, y por tanto más lentos, a apuestas con más visión de futuro.

Por ejemplo, una de esas visiones de futuro es la de las vacunas pan-coronavirus, diseñadas para actuar contra cualquier virus de esta familia. El SARS-CoV-2 no ha sido el primero ni el más letal, y no será el último. Realmente habríamos salido enormemente fortalecidos de esta pandemia si lo hiciéramos con una vacuna que pudiera protegernos de futuros coronavirus que todavía no han escapado de sus reservorios animales.

Pero si hay un hueco importante en el campo de las vacunas contra la cóvid que aún falta por rellenar, es sin duda el de las esterilizantes, las que sean capaces de bloquear la infección por completo. Y para este trabajo no parece haber nada más cualificado que las vacunas intranasales.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Como es bien sabido, el coronavirus infecta a través de las mucosas respiratorias, sobre todo por vía nasal, más que por la boca. En estos tejidos se produce un tipo especial de anticuerpos llamados IgA que actúan como centinelas apostados a las puertas, mientras que por la sangre y otros tejidos corren los IgM y los IgG, las patrullas móviles; los IgM son la respuesta temprana, y los IgG la vigilancia posterior. Las vacunas intramusculares que hemos recibido son muy buenas produciendo IgM e IgG, pero no tanto produciendo IgA, por lo que dejan opción a que el virus entre en el organismo para combatirlo una vez que nos ha invadido. Una vacuna por vía nasal, capaz de estimular una fuerte respuesta IgA en las vías respiratorias superiores, podría bloquear al enemigo a las puertas. Naturalmente, una buena vacuna nasal también deberá inducir una potente respuesta sistémica de IgG y de células T en las mucosas.

En contra de lo que decía uno por ahí, ni las vacunas que tenemos se han diseñado para no ser nasales, ni una vacuna nasal se diseña para ser nasal. Cualquier vacuna en principio puede administrarse por la nariz, solo con que su formulación se adapte para este fin, incluyendo el vehículo adecuado para que llegue a donde tiene que llegar y haga lo que tiene que hacer. De hecho, al menos dos de las ya conocidas y utilizadas, la rusa Sputnik V («uve») y la de Oxford-AstraZeneca, se están ensayando ahora por vía nasal.

Pero si aún no las tenemos es porque hay razones que hacen esta vía más complicada. La administración intramuscular es la más rápida y fácil de testar, y con la explosión de la pandemia había prisa. Sobre todo cuando una vacuna de acción sistémica asegurada, como la que se pincha, podía lograr ese objetivo urgente de reducir la enfermedad grave y las muertes. En comparación, las vacunas nasales se han investigado y desarrollado mucho menos, porque antes de la COVID-19 no había demasiado incentivo para ello. Aunque en los últimos años pre-pandemia ha sido un campo en auge, que yo sepa aún solo existe una contra la gripe (y alguna más para uso veterinario), pero incluso esta ha funcionado regular.

La primera de esas complicaciones es que estas vacunas deben vencer un obstáculo peliagudo: la mucosa nasal está especializada en proteger las vías respiratorias de la entrada de elementos extraños. De hecho, en inmunología se consideran las barreras físicas (piel, mucosas) como las primeras defensas básicas. Y tras la barrera física está, además, la inmunidad innata. Así que la vacuna nasal debe encontrar la forma de vencer esas resistencias. Por otra parte, medir parámetros inmunitarios como los anticuerpos es más difícil en las mucosas que en la sangre, y pueden estar sujetos a fluctuaciones que es complicado controlar.

Actualmente hay al menos una docena de vacunas nasales en el horno, de varios tipos, incluyendo virus atenuado, proteína recombinante, vectores adenovirales o ARN/ADN. Algunas de ellas ya están en la fase 3 de los ensayos clínicos. Posiblemente la que esté más cerca de la meta sea la vacuna de adenovirus de chimpancé con la proteína Spike del SARS-CoV-2 creada por la Universidad de Washington y licenciada al fabricante indio Bharat Biotech. Esta vacuna, llamada BBV154, se está ensayando en doble dosis para personas aún no vacunadas y como refuerzo a personas ya vacunadas, pero solo con las indias Covaxin de la propia Bharat y Covishield, la marca india de la vacuna de Oxford-AstraZeneca.

Las vacunas nasales (o quizá también orales) que previsiblemente comenzarán a llegar dentro de unos meses podrán utilizarse como refuerzo en las personas ya vacunadas, complementando el nivel de vigilancia de su sistema inmune inducido por las dosis anteriores con una dotación de células B y T y anticuerpos IgA en la mucosa de las vías respiratorias, además de reforzar de nuevo la inmunidad sistémica. Este es el enfoque en algunas de las vacunas en desarrollo. Pero quizá alguna de ellas logre una inmunización potente con solo una o dos dosis, lo que podría aumentar las tasas de vacunación entre las personas que aún no se han vacunado (por motivos de naturaleza distinta a la ideológica, claro). O quizá incluso existan las dos opciones. Alguna de estas vacunas ha sido diseñada para poder hacer frente a múltiples variantes del virus.

Alguna ya se ha quedado por el camino, como la vacuna de la compañía Altimmune y la Universidad de Alabama, que funcionó bien como vacuna nasal esterilizante con una sola dosis en los ensayos preclínicos en ratones, pero que fue abandonada cuando en la fase 1 con humanos no indujo una buena respuesta. Lo cual debería servir de advertencia sobre la presentación triunfalista de los resultados preclínicos en los medios.

Conviene añadir que no toda la comunidad científica coincide en que vayamos a necesitar con seguridad las vacunas esterilizantes. Y el motivo de estas dudas es que nadie sabe qué hará el virus en el futuro. Si no surgieran nuevas variantes más peligrosas y el virus se limitara a circular en sus formas similares a las actuales, chocando contra nuestra inmunidad ya construida por las vacunaciones y las infecciones, y reforzando temporalmente esa inmunidad en el transcurso de estos choques, tal vez las vacunas esterilizantes estarían de más. Si el SARS-CoV-2 se comportara en el futuro como los coronavirus del resfriado entre la población previamente inmunizada, el riesgo general sería bajo.

Tampoco hay ninguna garantía de que pueda lograrse una inmunidad esterilizante; las vacunas no hacen otra cosa que engañar al organismo con una infección simulada para poner en marcha un proceso natural, y la naturaleza no ha conseguido una inmunidad esterilizante contra los coronavirus del resfriado, que resurgen y nos infectan periódicamente sin que hasta ahora nos haya importado demasiado.

Pero si en algún momento surgiera una nueva variante más peligrosa, entonces sí agradeceríamos tener a mano una vacuna esterilizante. Y quizá la tengamos, o quizá no: el problema, lamentan algunos investigadores, es que la fuente se ha secado. Después de todo ese esfuerzo inicial encomiable aunque disperso, en el que todo el dinero era poco, ahora la financiación de los proyectos de vacunas ha decaído. Ya no existe la carrera por ser el primero, ya no luce tanto destinar fondos a ello, y ni siquiera se sabe si habrá mercado para una próxima generación de vacunas. Pero si algo debería habernos enseñado esta pandemia es que invertir en preparación merece la pena, incluso si aquello contra lo cual nos hemos preparado nunca llega. El error de haber desperdiciado la oportunidad de prevenir una posible nueva amenaza no puede enmendarse, y cuesta vidas.

La vacunación puede reducir el riesgo de cóvid larga o persistente

Las secuelas que muchas personas están sufriendo después de superar la COVID-19 son una de las grandes incógnitas sobre esta pandemia.

En los pacientes recuperados se han descrito hasta 200 síntomas diferentes que pueden persistir tras la infección, en diversos sistemas del organismo. Entre ellos, la fatiga o debilidad, los problemas cognitivos y mentales o las dificultades en la respiración parecen figurar entre los más prevalentes, pero van surgiendo otros no tan evidentes: desde el principio de la pandemia se detectó que la enfermedad afectaba al sistema cardiovascular con riesgo de trombos, miocarditis y fallos cardíacos, pero un reciente y amplio estudio en Nature Medicine sobre más de 150.000 pacientes recuperados ha levantado mucho revuelo al descubrir que el riesgo de fallo cardiovascular permanece al menos un año después de la enfermedad, incluso en las personas que la padecieron solo con síntomas leves.

Es tanta la confusión al respecto que aún no existe una definición común de lo que se conoce como cóvid larga o persistente. No se sabe exactamente cuánta gente la sufre; se habla de un 2% de los infectados, un 10, un 20 o incluso un 50%. No hay un pronóstico claro: algunas personas mejoran rápidamente, mientras que otras parecen más estancadas. No hay tratamientos específicos. Y sobra decir que no se conocen los mecanismos que están provocando esos síntomas, pero es que ni siquiera puede asegurarse que haya una causa común a todos ellos.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

La identificación de ciertos factores de riesgo ha sugerido varias hipótesis. Se habla de la posibilidad de que en ciertos rincones del cuerpo pueda resistir un reservorio de virus. Se habla de una inflamación persistente sostenida por residuos virales. Se habla de una reacción autoinmune, quizá provocada por moléculas inflamatorias asociadas a microtrombos. Se habla incluso de la posible reactivación de otros virus latentes como el de Epstein-Barr (EBV), del que ya hablé aquí (otro estudio epidemiológico reciente en Cell apoya este vínculo), y últimamente propuesto también como un posible factor de riesgo de esclerosis múltiple. Se habla quizá de todo ello a la vez, o no.

Pero conocidos ya bastante bien el propio virus y la enfermedad aguda que provoca, obtenidas y desplegadas las vacunas, y más preparadas las respuestas contra futuras oleadas que al comienzo de la pandemia, puede decirse que ahora la cóvid larga es la incógnita pendiente más preocupante para la comunidad científica y médica. Y no solo por su efecto individual sobre la salud de las personas, sino también por la demanda futura que pueda suponer para los sistemas sanitarios públicos, o los sistemas públicos en general, por las discapacidades que pueda provocar.

Por encima de todo ello sobrevuela además el fantasma de cómo la cóvid larga puede afectar a los niños recuperados de la enfermedad, todavía una nebulosa aún mayor que la de los adultos. Datos de Reino Unido indican que más de 100.000 niños y adolescentes pueden estar sufriendo cóvid larga. Y aunque aún es pronto para tomar estos datos como sólidos, lo que ya es indudable es que estas secuelas también pueden afectar a los menores. Y que por lo tanto, incluso si generalmente la infección aguda no suele causarles gran problema, esta es una razón muy poderosa para vacunarlos.

Claro que aquí surge una lógica pregunta: ¿protege la vacunación de la cóvid larga? Sabemos que la vacunación nos protege bastante bien de la enfermedad grave, y que también reduce en cierta medida tanto la posibilidad de contagio como la aparición de síntomas. Pero dado que hay personas vacunadas que se infectan y que sufren la enfermedad, ¿es posible que la vacuna pueda ofrecer una cierta salvaguarda contra los síntomas persistentes?

En los últimos meses se han publicado varios estudios sobre esto, pero aún deberemos esperar a que haya suficiente material como para poder encontrar una respuesta más firme en los metaanálisis, estudios publicados que recopilan los estudios previos y sacan conclusiones agregadas de ellos, estadísticamente más fiables. Todavía no estamos en esta fase. Pero de los estudios y de un informe-metaanálisis recién aparecido comienza a surgir una respuesta, y es afirmativa: sí, la vacunación reduce el riesgo de cóvid larga.

Un informe de la Agencia de Seguridad de Salud de Reino Unido (nótese que no es un estudio publicado y revisado por pares) ha reunido 15 estudios previos hasta enero de 2022 que reúnen a un gran número de participantes; siete de ellos con personas vacunadas antes de la infección, otros siete con enfermos de cóvid larga vacunados después de la infección, y un estudio que ha examinado las dos situaciones.

El segundo supuesto es interesante. Aunque no todas las vacunas son preventivas, sino que también existen las terapéuticas, en el caso de la cóvid no se ha tenido en cuenta este objetivo. Pero ante la posibilidad de que en los síntomas de la cóvid larga pueda verse implicado un remanente de virus no eliminado, quizá la vacunación pudiera aportar algún beneficio. Y sería muy alentador si la vacuna sirviera también para que las personas que no se vacunaron antes de infectarse pudieran reengancharse después y encontrar alivio a sus síntomas persistentes.

Y aquí, los resultados: de los ocho estudios con personas vacunadas antes de la infección, seis encuentran una reducción en la aparición de cóvid larga, desde 4 semanas hasta 6 meses post-infección; los vacunados con pauta completa tienen aproximadamente la mitad de riesgo de sufrir cóvid larga que los no vacunados o los vacunados con una sola dosis. Los autores apuntan que a esta disminución en la incidencia de cóvid larga en los vacunados que se infectaron habría que añadir los casos de cóvid larga que se han evitado porque la vacuna también reduce la probabilidad de contagio, algo que los estudios no contemplan, pero que es importante recordar.

En concreto, dos de estos estudios midieron síntomas concretos, y encontraron una reducción de los siguientes gracias a la vacunación pre-infección: fatiga, dolor de cabeza, debilidad en brazos y piernas, dolor muscular, pérdida del pelo, vértigos, dificultad para respirar, anosmia (pérdida del olfato), enfermedad intersticial del pulmón y otros dolores.

En cuanto a las personas que no se vacunaron antes de la infección y desarrollaron cóvid larga, tres de cuatro estudios que compararon los síntomas pre y post-vacunación encontraron una mayoría de mejora en los síntomas después de la vacuna, de forma inmediata o al cabo de varias semanas. También hay que decir que en algunos casos la vacunación empeoró los síntomas de la cóvid larga. Aún no se sabe por qué este efecto puede aparecer en algunas personas, pero si en ciertos casos fuese una respuesta inmune errónea la causante de los síntomas, una estimulación inmunológica adicional bien podría hacer más daño que bien.

Otros tres estudios se fijaron en la comparación del progreso de los síntomas entre las personas que se vacunaron con cóvid larga y las que no lo hicieron. Los tres encontraron una progresión más favorable de los síntomas en los pacientes que se vacunaron, a corto y a largo plazo, respecto a los que no lo hicieron. Uno de los estudios que analizó los tiempos de vacunación encontró que el beneficio es mayor si la vacuna se administra lo antes posible tras el diagnóstico. Sin embargo, en otros tres estudios se encontró que una mayoría, un 70%, ni mejoró ni empeoró en los síntomas de cóvid larga con la vacunación post-infección.

Por otra parte, también se han hecho públicos ahora los resultados de un ensayo clínico en Francia destinado a analizar el efecto de la vacunación en pacientes de cóvid larga. El estudio aún no se ha publicado, pero está en revisión en una de las revistas del grupo Nature. Los investigadores han comparado 455 pacientes de cóvid larga que recibieron una primera dosis de vacuna después de la infección con otro número igual como control. Los resultados a 120 días indican que los síntomas de cóvid larga remitieron en casi un 17% de los vacunados, frente a un 7,5% de los no vacunados. Dos de los 455 vacunados, un 0,4%, tuvieron efectos adversos de la vacuna que requirieron hospitalización, y un 2,8% tuvieron una recaída en los síntomas de cóvid larga.

«Como conclusión, la vacunación de COVID-19 reduce la gravedad y el impacto en la vida de la COVID larga en los pacientes con esta enfermedad«, escriben los autores. «Es probable que estos resultados puedan reducir la reticencia a las vacunas entre los pacientes que ya han tenido COVID-19 y extiendan nuestro conocimiento de los mecanismos que subyacen a la COVID larga«.

En resumen, aún queda un largo camino a la investigación, pero la acumulación de estudios empieza a apuntar en una dirección: que a sus beneficios ya conocidos, se suma que la vacuna puede ser también un arma contra la cóvid larga, sobre todo si se administra antes de la infección.

¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

Aplicar igual criterio a vacunados y no vacunados es contradictorio y dañino

Cada vez que empiezo a escribir en este recuadro del WordPress, y a menos que desde el principio tenga muy claro cómo va a titularse esto, pongo una palabra provisional en la casilla del título. La que hoy he puesto es «barbaridad», porque esta es la que me ha venido a la mente al leer que el gobierno impone la cuarentena de los contactos de personas sospechosas de estar infectadas por la variante Ómicron del SARS-CoV-2, AUNQUE DICHOS CONTACTOS ESTÉN VACUNADOS. Finalmente no me ha quedado un título muy apañado, lo admito, pero no siempre se acierta.

Para empezar, aclaremos: sobre si puede haber un criterio técnico que justifique el aislamiento de toda persona que haya tenido contacto con un contagiado, la respuesta es que sí, aunque abajo detallaré las salvedades. Pero no solo a) llama la atención este repentino arrebato de adherencia estricta a criterios científicos cuando en otros casos se ignoran olímpicamente, sino que además b) en este caso se está traicionando el compromiso de confianza en la herramienta más poderosa que tenemos para luchar contra la pandemia, las vacunas.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Jóvenes aguardan cola para vacunarse en el centro de salud Ramon Turró de Barcelona el pasado verano. Imagen de EFE / 20Minutos.es.

Entre los extremos de ninguna restricción y el confinamiento total de la población, es evidente que no es fácil encontrar el punto justo de equilibrio entre los criterios científicos y los sociales y económicos, y cada uno puede situarlo en un lugar diferente; incluidos los gobiernos, como ha quedado de manifiesto a lo largo de la pandemia. Como ya he contado aquí, si se deja que sean los especialistas en medicina preventiva y salud pública quienes tomen las riendas, lo más sencillo es tirar del principio de precaución, ese gran maltratado, para decretar siempre medidas que tiendan a lo excesivo.

Como decía, hay una salvedad, y es que cuando el principio de precaución se confronta con la medicina basada en evidencias, a veces surgen las sorpresas. En este blog he hablado ya de algún gran estudio (aquí y aquí) basado en los datos reales y que llega a la conclusión de que un confinamiento total es una medida menos eficaz de lo que se ha dado por supuesto y menos eficaz que otras; como también hablé de un estudio según el cual los contagios en España en marzo de 2020 comenzaron a descender antes del confinamiento, no a partir del confinamiento. En ciencia a veces los resultados no confirman lo que es intuitivo. Pero cuando esto ocurre no se pueden barrer debajo de la alfombra. Hay que contrastarlos y explicarlos. Y si no pueden explicarse, basta con usar las dos sílabas más importantes en ciencia: «no sé».

En España no se está hablando de un confinamiento, algo que sí se está haciendo en otros países. Pero el alegato, en el fondo, es el mismo en ambos casos: ya no estamos en marzo de 2020. Estamos en otra fase. La pandemia terminará algún día, pero el virus no va a marcharse. Tras la pandemia vendrá la endemia. Debemos aprender a convivir con el virus, y eso supone seguir adelante en un mundo con COVID-19. Afortunadamente, ya no somos una población inmunológicamente virgen. Tenemos herramientas poderosas, las vacunas, y en ellas debemos basar nuestra lucha ahora.

Pero si puede haber un criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública para que a las personas vacunadas se les aplique el mismo criterio que a las no vacunadas, ahí va otro criterio estricto de precaución basado en la medicina preventiva y la salud pública: vacunación obligatoria.

Sin embargo, este no se ha adoptado. De hecho, en España se pretendió cerrar el debate incluso antes de abrirlo. Desde el principio se dijo que no se iba a aplicar este criterio, sin dar siquiera ocasión a que se aportaran argumentos. La vacunación obligatoria ha existido en varios países antes de la pandemia, aplicada a las inmunizaciones reglamentarias en los niños. Y aunque ni mucho menos hay un consenso en la comunidad científica con respecto a esto, nadie puede negar que hay caso, y que por lo tanto debe haber un debate. Personalmente, algunos pensamos que este es un camino que debe recorrerse, que está comenzando a recorrerse ahora y que terminará completándose cuando la sociedad esté madura para recorrerlo. Y al menos ahora la Unión Europea ha tenido la sensatez de quitar la razón a quienes ni siquiera han querido abrir el debate.

Así que, bien, si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, confinemos también a las personas vacunadas. Pero si se trata de la precaución por encima de todo lo demás, ¿qué hay de la vacunación obligatoria?

Aún hay una segunda razón en contra de esta barbaridad, la b). Motivos para vacunarse puede haber muchos, pero como en los mandamientos del catolicismo se resumen en dos: por mi propio bien y por el bien de todos. Otra cosa diferente son los motivos concretos que hayan llevado a cada uno a pasar por la aguja. Para algunos de los reticentes, podrá ser que sus allegados se lo han pedido. Para otros, que la empresa en la que trabajan les ha transmitido más que una insinuación.

Pero es natural que ahora se esperen contrapartidas. Las tenemos: podemos viajar. Podemos acceder a cualquier lugar. No tenemos que guardar cuarentenas. O no teníamos, antes de esta nueva decisión del gobierno.

Con esta pandemia ha ocurrido que muchas personas que antes tenían una idea equivocada sobre qué son y para qué sirven realmente las vacunas ahora lo entienden mejor, y otras están en proceso de ello. Han comprendido que una vacuna no es una coraza ni un condón, y que no funciona siempre para todos igual protegiendo de una infección al 100%. Esto es común a todas las vacunas, aunque muchos lo han comprendido solo con la pandemia. También, espero, se está entendiendo mejor qué es y qué no es la inmunidad de grupo: es lo que en el mundo real actual está protegiendo a la comunidad de infecciones como el sarampión, y podemos afirmar que la tenemos una vez que la hemos conseguido, cuando comprobamos que el posible efecto individual de la vacuna ha quedado aminorado por la protección del grupo. Pero salvo quizá en experimentos controlados de laboratorio, decir que la inmunidad de grupo se alcanzará el 16 de febrero a las 4 y 36 de la tarde cuando esté vacunado el 87,2% de la población es absurdo, ridículo y acientífico, lo diga Pedro Sánchez o Boris Johnson.

Dicho de otro modo: la eficacia de una vacuna a nivel individual puede ser variable. La eficacia de una vacuna a nivel colectivo es indiscutible y muy poderosa. Pero si muchas personas se han vacunado también por el bien de la comunidad y en pos de ese objetivo etéreo, evanescente e improbable de la inmunidad de grupo, ¿qué cara se les queda ahora a esas personas cuando se les dice que se les va a aplicar el mismo criterio que a los no vacunados? ¿Qué manera es esa de fomentar la vacunación y la confianza en las vacunas?

Incluso si las personas vacunadas pueden contagiarse, que ya decimos que sí, e incluso si las personas vacunadas pueden transmitir el virus, que ya decimos que también, la libertad de movimientos de las personas vacunadas no solo es el camino hacia esa transición a la endemia, a la convivencia con el virus, sino que además no se puede romper de esta manera unilateral el compromiso mutuo adquirido entre gobernantes y ciudadanos, cuando los primeros han prometido esas ventajas a los segundos y muchos de estos han vencido su reticencia basándose en dicha promesa. El mensaje que transmite un gobierno que toma tales decisiones es un mensaje de reticencia a la eficacia colectiva de la vacunación.

Por último, conviene apuntar algo más. Una vez que ha quedado claro que, cuando en febrero de 2020 en España se decía que había uno o dos casos de contagios, en realidad el virus ya estaba circulando libremente y transmitiéndose exponencialmente en la comunidad de modo que el número de contagios reales en cada momento era cien veces mayor que los detectados (como han mostrado varios estudios, uno de los cuales comenté aquí),¿en serio vamos a volver ahora a decir que en España hay tres casos de la variante Ómicron? ¿Es que todavía no hemos aprendido nada? Si, como se ha dicho, esta variante del virus se ha detectado en las aguas residuales de Barcelona (algo que, supongo, aún deberá confirmarse), ¿será que esas tres personas han estado en Barcelona haciendo de vientre en cantidades industriales, solo comparables al volumen de plasma del mono que en la película Estallido lograba abastecer de antisuero a toda la población?

La vacunación de los niños no es un sacrificio por la comunidad, sino un beneficio también para ellos

Entre las cosas más chocantes que se han publicado en los últimos días, llaman poderosamente la atención las declaraciones de un miembro del comité encargado de diseñar la estrategia de vacunación contra la COVID-19 y presidente del Comité de Bioética de España, según el cual «no se puede vacunar a los niños en beneficio de la colectividad«. Añadía que la enfermedad no supone riesgo alguno para los niños, y que en cambio los beneficios de la vacuna para ellos «no están claros«.

Por situar las cosas en su contexto, cabe decir que el personaje aludido es un prestigioso jurista con una reputada trayectoria en el ámbito sanitario. Pero no tiene formación científica. Y por desgracia, con tales declaraciones no solo demuestra una falta de alineamiento con el consenso científico actual, sino que también roza la reticencia a las vacunas, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera una de las 10 mayores amenazas actuales a la salud global.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Con respecto a lo primero, en los últimos meses la vacunación de los niños menores de 12 años se ha discutido en las páginas de las revistas científicas, tanto desde el punto de vista puramente técnico como desde la perspectiva bioética. En julio, un editorial en The Lancet Infectious Diseases se preguntaba si deberíamos vacunar a los niños, y argumentaba que «podría defenderse la vacunación de los niños en un futuro no lejano«, poniendo como posible obstáculo a ello el hecho de que las vacunas aún apenas han llegado a los adultos vulnerables en muchos países en desarrollo. Es decir, no cuestionaba el balance beneficio/riesgo de la vacunación para los niños, sino el balance entre el beneficio para los países desarrollados y el de los países en desarrollo.

El editorial fue contestado por un grupo de investigadores que acusaban a la revista de postergar a un segundo plano el bien de los menores en favor de los adultos.«Parece desconcertante que consideremos la protección ofrecida por una vacuna superior a la de la infección natural en adultos mientras hablamos de la superioridad de la inmunidad natural generada por la infección en niños«, escribían los autores, subrayando que «los niños dependen de otros para ejercer sus derechos«, y que a veces no solo los adultos, sino incluso las propias instituciones «niegan a los niños el acceso justo a las vacunas por razones espurias, revelando un prejuicio contra los niños«.

El pasado 27 de octubre, Nature consultaba a varios expertos a propósito de la aprobación de la vacuna de Pfizer en EEUU para los menores de 12. «Va a salvar vidas en ese grupo de edad«, decía la epidemióloga australiana Emma McBryde, añadiendo: «Por cada vida de un niño que salves, salvarás muchas más de adultos«. Para el especialista en infecciones pediátricas Andrew Pavia, los riesgos justifican sobradamente la vacunación. También en Nature, el pediatra de enfermedades infecciosas Adam Ratner aclaraba que durante la pandemia ha atendido a «muchos niños bastante enfermos«.

El 18 de noviembre, Science publicaba un editorial firmemente favorable a la vacunación de los niños: «No se equivoquen; la COVID-19 es una enfermedad de los niños«. Los responsables de la revista repasaban las cifras: «En EEUU, casi 700 niños han muerto de COVID-19, situando la infección por el SARS-CoV-2 entre las 10 mayores causas de muerte infantil. Ningún niño ha muerto por la vacunación«. Y concluía:

Aunque es cierto que la mayoría de los niños experimentarán una enfermedad leve o asintomática, algunos enfermarán bastante, y un pequeño número morirán. Este es el motivo por el que a los niños se les vacuna contra la gripe, la meningitis, la varicela y la hepatitis, ninguna de las cuales, ni siquiera antes de que hubiese vacunas, ha matado a tantos como el SARS-CoV-2 al año.

Algunos padres son comprensiblemente reticentes a vacunar a sus hijos pequeños. Sin embargo, la elección de no vacunarse no está libre de riesgos; en su lugar, es una decisión de asumir un riesgo diferente y más grave. La comunidad biomédica debe esforzarse por dejar esto claro al público. Podría ser una de las decisiones de salud más importantes que unos padres puedan tomar.

La vacuna de Pfizer proporciona un 90% de protección a los niños de 5 a 11 años. La Agencia Europea del Medicamento ha recomendado su administración, algo que ya se está haciendo en EEUU desde el pasado 29 de octubre. La comunidad científica se inclina claramente por la necesidad de vacunar a los niños, no solamente por el bien de la comunidad, sino también por el suyo propio.

Cuando hablamos de la resistencia a las vacunas, normalmente pensamos en el movimiento antivacunación; personas que se manifiestan radicalmente y de forma activa en contra de todas las vacunas e incluso de la ciencia biomédica en general, que mueven sus proclamas a través de determinados círculos, sobre todo en las redes sociales, en las que encuentran posturas similares que amplifican sus creencias a través de desinformaciones y bulos que aceptan sin contrastación por simple coincidencia con sus prejuicios.

A pesar de que ningún país está libre de esta corriente, en España es residual con respecto a otras naciones desarrolladas o de nuestro entorno. Pero incluso en los países donde está más arraigado, este sector tiene más presencia por su visibilidad pública que por su representatividad real. Por ello y aunque a menudo se ponga el énfasis en esta comunidad, no olvidemos que la OMS no incluye entre sus 10 mayores amenazas a la salud pública los movimientos antivacunas, sino la reticencia a las vacunas. La cual define como un «retraso en la aceptación o rechazo de las vacunas a pesar de la disponibilidad de los servicios de vacunación«. Insistamos: retraso en la aceptación. En este perfil se incluye un sector de población mucho más amplio que el de los movimientos antivacunas.

La vacunación no es un sacrificio, sino un beneficio, tanto para el propio individuo como para la comunidad. Las vacunaciones son posiblemente lo más parecido a un superpoder que podemos encontrar en el mundo real. Nos permiten protegernos y defendernos contra enemigos que de otro modo podrían hacernos enfermar gravemente o incluso matarnos. Este beneficio es un derecho que los adultos nos hemos concedido a nosotros mismos. Privar de este derecho a los niños es atentar contra sus intereses. Dudar de que conceder este derecho a los niños suponga un beneficio para ellos es, claramente, una reticencia a la vacunación.

España es uno de los países más vacunados contra la COVID-19, pero hay una cruz de la moneda

Mientras en varios países europeos los contagios de COVID-19 están creciendo en las últimas semanas a niveles que hasta ahora no se habían conocido en dichos territorios, en España nos mantenemos en cifras de incidencia hasta diez veces menores, en algunos casos. Esta situación está dando a muchos la ocasión de sacar pecho: no paramos de oír en los medios cómo numerosos comentaristas atribuyen este presunto éxito a nuestras altas tasas de vacunación.

Pero cuidado con los triunfalismos y con aquello que decía el señor Lobo. Porque hay una cruz de la moneda.

Primero, la cara. Es cierto que nuestras tasas de vacunación son de las más altas del mundo. Según Our World in Data, somos el noveno país del mundo en porcentaje de población vacunada (datos del 23 de noviembre). Además, contamos con una ventaja adicional: algunos de los países que nos superan en tasa de vacunación han distribuido sobre todo vacunas de virus inactivado que se están revelando menos efectivas, mientras que aquí se han administrado mayoritariamente las de ARN (Pfizer y Moderna), las grandes triunfadoras de la pandemia. Así que probablemente la protección real de la población sea aquí incluso mejor que en algunos de los países con más personas vacunadas que el nuestro.

También es cierto que España está entre los países con mayor confianza en las vacunas de COVID-19, según ha revelado algún estudio. Ya antes de la pandemia, los movimientos antivacunas han tenido tradicionalmente una menor implantación aquí que en otros países desarrollados.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Lo cual, por cierto, es de por sí algo que merece la pena estudiar y que es de esperar que los científicos sociales aprovechen para indagar, dado que no parece aportarse ninguna explicación justificada más allá de las especulaciones. En la reciente entrega de la primera edición de los premios y ayudas CSIC-BBVA de Comunicación Científica, de la que hablé aquí, el director de la Fundación BBVA, Rafael Pardo, resaltaba una diferencia paradójica entre EEUU y España: allí la población tiene un mayor nivel de cultura científica, pero menor confianza en los científicos, mientras que aquí ocurre lo contrario.

Pero si no se sabe muy bien qué es lo que tenemos para que el antivacunismo sea residual en España, sí puede decirse algo que no tenemos. Ayer 20 Minutos y otros medios comentaban el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a propósito del perfil de quienes rechazan la vacuna en España: sobre todo hombres, de 25 a 44 años, de ideología de derechas, principalmente votantes de Vox. Esta línea ideológica concuerda con lo observado en otros países; por ejemplo, en EEUU es bien conocido que el rechazo a las vacunas tiene su frente más fuerte en el sector político de Donald Trump. Pero también aquí hay una diferencia entre España y EEUU: catolicismo mayoritario frente a diversos cultos protestantes.

Este dato ha pasado inadvertido en relación con la encuesta del CIS, y en cierto modo es lógico que sea así, dado su carácter extremadamente minoritario: en España solo hay un 2,2% de personas creyentes de otras religiones distintas de la católica, también según datos del CIS. Pero en esa letra pequeña de la sociedad española se encierra una población antivacunas que, si no es grande en su tamaño absoluto, sí lo es en el relativo: entre los creyentes de otras religiones hay casi un 21% de no vacunados, frente a un 3-5% entre los católicos, practicantes o no, y los agnósticos o ateos.

Según un estudio reciente publicado en PNAS, «un factor de predicción significativo de las actitudes hacia las vacunas en EEUU es la religiosidad, siendo los individuos más religiosos los que expresan mayor desconfianza en la ciencia y menor tendencia a vacunarse«. En EEUU el protestantismo es claramente mayoritario, dividido en distintas confesiones como baptistas, presbiterianos, metodistas, episcopalianos y otros. En el seno de algunas de estas confesiones existe un arraigado rechazo y suspicacia hacia la ciencia.

Este mismo estudio, de las universidades de Columbia y Stanford, muestra un experimento según el cual el respaldo a las vacunas por parte de científicos con perfil religioso puede influir en un cambio de opinión entre las personas que profesan esas mismas creencias. En el estudio han utilizado como ejemplo al genetista Francis Collins, director de la mayor institución científica del mundo, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) (próximamente exdirector). Collins es un cristiano protestante que suele hablar abiertamente de su religiosidad y que ha pasado por distintas confesiones, por lo que su voz tiene poder sobre un amplio espectro de la población de EEUU.

Resultados como el de este estudio no deberían ignorarse en países como el nuestro, dada la llamativa extensión del pensamiento antivacunas entre los creyentes de otras religiones. Aunque se trate de un sector de población muy minoritario en España, incluso ganar unas decenas de miles de vacunados más sería una contribución valiosa de cara a la salud pública.

Pero vamos por fin a la cruz de la moneda. Y es que las personas que se han recuperado de la COVID-19 y han desarrollado algún grado de protección también contribuyen a construir la inmunidad de grupo (aunque esta no sea como a menudo se presenta). Probablemente no sea casualidad que nuestras tasas actuales de contagios en esta sexta ola nuestra sean, al menos por ahora, mucho menores que las de otros países donde la ola actual es la cuarta, y que en oleadas anteriores han tenido incidencias mucho menores.

En números absolutos, España es el quinto país de Europa con más casos acumulados totales, después de Reino Unido, Rusia, Turquía y Francia, y el undécimo del mundo. En términos relativos poblacionales bajamos unas veinte posiciones, pero seguimos por delante de la mayoría de los países europeos y de en torno a 180 países y territorios del mundo.

En resumen, sí, es cierto que la inmunidad grupal se está construyendo sobre todo gracias a las vacunaciones, que implican a sectores mucho mayores de población que las infecciones y ofrecen una protección más consistente. Pero antes de sacar pecho, no olvidemos que si somos uno de los países más vacunados, también somos uno de los más infectados, y es probable que esto también esté aportando un granito de arena a nuestra situación actual relativamente benigna. A un precio que ya todos conocemos. Como se ha repetido en este blog, con una catástrofe que todos queremos olvidar corremos el peligro de que olvidemos más de lo que debemos.

El efecto nocebo: las molestias tras la vacunación son más probables en quien las espera

Algo sorprendente de algún personaje popular que se ha destapado como antivacunas durante la pandemia es cómo alguien puede estar durante años metiéndose en el cuerpo, incluso directamente en vena, sustancias clandestinas sin control sanitario ni de ninguna otra clase –y que quizá incluso hayan viajado en los orificios corporales de otro–, y en cambio rechace una vacuna porque, dice, es experimental, no está testada, blablablá. ¿Hay algún ejemplo más brutal de disonancia cognitiva?

Es curioso que las vacunas siempre hayan provocado este tipo de reacciones instintivas en contra, ya desde tiempos de Jenner. En los tiempos en que aquel inglés puso las primeras vacunas con soporte científico —las primeras sin más las puso antes que él el granjero Benjamin Jesty–, se publicaron caricaturas que mostraban personas vacunadas a las que les crecían partes del cuerpo de vaca. El movimiento antivacunas es tan viejo como las vacunas.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Históricamente, los procedimientos médicos nuevos han encontrado resistencia, incluso por parte de los propios médicos; hasta la anestesia fue vilipendiada en un principio. Pero mientras que este rechazo suele desaparecer con el tiempo, y no consta que hoy siga habiendo negacionistas de la anestesia, en cambio el movimiento antivacunas sigue vivo y coleando. Por algún motivo, que como inmunólogo se me escapa –y tampoco he encontrado a nadie que lo explique satisfactoriamente–, las vacunas suscitan mayor desconfianza que cualquier otro tipo de fármaco.

Sí, es cierto que, por desgracia, la desinformación ha cundido. Hasta tal punto que, incluso entre personas que sí han accedido a vacunarse, y a pesar de haberse vacunado, se oye eso de que las vacunas son experimentales, que no están suficientemente testadas y que se han aprobado a la carrera porque no quedaba otro remedio (nota aclaratoria: las autorizaciones de emergencia son un procedimiento perfectamente establecido y no se saltan ninguno de los pasos clínicos de una aprobación normal; simplemente, van por el carril Bus-VAO). Y por ello, muchos tienden a atribuir a la vacuna cualquier cosa que sientan durante los días posteriores a la vacunación (algunos en los meses posteriores, quizá años).

Es más, incluso están esperando que ocurra. Esto es lo que desvela un interesante estudio publicado en la revista Psychotherapy and Psychosomatics por investigadores de universidades de EEUU, Australia, Reino Unido y Dinamarca. Dicho estudio revela una correlación entre los temores que las personas sienten a posibles efectos adversos de las vacunas de COVID-19 y los efectos que dicen sentir después.

En palabras del primer autor, el psicólogo de la Universidad de Toledo (el Toledo de Ohio, no el de Castilla-La Mancha) Andrew Geers: «Nuestra investigación muestra claramente que las personas que esperan síntomas como dolor de cabeza, cansancio o dolor por la inyección tienen mucha más probabilidad de experimentar esos efectos secundarios que quienes no los esperaban«. Es decir, un efecto nocebo, lo opuesto al placebo, algo ya muy conocido en la literatura científica.

Geers y sus colaboradores encuestaron a más de 500 personas antes de vacunarse sobre sus expectativas previas respecto a siete síntomas comunes: fiebre, temblores, dolor en el brazo, cabeza o articulaciones, náuseas y fatiga. También recogieron información sociodemográfica y sus actitudes respecto a la pandemia. Posteriormente los entrevistaron de nuevo después de la vacunación para saber cuáles de estos síntomas habían experimentado. «Encontramos un vínculo claro entre lo que esperaban y lo que experimentaron«, dice la coautora Kelly Clemens. Esa correlación superaba a otros posibles factores, como la marca de la vacuna que recibían, la edad de los sujetos o el hecho de haber padecido ya la enfermedad.

Lo cual no pretende afirmar que la gente mienta, que se imagine cosas que no existen o que todo esté en su cabeza. Los ensayos clínicos han mostrado que las vacunas de la cóvid pueden tener algunos efectos secundarios menores y poco importantes. Pero como mencionan los autores en el estudio, hasta un 34% de los participantes en el ensayo clínico de la vacuna de Pfizer que habían recibido un placebo en lugar de la inmunización reportaron dolor de cabeza, que obviamente no tenía ninguna relación con la vacuna que no recibieron, ni tampoco con el placebo que sí recibieron. Las vacunas, prosiguen los autores, pueden causar fatiga, «pero este síntoma puede amplificarse por las expectativas de los individuos y su atención selectiva hacia este posible efecto secundario«, escriben. «Esto realmente muestra el poder de las expectativas y las creencias«, concluye Geers.

Frente a los bulos y la desinformación, lo cierto es que las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) se han alzado como las grandes triunfadoras de la pandemia. Esta tecnología ya tiene más de dos décadas de existencia, y en animales había demostrado su gran potencia e inocuidad, pero en humanos, en este caso sí, solo se había aplicado de forma experimental. Y aunque aún no se sabe cuánto durará la inmunidad que confieren, dado que no hay otro modo de saberlo sino dejar que pase el tiempo, estas vacunas han conseguido convencer incluso a los científicos que inicialmente tendían a confiar más en las tecnologías tradicionales, como las vacunas de virus inactivado. Las chinas de Sinopharm y CoronaVac, que utilizan este enfoque clásico, con el tiempo han empezado a perder capacidad de generar anticuerpos neutralizantes, lo cual es preocupante teniendo en cuenta que se han distribuido más de 3.000 millones de dosis en todo el mundo.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Otro estudio reciente publicado en JAMA (la revista de la asociación médica de EEUU) ha confirmado lo que ya habían concluido los ensayos clínicos de las vacunas de ARN y que lleva repitiéndose desde que comenzaron las inmunizaciones, contra el gran poder de la desinformación y el miedo: los efectos secundarios de estas fórmulas, si existen, son menores y poco importantes. Los autores han recopilado los datos de 6,2 millones de personas que recibieron un total de 11,8 millones de dosis y que han quedado registrados en el sistema de vigilancia en EEUU.

Los investigadores analizaron 23 posibles efectos graves que se han notificado durante las campañas de vacunación, incluyendo trombos y problemas cardiovasculares, infartos y embolias, anafilaxis, encefalitis, síndrome de Guillain-Barré, trastornos neurológicos y otros. Los resultados muestran que no existe ninguna correlación estadística entre estos casos y las vacunas. Es decir, hay personas que sufren estos trastornos. Algunas de estas personas están vacunadas. Pero no existe mayor incidencia en las personas vacunadas, ni ninguna evidencia estadística que correlacione los trastornos con las vacunas.

Una preocupación surgida en los últimos meses ha sido la miocarditis en personas jóvenes. Tampoco se ha encontrado en este caso ninguna correlación estadística. Los autores calculan que por cada millón de dosis, habrá 6,3 casos de miocarditis, una cifra que entra dentro de los márgenes normales. En todos los casos detectados los síntomas fueron leves y remitieron al poco tiempo. También recientemente, una prepublicación (estudio aún sin revisar ni publicar pero disponible en internet) que mostraba una tasa de miocarditis de 1 por cada 1.000 vacunados, o el 0,1%, ha sido retirada cuando los autores han reconocido un error en sus cálculos: habían estimado la tasa sobre 32.000 vacunaciones, cuando el número real era de 800.000, por lo que la incidencia es 25 veces menor. Otra prepublicación ha estimado que el riesgo de miocarditis en menores de 20 años es seis veces mayor por el propio virus de la cóvid que por la vacuna.

Por supuesto, todo este trabajo no ha terminado, y tanto los sistemas de vigilancia como infinidad de investigadores permanecen atentos al seguimiento de las vacunas, tanto de la duración de la protección –lo que ha llevado a las recomendaciones sobre una tercera dosis– como de posibles efectos a largo plazo. Pero a fecha de hoy no hay ningún argumento basado en datos ni en ciencia para defender otra conclusión sino que las vacunas funcionan y son seguras. Sobre las proclamas de los de la disonancia cognitiva pueden hacerse chistes, pero la verdad es que no tiene ninguna gracia.