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Este bonito vídeo muestra cómo SpaceX llevará astronautas al espacio este año. Pero…

En estos primeros días de 2020 los gallineros de sci-tech han comentado bastante este nuevo vídeo presentado por el tecnoemprendedor compulsivo Elon Musk, fundador de SpaceX, para el caso concreto que nos interesa. SpaceX es una de las compañías seleccionadas por la NASA para poner en marcha el programa comercial de vuelos tripulados, la nueva alternativa que EEUU persigue para evitar depender de las naves Soyuz rusas a la hora de subir a sus astronautas a la Estación Espacial Internacional (ISS), como se lleva haciendo desde la jubilación de los shuttles.

Un fotograma del vídeo que muestra la cápsula Crew Dragon a punto de anclarse a la Estación Espacial Internacional. Imagen de SpaceX.

Un fotograma del vídeo que muestra la cápsula Crew Dragon a punto de anclarse a la Estación Espacial Internacional. Imagen de SpaceX.

El vídeo ha despertado bastante admiración, sobre todo porque ya no es una de esas fantasías animadas con las que Musk nos lleva entreteniendo desde hace tiempo, sino que parece que lo mostrado se hará realidad a lo largo de este año, cuando está previsto que la cápsula Crew Dragon lleve a los astronautas de la NASA Bob Behnken y Doug Hurley a la ISS.

Pero más allá de lo bonita que es la nave, ese morro que se abre para anclarse, los trajes espaciales e incluso la pasarela de entrada, al final del vídeo a uno le queda una pregunta flotando en las neuronas: todo esto, ¿para algo que ya estaba conseguido desde hace décadas?

Es decir: lo que se nos está mostrando como el gran hito de la exploración espacial conquistado por Musk es llegar exactamente a donde ya estábamos desde casi antes incluso de que un servidor viniera a este mundo.

Claro que esto tiene una explicación. Y es que el programa comercial de vuelos tripulados de la NASA y este proyecto de Musk no vienen motivados por el objetivo del progreso científico y tecnológico, sino por el espíritu del nacionalismo. Jim Bridenstine, el administrador de la NASA, lo resumía así hace algún tiempo: «Por primera vez desde 2011, estamos a punto de lanzar astronautas estadounidenses en cohetes estadounidenses desde suelo estadounidense».

No es difícil ver la sombra del trumpismo en todo esto. Aunque, para ser justos, el largo proceso para alcanzar el objetivo del que presume Bridenstine comenzó hace dos presidentes, con el también republicano George W. Bush. Su sucesor, Barack Obama, canceló el carísimo programa aprobado por Bush para sustituirlo por una versión más modesta. Si la memoria no me falla, fue también en tiempos de Obama cuando se lanzó el programa comercial de vuelos tripulados para que las compañías privadas asumieran parte del coste de desarrollar nuevos sistemas de lanzamiento. Así que, en realidad, Trump va a beneficiarse de los frutos de lo que otros antes que él plantaron.

Obviamente, Musk es libre de gastar o invertir sus millones en lo que mejor le parezca, y la NASA, que financia parcialmente su proyecto, es libre de gastar o invertir los millones del erario público de EEUU en lo que mejor le parezca, siempre que sus contribuyentes se lo permitan. Pero es comprensible que quienes no somos estadounidenses no compartamos ese entusiasmo por un logro que no va a aportarnos gran cosa ni siquiera a quienes defendemos la exploración espacial tripulada.

Aunque, en el fondo, realmente lo comprensible es que lo critiquemos quienes somos detractores del nacionalismo en general, y no solo del nacionalismo de los demás. Quienes pensamos que el nacionalismo es una de las grandes lacras de la humanidad. Quienes tenemos una visión globalista de la existencia y el progreso del ser humano. Que, en total, debemos ser más o menos los suficientes para llenar un autobús.

Pero esta historia tiene también un doble fondo. El mismo Bridenstine se quejaba el pasado septiembre del lento progreso del sistema de lanzamiento de Musk, que ya lleva más de dos años de retraso respecto a lo planeado inicialmente. A propósito de un inminente anuncio de SpaceX sobre otro proyecto no relacionado con el contrato de la compañía con la NASA, el administrador de esta agencia decía: «La NASA espera ver el mismo nivel de entusiasmo centrado en las inversiones del contribuyente de EEUU».

Ese otro proyecto no relacionado es aquel con el que Musk pretende llevar humanos a Marte y fundar una colonia allí. En el anuncio al que se refería Bridenstine, el fundador de SpaceX presentaba los detalles y el primer prototipo de su Starship, el sistema de lanzamiento creado para este fin. Y que, obviamente, para los no estadounidenses, no nacionalistas y sí defensores de la exploración humana del espacio, tiene un interés mucho mayor. Este es el vídeo que Musk presentó:

Así, y mientras para el gobierno de EEUU Musk está desviándose de lo verdaderamente importante a costa de su compromiso con los fondos públicos, desde otro punto de vista podría decirse que Musk está desviándose hacia lo verdaderamente importante a pesar de su compromiso con los fondos públicos. Por desgracia, y a diferencia del primer vídeo, en este caso sí estamos ante una de esas fantasías animadas con las que Musk nos viene entreteniendo, ya que el Starship aún está en pañales. Pero todo llegará.

Un deseo para 2020: salvar el clima con progreso, no con la vuelta a las cavernas

No es ningún secreto que el problema del cambio climático se ha visto largamente enturbiado por intereses ajenos a la ciencia. Del lado del negacionismo, es evidente que durante años los intereses económicos y sus ideologías políticas asociadas han tratado de negar la realidad mostrada por la ciencia.

Pero no todos los mensajes equívocos o engañosos sobre el cambio climático llegan del bando del negacionismo. También del lado del activismo existen grupos que se amparan en una supuesta defensa del consenso científico sobre el clima para promover ideas que, o bien no se ajustan a esa realidad científica, o bien simplemente responden a una agenda particular no científica. Entre las primeras, el caso típico es la exageración del impacto de la ganadería; entre las segundas, la que motiva estos párrafos y que paso a explicar más abajo.

Esta brecha entre ecologismo y ecología no es una novedad: no todos los grupos ambientalistas han reconocido y defendido en todo momento lo que la ciencia dice. Muchos de ellos hoy continúan empeñándose en negar la avalancha de pruebas acumuladas sobre la inocuidad de los cultivos transgénicos, y siguen resistiéndose también a admitir que la energía nuclear pueda tener cabida en un mix de producción energética más compatible con la salud del clima terrestre. Con todo, hay que decir también que son muchos los científicos ecólogos que militan y trabajan en organizaciones ecologistas, y que tratan de hacer penetrar la ciencia en un universo a menudo permeado por pseudociencias e ideologías contrarias al progreso.

Y dada esta infiltración de las ideologías en el discurso sobre el clima, no es raro que ciertos grupos hayan aprovechado la COP25 de Chile recientemente celebrada en Madrid para difundir toda clase de mensajes ajenos a la ciencia y ni siquiera relacionados lo más mínimo con el clima. Al fin y al cabo, las COP climáticas no son congresos científicos, sino foros de negociación política.

Pero en estos tiempos en que a la amenaza del problema en sí se suma la confusión causada por ciertos mensajes erróneos o interesados, es esencial no perder de vista el único faro que puede guiarnos a través de esta crisis climática: escuchar a los científicos. La tan amada como odiada Greta Thunberg ha hecho de ello su lema. Y solo por ello, con independencia de las críticas razonables, su discurso ya merece más consideración que otras voces a las que se les da un micrófono sin que se entienda muy bien qué pueden aportar.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Escuchar a los científicos no solamente es obligado por cuanto son ellos quienes tienen la herramienta para medir el estado del clima terrestre. Sino también porque son ellos quienes pueden aportar las mejores soluciones. El progreso científico y tecnológico nos ha traído las energías renovables y los sistemas de producción energética cada vez más limpios y eficientes. Ha conseguido que las emisiones directas de la ganadería se hayan reducido un 11,3% desde 1961, mientras que la producción de carne para consumo se ha duplicado con creces, según datos de la FAO para EEUU.

En contra de esta postura, hay quienes promueven acciones contra el cambio climático que quieren obligarnos a renunciar a los niveles de progreso y avance que la ciencia y la tecnología nos han proporcionado. Por ejemplo, y llego al ejemplo que quería traer aquí hoy: pretenden que dejemos de volar, o que nos avergoncemos y nos sintamos como criminales climáticos cuando lo hacemos.

Este movimiento anti-aviación está cobrando una fuerza preocupante. Existen plataformas organizadas y muy activas que perturban el funcionamiento normal de los aeropuertos, perjudicando a los sufridos viajeros, y que promueven ideas como la de freír a impuestos a la aviación comercial hasta que se convierta, como lo fue en sus orígenes, en un lujo solo accesible para los más pudientes. Y todo lo que fomenta la desigualdad es reaccionario y contrario al progreso.

Los activistas anti-aviación han manifestado que sus proclamas no van dirigidas contra quienes volamos una vez al año por vacaciones, sino contra quienes lo hacen regularmente y con mucha frecuencia por motivos de trabajo. Pero si se les supone la buena fe de quien no pretende engañar a los que les escuchan, entonces no queda más remedio que atribuirles la torpeza de quien se engaña a sí mismo: si alguien como un servidor puede coger un vuelo en sus vacaciones a un precio que un escritor y periodista pueda pagar, es gracias a que muchos otros vuelan mucho, sosteniendo una alta oferta que abarata los pasajes, obligando a las aerolíneas a competir. Reducir la oferta de vuelos y aumentar los impuestos nos devolverá a la época en que volar era el privilegio de unos pocos.

No es discutible que el transporte aéreo es uno de los grandes emisores de gases de efecto invernadero (GEI) responsables del cambio climático. Pero menos de lo que algunos creen. Pongamos las cifras en claro: los aviones generan el 2,4% de las emisiones globales de GEI, una cifra que crecerá en las próximas décadas incluso por encima de las previsiones de la ONU, según un estudio reciente. Pero que sigue siendo menor que las emisiones de otras fuentes, incluso algunas que han pasado ignoradas: como conté ayer, las emisiones debidas a las tecnologías digitales sumarán en 2020 el 3,5% del total global.

Que esta idea cale bien:

(Pausa valorativa)

El sector global de la aviación emite menos GEI que las tecnologías digitales, cuya mayor fuente de emisiones son los teléfonos móviles.

Así que, obviamente, es de suponer que quienes pretenden bloquear los aeropuertos antes habrán renunciado al uso del teléfono móvil, sobre todo teniendo en cuenta que para 2040 las tecnologías digitales crecerán hasta copar el 14% de las emisiones globales.

El avión es uno de los grandes inventos de la historia de la humanidad. Nos ha abierto la grandeza del mundo de un modo que nuestros ancestros no podían ni soñar. Somos afortunados de vivir en esta época y poder disfrutar de este nivel de progreso. Y algunos no estamos dispuestos a que nos cierren el mundo para devolvernos a otros tiempos ya superados, a la reclusión en la caverna de la tribu, la pequeñez y la ignorancia.

Pero no, del mismo modo que la solución contra las emisiones de las tecnologías digitales no es volver al tamtam y las señales de humo, tampoco la solución contra las emisiones de la aviación es regresar a las cuádrigas. La respuesta está, una vez más, en la ciencia y la tecnología, que trabajan para mejorar la eficiencia energética y reducir la huella ambiental. Los últimos modelos de aviones han mejorado la eficiencia en un 15% respecto a las versiones anteriores; una aeronave actual emite un 80% menos de CO2 que los primeros reactores de pasajeros. Científicos e ingenieros continúan trabajando en el diseño de nuevos aviones menos contaminantes. Hoy más que nunca, seguimos necesitando más ciencia y más tecnología.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

En resumen, y frente a los nostálgicos que anhelan devolvernos a las cavernas, a ponernos plumas en la cabeza y a ofrecer sacrificios a los dioses que viven en los árboles del bosque sagrado, aquí hay uno, como muchos otros en muchos otros lugares, que cree firmemente en más ciencia, más tecnología, más innovación y más progreso como pilares de la lucha contra el cambio climático. La barbarie, el temor y la ignorancia no nos han llevado a ninguna parte. Ha sido la audacia del ingenio humano la que nos ha sacado de muchas antes, y la única que puede sacarnos también de esta.

Los móviles, la amenaza creciente para el clima de la que nadie habla

Nunca se ha visto en nuestro país tal volumen de información sobre el cambio climático como durante la pasada COP25 de Chile celebrada en Madrid. Y es bueno que fuera así, dado que en nuestra época nos ha tocado enfrentarnos con un problema tan urgente que ya no es posible pasar la pelota a las generaciones venideras, como llevaba demasiado tiempo haciéndose.

Sin embargo, no todas las informaciones publicadas durante esos días estaban bien enfocadas. Se insistió demasiado en temas como la contaminación plástica, la reforestación o las medidas personales que cada uno puede adoptar desde su pequeña parcela. Pero como ya he contado aquí y según los estudios científicos, ni la contaminación plástica tiene mucho que ver con el cambio climático, ni la reforestación o las conductas personales pueden aportar gran cosa en la lucha contra el cambio climático.

Por supuesto que todo esfuerzo es bueno para promover e inculcar modos de vida más compatibles con la salud de la biosfera. Pero la regla de oro que nunca debe perderse de vista en la lucha contra el cambio climático es escuchar a los científicos, como repite la activista Greta Thunberg. Y los científicos dicen que el cambio climático y la contaminación plástica son dos problemas diferentes, pero el que nos está llevando hoy al desastre es el primero, por lo que incluso expertos en conservación y biología marina están recomendando aligerar el tono del discurso sobre la contaminación plástica para no distraer del objetivo más urgente (y para que se comprenda que las medidas pregonadas por ciertas industrias de cara a la reducción del plástico en realidad no tienen efecto sobre el cambio climático).

Durante la COP25 se insistió también en las principales fuentes de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Tampoco siempre con el foco bien puesto: el transporte, la industria y la producción de energía son los mayores contribuyentes de emisiones, pero no tanto la ganadería, cuyos efectos se han exagerado.

A un nivel actual casi similar al de la ganadería, pero en peligroso crecimiento, existe una importante fuente de emisiones de la que nadie habla, a pesar de que los científicos, a quienes se debe escuchar, nos están advirtiendo. Para adivinar cuál es no hay más que mirar a nuestro alrededor en cualquier lugar en el que nos encontremos: ¿qué es aquello que todos utilizamos, sin lo cual parece que ya no podemos vivir, cuyo uso no hace sino crecer, y que requiere una demanda de energía constante e intensa?

Evidentemente, el título de más arriba es un puro spoiler. La respuesta: el teléfono móvil. Y de forma más general, el universo digital, las tecnologías de la información y las comunicaciones.

 

Imagen de rawpixel.com.

Imagen de rawpixel.com.

Los móviles no tienen chimenea. Pero pensar que por ello no están contribuyendo a agravar el cambio climático es autoengañarse, porque sí las tienen las industrias responsables de los propios dispositivos y de su funcionamiento: las que extraen las materias primas, las que los fabrican, las centrales energéticas que cargan nuestros aparatos y mantienen operativas todas las infraestructuras, redes y centros de datos. Y cuando cada vez son más los usuarios de las tecnologías digitales, y cuando la industria seduce a los consumidores con un chorreo constante de nuevos modelos para que desechen su viejo móvil cada dos años, los científicos están alertando de que el problema va a crecer de forma alarmante en las próximas décadas.

El problema no ha sorprendido de repente a los científicos. De hecho, hace ya años que se publican estudios valorando el impacto de estas tecnologías sobre el clima. Como ejemplo, en 2011 un estudio europeo ya analizaba la huella global de carbono de las comunicaciones móviles. Los autores estimaban, solo para la telefonía móvil, unas emisiones de 86 millones de toneladas equivalentes de CO2 en 2007 (MtCO2e), y pronosticaban un aumento del triple para 2020, hasta 235 MtCO2e.

Para comprender el significado de las cifras, hay que ponerlas en perspectiva. Traduzcámoslo a vuelos de avión, y tomemos como ejemplo el cálculo publicado por la revista de la BBC Science Focus: un Boeing 747, en un vuelo de Londres a Edimburgo (530 kilómetros), produce unas 33 toneladas de CO2. Así que, de acuerdo al estudio mencionado, las emisiones debidas a la telefonía móvil previstas para 2020 en todo el mundo equivalen a más de 7 millones de vuelos; o, también según los cálculos de Science Focus, a casi 2.400 millones de viajes en coche desde Londres a Edimburgo.

En 2018, un estudio de la Universidad McMaster de Canadá estimaba que, en el 2020 que estamos a punto de estrenar, las tecnologías digitales serán responsables del 3,5% de las emisiones globales antropogénicas de GEI –como comparación, las emisiones directas de la ganadería suponen un 5%, según la FAO–, y que para 2040 crecerán hasta representar el 14%, la mitad de toda la contribución actual del sector global del transporte.

El estudio apunta que el principal causante de estas emisiones de las tecnologías digitales son los teléfonos móviles, muy por encima de los ordenadores de sobremesa, portátiles y pantallas. Las emisiones debidas a los móviles estimadas para 2020 se cifran en 125 MtCO2e, una cifra menor que la prevista por el estudio de 2011, pero que todavía equivale a casi 3.800.000 vuelos nacionales de un Jumbo.

Una gran parte de este peso medioambiental de los teléfonos móviles recae en esa desenfrenada carrera por cambiar de dispositivo cada dos años. Según el estudio de McMaster, el 85% de las emisiones debidas a los móviles se producen en la fabricación; la producción de un teléfono nuevo emite tantos GEI como diez años de uso. Un reciente estudio de la Oficina Medioambiental Europea calculaba que prolongar la vida útil de los smartphones durante un solo año ahorraría tantas emisiones como retirar dos millones de coches de las carreteras cada año, y que cada terminal debería utilizarse durante más de dos siglos para compensar las emisiones generadas en su fabricación.

Pero esto no implica que todo se arregle con conservar cada terminal durante más tiempo, dado que su uso también tiene un alto coste ambiental. Según calculaba el investigador experto en GEI y huella de carbono Mike Berners-Lee –hermano del creador de la World Wide Web– en su libro How Bad are Bananas? The Carbon Footprint of Everything, usar un móvil durante dos minutos al día produce al año 47 kilos de CO2, o 1,25 toneladas si se utiliza una hora al día; calculen para un uso más habitual de varias horas al día. Según el estudio canadiense, en 2020 las redes y centros de datos que nos permitirán llamar, whatsappear, tuitear e instagramear generarán 764 MtCO2e, el equivalente a más de 23 millones de vuelos nacionales de un Jumbo, o más de 7.700 millones de viajes en coche.

Con todos estos datos, se entiende que el problema no es menor y que no puede seguir ignorándose. Pero para algunos, la primera pregunta que les asaltará será precisamente esa: ¿por qué lo ignoraba? ¿Por qué nadie me ha contado esto?

Bueno, dado que los científicos sí están hablando de esto, la pregunta habría que trasladársela a quienes no están hablando de esto. Cuesta pensar en un sector con influencia pública al que hoy pueda interesarle recomendar un menor uso de los móviles y la tecnología, ya que la tendencia es precisamente la contraria. Y en cuanto a los grupos activistas, ¿qué sería hoy de cualquier activismo sin el inmenso poder de difusión, coordinación y convocatoria de los teléfonos móviles y las redes sociales?

Claro que, si estamos de acuerdo en que la respuesta a todo lo anterior no debería ser apagar los móviles, ni convertirlos de nuevo, como lo fueron en su día, en un lujo solo para los más pudientes, ¿no parece lógico aplicar el mismo criterio a otras fuentes emisoras de GEI? Mañana, más sobre esto.

Cuidado con la idea de la obsolescencia programada, y con el negocio en torno a ella

¿Quién no ha dicho alguna vez eso de «hoy las cosas ya no duran como antes»? Yo lo he dicho y, es más, pienso que hoy algunas cosas ya no duran como antes. Pero cuidado: del hecho, si es que lo es*, de que hoy las cosas ya no duren como antes, a tragarnos sin más la idea de que existe una estrategia oculta y generalizada en la industria basada en fabricar deliberadamente cosas que se autodestruyen, y de que existen por ahí ciertos beatíficos ángeles salvadores (amenazados de muerte por ello) para quienes en realidad lo de menos es vender sus propios productos, ya que les basta con vivir de las hierbas que recogen en el campo, sino que les mueve sobre todo su incontenible pasión por el bien, la justicia y la salvación del planeta y la humanidad, hay un abismo.

Y antes de saltar ese abismo alegremente, por lo menos informémonos.

Vaya por delante que, como es evidente, no soy un experto en márketing, ni en industria, ni en mercado, ni en economía. Así como en temas directamente científicos procuro aportar aquí la visión de quien tiene ya muchas horas de vuelo en ello, en cambio no puedo ni jamás trataría de alzarme como una voz autorizada en esto de la obsolescencia programada. Pero como exinvestigador científico, periodista de ciencia, y por tanto aficionado a los hechos, cuando una teoría de la conspiración comienza a convencer a todo el mundo a mi alrededor, y cuando además hay claramente quienes basan su propia estrategia de negocio en fomentar esta teoría de la conspiración, uno no puede menos que preguntarse qué hay de cierto en todo ello y buscar las fuentes de quienes están más informados que uno. Cosa que invito a todos a hacer por medio de las siguientes líneas.

Comencemos, en primer lugar, por el típico tópico que inicia y anima todos los reportajes, opiniones, discusiones y charlas de bar sobre la obsolescencia programada: la famosa bombilla del parque de bomberos de California que lleva luciendo casi sin interrupción desde 1901, y que tiene su propia web con webcam. Si una bombilla puede lucir durante más de un siglo, ¿por qué nos venden basura que se funde a las primeras de cambio?, se preguntan muchos, y allá que vamos a por las antorchas y los tridentes.

Sin embargo, cuidado, hay algún matiz más que relevante. Los estudios sobre la bombilla de California –fabricada en Ohio– han determinado que su filamento es de carbono, no de tungsteno o wolframio (por cierto, el único elemento químico de la tabla periódica aislado en España, por los hermanos Delhuyar en 1783), ya que este material no se convertiría en el estándar hasta comienzos del siglo XX. Y que es ocho veces más grueso de lo normal. Obviamente, a mayor grosor, mayor durabilidad; la bombilla de California podrá estropearse, pero jamás va a fundirse, salvo quizá si le cae un rayo.

La bombilla centenaria en Livermore, California. Imagen de LPS.1 / Wikipedia.

La bombilla centenaria en Livermore, California. Imagen de LPS.1 / Wikipedia.

No hay que saber nada de física, sino simplemente haber utilizado alguna vez un calefactor o un hornillo, para saber que si se aplica electricidad a una barra de metal, se pone al rojo. Pero eso sí: un calefactor o un hornillo no alumbran, y no serían de ningún modo una opción energéticamente eficiente para alumbrarse. Y tampoco la bombilla de California alumbra, ya que luce con una potencia de 4 vatios, con un brillo similar a las luces quitamiedos que ponemos a los niños por la noche. Así que, lo que se dice un producto modelo, no es: a la pregunta de por qué no nos vendieron a todos bombillas con filamentos ocho veces más gruesos, la respuesta es que los filamentos más gruesos desperdician más energía alumbrando menos. Precisamente las bombillas tradicionales fueron víctimas de su ineficiencia energética.

Pero sí, es cien por cien cierto que existió una conspiración de los grandes fabricantes de bombillas para ponerse de acuerdo en hacer productos menos duraderos de lo que era tecnológicamente posible. Ocurrió en los años 20, se conoce como el cártel de Phoebus, y en él las empresas acordaron fabricar bombillas con una duración de 1.000 horas, la mitad de lo normal entonces. A cambio, las bombillas serían más luminosas, más eficientes y de mayor calidad. Pero obviamente lo que movía a aquellos empresarios no era el interés del consumidor, sino su propio ánimo de lucro.

Ahora bien: ¿basta esta historia para asumir la generalización de que todos los grandes líderes de todos los sectores industriales conspiran para fabricar productos que se autodestruyen?

Hay por ahí un buen puñado de trabajos periodísticos rigurosos de lectura vivamente recomendable para quienes prefieran no dejarse llevar por la demagogia dominante, al menos no sin antes basar su juicio en hechos informados. En 2016, Adam Hadhazy se preguntaba en la BBC: ¿existe en realidad la obsolescencia programada?

Esta era la respuesta de Hadhazy: «sí, pero con limitaciones». «En cierto modo, la obsolescencia programada es una consecuencia inevitable de los negocios sostenibles que dan a la gente los productos que la gente quiere. De esta manera, la obsolescencia programada sirve como reflexión de la voraz cultura consumista que las industrias crearon para su beneficio, pero que no crearon ellas solas», escribía el periodista.

Por su parte, en la web Hackaday, Bob Baddeley escribía: «Toda la teoría de la conspiración se explica cuando consideras que los fabricantes están dando a los consumidores exactamente lo que piden, lo que a menudo compromete el producto de diferentes maneras. Siempre es un toma y daca, y las cosas que hacen a un producto más robusto son las cosas que los consumidores no consideran cuando compran un producto».

Como ejemplo, Baddeley cita su propia experiencia; él ayudó a desarrollar un producto que lleva una pila de botón no reemplazable. La imposibilidad de cambiar la batería cuando se agota en los smartphones actuales es otro de los tópicos esgrimidos en todo reportaje, documental o charla sobre la obsolescencia programada. Cito a Baddeley:

Las razones que llevaron a esta decisión [de la pila no reemplazable] son esclarecedoras:

  • No conseguimos que a los consumidores les interesara usar el producto durante más tiempo que el que duraba la pila.

  • Incluso si les interesaba, no conseguíamos que compraran el tipo correcto de pila (CR2032).

  • Incluso si lo hacían, no podíamos confiar en ellos para tener la destreza de quitar la tapa y cambiar la pila.

  • Protestaban porque la tapa de la pila hacía que el producto pareciera barato y endeble.

  • Protestaban porque el agua y el polvo entraban con más facilidad.

  • Tristemente, todas estas protestas solo eran posibles entre los usuarios que entendían que su dispositivo de comunicación sin cable llevaba una pila.

En resumen, el mensaje es este: la cultura consumista pone el acento en los productos más nuevos, con más prestaciones, la última tecnología y el diseño más actual; y todo ello al precio más barato posible. Pero la durabilidad no es una prioridad. Por lo tanto, los fabricantes buscan producir bienes siempre nuevos, con más prestaciones, la última tecnología y el diseño más actual. Y para que el precio sea lo más barato posible, reducen costes en procesos y materiales. Aunque a causa de ello los productos duren poco. De hecho, si duran poco, mejor para el negocio; de todos modos, piensan, nadie quiere seguir usando un smartphone de hace cinco años.

«Sobre todo, las compañías reaccionan a los gustos del consumidor», dice en el artículo de Hadhazy la profesora de finanzas y economía de la Universidad de Yale Judith Chevalier. «Creo que existen ocasiones en que las empresas están engañando al consumidor de alguna manera, pero también pienso que hay situaciones en las que yo pondría la culpa en el consumidor».

Según Hadhazy, «aunque algunos de estos ejemplos de obsolescencia programada son indignantes, es enormemente simplista condenar la práctica como mala. A escala macroeconómica, el rápido recambio de los productos alimenta el crecimiento y crea montones de puestos de trabajo; piensen en el dinero que la gente gana, por ejemplo, fabricando y vendiendo millones de fundas de móviles. Aún más, la introducción continua de nuevos artilugios para conquistar (o reconquistar) la pasta de nuevos y viejos consumidores tenderá a promover la innovación y mejorar la calidad de los productos».

Incluso Giles Slade, autor del libro Made to Break: Technology and Obsolescence in America, reconoce: «No hay ninguna duda: más gente ha obtenido una mejor calidad de vida como resultado de nuestro modelo de consumo que en ningún otro momento de la historia». Sin embargo, añade: «Por desgracia, también es responsable del calentamiento global y los residuos tóxicos».

Por lo tanto, todo ser humano que se indigne y proteste por la obsolescencia programada quizá debería hacerse esta pregunta: ¿estoy dispuesto a quedarme con el mismo móvil, el mismo coche o la misma ropa durante años y años, cuando mi ropa ha pasado de moda, mi coche no tiene Bluetooth ni pantallas ni contesta cuando le hablo, y cuando todo el mundo tiene móviles más nuevos que el mío? (Y por cierto, todo humano medioambientalmente responsable también debería saber que actualmente el uso de los móviles en todo el mundo genera 125 millones de toneladas de CO2 al año).

Y también por cierto, rescato aquí el asterisco que dejé más arriba* respecto a las cosas de ahora que duran menos: el artículo de Hadhazy cita también el dato de que actualmente la edad media del coche que circula por las carreteras de EEUU es de 11,4 años, mientras que en 1969 era de 5,1 años. ¿Duran más los coches hoy? ¿Se cambian menos? ¿Ha bajado la fiebre del coche nuevo respecto a otros tiempos? ¿No hay dinero para cambiar de coche? No tengo la menor idea de cuál es la respuesta, pero el dato es interesante. Ya que al menos no parece apoyar la idea generalizada de que hoy todo dura menos.

A todo lo anterior, Hadhazy cita una excepción: la tecnología de lujo. Quien se compra un Rolex espera que le dure toda su vida y hasta la de sus nietos. Se supone que un Rolex está bien hecho, con procesos y materiales de calidad suprema. Y es, por tanto, más caro. Al ser una minoría quienes lo compran, seguirá siendo caro. Pero, sigue el artículo de la BBC:

«Con el paso de los años, las características de una versión de lujo de un producto pueden abrirse camino al mercado de masas a medida que su producción se abarata y los consumidores esperan esos beneficios. Pocos discutirían que la mayor disponibilidad de dispositivos de seguridad como los airbags en los coches, que originalmente solo se encontraban en los modelos más caros, ha sido un avance positivo. Así que, en su reconocido propio interés, la competición de un capitalismo influido por la obsolescencia programada puede también favorecer el interés de los consumidores».

Todo lo anterior nos lleva ahora a la segunda parte: el negocio basado en fomentar la teoría de la conspiración de la obsolescencia programada. Cuando uno observa a su alrededor que numerosos medios están poniendo la alfombra roja a determinados personajes que se presentan a sí mismos como salvadores de la humanidad y del planeta contra la obsolescencia programada y como probables víctimas inminentes de un sicario o un francotirador a sueldo de los poderosos oligopolios, pero que en el fondo tales personajes no están haciendo otra cosa que publicitar y promocionar su propio negocio con evidente ánimo de lucro, uno no puede sino oler un cierto tufillo a chamusquina.

No voy a citar aquí nombres de personas o productos, dado que no he investigado sobre ellos personalmente. Pero a quien en estos días escuche una nueva oleada, recurrente cada cierto tiempo, sobre las bondades del español inventor de la bombilla eterna y paladín contra la malvada industria, le recomiendo que como mínimo lea este artículo de Rocío P. Benavente para Teknautas en El Confidencial o este análisis del producto en cuestión de Michel Silva en la web iluminaciondeled.com, junto con, quizá, esta nota de prensa. Y después, fórmense su propia opinión, pero al menos después de haber escuchado a las dos partes.

¿Qué le falta a esta música generada por Inteligencia Artificial?

No, no es una adivinanza, ni una pregunta retórica. Realmente me pregunto qué es lo que le falta a la música generada por Inteligencia Artificial (IA) para igualar a la compuesta por humanos. Sé que ante esta cuestión es fácil desenvainar argumentos tecnoescépticos, una máquina no puede crear belleza, nunca igualará a la sensibilidad artística humana, etcétera, etcétera.

Pero en realidad todo esto no es cierto: las máquinas pintan, escriben, componen, y los algoritmos GAN (Generative Adversarial Network, o Red Antagónica Generativa) ya las están dotando de algo muy parecido a la imaginación. Además, y dado que las mismas máquinas también pueden analizar nuestros gustos y saber qué es lo que los humanos adoran, no tienen que dar palos de ciego como los editores o productores humanos: en breve serán capaces de escribir best sellers, componer hits y guionizar blockbusters.

El salto probablemente llegará cuando los consumidores de estos productos no sepamos (no «no notemos», sino «no sepamos») que esa canción, ese libro o esa película o serie en realidad han sido creados por un algoritmo y no por una persona. De hecho, la frontera es cada vez más difusa. Desde hace décadas la música y el cine emplean tanta tecnología digital que hoy serían inconcebibles sin ella. Y aunque siempre habrá humanos detrás de cualquier producción, la parcela de terreno que se cede a las máquinas es cada vez mayor.

Pero en concreto, en lo que se refiere a la música, algo aún falla cuando uno escucha esas obras creadas por IA. El último ejemplo viene de Relentless Doppelganger. Así se llama un streaming de música que funciona en YouTube 24 horas al día desde el pasado 24 de marzo (el vídeo, al pie de esta página), generando música technical death metal inspirada en el estilo de la banda canadiense Archspire, y en concreto en su último álbum Relentless Mutation (Doppelganger hace referencia a un «doble»).

Este inacabable streaming es obra de Dadabots, el nombre bajo el que se ocultan CJ Carr y Zack Zukowski, que han empleado un tipo de red neural llamado SampleRNN –originalmente concebida para convertir textos en voz– para generar hasta ahora diez álbumes de géneros metal y punk inspirados en materiales de grupos reales, incluyendo el diseño de las portadas y los títulos de los temas. Por ejemplo, uno de ellos, titulado Bot Prownies, está inspirado en Punk in Drublic, uno de los álbumes más míticos de la historia del punk, de los californianos NOFX.

Imagen de Dadabots.

Imagen de Dadabots.

Y, desde luego, cuando uno lo escucha, el sonido recuerda poderosamente a la banda original. En el estudio en el que Carr y Zukowski explicaban su sistema, publicado a finales del año pasado en la web de prepublicaciones arXiv, ambos autores explicaban que su propósito era inédito en la generación de música por IA: tratar de captar y reproducir las «distinciones estilísticas sutiles» propias de subgéneros muy concretos como el death metal, el math rock o el skate punk, que «pueden ser difíciles de describir para oyentes humanos no entrenados y están mal representadas por las transcripciones tradicionales de música».

En otras palabras: cuando escuchamos death metal o skate punk, sabemos que estamos escuchando death metal o skate punk. Pero ¿qué hace que lo sean para nuestros oídos? El reto para los investigadores de Dadabots consistía en que la red neural aprendiera a discernir estos rasgos propios de dichos subgéneros y a aplicarlos para generar música. Carr y Zukowski descubrieron que tanto el carácter caótico y distorsionado como los ritmos rápidos de estos géneros se adaptan especialmente bien a las capacidades de la red neural, lo que no sucede para otros estilos musicales.

Y sin duda, en este sentido el resultado es impresionante (obviamente, para oídos que comprenden y disfrutan de este tipo de música; a otros les parecerá simple ruido como el de las bandas originales). Pero insisto, aparte del hecho anecdótico de que las letras son simples concatenaciones de sílabas sin sentido, ya que no se ha entrenado a la red en el lenguaje natural, la música de Dadabots deja la sensación de que aún hay un paso crucial que avanzar. ¿Cuál es?

No lo sé. Pero tengo una impresión personal. Carr y Zukowski cuentan en su estudio que la red neural crea a partir de lo ya creado, lo cual es fundamental en toda composición musical: «Dado lo que ha ocurrido previamente en una secuencia, ¿qué ocurrirá después?», escriben Carr y Zukowski. «La música puede modelizarse como una secuencia de eventos a lo largo del tiempo. Así, la música puede generarse prediciendo ¿y entonces qué ocurre? una y otra vez».

Pero esto ocurre solo un sampleado tras otro, mientras que un tema escrito por un compositor humano tiene un sentido general, un propósito que abarca toda la composición desde el primer segundo hasta el último. Toda canción de cualquier género tiene una tensión interna que va mucho más allá de, por ejemplo, la resolución de los acordes menores en acordes mayores. Es algo más, difícil de explicar; pero al escuchar cualquier tema uno percibe un propósito general de que la música se dirige hacia un lugar concreto. Y da la sensación de que esto aún le falta a la música automática, dado que la máquina solo se interesa por un «después» a corto plazo, y no por lo que habrá más allá. Se echa de menos algo así como una tensión creciente que conduzca hacia un destino final.

Sin embargo, creo que ya pueden quedar pocas dudas de que la música generada por IA terminará también superando estos obstáculos. Ya tenemos muchos ejemplos y muy variados de composiciones cien por cien digitales. Y si hasta ahora ninguna de ellas ha conseguido instalarse como un hit, ya sea entre el público mayoritario o entre los aficionados a estilos musicales más marginales, se da la circunstancia de que tampoco ninguna de ellas ha cruzado la barrera de lo etiquetado como «diferente» porque su autor no es de carne y hueso. Probablemente llegará el momento en que un tema se convierta en un éxito o en un clásico sin que el público sepa que el nombre que figura en sus créditos no es el de la persona que lo compuso, sino el de quien programó el sistema para crearla.

Estas personas no existen, y crearlas puede ser adictivo

Fíjense en estas personas:

Parecen individuos perfectamente normales… salvo por el hecho de que jamás han existido. Las imágenes han sido creadas por inteligencia artificial; no son copias modificadas de personas reales, ni son pastiches de diversos rostros. Son caras cien por cien originales generadas por un algoritmo que ha aprendido a crearlas, del mismo modo que un músico utiliza su conocimiento adquirido para componer piezas nuevas sin copiar –se supone– otras existentes.

El secreto de esta perfección es un sistema llamado Red Generativa Antagónica o GAN (siglas de su nombre en inglés, Generative Adversarial Network), creado en 2014 por el científico computacional Ian Goodfellow, aunque la idea ya había sido anticipada en años anteriores por otros como Jürgen Schmidhuber y Roderich Gross.

La clave de la GAN es utilizar dos redes neuronales artificiales que compiten entre si: una genera las caras, mientras que la otra las evalúa para descubrir sus defectos. Ambas aprenden de sus errores, de modo que la primera va mejorando sus creaciones y la segunda va perfeccionando su capacidad de discriminación.

En un breve periodo de tiempo y con algo de entrenamiento previo, el sistema aprende no solo a reconocer patrones –qué hace que una cara sea una cara y no un frigorífico–, sino a crear nuevas representaciones extremadamente realistas, todo ello sin supervisión humana. Según los expertos, esta capacidad es una manera de dotar a las máquinas de imaginacion, algo que ya no es un privilegio exclusivo de nuestro cerebro.

Por el momento, las GAN se han utilizado con preferencia para producir representaciones visuales, no solo de rostros, sino también de gatos, coches o dormitorios. Como ya conté aquí, en 2017 la compañía de procesadores gráficos NVIDIA desarrolló una GAN para crear rostros de falsos famosos. Desde entonces, esta tecnología se ha perfeccionado; la última versión de NVIDIA, llamada StyleGAN, es capaz de manejar los diferentes rasgos de la cara de forma independiente para controlar el resultado general de su integración.

Las fotos mostradas en esta página se han creado mediante esta nueva tecnología, que el ingeniero de Uber Phillip Wang –sí, Uber es una compañía tecnológica, no un sindicato privado de taxis– ha aplicado en su web ThisPersonDoesNotExist.com (esta persona no existe); cada vez que se refresca la página, en unos segundos la GAN genera una nueva cara de una persona completamente inexistente.

A la vista está que los resultados son impresionantes. En el rato que he dedicado a juguetear con la GAN para escribir esta página, he comprobado que en general el resultado es casi irreprochable; al tamaño y la resolución mostrados, en la mayoría de los casos prácticamente no se aprecian errores de bulto.

Pero sí, también hay fallos. Y si uno se dedica a buscarlos, descubre que el juego de generar caras y buscar errores puede ser casi adictivo. Un caso curioso es el de los pendientes; al parecer, la GAN aún no ha aprendido que en la mayor parte de los casos las mujeres suelen llevar pendientes iguales en ambas orejas:

Y aunque muchos hombres también utilizamos pendientes, la GAN tampoco parece contemplar generalmente este caso; solo en una ocasión me ha aparecido un hombre con un pendiente, y es esta especie de popstar indonesio entrado en años:

A la GAN a veces le cuesta resolver el encaje de las gafas en la cara, lo que da lugar a efectos aberrantes, como las cejas dobles:

Otro error frecuente es el de los dientes. Fíjense en estos dos jóvenes:

Parecen muy bien logrados, hasta que uno se fija en que sus dientes están descolocados; hay un incisivo que cae justo en el centro de la boca. Esto es algo que se aprecia en muchas de las imágenes en las que el rostro aparece ligeramente ladeado.

Pero sin duda, donde la GAN falla con más frecuencia es en la resolución de los contornos y fondos. En muchos casos parece que la persona está posando delante de una obra de arte abstracta, o incluso que forma parte de ella:

Y cuando se añaden gorros o tocados, el resultado puede ser algo esperpéntico:

Claro que los gustos en cuestión de moda son enormemente personales:

Pero sin duda el caso más curioso, a la par que aterrador, es que en muchas imágenes parece existir alguien junto al rostro retratado que intenta sin éxito colarse en la foto. Y generalmente se trata de seres horripilantes. Con menos que esto, Iker Jiménez ha montado muchos programas:

A lo que se añaden los casos, raros pero también los hay, en los que la GAN directamente entra en barrena:

Y los casos en los que la GAN parece no decidirse entre crear un niño, una anciana u otra cosa que no se sabe muy bien qué es:

O si crear un clon infantil de Mickey Rourke, o variaciones de Jeff Goldblum virando hacia… ¿Oriental? ¿Mujer?

En definitiva y a la espera de que las GAN se apliquen a otros usos más útiles y prácticos, por el momento podemos entretenernos jugando a crear personas imaginarias. O para quien lo prefiera, gatos, que también tienen su versión. Respecto a si antes de eso las GAN llegarán a emplearse para otros usos menos edificantes, como poner a personas reales en situaciones en las que dichas personas no se pondrían ante una cámara… Deberemos acostumbrarnos a que en el futuro cada vez nos va a costar más diferenciar la realidad de la ficción.

Los premios Breakthrough, más del siglo XXI que los Nobel

La fundación Breakthrough Prize, que concede los premios de ciencia con la dotación económica más alta del mundo, ha anunciado sus ganadores de la edición de este año, que recibirán sus galardones el domingo 4 de noviembre en una ceremonia presentada por el actor Pierce Brosnan. El acto se retransmitirá en directo por internet desde el centro de investigación Ames de la NASA, en Silicon Valley (EEUU).

En total se repartirán siete premios, cada uno dotado con 3 millones de dólares: cuatro en ciencias de la vida, dos en física fundamental y uno en matemáticas. De los dos premios de física, uno es un galardón extraordinario (que ya aplaudí aquí) para Jocelyn Bell Burnell, la astrónoma que descubrió el primer púlsar en 1968 y que fue ignorada por el Nobel.

Los ganadores de los premios Breakthrough en 2016. Imagen de Breakthrough Prize.

Los ganadores de los premios Breakthrough en 2016. Imagen de Breakthrough Prize.

Este es el resumen de los ganadores y lo que han hecho para merecer esto. En ciencias de la vida, el estadounidense C. Frank Bennett y el uruguayo radicado en EEUU Adrian R. Krainer compartirán uno de los premios por la obtención del Nusinersen/Spinraza, una terapia de nueva generación contra la atrofia muscular espinal, una rara enfermedad neurodegenerativa que sin embargo es hoy la principal causa genética de muerte infantil.

El tratamiento consiste en el uso de pequeñas moléculas de ADN llamadas oligonucleótidos antisentido que consiguen dirigir correctamente la expresión de los genes. El medicamento fue aprobado en 2016 en EEUU y al año siguiente en la UE, y por el momento ha conseguido que la atrofia muscular espinal ya no sea una sentencia de muerte segura para los niños afectados. Por otra parte, el éxito de este fármaco ha impulsado la aplicación de la terapia con oligos antisentido a otras muchas enfermedades.

Los otros tres premios en esta categoría irán para la austro-estadounidense Angelika Amon por sus estudios de los mecanismos celulares patológicos de los errores en el número de cromosomas (como ocurre por ejemplo en el síndrome de Down o en el 80% de los cánceres); para la china-estadounidense Xiaowei Zhuang por desarrollar una técnica de microscopía óptica de ultra-alta resolución llamada STORM que permite observar estructuras celulares 10.000 veces más pequeñas que el grosor de un pelo humano; y para el también chino-estadounidense Zhijian James Chen por descubrir un mecanismo sorprendente que activa el sistema inmunitario gracias a una enzima que detecta la presencia de ADN en el interior celular pero fuera del núcleo, lo cual ocurre en las células dañadas o infectadas por virus. Este mecanismo podría aprovecharse para combatir enfermedades como el cáncer, pero también ayudará a comprender mejor las enfermedades autoinmunes como el lupus o la esclerosis múltiple.

El premio de física lo comparten los estadounidenses Charles Kane y Eugene Mele por abrir el camino hacia un nuevo tipo de materiales llamados aislantes topológicos, que tienen la peculiaridad de conducir la corriente eléctrica en su superficie al mismo tiempo que son aislantes en el interior. Estos materiales ofrecerán un nuevo sistema controlado para investigar el comportamiento de las partículas subatómicas, pero además su extraña simetría representa un modelo para aplicar restricciones topológicas similares a otros tipos de fenómenos físicos, como la luz o el sonido. Más allá de su interés teórico, los expertos predicen grandes aplicaciones de estos futuros materiales en los sistemas electrónicos, incluyendo la computación cuántica.

Finalmente, el premio de matemáticas ha recaído en el francés Vincent Lafforgue por varias contribuciones en geometría algebraica con múltiples posibilidades de aplicación, desde la computación, la criptografía y la ciberseguridad a la mecánica cuántica o el diseño de nuevos materiales para crear energías limpias. Pero como si fuera el Gordo de Navidad, sigue el reparto de la lluvia de millones: Breakthrough apoya también los logros de los jóvenes investigadores concediendo otros seis premios adicionales de 600.000 dólares repartidos entre las categorías de física y matemáticas.

Hasta aquí, la información. Pero un aspecto interesante de los premios Breakthrough es que en solo siete ediciones han conseguido situarse como un nuevo referente destacado entre los galardones de ciencia (desde luego, con una resonancia científica internacional infinitamente mayor que nuestros Princesa de Asturias). Evidentemente, cuando alguien pone más de 22 millones de dólares encima de la mesa, pocos más argumentos se necesitan; aunque un Nobel seguirá siendo un Nobel, y probablemente más de un galardonado con el Breakthrough estaría dispuesto a renunciar a los más de dos millones de dólares de diferencia por hacerse con la medalla sueca.

Pero tratándose en todo caso de premios personalistas, un modelo que se corresponde poco o nada con la realidad actual de la ciencia colaborativa, los Breakthrough reúnen algunas cualidades que los sitúan en un contexto más de este siglo que los Nobel. Para empezar, premian ciencia de vanguardia, mientras que en general los Nobel continúan premiando ciencia del siglo XX. Cuando se presentan los ganadores de los Nobel en los medios a veces se transmite la impresión de que las investigaciones galardonadas son actuales; pueden serlo sus aplicaciones, pero los hallazgos suelen ser antiguos, en muchos casos de hace décadas.

La razón de esto es que en cierto modo los Nobel se han convertido en víctimas de su propio prestigio; se han hecho tan grandes que los jurados suelen aplicar criterios muy conservadores, demorando la distinción de logros o hallazgos hasta que el paso del tiempo los ha consolidado. En la práctica, y dado que un investigador que logra un avance importante suele dedicar el resto de su vida a él, los premios de ciencia se parecen al de Literatura: no se conceden a una obra concreta, sino a toda una carrera.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

Un ejemplo lo tenemos comparando el premio Breakthrough a Bennett y Krainer con el Nobel de Medicina de este año, concedido a James P. Allison y Tasuku Honjo por el descubrimiento de la inmunoterapia contra el cáncer. En ambos casos los tratamientos derivados de los hallazgos están de plena actualidad y aún tienen un enorme potencial de desarrollo futuro. Es más, ambos enfoques terapéuticos pueden convivir perfectamente durante las próximas décadas. Pero desde el punto de vista científico, que es de lo que se trata, la inmunoterapia es el pasado (también lo es la aspirina, un pasado mucho más antiguo, y aún sigue funcionando). En cambio, la terapia antisentido es una nueva frontera.

Todo lo cual, además y curiosamente, hace caer a los Premios Nobel en una contradicción. La organización suele escudarse en un seguimiento estricto de sus normas para justificar que solo se premie a un máximo de tres científicos en cada categoría, o que no se concedan premios póstumos. Pero en realidad estas restricciones no figuraban en el testamento en el que Alfred Nobel instituyó los premios, sino que fueron incorporadas después. Y en cambio, lo que sí figura en el testamento es que los premios deben concederse por avances logrados durante el año precedente. Lo que, obviamente, nunca se respeta.

Hasta tal punto los Nobel, sin perder nunca ni un ápice de su prestigio, sí son cada vez más cuestionados, que incluso existe una web dedicada a promover una reforma en estos premios para adecuarlos a la realidad de la ciencia actual y corregir sus errores. Su promotor es el astrofísico Brian Keating, buen conocedor de la organización como uno de los encargados de nominar a los candidatos. Keating ha llegado incluso a sugerir que los Nobel de ciencia se tomen un año de vacaciones para replantear su enfoque.

En cuanto a los Breakthrough, su carácter diferente y más actual se entiende repasando los nombres que están detrás de esta fundación: entre otros, Sergey Brin (Google), Mark Zuckerberg (Facebook), Anne Wojcicki (23andMe, líder en genómica personal) y Yuri Milner (magnate tecnológico). Como personajes del mundo de la tecnología, se comprende que estén más interesados en la ciencia puntera; incluso cuando se trata de ciencia básica, es previsible que los hallazgos merecedores de los premios vayan a ser también merecedores de jugosas inversiones en Silicon Valley, por lo que los Breakthrough pueden mover la cinta transportadora que mueve el dinero desde la empresa a la investigación para volver a la empresa y volver a la investigación.

Al fin y al cabo, de esto se trata: los premios promocionan la ciencia bajo la excusa de promocionar a los científicos. En palabras de Keating, «el propósito de Alfred Nobel no era engordar la cartera de los científicos. En su lugar, quería atraer la atención a sus trabajos beneficiosos e incentivar nuevas invenciones». Lo cual, para ser una idea de 1895, era una idea muy moderna.

El avión de Malaysia Airlines pasa a la historia de las desapariciones en el mar

Esta semana se ha anunciado que se suspende definitivamente la búsqueda del vuelo MH370 de Malaysia Airlines, un Boeing 777 desaparecido en el océano el 8 de marzo de 2014 mientras volaba de Kuala Lumpur a Pekín con 239 personas de 14 nacionalidades a bordo.

En cualquier caso estaba previsto que este último intento, iniciado a comienzos de 2018, finalizara este mes, pero ante la falta de resultados el gobierno malasio ha decidido abortar la búsqueda y ahorrarse 93 millones de dólares: la compañía encargada del rastreo, la estadounidense Ocean Infinity, había firmado un contrato bajo la condición de que solo cobraba si encontraba los restos.

El avión desaparecido, fotografiado en 2011. Imagen de Laurent ERRERA from L'Union, France / Wikipedia.

El avión desaparecido, fotografiado en 2011. Imagen de Laurent ERRERA from L’Union, France / Wikipedia.

La anterior búsqueda, dirigida por Australia y que terminó en enero de 2017, exploró más de 120.000 km² del fondo del océano Índico sin ningún resultado. A raíz de esta primera expedición se definió un área prioritaria de 25.000 km² que ha servido como base para la intervención de Ocean Infinity. Esta compañía dice contar con la flota más avanzada de vehículos submarinos autónomos del mundo, que en solo tres meses han cubierto un total de 112.000 km² de lecho oceánico en busca del MH370, una extensión casi similar a la rastreada por los investigadores australianos en dos años y medio.

Pese al fin prematuro de la operación, no puede decirse que los esfuerzos se hayan quedado cortos. Según declaraba en un comunicado el CEO de Ocean Infinity, Oliver Plunkett, «simplemente nunca antes se ha emprendido una búsqueda submarina de esta escala llevada a cabo con tanta eficiencia y efectividad». Basta repasar la historia de la búsqueda, tanto de esta que ahora concluye como de la primera, para comprobar que los medios tecnológicos empleados han sido espectaculares.

El buque Seabed Constructor de Ocean Infinity, con uno de sus submarinos autónomos. Imagen de Ocean Infinity.

El buque Seabed Constructor de Ocean Infinity, con uno de sus submarinos autónomos. Imagen de Ocean Infinity.

Pero todo ello no ha servido para resolver el misterio de qué le sucedió al MH370 y cuál fue su último paradero. Frente a todo el despliegue de tecnología, los únicos testimonios mudos del siniestro han aparecido por sí solos, fragmentos dispersos del avión transportados a la deriva por las corrientes marinas.

Dada la atracción del ser humano por los misterios (y lo rentables que resultan para quien sabe explotarlos), casos como el del MH370 son los que han alimentado mitos que nunca decaen: exageraciones, datos falsos, verdades a medias y mucho cherry-picking (como llaman en inglés a quedarnos solo con la parte que nos interesa) dieron origen a productos comerciales como el Triángulo de las Bermudas.

Pero lo cierto es que todavía en el siglo XXI es posible que el mar se trague más de 200.000 kilos de avión sin dejar rastro. La tragedia del MH370 se suma ahora a otros muchos casos históricos de desapariciones aéreas inexplicadas, entre las cuales hay algunas muy célebres como la del explorador noruego Roald Amundsen, que el 18 de junio de 1928 se desvaneció sobre el Ártico con otros cinco tripulantes, o la de la aviadora estadounidense Amelia Earhart y su navegante Fred Noonan, esfumados en el Pacífico el 2 de julio de 1937.

Por su parte, Ocean Infinity ha manifestado su deseo de reemprender la búsqueda del MH370 en el futuro, pero según lo publicado no parece muy probable que el gobierno de Malasia vuelva a encargar una nueva operación, al menos mientras no existan nuevas pruebas que pudieran orientar el rastreo en una nueva dirección con ciertas garantías de éxito.

La pulsera de Saint-Exupéry, hallada en 1998. Imagen de Fredriga / Wikipedia.

La pulsera de Saint-Exupéry, hallada en 1998. Imagen de Fredriga / Wikipedia.

Tal vez algún día, por casualidad o no, nuevas pistas dejen otro hilo del que tirar que pueda conducir hacia los restos del MH370. Ocurrió con otra famosa desaparición, la de Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito. En 1998 el hallazgo casual en el mar de una pulsera identificativa de plata supuestamente perteneciente al escritor llevó entre 2000 y 2003 al descubrimiento de los fragmentos del avión cerca de la costa de Marsella.

A su vez, la localización de estos restos pudo vincularse a la aparición del cadáver de un aviador francés en la costa solo días después del último vuelo de Saint-Exupéry el 31 de julio de 1944. Por cierto que las técnicas actuales permitirían al menos investigar si aquel cadáver sin identificar, enterrado en la localidad de Carqueiranne, podría ser el del escritor. Si se quisiera saber. Que, al parecer, no se quiere. Pero esta es otra historia que, si acaso, ya contaremos otro día.

«En los drones militares autónomos falta la tecnología para distinguir a los objetivos de los civiles»

En los últimos años y más aún en los últimos meses, tanto en los medios políticos como en los científico-tecnológicos se viene hablando de los distintos avances que se están acometiendo hacia el desarrollo de drones militares autónomos, aquellos que podrían seleccionar sus objetivos y abatirlos (eufemismo de «matar») sin intervención humana, guiándose por sus propias decisiones basadas en algoritmos de Inteligencia Artificial (IA) y aprendizaje automático.

Actualmente existen drones militares armados como el MQ-9 Reaper de General Atomics, que forma parte del arsenal de varios países; España comenzará a utilizarlos en 2019. Estos aparatos pueden volar solos, aunque suelen pilotarse a distancia; pero no matan solos.

Dron MQ-9 Reaper. Imagen de USAF.

Dron MQ-9 Reaper. Imagen de USAF.

La posibilidad de que algún día despeguen drones capaces de decidir por sí mismos sobre la vida y la muerte de seres humanos no solo es escalofriante, sino que según los expertos estas armas serían considerablemente más difíciles de vigilar que las nucleares, químicas o biológicas. Para estas se necesitan instalaciones militares específicas que pueden ser monitorizadas con mayor o menor facilidad, incluso vía satélite. Por el contrario, dicen los expertos, lo que distingue a los drones autónomos de los actuales es el software, y esto no puede vigilarse desde el espacio; menos aún teniendo en cuenta que gran parte de la tecnología implicada es de origen civil.

Por si aún dudan sobre la conveniencia de que estas tecnologías lleguen a ver la luz, les recomiendo ver este vídeo titulado Slaughterbots (Robots asesinos), elaborado por la Campaña contra los Robots Asesinos promovida por el Comité Internacional para el Control de las Armas Robóticas (ICRAC) y otras organizaciones. Hay quienes lo han tildado de alarmista. Pero necesariamente alarmista.

Mientras trabajaba en un reportaje para otro medio, me pareció interesante recabar y traerles aquí una breve visión de uno de los mayores expertos en esta área. El científico computacional Jeremy Straub, profesor de la Universidad Estatal de Dakota del Norte (EEUU) y director adjunto del Instituto de Investigación y Formación en Ciberseguridad, trabaja en IA y en sus aplicaciones autónomas aeroespaciales. Por tanto, Straub es uno de los científicos que se encuentran en esa incómoda encrucijada, desarrollando tecnologías que pueden aportar notables beneficios a la humanidad, pero que también pueden aplicarse para causar un inmenso daño.

¿Existe ya la tecnología de drones autónomos?

Actualmente ya se utiliza bastante autonomía en el vuelo de drones. Incluso muchos drones personales tienen navegación por GPS de punto a punto. Los drones militares pueden hacer uso de la misma tecnología de autopilotado. Los drones deben tener también la capacidad de operar de forma autónoma hasta cierto punto, en caso de que las comunicaciones se pierdan o sean interferidas por un enemigo, por lo que esto también está presente en los aparatos militares actuales.

¿Qué podría salir mal?

En el presente hay algunos obstáculos técnicos. Uno de los principales es la necesidad de identificar de forma precisa a los posibles objetivos. En particular, falta la tecnología necesaria para distinguir a los objetivos legítimos de los civiles o transeúntes. Para estas decisiones se requiere un contexto significativo, algo que ahora no es técnicamente práctico.

¿Cree posible que llegue a acordarse un veto internacional para este tipo de armas, como están impulsando varias organizaciones?

Personalmente me sorprendería bastante que se llegara al acuerdo de cualquier tipo de veto, porque ciertas naciones tienen más capacidades que otras en esta área, y lo ven como una ventaja competitiva. Además, los países podrían estar preocupados por el posible desarrollo secreto de estas armas por parte de los no firmantes del tratado, lo que les haría recelar de abandonar o limitar sus propios programas.

Si no se llega a un veto, ¿podría el desarrollo de los drones autónomos llevar a una situación similar a la de las armas nucleares en la Guerra Fría, de no agresión por disuasión?

Una limitación del uso basada en la disuasión, al estilo de la de la Guerra Fría, parece una situación plausible. Dado que el uso de los vehículos aéreos no tripulados no crea el mismo tipo de destrucción a gran escala que las armas nucleares, no estoy completamente seguro de que esto llegara a suprimir por completo el uso de los drones y sus ataques. Sin embargo, probablemente sí impediría un ataque masivo a gran escala que sería respondido de forma similar por la propia flota de drones del país atacado.

Marconi, el pionero de la radio que escapó de morir en el Titanic (y en el Lusitania)

Hace unos días les contaba aquí cómo una mala casualidad llevó al químico francés René Jacques Lévy a perder la vida en el Titanic, un barco en el que no debería haber viajado. Pero la suerte viene en dos sabores, y a algunos les toca la versión dulce. Este fue el caso del inventor y empresario italo-británico Guglielmo Marconi, uno de los pioneros de la radio y premio Nobel de Física en 1909 por su aportación al desarrollo de la telegrafía sin hilos (hoy más conocida como wireless).

Debido a dos casualidades afortunadas, Marconi y su mujer se libraron de viajar en la funesta travesía del Titanic. Pero además, y para los fans de esa divertidamente gore saga de películas titulada Destino final, el italiano burlaría una segunda vez a la muerte que le esperaba en el mar, para finalmente fallecer en su cama de un prosaico ataque cardíaco.

Guglielmo Marconi con sus equipos en 1901. Imagen de Wikipedia.

Guglielmo Marconi con sus equipos en 1901. Imagen de Wikipedia.

En su libro My Father, Marconi, su hija Degna contaba que su familia tenía alquilada una propiedad cerca de Southampton (Inglaterra), en cuyo extremo se erguía una torre de tres pisos a la orilla del mar. En la mañana del 10 de abril de 1912, Degna y su madre ascendieron a la torre para ver pasar al Titanic, que acababa de zarpar con rumbo a América.

La niña solo tenía entonces tres años y medio, pero recordaba bien la escena: «juntas saludamos al barco, inmenso y resplandeciente al sol de primavera, y docenas de pañuelos y bufandas nos saludaron de vuelta. Mientras el Titanic desaparecía de nuestra vista sobre las aguas calmadas, descendimos lentamente los escalones». Sin embargo, Degna recordaba también cómo entonces su madre le apretaba la mano con tristeza. Años después supo por qué: «ella deseaba estar a bordo».

Marconi y su esposa, Beatrice, habían sido invitados por la White Star Line para viajar en la travesía inaugural del Titanic por cuenta de la naviera (algunos relatos de la historia se refieren a la familia entera, pero lo cierto es que el libro de Degna solo menciona a sus padres). Según contaba Degna, su padre tenía mucho trabajo pendiente que resolver y para ello necesitaba la ayuda de un taquígrafo. Marconi disponía del suyo propio, un tal Magrini, pero «era inservible a bordo de un barco; pasaba el viaje mareado de costa a costa». Así que debía recurrir al taquígrafo del propio buque. Pero, casualidad afortunada número uno, Marconi sabía que el taquígrafo del Lusitania era más rápido y competente, por lo que cambió su pasaje a este barco, que zarpaba tres días antes.

El Titanic, el 2 de abril de 1912. Imagen de Wikipedia.

El Titanic, el 2 de abril de 1912. Imagen de Wikipedia.

Así, la idea era que Beatrice tomara el Titanic y se reuniera con su marido en Nueva York. Pero, casualidad afortunada número dos, el pequeño de los Marconi enfermó. «Entonces Giulio lo arruinó todo cayendo presa de una de esas alarmantes fiebres de bebé que pueden ser el preludio de algo o de nada», escribía Degna. «Ella cableó que debía posponer su viaje y quedarse a cuidar a su pequeño, y afrontar otra de esas separaciones interminables que tanto afectaban a su matrimonio».

A su llegada a Nueva York en el Lusitania, Marconi supo que un mensaje recibido por una de sus estaciones traía noticias de un desastre en el mar. La mañana del 15 de abril el diario The New York Times publicaba la información: «a las 10:25 de anoche, el barco de la White Star Titanic emitió un CQD [de Come Quick, Danger, la señal de auxilio anterior al SOS] a la estación inalámbrica Marconi local informando de que había colisionado con un iceberg. El barco dijo necesitar ayuda inmediata». El periódico había tratado de contactar telegráficamente con el capitán, sin éxito.

Lo que siguió fue, según Degna, un «pandemonio» de confusión y rumores, hasta tal punto que el diario Evening Sun de Nueva York informó aquella tarde de que todos los ocupantes del Titanic habían sido rescatados y que el buque estaba siendo remolcado con destino a Halifax, en Canadá. A última hora de la tarde se conoció una realidad muy diferente, que unos 700 supervivientes viajaban en el Carpathia hacia Nueva York, y que el resto hasta los más de 2.200, junto con el barco, habían quedado en el mar.

Cuando el 18 de abril el Carpathia atracó en el puerto neoyorquino, Marconi fue uno de los primeros en abordarlo, y por una buena razón. En medio de la consternación provocada por la tragedia del Titanic, el día anterior Marconi había recibido un entusiasta homenaje en la Sociedad Eléctrica de Nueva York. Según relataba el Times, el motivo lo había resumido en aquel acto el inventor estadounidense Frank Sprague: «Cuando mañana por la noche 700 u 800 personas pisen tierra en Nueva York, podrán mirarle a usted como su salvador».

El primer sistema práctico y comercial de telegrafía inalámbrica, desarrollado por Marconi, había sido clave para que el Carpathia supiera del naufragio del Titanic y acudiera a rescatar a los supervivientes. De hecho, los dos radiotelegrafistas del barco siniestrado no eran empleados de la naviera White Star, sino de la compañía Marconi. El primer oficial, Jack Phillips, había perecido en el desastre; el segundo, Harold Bride, viajaba en el Carpathia.

Réplica de la sala de radiotelegrafía Marconi del Titanic. Imagen de Cliff1066 / W. Rebel / Wikipedia.

Réplica de la sala de radiotelegrafía Marconi del Titanic. Imagen de Cliff1066 / W. Rebel / Wikipedia.

Cuando Marconi subió al barco apenas tocó puerto, fue para entrevistarse con Bride y el telegrafista del Carpathia. Ambos operadores, junto con el fallecido Phillips, habían sido los artífices del rescate de más de 700 personas, gracias a la tecnología de Marconi. Unos días después, relataba Degna, los supervivientes se congregaron en el hotel donde se alojaba Marconi para expresarle su gratitud con una medalla de oro.

Según narraba Degna, paradójicamente el desastre del Titanic propició el ascenso de su padre a la cumbre de su carrera: el mundo entero fue consciente del inmenso poder de la telegrafía inalámbrica para salvar vidas, y desde entonces los equipos de Marconi se convirtieron en una herramienta imprescindible en la navegación marítima. Anecdóticamente, también el accidente cambió el estándar internacional de socorro: además de la señal usada hasta entonces, CQD, el Titanic emitió también el nuevo código propuesto, SOS, más fácil de marcar en Morse. Según Degna, aquella fue la primera vez que se lanzó al aire un SOS.

Llegamos así al “destino final” que Marconi logró evitar: tres años después del desastre del Titanic, en abril de 1915, el inventor embarcó de nuevo en Inglaterra en el Lusitania rumbo a Nueva York para testificar en un juicio por una patente. La Primera Guerra Mundial había comenzado, y Alemania había declarado las aguas británicas como zona de guerra. Cuando el trasatlántico regresaba de vuelta a Liverpool, la tarde del 7 de mayo, fue torpedeado y hundido por un submarino alemán cerca de la costa de Irlanda. Casi 1.200 personas perdieron la vida, mientras Marconi estaba sano y salvo en América.

Ilustración del hundimiento del Lusitania por Norman Wilkinson. Imagen de Circumscriptor / Wikipedia.

Ilustración del hundimiento del Lusitania por Norman Wilkinson. Imagen de Circumscriptor / Wikipedia.

Quien sí viajaba aquel día en el Lusitania y se hundió con él fue el millonario estadounidense Alfred Gwynne Vanderbilt. Cuenta la historia de su familia que Vanderbilt estuvo a punto de viajar tres años antes en el Titanic. Lo cierto es que hay cierta neblina al respecto: una investigación histórica determinó que el Vanderbilt que había comprado pasaje en el Titanic y finalmente decidió no viajar fue en realidad el tío de Alfred, George Washington Vanderbilt (que no murió en el Lusitania). Sin embargo, un descendiente de la saga escribía en una web sobre el Lusitania que, de acuerdo a la tradición de su familia, “Alfred también había considerado seriamente viajar en el Titanic”. Fuera cual fuese la realidad, la conclusión es la misma; no hay destinos finales, pero la suerte viene en dos sabores, y a algunos les toca la versión amarga.