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‘Inmune’, película modélica de todos los errores sobre virus, infecciones e inmunidad

Como mencioné unos días atrás, pensaba hacer aquí un tema sobre los errores típicos cometidos en las películas, series y videojuegos sobre virus, infecciones e inmunidad. Pero casualmente el capricho de los dedos sobre los botones del mando a distancia me ha llevado a ver una película que contiene una gran parte de ellos, así que he decidido tomarla como estudio de caso. Y me van a permitir que vuelva a un tono que abandoné durante la pandemia porque entonces la gravedad de la situación no permitía coñas.

Con todos ustedes, Inmune (originalmente Songbird, vaya usted a saber por qué), un bodrio disponible en Amazon Prime Video. Se trata de una película dirigida a un público juvenil, y que puede calificarse como esféricamente mala; es mala, se mire desde donde se la mire. Es mala en perspectiva axonométrica, en los ejes x, y y z.

Inevitablemente, siguen spoilers. Pero no importa; de verdad, no la vean.

Un fotograma de Inmune (2020). Imagen de STXfilms / Amazon Prime Video.

Para empezar y como simple película, antes de entrar en más, resulta tan boba y sosa que no habría aguantado más allá del primer cuarto de hora, de no haberme obligado a mí mismo a verla hasta el final por la curiosidad de saber (y comentar aquí) qué está haciendo Hollywood con la pandemia.

La película está rodada en 2020, en plena explosión de la pandemia, por lo que sus guionistas han podido contar con una experiencia real que no ha estado al alcance de los autores de películas anteriores sobre virus y pandemias. Y a pesar de ello, se diría que han preferido pasar el brazo sobre la mesa para barrer al suelo toda la información y centrarse en lo de verdad, lo que sale en Twitter.

En primer lugar, la enfermedad de la película es la «COVID-23». Una tontería semejante solo se le había ocurrido a un responsable político madrileño y a un inmunólogo que luego se retractó (el político no, que yo sepa); total, para qué va la Organización Mundial de la Salud a molestarse en estandarizar denominaciones clínicas de diagnóstico, si luego cada uno le pone a las enfermedades el nombre que le da la gana, actualizando la fecha como si fuera la nueva edición del FIFA de la Play. O como si uno fuera al médico y no le diagnosticaran una diabetes, sino una diabetifluachis porque al médico le ha parecido similar a la diabetes, pero no del todo.

Por lo demás, y abundando en lo de Twitter, el mensaje de la película es delirante, confeccionado a medida de la comunidad conspiranoica: las autoridades sanitarias son malvadas, ordenando confinamientos para exterminar a la población, y exterminándola activamente cuando no se dejan morir sin más.

El villano, el jefe de dicha autoridad sanitaria, ya tiene que haber sido concebido como parodia, porque no puede entenderse de otro modo: es el malo de Fargo (el que hacía carne picada con Steve Buscemi; perdón, no con, sino de). No solo es el mismo actor, sino incluso casi el mismo personaje, un pedazo de psicópata que no duda en matar a los enfermos con sus propias manos si es necesario (por otra parte, hay que decir que la interpretación histriónica y disparatada de Peter Stormare es casi lo único que puede salvarse; no sé qué clase de persona será este hombre, pero con su historial interpretativo yo me cambiaría de acera si me lo cruzase).

Desde el punto de vista científico, la película es de llevarse la mano a la frente mientras uno se muerde el labio inferior y mueve la cabeza de lado a lado. Pero más que invitar a la risa, lo hace a la preocupación, ya que perpetúa errores estereotipados y bulos sobre virus, inmunidad y epidemias.

Debo aclarar que la gran mayoría de la ciencia que cuento aquí ya se conocía antes de la pandemia, no se ha descubierto a raíz de esta. Son disculpables los errores referidos a cosas que en 2020, cuando se rodó la película, probablemente todavía no se sabían; por ejemplo, la obsesiva esterilización con ultravioletas (que de todos modos también está mal planteada), en un momento en el que aún se pensaba que el contagio por contacto con objetos o superficies podía ser relevante. Pero en lo demás, simplemente con que se hubieran ahorrado a Demi Moore, que no aporta nada, habrían tenido presupuesto para contratar a diez o doce científicos expertos como asesores.

En primer lugar, y de los creadores de «cámaras térmicas para detectar la COVID-19 a distancia», llega ahora la app del móvil para diagnosticar con un selfie si se está infectado o no.

Como ya he explicado aquí unas cuantas veces, el uso de cámaras térmicas y termómetros sin contacto como presuntos métodos de screening de esta o de cualquier otra infección ya había sido desacreditado por los estudios científicos antes de esta pandemia, y ha sido re-desacreditado por los estudios científicos durante esta pandemia; todo lo cual no ha impedido que se convirtiera en un negocio muy exitoso del que algunos han sacado tajada.

Una vez más, no existe forma humana, divina ni alienígena de detectar la infección con una imagen, ya sea de infrarrojos, ultravioletas o rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Incluso aunque se tratara de un virus que hiciera nacer un cuerno en mitad de la frente, una foto tampoco podría detectar la infección si la persona acabara de contagiarse y aún estuviera incubando la enfermedad.

Precisamente esto, el tiempo de incubación, es otro de los errores estereotipados del cine sobre virus. Lo típico en las películas de zombis es que no existe tal periodo: un zombi muerde a alguien, y este apenas tarda unos segundos en convertirse para, a su vez, convertir a otros. Esto puede ocurrir con las posesiones demoníacas, ya que no existen; pero no con las infecciones.

Pues aunque parezca algo tan evidentemente erróneo que nadie caería en ello, se cae constantemente. A ver quién no ha oído una historia parecida a esta durante la pandemia (yo sí, unas cuantas veces): Fulano dice que teme haberse infectado, porque ayer cenó con Mengano, y Mengano le ha llamado hoy para decirle que a su vez estuvo esa mañana con Zutano y que este le ha dicho hoy que ha dado positivo.

Aunque Mengano se hubiera contagiado durante su encuentro con Zutano, no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para que Mengano sea infeccioso. Hasta dentro de unos días, pasado su periodo de incubación, no podrá contagiar a nadie. Fulano está completamente a salvo. Este mecanismo zombi de contagio instantáneo en cadena también ha sido invocado a lo largo de la pandemia para plantear el absurdo escenario de que ciertas concentraciones de personas eran infectódromos donde todos se iban pasando el virus de unos a otros como si fuera el huevo en la cuchara de esas fiestas de los años 50.

También en Inmune hay algo de esto: cuando el malísimo Stormare recoge el cadáver de la abuela de la chica, que acaba de morir después de enfermar ayer, le dice a esta que ella no ha enfermado, luego es inmune. Es evidente que no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para saber si la chica está infectada o no.

Esto de los inmunes y los no inmunes también tiene su comentario, ya que es el tema principal de la película: hay algunas personas certificadas inmunes, por razones que no se cuentan, y que obtienen una pulsera amarilla que les permite moverse libremente.

Lo que está mal comienza por el nombre: estas personas no son inmunes, sino resistentes. Inmune es alguien que ha desarrollado una inmunidad al virus, ya sea por infección o vacunación, que le protege o bien de una reinfección, o bien de los síntomas. Pero esta inmunidad no es necesariamente completa ni eterna; puede ser solo parcial y decaer con el tiempo, como ocurre en las personas recuperadas de una infección o vacunadas contra ella. Y generalmente las vacunas no proporcionan inmunidad esterilizante, como ya hemos contado aquí (por cierto, en la película parece que no existen las vacunas; ¿habrán decidido prescindir de este escollo para no meterse en fregados que pudieran molestar a la comunidad conspiranoica?).

Otra cosa diferente es la resistencia a un virus conferida por alguna variante genética rara. Las personas que tienen una mutación llamada delta-32 en el receptor CCR5 del virus del sida son resistentes al VIH, porque no puede infectar sus células diana. Pero estas personas no solo no se infectan, sino que no pueden contagiar a otras. Por lo tanto, la película está mezclando churras con merinas en una balsa de cacao mental: las personas inmunes sí podrían contagiar a otras, pero no serían totalmente inmunes porque sí para siempre certificado con pulserita amarilla, y en cambio las personas resistentes no se contagiarían y sí merecerían la pulserita, pero no podrían contagiar a otras.

De forma más general, esto cae en el estereotipo de la gran mayoría de las películas sobre virus, de creer que la inmunidad y las vacunas son como las vidas extra de los videojuegos. En la vida real, la inmunidad no es un icono en la esquina de la pantalla que le vuelve a uno invulnerable. Es mucho más complicado.

Por ejemplo, en la población hay una heterogeneidad de susceptibilidad, lo que significa que no todo el mundo es igualmente susceptible a la infección ni a los síntomas, ni tampoco a la condición de infectar a otros. Aunque en esta película se dice al principio, por medio de un informativo en televisión, que la mortalidad del virus es del 56%, lo cierto es que al 44% que sobrevive no les han dado papel, porque no aparece ningún recuperado. Esta es la típica idea errónea tantas veces vista en el cine: el virus afecta a todo el mundo por igual, salvo quizá a algún «inmune». Sería de esperar que, con todo lo que se ha informado durante esta pandemia, una película rodada ahora lo hubiera pillado. Pero no.

Otro detalle de saltar sobre el sillón es el de la transmisión del virus por el aire. Esto se ha contado mil veces durante la pandemia, pero no hay manera: transmisión por el aire, no por el viento. Transmisión por el aire significa que no hace falta que una persona contagiada te tosa, estornude o escupa encima para infectarte. Basta con que respire frente a ti en estrecha proximidad durante un tiempo suficiente para que la concentración LOCAL del virus en ese aire que compartís sea suficiente para infectarte, o que respire en el mismo espacio cerrado, pequeño y mal ventilado en el que tú estás respirando.

Pero no, no significa que el virus esté presente en el aire general a una cierta concentración como si fueran partículas radiactivas, de modo que quien simplemente respire vaya a contagiarse, algo muy visto en muchas películas sobre virus, y copiado en la misma realidad real de quienes van por la calle caminando solos con mascarilla. El virus no dobla esquinas ni entra por la ventana. Aunque parezca mentira, los virus son criaturas extremadamente frágiles, que fuera de su hospedador se mueren rápidamente. Cuando el personaje de Demi Moore le dice a su adúltero marido algo así como «sabes que cada vez que abres la puerta de casa nos expones al contagio» (viven en un chaletazo con gran jardín), se entiende que Demi Moore está en horas bajas. Más aún cuando ni siquiera debió de picarle la curiosidad de preguntar a los guionistas de dónde venía el aire que respiraban en casa, si no era de la propia calle.

En fin, seguro que se me han quedado cosas en el tintero. Pero dado que no hay acción sin reacción, al menos algo aprovechable he podido extraer de esos 86 minutos. Solía gustarme que Amazon Prime Video, a diferencia de otras plataformas, muestre una valoración de las películas, en este caso la de IMDb (al parecer, Netflix solía hacerlo en sus primeros tiempos, pero lo quitaron porque resultaba que nadie veía las mal valoradas). Pero el hecho de que Inmune tenga una nota de 4,7, casi un aprobado, me recuerda que las valoraciones las carga el diablo. Y que no debo permitir a los dedos que hagan lo que quieran sin consultar al cerebro.

Los niños, una de las incógnitas sobre el futuro de la pandemia

Nada en ciencia se ha investigado tanto en tan poco tiempo como el coronavirus SARS-CoV-2 y la COVID-19, y no estaría mal pararnos de vez en cuando a pensar que si hoy ya no es la amenaza que era hace dos años no ha sido por casualidad ni por la fuerza de la naturaleza, ni por las danzas de la lluvia ni por las medidas de los gobiernos, sino gracias a los investigadores que han volcado un inmenso esfuerzo cuando era necesario reunir todo el ingenio humano para sacarnos de esta. Con independencia de la casualidad, la fuerza de la naturaleza y las danzas de la lluvia, y a pesar de las medidas de los gobiernos.

Frente a todo lo mucho que se sabe sobre el virus y su enfermedad, hay todavía importantes lagunas. La más grande y preocupante es la llamada cóvid persistente o larga; quiénes, cómo y por cuánto tiempo sufrirán secuelas una vez superada la enfermedad. Pero hay otras lagunillas que aún no se han podido sondear con la suficiente profundidad. Una de ellas es la respuesta de los niños frente al virus.

Por suerte, y esto sí es por suerte, no hemos tenido que vernos hasta ahora en una situación similar a la de la gripe de 1918 (la mal llamada «española»), cuando la segunda oleada comenzó a afectar sobre todo a personas jóvenes y sanas, incluyendo niños. Se piensa que esto se debió a que aquella gripe, como ocurre a veces con ciertas infecciones, era capaz de provocar una reacción inmunopatológica, un síndrome multiinflamatorio sistémico que levantaba una revolución del sistema inmune contra el propio organismo. Y cuanto más fuerte era el sistema inmune, como en las personas jóvenes y sanas, peor era esa autoagresión. En muchos enfermos graves de cóvid se ha observado también una respuesta de este tipo, y aunque en un principio se pensó que podía ser la causa principal de mortalidad, esto no ha quedado sólidamente establecido.

Con esta pandemia hemos tenido la incalculable suerte de que los niños han sido los menos afectados por la enfermedad. De los estudios se ha desprendido la idea de que se infectan menos, y cuando lo hacen enferman menos. Pero el virus no desaparecerá, y la posibilidad de que alguna variante futura se cebe especialmente con ellos es algo que no puede descartarse. Es por esto que se han adaptado las vacunas para los niños y se ha estudiado por qué sufren menos la enfermedad que los adultos. Las respuestas aún no son definitivas, y a veces los resultados no coinciden.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Un ejemplo lo tenemos muy reciente: con pocas semanas de diferencia hemos conocido un estudio según el cual la respuesta de anticuerpos en niños que han pasado la cóvid es menor que en los adultos, y otro que dice lo contrario, que es mucho más potente que en los adultos.

Recordemos que el sistema inmune se divide en dos grandes fuerzas, la inmunidad innata, también llamada no específica, y la inmunidad adaptativa, adquirida o específica. La primera es la respuesta temprana de emergencia. No reconoce cuál es el patógeno concreto contra el que tiene que luchar, sino que se limita a poner en marcha una serie de mecanismos de defensa general, al tiempo que se encarga también de despertar la inmunidad adaptativa. Esta, que tarda algo más en actuar, es la que se ocupa de fabricar una respuesta a medida contra el patógeno, a través de anticuerpos y linfocitos B y T que lo reconocen de forma concreta y dejan un recuerdo, una memoria inmunológica preparada para actuar más deprisa si el mismo patógeno vuelve a aparecer en el futuro.

En el caso de la cóvid se sabe que los niños despliegan una respuesta innata potente contra el virus, y se cree que esto podría explicar por qué la enfermedad les ha afectado menos. Por desgracia, también hay casos de niños que han fallecido a causa del virus, sobre todo aquellos que tenían otras patologías, y se han dado casos de un síndrome inflamatorio sistémico que en su momento generó cierto pánico. Pero, en general, la enfermedad ha sido muy benevolente o incluso inexistente en la gran mayoría de los niños, a pesar de que se han detectado en ellos cargas virales similares a las de los adultos.

Varios estudios han encontrado en los niños altos niveles de ciertos marcadores bioquímicos asociados a la respuesta innata, como interleukinas e interferones, moléculas que actúan como mensajeras entre células inmunitarias para poner los sistemas en alerta. También se ha detectado en ellos una mayor presencia de algunas clases de células propias de la respuesta innata, como neutrófilos activados, un tipo de glóbulos blancos de la sangre que ingieren y destruyen el virus.

Ocurre que, en contra de lo que podría creerse, en realidad la variación de la respuesta inmune con ciertos factores como la edad es un campo más bien poco estudiado. Y es así porque en la historia de la inmunología moderna tampoco se había presentado una situación en la que esto pudiera ser tan determinante. Se sabe que el envejecimiento causa un deterioro de las respuestas, como ocurre con todo el funcionamiento del organismo en general. Y se sabe que los niños tienen una gran fortaleza inmunitaria, aunque su sistema todavía esté menos entrenado y tenga un menor repertorio de memoria contra infecciones pasadas. Pero ¿que pueda haber una respuesta cualtitativamente distinta en niños y adultos contra un mismo patógeno? Esto no está en los libros de texto.

Y pasa que esto es importante en el momento en que nos encontramos, de cara al posible futuro de la pandemia. Es natural que en la calle el ánimo y la actitud frente al riesgo del virus hayan cambiado radicalmente respecto a hace dos años, pero los científicos no bajan la guardia. Porque si bien una respuesta innata más potente en los niños puede ser una ventaja a corto plazo, en su primer encuentro con el virus, en cambio a largo plazo podría convertirse en un inconveniente.

Este es el porqué: si la respuesta innata de los niños es lo suficientemente fuerte para librarles del virus en muchos casos, quizá la segunda oleada, la de la respuesta adquirida, no llegue a activarse lo suficiente. Esta última es la responsable de la memoria inmunológica. Y si no se crea memoria inmunológica, no quedarán en absoluto inmunizados. Podrían volver a contagiarse sin que su cuerpo recordara haber pasado la infección antes, como si fuera la primera vez. Y esto podría ser preocupante si surgiera alguna variante que pudiera afectarles en mayor medida.

Por lo tanto, interesa mucho saber qué tal lo ha hecho la respuesta adaptativa o adquirida en los niños, y para esto es necesario medir sus niveles de anticuerpos generales contra el virus, de anticuerpos neutralizantes en particular —aquellos que bloquean la entrada del virus a las células— y de los distintos tipos de células B y T contra el virus, incluyendo las células de memoria. Y todo ello en comparación con los adultos, para poder evaluar si su nivel de protección es semejante.

Pero aquí es donde surgen las discrepancias. Estudios iniciales en pequeños grupos de pacientes mostraron que los niños, con síntomas más leves que los adultos, tenían niveles similares de anticuerpos contra el virus, pero menos anticuerpos neutralizantes y menos células T encargadas de regular y potenciar la respuesta.

Ahora bien, y si una de las funciones de la respuesta innata es precisamente hacer saltar la alarma para que se ponga en marcha la inmunidad adaptativa, ¿por qué esto podría estar fallando en los niños? Uno de los estudios encontró que tenían menores niveles de monocitos inflamatorios, uno de los mecanismos que sirve de conexión entre ambas respuestas. De este modo, la alarma podría saltar, pero no escucharse.

Sin embargo y como ya he anticipado arriba, los resultados que han ido llegando después no señalan a una conclusión clara. A comienzos de marzo un pequeño estudio en Australia observó que, a igual carga viral entre niños y adultos y con síntomas leves o ausentes, solo la mitad de los primeros en comparación con los segundos producían anticuerpos contra el virus: un 37% de los niños frente a un 76% de los adultos (también hay un grupo considerable de adultos que no generan anticuerpos después de la infección). Los niños también tenían niveles más bajos de células de memoria. Y sin embargo, extrañamente en este caso los investigadores tampoco encontraron un aumento significativo de marcadores de la respuesta innata.

Los autores escribían: «estas observaciones sugieren que la serología puede ser un marcador menos fiable de infección previa con SARS-CoV-2 en los niños». Es decir, advierten sobre la posibilidad de que se estén infectando más niños de los que reflejan los datos oficiales, pero que muchos casos pasen inadvertidos porque no han tenido síntomas y en su sangre no ha quedado el rastro de la infección en forma de anticuerpos. Por ello los autores proponen «apoyar las estrategias para proteger a los niños contra la COVID-19, incluyendo la vacunación».

Solo unos días después del estudio australiano hemos conocido otro de la Universidad Johns Hopkins (este de verdad, no como algunos fakes que se han atribuido a esta universidad durante la pandemia) en colaboración con el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) que parece decir lo contrario: los niveles de anticuerpos contra la zona de la proteína Spike del virus que sirve para invadir las células son 13 veces mayores en niños de 0 a 4 años que en adultos, y 9 veces mayores en los de 5 a 17 años. Y específicamente los anticuerpos neutralizantes son también más abundantes, el doble en los niños de 0 a 4 años que en los adultos.

Pero aunque estos resultados puedan parecer contradictorios con los anteriores, hay que fijarse en los detalles: el estudio de la Johns Hopkins no se basa en un grupo de pacientes confirmados de infección, sino que se enmarca en un proyecto de vigilancia de la enfermedad en una población de hogares con niños pequeños. Los autores tomaron muestras de sangre de 682 personas, más o menos mitad y mitad de adultos y niños, en 175 hogares. De estas, encontraron anticuerpos en 56 participantes, de los cuales exactamente la mitad eran niños, y fue en estas muestras seropositivas donde compararon los niveles de anticuerpos en niños y adultos.

Es decir, el estudio no contempla la posibilidad de que una parte de la población analizada se haya infectado pero no haya generado anticuerpos (este es el caso también de otro estudio reciente de la Universidad de Texas). Y con todo, los autores observan que los niños tienen niveles de anticuerpos neutralizantes relativamente bajos con respecto a sus propios anticuerpos totales contra el virus, algo a lo que dicen no encontrar explicación.

Pese a todo, hay que decir que otros estudios previos han encontrado también una buena respuesta de anticuerpos en los niños, pero en general todos ellos han analizado poblaciones relativamente pequeñas. Lo cual no dará el asunto por zanjado hasta que tengamos más estudios, más estandarizados, y metaestudios que analicen los resultados en conjunto. Otra variable que hasta ahora se escapa es la de las variantes; en general los estudios sobre la respuesta de memoria en los niños se han referido a variantes anteriores o, en el caso de los más recientes, no han distinguido estas de las más nuevas como Delta u Ómicron.

La pandemia ya debería habernos enseñado que no sabemos lo que va a ocurrir en el futuro. Lo que hemos aprendido nos dice que las vacunas también funcionan en los niños, pero en esta franja de edad las tasas de vacunación han sido menores que en los adultos. Muchos padres y madres han decidido que sus hijos no necesitan la vacuna, que la enfermedad en los niños es leve y que no corren peligro, menos aún en esta fase que ya muchos contemplan como los últimos estertores de la pandemia. Y ojalá sea así.

Pero en realidad no lo sabemos. Las reacciones de pánico de quienes acapararon en las compras en los supermercados tienen también su equivalencia en los codazos para vacunarse cuando hay urgencia. El ser humano tiende a tropezar en la misma piedra todas las veces que esa piedra se le ponga por delante. Y si, esperemos que no, algún día surgiera una nueva variante más peligrosa para los niños, puede que quienes sí han vacunado a los suyos se alegren entonces de haber actuado a tiempo, cuando no había codazos.

¿Es Ómicron más leve o nosotros somos más fuertes? (2)

Decíamos ayer que sobre la variante Ómicron del SARS-CoV-2 hay más preguntas que respuestas, ya que la ciencia aún tardará en llegar a conclusiones sólidas que puedan confirmar o desmentir las ideas preliminares que están circulando.

Una de estas ideas es que las vacunas actuales son menos eficaces contra Ómicron. O que, simple y llanamente, no sirven. A los datos de los estudios preliminares que se están difundiendo en los medios se une la experiencia de muchas personas vacunadas que se han contagiado con Ómicron. Lo cual debería recordarnos algo que parece haberse olvidado: estas vacunas se aprobaron porque se probaron muy eficaces para proteger de los síntomas graves y de la muerte. Nunca se dijo que fueran a protegernos del contagio.

Es más, se dijo expresamente que no protegían del contagio ni evitaban la transmisión a otras personas. Y aunque posteriormente los datos han revelado que las vacunas sí reducen los contagios, con Ómicron la situación ha cambiado: como decíamos ayer, datos preliminares de laboratorio con estudios en pseudovirus indican que Ómicron podría ser el doble de infecciosa que Delta, la cual a su vez sería el doble de infecciosa que el virus original de Wuhan. Se entiende que si, por ejemplo, una vacuna reduce el riesgo de contagio a la cuarta parte (este es solo un dato de ejemplo; un estudio encontró esta reducción, pero otros han aportado cifras diferentes), pero Ómicron es cuatro veces más infecciosa, entonces estamos como estábamos.

Es decir, esto en realidad no puede predecir si cada persona individualmente será más o menos susceptible a la infección con Ómicron después de la vacunación con respecto a variantes anteriores, pero sí que a nivel poblacional la vacunación no va a reducir el número de contagios con respecto a variantes anteriores.

Sirva como muestra un estudio publicado en Science Immunology en octubre de este año: los hámsters que se han recuperado de la infección del SARS-CoV-2 pueden reinfectarse; en este caso ya no enferman incluso aunque se infecten con una variante distinta (los autores probaron el virus original de Wuhan y la variante Beta), pero sí contagian el virus a otros. Es decir, la respuesta de memoria generada por la infección protege de los síntomas en una segunda infección, pero no impide que el virus continúe propagándose.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Primeras vacunaciones contra la COVID-19 en España: Gijón, diciembre de 2020. Imagen de Administración del Principado de Asturias / Wikipedia.

Es necesaria aquí una breve explicación básica sobre el sistema inmune. La respuesta inmunitaria opera a través de dos grandes mecanismos, la inmunidad innata y la adquirida. La innata es la primera línea de defensa; cuando un virus entra en el organismo, se dispara la producción de una serie de componentes que tratan de detener la invasión, y al mismo tiempo facilitan la puesta en marcha de la inmunidad adquirida, más lenta pero más eficaz, ya que se crea específicamente contra ese virus concreto. La respuesta innata es rápida y generalista; la adquirida es más lenta pero específica. Es como la diferencia entre comprarse un traje ya hecho o encargar uno a medida en una sastrería. Lo primero es más rápido para salir del paso, pero lo segundo se adapta más a lo que necesitamos.

Ocurre que, a lo largo de la evolución, los virus también han desarrollado mecanismos de defensa contra la inmunidad innata. El estudio citado de los hámsters muestra también que el coronavirus de la COVID-19 es bastante bueno defendiéndose de la respuesta innata, restrasándola hasta dos días en comparación con una invasión similar del virus de la gripe. De este modo, el virus gana tiempo para multiplicarse, porque la cualidad fundamental de la respuesta innata, la rapidez, queda anulada.

Otro estudio publicado en diciembre en Nature muestra que el SARS-CoV-2 ha ido mejorando para defenderse de la respuesta innata: algunas mutaciones en la variante Alfa, la primera surgida que se consideró preocupante, consiguen anular parte de estos mecanismos rápidos mejor de como lo hacía el virus original de Wuhan. Y estas mutaciones se han mantenido en Delta y Ómicron, por lo que el virus que circula ahora es más fuerte contra la respuesta innata que el virus inicial.

En cuanto a la inmunidad adquirida, tiene a su vez dos mecanismos principales: linfocitos B y linfocitos T. Tanto unos como otros se generan para reconocer específicamente el virus que ha infectado el organismo y no otro, y por tanto para luchar contra él. Las células B crean anticuerpos a medida contra ese virus, mientras que las T tienen una doble función, eliminar las células infectadas y estimular la producción de anticuerpos por las células B.

La respuesta adquirida tiene otra cualidad, y es la memoria. Así como la respuesta innata se enciende cuando se necesita y después se apaga, la respuesta adquirida deja una guardia permanente una vez que la infección ha sido eliminada, en forma de células B y T de memoria que quedan preparadas para responder con mayor rapidez en caso de una nueva reinfección.

Pero del mismo modo que la evolución de los virus puede llevarlos a responder mejor contra la respuesta innata, lo mismo ocurre con la adquirida. Un mecanismo por el cual los virus pueden escapar parcialmente a la memoria inmunológica es mutar, cambiar ligeramente, no demasiado, de modo que puedan seguir haciendo lo mismo que hacían antes, pero sí lo suficiente para que la memoria inmunológica no los reconozca como el mismo virus, y no pueda responder contra ellos con la misma eficacia.

Estas mutaciones se producen al azar; los virus mutan constantemente (aunque el SARS-CoV-2 es poco propenso a mutar en comparación, por ejemplo, con la gripe). Es probable que la mayoría de estas mutaciones no le sirvan al virus para nada, o incluso le perjudiquen. Pero entre todas ellas puede surgir alguna combinación que le resulta ventajosa, como un jackpot de mutaciones que le confiera, por ejemplo, más potencia infecciosa y mayor capacidad de eludir la memoria inmunológica.

Todo esto deberían entenderlo sobre todo quienes han caído en la trampa de un falso argumento del movimiento antivacunas: mi inmunidad natural es mi vacuna, dicen. Primero, no existe inmunidad contra un virus al que el organismo no se ha visto expuesto antes. Segundo, la inmunidad innata no sirve contra el SARS-CoV-2. Por lo tanto, una primera infección puede matarnos. Quien sobreviva tendrá memoria inmunitaria, incluso puede que más que con la vacuna, pero la aparición de nuevas variantes contrarresta su eficacia tanto en los recuperados como en los vacunados, y por ello es necesario revacunarse. Idealmente, en un futuro cercano nos revacunaremos contra las nuevas variantes (o quizá contra todos los coronavirus), lo que ampliará el espectro de nuestra memoria inmunológica para responder contra todas las versiones del virus que circulan o han circulado (sobre las posibles futuras variantes hablaremos otro día).

En concreto, diversos estudios sugieren que Ómicron es bastante bueno eludiendo nuestra respuesta de anticuerpos, gracias a las muchas mutaciones en su proteína S (Spike) que cambian su aspecto de cara al sistema inmune sin perjudicar su capacidad de seguir infectando. Varios preprints recientes indican que esta variante escapa a la mayoría de los anticuerpos artificiales que se están probando como posibles tratamientos contra la cóvid.

Un estudio de laboratorio en Nature muestra que Ómicron elude los anticuerpos presentes en la sangre de las personas recuperadas y de las vacunadas. Las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) siguen siendo las que mejor plantan batalla, pero incluso con estas el poder de neutralización de los anticuerpos se reduce entre 8 y 20 veces respecto al virus de Wuhan. Las personas que han recibido una tercera dosis tampoco están completamente protegidas: sus anticuerpos neutralizan Ómicron unas 6 veces menos que el virus original.

Otro estudio, también en Nature, confirma los mismos resultados: Ómicron escapa a los anticuerpos destinados al tratamiento y elude en gran medida la neutralización en el suero de las personas vacunadas o recuperadas de la enfermedad. Las personas vacunadas después de la infección o que han recibido una tercera dosis de Pfizer retienen neutralización contra Ómicron, aunque de 6 a 23 veces menos que contra Delta. Otros estudios han confirmado esta pérdida de potencia de las vacunas contra Ómicron, pero también que la tercera dosis aumenta la capacidad de neutralización.

Por otra parte, los estudios epidemiológicos también indican que la eficacia de las vacunas se reduce contra Ómicron: dos dosis de Pfizer reducen su eficacia del 90% contra el virus original a un 40 y un 33% en Reino Unido y Sudáfrica, respectivamente.

Ahora bien: todo lo anterior se refiere, o bien a los anticuerpos neutralizantes, o bien a la incidencia de la infección con Ómicron en personas vacunadas o recuperadas. Pero como decíamos, existe otro componente de la respuesta inmune adquirida, las células T. Desde el comienzo de la pandemia varios estudios han mostrado que la respuesta de este tipo de linfocitos es esencial para mantener a raya la infección por el coronavirus. Y aunque en estudios de laboratorio puede comprobarse la existencia de células T específicas contra el virus en la sangre de los pacientes, es difícil establecer un correlato de inmunidad para las células T.

Un correlato de inmunidad es como un indicador que relaciona un nivel concreto de algo con un estado de protección. Esto ya se ha hecho para los anticuerpos: por encima de determinado nivel de anticuerpos neutralizantes en la sangre, se considera que una persona está protegida. Pero esto es mucho más difícil de establecer para las células T, porque no hay test tan sencillos que permitan medir cuántas células T anti-SARS-CoV-2 tiene una persona; no es tan inmediato establecer un indicador basado en la reactividad de las células T que revele cuándo una persona está protegida.

Por lo tanto, los estudios que han medido la neutralización de Ómicron por los anticuerpos del suero no han medido hasta qué punto la respuesta de memoria de células T puede estar actuando contra el virus. Y es probable que lo esté haciendo con bastante eficacia. Según contaba a Nature el inmunólogo Alessandro Sette, del Instituto de Inmunología de La Jolla en California, datos preliminares sugieren que más del 70% de los fragmentos del virus reconocidos por las células T de las personas vacunadas no han mutado en Ómicron respecto a variantes anteriores, por lo que el sistema inmune seguiría reaccionando contra ellos, a pesar de que las mutaciones del virus sí eludan el reconocimiento de los anticuerpos.

Hay un posible indicio en este sentido referente a otra variante anterior, la Beta. Un estudio reciente publicado en Science Translational Medicine descubre que los anticuerpos de las personas recuperadas del virus original pierden poder de neutralización contra esta variante, pero en cambio sus células T siguen siendo eficaces contra Beta. «Estas observaciones pueden explicar por qué varias vacunas retienen su habilidad de proteger contra la COVID-19 grave incluso con una pérdida sustancial de actividad de anticuerpos neutralizantes contra Beta«, escriben los autores.

Aunque aún deberá comprobarse si ocurre lo mismo con Ómicron, esto podría explicar por qué los síntomas son más leves. Como decíamos ayer, en Sudáfrica Ómicron ha infectado por igual a personas vacunadas que no vacunadas. Pero más del 80% de las personas hospitalizadas, las que desarrollan síntomas moderados, graves o mortales, no están vacunadas. Quizá las personas vacunadas o recuperadas estén conteniendo la gravedad de la infección gracias a sus células T de memoria.

Como también decíamos ayer, resulta raro que una variante capaz de infectar más masivamente sus células diana produzca síntomas más leves, a no ser que otras de sus propiedades hayan cambiado; y vimos que quizá algo de esto haya ocurrido. Pero una posibilidad es que al menos parte de lo que Ómicron no es capaz de hacer en términos de gravedad se deba a la inmunidad ya presente en las personas vacunadas o recuperadas, que es menos potente en la respuesta de memoria de células B y anticuerpos, pero que quizá lo sea más en la respuesta de memoria de células T. Y si bien esta inmunidad no es capaz de evitar la infección, en cambio puede que sí la mantenga a raya para evitar los síntomas graves, incluso si el nivel de anticuerpos neutralizantes disminuye cierto tiempo después de la revacunación.

Actualmente hay varios grupos de investigación analizando la reactividad de las células T contra el virus en las personas vacunadas y recuperadas, y pronto deberíamos tener más datos. Pero el mensaje final es este: puede que Ómicron sea más leve, o no, pero nosotros somos ahora más fuertes contra el virus, gracias a las vacunas.

¿Debería ser obligatoria la vacunación contra la cóvid?

No parece que esté en el ánimo de las autoridades españolas imponer la vacunación obligatoria contra la COVID-19, algo que se está discutiendo también en otros países. Las razones a favor de la obligatoriedad son obvias y no necesitan explicación: desde que la pandemia comenzó a ser tal y los estudios científicos empezaron a revelar el perfil de este virus, se hizo evidente que no iba a desaparecer sin más, y que la única salida era la imunidad. Hoy muchos están ya familiarizados con la idea de la inmunidad grupal/colectiva/de rebaño. Y aunque algunos vayamos a vacunarnos el primer día que se nos permita, cuando nos toque el turno, esto solo servirá para nuestra tranquilidad personal; para que todo vuelva a la normalidad sería necesario que una inmensa mayoría de la población hiciera lo mismo. Y si las encuestas aciertan, no parece que esto vaya a ocurrir con una vacunación voluntaria.

(Nota: siempre insisto en algo que no debe olvidarse, y es que la inmunidad grupal no detendrá en seco la propagación del virus por arte de magia, sino que será una frenada lenta. Superar este umbral logrará que la curva adopte una trayectoria descendente constante, sin posibilidad de volver a remontar –siempre que la inmunidad sea duradera, claro–, pero los contagios continuarán, disminuyendo poco a poco hasta que la epidemia se extinga).

Pero aunque no sea necesario explicar por qué lo más sensato y racional sería una vacunación obligatoria, es obvio que existen argumentos en contra que van más allá de lo sensato y racional, apelando a cuestiones éticas, legales, políticas, ideológicas… Argumentos que, por otra parte, son opinables y pueden rebatirse.

Primer argumento: no puede confiarse en la absoluta seguridad de las vacunas

Sin duda este es el principal argumento contra la vacunación obligatoria, el que más ronda en las cabezas de quienes rechazan vacunarse o son reticentes a hacerlo: el miedo.

Aunque en la discusión pública suelen armar más ruido los movimientos antivacunas, no olvidemos que, cuando la Organización Mundial de la Salud definió las 10 mayores amenazas actuales para la salud, no incluyó entre ellas la antivacunación, sino la «reticencia a las vacunas», un concepto más amplio que incluye no solo las corrientes militantes radicales anticientíficas, sino también a los ciudadanos normales que simplemente tienen miedo de sufrir alguna reacción adversa.

Como inmunólogo, confieso que nunca he acabado de entender por qué parecen existir siempre más reticencias frente a las vacunas que a otros medicamentos. Una vacuna es un medicamento. Que, como todos los medicamentos, busca alterar ciertos mecanismos del organismo de modo que se logre un efecto terapéutico. Todos los medicamentos conllevan un pequeño riesgo de efectos secundarios que aparecen detallados en el prospecto. La única diferencia en el caso de las vacunas es que se administran a personas sanas, por lo que normalmente no existe la sensación de necesidad personal del enfermo que toma un medicamento. Pero en la situación actual nadie debería dudar de que existe una urgente necesidad colectiva.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

No pretendo aquí convencer a nadie sobre la seguridad de las vacunas, dado que no podría aportar nada nuevo al respecto frente a la información que puede encontrarse por todo internet. Pero sí quisiera corregir un error muy común que observo a mi alrededor, y es que muchas personas parecen creer que la seguridad de las vacunas se da poco menos que por supuesta por defecto y mientras no se demuestre lo contrario, como cuando se saca a la venta cualquier artículo de consumo. Algunos medios están contribuyendo a esta idea errónea calificando de conejillos de indias a las primeras personas que van a recibir las vacunaciones masivas.

No es así. Las vacunas no tienen por qué ser seguras de por sí, y esto no se da por hecho en ningún caso. Las vacunas son seguras porque toda vacuna aprobada por las autoridades reguladoras ha superado varias fases de ensayos que han analizado exhaustivamente su seguridad. Antes de los datos de eficacia que han saltado a los medios, las vacunas han pasado por fases previas en las que solo se ha analizado su seguridad, no su eficacia. Y antes de eso, se han testado en animales, solo cuando su perfil de seguridad era lo suficientemente convincente como para iniciar tales ensayos. Los conejillos de indias no son las personas, sino los conejillos de indias; o más concretamente –las cobayas no suelen utilizarse mucho en la ciencia actual– los ratones y monos que han recibido las vacunas en primer lugar. En resumen, las vacunas son seguras cuando se descubre que lo son. Y ninguna que no sea capaz de demostrarlo consigue la autorización necesaria para llegar a la población.

Segundo argumento: es una invasión de las autoridades en la libertad de elegir

Aquí salimos de la ciencia para entrar en el terreno ético-político-ideológico. Respecto a cuánta cuota de nuestra libertad personal estamos dispuestos a ceder a las autoridades, es algo que varía con los tiempos y las culturas. Por ejemplo, en España aceptamos con toda naturalidad que es obligatorio para todos los mayores de 14 años tener un DNI o un NIE para los extranjeros. Pero en Reino Unido y EEUU no existen estos documentos a nivel estatal y con carácter general obligatorio para todos los ciudadanos, porque allí los intentos de los gobiernos de implantarlos han encontrado fuertes resistencias de amplios sectores de población que consideran un DNI obligatorio como una invasión de la libertad y la privacidad.

Lo mismo se aplica a otras medidas que buscan el bien común incluso sacrificando alguna pequeña libertad personal. E incluso a ciertas obligaciones que realmente no logran un bien común, sino simplemente el nuestro propio. Por ejemplo, en España es obligatorio llevar cinturón de seguridad en el coche y casco en la moto, cuando estas medidas realmente no buscan el bien común sino el individual del propio usuario. Existen argumentos razonables para defender que el casco debería ser una cuestión de libertad personal, ya que el no llevarlo no perjudica a otros, y de hecho es así en muchos países.

Pero en el caso de las vacunas, y como ya he explicado aquí anteriormente, no es una cuestión de libertad personal, ya que afecta a toda la comunidad. Ya antes de la cóvid, la entrada de un niño no vacunado en un aula ha representado siempre un riesgo para otros niños que, o bien no han podido vacunarse por motivos médicos, o bien sí han recibido la inoculación pero no han desarrollado inmunidad. En España no existe ninguna vacunación obligatoria –es solo un eufemismo que designa a las que el usuario no tiene que pagar directamente. El problema es que dejar esta responsabilidad en manos de los centros educativos lleva a inútiles y costosas batallas legales cuando los legisladores se lavan las manos.

En otros países sí se han ido imponiendo las vacunaciones obligatorias en los niños, y sin duda este es un camino que poco a poco irá recorriéndose en todo el mundo. Probablemente en general se cree que debe recorrerse con calma, de modo que vaya calando en los ciudadanos sin que se interprete como una imposición inaceptable. Pero si dejar que un solo niño muera por esta inacción ya es inaceptable, mucho más inaceptable es dejar que miles de personas continúen muriendo de cóvid cuando tenemos el modo de evitarlo.

Tercer argumento: la obligatoriedad en algunos países no ha conseguido más vacunaciones

Habría que preguntar a los expertos en leyes si el hecho de que una norma no cale ni se acepte de forma inmediata en la sociedad es algo que invalide la norma. Pero desde el punto de vista de un no experto, no lo parece. Volviendo al ejemplo del cinturón de seguridad, los que ya tenemos años recordamos la época en que esta obligación se impuso en España. No fue ni mucho menos una medida que estuviera refrendando lo que ya ocurría en la calle: nadie llevaba cinturón en los asientos traseros, y muchos tampoco en los delanteros. Al principio hubo un amplio rechazo, e incluso abundaban los típicos comentarios que descalificaban a quienes tomaban esta precaución.

El uso del cinturón de seguridad no se impuso por aclamación popular, porque de pronto la gente se volviera más sensata, sino por obligación legal y por mecanismos sancionadores. El hecho de que en algunos países la vacunación obligatoria todavía no haya logrado aumentar las cuotas de vacunación simplemente revela que se está recorriendo ese camino, y que las leyes y las sanciones no deben bajar la guardia hasta que la responsabilidad de todos en este terreno se acepte como algo natural.

Cuarto argumento: es mejor educar que obligar, la obligación crea rechazo

Por supuesto que la educación pública es esencial, pero plantear la educación y la obligatoriedad como una dicotomía es un falso debate. Muchas de las medidas que a partir de un cierto momento se imponen como obligatorias en la sociedad necesitan campañas paralelas de información y educación para que el público comprenda el porqué de la medida. Ceder a la tentación de no disgustar a nadie simplemente para no engrosar las filas de los antivacunas nos llevaría a permitir cualquier clase de pseudomedicina o, en un sentido más amplio, cualquier clase de negocio fraudulento.

Quinto argumento: es mejor una obligatoriedad indirecta

Algunos defienden que puede ser más aconsejable dejar que la propia sociedad vaya presionando hacia la vacunación obligatoria a través de mecanismos, digamos, no oficiales: que los empleadores, propietarios de negocios abiertos al público, compañías de transportes y otros etcéteras pidan certificados de vacunación a sus empleados/clientes/usuarios y otros etcéteras, de modo que los ciudadanos se sientan obligados a vacunarse, sin que las autoridades se lo impongan, si quieren optar a llevar una vida normal.

Esta sería una posible vía. Pero en mi opinión, es una vía equivocada. Es un error suponer que las empresas privadas deban hacerse cargo de una responsabilidad del bien común cuando las autoridades renuncian a dicha responsabilidad. Y es un error suponer que van a hacerlo si esto les supone un daño a su negocio, perdiendo clientes o trabajadores cualificados.

Pero sobre todo, esta postura puede dar a entender una reticencia a las vacunas por parte de las propias autoridades que no resulta precisamente muy ejemplar ni muy educadora. Si las autoridades están realmente convencidas de que los beneficios de las vacunas exceden infinitamente a sus posibles perjuicios, ¿por qué sus acciones sugieren lo contrario y, sobre todo, cómo esperan educar a los ciudadanos? Las medidas no farmacológicas para contener la pandemia, como los confinamientos, se han impuesto de manera obligatoria, a pesar de que sus perjuicios son grandes y evidentes, tanto para la actividad económica como para la salud física y mental de las personas. ¿Qué problema hay entonces en imponer como obligatoria una medida cuyos beneficios son inmensos y cuyos perjuicios son mínimos?

Sexto argumento: no puede imponerse a las personas de bajo riesgo

Otra de las ideas que está circulando es que, dado el bajo riesgo que generalmente supone la cóvid en las personas jóvenes y sanas, sería excesivo obligar a este sector de población a vacunarse. Una vez más, subyace a este argumento la falsa idea de que la vacunación conlleva un riesgo solo aceptable cuando el beneficio es inmenso.

Por supuesto que también existen otras razones en contra de este argumento. Para el conocimiento científico actual, la cóvid todavía es una siniestra lotería. Hay jóvenes sanos que mueren y personas mayores que pasan la infección sin enterarse. Hasta que se conozcan en detalle los factores que determinan el pronóstico de la enfermedad en cada paciente, si es que algún día llegan a conocerse, no puede asegurarse que nadie esté libre de riesgo. Y sería una inmensa contradicción en el mensaje público de las autoridades si por un lado se destaca la importancia de la prevención entre los jóvenes, como se está haciendo, y por otro lado se les considera eximidos de la obligación de vacunarse porque el riesgo no va con ellos.

Pero sobre todo, la pandemia nos ha dejado el mensaje de que este es un problema global. Y que este es un momento histórico en el que el compromiso humanitario nos pide actuar todos para salvar a todos. El compromiso social solidario de todos no consiste en aplaudir en los balcones o cantar el Resistiré, sino en aceptar la obligación ética de vacunarse. Y si existen objeciones a que una obligación ética de tal urgencia se convierta en una obligación legal, quienes se niegan a imponer la obligatoriedad de vacunarse tendrán que encontrar la manera de educarnos a quienes no comprenderemos cuál es entonces el propósito de las leyes.

Por qué vacunas como la de Pfizer-BioNTech son el futuro de la inmunidad

El anuncio de los primeros resultados de la fase 3 de la vacuna contra el coronavirus SARS-CoV-2 de Pfizer y BioNTech, que habla de más de un 90% de eficacia, ha sido acogido con enorme optimismo. Por supuesto que aún son datos preliminares y que deberán pasar por el filtro de la publicación científica, pero hay al menos dos razones para creer que los resultados anunciados son legítimos.

Primera, ambas compañías han declarado que los datos fueron revisados por un panel de expertos independientes antes del anuncio, lo que ya aporta una primera revisión por pares. Y segunda, con todos los ojos del mundo pendientes de las vacunas del coronavirus, y aunque las startups biotecnológicas como BioNTech –la compañía alemana creadora de la vacuna– no siempre se distinguen por ceñirse a expectativas realistas sobre sus productos en desarrollo, en cambio parece poco razonable que una gran empresa cotizada en bolsa como Pfizer –desarrolladora de la vacuna– y que se juega tanto en esta operación se arriesgue a crear falsas esperanzas para luego ver desplomarse sus valores (aunque algunos de sus directivos ya han hecho caja con el subidón bursátil posterior al anuncio). Dada la excepcionalidad de este caso, además, las compañías han hecho público el protocolo de los ensayos, que suele ser confidencial.

Por el momento, aún es muy poco lo que sabemos. Según divulgaron ambas empresas en una nota de prensa conjunta, de los más de 43.000 participantes en la fase 3, casi 39.000 han recibido las dos dosis de la vacuna desde el comienzo de esta fase a finales de julio. Entre todos ellos, los investigadores han encontrado 94 casos de COVID-19. Aunque no han detallado cuántos de estos correspondían al grupo del placebo y cuántos habían recibido la vacuna real, de los datos concluyen que la eficacia de la vacuna es superior al 90%. Todo ello, sin efectos secundarios de importancia. El análisis se completará cuando se hayan contabilizado 164 casos de cóvid.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Aún faltan importantes dudas por aclarar:

  • La eficacia superior al 90% según estos datos no implica necesariamente que, en la práctica, la vacuna vaya a proteger a 9 de cada 10 personas. El análisis completo de los resultados podría rebajar esta cifra, a lo que hay que añadir, por un lado, que la eficiencia (porcentaje de protección en el mundo real, fuera de los ensayos) probablemente será menor, y que las personas de más edad tienen una respuesta más débil, según se comprobó en las primeras fases de las pruebas de esta vacuna. En cualquier caso, teniendo en cuenta que las vacunas de la gripe suelen rondar una eficiencia del 60%, y que en EEUU se exige una eficacia mínima del 50%, se diría que la vacuna de Pfizer y BioNTech tiene un margen sobrado para demostrar su utilidad.
  • Habrá que esperar a la publicación del estudio para comprobar el grado de gravedad de los casos de cóvid detectados en las personas vacunadas, lo cual podría ser importante de cara a la aprobación de la vacuna.
  • Otra incógnita será si las personas vacunadas y que puedan contraer el virus (con independencia de que enfermen o no) pueden o no transmitirlo a otros. Esto no debería ser en principio un impedimento para una posible aprobación si las personas vacunadas quedan protegidas de la enfermedad.
  • Tampoco se sabe aún qué eficacia podría tener la vacuna en personas previamente expuestas al virus, un dato que también debería aparecer en el análisis final del ensayo.
  • Por último, la gran incógnita es la duración de la inmunidad, algo que solo podrá comprobarse a largo plazo. Esta foto fija del estudio se ha hecho 28 días después de la primera dosis y 7 después de la segunda, pero aún persiste la cuestión de si la protección podrá prolongarse más allá de unos meses. El seguimiento se mantendrá durante dos años.

En cualquier caso, los datos invitan a pensar que la protección a corto plazo está conseguida superando con creces las expectativas. Y es especialmente relevante que esto se haya logrado con la vacuna de Pfizer y BioNTech, por lo siguiente.

Las muchas vacunas actualmente en desarrollo contra el coronavirus SARS-CoV-2 cubren todo el amplio espectro de tecnologías diferentes. Algunas de ellas se basan en propuestas más clásicas, como utilizar el virus atenuado o inactivado, y otras en sistemas más novedosos, como construir virus recombinantes o pseudotipados (es decir, utilizar como vehículo otro virus inofensivo al que se le colocan proteínas o material genético del virus contra el que se quiere inmunizar). Pero entre la gran diversidad de tecnologías distintas, la de BioNTech y Pfizer (un caso similar es la de Moderna) representa una solución que muchos ven como el gran futuro de las vacunas: plataformas de ARNm.

La idea consiste en fabricar un gen del virus en forma de ARN mensajero (ARNm), la copia del ADN que se utiliza para producir las proteínas codificadas en el genoma. Este fragmento de ARN se elige de modo que corresponda a una proteína del virus (antígeno) cuya neutralización lo impida infectar; por ejemplo, la proteína que el virus emplea para invadir las células (en este caso, la proteína S, Spike o Espícula). De este modo, cuando el sistema inmune neutralice dicho antígeno, la infección quedará abortada.

Este fragmento de ARNm se dispone en una estructura adecuada para cumplir su función; en el caso de las vacunas de Moderna y BioNTech, se encapsula en forma de nanopartícula de lípidos. Dado que la membrana de las células también está formada por lípidos, esto facilita la fusión de las nanopartículas con las células, las cuales incorporarán ese ARNm del virus y lo utilizarán como si fuera de un gen propio, produciendo así la proteína vírica que estimulará la respuesta inmune.

La ventaja de este sistema no es solo que prescinda del uso del virus completo, lo cual puede implicar cierto riesgo de desarrollar la infección; sino que, sobre todo, esta plataforma puede adaptarse fácilmente para crear nuevas vacunas contra otros virus futuros, solo cambiando el fragmento de ARNm por el del virus correspondiente. Las vacunas de ARNm son tan novedosas que todavía no existe ninguna aprobada contra otros virus. Pero la tecnología tiene un altísimo perfil de seguridad, y el hecho de que en solo unos meses haya podido desarrollarse una formulación con tan aparente éxito contra este nuevo virus –el tiempo medio de desarrollo de una vacuna suele ser de 10 a 15 años– augura un gran futuro para esta tecnología en la lucha contra nuevas epidemias emergentes.

A esto se suma que, además, las vacunas de ARN son buenas candidatas a disparar una buena respuesta inmunitaria de células T. Recordemos que la inmunidad adaptativa, que así se llama a la dirigida específicamente contra un patógeno concreto, se divide en dos ramas, una basada en los anticuerpos (producidos por los linfocitos B) y otra en los linfocitos T. Mientras que los test serológicos del coronavirus solo miden los anticuerpos, en cambio existen sospechas, basadas en la experiencia con otros coronavirus, de que una buena parte de la inmunidad prolongada al virus de la cóvid pueda depender de las células T. En el caso de la vacuna de BioNTech-Pfizer, se ha optimizado la fórmula para que el ARN sea deglutido por las llamadas células dendríticas, un tipo de células del organismo que están especializadas en capturar antígenos y presentarlos al sistema inmune para estimular tanto la producción de anticuerpos como la respuesta de las células T.

Hay una pega de la vacuna de BioNTech-Pfizer que ya se ha señalado, y es el hecho de que necesita congelación a -70 °C; en nevera solo es estable durante 24 horas. Pero en realidad esto debería ser más una pega para las compañías fabricantes que para quienes estamos esperando una vacuna. Explico. Moderna ha conseguido que su vacuna, aun siendo de formulación general similar a la de Pfizer-BioNTech, en cambio sea estable a -20 °C, la temperatura de un congelador de cocina, y aguante hasta una semana en nevera.

Esto significa que, si las vacunas de Moderna y de BioNTech deben competir, la primera tendrá más posibilidades de imponerse, dado que su conservación es más sencilla (y más aún la de otros tipos de vacunas que se conservan en nevera o a temperatura ambiente). Pfizer, por su propio interés de cara a esa posible competencia, está trabajando en mejorar la estabilidad de su vacuna. Por el momento, esta compañía ha diseñado un refrigerador especial para transportar las vacunas con sensores térmicos y localización GPS. En un futuro próximo, quizá otros métodos de conservación en estudio puedan aumentar la estabilidad de las vacunas de ARN a temperaturas menos exigentes.

Pero, sinceramente, a estas alturas y al menos en los países desarrollados, no debería ser un gran problema desplegar las infraestructuras necesarias para almacenar y distribuir masivamente un producto conservado a -70 °C. En los laboratorios son de uso común los congeladores de -80 °C, y para el transporte existen el nitrógeno líquido (-196 °C), que ahora se usa hasta en cocina, y la nieve carbónica o hielo seco (-70 °C). Si en los últimos meses no ha habido problema para que surjan de debajo de las piedras infinidad de empresas dedicadas a fabricar mascarillas desechables —la próxima gran lacra medioambiental— o productos desinfectantes tan exóticos como innecesarios, ¿no podríamos esperar algo de inversión en cadenas de frío que quizá realmente sí vayamos a necesitar?

Por su parte, Rusia ha anunciado también esta semana que su vacuna Gam-COVID-Vac, conocida como Sputnik V (una vacuna de adenovirus recombinante), también arroja más de un 90% de eficacia en datos de fase III que solo incluyen 20 casos de cóvid. Esperemos que sea cierto y que la cifra se mantenga al ampliar la muestra a niveles más significativos, pero debemos recordar que en este caso se trata de propaganda oficial del gobierno ruso, cuyas proclamas anteriores han sido consideradas prematuras y cuestionables; no en vano el Instituto Gamaleya, creador de la vacuna Sputnik V, se autodefine como «la institución de investigación líder en el mundo».

Queda una última reflexión respecto a algo que se ha comentado en los medios en días pasados, y es la aparente resistencia de una parte de la población a vacunarse contra la cóvid una vez que la inmunización esté ampliamente disponible. Conviene recordar que, si bien las personas que se vacunen no estarán menos protegidas por el hecho de que sus vecinos no lo hagan, la vacunación NO es un problema de elección personal, como he subrayado repetidamente aquí: quienes pudiendo vacunarse elijan no hacerlo serán responsables de poner en peligro a las personas que no puedan vacunarse o no desarrollen inmunidad a pesar de hacerlo. Y estarán impidiendo la inmunidad de grupo necesaria para acabar con la pandemia.

Llama poderosamente la atención que ciertos medios, los mismos que insisten sin descanso en medidas como el uso de la mascarilla y en la reprobación de las fiestas y otras actividades contrarias a la normativa, estén transmitiendo la visión equidistante de que el rechazo a las vacunas pueda ser éticamente comparable a su aceptación, solo por el hecho de ser legal (creo que no hacen falta ejemplos de que no todo lo legal es ético). Es necesario insistir en la advertencia del director de la revista The Lancet, Richard Horton, en un reciente editorial: «Los periodistas deberían evitar la difusión involuntaria de desinformación. Jamás deberían dar ningún tipo de plataforma a los escépticos de las vacunas […] La desinformación sobre las vacunas de la COVID-19 no se está tomando tan en serio como se debería. Esa complacencia debe acabar».

Esta es una nueva razón convincente para usar mascarilla

Me preguntaba alguien, apabullado por la profusión de caras y voces en teles y radios que hablan sobre la COVID-19, cómo es posible distinguir a los auténticos científicos expertos de los que no lo son. Le respondí que es imposible decirlo así, a nivel general; pero que, si acaso, podía fijarse en aquellos que hablan con una seguridad fuera de toda duda, y cuyas palabras y actitudes denotan que tienen las cosas perfectamente claras y que no se equivocan: esos, le dije, no son los expertos.

Los verdaderos expertos no suelen dar grandes titulares, porque generalmente no los hay. Quizá esta pandemia ayude a comprender que la ciencia es un proceso largo y laborioso en el que es muy difícil llegar a certidumbres absolutas, si es que alguna vez se llega. Que quienes dicen «esto está científicamente demostrado» no suelen ser los científicos; ellos son más de decir «es probable», «los resultados sugieren que» o, simplemente, «no lo sé». Que saber «a ciencia cierta», aunque sea una expresión muy popular, se corresponde poco con lo que la ciencia suele tener en el menú. Y que, incluso en un campo científico en el que se han volcado decenas de miles de investigadores a tiempo completo durante muchos meses, aún son más las incógnitas que las certidumbres, y las rectificaciones que los dogmas inmutables.

A lo que vamos: en este blog he hablado de la incertidumbre científica sobre la efectividad de las mascarillas como método de prevención de la transmisión del coronavirus SARS-CoV-2 en la comunidad. Resumiendo, un primer problema es que, antes de esta pandemia, había pocos estudios sobre el uso de las mascarillas fuera del entorno sanitario y, lógicamente, ninguno sobre este virus concreto. Y aunque suele ser habitual que ciertos estudios individuales encuentren algún canal abierto hasta los ojos y oídos de los ciudadanos, en casos como este debemos tener en cuenta que un estudio individual es solo una pieza de un gran puzle, a partir de la cual es imposible formar la imagen general; para esto son necesarios los metaestudios y revisiones, con los cuales los científicos reúnen, valoran y analizan conjuntamente multitud de estudios independientes para sacar conclusiones estadísticamente válidas de acuerdo a criterios rigurosos.

Un segundo problema: con el advenimiento de la pandemia se han emprendido numerosos estudios sobre la utilidad de las mascarillas contra el SARS-CoV-2, tanto experimentales (de laboratorio) como observacionales y clínicos. Pero estos últimos, que son la regla de oro de toda intervención terapéutica (cuando siguen los estándares más rigurosos, como la aleatorización con placebo y el doble ciego) están limitados en el caso que nos ocupa; por ejemplo, no hay mascarillas placebo, y es imposible que un paciente desconozca si está utilizando mascarilla o no. Así, son muchos los factores contaminantes en estas investigaciones. Cuando los científicos han elaborado metaestudios y revisiones, han encontrado resultados limitados que son difícilmente comparables por utilizar metodologías muy diferentes; como decían los investigadores del Centre for Evidence-Based Medicine (CEBM) de la Universidad de Oxford en un informe que comenté recientemente, el uso de las mascarillas depende enormemente del contexto. La consecuencia de todo ello es que, dados los resultados tan distintos de unos estudios a otros, una significación estadística válida solo se consigue con una horquilla tan amplia de efectividad que en la práctica el dato final es poco útil, ya que tiene un gran nivel de incertidumbre.

Explico todo esto porque, a raíz de mis intentos de explicar cuidadosamente la evidencia científica al respecto, a veces he recibido respuestas de este tipo: «o sea, que las mascarillas no sirven». Y quiero dejar claro una vez más que esto NO es cierto.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Aquí hablamos de los criterios más estrictos y rigurosos de la medicina basada en pruebas (EBM). Pero estos no suelen ser los criterios que se manejan en la calle. En concreto, puede decirse que hay indicios mucho más reales a favor de la efectividad de las mascarillas (aunque sea limitada y parcial) que de la utilidad de infinidad de productos que millones de personas consumen a diario creyendo en las proclamas sobre sus presuntas propiedades: cosméticos, suplementos nutricionales o vitamínicos, remedios varios, alimentos supuestamente saludables para tal o cual cosa, artículos deportivos que dicen mejorar nosequé. Incluso fármacos. Sí, como quizá podríamos comentar otro día, cuando se analiza la eficacia de los fármacos según los criterios estrictos de la EBM, también surgen las sorpresas.

En definitiva, sí, las mascarillas funcionan. Por favor, no caigamos en los errores de los dos extremos, pensar que su utilidad es nula o que son un blindaje contra el contagio que nos permite regresar a la vida normal y olvidarnos de otras precauciones más importantes, como guardar las distancias y evitar los lugares cerrados y mal ventilados. No hay nada que apoye ninguno de estos dos extremos. Actualmente se han puesto en marcha algunos grandes ensayos clínicos que quizá nos ofrezcan datos más sólidos de efectividad, siempre teniendo en cuenta la variable del contexto. Pero parece del todo improbable, salvo inmensa sorpresa, que los resultados de estos ensayos vayan a apuntar a alguno de esos dos extremos.

Conviene repetir que la utilidad más evidente de las mascarillas es retener las gotitas de fluido que expulsamos, protegiendo a los demás de nosotros. Y aunque las mascarillas que generalmente usamos (las que están recomendadas para la población general) no fueron concebidas para la protección del usuario, los estudios apuntan a que también resguardan en cierta medida a quienes las llevan. No es la primera vez que algo diseñado para una función demuestra utilidad para otra diferente.

Los indicios que apoyan la transmisión del virus por el aire se han ido acumulando a lo largo de la pandemia, y para muchos de los verdaderos expertos son ya suficientes como para creer en ellos, al menos en lo que concierne a las medidas de salud pública. Y aunque la protección de las mascarillas frente a los aerosoles no sea extensiva ni total, existe una muy buena razón para sospechar que esta protección sí podría ser suficiente; suficiente para que, incluso si nos contagiamos, nos libremos de los efectos más graves de la COVID-19 y pasemos la enfermedad sin síntomas o solo leves.

Aquí, la explicación. Durante esta pandemia, todo el mundo ha aprendido que existe una gran variedad de resultados de la infección por SARS-CoV-2, desde quienes no notan prácticamente nada hasta quienes mueren. También todo el mundo ha aprendido que esto depende de factores como las patologías previas o la edad, y que incluso pueden existir factores genéticos aún no identificados. Y esto es cierto, pero no es toda la historia. Hay otro factor que puede influir poderosamente en el resultado de la infección, y es la cantidad de virus recibida.

Como ya se conoce desde hace casi un siglo para otras infecciones virales, y se ha observado también en estudios con el SARS-CoV-2 en hámsters, la dosis de virus puede marcar la diferencia entre una amplia variedad de resultados, desde la infección leve hasta la muerte.

Un grupo de científicos trabaja sobre la hipótesis de que, si en una situación de exposición al contagio la mascarilla consigue reducir la cantidad de virus que inhalamos, aunque nos contagiemos, tal vez esa reducción sea suficiente para que no desarrollemos enfermedad grave, y a cambio la infección consiga estimular nuestro sistema inmune para protegernos eficazmente. Es decir, que en cierto modo, la mascarilla podría actuar como algo parecido a una vacunación rudimentaria hasta que llegue una de verdad.

De hecho, el efecto es algo similar al de un método llamado variolación que se empleaba para inmunizar contra la viruela en Oriente y Occidente antes de la invención de las vacunas: se tomaba un poco de material infeccioso de los contagiados y se inoculaba con él a las personas susceptibles. Si todo salía bien (lo cual no siempre ocurría), la persona inoculada pasaba solo una enfermedad leve y desarrollaba inmunidad a la viruela a través de esa pequeña exposición.

En la Universidad de California en San Francisco, Monica Gandhi y sus colaboradores trabajan sobre esta hipótesis. «Las infecciones asintomáticas pueden ser dañinas para la propagación pero podrían ser beneficiosas si conducen a altos niveles de exposición», escribían en un artículo publicado en el Journal of General Internal Medicine. «Exponer a la sociedad al SARS-CoV-2 sin las inaceptables consecuencias de la enfermedad grave mediante el uso de las mascarillas podría llevar a una mayor inmunidad a nivel de la comunidad y reducir la propagación mientras esperamos una vacuna».

Por el momento, es solo una hipótesis, pero muy razonable y apoyada por datos que Gandhi y sus colaboradores han recopilado y analizado y que cubren aspectos virológicos, epidemiológicos y ambientales. Un dato especialmente interesante es que, según recogen los investigadores, desde que las autoridades impusieron el uso de las mascarillas el porcentaje de contagiados asintomáticos parece haber crecido considerablemente, subiendo desde un 15% inicial hasta más de un 40% y llegando en algunos casos al 80%, con una notable reducción de la mortalidad. «El uso universal de mascarillas parece reducir la tasa de nuevas infecciones; proponemos la hipótesis de que, al reducir el inóculo viral, también aumentará la proporción de personas infectadas que permanecen asintomáticas», escriben Gandhi y su colaborador George Rutherford en un reciente artículo en The New England Journal of Medicine.

Por supuesto que esto último es una correlación sin demostración de causa y efecto, y que son muchas las variables que pueden estar influyendo en estos cambios en la prevalencia de síntomas y la mortalidad. Pero así como no existe ningún fundamento biológico claro para aquella idea que circuló extensamente durante el verano y según la cual el virus actual sería menos letal que el de marzo (de hecho, el de ahora es más infeccioso, aunque esto no dice nada de su letalidad), en cambio parece mucho más verosímil que sea el uso extendido de las mascarillas el que haya disminuido la agresividad del virus entre la población.

Ahora bien, otra cuestión distinta y aparte de todo lo anterior es: ¿han adaptado las autoridades la regulación sobre el uso de las mascarillas al riesgo potencial en cada situación, de modo que las normas sean sostenibles en los años que dure esta pandemia? En concreto, ¿tiene sentido que se obligue a llevarlas al aire libre en lugares sin aglomeraciones y, en cambio, la gente se despoje de ellas para consumir en bares y restaurantes donde la ventilación adecuada es si acaso una mera recomendación? Y ¿es coherente mantener todos esos locales abiertos mientras a los escolares, sin quitarse la mascarilla en ningún momento, se les niega el derecho a acudir a las aulas para recibir la educación presencial a tiempo completo que necesitan y que jamás podrán recuperar?

Sí, es posible infectarse dos veces con el coronavirus, y quizá las vacunas no lo impidan

En semanas pasadas he destacado aquí un importante mensaje que los expertos están repitiendo y que debería ir calando: que la ventilación y la filtración del aire pueden ser armas fundamentales en la lucha contra el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19; no solo por su capacidad potencial de reducir enormemente los contagios, sino también por tratarse de medidas cuya aplicación es relativamente fácil (una legislación oportuna y una adaptación de los locales que requeriría una cierta inversión) y que son sostenibles a largo plazo, lo que permitiría quizá relajar otras más disruptivas e insostenibles. Su único inconveniente, si acaso, es que son menos teatrales que las actuales, y algunos expertos ya han advertido de que los gobiernos parecen a veces más interesados en implantar medidas muy visibles que fomenten la sensación de seguridad y la impresión de que se está haciendo algo, aunque su utilidad práctica sea limitada, dudosa o nula, o simplemente no se apoye en ninguna evidencia científica (termometría ambulante, felpudos desinfectantes, prohibiciones de fumar en las terrazas…).

Pero cuando comento este asunto, suele surgir una pregunta: ¿a largo plazo? ¿Qué largo plazo? ¿Seis meses, un año, dos…? Durante este tiempo y por incómodo que resulte, suelen decir, podríamos tirar con distancias, cierres, algún confinamiento local y ocasional, limitaciones de aforo y mascarillas, puesto que de aquí a un año, dos a lo sumo, nos dicen que todos estaremos vacunados y que la COVID-19 solo será un mal recuerdo.

Respuesta: largo plazo es… siempre. Porque incluso si disponemos de una o varias vacunas de aquí a un año, o dos, esto no va a eliminar el virus. La COVID-19 no va a desaparecer de la faz de la Tierra. Ninguno de los virus contra los que existen vacunas ha desaparecido por el mero hecho de que una parte de la población se vacune (el ser humano únicamente ha erradicado un par de enfermedades infecciosas, con intensas campañas globales a lo largo de décadas). Y si bien algunas de las vacunas existentes, como la de la fiebre amarilla, pueden llegar a protegernos de por vida, en cambio otros patógenos son capaces de infectarnos cada año, como la gripe. Y cuanto más se sabe sobre la inmunidad al SARS-CoV-2, más se va pareciendo al ejemplo de la gripe que al de la fiebre amarilla.

Ahora sabemos a ciencia cierta que es posible que una persona contraiga el virus, enferme, desarrolle inmunidad, se cure, y pocos meses después vuelva a infectarse por segunda vez.

En los primeros tiempos de la pandemia surgieron observaciones anecdóticas sobre pacientes que parecían haber contraído una segunda infección por el coronavirus después de haber sanado. Pero en aquellas ocasiones, la ciencia optó por la hipótesis más prudente: que esas personas no hubiesen eliminado todos los restos del virus en su organismo y que esa segunda detección correspondiera a trozos rotos del virus que aún no habían desaparecido.

Nótese que «prudente», si se trata de ciencia, tiene un significado distinto que si se habla de salud pública. En este último caso, sin duda lo más prudente era advertir a las personas curadas de la cóvid de que no bajaran la guardia y siguieran tomando precauciones, por si acaso. Por el contrario y desde el punto de vista científico, mientras no se demostrara lo contrario, la hipótesis de los restos virales no eliminados era más prudente que la de una reinfección, un fenómeno en principio más raro.

Pero ya se ha demostrado lo contrario.

Viales de la vacuna candidata rusa Gam-COVID-Vac/Sputnik V. Imagen de Mos.ru/Wikipedia.

Viales de la vacuna candidata rusa Gam-COVID-Vac/Sputnik V. Imagen de Mos.ru/Wikipedia.

En realidad, la demostración es sencilla cuando, en efecto, una persona ha sufrido dos infecciones sucesivas e independientes: basta con secuenciar los genomas de ambos virus, el de la primera detección y el de la segunda, y compararlos. Si es el mismo virus, no podrá concluirse nada con total seguridad. Pero si ambos son virus distintos, formas diferentes del SARS-CoV-2 que están circulando entre la población, entonces queda demostrado que esa persona se ha infectado dos veces. En los primeros casos reportados en primavera no pudieron compararse ambos virus, por lo que no pudo confirmarse la reinfección.

A finales de agosto, investigadores de la Universidad de Hong Kong divulgaron a los medios la confirmación de que un paciente de 33 años, que había contraído el coronavirus hacía cuatro meses y medio y había sanado, se había infectado por segunda vez. A su regreso de España, y al pasar por los test obligatorios a la entrada en Hong Kong, una PCR detectó el virus en su organismo. Al secuenciar su genoma y compararlo con el de la primera infección, los científicos comprobaron que se trataba de dos linajes diferentes (no es correcto hablar de «cepas», ya que los virólogos suelen reservar este término para virus cuyas propiedades biológicas son distintas): el primer virus correspondía a la variante que circulaba en marzo y abril, mientras que el segundo era el que predominaba en Europa durante el verano. Dado que este último ha ido acumulando mutaciones con el tiempo, los investigadores descartan que el paciente pudiera haber adquirido los dos virus al mismo tiempo, antes de que su organismo desarrollara inmunidad.

Aunque debido a la trascendencia de la noticia los científicos comunicaron sus resultados de inmediato a través de los medios, el estudio ha sido aceptado para su publicación en la revista Clinical Infectious Diseases, por lo que podemos darlo por bueno. Pero aunque aún no puede descartarse que se trate de un fenómeno raro, sí sabemos que no es el único: posteriormente se han reportado nuevos casos en Bélgica, Holanda y EEUU.

¿Qué implicaciones tiene esto de cara a las vacunas? O dicho de otro modo: ¿es posible conseguir con una vacuna una protección mejor, más completa y duradera, que con la infección natural?

La respuesta corta: sí, es posible, pero no es lo más habitual, y lo malo es que no siempre es fácil conseguirlo.

La respuesta larga: existen casos en que una vacuna consigue una inmunidad mejor que la infección natural. Por ejemplo, los niños pequeños no logran montar una respuesta inmune extensiva contra ciertas bacterias cuyos principales antígenos son azúcares complejos (polisacáridos) presentes en la membrana celular, porque su sistema inmune aún no ha aprendido a hacerlo. En estos casos, una vacuna que lleve esos azúcares anclados a proteínas consigue estimular el sistema inmune de los niños de un modo más eficaz que la propia infección. En otros casos, la mayor concentración del antígeno en la vacuna que en el propio patógeno consigue estimular una respuesta más fuerte que este; ocurre, por ejemplo, con la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano. Las vacunas llevan además sustancias llamadas adyuvantes que potencian la respuesta. Y por último, la vía de administración de la vacuna también puede ayudar a optimizar su efecto.

Pero, en general, lo normal es esperar que una vacuna provoque una inmunidad comparable a la de la infección natural; la ventaja de la vacuna es que permite inmunizarse como si se hubiera pasado la enfermedad, pero sin pasarla y de forma totalmente segura. El sistema inmune es muy complicado, y aún oculta grandes misterios. Y aunque una vacuna no se «descubre», no es un hallazgo afortunado, sino un producto de ingeniería diseñado y fabricado siguiendo recetas estandarizadas de eficacia probada, existe cierto grado de incertidumbre, menor cuanto más se conoce cómo responde el sistema inmune a la infección natural con el patógeno.

Aquí ya se ha comentado que la inmunidad contra el coronavirus en las personas que han pasado la infección aún oculta muchas incógnitas. Algunos estudios han descubierto que los anticuerpos desaparecen rápidamente, en un par de meses, pero ni siquiera este es un asunto cerrado: un reciente estudio en Islandia ha descubierto niveles sostenidos de anticuerpos contra el SARS-CoV-2 cuatro meses después de la infección. Entre la comunidad inmunológica cunde la idea de que probablemente la memoria a largo plazo de la infección con este coronavirus, como ocurre con otros parecidos, podría no recaer tanto en los anticuerpos, producidos por los linfocitos B, sino en los linfocitos T, otro departamento de la respuesta inmune adquirida que tiene un papel crucial y que no se detecta en los test serológicos.

Pero mientras continúa la investigación sobre la inmunidad al virus, ya es un hecho innegable que la reinfección a los pocos meses existe. Y dado que aún no hay motivos para esperar que las vacunas en desarrollo inmunicen mejor que la infección, sería conveniente moderar el tono de los mensajes sobre las vacunas, a veces teñido en los medios de un exceso de optimismo, para no inflar las expectativas. En palabras de los autores del estudio de Hong Kong, «puede que las vacunas no proporcionen una protección de por vida contra la COVID-19».

Entre las incógnitas aún pendientes, queda una crucial, y es si una segunda infección puede pasarse de forma más leve que la primera. En principio, podría e incluso debería ser así; el sistema inmune no olvida del todo: no solo perduran las células B de memoria, esperando en silencio a que el virus aparezca de nuevo para lanzar una segunda andanada de anticuerpos, sino que también las células T pueden prolongar la protección mucho más allá de lo que dura la primera oleada transitoria de anticuerpos. Y esto es posiblemente lo que sucedió en el paciente de Hong Kong, quien ha pasado la segunda infección sin síntomas. Pero por desgracia, esto tampoco es aplicable a todos los casos: un paciente reinfectado en Nevada (EEUU) ha sufrido una cóvid más grave en su segunda infección que en la primera.

En resumen, no perdamos la esperanza de que alguna de las vacunas en desarrollo, o versiones posteriores, consigan una protección fuerte y duradera que nos permita recuperar la vida tal y como era antes. En ocasiones, y si los antígenos clave del virus no varían a lo largo del tiempo, podría bastar con dosis sucesivas de recuerdo para mantener la protección. Pero, por el momento, es más realista moderar las expectativas de que «la» vacuna sea LA solución definitiva contra el coronavirus. Sin duda, las vacunas serán un hito crucial en la lucha contra esta lacra, pero aún ni hay motivos para confiar demasiado en que vayan a protegernos totalmente y para siempre, ni mucho menos en que vayan a borrar el virus del mundo. La lucha deberá seguir: como escribían los autores del estudio del paciente de Hong Kong, «probablemente la COVID-19 continuará circulando entre la población humana, como ocurre con otros coronavirus».

Diez razones por las que los pasaportes de inmunidad, «cartillas cóvid» o como se llamen, son una malísima idea

En los meses que llevamos de pandemia, con un seguimiento regular de los medios científicos y los de ciencia popular, no recuerdo haber leído la opinión de un solo experto a quien la creación de pasaportes de inmunidad de COVID-19 le parezca una buena idea. Desde que la idea comenzara a circular en boca de ciertos políticos el pasado abril, y la Organización Mundial de la Salud reaccionara de inmediato descalificándola, han sido numerosos los artículos y reacciones de especialistas en distintas áreas que han desaconsejado vivamente esta posibilidad por múltiples razones. En palabras de James Naismith, de la Universidad de Oxford y el Instituto Rosalind Franklin, son «invenciones políticas construidas en torno a conceptos científicos complejos».

Probablemente el mejor compendio es el publicado en la revista Nature el pasado 21 de mayo por Natalie Kofler, de la Facultad de Medicina de Harvard, y Françoise Baylis, de la Universidad Dalhousie de Canadá. Estas dos expertas en biología molecular y bioética resumían en diez motivos por qué los pasaportes de inmunidad son una de esas malas ideas esféricas, es decir, malas desde cualquier ángulo que se miren. Dos meses después, todos los motivos aportados por Kofler y Baylis siguen siendo válidos:

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

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1. La inmunidad a la COVID-19 es un misterio.

Como ya conté ayer aquí, a estas alturas es imposible establecer un correlato inmunológico del coronavirus SARS-CoV-2, es decir, certificar quién es inmune, en qué grado y por cuánto tiempo. Esta es sin duda la razón más importante, dado que algunos de los motivos bioéticos o sociológicos podrían llegar a ser incluso hasta cierto punto discutibles en situaciones de máxima emergencia. Pero decir que a estas alturas, julio de 2020, puede asegurarse quién es inmune al virus, como si fuera un embarazo, sí o no, blanco o negro, es sencillamente pseudociencia. Sin ánimo de barrer para casa, quien más tiene que decir en esta materia concreta somos los especialistas en inmunología.

2. Los test serológicos no son lo suficientemente fiables.

Como también conté aquí, incluso un test serológico con una fiabilidad del 98%, como el recientemente anunciado en España por el CSIC, daría en la práctica un 28% de falsos positivos. Es decir, que casi una de cada de tres personas a quienes se les diera ese pasaporte de inmunidad en realidad jamás habría pasado la enfermedad.

3. El volumen de test necesarios es inalcanzable.

Incluso aunque los dos motivos anteriores no existieran, es decir, fuera posible certificar la inmunidad y los test fueran fiables al 100%, la medida solo sería justa si todo ciudadano pudiese testarse a voluntad, en cualquier momento y sin un coste directo para él. Pero obviamente, no existen test para todos. Y cualquier otra opción es discriminatoria.

4. Los positivos no sostendrían la economía.

Los políticos que han manejado esta idea han apuntado invariablemente la utilidad de los pasaportes de inmunidad para que estas personas tengan un más fácil acceso a ciertos recintos o negocios. Pero evidentemente, un 5% de la población, como es el caso de los seropositivos estimados en España por el estudio ENE-COVID, no va a levantar un país.

5. Es un ataque a la privacidad.

No hace falta mayor explicación. El propósito final de la idea es controlar, determinar y/o restringir las actividades y los movimientos de los ciudadanos, una tentación para muchos gobernantes que a menudo encuentra una buena excusa.

6. Los grupos marginados serán vigilados más de cerca.

De nuevo, otra razón para la discriminación. ¿Qué mejor excusa para apartar a quienes se quiere apartar que la de que no tienen pasaporte de inmunidad?

7. Acceso desigual.

Incluso aunque existieran test para todos, algunas personas podrían pagárselo, otras no. Si a las múltiples barreras de acceso a tantas cosas en la sociedad añadimos la de costearse un test serológico de cóvid, las desigualdades sociales no hacen sino acrecentarse.

8. Estratificación social.

Abundando en el mismo concepto: ¿una razón más para que los gobiernos, las compañías y otras entidades nos clasifiquen y nos etiqueten? Es dudoso que los abusos pudieran controlarse. Como mencioné aquí, diversos medios han publicado noticias sobre ofertas de empleo en las que se requiere inmunidad a la cóvid.

9. Nuevas formas de discriminación.

Es, en realidad, un resumen de lo anterior. Pero Kofler y Baylis apuntan una interesante reflexión. Desde hace años, en la comunidad científica y bioética existe un debate sobre los riesgos de que ciertos datos nacidos de los avances de la ciencia, como los perfiles genéticos, sean explotados por las compañías de seguros y otras en su beneficio y en nuestro perjuicio. Incluso aunque los pasaportes de inmunidad realmente pudiesen cumplir lo que dicen, «los pasaportes inmunitarios de hoy podrían convertirse en los pasaportes biológicos de mañana a muchos otros niveles», advierten las autoras.

10. La perversión del sistema sería una amenaza para la salud pública.

Los pasaportes de inmunidad son un incentivo perverso, apuntan las dos expertas; si ciertas libertades y ventajas solo estuvieran permitidas a las personas con pasaporte, muchos buscarían el contagio deliberado para poder tener acceso a ellas. Esto no es una mera ficción: durante años, en EEUU y otros países los movimientos antivacunas han promovido las fiestas de varicela o sarampión, en las que se pone deliberadamente en contacto a los niños sanos con los infectados para que se contagien y se inmunicen sin necesidad de vacuna. Por otra parte, también proliferarían el mercado negro y la falsificación de pasaportes de inmunidad.

Con todas las razones anteriores, expuestas y desarrolladas durante meses, y que han sido apoyadas casi unánimemente desde la comunidad científica y aledaños, ¿cómo es posible que a estas alturas alguna autoridad se plantee seriamente esta posibilidad? Por mucho que el gobierno de la Comunidad de Madrid haya tratado después de maquillar su disparatada propuesta inicial, el concepto sigue siendo el mismo: un papel, aunque sea electrónico, que no aporta absolutamente ninguna ventaja, sí múltiples inconvenientes y que, sobre todo, es papel mojado, electrónico o no. ¿Quiénes son los expertos que han asesorado al gobierno de la Comunidad de Madrid para promover esta idea, y que al parecer reman en contra de todo el resto de la comunidad científica?

Según un próximo estudio, Madrid podría estar cerca de la inmunidad grupal (pero otros expertos no están de acuerdo)

La pandemia de la enfermedad del coronavirus (cóvid, COronaVIrus Disease) ha llevado a muchas personas a familiarizarse con conceptos científicos que habrían preferido seguir ignorando, ya que evidentemente no es esta la manera que ninguno quisiéramos de aprender ciencia. Pero también es evidente que muchos de los recién llegados a sus primeros pasos en alfabetización científica aún no comprenden, porque quizá nadie se lo ha explicado y quizá ellos tampoco han buscado esta explicación, que la ciencia no solo no lo sabe todo, sino que avanza por ensayo y error, equivocándose y corrigiéndose.

La falta de conocimiento sobre esta naturaleza de la ciencia se ha manifestado infinidad de veces a lo largo de estos meses, con las diatribas hacia Fernando Simón por responder «no sé» –una expresión que para los científicos es, más que habitual, el principio motor de su trabajo– o con las críticas a los científicos por las frecuentes dudas y equivocaciones / rectificaciones sobre los pormenores del virus y su enfermedad, algo que está en la propia esencia de la ciencia.

Así, si algo debería quedar claro para quienes tratan de seguir la información científica sobre la evolución de la pandemia, es que esto no son unas elecciones; no es un proceso humano cuyas reglas las marcamos nosotros, sino un fenómeno natural cuyas reglas tienen que desentrañarse. Y que por lo tanto, cuando algo se divulga en los medios como sabido, es necesario preguntarse: ¿cómo de sabido es?

No todo lo que dicen los científicos alcanza el mismo nivel de certidumbre: en una escala de menos a más, lo que menos credibilidad tiene es la voz del experto, ya que puede tratarse de una simple opinión informada, pero opinión al fin y al cabo. Y a partir de ahí, el grado de confianza crece a lo largo de la escala: informe o documento de trabajo — estudio científico — estudio científico publicado — varios estudios científicos publicados — metaestudio — varios metaestudios — consenso científico.

Por ejemplo, un concepto al que popularmente se le ha supuesto un mayor nivel de certeza del que realmente tiene es el de la inmunidad grupal, o mal llamada inmunidad de rebaño (por traducción literal del inglés «herd»; aunque inicialmente se describió en ratones, «herd» se aplica también a una multitud humana, mientras que en castellano el término «rebaño» solo se utiliza para los humanos en sentido peyorativo).

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Muchos han aprendido que existe un porcentaje de inmunidad en la población, ya sea por vacunación o por haber pasado la infección, que protege a la comunidad en su conjunto. Esto es cierto. Pero hay dos errores comunes relativos a la inmunidad grupal. El primero es pensar que cada uno de nosotros, individuos, estaremos protegidos contra el contagio una vez que se alcance ese listón. No es así; cuando se llega a la inmunidad grupal, el virus continúa extendiéndose, y aún infectará a a una buena parte adicional de la población. La inmunidad grupal no es un concepto clínico, sino epidemiológico; solo significa que a partir de entonces la curva de contagios descenderá en lugar de ascender.

El segundo error es pensar que se conoce cuál es el porcentaje necesario para alcanzar inmunidad grupal al coronavirus SARS-CoV-2. En los medios se ha repetido una cifra que ha calado: 60%. Este número no lo ha inventado alguien mirando el vuelo de los vencejos, sino que se obtiene de una sencilla fórmula cuya única variable es la tasa de reproducción general básica del virus en una población que se enfrenta a él por primera vez; lo que se llama R0.

Para el virus SARS-CoV-2 se ha estimado un R0 de entre 2,5 y 3. Esto significa que, en la población general al comienzo del brote, cada contagiado infecta a entre 2,5 y 3 personas. La fórmula para calcular el porcentaje necesario para la inmunidad grupal es:

Umbral de Inmunidad Grupal = 1 − 1/R0

Es decir, que para un R0 de 2,5, el resultado es claro: 0,6, o un 60%.

Solo que la fórmula no sirve. Ni siquiera la R0 sirve. Debemos tener en cuenta que la epidemiología, como ciencia que es, funciona a base de predicciones. Pero las predicciones no necesariamente aciertan; deben contrastarse con los resultados reales para saber si el modelo es correcto o si –ensayo y error– debe rectificarse y mejorarse. Y a pesar de que las grandes epidemias no son algo en absoluto desconocido para la ciencia moderna, lo que sí es nuevo es el nivel de atención científica que se está dedicando a esta pandemia. Y los estudios están revelando que ciertas predicciones se basaban en modelos incompletos o mejorables.

Para empezar, la R0. Este numerito ha llegado a difundirse tanto en los medios que los expertos han tenido que salir a derribarlo del pedestal: primero, el «0» de la R0 se refiere al tiempo cero de la infección. Es obvio que ese momento ya lo dejamos atrás hace meses, por lo que no tiene sentido seguir hablando de R0; para momentos posteriores se habla de Rt, siendo t el tiempo de la infección en una población. Pero los expertos están también aclarando que en realidad la Rt puede variar enormemente de unos lugares a otros, de unas poblaciones a otras, de unas situaciones a otras, por lo que hablar de una Rt general para la pandemia puede tener valor científico, pero su valor predictivo práctico es nulo. Hay que tener en cuenta que conceptos como la Rt y la R0 se definieron en estudios experimentales con infecciones en animales en un laboratorio; los epidemiólogos llevan meses insistiendo en que una infección natural en las complejas poblaciones humanas es algo completamente diferente.

Uno de los factores que tira por los suelos las estimaciones de un Rt y, en consecuencia, los cálculos del porcentaje de inmunidad poblacional, es algo que los expertos están discutiendo intensamente en los medios científicos: la heterogeneidad de susceptibilidad en la población. Es decir, que no todos somos igualmente susceptibles a la infección por el virus, algo que lleva observándose consistentemente a lo largo de la pandemia: los niños son mucho menos susceptibles que los adultos (en torno a la mitad, según algunos estudios), y hay parejas o familias en las que solo uno de sus miembros resulta contagiado, a pesar de que todos han convivido sin aislarse.

La heterogeneidad de susceptibilidad es clave a la hora de entender cómo va a progresar la pandemia en los próximos meses y años, porque es razonable pensar que la primera oleada ha infectado sobre todo a las personas más susceptibles; dos personas pueden haber estado expuestas en idénticas condiciones a un mismo foco de contagio, y sin embargo solo una de ellas ha contraído el virus. Esto no es necesariamente una resistencia, ya que quizá se trate solo de que la otra persona necesita una exposición más prolongada o una mayor dosis del virus para infectarse. Pero si caen primero los más susceptibles, está claro que en posteriores oleadas y rebrotes el ritmo de propagación descenderá.

Y por lo tanto, esto influirá también en la inmunidad grupal, ya que si con el tiempo las personas que van quedando sin infectar son las menos susceptibles, entonces el porcentaje necesario para alcanzar esa inmunidad grupal será menor de ese 60%, incluso mucho menor. Por ejemplo, un reciente estudio en la revista Science que incluía la heterogeneidad en sus modelos llegaba a una estimación del 43% para la inmunidad grupal. Sin embargo, los autores advertían: «Nuestra estimación debería interpretarse como una ilustración de cómo la heterogeneidad de la población afecta a la inmunidad grupal, más que como un valor exacto o siquiera una buena estimación».

Pero podría ser aún menor. Otro estudio aún sin publicar, dirigido por la matemática epidemióloga de la Universidad de Strathclyde (Reino Unido) Gabriela Gomes, ha tomado el valor de R0 de entre 2,5 y 3, según lo publicado, pero ha introducido un coeficiente de variación de heterogeneidad de entre 0 y 4. En su valor más alto, con una heterogeneidad de 4, el umbral de la inmunidad grupal desciende a menos del 10%. Sin embargo, Gomes y sus colaboradores advierten: en realidad, aún no se sabe cuán variable es la población humana a la susceptibilidad al coronavirus.

Para su estudio, los autores tomaban como ejemplo la evolución de la epidemia en Italia y Austria. Pero en un reportaje en la revista de ciencia popular Quanta Magazine, Gomes cuenta que actualmente su equipo está actualizando su preprint (estudio aún no publicado) con datos de España, Portugal, Bélgica e Inglaterra. Y esto es lo que comenta Gomes a la revista: «Estamos llegando a la conclusión de que las regiones más afectadas, como Madrid, podrían estar cerca de llegar a la inmunidad grupal». Recordemos que Madrid supera el 11% de seroprevalencia, según el estudio ENE-COVID del Instituto de Salud Carlos III.

Para conocer datos más concretos, tendremos que esperar a la actualización del estudio. Y para que este alcance un nivel de credibilidad adecuado, tendremos que esperar a que se publique después de la necesaria revisión por pares. Pero incluso en este caso, toda la explicación anterior debería servir para que se comprenda bien que este es un terreno en el que aún no hay absolutamente ninguna certeza. En el mismo reportaje de Quanta, otros expertos discrepan de las conclusiones de Gomes. Jeffrey Shaman, de la Universidad de Columbia, dice que el bajo umbral sugerido por Gomes «no es consistente con otros virus respiratorios. No es consistente con la gripe. ¿Por qué iba a comportarse [la inmunidad grupal] de forma diferente con un virus respiratorio y con otro?».

De hecho, tanto es lo que aún no se sabe sobre esta cuestión que el director de la revista Science, H. Holden Thorp, decía en su blog que entre los responsables de la publicación se discutió mucho si era conveniente publicar el estudio que rebajaba la inmunidad grupal del 60 al 43%, ya que pensaron que la divulgación de este dato a través de los medios y al público en general podría llevar a muchas personas a interpretarlo erróneamente como una certeza, y a que se despreciaran las medidas de seguridad en la falsa creencia de que estamos más cerca de la inmunidad grupal. Por el momento, y mientras la ciencia continúa con su proceso natural de ensayo y error, lo único que va a protegernos del contagio es lo que ya sabemos: mascarillas, distancia, higiene de manos…

¿Puede una serpiente envenenarse a sí misma?

¿Alguna vez se ha preguntado si una serpiente puede morir por su propia mordedura? Incluso si su respuesta es no, es posible que un día llegue a encontrarse asaltado por esta pregunta de boca de sus hijos, presentes o futuros.

Tal vez muchos alegarían que la pregunta es tan absurda que es indigna de ser respondida, lo cual no deja de ser una manera digna de camuflar la propia ignorancia. Los niños, en cambio, que no temen al ridículo, preguntarían algo así de una forma tan natural como lo hacen siempre que plantean este tipo de cuestiones sencillas que dejan a los mayores rebuscando nerviosamente entre sus papeles cual dirigente política interrogada sobre la indemnización de un tesorero corrupto: por qué el cielo es azul, por qué las nubes no se caen, por qué la Luna brilla si es solo un pedazo de roca y las rocas no brillan, o por qué el agua del mar es salada y la de los lagos es dulce. A ver, ¿por qué?

Volviendo a las serpientes, ¿es una pregunta estúpida o no? ¿La respuesta es obvia o no? Las serpientes producen el veneno; por tanto, este ya está dentro de ellas y, sin embargo, no les afecta. Por tanto, la respuesta es no. Pero el veneno de las serpientes que a nosotros sí nos hace daño afecta a mecanismos celulares y rutas metabólicas que están presentes en las serpientes exactamente igual que en nosotros. Por tanto, la respuesta es sí. ¿Cuál demonios es la respuesta buena?

Pueden sentirse aliviados: no es una pregunta estúpida. De hecho, nadie parece tener una respuesta definitiva y universal que se resuma en un sí o un no. Después de hacer una pequeña búsqueda en internet y visitar algunos foros de herpetólogos, llego a la conclusión de que este es un tema de debate incluso para los expertos. Lo cierto es que las serpientes que llevan el apellido «real» se alimentan de otros ofidios venenosos de su región sin sufrir daño, indicando que poseen algún tipo de inmunidad (y/o que el aparato digestivo neutraliza el veneno lo suficiente como para que ningún componente nocivo llegue al torrente sanguíneo). Existe algún caso publicado en internet de mordiscos autoinfligidos con consecuencias graves pero no mortales, lo que sugiere un efecto menos nocivo para el propio poseedor del veneno de lo que sería normal en un animal de su tamaño y peso.

Los investigadores británicos John Mulley y Richard Johnston han emprendido un rastreo exhaustivo de la literatura científica, llegando a la misma conclusión: «Los ejemplos probados de autoenvenenamiento por serpientes venenosas, y especialmente los casos de muerte como resultado de estos eventos, son extremadamente raros, si no inexistentes». «La investigación de la literatura disponible no ha podido identificar ningún ejemplo definitivo de autoenvenenamiento por una serpiente venenosa, aunque tales relatos son prevalentes en internet, donde en apariencia es raro que causen la muerte o daños a largo plazo», añaden los científicos.

El embrión de víbora egipcia que murió en su huevo, con las mandíbulas cerradas sobre su propio cuerpo. Imagen de Mulley y Johnston.

El embrión de víbora egipcia que murió en su huevo, con las mandíbulas cerradas sobre su propio cuerpo. Imagen de Mulley y Johnston.

El motivo por el que Mulley y Johnston están especialmente interesados en este fenómeno es porque ellos se han topado con un posible caso. Los investigadores estaban criando ejemplares de la víbora egipcia Echis pyramidum, una serpiente venenosa que no alcanza el metro de longitud y que habita en el noreste de África y la península de Arabia. Este pasado verano, Mulley y Johnston tenían una puesta de 13 huevos, de los cuales uno no llegó a eclosionar. Al abrir este huevo, los científicos encontraron una serpiente «muerta, casi totalmente desarrollada, con algo de yema sin absorber», y observaron que curiosamente su mandíbula parecía morder la cola, como en las clásicas pescadillas. Para comprobar si los colmillos horadaban la cavidad corporal, recurrieron a la microtomografía de rayos X, una técnica que permite examinar el ejemplar en alta resolución sin alterar su postura.

El examen reveló a los científicos que los colmillos de la víbora se hallaban replegados en su paladar, y no hincados en su propia carne. «Sin embargo, es posible que se produjera un mordisco y un envenenamiento seguidos por una retirada de los colmillos, donde la causa de la muerte podría ser el resultado del veneno o del trauma físico asociado con el mordisco, especialmente si uno o ambos colmillos se clavaron en algún órgano vital». «Como alternativa, es posible que este animal se ahogara dentro de su huevo después de haberse mordido a sí mismo sin consecuencias fatales y no haya podido o querido liberarse», escriben Mulley y Johnston en un estudio aún no publicado y disponible como prepublicación en la revista online PeerJ.

Tomografía de rayos X de la víbora. Los colmillos (en rojo) están replegados. Imagen de Mulley y Johnston.

Tomografía de rayos X de la víbora. Los colmillos (en rojo) están replegados. Imagen de Mulley y Johnston.

Así pues, los investigadores no pueden establecer de forma definitiva si se encuentran ante un caso de autoenvenenamiento, por lo que aún seguiremos sin dar una respuesta definitiva a la pregunta. En el siglo pasado hice una tesis doctoral en inmunología. Uno de los aspectos más fascinantes de esta ciencia es la capacidad del sistema inmunitario para diferenciar lo propio de lo no propio. Este mecanismo es el responsable de que podamos responder a una infección, pero también de que nuestro organismo no resulte destruido por el ataque de nuestras propias defensas. El sistema es increíblemente eficaz, pero en ocasiones no es perfecto: algunos microorganismos superan nuestra capacidad de respuesta y nos matan, como en el caso del ébola o la viruela. Y otras veces nuestra inmunidad organiza una reacción innecesaria y excesiva contra agentes inofensivos, como ocurre en las alergias o en las enfermedades autoinmunes.

Es posible, y razonable, que el sistema inmunitario de las serpientes produzca anticuerpos contra su propio veneno. Aunque este se fabrica en glándulas especializadas y no circula por la sangre –el lugar donde se produce la exposición que dispara la respuesta de anticuerpos–, parece que en el suero de estos reptiles se han encontrado anticuerpos contra sus propias toxinas. Esto revela que existe una cierta exposición a su propio veneno, pero también que tal vez esta autoinmunidad les puede servir como protección de urgencia si ocurre un accidente sin que esos anticuerpos bloqueen la acción del veneno, ya que no pueden acceder a las glándulas. Si así es como funciona, el sistema es extremadamente sofisticado; una maravilla evolutiva.

La capacidad del veneno de las serpientes de provocar una respuesta de anticuerpos está sobradamente demostrada. De hecho, es lo que se utiliza para producir los antídotos. El mecanismo es el mismo de las vacunas, pero se utilizan animales tales como caballos, cabras u ovejas, o en algunos casos incluso especies más exóticas como tiburones. Se les inyecta una pequeña cantidad de veneno muy diluido que no les provoca ningún daño, pero que les hace desarrollar un suero hiperinmune contra la toxina. Después se les extrae el suero –una vez más sin dañar al animal–, se purifican los anticuerpos y se preparan como fármaco apto para administración terapéutica en humanos. El proceso es largo, complicado y peligroso, porque requiere ordeñar las serpientes a mano.