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‘Inmune’, película modélica de todos los errores sobre virus, infecciones e inmunidad

Como mencioné unos días atrás, pensaba hacer aquí un tema sobre los errores típicos cometidos en las películas, series y videojuegos sobre virus, infecciones e inmunidad. Pero casualmente el capricho de los dedos sobre los botones del mando a distancia me ha llevado a ver una película que contiene una gran parte de ellos, así que he decidido tomarla como estudio de caso. Y me van a permitir que vuelva a un tono que abandoné durante la pandemia porque entonces la gravedad de la situación no permitía coñas.

Con todos ustedes, Inmune (originalmente Songbird, vaya usted a saber por qué), un bodrio disponible en Amazon Prime Video. Se trata de una película dirigida a un público juvenil, y que puede calificarse como esféricamente mala; es mala, se mire desde donde se la mire. Es mala en perspectiva axonométrica, en los ejes x, y y z.

Inevitablemente, siguen spoilers. Pero no importa; de verdad, no la vean.

Un fotograma de Inmune (2020). Imagen de STXfilms / Amazon Prime Video.

Para empezar y como simple película, antes de entrar en más, resulta tan boba y sosa que no habría aguantado más allá del primer cuarto de hora, de no haberme obligado a mí mismo a verla hasta el final por la curiosidad de saber (y comentar aquí) qué está haciendo Hollywood con la pandemia.

La película está rodada en 2020, en plena explosión de la pandemia, por lo que sus guionistas han podido contar con una experiencia real que no ha estado al alcance de los autores de películas anteriores sobre virus y pandemias. Y a pesar de ello, se diría que han preferido pasar el brazo sobre la mesa para barrer al suelo toda la información y centrarse en lo de verdad, lo que sale en Twitter.

En primer lugar, la enfermedad de la película es la «COVID-23». Una tontería semejante solo se le había ocurrido a un responsable político madrileño y a un inmunólogo que luego se retractó (el político no, que yo sepa); total, para qué va la Organización Mundial de la Salud a molestarse en estandarizar denominaciones clínicas de diagnóstico, si luego cada uno le pone a las enfermedades el nombre que le da la gana, actualizando la fecha como si fuera la nueva edición del FIFA de la Play. O como si uno fuera al médico y no le diagnosticaran una diabetes, sino una diabetifluachis porque al médico le ha parecido similar a la diabetes, pero no del todo.

Por lo demás, y abundando en lo de Twitter, el mensaje de la película es delirante, confeccionado a medida de la comunidad conspiranoica: las autoridades sanitarias son malvadas, ordenando confinamientos para exterminar a la población, y exterminándola activamente cuando no se dejan morir sin más.

El villano, el jefe de dicha autoridad sanitaria, ya tiene que haber sido concebido como parodia, porque no puede entenderse de otro modo: es el malo de Fargo (el que hacía carne picada con Steve Buscemi; perdón, no con, sino de). No solo es el mismo actor, sino incluso casi el mismo personaje, un pedazo de psicópata que no duda en matar a los enfermos con sus propias manos si es necesario (por otra parte, hay que decir que la interpretación histriónica y disparatada de Peter Stormare es casi lo único que puede salvarse; no sé qué clase de persona será este hombre, pero con su historial interpretativo yo me cambiaría de acera si me lo cruzase).

Desde el punto de vista científico, la película es de llevarse la mano a la frente mientras uno se muerde el labio inferior y mueve la cabeza de lado a lado. Pero más que invitar a la risa, lo hace a la preocupación, ya que perpetúa errores estereotipados y bulos sobre virus, inmunidad y epidemias.

Debo aclarar que la gran mayoría de la ciencia que cuento aquí ya se conocía antes de la pandemia, no se ha descubierto a raíz de esta. Son disculpables los errores referidos a cosas que en 2020, cuando se rodó la película, probablemente todavía no se sabían; por ejemplo, la obsesiva esterilización con ultravioletas (que de todos modos también está mal planteada), en un momento en el que aún se pensaba que el contagio por contacto con objetos o superficies podía ser relevante. Pero en lo demás, simplemente con que se hubieran ahorrado a Demi Moore, que no aporta nada, habrían tenido presupuesto para contratar a diez o doce científicos expertos como asesores.

En primer lugar, y de los creadores de «cámaras térmicas para detectar la COVID-19 a distancia», llega ahora la app del móvil para diagnosticar con un selfie si se está infectado o no.

Como ya he explicado aquí unas cuantas veces, el uso de cámaras térmicas y termómetros sin contacto como presuntos métodos de screening de esta o de cualquier otra infección ya había sido desacreditado por los estudios científicos antes de esta pandemia, y ha sido re-desacreditado por los estudios científicos durante esta pandemia; todo lo cual no ha impedido que se convirtiera en un negocio muy exitoso del que algunos han sacado tajada.

Una vez más, no existe forma humana, divina ni alienígena de detectar la infección con una imagen, ya sea de infrarrojos, ultravioletas o rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Incluso aunque se tratara de un virus que hiciera nacer un cuerno en mitad de la frente, una foto tampoco podría detectar la infección si la persona acabara de contagiarse y aún estuviera incubando la enfermedad.

Precisamente esto, el tiempo de incubación, es otro de los errores estereotipados del cine sobre virus. Lo típico en las películas de zombis es que no existe tal periodo: un zombi muerde a alguien, y este apenas tarda unos segundos en convertirse para, a su vez, convertir a otros. Esto puede ocurrir con las posesiones demoníacas, ya que no existen; pero no con las infecciones.

Pues aunque parezca algo tan evidentemente erróneo que nadie caería en ello, se cae constantemente. A ver quién no ha oído una historia parecida a esta durante la pandemia (yo sí, unas cuantas veces): Fulano dice que teme haberse infectado, porque ayer cenó con Mengano, y Mengano le ha llamado hoy para decirle que a su vez estuvo esa mañana con Zutano y que este le ha dicho hoy que ha dado positivo.

Aunque Mengano se hubiera contagiado durante su encuentro con Zutano, no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para que Mengano sea infeccioso. Hasta dentro de unos días, pasado su periodo de incubación, no podrá contagiar a nadie. Fulano está completamente a salvo. Este mecanismo zombi de contagio instantáneo en cadena también ha sido invocado a lo largo de la pandemia para plantear el absurdo escenario de que ciertas concentraciones de personas eran infectódromos donde todos se iban pasando el virus de unos a otros como si fuera el huevo en la cuchara de esas fiestas de los años 50.

También en Inmune hay algo de esto: cuando el malísimo Stormare recoge el cadáver de la abuela de la chica, que acaba de morir después de enfermar ayer, le dice a esta que ella no ha enfermado, luego es inmune. Es evidente que no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para saber si la chica está infectada o no.

Esto de los inmunes y los no inmunes también tiene su comentario, ya que es el tema principal de la película: hay algunas personas certificadas inmunes, por razones que no se cuentan, y que obtienen una pulsera amarilla que les permite moverse libremente.

Lo que está mal comienza por el nombre: estas personas no son inmunes, sino resistentes. Inmune es alguien que ha desarrollado una inmunidad al virus, ya sea por infección o vacunación, que le protege o bien de una reinfección, o bien de los síntomas. Pero esta inmunidad no es necesariamente completa ni eterna; puede ser solo parcial y decaer con el tiempo, como ocurre en las personas recuperadas de una infección o vacunadas contra ella. Y generalmente las vacunas no proporcionan inmunidad esterilizante, como ya hemos contado aquí (por cierto, en la película parece que no existen las vacunas; ¿habrán decidido prescindir de este escollo para no meterse en fregados que pudieran molestar a la comunidad conspiranoica?).

Otra cosa diferente es la resistencia a un virus conferida por alguna variante genética rara. Las personas que tienen una mutación llamada delta-32 en el receptor CCR5 del virus del sida son resistentes al VIH, porque no puede infectar sus células diana. Pero estas personas no solo no se infectan, sino que no pueden contagiar a otras. Por lo tanto, la película está mezclando churras con merinas en una balsa de cacao mental: las personas inmunes sí podrían contagiar a otras, pero no serían totalmente inmunes porque sí para siempre certificado con pulserita amarilla, y en cambio las personas resistentes no se contagiarían y sí merecerían la pulserita, pero no podrían contagiar a otras.

De forma más general, esto cae en el estereotipo de la gran mayoría de las películas sobre virus, de creer que la inmunidad y las vacunas son como las vidas extra de los videojuegos. En la vida real, la inmunidad no es un icono en la esquina de la pantalla que le vuelve a uno invulnerable. Es mucho más complicado.

Por ejemplo, en la población hay una heterogeneidad de susceptibilidad, lo que significa que no todo el mundo es igualmente susceptible a la infección ni a los síntomas, ni tampoco a la condición de infectar a otros. Aunque en esta película se dice al principio, por medio de un informativo en televisión, que la mortalidad del virus es del 56%, lo cierto es que al 44% que sobrevive no les han dado papel, porque no aparece ningún recuperado. Esta es la típica idea errónea tantas veces vista en el cine: el virus afecta a todo el mundo por igual, salvo quizá a algún «inmune». Sería de esperar que, con todo lo que se ha informado durante esta pandemia, una película rodada ahora lo hubiera pillado. Pero no.

Otro detalle de saltar sobre el sillón es el de la transmisión del virus por el aire. Esto se ha contado mil veces durante la pandemia, pero no hay manera: transmisión por el aire, no por el viento. Transmisión por el aire significa que no hace falta que una persona contagiada te tosa, estornude o escupa encima para infectarte. Basta con que respire frente a ti en estrecha proximidad durante un tiempo suficiente para que la concentración LOCAL del virus en ese aire que compartís sea suficiente para infectarte, o que respire en el mismo espacio cerrado, pequeño y mal ventilado en el que tú estás respirando.

Pero no, no significa que el virus esté presente en el aire general a una cierta concentración como si fueran partículas radiactivas, de modo que quien simplemente respire vaya a contagiarse, algo muy visto en muchas películas sobre virus, y copiado en la misma realidad real de quienes van por la calle caminando solos con mascarilla. El virus no dobla esquinas ni entra por la ventana. Aunque parezca mentira, los virus son criaturas extremadamente frágiles, que fuera de su hospedador se mueren rápidamente. Cuando el personaje de Demi Moore le dice a su adúltero marido algo así como «sabes que cada vez que abres la puerta de casa nos expones al contagio» (viven en un chaletazo con gran jardín), se entiende que Demi Moore está en horas bajas. Más aún cuando ni siquiera debió de picarle la curiosidad de preguntar a los guionistas de dónde venía el aire que respiraban en casa, si no era de la propia calle.

En fin, seguro que se me han quedado cosas en el tintero. Pero dado que no hay acción sin reacción, al menos algo aprovechable he podido extraer de esos 86 minutos. Solía gustarme que Amazon Prime Video, a diferencia de otras plataformas, muestre una valoración de las películas, en este caso la de IMDb (al parecer, Netflix solía hacerlo en sus primeros tiempos, pero lo quitaron porque resultaba que nadie veía las mal valoradas). Pero el hecho de que Inmune tenga una nota de 4,7, casi un aprobado, me recuerda que las valoraciones las carga el diablo. Y que no debo permitir a los dedos que hagan lo que quieran sin consultar al cerebro.

Estas son las vacunas de COVID-19 que necesitamos ahora (y no son las que ya tenemos)

Decíamos el otro día que sería indeseable encontrarnos en la situación de que fuese necesario un segundo refuerzo de las vacunas de COVID-19, cuarta dosis total, a toda la población. Esta situación podría darse, por ejemplo, si los contagios se desbocaran de nuevo de tal modo que una revacunación general fuese la única manera admisible de contener la transmisión. Como dijimos, inesperadamente ha resultado que las vacunas están reduciendo los contagios, aunque no fueron diseñadas ni testadas para este fin.

Esta semana Scientific American publicaba un artículo haciendo notar que «aunque el número total de muertes por cóvid ha caído, la carga de mortalidad se está desplazando aún más a las personas mayores de 64 años». Los datos que cita el artículo se refieren solo a EEUU, pero incluso si no fuesen aplicables a otros países, deberían servir de aviso: las muertes por cóvid entre las personas de 65 y más se duplicaron con creces (aumentaron un 125%) de abril a julio de este año. La proporción de los fallecimientos totales correspondiente a esta franja de edad es mayor de lo que ha sido nunca durante la pandemia.

Las vacunas protegen mejor de los síntomas graves a las personas más jóvenes. Y aunque las personas no vacunadas por encima de los 50 años corren un riesgo de muerte 12 veces mayor que las vacunadas de la misma edad, también hay personas vacunadas que mueren. Podría llegar el caso de que el único modo admisible de proteger a las personas más vulnerables incluso vacunadas fuese un nuevo refuerzo general para contener la transmisión. Y lo de «admisible» va en cursiva porque existen otras posibles medidas, pero a estas alturas de ninguna manera querríamos volver a otras restricciones más drásticas.

Pero, como decíamos, una revacunación general con estas mismas vacunas no es lo ideal, cuando el beneficio se reduzca de tal modo que los costes ya no lo compensen. Esto se aplica también, en principio, a las vacunas en desarrollo que no aporten nada sustancialmente nuevo. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), actualmente hay 374 vacunas contra la cóvid en desarrollo, 199 de ellas en ensayos preclínicos (en animales) y 175 en clínicos (humanos). De estas últimas, 158 son inyectables, como las que ya tenemos.

Las vacunas inyectables han hecho un trabajo increíble cuando las necesitábamos, incluso superando las expectativas, ya que la protección dura más de lo esperado gracias a una respuesta potente y duradera de células T. Inducen una buena inmunidad sistémica, la vigilancia que circula por el organismo. Pero no son buenas estimulando inmunidad en la mucosa nasal y bucal, por donde entra el virus, y por esto no evitan la infección.

Las vacunas que impiden la infección se llaman esterilizantes. Aunque quizá la idea popular, promovida por el retrato erróneo de las infecciones y las vacunas en el cine y los videojuegos (por cierto, otro día podríamos hablar de los errores sobre infecciones y vacunas que se cometen en las películas, incluso en las buenas), es que una vacuna es una especie de coraza invulnerable, en la realidad no es así. Conseguir una vacuna esterilizante es muy difícil. La mayoría de las que tenemos y utilizamos normalmente no lo son (incluyendo las de la gripe), pero no importa tanto, porque las claves de su efectividad son la prevención de los síntomas que confieren y la inmunidad grupal cuando hay gran parte de la población vacunada.

Cuando se trata de un virus que entra por las vías respiratorias, como el coronavirus SARS-CoV-2, una inmunidad esterilizante requeriría una potente y duradera inmunidad local en las mucosas respiratorias. Las mucosas tienen su propia subsección del sistema inmune que incluye una clase distinta de anticuerpos llamados IgA, presentes en las secreciones.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Las vacunas inyectables no inducen esta inmunidad en las mucosas. Los estudios han mostrado que la inmunidad sistémica es tan buena en una persona vacunada y no infectada como en una persona recuperada de la infección. Pero mientras que esta segunda sí tiene respuesta preparada en sus mucosas, en cambio la persona vacunada no. Sin embargo, quienes confiaban en quedar protegidos a largo plazo por haberse recuperado de la infección sin necesidad de vacunarse se habrán desengañado al ver que vuelven a reinfectarse, porque la inmunidad mucosal que provoca la infección no es suficiente ni suficientemente duradera; son las personas infectadas y después vacunadas quienes desarrollan una mejor protección en las mucosas, ya que la vacunación reestimula toda su respuesta de memoria, incluida la que la infección dejó en las mucosas.

Es curioso que muchas personas sin formación en inmunología hayan picado en un bulo que ha circulado durante la pandemia, la idea errónea de que la infección era su vacuna. Creer en esto parece entroncar con lo que defiende el creacionismo del diseño inteligente, cuyos defensores afirman, por ejemplo, que en la naturaleza existen compuestos para curar todas las enfermedades, ya que el gran diseñador colocó la enfermedad al mismo tiempo que su cura. En esta misma línea de pensamiento, es coherente creer que el diseñador hizo los virus junto al mecanismo capaz de neutralizarlos.

Pero la realidad biológica, que conocemos ya desde el siglo XIX, no funciona así. La relación entre el parásito y su hospedador es un tira y afloja evolutivo en el que ambos están sometidos a la posibilidad de encontrar variaciones genéticas que mejoren su armamento. El virus es un producto de la naturaleza que busca, por así decirlo, encontrar el modo de silenciar la inmunidad. Y dado que es capaz de evolucionar más deprisa que nosotros, nos lleva una gran ventaja. Pero nosotros tenemos otra frente a él: el conocimiento. Lo que nuestra inmunidad no puede proporcionarnos, podemos suplirlo mediante productos de biotecnología que nos permitan optimizar la defensa.

Y en la situación actual, lo que necesitamos son vacunas que añadan a la inmunidad sistémica que ya tenemos una inmunidad mucosal más potente y duradera que la que provoca la infección, o la que reestimula la vacunación intramuscular en las personas previamente infectadas. Necesitamos refuerzos vacunales intranasales u orales. Los estudios han mostrado que la combinación de las vacunas inyectables que ya hemos recibido y un refuerzo intranasal u oral son la mejor manera de prepararnos contra futuras reinfecciones. Esto no quiere decir que vayamos a conseguir una inmunidad esterilizante, pero sí lo más cercano a ello a lo que podemos aspirar. Algunos científicos piensan que si la inmunidad en las personas recuperadas no es esterilizante en las mucosas, tampoco una vacuna lo va a conseguir. Pero no lo sabremos hasta que se pruebe, como todo en ciencia.

El pasado julio el genetista Eric Topol y la inmunoviróloga Akiko Iwasaki hacían un llamamiento en Science Immunology a la necesidad de una nueva operación Warp Speed para acelerar la puesta a punto de las vacunas nasales. Conviene recordar que la clave para que pudiéramos tener vacunas en tiempo récord durante la pandemia se resume solo en dos palabras: mucho dinero. Las vacunas de la primera generación no eran un problema científico, sino un desarrollo tecnológico. No se «descubren», como suele decirse, sino que simplemente se «crean», del mismo modo que se crea un puente o una autopista. Ya se sabe cómo hacerlas. Pero el proceso desde el diseño sobre el papel hasta el mercado es enormemente costoso: más dinero, más rápido; menos dinero, más lento. Igual que un puente o una autopista.

Todas las vacunas aprobadas en la Unión Europea se beneficiaron de los 10.000 millones de dólares (presupuesto inicial que luego se sobrepasó con creces) que la administración Trump inyectó en su desarrollo mediante la llamada Operación Warp Speed, en alusión al propulsor más rápido que la luz de Star Trek (y es una curiosa paradoja histórica que le debamos a Donald Trump algo que es rechazado fundamentalmente por quienes comparten su línea ideológica). Pero ese generoso grifo ya se cerró. Y hemos vuelto a lo de antes, cuando el desarrollo de una vacuna tardaba entre 10 y 15 años.

«Ahora necesitamos urgentemente una iniciativa acelerada similar para las vacunas nasales», escribían Topol e Iwasaki. «Una nueva operación a la velocidad del rayo nos ayudaría a adelantarnos al virus y a construir sobre el éxito inicial de las vacunas de COVID-19». Iwasaki es la responsable en la Universidad de Yale del desarrollo de una nueva vacuna intranasal como refuerzo, que ha funcionado muy bien en los ensayos con ratones. Pero según contaba a la revista Politico, las decenas de millones de dólares que necesitaría para acelerar los ensayos clínicos no están al alcance de un laboratorio académico sin un nuevo programa similar a Warp Speed.

Sin embargo, no parece haber ningún signo de que esto vaya a ocurrir. El motor ahora funciona al ralentí; y en este caso, además, el problema es más complicado, porque las vacunas nasales en general están menos desarrolladas y estudiadas, y son más complicadas de testar. Para humanos solo se utiliza una contra la gripe, además de un puñado más orales contra la polio o el cólera.

Desde que escribí aquí por última vez sobre esto, el pasado marzo, ha habido algún progreso. Se han aprobado vacunas nasales u orales en China e India. La china no es nueva, sino una versión nasal de la vacuna de vector adenoviral (un virus inofensivo que lleva la proteína S o Spike del SARS-CoV-2) que ya se estaba empleando, y se está utilizando como refuerzo. La india sí es nueva, también de vector adenoviral, y se está aplicando como doble dosis inicial. De ninguna de las dos se han publicado resultados de ensayos de fase 3, aunque las compañías dicen haberlos completado con éxito, lo cual no puede verificarse. Estas dos se suman a otras tantas ya aprobadas en sus respectivos países, la versión intranasal de la Sputnik rusa y otra en Irán.

Pero salvando estos esfuerzos de algunos países por potenciar sus vacunas, el progreso es lento. Algunas ya se han quedado por el camino, porque en algunos casos las vacunas intranasales que han funcionado bien en ensayos preclínicos en animales luego fracasan en humanos. Es el caso de la vacuna de Oxford-AstraZeneca que anteriormente se ha administrado por inyección y que se estaba ensayando ahora por vía intranasal. Había buenas expectativas depositadas en ella, pero por desgracia la fase 1 del ensayo clínico ha sido decepcionante, ya que no se logra inducir una buena inmunidad, ni mucosal ni sistémica. Ahora los investigadores deberán buscar una nueva formulación antes de reiniciar todo el proceso.

Según Nature, citando a una consultora, actualmente hay un centenar de vacunas mucosales en desarrollo contra la COVID-19. La inmensa mayoría aún están en preclínicos, por lo que les queda un largo camino por delante. Los experimentos de algunas de ellas con ratones y monos son alentadores, pero una vez más esto no garantiza en absoluto que logren lo mismo en humanos. Las grandes farmacéuticas no han apoyado con entusiasmo el desarrollo de las vacunas mucosales, porque el riesgo es grande. Y mientras los contagios prosiguen a altos niveles, se facilita la aparición de nuevas variantes que perpetúan la pandemia. Las vacunas mucosales no garantizan su fin, pero ahora son nuestra mejor opción para lograrlo.

La cóvid larga puede dañar el cerebro, y también afecta a los niños

Cuando llegaron las primeras vacunas contra la COVID-19, el objetivo estaba claro: vacunar a la mayor parte de la población adulta, tanta como fuese posible. Pero en fases posteriores las respuestas no eran tan sencillas: ¿conviene vacunar a los niños? ¿Será necesario aplicar dosis de refuerzo? ¿Cuándo, cuántas, a quiénes? ¿Qué hay de las personas recuperadas? ¿Y a quienes han pasado la infección más de una vez? ¿Compensa el beneficio?

La inmensa cantidad de datos aportados por las numerosas investigaciones en todo el mundo ha despejado algunas de las principales incógnitas, pero no siempre los mensajes han calado adecuadamente. Por ejemplo, la vacunación de los niños ha sido minoritaria en comparación con los adultos. En EEUU, un estudio publicado hace unos días ha indagado en las causas de la baja tasa de vacunación entre los niños, y por qué incluso muchos adultos que se han vacunado han decidido no vacunar a sus hijos.

Los autores concluyen que los efectos de la desinformación sobre las vacunas han sido potentes: muchos padres se han quedado con el mensaje de que la enfermedad es leve en los niños, y que en cambio la vacuna podía suponer un riesgo mayor. Los mensajes cruzados entre las fuentes científicas fiables y los propagadores de bulos en internet han formado un batiburrillo en la mente de muchos padres en el que no se distingue entre información y desinformación.

Separando lo correcto de lo falso, es cierto que generalmente la cóvid aguda es más leve en los niños, aunque no debe caerse en el error —como sucedió en los primeros tiempos de la pandemia— de pensar que ellos no se infectan: el estudio de la seroprevalencia en EEUU (presencia de anticuerpos, revelando una infección pasada) ha estimado que el 86% de los niños han pasado la cóvid; probablemente la gran mayoría de ellos sin siquiera enterarse. Pero aunque sufren menos la enfermedad, también hay casos de hospitalizaciones, y los datos han mostrado que los ingresos hospitalarios por cóvid de los niños no vacunados más que duplican los de los vacunados.

Los estudios han mostrado que las vacunas estimulan en los niños una respuesta inmune al nivel de la de los adultos, pero las cifras de eficacia (protección en los ensayos clínicos) y efectividad (protección en el mundo real) son menores: la eficacia contra la variante Delta fue de casi un 91% frente a la cóvid sintomática en niños de 5 a 11 años, mientras que la efectividad contra Ómicron, con mayor capacidad de evasión inmunitaria, ha sido del 51% frente a la infección y del 48% frente a la infección sintomática en niños de la misma franja de edad, con mayor efectividad en los más pequeños que en los mayores, al tratarse de una formulación pediátrica. En los niños de  6 meses a 5 años, la eficacia contra la infección sintomática de Ómicron es del 31-51% de 6 a 23 meses y del 37-46% de 2 a 5 años.

Tomografía computarizada de un cerebro humano. Imagen de Department of Radiology, Uppsala University Hospital / Mikael Häggström / Wikipedia.

La conclusión de estos datos es que las vacunas también protegen a los niños, aunque sea a un nivel menor que a los adultos; recordemos que la efectividad de las vacunas contra la gripe suele moverse entre el 40 y el 60%, y a pesar de ello se consideran instrumentos poderosos para contener el brote anual invernal y proteger a las personas más vulnerables.

Un argumento contundente para recomendar la vacunación de los niños figura en los datos citados: como ya he contado aquí, aunque las vacunas no se diseñaron ni se testaron inicialmente para reducir la transmisión, los estudios han descubierto consistentemente que sí lo hacen. Lo cual no es fácil de explicar, dado que las vacunas no reducen la carga viral de la que depende la posibilidad de contagiar a otros. Se ha propuesto que este no es un efecto individual sino poblacional, debido a una reducción de las tasas de infección entre la población vacunada, pero no parece un argumento lo suficientemente completo. Sea como fuere, el hecho es que según las cifras anteriores las vacunas reducen la tasa de infección un 51% en los niños, por lo que su vacunación contribuye a disminuir la transmisión en su entorno, en el que puede haber personas más vulnerables.

Pero frente a todo esto, ¿qué hay de los riesgos? Y es aquí donde el mensaje que ha calado entre muchos padres se ha dejado influir por la desinformación. Es cierto que las vacunas, como todo medicamento, pueden provocar de por sí efectos secundarios que obviamente no existen en las personas no vacunadas. Pero repetidamente los estudios han mostrado que la infección supone un riesgo mucho mayor que la vacunación. Hace un par de meses, una revisión sistemática y metaanálisis (un estudio que reúne estudios previos) concluía que el riesgo de miocarditis —inflamación del músculo cardíaco, más frecuente en personas jóvenes y que en la gran mayoría de los casos es leve— es siete veces mayor debido a la infección por COVID-19 que a las vacunas. Las vacunas duplican el riesgo de miocarditis respecto a no vacunarse, pero la infección lo multiplica por 15 respecto a la no infección, con independencia del estatus de vacunación. Por lo tanto, en el balance, es evidente que no vacunarse supone un riesgo mucho mayor que vacunarse.

Es difícil que este mensaje llegue a calar entre los antivacunas convencidos, pero más preocupante es que entre quienes simplemente dudan hay otros datos que no parecen conocerse. Por encima de todo esto, hay un motivo mucho más poderoso para recomendar la vacunación de los niños, y es la cóvid larga o persistente. Desde bien entrada la pandemia los expertos están advirtiendo de que esta va a ser la mayor preocupación a largo plazo, porque aún es mucho lo que se desconoce sobre esta enfermedad.

Especialmente alarmantes son los últimos estudios sobre los efectos de la cóvid en el cerebro. Desde que se empezó a reconocer la existencia de la cóvid larga se sabe que incluye síntomas neurológicos como falta de memoria y atención, y lo que los enfermos a veces describen como una «niebla cerebral», una especie de lentitud y sensación de letargo. Las investigaciones comenzaron a detectar secuelas como signos de inflamación en el cerebro de las personas que habían sufrido cóvid grave, y un mayor riesgo de desarrollar demencia. Pero en marzo de este año un estudio en Reino Unido con casi 800 personas encontró una ligera reducción de la sustancia gris del cerebro y un cierto declive cognitivo también en pacientes que habían pasado una infección leve, en comparación con quienes no se habían contagiado.

Dado que la pérdida temporal del olfato ha sido uno de los síntomas típicos de la cóvid desde el principio, y que la región cerebral donde se encontró esta reducción de la sustancia gris está conectada con el bulbo olfatorio —la parte del cerebro que procesa el olfato—, los investigadores proponían que quizá la vía neuronal olfativa era la puerta de entrada del virus en el cerebro, o tal vez era solo un efecto secundario debido a la inflamación. Pero preocupaba el hecho de que la región donde se encontraron estas alteraciones está implicada también en la degeneración que produce el alzhéimer.

Estudios patológicos y experimentos in vitro han revelado que el virus es capaz de infectar las células de la glía, que rellenan el tejido cerebral y ejercen funciones auxiliares esenciales, incluyendo la inmunidad y el soporte a la transmisión del impulso neuronal. Los autores de este estudio apuntaban que esta infección podría estar relacionada con los efectos neuropsiquiátricos a largo plazo de la infección leve, incluyendo la atrofia de la corteza cerebral, problemas cognitivos, fatiga y ansiedad, a través de un mecanismo por el que las células gliales afectadas causan disfunción o muerte de las neuronas.

Ahora, un nuevo estudio trae novedades no precisamente alentadoras. Investigadores de la Universidad de Queensland, en Australia, han descubierto que el virus activa en el cerebro una respuesta inflamatoria similar a la que se observa en el párkinson o el alzhéimer. En concreto, el virus infecta células inmunitarias de la glía llamadas microglía, en las cuales se forman grupos de proteínas llamadas inflamasomas que disparan la inflamación asociada a la muerte neuronal en estas enfermedades degenerativas.

Obviamente, esto no significa que las personas que han pasado la infección estén condenadas a padecer algún día una enfermedad neurodegenerativa. Por desgracia, aún no se conocen las causas primarias que dan origen a estas enfermedades. Pero según el director del estudio, Trent Woodruff, «si alguien ya tiene predisposición al párkinson, tener COVID-19 podría ser como echar más combustible a ese fuego en el cerebro. Lo mismo se aplicaría a la predisposición al alzhéimer y otras demencias que se han vinculado a los inflamasomas».

Es importante recordar que, igual que ocurre con la cóvid aguda, probablemente los niños también tienen menos riesgo de padecer cóvid larga que los adultos. Pero pueden sufrirla: un estudio español publicado en agosto de este año encontraba que, de una muestra de 451 niños con cóvid sintomática atendidos en tres hospitales de Madrid, uno de cada siete tenía síntomas de cóvid larga tres meses después de padecer la infección. Los autores calificaban esta proporción como «preocupante».

La cóvid larga en niños se conoce quizá peor que la que afecta a los adultos, y podría tener sus propias peculiaridades. De hecho, ni siquiera las cifras coinciden en los diferentes estudios; uno también reciente en EEUU da una estimación menor, pero en cambio una revisión de estudios y metaanálisis publicada en junio de este año aumenta el porcentaje a un más alarmante 25%. Tanto esta revisión como el estudio español han detectado también en los niños síntomas neuropsicológicos similares a los descritos en los adultos. Aún no se sabe si la cóvid larga en los niños puede llevar asociada la inflamación cerebral observada en los adultos, pero con los datos disponibles no hay motivo para descartar que pueda ser así.

No está de más recordar otro dato destacado del estudio español: el 82% de los niños atendidos por cóvid en los hospitales sufrieron síntomas leves y solo necesitaron atención ambulatoria. Pero el 5% tuvo que ingresar en UCI pediátrica.

En resumen, y aunque los niños generalmente están a salvo de los peores efectos de la cóvid, no siempre es así. Y también corren el riesgo de padecer cóvid larga, un riesgo que disminuye con la vacunación. Incluso si Ómicron y sus subvariantes son realmente más leves que variantes anteriores —como ya he contado aquí, algo sobre lo que no hay consenso, ya que es difícil valorarlo en una población mayoritariamente inmunizada—, hay informes anecdóticos de que en cambio la cóvid larga podría ser peor con alguna de estas subvariantes, aunque esto no debe tomarse como dato contrastado.

Si se trata de proteger a los niños, el modo de hacerlo es protegerlos con las vacunas, no de las vacunas. Por desgracia, muchos padres y madres parecen haberse equivocado de enemigo, pero aún estamos a tiempo de que el esfuerzo por separar información de desinformación acabe haciendo calar los mensajes correctos.

Y volviendo al comienzo, otra de las incógnitas que se han ido presentando y que aún deben responderse es la cuestión de las dosis de refuerzo. ¿Realmente es aconsejable y necesario revacunarnos una y otra vez, indefinidamente? Mañana lo veremos.

Así está evolucionando el virus de la COVID-19

Decíamos ayer que la idea de que los virus siempre evolucionan para hacerse más inofensivos no es un bulo, como a veces se dice, sino una hipótesis que en su momento —principios del siglo XX— parecía razonable; incluso estamos acostumbrados a la idea de que los animales se domestican por un contacto prolongado por los humanos. Pero en ciencia las afirmaciones hay que probarlas (o falsarlas); es lo que distingue a la ciencia de todo lo que no lo es. Y aunque esa llamada ley del declive de la virulencia era difícil de poner a prueba, las evidencias no la han apoyado. Ayer contábamos un caso de lo contrario, el virus de la mixomatosis en los conejos.

Lo cual, decíamos, no implica que un virus no pueda evolucionar hacia una menor agresividad. Según el modelo que más se maneja hoy, llamado del trade-off o del intercambio o compensación, la evolución de un virus es un toma y daca entre los costes y los beneficios de un aumento o una disminución de la virulencia. Además, existen condicionantes a la interacción entre estos factores, como el tamaño de la población viral —un virus muy extendido como el de la COVID-19 tiene más oportunidades de variar que otro de escasa propagación como el ébola— o la tasa de mutación del virus —que es muy diferente en unos y otros dependiendo de su maquinaria genética—.

Pero aunque este modelo tiene formulación matemática, en un sistema tan complejo es muy difícil predecir qué hará el virus en el futuro, sobre todo al comienzo de un brote de un virus nuevo sobre el que es mucho lo que se desconoce. Sin embargo, había aspectos en el perfil del virus SARS-CoV-2 que invitaban a desconfiar de una posible evolución rápida hacia una menor virulencia. Por ejemplo, dado que el virus tenía un periodo de incubación algo extendido y que tardaba tiempo en matar, no necesitaba reducir su agresividad para propagarse, sobre todo cuando además las personas contagiadas estaban infectando a otras antes de que aparecieran los síntomas, antes de saber que estaban contagiadas.

Respecto al último de los factores mencionados, la tasa de mutación, inicialmente se estimó que era aproximadamente la mitad de la del virus de la gripe, una media de dos mutaciones puntuales al mes. Ambos virus, el SARS-CoV-2 y la gripe, tienen su material genético en forma de ARN, lo que confiere una mayor propensión a mutar que en los virus de ADN. Pero el de la gripe tiene además su genoma partido en trozos, lo que facilita el intercambio de fragmentos que aumenta la variabilidad. Esto no ocurre con el SARS-CoV-2, el cual además, a diferencia del de la gripe, tiene un sistema de corrección de errores al replicarse que reduce las posibilidades de mutar.

Pero los datos recogidos a lo largo de la pandemia indicaban que el virus estaba mutando mucho más deprisa de lo que se había previsto, dos veces y media más que la gripe. En lugar de variar a velocidad constante, los investigadores descubrieron que estaba evolucionando a trompicones, con rápidos episodios de varias semanas en los que el virus pisaba el acelerador para multiplicar su tasa de mutación por cuatro.

En un primer momento los científicos aventuraron que tal vez las primeras variantes serían más contagiosas que el virus original. Había razones para pensar esto, ya que el virus que surgió en Wuhan no tenía optimizada su unión al receptor de las células humanas mediante el cual consigue penetrar en ellas. Había un margen de mejora, y de hecho se sabía que el virus no era excesivamente infeccioso en comparación con otros virus respiratorios; hacía falta un contacto prolongado y una dosis viral relativamente alta para contagiarse.

Viriones del SARS-CoV-2 Ómicron replicándose en el interior de una célula infectada. Imagen de NIAID.

Esta previsión acertó: la primera variante temprana que se extendió a niveles considerables fue la D614G, llamada así por la mutación del aminoácido ácido aspártico (D, según el código empleado) a glicina (G) en la posición 614. Esta variante parecía más transmisible que el virus original, sin que se apreciara una mayor virulencia. Luego comenzaron a llegar las variantes que la Organización Mundial de la Salud calificó como preocupantes y que se designaron con letras griegas, Alfa, Beta, Gamma y Delta. Se detectó un aumento de la transmisibilidad, sobre todo en Alfa y Delta; el virus estaba optimizando su capacidad de contagio e infección.

En cambio, no hubo cambios drásticos en la virulencia, aunque los que hubo contradecían la idea del posible declive: Delta resulto ser algo más agresiva, en contra de lo que se dijo en un primer momento.

Pero el aumento de la transmisibilidad tiene sus límites, ya que llegará un momento en el que cualquier cambio ya no pueda mejorar más la capacidad de infección, y no hará sino empeorarla. A medida que aumentaba la proporción de población contagiada, los científicos predecían que en algún momento el virus comenzaría a evolucionar en otra dirección, la de escapar a la defensa inmunitaria para poder reinfectar a las personas recuperadas de la enfermedad.

Esta predicción también se cumplió: en Beta y Gamma ya se observó una cierta evasión inmunitaria, en concreto la capacidad de escapar a los anticuerpos neutralizantes presentes en las personas recuperadas.

Entonces llegó Ómicron. Y esto nadie lo esperaba. Ómicron surgió de no se sabe dónde; como las anteriores, apareció de forma independiente —no a partir de otras ya reconocidas—, pero el estudio de su genoma sugiere que nació en los primeros momentos de la pandemia, en la primavera de 2020, y que se mantuvo bajo el radar durante año y medio hasta que comenzó a crecer de forma explosiva, barriendo a las demás variantes con la sola excepción de Delta.

Ómicron tiene tantas mutaciones que es incomprensible que tardara tanto en encontrarse. Algunos científicos sugerían que tal vez se originó en animales contagiados con el virus original, en los cuales este pudo variar libremente sin que la vigilancia epidemiológica lo detectara, ya que en un principio no estaba presente en los humanos hasta que alguno lo adquirió de un animal. Se pensó en los ciervos; en EEUU hay una gran proporción de infección entre ellos, y estos animales suelen tener contacto con los humanos. Ahora, un nuevo estudio publicado esta semana en PNAS propone que pudo originarse en los ratones, ya que el virus original los infectaba torpemente, y sin embargo Ómicron parece optimizado para ellos.

Esta variante ha llegado a una infectividad récord, igualando la del sarampión, el virus más infeccioso conocido. Aquello del contacto prolongado y la alta dosis de virus de los primeros tiempos de la pandemia ya quedó muy atrás. Y además, Ómicron es también un especialista en esquivar la respuesta inmune de las personas expuestas a variantes anteriores.

Ómicron también ha matado menos. Pero aunque un estudio temprano propuso que esta variante es menos virulenta, ya que infecta más fácilmente la nariz pero menos los pulmones, a todo esto se ha añadido un factor adicional: las vacunas.

Según el enésimo bulo conspiranoico surgido recientemente en internet, se ocultó que no se había testado la capacidad de las vacunas de ARN de reducir la transmisión antes de comercializarlas. Esto no es cierto. No se ocultó nada, ya que los ensayos clínicos, publicados antes de que las vacunas comenzaran a aplicarse, jamás testaron la evitación de la transmisión. No estaban diseñados para esto, y habría sido enormemente complicado hacerlo.

Pero no tenía sentido hacerlo, ya que las vacunas intramusculares de ARN tampoco se concibieron para reducir la transmisión, sino para aminorar los síntomas clínicos, es decir, evitar la enfermedad grave y la muerte. Las vacunas que tenemos ahora inducen una buena inmunidad sistémica, pero una mala inmunidad local en las mucosas de las vías respiratorias, lo que sería necesario para evitar el contagio. Solo una vacuna intranasal con una formulación probablemente diferente, de proteína recombinante o de virus inactivado, podría lograr esto. Aún no tenemos estas vacunas, pero están en proceso.

Pese a todo, resultó que los estudios posteriores de numerosos grupos de investigación sobre la población ya vacunada revelaron que las vacunas sí están reduciendo la transmisión en buena medida, algo que ni los propios creadores de las vacunas esperaban, y que es casi más difícil de explicar que lo contrario.

De cara a la evolución del virus, la importancia de las vacunas es que son otro factor más de presión selectiva que puede afectar a lo que el virus haga en el futuro. Dado que no evitan drásticamente la transmisión, no están presionando significativamente al virus para mejorar su infectividad. Pero en cuanto a la virulencia, el problema es que con un porcentaje tan alto de población vacunada y/o recuperada ya es imposible comparar la agresividad de las nuevas variantes con las que existían antes de las vacunas, porque estas han reducido los síntomas en millones de personas, salvándolas de la enfermedad grave o de la muerte. Por lo tanto, ya no se puede comparar la virulencia de las nuevas variantes con la de las antiguas en igualdad de condiciones.

Ómicron ha tenido tal éxito, desde el punto de vista del virus, que las nuevas variantes que se están propagando ahora surgen a partir de ella, por nuevas mutaciones o recombinaciones, en lugar de partir del virus original o de versiones anteriores. Y en ellas, como BA.2.75.2, derivada de Ómicron BA.2, o BQ.1.1, derivada de la dominante en los últimos meses, BA.5, se observa que están mejorando su evasión inmunitaria (recordemos que, aunque Ómicron escape bastante de los anticuerpos neutralizantes, no así de las células T, otro componente fundamental de la respuesta inmune), llegando a mutaciones comunes incluso si tienen orígenes distintos.

En particular, la neutralización de BA.2.75.2 por los sueros de las personas vacunadas o recuperadas es solo la sexta parte que en el caso de BA.5. Lo cual no quiere decir que el sistema inmune no pueda con esta subvariante, sino que las vacunas o una infección previa nos protegen mucho menos contra ella. Estas nuevas subvariantes no han pérdido ni un ápice de infectividad.

La hipótesis más alta en las apuestas actuales es que continuará esta tendencia con nuevas subvariantes de Ómicron, aunque no se descartan otras posibilidades. Una preocupación constante es la posibilidad de que surja una variante recombinante entre Delta —más agresiva— y alguna de las subvariantes de Ómicron de mayor evasión inmunitaria, lo que podría ser una tormenta perfecta.

En fin, por desgracia aún no podemos pensar que la pandemia ha terminado. El cuadro más razonable, siempre con reservas, es que en los próximos meses de otoño e invierno las infecciones aumentarán, también en personas vacunadas y recuperadas, aunque de momento las vacunas siguen manteniendo a raya los síntomas graves con las subvariantes actuales. Mientras el virus siga evolucionando con rapidez, algo propiciado también por la gran cantidad de población infectada (lo que significa una población viral inmensa para que surjan nuevas variantes), probablemente deberemos esperar a las vacunas intranasales para forzar una reducción drástica de la transmisión.

Casi la mitad de la gente oculta su COVID-19 o miente sobre ella

Hace tres años los miles de autoproclamados videntes de todo el mundo desperdiciaron una ocasión única en la vida: con que uno de ellos, bastaba con uno solo, hubiese vaticinado lo que se nos venía encima, que el mundo iba a cambiar en unos meses, que las vidas de la mayoría de los humanos iban a verse profundamente alteradas, que estaríamos encerrados en casa, que llevaríamos mascarillas durante años, que millones morirían… Solo con que uno lo hubiese visto en su bola de cristal, en su baraja, en las entrañas de su besugo o en su lo que fuese, nos habría convencido a los demás de que no son unos charlatanes. Pero claro, no ocurrió. Porque los superpoderes solo existen en los mundos de Marvel y DC. En el mundo real solo existen los negocios. Si los superhéroes existieran en el mundo real, llevarían el datáfono prendido al cinturón para cobrar el servicio.

Pero no, hoy no vengo a hablar de videntes ni de estafas. Esto viene a cuento de volver la vista atrás, a esos meses finales de 2019 en los que el virus ya estaba comenzando a propagarse, y cómo entonces nadie en este planeta, videntes incluidos, podía imaginar lo que estaba a punto de suceder. Han pasado tres años y, una vez encajado todo el dolor sufrido, que para muchos nunca se aliviará, hoy ya no se percibe la amenaza del virus del mismo modo. Hemos vuelto a la vida, a la normalidad.

Pero ¿qué normalidad? Durante los peores tiempos de la pandemia se acuñó la expresión «nueva normalidad». No era un invento del gobierno; en todo el mundo se hablaba de «new normal». Para los sectores negacionistas supuso una nueva chincheta en sus tableros de conspiranoias. Aunque, claro, a nadie le gustaba: ¿quién no preferiría la misma vieja normalidad de siempre?

Una UCI con enfermos de COVID-19 en 2021. Imagen de Karina Fuenzalida / Flickr / CC.

Solo que, nos guste o no, hay ciertas cosas que deberían cambiar para siempre, a mejor. El 28 de marzo de 2020, en pleno confinamiento y estado de alarma, escribí aquí un artículo titulado «Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder». Cuando por entonces aún ni siquiera queríamos creer el inmenso desastre que se avecinaba (por entonces había algo más de medio millón de casos confirmados en el mundo y menos de 27.000 muertes; en España unos 64.000 casos confirmados y menos de 5.000 muertes), estaba claro que había cosas que nunca habíamos hecho bien: abusar de los productos germicidas, rehusar las vacunas, menospreciar la higiene pública y, sobre todo y por encima de todo, ir alegremente por ahí repartiendo nuestros catarros y gripes por la calle, en el trabajo, en los transportes, en los bares.

Aunque fuese de forma inocente, como tontos sin culpa, todos hemos sido en nuestra pequeña cuota responsables de la propagación de las epidemias; gripes, catarros y cóvid. El «es un trancazo» o el «he cogido frío» —una vez más, y ya van n, no nos resfriamos por «coger frío», este es un mito insidioso y tan difícil de matar como Steven Seagal que ignora siglo y medio de ciencia; el efecto del frío sobre el cuerpo se llama hipotermia, pero TODA enfermedad con síntomas de resfriado o gripe es SIEMPRE una infección causada por un virus contagioso— nos sirven como pretexto para seguir con nuestra vida normal sin tomar la menor precaución e ir así regalando nuestros virus a todos los que nos rodean.

Porque, claro, la alternativa es un coñazo: testarnos o ir al médico y, ya sea positivo o negativo, aislarnos, usar mascarilla, quedarnos en casa, cancelar planes… Queremos nuestra vieja normalidad, aquella en la que una nariz taponada, unos estornudos, unas toses y un dolor de garganta no iban a fastidiarnos nuestros planes. Incluso los anuncios de ciertos medicamentos contra los síntomas de catarros y gripes nos animan a que los tomemos para sentirnos mejor y así poder salir libremente a contagiar a los demás.

Y así, supongo que esto es algo que todos hemos visto a nuestro alrededor. Se miente. O, por lo menos, se silba mirando para otro lado. Ahora, un estudio de la Universidad de Utah lo confirma y le pone cifras: cerca de la mitad ha mentido en alguna ocasión con respecto a su cóvid.

El estudio, publicado en JAMA Network Open y elaborado por un amplio equipo de expertos en salud pública, psicólogos y médicos de varias instituciones de EEUU, ha consistido en una encuesta a 1.733 personas, una muestra más extensa que en otros estudios previos. Y las conclusiones son consistentes con lo que observamos a diario.

Los investigadores dividieron a los encuestados en tres grupos: quienes han pasado la cóvid, quienes no la han pasado y están vacunados, y quienes no la han pasado y no están vacunados. A todos ellos les hicieron una batería de preguntas para analizar nueve casos diferentes de «misrepresentation», algo así como falsa representación, vulgo mentira, sobre sus comportamientos con respecto a la enfermedad, añadiendo una indagación sobre las causas de tales conductas.

El resultado es que casi el 42% ha mentido alguna vez en alguna de las nueve categorías. Casi la cuarta parte han dicho a otras personas que estaban tomando medidas preventivas que en realidad no estaban tomando; casi otro tanto han roto su cuarentena a sabiendas; más de la quinta parte han evitado hacerse un test sabiendo que podían tener la enfermedad. Y un porcentaje similar han mentido hasta al médico.

Entre las razones que los encuestados alegan para haber mentido, los autores descubren una motivación general común: «querer llevar una vida normal y querer ejercer la libertad personal». Entre las respuestas frecuentemente elegidas figuran frases como «no es asunto de nadie», «no quería que nadie me juzgara», «quería ejercer la libertad de hacer lo que quisiera» , «no me sentía muy enfermo», «tenía que trabajar y no quería quedarme en casa», «seguía los consejos de una figura pública en la que confío» o incluso «no creía que la COVID-19 fuese real».

Que cale el dato: casi una de cada cuatro personas ha preferido no cancelar sus planes ni aislarse, o ni siquiera testarse, aun a sabiendas del riesgo de contagiar a otros.

Según los autores, el perfil preferente de estos mentirosos/irresponsables es variado, pero corresponde sobre todo a una persona menor de 60 años —más mentirosos/irresponsables cuanto más jóvenes— que tiende a desconfiar de la ciencia. No han encontrado diferencias significativas en cuanto a tendencias políticas, creencias religiosas o nivel educativo, y ni siquiera en cuanto a creencias conspiranoicas o actitudes respecto a las vacunas.

Por si quedara alguna duda, los autores concluyen que estas mentiras «pueden haber puesto a otros en riesgo de COVID-19». Según la directora del estudio, Angela Fagerlin, de la Universidad de Utah, mucha gente puede pensar que no pasa nada por una pequeña mentira. «Pero si, como nuestro estudio sugiere, casi la mitad de nosotros lo estamos haciendo, este es un problema significativo que contribuye a prolongar la pandemia».

Y eso que, menciona el estudio, una de sus limitaciones es que no puede comprobarse la veracidad de las respuestas, por lo que la proporción de los que han mentido u ocultado podría ser aún mayor si tampoco han querido reconocerlo en la encuesta. Como conclusión, añaden los autores, «los resultados de este estudio revelan un serio reto de salud pública para la pandemia de COVID-19 y para cualquier futuro brote de enfermedades infecciosas».

Es un asunto demasiado serio como para bromear con esto. Pero uno no puede evitar acordarse de uno de los clichés más típicos de toda película de zombis: «¡No, no me han mordido, estoy bien!», dice tratando de esconder su herida. Y ya sabemos cómo acaba siempre esto.

¿Existe realmente un brote de hepatitis aguda grave infantil?

Uno de los aspectos en los que la COVID-19 ha cambiado el mundo es en que ahora los medios y el público prestan mucha más atención a las enfermedades infecciosas y a los presuntos brotes epidémicos extraños. Por ejemplo, las 6.300 muertes por gripe en España en la temporada 2018-2019, la última completa anterior a la pandemia, no parecían importar a casi nadie. Por ejemplo, los brotes de otros coronavirus previos al SARS-CoV-2, que también han causado sus cuotas de muertes, sobre todo cuando se han producido brotes en residencias de ancianos, eran tan desconocidos para la gente que incluso se encuentran por ahí graciosas conspiranoias de quienes ignoraban por completo la existencia de estos virus.

Por ejemplo, en este blog he seguido durante años los nuevos descubrimientos en torno al virus de Lloviu, ese pariente del ébola descubierto en una cueva asturiana, que durante años ha pasado inadvertido para el público. Hace algo más de un mes me escribía Félix González, codescubridor de los murciélagos en los que se halló el virus, alarmado porque de repente en un mismo día le habían llovido las llamadas de varios medios para preguntarle por ello. Y realmente no había ninguna noticia, nada nuevo; al parecer, alguien en un medio de gran difusión de repente descubrió que existía este virus (existe oficialmente para la ciencia desde 2011) y pensó que en estos momentos de histeria infecciosa era un buen reclamo para conseguir clicks.

Es por ello que algunos de quienes hemos estado profesionalmente involucrados en este campo reaccionamos con bastante escepticismo ante la oleada inicial de alarma desbocada sobre el SARS-CoV-2, a comienzos de 2020. Y sí, en este caso nos equivocamos. Pero en el extremo contrario, también es cierto que ahora cualquier pequeña posible alarma sanitaria es un imán de clicks, y los medios no van a resistirse a este caramelo. Por ello, probablemente en estos tiempos sería conveniente que el público leyera los titulares grandilocuentes sobre nuevas epidemias, brotes o infecciones con una ceja levantada. Sobre todo cuando incluso las propias fuentes sanitarias pueden propiciar alarmas sin una confirmación sólida.

Imagen de Pixabay.

Un posible caso de esto, aunque todavía confuso, es el supuesto brote de una hepatitis aguda grave en niños que se detectó en varios países europeos, incluyendo España, y en EEUU. El pasado abril, cuando estas alarmas saltaron, traté aquí este tema con las hipótesis que se estaban barajando, por separado o combinadas: una rara complicación o secuela de la COVID-19, un adenovirus, o incluso una reacción inmunitaria errónea o autoinmunitaria alimentada por un descenso de estimulación antigénica durante la pandemia. Un posible efecto secundario de las vacunas de la cóvid se descartó desde el primer momento, ya que los niños afectados no estaban vacunados.

Ahora, he aquí el plot twist: nuevos estudios en Europa y EEUU dicen que quizá no exista tal brote; los datos presentados indican que la incidencia de hepatitis aguda grave en niños se mantiene en los mismos niveles de antes.

El estudio europeo se ha publicado en Eurosurveillance, revista del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC). Los autores han recabado datos de 34 centros de 22 países europeos e Israel (en España, de Madrid y Barcelona) que forman parte de la red de referencia europea de enfermedades hepáticas y que tratan a niños con hepatitis, entre el 1 de enero y el 26 de abril de 2022.

De los 34 centros, 22 dijeron que no han observado un aumento de niños con hepatitis grave. Los 12 restantes informaron de una sospecha de aumento de casos, pero lo cierto es que sus cifras no lo reflejaban. El número de trasplantes pediátricos de hígado en los centros consultados ha sido menor en los meses analizados de 2022 que en años anteriores: una media de 2,5 en 2022 frente a 4,9 en 2021, 3,7 en 2020 y 4,9 en 2019, con la salvedad de que en 2022 solo se incluyen los casos de 4 meses y no del año completo.

La conclusión de los investigadores: «En comparación con la media de casos en cada año completo previo de 2019-21, no hay un incremento absoluto de casos con los criterios considerados en el periodo de estudio, basado en los datos de los centros participantes. Sin embargo, los datos de 2022 comprenden solo los primeros 3,8 meses del año y deberían considerarse preliminares». Otro dato aportado por los autores es que en la mayoría de los niños no se detectó adenovirus, una de las posibles causas que se habían apuntado, ni ningún otro virus en particular.

Sin embargo y como subrayan los investigadores, los datos deben tomarse con precaución, ya que son incompletos: en el estudio solo se incluyeron centros especializados, no hospitales generalistas. En Nature la hepatóloga pediátrica de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Deidre Kelly, coautora de este estudio, afirma que el número de casos que ella ha visto este año ha sido anormalmente alto; este estudio europeo no incluye datos de Reino Unido. Y lo cierto es que en aquel país sí se ha observado un aumento de casos respecto a años anteriores.

Conclusiones parecidas, aunque distinto método, tiene el estudio estadounidense, publicado en Morbidity and Mortality Weekly Report, la revista del CDC de EEUU. En este caso los investigadores han reunido los datos sobre hepatitis aguda, inflamación hepática o trasplantes de hígado en niños en las consultas de Urgencias y hospitalizaciones, comparando el periodo de octubre de 2021 a marzo de 2022 con un intervalo desde 2017 anterior a la pandemia, para evitar posibles sesgos durante los peores tiempos de la COVID-19. Además, también han recolectado los datos sobre positividad a adenovirus.

La conclusión: «Los datos actuales no sugieren un incremento en hepatitis pediátricas o adenovirus de tipos 40/41 por encima de los niveles de base pre-pandemia de COVID-19». Pero como en el estudio europeo, los autores advierten de que son datos preliminares e incompletos, y que por lo tanto aún no puede llegarse a una conclusión definitiva.

En resumen, todavía no hay respuestas firmes. Pero lo que sin duda ahora sí hay es una duda que antes no existía, cuando se daba por hecho que estábamos ante una nueva y misteriosa pequeña epidemia.

Por mi parte, ya lancé aquí mi apuesta: durante la pandemia muchas personas, ante un miedo perfectamente comprensible, han tratando de encerrarse en una burbuja inmunitaria minimizando todo tipo de contacto con el entorno; muchos padres han actuado así con sus hijos, con el propósito de protegerlos al máximo (aunque en muchos casos cayendo en el error de tratar de sustituir así a la vacunación, que es la mejor protección, según toda la ciencia disponible). Pero un sistema inmune sano necesita un contacto sano con los antígenos del entorno. Y una carencia de este contacto puede dar lugar a reacciones inmunitarias erróneas o descontroladas, especialmente en los niños, cuyo sistema inmune está en proceso de maduración y necesita esos estímulos para madurar.

Curiosamente, el estudio europeo de Eurosurveillance aporta una pista en esta dirección: recuerda que en 1923, después de la gran pandemia de gripe de 1918, se registraron numerosos casos de hepatitis grave con síntomas abdominales que sugerían un virus gastrointestinal. «Se consideró entonces que estaba relacionado con la susceptibilidad a virus a los que la gente no había estado expuesta durante la contención social», escriben los autores, añadiendo que en este caso podríamos estar ante «una interacción entre el sistema inmune inmaduro o inexperto y el hígado», en el contexto de alguna posible infección viral.

Por último, en Nature la hepatóloga Deidre Kelly apunta la posibilidad de que, con independencia de cuáles sean las causas primarias, quizá estos casos de hepatitis infantil estén delatando la existencia de ciertos factores de riesgo en algunos niños que antes no se conocían. Y que tal vez este brote, si lo es, pueda ayudar a identificarlos, lo que serviría para prevenir futuros casos. Por el momento, todas las hipótesis siguen abiertas.

Estas son las peculiaridades de los antivacunas españoles

Ayer me ocupé aquí del que posiblemente sea uno de los mejores estudios publicados hasta ahora sobre el perfil de las personas antivacunas. Mientras que habitualmente este tipo de investigaciones suelen reunir una muestra de población aleatoria (y por lo tanto desconocida), someterla a una pequeña encuesta y acompañarla con la recogida de algunos datos sociodemográficos, el estudio de Dunedin se ha basado en un grupo de 1.000 personas cuyos perfiles se han seguido y trazado minuciosamente durante 50 años, de modo que los investigadores solo tenían que preguntar por sus actitudes frente a las vacunas para determinar a qué rasgos y perfiles ya previamente establecidos se asocian las posturas antivacunas.

Los resultados, como ya avisé y se ha demostrado después, pueden resultar incómodos, difíciles de digerir y hasta inaceptables, incluso para personas que no defienden tales posturas. Pero la ciencia dice lo que hay, no lo que queremos que nos diga. El estudio pone sobre la mesa una realidad que no puede seguir ocultándose bajo la alfombra: es una llamada de atención para quienes —que aún los hay, incluso en programas de TV de gran audiencia— pretenden asignar a la antivacunación el valor de una opinión digna de debate al mismo nivel y con igual validez que la provacunación, como si se tratara de votar a la derecha o a la izquierda o de preferir vino blanco o tinto.

Pese a ello, todo estudio tiene sus limitaciones. Es más, lo normal en todos ellos, y también en el de Dunedin, es que en la discusión del estudio (el último epígrafe) los propios autores citen cuáles son las principales limitaciones del mismo. Y, en este caso, la cuarta y última limitación mencionada por los autores es que «las políticas de salud requieren una base de evidencias de más de un estudio en un país».

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

El estudio de Dunedin se ha hecho solo en una ciudad concreta de Nueva Zelanda, y es evidente que existen factores culturales, políticos y sociales muy variables entre unas y otras regiones del mundo y que también influyen poderosamente en las posturas de la población frente a las vacunas. Como lo demuestra, por ejemplo, que en distintos países haya tasas de vacunación a veces astronómicamente diferentes.

Otro nuevo estudio, dirigido por la Universidad Técnica de Múnich y publicado ahora en Science Advances, aporta pistas valiosas sobre ese aspecto que se escapa a la investigación de Dunedin. En este caso se trata de un estudio de planteamiento más convencional, una encuesta a una muestra de población aleatoria llevada a cabo entre abril y julio de 2021 a un total de 10.122 personas contrarias a las vacunas en ocho países europeos, entre ellos España.

Aunque este estudio no puede detallar una resolución de rasgos y perfiles como el de Dunedin, tiene la ventaja fundamental de que permite comparar datos entre distintos países para encontrar diferencias. Otra fortaleza del estudio es la metodología de análisis: los investigadores, de varias instituciones europeas, han aplicado por primera vez un algoritmo de aprendizaje automático (machine learning, una forma de Inteligencia Artificial) para extraer conclusiones válidas para cada país a través de la heterogeneidad de la población y relacionarlas con barreras a la vacunación previamente descritas en otros estudios.

La primera conclusión interesante no es novedosa, pero sigue siendo muy destacable, y digna de aplauso: de los ocho países incluidos —Alemania, Bulgaria, Francia, Italia, Polonia, Suecia, Reino Unido y España—, el nuestro es el menos antivacunas de todos, y en algunos casos la diferencia con otros es abismal: en Bulgaria los antivacunas alcanzan el 62% de la población, mientras que en España son solo el 6,4%, la cifra más baja de los ocho países. Curiosamente, en casi todos los países hay más mujeres antivacunas que hombres, y solo en España, Suecia y Polonia no ocurre esto.

El estudio intenta desentrañar cuáles son los factores que en unos y otros países se asocian más al rechazo a las vacunas. Y hay datos interesantes respecto a España: es el país donde el miedo a los efectos secundarios de la vacuna pesa menos, solo al 22% de los encuestados, mientras que en Alemania es un 46%. Y a cambio, España es también el país donde pesa más la falta de confianza en las élites públicas, autoridades y compañías farmacéuticas: un 12%, frente a por ejemplo un 3% en Polonia. Es decir, en España pesan relativamente más que en otros países los factores ideológicos frente a los médicos.

Los autores han relacionado estas observaciones con datos poblacionales recogidos en estudios anteriores sobre el nivel de confianza de los ciudadanos en sus gobiernos y sobre el nivel de cultura sobre salud en la población. En estos dos parámetros, España está en el grupo de cola: es de los países donde en la población general, no solo entre los antivacunas, hay menos confianza en el gobierno (junto con Bulgaria y Francia), y también donde el nivel de conocimientos sobre salud es más bajo (junto con Bulgaria, Francia e Italia), todo ello según datos del Eurobarómetro y de otros estudios previos. «Las tasas de vacunación generalmente tienden a ser menores entre las subpoblaciones con nivel educativo más bajo», escriben los autores.

Así, se diría que en España el rechazo a las vacunas está especialmente asociado a política y desconocimiento: desconfianza en el gobierno y baja cultura sobre salud. Y en esta situación, los autores han encontrado otro resultado llamativo. Querían analizar hasta qué punto los mensajes informativos podían hacer cambiar de opinión a los antivacunas, ya sean mensajes sobre los beneficios médicos de la vacunación, sobre la vuelta a la normalidad o sobre las ventajas que aporta estar vacunado en aquellos países donde se han implantado certificados (los autores lo intentaron también con un mensaje de altruismo hacia la comunidad, pero lo retiraron al ver que no tenía el menor efecto).

A este respecto, en Alemania, donde la postura antivacunas nace más del miedo a los efectos secundarios, los mensajes informativos consiguen disminuir el rechazo. En otros países no se observa un efecto notable. Pero en España e Italia ocurre lo contrario: los mensajes informativos solo consiguen aumentar aún más la resistencia a las vacunas. Según los autores, «la efectividad de los tres mensajes se ve bloqueada por los bajos niveles de conocimiento sobre salud en la población». «Los efectos de este tratamiento son pequeños o incluso negativos en escenarios marcados por una alta creencia en teorías conspirativas y baja cultura sobre salud» (en cuanto a creencia en conspiranoias, España está en el grupo medio).

Otro aspecto interesante que los investigadores han estudiado es la diferencia de posturas frente a las distintas vacunas de COVID-19 en cada país. En general, la vacuna mejor aceptada es la de Pfizer/BioNTech, seguida de la de Moderna/NIAID, después la de Janssen (Johnson & Johnson), y por último la de Oxford/AstraZeneca, la menos querida de todas. Esta es la tendencia general que se cumple también en España, pero en otros países se nota la influencia del nacionalismo vacunal: la vacuna de Pfizer, de origen alemán, es más aceptada en Alemania que en otros países, mientras que en Reino Unido la de AstraZeneca, de origen británico, está mucho mejor valorada que en ningún otro país.

Como conclusión general del estudio, escriben los autores, «la heterogeneidad de la renuencia a las vacunas y las respuestas a diferentes mensajes sugieren que las autoridades sanitarias deberían evitar las campañas de vacunación de talla única para todos», aplicando en su lugar «una lente de medicina personalizada» para que las campañas y las estrategias de vacunación se ajusten a las peculiaridades de cada país, considerando «sus preocupaciones específicas y barreras psicológicas, así como el estatus de educación y empleo».

En este sentido, el estudio se alinea con otros como el de Dunedin que insisten en que no se trata simplemente de informar o divulgar, que las raíces de la postura antivacunas son más profundas. Como advertía el estudio de Dunedin, las barreras de educación deben solventarse mediante educación, en los niños con vistas al futuro. Pero respecto a los motivos políticos, hay un lógico y notable vacío de soluciones.

Traumas y trastornos están asociados a la postura antivacunas, según un estudio

¿Cómo puede haber quienes, ante una pandemia que mata a millones y cuando se obtienen vacunas demostradamente seguras y eficaces, se nieguen a recibirlas? O, por ejemplo, ¿cómo puede haber quienes nieguen las seis misiones tripuladas a la Luna, cuando pocos hechos históricos han sido tan extensamente documentados y más de medio millón de personas que participaron en ello pueden dar fe de que ocurrió? ¿Cómo puede haber quienes nieguen la nieve de Filomena, el volcán de La Palma o la calima sahariana? ¿¿Cómo puede haber quienes crean que la Tierra es plana??

La mentalidad conspiranoica o negacionista es difícil de comprender. Escapa a la razón y al sentido común. Por ello desde mucho antes de la pandemia, y sobre todo desde que internet y las redes sociales se convirtieron en altavoces y puertos de enganche para estas corrientes, psicólogos y otros científicos sociales y naturales se han afanado en intentar entender cómo funciona la mente de estas personas, y si pueden encontrarse patrones identificables, explicaciones, motivaciones. A través de estudios psicológicos, cuestionarios o incluso técnicas de neuroimagen se han aportado infinidad de pistas, pero las conclusiones no siempre parecen coincidentes.

Ahora, un nuevo estudio de investigadores de EEUU, Nueva Zelanda y Reino Unido, dirigido por las universidades de Duke (EEUU) y Otago (NZ), revela datos interesantes sobre el perfil de las personas antivacunas. Estas conclusiones molestarán a quienes sostienen dichas posturas, pero denotan una realidad que a veces se trata de camuflar porque es políticamente incorrecto decir que no todas las ideas son igualmente válidas, respetables, aceptables ni sensatas.

Pintada antivacunas en Dorset, Reino Unido. Imagen de Ethan Doyle White / Wikipedia.

La fuente que han utilizado los investigadores es especialmente valiosa porque existen pocas comparables en el mundo: el llamado estudio de Dunedin (la capital de Otago en Nueva Zelanda, llamada la Edimburgo del sur) cumple ahora 50 años. A lo largo de este medio siglo ha seguido a sus 1.037 participantes nacidos en 1972-73, recogiendo toneladas de información sobre múltiples aspectos de su vida, incluyendo su trayectoria vital, sus experiencias personales, sus enfermedades, estudios, capacidades y motivaciones, valores, estilos de vida… En estos 50 años el estudio ha producido más de 1.300 publicaciones e informes sobre la salud y el desarrollo de las personas, que han servido en la planificación de políticas sanitarias y sociales en Nueva Zelanda y otros países.

Para la nueva investigación, publicada en PNAS Nexus, los científicos del estudio de Dunedin encuestaron a los participantes sobre su postura frente a las vacunas de la COVID-19 entre abril y julio de 2021, justo antes del despliegue de la vacunación en Nueva Zelanda. El 90% de los participantes respondieron, de los cuales hubo un 13% —repartidos por igual entre hombres y mujeres— que se mostraron contrarios a las vacunas. Al cruzar los datos con los ya reunidos a lo largo de los 50 años de seguimiento, la conclusión principal, resumen tres de los autores en The Conversation, es que «las visiones antivacunas nacen de experiencias en la infancia».

«Cuando comparamos la historia vital temprana de quienes eran resistentes a las vacunas con aquellos que no lo eran, encontramos que muchos adultos resistentes a las vacunas tenían historias de experiencias adversas en la infancia, incluyendo abusos, malos tratos, privaciones o desatención, o un progenitor alcohólico», escriben. «Estas experiencias habrían convertido su infancia en impredecible y contribuido a un legado vital de desconfianza en las autoridades».

Pero si esta afirmación resulta dura, es solo el comienzo del retrato demoledor que los datos del estudio revelan sobre el perfil de las personas antivacunas: vulnerables a emociones negativas y extremas de miedo y furia, propensas a colapsar bajo situaciones de estrés, inclinadas a sentirse amenazadas, afectadas por problemas mentales que amparan apatía e incapacidad para tomar decisiones correctas, susceptibles a teorías de la conspiración, con dificultades cognitivas y lectoras, baja comprensión verbal y baja velocidad de procesamiento de información (incluyendo la información sobre salud), poco conocimiento sobre salud, cociente intelectual más bajo, menores estudios y nivel socioeconómico inferior.

En lo que podría llamarse un lado más positivo, estas personas son inconformistas y valoran la libertad personal y su autoconfianza por encima de las normas sociales, lo cual no es necesariamente malo, si no fuera acompañado por todo lo demás.

Dejo aquí algunos de los gráficos extraídos de los datos que los investigadores publican en su estudio y que comparan a las poblaciones de las personas dispuestas a vacunarse (Vaccine Wiling, verde) con las indecisas (Vaccine Hesitant, amarillo) y las antivacunas (Vaccine Resistant, rojo). Todo ello teniendo en cuenta, primero, que correlación nunca significa causalidad, y segundo, que como muestran los datos se trata de comparaciones estadísticas, lo cual no implica que todas las personas antivacunas respondan a estos perfiles; pero también teniendo en cuenta que los datos son estadísticamente significativos, y que esta investigación ha podido explorar los perfiles de los participantes con un nivel de resolución que supera en mucho el de la gran mayoría de los estudios publicados.

Nivel educativo y socioeconómico. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Experiencias adversas en la infancia (ACE). Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Historiales de salud mental. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Cociente intelectual en la infancia y capacidad lectora a los 18 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Comprensión verbal y velocidad de procesamiento de información a los 45 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Conocimientos de salud a los 45 años y sensación de control de agentes externos sobre la propia salud a los 13-15 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Pero a pesar de que este retrato de los antivacunas pueda resultar devastador, los investigadores extraen una conclusión muy productiva (que otros estudios pasan por alto): «Las intenciones respecto a la vacunación no son malentendidos aislados y a corto plazo que puedan solventarse fácilmente proporcionando más información a los adultos durante una crisis de salud pública, sino que son parte del estilo psicológico de una persona a lo largo de toda una vida de malinterpretar información durante situaciones estresantes de incertidumbre». Los autores apuntan que este patrón de creencias y comportamientos se forja en la infancia, antes de la edad de la enseñanza secundaria.

Lo cual les lleva a condensar dos mensajes valiosos. Primero, la conveniencia de adaptar la gestión de estas posturas a las necesidades de cada colectivo o persona: «No desdeñar o despreciar a las personas resistentes a las vacunas, sino intentar comprender con más profundidad ‘de dónde vienen’ y tratar de abordar sus preocupaciones sin juzgarlas».

Segundo, poner el acento en la infancia y en la educación para reducir estas posturas de cara al futuro: «Una estrategia a largo plazo que implique educación sobre pandemias y el valor de la vacunación en proteger a la comunidad. Esto debe comenzar cuando los niños son pequeños, y por supuesto debe enseñarse de una forma adecuada a cada edad». Una ciudadanía más preparada, concluyen los autores, será una herramienta vital contra futuras pandemias.

El brote de hepatitis en niños, las mascarillas y la mal llamada «hipótesis de la higiene»

Quien siga la actualidad ya estará al tanto de un misterioso brote de hepatitis aguda grave que ha surgido en varios países y que afecta a niños pequeños previamente sanos. Los primeros casos se detectaron en Reino Unido, a los que después se han unido otros en Irlanda, España, Países Bajos, Dinamarca y EEUU. En España, hasta donde sé, se han descrito cinco casos, uno de los cuales ha necesitado un trasplante hepático.

Por el momento, el resumen es que aún no se ha determinado la causa. Se han descartado los virus de la hepatitis, de los cuales se conocen cinco en humanos, de la A a la E. Ciertos vínculos epidemiológicos entre algunos de los niños afectados sugieren un agente infeccioso, pero es pronto para descartar otras posibles causas, entre las cuales se incluyen una intoxicación, una reacción autoinmune o incluso una complicación rara de la COVID-19; algunos de los niños dieron un test positivo de SARS-CoV-2 antes de la hospitalización o en el momento de su ingreso. Ninguno de ellos estaba vacunado, lo que descarta un efecto secundario de las vacunas.

Razonablemente, las autoridades sanitarias han apuntado a un adenovirus como posible causante. Uno de estos virus se ha detectado en todos los casos de EEUU (un total de nueve niños en Alabama) y en la mitad de los registrados en Reino Unido. Los adenovirus, una familia que comprende más de 80 virus conocidos en humanos, circulan habitualmente rebotando entre nosotros y causan resfriados —que en casos graves pueden derivar hacia neumonía—, gastroenteritis, conjuntivitis y otros síntomas leves. Los niños suelen contagiarse con alguno de ellos en sus primeros años de vida. La relación entre adenovirus y hepatitis sí ha sido descrita previamente, pero es rara y limitada a pacientes inmunodeprimidos o que reciben quimioterapia contra el cáncer.

Imagen de Norma Mortenson / Pexels.

Conviene aclarar que hasta ahora ninguno de los casos de esta hepatitis ha sido letal. Todos los niños están evolucionando favorablemente, aunque algunos han requerido trasplante. También es necesario mencionar que se trata de un problema absolutamente excepcional, por lo que no es motivo para alarmarse ni para vigilar o interpretar síntomas en los niños con más preocupación o celo de lo habitual, que hoy en día ya suele ser mucho.

Pero entre las ideas formuladas en torno a este extraño brote, merece la pena destacar una que menciona en un reportaje de Science el virólogo clínico Will Irving, de la Universidad de Nottingham: «Estamos viendo un aumento en infecciones virales típicas de la infancia cuando los niños han salido del confinamiento, junto con un aumento de infecciones de adenovirus», dice Irving, aludiendo a la posibilidad de que el aislamiento de los niños durante la pandemia los haya hecho inmunológicamente más vulnerables al alejarlos de los virus más típicos con los que normalmente están en contacto.

Debe quedar claro que Irving no está afirmando que esta sea la causa del brote de hepatitis. Pero también aquí hemos conocido lo que parece ser un fenómeno general, un aumento de las infecciones en los niños cuando se han ido relajando las restricciones frente a la COVID-19. Y esto nos recuerda una hipótesis largamente propuesta y discutida en inmunología, la mal llamada hipótesis de la higiene. Que paso a explicar, junto con el motivo por el que conviene referirse a ella como «mal llamada».

En 1989 el epidemiólogo David Strachan, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, publicó un breve estudio en la revista British Medical Journal (hoy simplemente BMJ) en el que observaba cómo, de una muestra de más de 17.000 niños británicos, la aparición de dermatitis o fiebre del heno (la típica alergia al polen) se relacionaba claramente con un factor ambiental concreto de entre los 16 considerados en el estudio, y de forma inversamente proporcional: el número de hermanos. Es decir, a mayor número de hermanos, menor probabilidad de dermatitis o fiebre del heno.

Strachan se aventuraba a lanzar una hipótesis: sus resultados, escribía, podían explicarse «si las enfermedades alérgicas se previnieran por infecciones en la infancia temprana, transmitidas por contactos no higiénicos con hermanos mayores, o adquiridos prenatalmente de una madre infectada por el contacto con sus hijos mayores». El epidemiólogo añadía que en el último siglo la disminución del tamaño de las familias, junto con la mayor limpieza personal y del hogar han reducido las infecciones cruzadas en las familias, y que esta podría ser la causa del aumento de las alergias.

Strachan nunca utilizó la expresión «hipótesis de la higiene», pero la idea caló con este nombre en los medios, entre el público más ilustrado en cuestiones de ciencia, e incluso en la propia comunidad científica. La idea básica está clara: el sistema inmune está continuamente en contacto con infinidad de estímulos externos e internos a los que tiene que responder adecuadamente, de modo que tolere los propios y los inofensivos pero reaccione contra los potencialmente peligrosos. Esta educación del sistema inmune se produce en los primeros años de vida, probablemente desde antes del nacimiento. Si se restringen esos estímulos externos, el sistema inmune no recibe el entrenamiento adecuado, y no aprende a responder bien. Así es como pueden aparecer las alergias (reacciones innecesarias contra estímulos inofensivos) o los trastornos autoinmunes (reacciones contra el propio cuerpo).

Lo cierto es que la mal llamada hipótesis de la higiene (ahora iremos a eso), para la que se han propuesto mecanismos inmunitarios concretos y biológicamente factibles, podría explicar lo que es un fenómeno sólidamente contrastado: a lo largo del siglo XX las alergias en los niños, incluyendo las alimentarias, se han disparado en los países occidentales desarrollados y en algunos emergentes, lo mismo que ciertos trastornos autoinmunes como la colitis ulcerosa o la diabetes de tipo 1. Sin embargo, esto no ha ocurrido en los países más pobres, incluso descontando el sesgo de más diagnósticos donde el sistema sanitario es mejor.

Pero ocurrió que la hipótesis caló de una forma equivocada: la alusión a la «higiene» dio pie a la interpretación de que las infecciones clínicas en los niños más pequeños los protegían de posteriores alergias y enfermedades autoinmunes. Lo cual no se corresponde con los datos. Incluso hoy se sigue achacando esta interpretación a Strachan, cuando lo cierto es que él nunca dijo tal cosa; cuando hablaba de «infecciones» no se refería a ninguna en concreto, y por lo tanto no hablaba de patógenos potencialmente peligrosos. Recuerdo que por aquellos tiempos (comienzos de los 90) yo estudiaba inmunología, y no tengo memoria de que los libros de texto dijeran que las enfermedades infecciosas en los niños los protegieran de trastornos inmunitarios.

Sin embargo, parece que de algún modo esta idea ha perdurado con el tiempo. Y por ello, desde comienzos de este siglo algunos inmunólogos han aconsejado cambiar el nombre de «hipótesis de la higiene» por los de hipótesis de la microflora, la microbiota, la depleción del microbioma o los «viejos amigos» (ahora explicaré esta última). Ninguna de estas se ha impuesto ni parece que lo vaya a hacer. Y no está tan mal conservar el nombre original si añadimos la coletilla para indicar que puede llevar a engaño.

En realidad, lo que dice la hipótesis actual es lo siguiente: el ser humano ha coevolucionado con un universo microbiano interno (nuestro microbioma, de ahí lo de los «viejos amigos») y externo que normalmente no nos causa problemas clínicos. Cada vez se reconoce más la importancia del microbioma en la salud y la enfermedad, y es muy posible que su papel incluya esa educación del sistema inmune en los primeros años de vida.

Diversos factores de las sociedades desarrolladas actuales han restringido el contacto de los niños con esos elementos; al intentar sobreprotegerlos contra las infecciones, limitamos ese aprendizaje de su sistema inmune ante los estímulos inofensivos. La obsesión por la limpieza y la esterilidad, junto con la propaganda de productos antisépticos innecesarios que hacen más daño que bien, mantienen a los niños en burbujas inmunitarias que no los benefician.

En un reportaje de 2017 en la revista PNAS Graham Rook, microbiólogo del University College London y uno de los proponentes de la idea de los «viejos amigos», aclaraba que los hábitos de higiene deben mantenerse, y que el lavado de manos es una costumbre beneficiosa; necesaria si, por ejemplo, uno ha estado manipulando un pollo crudo. Pero añadía: «Si tu niño ha estado jugando en el jardín y viene con las manos ligeramente sucias, yo, personalmente, le dejaría comer un bocadillo sin lavarse». Curiosamente, muchas personas harían justo lo contrario, ignorando que un pollo crudo es un cadáver, una posible fuente de bacterias peligrosas —por eso no comemos pollo crudo—, y en cambio un poco de mugre de tierra en las manos no entraña ningún riesgo en condiciones normales.

Comprendido todo lo anterior, se entiende lo que sigue, y cómo se aplica al reciente aumento de infecciones en los niños: durante dos años hemos vivido con mascarilla, impidiendo el intercambio habitual de microorganismos en la respiración. En muchos hogares y escuelas se ha hecho un uso excesivo, innecesario e incluso perjudicial de productos antisépticos. Los niños más pequeños, los nacidos desde el comienzo de la pandemia o poco antes, corren el riesgo de haber sufrido un déficit de entrenamiento de su sistema inmune durante estos dos años pasados.

Si todo esto puede tener algo que ver o no con los extraños casos de hepatitis, no se sabe. Quizá no se sepa. Tal vez se descubra finalmente la causa y sea otra muy diferente. Pero es una buena ocasión para recordar todo lo anterior y subrayar el mensaje que debería quedar de ello: volver a la normalidad es importante también para el sistema inmune.

Cuando algunos especialistas en medicina preventiva o salud pública (a los que ahora además se añaden los servicios de prevención de riesgos laborales*) opinan afirmando que deberían mantenerse ciertas medidas, se está ignorando la inmunología. Se está ignorando la necesidad de un contacto saludable con los antígenos normales e inofensivos de nuestro entorno. Aún es un capítulo en blanco si para los adultos esto podría llegar a ser perjudicial. Pero para quienes aún tienen puesta la «L» en la luneta trasera de su sistema inmune, es bastante probable que lo sea. Al menos en ciertos casos, no llevar mascarilla puede proteger más la salud que llevarla.

*Oído esta mañana en el programa de Carlos Alsina de Onda Cero. Alsina le cuenta a la ministra de Sanidad, Carolina Darias, que el servicio de prevención de riesgos laborales de A3Media ha impuesto a los empleados de esta empresa la obligación de seguir llevando mascarilla hasta «valorar la situación epidemiológica». Darias aclara que lo único que deben hacer estos servicios es evaluar el riesgo concreto en el puesto de trabajo y no valorar la situación epidemiológica, algo para lo cual, insinúa la ministra sin decirlo literalmente, no están cualificados. El colmo puede darse en las pequeñas empresas que no cuenten con un servicio de prevención de riesgos laborales y donde esta decisión se deje en manos de los departamentos de recursos humanos, muy respetables cuando se ocupan de lo que saben y siempre que, en lo que no sepan, se limiten a cumplir la legislación vigente.

Los niños, una de las incógnitas sobre el futuro de la pandemia

Nada en ciencia se ha investigado tanto en tan poco tiempo como el coronavirus SARS-CoV-2 y la COVID-19, y no estaría mal pararnos de vez en cuando a pensar que si hoy ya no es la amenaza que era hace dos años no ha sido por casualidad ni por la fuerza de la naturaleza, ni por las danzas de la lluvia ni por las medidas de los gobiernos, sino gracias a los investigadores que han volcado un inmenso esfuerzo cuando era necesario reunir todo el ingenio humano para sacarnos de esta. Con independencia de la casualidad, la fuerza de la naturaleza y las danzas de la lluvia, y a pesar de las medidas de los gobiernos.

Frente a todo lo mucho que se sabe sobre el virus y su enfermedad, hay todavía importantes lagunas. La más grande y preocupante es la llamada cóvid persistente o larga; quiénes, cómo y por cuánto tiempo sufrirán secuelas una vez superada la enfermedad. Pero hay otras lagunillas que aún no se han podido sondear con la suficiente profundidad. Una de ellas es la respuesta de los niños frente al virus.

Por suerte, y esto sí es por suerte, no hemos tenido que vernos hasta ahora en una situación similar a la de la gripe de 1918 (la mal llamada «española»), cuando la segunda oleada comenzó a afectar sobre todo a personas jóvenes y sanas, incluyendo niños. Se piensa que esto se debió a que aquella gripe, como ocurre a veces con ciertas infecciones, era capaz de provocar una reacción inmunopatológica, un síndrome multiinflamatorio sistémico que levantaba una revolución del sistema inmune contra el propio organismo. Y cuanto más fuerte era el sistema inmune, como en las personas jóvenes y sanas, peor era esa autoagresión. En muchos enfermos graves de cóvid se ha observado también una respuesta de este tipo, y aunque en un principio se pensó que podía ser la causa principal de mortalidad, esto no ha quedado sólidamente establecido.

Con esta pandemia hemos tenido la incalculable suerte de que los niños han sido los menos afectados por la enfermedad. De los estudios se ha desprendido la idea de que se infectan menos, y cuando lo hacen enferman menos. Pero el virus no desaparecerá, y la posibilidad de que alguna variante futura se cebe especialmente con ellos es algo que no puede descartarse. Es por esto que se han adaptado las vacunas para los niños y se ha estudiado por qué sufren menos la enfermedad que los adultos. Las respuestas aún no son definitivas, y a veces los resultados no coinciden.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Un ejemplo lo tenemos muy reciente: con pocas semanas de diferencia hemos conocido un estudio según el cual la respuesta de anticuerpos en niños que han pasado la cóvid es menor que en los adultos, y otro que dice lo contrario, que es mucho más potente que en los adultos.

Recordemos que el sistema inmune se divide en dos grandes fuerzas, la inmunidad innata, también llamada no específica, y la inmunidad adaptativa, adquirida o específica. La primera es la respuesta temprana de emergencia. No reconoce cuál es el patógeno concreto contra el que tiene que luchar, sino que se limita a poner en marcha una serie de mecanismos de defensa general, al tiempo que se encarga también de despertar la inmunidad adaptativa. Esta, que tarda algo más en actuar, es la que se ocupa de fabricar una respuesta a medida contra el patógeno, a través de anticuerpos y linfocitos B y T que lo reconocen de forma concreta y dejan un recuerdo, una memoria inmunológica preparada para actuar más deprisa si el mismo patógeno vuelve a aparecer en el futuro.

En el caso de la cóvid se sabe que los niños despliegan una respuesta innata potente contra el virus, y se cree que esto podría explicar por qué la enfermedad les ha afectado menos. Por desgracia, también hay casos de niños que han fallecido a causa del virus, sobre todo aquellos que tenían otras patologías, y se han dado casos de un síndrome inflamatorio sistémico que en su momento generó cierto pánico. Pero, en general, la enfermedad ha sido muy benevolente o incluso inexistente en la gran mayoría de los niños, a pesar de que se han detectado en ellos cargas virales similares a las de los adultos.

Varios estudios han encontrado en los niños altos niveles de ciertos marcadores bioquímicos asociados a la respuesta innata, como interleukinas e interferones, moléculas que actúan como mensajeras entre células inmunitarias para poner los sistemas en alerta. También se ha detectado en ellos una mayor presencia de algunas clases de células propias de la respuesta innata, como neutrófilos activados, un tipo de glóbulos blancos de la sangre que ingieren y destruyen el virus.

Ocurre que, en contra de lo que podría creerse, en realidad la variación de la respuesta inmune con ciertos factores como la edad es un campo más bien poco estudiado. Y es así porque en la historia de la inmunología moderna tampoco se había presentado una situación en la que esto pudiera ser tan determinante. Se sabe que el envejecimiento causa un deterioro de las respuestas, como ocurre con todo el funcionamiento del organismo en general. Y se sabe que los niños tienen una gran fortaleza inmunitaria, aunque su sistema todavía esté menos entrenado y tenga un menor repertorio de memoria contra infecciones pasadas. Pero ¿que pueda haber una respuesta cualtitativamente distinta en niños y adultos contra un mismo patógeno? Esto no está en los libros de texto.

Y pasa que esto es importante en el momento en que nos encontramos, de cara al posible futuro de la pandemia. Es natural que en la calle el ánimo y la actitud frente al riesgo del virus hayan cambiado radicalmente respecto a hace dos años, pero los científicos no bajan la guardia. Porque si bien una respuesta innata más potente en los niños puede ser una ventaja a corto plazo, en su primer encuentro con el virus, en cambio a largo plazo podría convertirse en un inconveniente.

Este es el porqué: si la respuesta innata de los niños es lo suficientemente fuerte para librarles del virus en muchos casos, quizá la segunda oleada, la de la respuesta adquirida, no llegue a activarse lo suficiente. Esta última es la responsable de la memoria inmunológica. Y si no se crea memoria inmunológica, no quedarán en absoluto inmunizados. Podrían volver a contagiarse sin que su cuerpo recordara haber pasado la infección antes, como si fuera la primera vez. Y esto podría ser preocupante si surgiera alguna variante que pudiera afectarles en mayor medida.

Por lo tanto, interesa mucho saber qué tal lo ha hecho la respuesta adaptativa o adquirida en los niños, y para esto es necesario medir sus niveles de anticuerpos generales contra el virus, de anticuerpos neutralizantes en particular —aquellos que bloquean la entrada del virus a las células— y de los distintos tipos de células B y T contra el virus, incluyendo las células de memoria. Y todo ello en comparación con los adultos, para poder evaluar si su nivel de protección es semejante.

Pero aquí es donde surgen las discrepancias. Estudios iniciales en pequeños grupos de pacientes mostraron que los niños, con síntomas más leves que los adultos, tenían niveles similares de anticuerpos contra el virus, pero menos anticuerpos neutralizantes y menos células T encargadas de regular y potenciar la respuesta.

Ahora bien, y si una de las funciones de la respuesta innata es precisamente hacer saltar la alarma para que se ponga en marcha la inmunidad adaptativa, ¿por qué esto podría estar fallando en los niños? Uno de los estudios encontró que tenían menores niveles de monocitos inflamatorios, uno de los mecanismos que sirve de conexión entre ambas respuestas. De este modo, la alarma podría saltar, pero no escucharse.

Sin embargo y como ya he anticipado arriba, los resultados que han ido llegando después no señalan a una conclusión clara. A comienzos de marzo un pequeño estudio en Australia observó que, a igual carga viral entre niños y adultos y con síntomas leves o ausentes, solo la mitad de los primeros en comparación con los segundos producían anticuerpos contra el virus: un 37% de los niños frente a un 76% de los adultos (también hay un grupo considerable de adultos que no generan anticuerpos después de la infección). Los niños también tenían niveles más bajos de células de memoria. Y sin embargo, extrañamente en este caso los investigadores tampoco encontraron un aumento significativo de marcadores de la respuesta innata.

Los autores escribían: «estas observaciones sugieren que la serología puede ser un marcador menos fiable de infección previa con SARS-CoV-2 en los niños». Es decir, advierten sobre la posibilidad de que se estén infectando más niños de los que reflejan los datos oficiales, pero que muchos casos pasen inadvertidos porque no han tenido síntomas y en su sangre no ha quedado el rastro de la infección en forma de anticuerpos. Por ello los autores proponen «apoyar las estrategias para proteger a los niños contra la COVID-19, incluyendo la vacunación».

Solo unos días después del estudio australiano hemos conocido otro de la Universidad Johns Hopkins (este de verdad, no como algunos fakes que se han atribuido a esta universidad durante la pandemia) en colaboración con el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) que parece decir lo contrario: los niveles de anticuerpos contra la zona de la proteína Spike del virus que sirve para invadir las células son 13 veces mayores en niños de 0 a 4 años que en adultos, y 9 veces mayores en los de 5 a 17 años. Y específicamente los anticuerpos neutralizantes son también más abundantes, el doble en los niños de 0 a 4 años que en los adultos.

Pero aunque estos resultados puedan parecer contradictorios con los anteriores, hay que fijarse en los detalles: el estudio de la Johns Hopkins no se basa en un grupo de pacientes confirmados de infección, sino que se enmarca en un proyecto de vigilancia de la enfermedad en una población de hogares con niños pequeños. Los autores tomaron muestras de sangre de 682 personas, más o menos mitad y mitad de adultos y niños, en 175 hogares. De estas, encontraron anticuerpos en 56 participantes, de los cuales exactamente la mitad eran niños, y fue en estas muestras seropositivas donde compararon los niveles de anticuerpos en niños y adultos.

Es decir, el estudio no contempla la posibilidad de que una parte de la población analizada se haya infectado pero no haya generado anticuerpos (este es el caso también de otro estudio reciente de la Universidad de Texas). Y con todo, los autores observan que los niños tienen niveles de anticuerpos neutralizantes relativamente bajos con respecto a sus propios anticuerpos totales contra el virus, algo a lo que dicen no encontrar explicación.

Pese a todo, hay que decir que otros estudios previos han encontrado también una buena respuesta de anticuerpos en los niños, pero en general todos ellos han analizado poblaciones relativamente pequeñas. Lo cual no dará el asunto por zanjado hasta que tengamos más estudios, más estandarizados, y metaestudios que analicen los resultados en conjunto. Otra variable que hasta ahora se escapa es la de las variantes; en general los estudios sobre la respuesta de memoria en los niños se han referido a variantes anteriores o, en el caso de los más recientes, no han distinguido estas de las más nuevas como Delta u Ómicron.

La pandemia ya debería habernos enseñado que no sabemos lo que va a ocurrir en el futuro. Lo que hemos aprendido nos dice que las vacunas también funcionan en los niños, pero en esta franja de edad las tasas de vacunación han sido menores que en los adultos. Muchos padres y madres han decidido que sus hijos no necesitan la vacuna, que la enfermedad en los niños es leve y que no corren peligro, menos aún en esta fase que ya muchos contemplan como los últimos estertores de la pandemia. Y ojalá sea así.

Pero en realidad no lo sabemos. Las reacciones de pánico de quienes acapararon en las compras en los supermercados tienen también su equivalencia en los codazos para vacunarse cuando hay urgencia. El ser humano tiende a tropezar en la misma piedra todas las veces que esa piedra se le ponga por delante. Y si, esperemos que no, algún día surgiera una nueva variante más peligrosa para los niños, puede que quienes sí han vacunado a los suyos se alegren entonces de haber actuado a tiempo, cuando no había codazos.