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¿Que la decoración de Navidad dispara las endorfinas?

Un telediario de mediodía emite un reportaje cuya premisa es la defensa de la decoración navideña por el beneficio que supuestamente aporta a nuestro organismo.

Quizá pensarán que difícilmente puede imaginarse un reportaje más innecesario, pero en fin, no seré yo quien critique esto. Quienes hemos trabajado en medios diarios sabemos que es bueno abrir la nevera y encontrar algo allí para los tiempos de escasez; en periodismo, la nevera son esos temas que no son de estricta actualidad del día y que se guardan ya preparados para cuando surja un hueco en las páginas o en los minutos que es necesario rellenar con algo. Todos hemos hecho temas de nevera, y a mucha honra. Dan ocasión de contar cosas más allá del insportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea. Por supuesto, nunca se deja saber que son temas hechos hace semanas, sino que se presentan como frescos del día, como si de otro modo perdieran valor; es uno de esos absurdos pudores de los medios, como los falsos directos en la radio, cuando antes de la entrevista te dicen «no digas buenos días, porque esto lo emitiremos por la noche».

Pero ocurre que cada uno tenemos ciertos detectores particulares que saltan ante determinados estímulos que, en cambio, a otras personas les resbalan. Un aficionado al fútbol se detiene ante la pantalla de un bar donde están dando un partido, mientras que quienes no lo somos pasamos de largo sin más. En mi caso, una alarma salta cuando escucho algo que suena a afirmación pretendidamente científica, pero que huele a que quizá no lo sea.

Y en este caso en concreto, el reportaje incluía la aportación de una psicóloga que afirmaba con aplomo que la decoración navideña nos hace sentir bien porque estimula nuestra producción de endorfinas, «las hormonas del bienestar».

Decoración de un árbol de Navidad. Imagen de LoMit / Wikipedia.

La psicología a menudo se mueve en un terreno pantanoso. Existe un viejo debate, con posturas encontradas y enconadas, sobre si la psicología es una ciencia o no lo es. Algunos defienden que sí, otros argumentan que es una ciencia social, y el resto defienden que no es una ciencia de ningún modo, e incluso que no tiene por qué serlo. El psicoanálisis ha sido frecuentemente calificado como pseudociencia. Por supuesto, la psicología es muy amplia; la psicología experimental trata de ceñirse al método científico, y las áreas más fronterizas como la neuropsicología han sido las menos cuestionables.

Pero la psicología ha sido uno de los campos más afectados por la llamada crisis de replicación o de reproducibilidad, un debate intenso en los medios científicos en los últimos años al constatarse que muchos estudios publicados, al repetirse, no han producido los mismos resultados que en su día se publicaron con todas las bendiciones de la revisión por pares. En el caso de la psicología, un gran estudio encontró que solo la tercera parte de los resultados publicados se repetían.

Pero más allá de la psicología publicada, que al menos pretende ser ciencia, está la otra. La psicología de gurú. Aquella cuyo discurso hoy ya no se diferencia mucho del de los videntes y adivinos, desde que estos se anuncian afirmando que son capaces de ayudar a la gente con sus problemas psicológicos. Aquella que jamás responderá a una pregunta con un «no lo sé», las tres palabras que mejor diferencian a un verdadero científico de quien no lo es. Algunos psicólogos publican libros de autoayuda que venden miles o millones de ejemplares. Pero cuando uno busca sus estudios en publicaciones académicas revisadas por pares, el resultado es sorprendente: cero.

De este problema son muy conscientes los psicólogos académicos: en un artículo de 2015 en la revista The American Psychologist, el psicólogo Christopher Ferguson escribía, con respecto a la idea popular de que la psicología no es una ciencia de verdad, que «problemas considerables surgen de la tendencia de la ciencia psicológica a sobrecomunicar conceptos mecanísticos basados en datos débiles y a menudo no replicados (o no replicables) que no resuenan con la experiencia diaria del público en general o con el rigor de otros campos académicos».

En otro artículo de este año en Royal Society Open Science, el psicólogo Gerald Haeffel escribe que, curiosamente, casi todos los estudios publicados en psicología arrojan resultados que apoyan las hipótesis previas de sus autores. «Esto es un problema, porque la ciencia progresa a base de equivocarse», dice. Haeffel apunta que «la ciencia psicológica aún no abraza el método científico de desarrollar teorías, conducir pruebas críticas de esas teorías, detectar resultados contradictorios y revisar (o descartar) las teorías en función de ello». Este es precisamente uno de los problemas más citados, y uno de los que descalifican el psicoanálisis: todo se explica siempre perfectamente a posteriori, pero sin teorías que permitan hacer predicciones a priori empíricamente testables. Haeffel concluye que los psicólogos «deben aceptar que se equivocan».

Por eso, cuando este discurso de los psicólogos televisivos o mediáticos se aventura en afirmaciones que sí son científicamente comprobables o refutables, saltan las alarmas. Si una psicóloga se limita a decir que la decoración navideña nos recuerda a nuestra infancia y por eso nos complace, bueno, a ver quién puede refutarlo; la ciencia se caracteriza porque debe ser refutable, y esto no lo es. Pero otra cosa es afirmar que ver los adornos de Navidad nos estimula la producción de endorfinas.

Porque, si las endorfinas son las hormonas del bienestar y ver la decoración navideña nos produce bienestar —salvando el hecho de que también hay quienes no soportan la Navidad—, parece lógico, ¿no?

Bueno, también parecía lógico que el colesterol ingerido en la dieta influyera en el colesterol circulante en la sangre, y esto es lo que se ha creído durante décadas, hasta que los estudios recientes vinieron a mostrar que en realidad no es así. La ventaja de la ciencia es que permite poner a prueba lo que damos por hecho sin más, y a menudo surgen las sorpresas. En psicología y como ya conté aquí, el psicólogo Colin Davis se hartó de escuchar eso tan repetido de que las protestas por una causa mediante métodos no violentos pero que indignan a muchos, como las recientes de los activistas climáticos, crean rechazo hacia esa misma causa. Lo puso a prueba en sus estudios. Salió que no.

En cuanto a las endorfinas, hay algo que conviene aclarar. Más allá de ese gancho periodístico de las «hormonas del bienestar», en realidad las endorfinas no existen para darnos gusto. Su función principal, la razón por la que han aparecido y se han mantenido en nuestra evolución, es ayudarnos a reaccionar en situaciones de estrés; entre otras cosas, elevan nuestro umbral del dolor, de modo que ante una agresión podamos seguir luchando contra el enemigo. Por lo tanto, no hay que afirmar que todo lo que nos gusta nos hace segregar endorfinas. Porque a menos que el árbol de Navidad se nos caiga encima, o se nos rompa una bola en la mano y nos clavemos los trozos, no hay motivo para que la decoración navideña provoque este efecto.

De hecho, resulta que se atribuyen a las endorfinas cosas que en realidad tienen otro mecanismo; por ejemplo, se creía que eran la causa de la llamada euforia del corredor. Pero una vez más, y cuando la ciencia lo ha puesto a prueba, ha descubierto que no son las endorfinas, sino otros compuestos llamados endocannabinoides.

Así, llegamos a la pregunta: ¿es cierto que ver la decoración navideña nos hace segregar endorfinas?

Por mi parte, solo puedo responder que no lo sé. Ni realmente parece saberse: después de dedicar un rato a buscar en las bases de datos de estudios científicos, no he conseguido encontrar ni uno solo que haya puesto a prueba esto. Lo que sí he podido encontrar, curiosamente, es un estudio según el cual la presencia de decoración navideña en una casa produce una impresión en otros de que sus habitantes son más sociables y amigables.

Pero de endorfinas, nada. Y en cambio, lo que sí he encontrado son varias referencias en la prensa popular que afirman cosas en esta línea. Curiosamente, como los caminos a Roma, todas ellas apuntan o acaban apuntando a una misma fuente original: la psicóloga Deborah Serani, académica —profesora de la Universidad Adelphi de Nueva York—, autora de varios libros de gran venta, y según la cual la decoración navideña estimula no las endorfinas, pero sí la dopamina, que Serani define también como «una hormona de bienestar» (en realidad lo que hace la dopamina en este sentido es distinguir el efecto que nos produce una experiencia y que nos lleva a querer repetirla o no, pero esto suena mucho menos sexy).

Y como suele ocurrir en internet, las palabras de Serani rebotan en otros artículos de medios populares que ya toman como dogma el pico de dopamina provocado por la decoración navideña. «La ciencia demuestra que la gente que pone antes su decoración navideña es más feliz», titula una web, citando, cómo no, a Serani. Serani es «la ciencia». También la revista Vogue cae en la misma trampa. Solo se salva un artículo en The Conversation de la neurocientífica Kira Shaw que apuntaba estos efectos como posibles, pero sin darlos por comprobados.

Ninguno de esos artículos cita ningún estudio real que relacione las endorfinas o la dopamina con la decoración navideña. Y hasta donde he podido saber, no existen. Seguramente es a cosas como esta a lo que se refería Ferguson.

En fin, ya lo saben. Decir que les gusta la decoración navideña porque les recuerda a la infancia, y por eso les hace sentir bien, es algo que se sostiene por sí mismo, sin necesidad de revestirlo con ninguna afirmación que suene a científico ni de incluir ningún término bioquímico para darle más empaque. Porque lo que se reviste de apariencia de ciencia sin serlo, tiene otro nombre: pseudociencia.

Y sí, puede que todo lo anterior les parezca completamente innecesario. Pero es lo que tiene la nevera. Al menos nos permite contar cosas más allá del insoportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea.

No, el agua nunca puede ser un combustible, porque ya está quemada

Hace unos días aparecía un titular sorprendente en algún medio: una sonda espacial japonesa utiliza agua como combustible. Lo cual invitaría a cualquiera a preguntarse por qué los humanos hemos sido tan imbéciles hasta ahora de no aprovechar este combustible casi infinito e inocuo para todos nuestros transportes y necesidades energéticas, y en su lugar se ha perforado el suelo para sacar petróleo, carbón y gas. ¿O es que los ingenieros japoneses son tan listos que han conseguido triunfar allí donde hasta ahora todos los demás habían fracasado?

Es más, corren por ahí viejas teorías de la conspiración según las cuales sería posible fabricar coches que funcionaran con agua, pero las grandes compañías lo han impedido e incluso han asesinado a quienes se han atrevido a desarrollar tales tecnologías.

Ilustración de la sonda japonesa EQUULEUS. Imagen de ISAS/JAXA.

Pero, por desgracia, nada de esto es cierto. Resulta que el agua como combustible es uno de los eternos y más viejos fraudes de la (pseudo)ciencia, como la máquina de movimiento perpetuo o la curación por agua (homeopatía).

No, el agua no es un combustible. Nunca podrá ser un combustible. Es imposible. No es una cuestión de ingeniería, sino de leyes fundamentales de la naturaleza, de cómo funciona el universo.

Un combustible es algo que puede quemarse, es decir, sufrir combustión. La combustión es una reacción química de oxidación, en la que una energía de activación (calor) facilita que el combustible reaccione con el oxígeno para desprender más calor y generar productos oxidados, quemados. Por lo tanto, toda combustión necesita tres cosas, combustible, calor y oxígeno, y genera dos cosas, calor y productos oxidados.

Pensemos, en concreto, en los hidrocarburos. Por convención, se llaman así solo los compuestos formados exclusivamente por carbono e hidrógeno, como la gasolina o el gas natural. Pero todos los seres vivos de este planeta estamos formados por carbono, hidrógeno y algunas cosas más. Es decir, en cierto modo toda materia orgánica es un hidrocarburo ampliado. Y también lo son todos los materiales orgánicos que se obtienen a partir de los seres vivos: el papel (celulosa), el algodón (también celulosa), el azúcar (sacarosa), la lana (queratina y lípidos), el aceite (lípidos)…

Todos los compuestos orgánicos tienen una reacción de combustión básicamente común. El más sencillo de ellos es el metano, componente fundamental del gas natural, que contiene cuatro átomos de hidrógeno y uno de carbono por cada molécula, es decir, CH4. Esta es la reacción de combustión del metano:

CH4 + 2 O2 → CO2 + 2 H2O

Es decir, una molécula de metano se quema con dos moléculas de oxígeno para producir una molécula de CO2 y dos moléculas de agua.

Un ejemplo algo más complejo es la glucosa, el combustible básico del metabolismo de los seres vivos. La glucosa es C6H12O6. Su combustión produce seis moléculas de CO2 y otras seis de agua:

C6H12O6 + 6 O2 →  6 CO2 + 6 H2O

O, por ejemplo, el octano de la gasolina:

2 C8H18 + 25 O2 → 16 CO2 + 18 H2O

En resumen, toda reacción de combustión de materia orgánica genera los mismos productos, CO2 y agua, a lo que se añade alguno más si dicha molécula tiene además otros elementos como nitrógeno, fósforo, azufre… El agua no es un combustible como tampoco lo es el CO2; ambos son productos de la combustión. Ya están quemados. El agua no puede quemarse, del mismo modo que no se puede hacer fuego con cenizas, porque las cenizas ya están quemadas.

La razón física fundamental que está detrás de la imposibilidad de quemar agua es la termodinámica, las leyes de la naturaleza que gobiernan el funcionamiento de la energía. Todas las cosas del universo tienden de forma espontánea a perder energía. Esa liberación de energía es la que aprovechamos para nuestras necesidades. Para que se inicie la combustión necesitamos aportar algo de energía para activar la reacción (la llama de un mechero, la chispa de las bujías), pero la energía que se obtiene de ella es mayor que la necesaria para activarla, y por eso podemos calentarnos con el fuego o mover un coche con gasolina. Los combustibles tienen la energía almacenada en sus moléculas, en forma de energía química.

Por ejemplo, una pelota cae al suelo desde un mueble porque tiene una energía potencial que pierde al caer. Pero la pelota que ya está en el suelo no puede caer al suelo. Energéticamente hablando, el agua ya está en el suelo de su energía química, y por eso no puede quemarse.

Ahora bien, siendo esto así, ¿por qué a veces se habla del agua como combustible? Algo que sí puede hacerse es desquemar el agua, separándola primero en sus elementos, oxígeno e hidrógeno, para de nuevo quemar el hidrógeno y obtener energía de esta combustión que vuelve a producir agua. Pero para que esto sea una fuente de energía, haría falta que la que se obtiene de la combustión fuera mayor que la que es necesario invertir en romperla en hidrógeno y oxígeno.

En el ejemplo de la pelota, podemos subirla de nuevo al mueble para que vuelva a caer. Pero para subirla necesitamos aportar energía a la pelota, y este es el motivo por el que no podemos obtener energía del ciclo de subir una pelota y dejarla caer, porque la energía que se obtiene de ella al caer hay que invertirla en el proceso de subirla de nuevo. Este es el motivo por el que no existe una máquina de movimiento perpetuo. En la Edad Media hubo mucha especulación sobre la construcción de una máquina que pudiera ponerse en marcha y que entonces se moviera sola eternamente. Todos los intentos fracasaron, y el descubrimiento de las leyes de la termodinámica explicó por qué esto es imposible: toda máquina pierde energía en su movimiento (fricción, calor…), y por ello es necesario aportar más energía para que siga moviéndose.

Del mismo modo, en el caso del agua, para romperla en hidrógeno y oxígeno es necesario invertir toda la energía que produce la oxidación del hidrógeno para producir agua; incluso más, ya que en ambos procesos se pierde algo de energía en forma de calor desprendido. La historia cuenta varios casos de inventores que decían haber conseguido motores de agua, pero en todos los casos eran errores o fraudes. Un ejemplo sonado fue el estadounidense Stanley Meyer, que en 1975 afirmó haber conseguido una «célula de combustible de agua» que rompía el agua por electrolisis en hidrógeno y oxígeno para después quemar el hidrógeno con el oxígeno y obtener de nuevo agua, de forma que la energía producida en la combustión alimentaba la electrolisis, de forma cíclica continua. Meyer consiguió embaucar a dos inversores que posteriormente le denunciaron, y fue condenado por fraude en 1996.

En resumen, el único modo de obtener energía del agua como combustible es aportarle energía antes para romperla en hidrógeno y oxígeno. Esto puede hacerse o bien a) directamente inyectando electricidad (electrolisis), o bien b) aportando energía química por parte de ciertos compuestos que reaccionan con el agua para liberar hidrógeno, o bien c) por fotolisis del agua, como hacen las plantas con su maquinaria fotosintética. En todos los casos es necesario aportar otra fuente de energía externa para invertir más de lo que se genera.

En el caso a) no es necesario explicar que la electricidad hay que producirla. Y siendo así, no tiene sentido utilizarla para romper el agua en lugar de usarla directamente para mover un coche. Pero ¿qué hay del b)? Si hay compuestos que espontáneamente reaccionan con el agua para producir hidrógeno, ¿no podrían usarse en un motor de agua?

La respuesta es que sí, podrían. Por ejemplo, el sodio reacciona con el agua para producir hidróxido sódico (NaOH) e hidrógeno. Conviene aclarar que este no sería un buen modo de producir combustible, ya que la reacción es explosiva. Pero nos sirve como ejemplo: el problema es que devolver el NaOH al estado de sodio metálico requiere más energía de la producida en la reacción de este con el agua. Es decir, en todos los casos, fabricar los compuestos que reaccionan con el agua para producir hidrógeno consume más energía de la que produce el hidrógeno desprendido.

Esto se aplica, en general, a todo uso del hidrógeno como combustible. Por ello un coche no puede alimentarse con agua para producir hidrógeno y quemarlo para moverse, ya que el balance energético es negativo. Los coches tienen dos posibles modos de utilizar hidrógeno, o bien quemándolo directamente en un motor de combustión o bien utilizándolo para producir electricidad en una célula de combustible. Pero en los dos casos el balance energético total de la producción de hidrógeno y de su combustión es negativo. Por eso una compañía produce el hidrógeno, y nosotros se lo compramos, pagamos ese gasto energético.

Pero vayamos al caso c), que parece especialmente interesante: si el agua puede romperse por fotolisis, ¿no sería posible emplear de este modo la energía solar para producir hidrógeno libre como combustible? Al fin y al cabo, el sol es gratis; y aunque también se agota, como toda fuente de energía, aún tardará miles de millones de años, por lo que para nosotros es virtualmente inagotable.

Malas noticias: la fotosíntesis rompe el agua y produce oxígeno libre, pero en cambio no produce hidrógeno libre, sino hidrógeno en forma de otros compuestos. Pero sí es posible conseguir una fotolisis del agua de modo que se produzca hidrógeno libre. Hoy muchas investigaciones experimentan distintos modos. Pero aunque haya algunos más prometedores que otros, todos los que han existido, existen y existirán tienen algo en común: siempre tendrán un balance energético negativo. Por desgracia, la termodinámica es físicamente inviolable.

Pero volvamos a la sonda japonesa: ¿por qué entonces se ha dicho que utiliza agua como combustible, si no es cierto? La explicación es curiosa; es un problema de comprensión, de interpretación o de traducción. Lo que decía la nota de prensa de la agencia espacial japonesa JAXA es que la sonda utiliza agua como propelente, no como combustible.

Aunque a veces los dos términos se usen como intercambiables, en realidad son dos cosas muy distintas: un combustible es algo que se quema, mientras que un propelente es algo que se expulsa hacia atrás para impulsarse hacia delante, según la vieja acción-reacción de Newton; en otras palabras, propulsión a chorro. Si han visto la película Marte (The Martian), recordarán cómo el personaje de Matt Damon se agujereaba el guante del traje espacial para que el aire que escapaba le sirviera para impulsarse hacia la nave que debía rescatarlo, al estilo Iron Man, como decía él. Aunque los expertos han criticado mucho esta escena juzgando que sería impracticable, el principio físico sí es válido.

La sonda japonesa, llamada EQUULEUS, utiliza un sistema de propulsión llamado AQUARIUS, consistente en un depósito de agua que se calienta para expulsarse en forma de vapor, y este chorro impulsa su movimiento a través del espacio. Es decir, es una máquina de vapor espacial. Lo cual no deja de ser cool. De hecho, hay un interés creciente en el agua como propelente en las sondas espaciales y como materia prima de hidrógeno combustible y oxígeno respirable en las futuras misiones tripuladas, ya que el agua es un recurso que puede cosecharse en la Luna, en Marte o en asteroides; allí donde lo crítico no es el balance energético, sino obtener materiales esenciales que no pueden llevarse en abundancia desde la Tierra. Bienvenidos al futuro steampunk.

Halloween: ¿por qué nos atrae lo siniestro?

Un año más, Halloween. Con sus tradiciones: sus calabazas, sus disfraces, sus dulces, y sus odiadores bramando contra una fiesta yanqui (aunque les sorprendería saber de sus raíces ancestrales, si les interesara informarse) o contra una fiesta no religiosa (lo cual tampoco es exactamente así, pero en cualquier caso el calendario es muy grande y hay sitio para todos).

Pero hay una pregunta juiciosa que quienes odian esta fiesta tendrían razones para hacernos: ¿por qué nos atrae lo siniestro, lo macabro, lo aterrador, todo aquello que en su lugar debería provocarnos rechazo? Claro que, si nos preguntamos por qué no rehuimos lo que racionalmente deberíamos rehuir, habría que comenzar por lo paranormal, contrario a la razón, lo conspiranoico, contrario a toda evidencia…

Parece evidente que en todos estos casos hay un gran componente emocional. Como ya conté aquí, hace unos meses el profesor de estudios religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que, basándose en sus investigaciones sobre cómo las emociones conducen las creencias, planteaba que las teorías de la conspiración enganchan porque emocionan; construyen una realidad alternativa más excitante que la realidad real, y que espera a ser descubierta como la trama oculta de una buena historia de ficción. Hace unos días un nuevo e interesante estudio de la Universidad de Virginia Occidental —que quizá merecería un comentario más reposado otro día— revelaba que las personas con creencias paranormales y espirituales tienen más tendencia a posturas antivacunas, a abrazar conspiranoias y a desconfiar de la ciencia, lo que encaja las piezas entre sí.

Desde un punto de vista exclusivamente racional, no tiene sentido que Terrifier 2, recientemente estrenada, se haya convertido en un inesperado éxito de taquilla. Quien haya visto la película original de Damien Leone, de 2016, sabrá que trata básicamente sobre el intenso disfrute del payaso Art con su repulsiva orgía de sangre, vísceras y partes corporales varias. Y ya.

El payaso Art en ‘Terrifier 2’. Imagen de Bloody Disgusting.

Por cierto y también en The Conversation, la historiadora de la Universidad de Carolina del Sur Madeline Steiner escribía hace unos días sobre el origen de los payasos terroríficos, como Art o Pennywise de It, y lo que cuenta es sorprendente: según sus investigaciones sobre la historia de los circos de EEUU en el siglo XIX, por entonces los payasos eran un entretenimiento dirigido a los adultos. Solían infiltrarse entre el público para interrumpir el espectáculo y enfrentarse al maestro de ceremonias, algo así como el Follonero de aquel programa de televisión.

«Los chistes que contaban eran a menudo misóginos y llenos de doble sentido sexual, lo que no era un problema porque las audiencias de los circos en aquel tiempo eran sobre todo hombres adultos», escribe. El circo se asociaba con «juego, estafa, artistas femeninas con poca ropa, obscenidades y alcohol». Los líderes religiosos prohibían a sus feligreses que asistieran. A menudo se instalaba una tienda separada donde se celebraban espectáculos de strip-tease femenino, pero donde los payasos se disfrazaban de mujeres y a veces, cuenta Steiner citando a la historiadora del circo Janet Davis, «payasos gays mantenían encuentros sexuales con miembros masculinos de la audiencia».

Es decir, que el origen de los payasos está mucho más cerca del Krusty de Los Simpson que de aquel «¡Cómo están ustedeeees!» de Gaby, Fofó y Miliki.

Pero volviendo a Terrifier, la primera contiene una escena particular, muy comentada y que no voy a revelar —y quien la haya visto no necesita más detalles—, de entre las más repugnantes que se hayan visto en una película. Leone no utiliza efectos digitales, sino muñecos y prótesis al estilo clásico. Para la secuela lanzó una campaña de crowdfunding con el objetivo de conseguir 50.000 dólares para los efectos especiales; reunió 250.000. De Terrifier 2 se ha dicho que algunas personas se han desmayado o han vomitado en el cine. Y esto no ha hecho sino aumentar la taquilla.

Por mi parte, y en mi experiencia como escolar chiquitito hace décadas, recuerdo que las lecturas obligatorias de La celestina o El lazarillo de Tormes no me inclinaron lo más mínimo hacia el amor por los libros, para leerlos o escribirlos. En cambio, las Rimas y leyendas de Bécquer o El estudiante de Salamanca de Espronceda fueron eso que en inglés suele llamarse eye-openers. O incluso El burlador de Sevilla o el Tenorio, y cómo no, La vida es sueño de Calderón, una obra fetiche cuya comparación con Hamlet no es ningún secreto, y en la que libremente podría encontrarse una semilla del Fausto de Goethe y del terror romántico.

Pero, repetimos, ¿por qué nos atrae todo esto?

El profesor de inglés y especialista en Shakespeare de la Universidad Estatal de Arizona Bradley Irish escribía hace unos días (sí, una vez más en The Conversation; si buscan artículos científicos y académicos escritos por quienes realmente saben de lo que hablan, no busquen más) recordando que el asco es una emoción con una función evolutiva útil, ya que nos protege del peligro; originalmente, proponía Darwin, nos hacía rechazar la comida estropeada que podía intoxicarnos, y posteriormente se extendió a otras cosas que pueden dañarnos, o que pueden dañar a otros por los que sentimos empatía.

Por ello, la evolución nos ha moldeado para que lo repugnante capte poderosamente nuestra atención; es una emoción potente. Y si de este cuadro se elimina el riesgo, es decir, si es un simulacro en el que no corremos peligro, lo que queda es solo la excitación, la descarga de adrenalina; es la famosa respuesta fisiológica del Fight or Flight (lucha o huida) ante una amenaza grave o una situación de estrés agudo, pero donde no estamos obligados al Fight ni al Flight, porque todo es mentira, ficción. Y la excitación que sentimos, eliminada la amenaza, es gratificante.

Es más, incluso quizá nos entrene para responder mejor contra una situación real, y por eso nos resulte gratificante. Una atracción que simula una caída libre es un simulacro; nos excita, sabiendo que estamos a salvo. Irish apunta que esto se ha definido como «masoquismo benigno». Hace unos días un estudio descubría que, al menos en los ratones, el dolor dispara una respuesta protectora en el intestino contra agresiones infecciosas. Incluso en el pasarlo mal la evolución ha encontrado una función fisiológica beneficiosa.

Y el terror en la ficción también es un simulacro, o debería serlo. Algunas personas dicen no disfrutar del cine de terror porque les sumerje demasiado en la sensación de que podría ocurrir, de que lo visto en la pantalla puede replicarse en el mundo real. Tal vez esto afecte más a las personas que creen en fenómenos sobrenaturales, ya que no lo entienden como pura fantasía. Las listas de las películas más aterradoras de todos los tiempos frecuentemente vienen encabezadas por El exorcista (1973), sin duda una obra maestra con un inmenso impacto en el género y en la cultura popular. Pero algunas personas se sienten especialmente impresionadas, hasta el punto de negarse a verla, porque creen que tanto los demonios como la posibilidad de que posean a la gente son reales.

En el libro original de William Peter Blatty los personajes confrontaban todos los síntomas de la niña Regan con explicaciones científicas basadas en casos reales; en la película esto se suprimió para conseguir un efecto más terrorífico, y de hecho se publicitó asegurando que estaba basada en hechos reales. Después de El exorcista, casi rara es la película sobre posesiones demoníacas —y a veces también sobre casas encantadas— que no añada la coletilla de «basada en hechos reales» (lo que nunca es realmente así, claro).

Pero todo esto, señala Irish, «no es un producto de la era digital». Tito Andrónico, la tragedia de Shakespeare, «contiene tanto gore como las películas slasher de hoy», dice. El dramaturgo inglés la escribió precisamente porque este género de venganza sanguinaria y encarnizada triunfaba en su época, como hoy lo hacen Escupiré sobre tu tumba 1, 2 y 3. Antaño las multitudes se agolpaban para presenciar las ejecuciones públicas o para contemplar sangrientas operaciones quirúrgicas o autopsias que se hacían en auditorios abiertos al público, como quien hoy va al cine. El cirujano londinense Robert Liston era conocido como «el cuchillo más rápido del West End». Antes de la invención de la anestesia, la gente se congregaba para verle amputar una pierna; Liston desafiaba a que le cronometraran, y la gente aplaudía extasiada cuando completaba la operación en dos minutos y medio, mientras el infortunado paciente se deshacía en alaridos.

Sano o insano, el morbo nos atrae. Es una emoción poderosa. Y si existe un día para celebrar el amor, ¿por qué no una noche para celebrar el miedo? Feliz Halloween, a quien lo disfrute. Y a ver si alguna de las plataformas digitales se anima a traernos Terrifier 2. Más que nada, por curiosidad, por comprobar si es para tanto.

‘El club de la medianoche’, la ciencia y la fe

A veces ocurre que a algún conocido le sorprende la afición de un servidor al cine y la literatura de terror, incluyendo el terror sobrenatural. Se asume, al parecer, que el efecto de estas películas radica en que el espectador crea que lo narrado es o podría ser real. Pero ¿dónde deja esto a gran parte de la ficción? ¿No podemos disfrutar de El señor de los anillos o de Star Wars sabiendo que los mundos de Tolkien o de George Lucas son completamente ficticios, inventados, irreales? El terror es fantasía, aunque sea en clave siniestra; para el terror no fantástico tenemos otra palabra, thriller. Y la fantasía es evasión. Justo lo que en muchas ocasiones buscamos cuando abrimos un libro o nos sentamos frente a una pantalla.

De hecho, es curioso que en el mundo de la ciencia exista bastante de eso que se llama frikismo, tal vez para compensar que el mundo real no es fantástico. Para los aficionados a la fantasía no hay la menor necesidad de un parangón con la realidad en el éxito de una película de terror; simplemente gusta o no. Por mi parte, algo de la clave de esto reside también en que exista en esa sobrenaturalidad una lógica interna coherente, unas reglas que guíen la trama y a las que la historia se ciña. Es decir, que no se tire del recurso facilón de romper dichas reglas al final para crear un plot twist o un final inesperado que sorprenda al espectador o al lector. Porque esto también tiene una denominación en lengua extranjera, aunque en este caso no en inglés, sino en latín: Deus ex machina.

Pero, obviamente, el interés aumenta cuando además hay una discusión subyacente entre realidad y fantasía, entre naturalidad y sobrenaturalidad, entre ciencia y fe, ya que esto añade una capa de pintura más a la trama que no se queda solo en el entretenimiento. Existen buenos ejemplos de películas, evito spoilers, en los que una historia aparentemente sobrenatural acaba revelándose como un montaje perfectamente natural. Esto ocurre siempre a este lado de la pantalla o de las páginas; pero, al otro lado, no necesariamente atraer la fantasía a la realidad la hace más valiosa, ni necesariamente mejora el resultado de la película o del libro. Aunque, esto sí, da ocasión a comentar esa confrontación, e incluso a ilustrar algo de ciencia.

Hoy traigo aquí un brillante ejemplo de esto, El club de la medianoche, serie recientemente estrenada en Netflix. Como muchos, llegué a ella por el nombre de quien está detrás, Mike Flanagan, un especialista en el género que últimamente está destacando por su talento.

En La maldición de Hill House Flanagan triunfó en un terreno pantanoso, el subgénero de las casas encantadas, tan pisoteado ya que hoy es difícil arrancar al espectador otra cosa que no sean bostezos. Con La maldición de Bly Manor supo dar otra vuelta de tuerca a Otra vuelta de tuerca de Henry James, un libro tan archiversionado que cada nueva y enésima adaptación suele estar casi condenada al naufragio, como ocurrió con una película también reciente. Siguió con Misa de medianoche, sin duda mi favorita absoluta, la más personal del autor, la primera no basada en libros de otros; su propio proyecto largamente anhelado que, irónicamente, fue rechazado antes del éxito de Hill House. Y que me pareció tan inteligentemente original que hasta bien entrada la serie uno aún no está seguro de qué quiere contarnos.

Imagen promocional de ‘El club de la medianoche’. Imagen de Netflix.

Como simple espectador no tengo el criterio experto para analizar las claves que hacen de las obras de Flanagan piezas tan hipnóticas y envolventes. Pero particularmente me atrapan la construcción de los personajes y las magníficas interpretaciones de un reparto que suele repetir parcialmente en todas sus series, y que incluye descubrimientos brutales como Samantha Sloyan. Y añadamos a esto el atrevimiento de rehuir ese cliché actual de escenas rápidas y diálogos cortitos para que el espectador no se aburra y cambie a otra cosa.

Pero vayamos a El club de la medianoche, basada en varios libros del escritor de terror juvenil Christopher Pike. Debería empezar por una breve sinopsis, si bien realmente sobraría: quien ya la haya visto no la necesita. Y, quien no, debería abstenerse de leer esto; porque, aviso, inevitablemente en lo que sigue hay spoilers, aunque no revelaré el inquietante final.

Resulta que hay un gran caserón llamado Brightcliffe cuya propietaria, una médica, lo dedica a residencia para adolescentes con cáncer terminal, desahuciados. Allí no se les curará de su enfermedad; solo reciben cuidados paliativos. Simplemente se les ofrece un lugar donde pasar sus últimos meses en tranquilidad y compañía, arropados por otros jóvenes en su misma situación.

Así contado, podría parecer un argumento centrado en la exploración de la autoayuda y el pensamiento positivo. Nada de esto.

La nueva incorporación a Brightcliffe es una chica de 18 años recién cumplidos, Ilonka, que ha visto truncados sus planes de ingresar en la universidad por el cáncer que la matará sin remedio. Pero Ilonka oculta un secreto: ha querido ingresar en aquel centro porque leyó acerca de la curación inesperada de una joven hace años, sin razón médica aparente, por causas oscuras posiblemente relacionadas con las prácticas de una secta que ocupó la casa tiempo atrás. Alberga la esperanza de desentrañar el misterio de lo que sucedió y poder acceder a ese milagro curativo.

En Brightcliffe Ilonka es recibida con actitudes dispares por los otros siete adolescentes. Pronto descubre que también ocultan un secreto: por las noches burlan el toque de queda de la residencia para reunirse en la biblioteca y contar historias de miedo, en las que los chicos vierten experiencias reales de sus vidas y, sobre todo, sus temores y anhelos más hondos. Pero los integrantes del club de la medianoche guardan además un juramento: cuando uno de ellos muera, desde el más allá enviará una señal inequívoca a los demás para confirmarles que existe vida después de la muerte.

Detengo la sinopsis aquí, añadiendo solo que en Brightcliffe, cómo no, acontecen fenómenos extraños y apariciones fantasmales, que se van sucediendo y enrevesando a medida que Ilonka avanza en su investigación y se van desarrollando y desenrollando las relaciones entre los personajes.

Pero ocurre algo: ya avanzada la serie uno se percata de que, en realidad y pese a todo, en el fondo no hay nada paranormal en lo que está sucediendo. Las historias que cuentan los chicos están pobladas de maldiciones, fantasmas y apariciones, pero es solo su imaginación, la ficción dentro de la ficción. Las visiones que tienen en la casa se atribuyen a la fuerte medicación que reciben, algo que se repite una y otra vez; peculiarmente, son propias de cada cada uno, como si tuvieran sus fantasmas particulares, su propia manera personal de alucinar en la que integran sus miedos y ansiedades. En una ocasión uno de ellos escucha una llamada espectral por un interfono. Luego se revela que fue obra de otra de las chicas, cristiana devota, porque el destinatario de la llamada estaba perdiendo la fe.

A lo largo de la serie hay una confrontación entre realidad y creencias en la que Ilonka se debate, a medida que descubre detalles sobre la antigua secta. Quiere creer en todas las milongas que una misteriosa vecina de la propiedad, que tiene una pequeña explotación de productos naturales —interpretada por esa gran Sloyan—, le cuenta sobre la energía de la casa, el flujo de sus líneas y todo ese lenguaje tan típicamente New Age. Pero descubre que bajo ello solo se ocultan el fanatismo y la maldad. «Esas ideas son un cáncer», le advierte la doctora. Cuando se revela que uno de los residentes pronto se marchará a casa, Ilonka cree que es ella, y que el ritual que ha copiado del culto de la secta ha obrado su milagrosa curación. Pero no es ella, y no hay tal curación, sino un error en el diagnóstico de otra de las chicas.

Finalmente Ilonka debe aceptar la realidad: no hay milagros. Ni las hierbas ni los rituales sirven de nada. En la realidad no existe la magia.

Lo curioso, lo que distingue a El club de la medianoche de otros ejemplos de confrontación entre la realidad de lo natural y la ilusión de lo sobrenatural, es que en muchos de estos casos suele haber un engaño, un montaje. Lo cual permite cargar la responsabilidad en sus autores y exonerar a sus víctimas. Los magos, especialistas en confundirnos con ilusiones, han sido grandes desbancadores de patrañas: Houdini dedicó una etapa de su vida a destapar los fraudes de los médiums de su tiempo, y James Randi fue otro gran azote de los embaucadores, llegando a ofrecer un premio de un millón de dólares a quien presentase una prueba sólida de la existencia de lo sobrenatural; premio que quedó desierto.

En cambio, El club de la medianoche es un buen experimento cinematográfico-televisivo de autoengaño. Porque, tarde o temprano, el espectador acaba descubriendo que, como Ilonka, también uno mismo se ha engañado. No hay ningún motivo para interpretar explicaciones sobrenaturales en lo que está ocurriendo, salvo uno: que es una serie de terror, y es lo que esperamos en una serie de terror.

Lo cual es una buena lección para aprender a separar la realidad de la ficción.

Durante la serie muere una de los ocho, Anya. Era aficionada al ballet, hasta que su cáncer de huesos obligó a la amputación de una de sus piernas. Ella tenía una figurita de porcelana de una bailarina, que en un arrebato de furia lanzó un día contra la pared. La figurita perdió la misma pierna que ella. Después de su muerte acude a Brightcliffe su mejor amigo para recoger sus pertenencias. Y surge entonces la sorpresa de que la figurita está intacta. Ilonka lo cuenta a los demás, y todos lo interpretan como la señal que Anya ha enviado desde el más allá.

En el mundo real existe un viejo principio filosófico llamado la navaja de Occam. Tiene muchos aspectos muy criticables y no debe considerarse como un dogma, pero en este caso nos sirve. Según la navaja de Occam, entre dos explicaciones a algo hay que elegir siempre la más simple. ¿Qué es más simple en el caso de la figurita de Anya? ¿Que, desde el más allá, el espíritu de una chica muerta hubiera enviado un influjo mágico para materializar de la nada una pierna de porcelana en una figurita? ¿O que alguien hubiese arreglado la figura o comprado otra nueva?

La clave está en el contexto. En el contexto de una película de terror fantástico, podemos tender a quedarnos con la primera explicación. Pero muchas personas aplican a la realidad el contexto de la ficción. De aquí nacen las creencias en lo sobrenatural. ¿Rituales mágicos? ¿Energías esotéricas? ¿Curaciones milagrosas? ¿Señales desde el más allá? Flanagan ha conseguido aquí mucho más que entretener, asustar o emocionar. Nos ha hecho una inocentada, como una cámara oculta en la que hemos caído.

En un momento de la serie los chicos se preguntan por qué nadie envía nunca un mensaje claro e inequívoco desde el más allá, sino solo señales confusas y ambiguas. Uno de ellos trata de explicarlo diciendo que tal vez cuando pasamos al otro mundo sufrimos una especie de borrado de memoria, olvidando quiénes éramos, a quiénes queríamos y qué nos motivaba. Pero ¿qué diría Occam de esto?

Todo ello, con una gran salvedad. Quien haya tenido la curiosidad de bucear en el libro original que ha inspirado la serie habrá comprobado que, muy probablemente y si tenemos la suerte de que Netflix dé luz verde a una segunda temporada, lo sobrenatural hará su aparición estelar. De hecho, en ese final que no revelo ya se insinúan detalles que apuntan a ello.

Lo más chocante es que el propio Flanagan, criado como niño católico muy inmerso en la comunidad religiosa, fue creyente, pero ya no lo es. Ahora es, como muchos, una persona con más dudas que certezas y con más preguntas que respuestas, según venía a contar en un artículo de reflexión personal. «Encontré más resonancia espiritual leyendo El pálido punto azul de Carl Sagan que en dos décadas de estudio de la Biblia», escribía. «Ese sentimiento de que estamos solos en el cosmos, en guerra con el deseo de que no lo estemos». Y también escribía esto otro, a propósito de la evolución de su pensamiento cuando comenzó a cuestionar las enseñanzas que había recibido y a indagar en otras religiones:

Mis sentimientos sobre la religión eran muy complicados. Estaba fascinado, pero furioso. Mirando varias religiones, me conmovía y asombraba su propensión al perdón y la fe, pero me horrorizaban su exclusionismo, su tribalismo y su tendencia al fanatismo y el fundamentalismo. Encontré un montón de ideas hermosas e inspiradoras en varias religiones, pero también encontré que su corrupción era grotesca e imperdonable. No iba a seguir apoyando más ese tipo de instituciones. Solo me interesaban el humanismo, el racionalismo, la ciencia… y la empatía.

Misa de medianoche tiene mucho de esto, al ser su proyecto más personal. Y también hay algo de ello en El club de la medianoche, en su interpretación del trabajo original de Pike. Será interesante ver cómo Flanagan continúa tirando de estos hilos, si Netflix tiene a bien concedernos una segunda temporada.

Mientras tanto, nos morderemos las uñas esperando el estreno del último proyecto de Flanagan sobre uno de los relatos más icónicos de Poe, La caída de la casa Usher, para el cual ha reunido casi al pleno su reparto de cabecera con alguna adición interesante: nada menos que Mark Hamill, más conocido como Luke Skywalker.

Y por cierto, aprovechando esto como parte de mi celebración anual de Halloween (para aclaración a los odiadores, una fiesta empaquetada como producto comercial por los Estados Unidos de América, pero de origen europeo y quizá incluso preferentemente gallego, como ya conté aquí), mañana rescataremos lo mencionado en el primer párrafo para hacernos una pregunta: ¿por qué demonios, nunca mejor dicho, disfrutamos con lo macabro?

Populismo contra ciencia

Ocurrió durante los picos más puntiagudos de la pandemia que repentinamente surgían expertos debajo de cualquier piedra, en tertulias cuyos mismos integrantes solían decir, no mucho tiempo atrás, que no entendían de ciencia. Con el desastre de la COVID-19 todos los demás asuntos de la actualidad quedaban empequeñecidos. Por lo tanto, y dado que era obligado hablar de cóvid, los tertulianos y comentaristas estaban obligados a opinar, y opinaban; aunque lógicamente no con demasiada fortuna, ya que eran paracaidistas en un campo de batalla que desconocían por completo.

Esto es un síntoma de una tendencia. Sobre todo con la pandemia y el cambio climático, pero no solo, ha ocurrido que políticos, medios y el público en general ya no pueden permanecer ajenos a la ciencia. Ya no puede contemplarse como algo que solo se asoma fuera de las secciones especializadas cuando se descubre la cura del cáncer, cosa que, si nos atenemos a lo que se publica, ocurre casi todas las semanas.

Pero no solo: aunque la pandemia y el cambio climático sean ahora los principales determinantes de esta tendencia, resulta que la ciencia se inmiscuye en asuntos incómodos que muchos preferirían que siguieran siendo territorio exclusivo de las ideologías. Por ejemplo, descubrir que existen bases biológicas para la diversidad de orientaciones e identidades sexuales diferentes es algo que sin duda muchos preferirían que siguiera sin saberse. En realidad, es solo un espejismo creer que todo esto es nuevo. Por escoger un solo caso histórico de la biología, el conocimiento de la evolución de las especies y de la posición que ocupa el ser humano en la naturaleza obligó a una transformación profunda de usos sociales, leyes y políticas.

Sucede con el conocimiento que no tiene vuelta atrás: una vez que se sabe, ya no es posible des-saber. Pero hay otra salida: negar lo que se sabe, ignorarlo. Esta es una reacción muy humana. Al fin y al cabo, es mucho más sencillo y cómodo cerrar los ojos y los oídos al conocimiento, y seguir pensando del mismo modo que antes, que estudiar y comprender algo sobre lo que previamente se sabía poco o nada y obligarse a uno mismo a rendir sus baluartes ideológicos a la evidencia.

Este es posiblemente uno de los motivos por los que la anticiencia es más fuerte precisamente cuando la ciencia también lo es. Los bulos, las noticias falsas y las teorías de la conspiración han vivido su momento más dorado en tiempos de pandemia y cambio climático, y esto también parece una tendencia en alza.

Y dado que la ciencia y la anticiencia están presentes en la vida, en la sociedad y en la política, también forman parte de las campañas políticas. En Italia, la candidata ganadora de las elecciones, Giorgia Meloni, dijo en su mítin de cierre de campaña: «Ya no doblegaremos nuestras libertades fundamentales a estos aprendices de brujo», refiriéndose a los médicos y los científicos. Durante la campaña se ha manifestado en contra de las vacunas —dice no ser antivacunas, pero que la ciencia ahora tiene «las ideas poco claras» (¡¿?!); el clásico «no soy yo, son ellos»— y no ha ocultado su postura contraria a la ciencia, que ha llevado a un grupo de médicos a lanzar la campaña #votaconScienza, según contaba Vanity Fair. Ahora, la ciencia italiana va a enfrentarse a un panorama complicado, como ya ocurrió en EEUU con Donald Trump.

Giorgia Meloni en 2014. Imagen de Jose Antonio / DoppioM / Wikipedia.

Dicen que los populismos políticos triunfan porque apuntan directamente a las tripas, circunvalando los rincones de pensar. Y que este alimento triunfa sobre todo en tiempos de crisis e incertidumbres como los que vivimos. Entre otros muchos argumentos, no cabe duda de que Meloni ha explotado la fatiga pandémica, como antes han hecho también otros líderes políticos con notable éxito. Cuando las tripas suenan, es difícil acallarlas.

Sería muy discutible si la llamada política tradicional se dirige realmente a la razón y no al corazón. Pero sí es así en el caso de la ciencia. Y cuando la ciencia descubre algo, solo hay dos opciones. La racional, acatarlo y aceptarlo, no es la más sencilla, porque puede obligar a un cambio de ideas que no es cómodo. Es más conveniente la emocional, agarrarse a las ideas e ignorarlo.

Por ejemplo. Muchas personas han creído que las orientaciones e identidades sexuales minoritarias, las que se apartan de la norma, son una construcción psicológica y social que ha prosperado en un clima popular favorable. Pero cuando en las últimas décadas la ciencia ha descubierto que es un fenómeno real con una base biológica sustanciada, seguir hablando de «ideología de género» tiene tanto sentido como hablar de ideología de la evolución o de ideología del heliocentrismo. Es un hecho, no una ideología. Defender un hecho no es una ideología; lo que es una ideología es negarlo, una ideología antigénero.

Recientemente el especialista en asuntos religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que resumía la tesis de su último libro, Wild Experiment: Feeling Science and Secularism after Darwin. Las investigaciones de Schaefer estudian cómo las emociones dirigen la experiencia humana, incluyendo las creencias. Es evidente que las personas pertenecientes a los sectores del populismo ultraconservador se guían por creencias, y ellos mismos lo reconocen; las ideas que Meloni defiende se basan en un credo religioso. La validez de estas opiniones podrá ser discutible para otras personas —por ejemplo, cuando atentan contra derechos fundamentales—, pero deja de serlo por completo cuando niegan la realidad.

Según Schaefer, esas mismas emociones asociadas a las creencias religiosas son también las que motivan la creencia en teorías de la conspiración; no importa tanto la cantidad o calidad de la información que circula (veraz o falaz), sino entender los sentimientos que hacen las conspiranoias tan atractivas para muchas personas. Los seguidores de estos bulos, dice Schaefer, quieren creer, como Fox Mulder en Expediente X.

Schaefer repasa cuáles son estos sentimientos en las personas adeptas a las conspiranoias: se sienten más inteligentes que los demás, más críticos, con una capacidad de juicio de la que los otros, a los que ven como borregos de un rebaño, carecen. Si el 99% de los científicos están de acuerdo en algo, los conspiranoicos creerán que los verdaderamente inteligentes, independientes y creíbles son el 1% restante. Son los únicos iluminados que comparten con el conspiranoico una visión del mundo en la que todo está conectado, nada ocurre sin un motivo y las casualidades no existen; una subtrama oculta de la realidad que es totalmente ilusoria y delirante, completamente inventada, pero donde todas las piezas encajan a la perfección. Y para las personas que abrazan esta mentalidad, descubrir esa ficticia trama es gratificante; es como una inyección de adrenalina que hace del mundo un lugar más excitante.

Schaefer no es el primer experto que destaca el papel de las emociones en el pensamiento conspiranoico, pero es cierto que a menudo otras aproximaciones a este problema olvidan el factor emocional centrándose solo en el intelectual, lo que deja un agujero en torno al cual se dan vueltas y vueltas sin encontrar cómo rellenarlo.

En el fondo, aclara Schaefer, esta emotividad no está solo ligada al pensamiento conspiranoico, sino a todo tipo de pensamientos y mensajes; no somos tan racionales como nos gusta creer. La diferencia, viene a decir, es que otros aceptamos renunciar a esa emoción que produce creerse iluminado, a esa inyección de adrenalina: «Desenmarañar sus creencias [de los conspiranoicos] requiere el paciente trabajo de persuadir a los devotos de que el mundo es un lugar más aburrido, más aleatorio y menos interesante de lo que uno podría haber esperado». Contra las tripas, razón. Contra el populismo, ciencia.

La increíble historia de los médicos del gueto de Varsovia que respondieron al nazismo con ciencia

Durante la 2ª Guerra Mundial, los campos de concentración nazis y japoneses fueron escenarios de brutales y aberrantes torturas disfrazadas de experimentos médicos. También en los gulags soviéticos se practicó esta falsa ciencia monstruosa. Pero según escribía en 2016 en la revista Bulletin of the History of Medicine la especialista en estudios rusos de la Universidad del Sur de Florida Golfo Alexopoulos, basándose en los primeros documentos desclasificados de estas prácticas en los campos soviéticos, «aunque la ciencia de los gulags aparentemente no poseyó el carácter letal de la medicina nazi, tampoco este trabajo fue enteramente benigno». Tal vez el diagnóstico de Alexopoulos sea demasiado indulgente, conociéndose, por ejemplo, los experimentos con venenos en los gulags.

Y para que no quede nada sin citar, cabría mencionar otros casos como el infame estudio sobre sífilis de Tuskegee que EEUU llevó a cabo desde 1932, en el que se reclutó a cientos de hombres negros afectados por la enfermedad sin informarles de su diagnóstico y proporcionándoles tratamientos falsos, para estudiar su evolución. Aquello no tuvo ninguna relación con la guerra; de hecho, se prolongó durante 40 años. Pero es una muestra de que fueron muchos los países en los que se diría que se aprovechó una especie de periodo propicio para las atrocidades en nombre de la ciencia: esta ya tenía una estructura y un desarrollo, pero aún no se habían impuesto los estándares éticos que hoy imperan. Y en este contexto, la guerra aportaba los ingredientes de caos, excepción e impunidad que faltaban para que se cometieran tales barbaridades.

Pero sin duda, y con la información disponible hoy, fueron los campos y centros de investigación nazis y japoneses (en Japón no fue solo la infame Unidad 731) los que superaron todos los límites imaginables de vileza y repugnancia. No voy a abundar aquí en enumerar algunos de estos espantosos crímenes; quien esté interesado podrá encontrar información sobrada en internet, y que prepare el estómago para encajar un puñetazo de horror real. Pero un caso especial que merece comentario es el de los experimentos de hipotermia en los campos nazis.

A diferencia de los delirios sádicos de los médicos Josef Mengele en Auschwitz o Aribert Heim en Mauthausen, en los que no existía realmente el menor método ni ánimo científico, se sabe de unos 30 proyectos de investigación desarrollados con lo que era un pretendido enfoque científico, en versión nazi. Y entre ellos, el más conocido es el de los experimentos de hipotermia en el campo de Dachau. Para estudiar cómo proteger de las aguas gélidas del mar a los tripulantes de la Luftwaffe que caían abatidos, y a los soldados del frente ruso, los médicos nazis sumergían a los prisioneros en bañeras de hielo desnudos o con trajes especiales y registraban el tiempo que tardaban en morir, así como la respuesta a distintos métodos de reanimación.

Dada la pulcritud con la que se recogieron aquellos datos, ocurrió que los experimentos nazis fueron citados en estudios posteriores sobre la hipotermia; hasta 1984, más de 45 los habían incluido en sus referencias. La ciencia siempre se basa en el conocimiento previo y este tiene que quedar bien detallado en las referencias, un apartado esencial de todo artículo en el que también se invierte esfuerzo y tiempo.

Pero durante décadas ha coleado un debate ético: incluso si sus datos fuesen válidos, ¿deberían citarse estos estudios, dadas las circunstancias en que se llevaron a cabo? La controversia ha continuado hasta hoy, a pesar de que ya hace décadas algunos expertos reanalizaron los estudios nazis y juzgaron que «ni la ciencia ni los científicos de Dachau eran fiables, y los datos no tenían ningún valor», según citaba un estudio de 1994.

Frente a estos casos tan vergonzantes para la historia de la ciencia, los profesores de nutrición de la Universidad Tufts de Massachusetts Merry Fitzpatrick e Irwin Rosenberg contaban esta semana en The Conversation un ejemplo contrario que, si bien no era del todo desconocido, debe difundirse más: cómo un grupo de médicos judíos del gueto de Varsovia, ellos mismos sufriendo la misma hambruna que todas las personas confinadas allí por los nazis, recogieron observaciones científicas de los efectos de la inanición hasta la muerte, con la esperanza de que sus estudios pudiesen servir de algo a la ciencia y perdurasen además como testimonio de aquellos horrores.

Tras la invasión nazi de Polonia, en la capital se amuralló un área de poco menos de 4 kilómetros cuadrados (unas 3 veces el Retiro de Madrid) donde se confinó a más de 450.000 personas. Fitzpatrick y Rosenberg apuntan que los alemanes de Varsovia recibían raciones de 2.600 calorías al día, lo que hoy se considera correcto para una dieta normal, pero los judíos sobrevivían con menos de la tercera parte, unas 800 calorías a las que llegaban complementando sus raciones con el contrabando. Según los investigadores, un estudio sobre inanición a finales de la 2ª Guerra Mundial en EEUU se hizo con voluntarios a los que se les daba el doble de calorías que esto.

El gueto albergaba dos hospitales, para adultos y niños, en los que se permitía el tratamiento de los pacientes con los recursos que pudieran conseguir, pero se prohibió la investigación. Y pese a ello, desde febrero de 1942 un grupo de médicos judíos puso en marcha un estudio en secreto sobre la inanición en sus pacientes, dirigido por Israel Milejkowski.

Una de las fotografías del hambre en el gueto de Varsovia incluidas en el libro ‘Maladie de famine’. Imagen de American Joint Distribution Committee.

Así, los médicos registraron datos de sus pacientes hasta una muerte por hambre que ellos no podían evitar de ningún modo, recogiendo observaciones valiosas; por ejemplo, que incluso al borde de la muerte la mayoría de las personas no mostraban síntomas de enfermedades típicas de la carencia de vitaminas, como el escorbuto (C), la ceguera nocturna (A) o el raquitismo (D). Y en cambio, sufrían más la falta de minerales: solían desarrollar osteomalacia, un ablandamiento de los huesos por desmineralización, cuando el organismo tiraba de esas reservas de minerales para luchar contra la inanición. Los médicos observaron también que la energía proporcionada por el azúcar, y no la carencia de otros nutrientes, era el factor limitante para la vida.

El 22 de julio de 1942 el Tercer Reich comenzó a aplicar su infame «solución final» al gueto de Varsovia. Aquel día las fuerzas nazis arrasaron el gueto, destruyendo los hospitales y comenzando la masacre o deportación de sus habitantes hacia los campos de exterminio. Para entonces el equipo dirigido por Milejkowski había recogido infinidad de datos valiosos, y durante varias noches los médicos participantes en el programa se dedicaron a intentar salvar sus cuadernos de la destrucción y a encontrarse en secreto en los pabellones del cementerio para poner por escrito una serie de estudios documentando su investigación. Según los cálculos de aquellos médicos, unas 100.000 personas habían muerto en el gueto de hambre y enfermedad. En octubre, cuando terminaban de reunir en un libro los seis estudios que habían podido salvar, otros 300.000 habitantes del gueto habían sido asesinados en los campos de exterminio.

Aquel manuscrito, titulado en francés Maladie de Famine, en inglés The Disease of Starvation: Clinical Research on Starvation in the Warsaw Ghetto in 1942, fue entregado a alguien que lo enterró en el cementerio del hospital para salvarlo de la destrucción. Según Fitzpatrick y Rosenberg, menos de un año después la mayoría de sus 23 autores habían muerto. Después de la guerra el manuscrito se recuperó y se entregó a uno de los autores que aún vivían, Emil Apfelbaum, y a una organización destinada a ayudar a los supervivientes judíos, el American Joint Distribution Committee. Ellos se encargaron de editar y publicar el libro entre 1948 y 1949, casi coincidiendo con la muerte de Apfelbaum.

En EEUU se distribuyeron 1.000 copias de la versión francesa. Fue rebuscando en los depósitos del sótano de la biblioteca de su universidad cuando Fitzpatrick y Rosenberg, que se dedican a estudiar los efectos biológicos de la inanición, descubrieron un ejemplar, y decidieron que debían contarlo. El libro de Milejkowski y sus colaboradores no había desaparecido ni era del todo ignorado; de hecho, el catálogo mundial de bibliotecas muestra que hay más de un centenar de ejemplares repartidos por el mundo, dos de ellos en España: uno en la Residencia de Estudiantes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y otro en la biblioteca de la IE University, ambas en Madrid. Pero sin duda es una historia muy poco conocida que merece mayor difusión, tanto por el heroísmo de los autores, combatiendo la barbarie con ciencia, como por el escalofriante prólogo de Milejkowski, en el que escribía:

«Qué puedo deciros, mis amados colegas y compañeros de miseria. Sois una parte de todos nosotros. Esclavitud, hambre, deportación, esas cifras de muertes en nuestro gueto son también vuestro legado. Y vosotros, mediante vuestro trabajo, podréis dar a los esbirros la respuesta Non omnis moriar, [no moriré del todo]».

Milejkowski escribió estas palabras al final de las deportaciones, en un gueto ya casi desierto, sabiendo que vivía las que serían sus últimas horas:

«Este trabajo se originó y emprendió bajo condiciones inconcebibles. Sostengo mi pluma en la mano y la muerte me observa en mi habitación. Mira a través de las ventanas negras de casas tristes y vacías, en calles desiertas donde se acumulan las posesiones vandalizadas y saqueadas… En este silencio dominante residen la fuerza y la profundidad de nuestro dolor, y los gemidos que un día sacudirán la conciencia del mundo».

Uno de cada 500 hombres tiene un cromosoma sexual de más (X o Y)… y no lo sabe

No sé qué opinaría Clint Eastwood de que su imagen se haya convertido en un frecuente avatar de los sectores ultraconservadores en internet. Teniendo en cuenta que él es pacifista, defensor del control de las armas, del derecho al aborto y a la eutanasia, de la igualdad de las mujeres y del matrimonio igualitario, y que además no es creyente, posiblemente le parecería cuando menos chocante. Pero como es libertario y además parece un buen tipo, quizá diría simplemente aquello de Clark Gable al final de Lo que el viento se llevó: «Frankly, my dear, I don’t give a damn».

El motivo para traer aquí al bueno de Clint es por ser un ejemplo de cómo en ocasiones en la mente de las personas se sustituye algo por una caricatura de ese algo, un cliché prefabricado que en absoluto se corresponde con la realidad; por ejemplo, un personaje del actor. El resultado final es que se está utilizando la imagen de una persona para sostener ideas que esa persona jamás defendería. Luego, además, otros copian e imitan este meme (en su sentido original) perpetuando el error, como ocurre con esa ingente cantidad de citas falsas que circulan en internet y que sus presuntos autores jamás dijeron ni escribieron: lo del «ladran, luego cabalgamos» del Quijote, lo de Einstein sobre que la estupidez humana es infinita, lo de Bertolt Brecht de que primero vinieron a por los comunistas…

Y llego ya a lo que voy: quizá cuando alguien esgrime el nombre de la ciencia para negar la realidad de las personas trans, intersexuales y no binarias, para afirmar que según la biología solo hay dos clases de personas, hombres XY y mujeres XX, y que según la ciencia tener pene o vulva son condiciones necesarias y suficientes para ser niño o niña, respectivamente, quienes sí conocemos la ciencia y sabemos la enorme falacia que están propagando deberíamos simplemente don’t give a damn.

Pero si no podemos hacer esto es porque en este caso hay personas que resultan dañadas, excluidas, ridiculizadas y estigmatizadas por algo que, sencillamente, es mentira; por algo dicho por quienes esgrimen la ciencia por una vez en su vida ignorando por completo qué es o qué dice la ciencia, con una caricatura de la ciencia que no se corresponde en absoluto con la realidad, sino solo, si acaso, con un conocimiento científico de nivel EGB de hace cincuenta años.

La bandera arco iris. Imagen de Piqsels.

Ignoro por completo qué dice la nueva llamada ley trans en España; no la he leído ni pienso hacerlo, porque las leyes no son lo mío. No tengo el criterio jurídico o legal para opinar (y no soy el único, aunque quizá otros no lo admitan públicamente). Pero leí hace unos días un (otro más) comentario en Twitter de un periodista conservador opinando alegremente al respecto que el no binarismo, la transexualidad y el género son un invento ideológico de moda contrario a la ciencia. Y de esto sí sé: miren, ni puñeterísima idea.

No voy a extenderme hoy en explicar qué es realmente lo que dice la ciencia actual sobre esto. He hablado de ello aquí varias veces, la última hace unos meses. Quizá aún deba aquí una explicación más larga y detallada, pero si alguien está realmente interesado en conocer la ciencia real actual al respecto, Scientific American tiene un ebook de 2018 titulado The New Science of Sex and Gender, una completa colección de ensayos de algunos de los principales especialistas en los enfoques médico, biológico y psicológico sobre los muy complejos mosaicos genotípicos, epigenéticos y fenotípicos del sexo, la orientación sexual y la identidad de género.

Pero en estos días estamos celebrando la diversidad, la aspiración (todavía no la realidad, como demuestran comentarios como el citado) de que las personas pertenecientes a esas minorías puedan disfrutar de ser lo que son y expresarlo libremente sin negárselo a sí mismas, sin pensar que son un error o que están enfermas o que deberían forzarse a no ser ellas mismas, sin que nadie las rechace o se mofe de ellas; y sobre todo, sin pensar que tienen a la ciencia en contra, porque es justo lo contrario. En resumen, la aspiración de que puedan vivir su vida exactamente igual que quienes pertenecemos a la mayoría.

Y para traer aquí algo nuevo, me ha venido al pelo un nuevo estudio dirigido por las universidades de Cambridge y Exeter y publicado en Genetics in Medicine. Los autores han buceado en el UK Biobank, una base de datos genómica y de salud de la población británica que está resultando un filón científico para infinidad de estudios, y han reunido los datos de genomas de más de 207.000 hombres británicos de ascendencia europea, con el fin de estudiar la presencia de cromosomas sexuales extra, X o Y.

Estas condiciones son conocidas desde que se conocen los cromosomas humanos (o incluso antes). Tanto las personas con 47, XXY como las 47, XYY, es decir, que tienen un cromosoma Y y un cromosoma sexual de más, tienen genitales masculinos y son asignadas a este sexo al nacer. Las primeras, 47, XXY, suelen detectarse con cierta frecuencia, sobre todo en la pubertad, porque padecen una serie de síntomas que se conocen como síndrome de Klinefelter y que incluyen rasgos como poco vello, crecimiento de los pechos, testículos poco desarrollados, problemas de fertilidad y otros de coordinación motora y a veces de aprendizaje. Pero la visibilidad de los síntomas varía, y en muchos casos son tan sutiles que no llega a detectarse. En el caso de las personas 47, XYY, los síntomas pueden ser mucho menos aparentes y no se ve afectada su fertilidad, aunque pueden presentar ciertos problemas motores y de aprendizaje.

Lo que han descubierto los investigadores es que la presencia de un cromosoma sexual extra en los hombres es mucho más frecuente de lo que se creía: un 0,17%, o 1 de cada 580, si bien sospechan que probablemente el porcentaje real sea algo mayor, de un 0,2% o 1 de cada 500, ya que los voluntarios del UK Biobank tienen unos parámetros de salud superiores a los de la población general y menor incidencia de condiciones genéticas.

Lo más curioso es que la mayoría no tenían la menor idea de su cromosoma sexual extra: un 23% de los XXY lo sabían, pero solo un 0,7% de los XYY estaban enterados de ello.

Relacionando estos datos con los de salud, los investigadores han detectado que las personas de estos grupos podrían tener un riesgo algo más elevado de sufrir ciertas dolencias, como diabetes de tipo 2, aterosclerosis, trombosis, embolia pulmonar o enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Por lo tanto, la detección de la presencia de estos cromosomas extra puede servir para poner sobre aviso con respecto al riesgo de desarrollar enfermedades vasculares, metabólicas o respiratorias.

En fin, esto es solo una pequeña muestra más de lo diversos que somos los humanos, frente a quienes piensan que solo existen hombres XY y mujeres XX, y que todo lo demás es ideología. Y es inevitable pensar que, dada la frecuencia descubierta por los autores, es probable que alguno de quienes piensan así tenga un cromosoma sexual de más sin saberlo. Lo cual sería una fina ironía del azar genético.

La ciencia: no es la enfermedad mental, son las armas

El director de la revista Science, una de las dos publicaciones científicas más importantes del mundo y que representa a la American Association for the Advancement of Science (AAAS), la mayor sociedad científica general del planeta, ha publicado un editorial contundente como respuesta a la masacre perpetrada en la escuela primaria de Uvalde, en Texas.

«Sabemos cuál es el problema», titula su artículo Holden Thorp; a la tragedia que todos conocemos se han sumado en los últimos diez días otros dos episodios que aquí han pasado casi inadvertidos, uno en una iglesia taiwanesa de California y otro en un comercio de un barrio negro de Nueva York. Y el problema al que se refiere Thorp no es otro que la libre tenencia de armas en EEUU.

Esto podrá parecer obvio a algunos, ya que los enfoques en nuestro país han estado, en general, equilibradamente centrados en este aspecto. En general, pero no en su totalidad. También aquí hay quienes han comprado el discurso de los sectores más recalcitrantemente conservadores y favorables a las armas en EEUU, que pretende desviar la atención hacia otro problema, el de la salud mental. Y basándose en este discurso, algunos grupos han defendido facilitar el acceso a las armas en España.

Rifles de asalto en una armería en EEUU. Imagen de Michael McConville / Wikipedia.

«Aunque los opositores a un control sensato de las armas —como prevalece en la mayor parte del mundo civilizado— continúan poniendo el foco en las motivaciones de los tiradores o en estados mentales inestable, estas son distracciones cínicas de la única verdad obvia: el hilo conductor en todos los repugnantes tiroteos de masas del país es el acceso absurdamente fácil a las armas», escribe Thorp. El director de Science no duda de que la salud mental sea un elemento involucrado en algunos de estos ataques, pero subraya que centrarse en un factor secundario cuando existe un problema principal es desviar la atención:

«Las tasas de enfermedad mental en EEUU son similares a las de otros países donde los tiroteos de masas raramente ocurren. Es en el acceso a las armas donde está el problema. Alan Leshner, un experto en investigación y políticas sobre salud mental (también antiguo CEO de la AAAS, editora de Science) escribió sobre la falacia de culpar a la enfermedad mental de la violencia armada, a raíz de otro trágico tiroteo en 2019. Entre los argumentos de Leshner se encuentra el dato de que menos de un tercio de las personas que cometen tiroteos de masas tienen una enfermedad mental diagnosticable».

Thorp cita también un análisis de 2017 según el cual las restricciones han demostrado su utilidad: el aumento de las condenas, la prohibición de poseer armas a las personas con antecedentes de violencia doméstica y evitar que se porten armas escondidas han conseguido reducir la violencia armada. «La ciencia es clara: las restricciones funcionan, y es probable que el aumento de las limitaciones salvara miles de vidas», afirma.

Con respecto a la segunda enmienda a la Constitución de EEUU, que consagró el derecho a poseer armas, Thorp alega que «muchas cosas han cambiado desde 1789», y que desde entonces las leyes se han adaptado para suprimir preceptos inaceptables, como la esclavitud, la prohibición del sufragio femenino u otras agresiones a los derechos civiles.

Por último, Thorp no evita mencionar a los principales responsables de la continuidad de esta política anacrónica, y lo hace con duras palabras: estas «matanzas sin sentido», dice, son «cortesía de la Asociación Nacional del Rifle y sus bien financiados lacayos políticos». «La Asociación Nacional del Rifle y sus secuaces deben ser derrotados. Depende de nosotros, porque las víctimas de la violencia armada, trágicamente, no están aquí para protestar por ellas mismas».

Cuando Thorp dice «nosotros», no se refiere a la sociedad en general. La sociedad en general no lee Science. Quienes leen Science son los científicos y otros círculos relacionados con la ciencia, y es a ellos a quienes va dirigido este mensaje. «Los científicos no deben sentarse en la banda y mirar cómo otros pelean por esto», escribe, invitando a los profesionales de la ciencia no solo a movilizarse activamente, sino también a combatir con el arma que mejor dominan, la propia ciencia: investigar para seguir mostrando al mundo y a los legisladores lo que ya muchos estudios previos han revelado, que no es una cuestión de enfermedad mental, sino de armas: «La ciencia puede mostrar que las restricciones a las armas hacen más seguras a las sociedades. La ciencia puede mostrar que la enfermedad mental no es un factor determinante en los tiroteos de masas».

Quizá el editorial de Thorp pueda resultar a algunos muy similar a lo que ha escrito cualquier opinador o comentarista. Pero hay una diferencia esencial, y es que Thorp no es cualquier opinador o comentarista. Y no es cuestión de que sea más inteligente, lúcido o sabio que otros. Precisamente he dedicado aquí algunos artículos (por ejemplo) a contar que la ciencia, a diferencia de casi todo lo demás y a diferencia de lo que creen quienes ignoran qué es la ciencia, no se basa en la voz del experto; no se basa en lo que dice un líder, un gurú o un papa. Lo que diga un individuo concreto no tiene demasiada importancia; lo que importa es la conclusión a la que llega la comunidad científica a través de la acumulación de evidencias nacidas de estudios independientes.

Por lo tanto, lo relevante del caso no es que esto lo diga alguien llamado Holden Thorp, sino que lo dice el director de Science; un cargo que conlleva el privilegio y el deber de saber cuál es el mensaje que transmite el conocimiento actual de la comunidad científica sobre el asunto que se trata en un editorial de la revista. Es la ciencia la que concluye que no es la enfermedad mental, sino las armas. Thorp es solo el portavoz de este conocimiento.

Tal vez haya a quien le llame la atención que los científicos se manifiesten públicamente sobre asuntos con implicaciones políticas. Es fácil comprobar que muchas personas aún tienen en la cabeza esa imagen equivocada del tópico del sabio distraído, una persona enfrascada en sus experimentos y ajena al mundo de los mortales. Esto, si existió alguna vez, hace ya mucho tiempo que dejó de existir. Como también he contado aquí con mayor detalle, la ciencia está inevitablemente ligada a la política, y en tiempos de cambio climático, pandemias y populismos negacionistas de la ciencia, incluso muchas de las principales revistas científicas y médicas han urgido a sus lectores a involucrarse para impedir que las políticas ignoren o contravengan el conocimiento científico (≡ lo que realmente sabemos de cómo funciona la realidad). Con las masacres a tiros, como con tantas otras cosas, hay quienes pretenden imponer ideologías perfectamente opinables. Y contra ideología, ciencia.

Médicos antivacunas, más influidos por la ideología que por la ciencia

En 2004 el médico Richard Smith, entonces director del BMJ (antiguo British Medical Journal, una de las revistas médicas más importantes del mundo), publicó un artículo titulado «Los doctores no son científicos». Entre otras cosas, decía:

Algunos doctores son científicos —del mismo modo que algunos políticos son científicos—, pero la mayoría no lo son. Como estudiantes de medicina se les llenó de información sobre bioquímica, anatomía, fisiología y otras ciencias, pero la información no hace a un científico —de otro modo, podrías convertirte en científico viendo el Discovery Channel. Un científico es alguien que constantemente cuestiona, genera hipótesis falsables y recoge datos mediante experimentos bien diseñados —el tipo de gente que se cepilla los dientes solo en un lado de la boca para ver si cepillarse los dientes tiene algún beneficio. La mayoría de los doctores siguen patrones y reglas familiares, a menudo improvisando en torno a esas reglas. En sus métodos de trabajo se parecen más a los músicos de jazz que a los científicos.

Cuestionar si los doctores son científicos puede parecer ofensivo, pero la mayoría de los doctores saben que no son científicos. Una vez pregunté a una audiencia de quizá 150 docentes de medicina cuántos se veían como científicos. Unos cinco levantaron la mano.

La consecuencia inevitable es que la mayoría de los lectores de las revistas médicas no leen los artículos originales. Pueden mirar el abstract [resumen inicial], pero es raro el que lee un artículo de principio a fin, evaluándolo críticamente mientras lo hace. De hecho, la mayoría de los doctores son incapaces de evaluar críticamente un artículo. Nunca se les ha formado para hacer esto. En su lugar, deben aceptar el juicio del equipo editorial y de los revisores por pares, hasta que uno de esos raros escribe y apunta que un artículo es científicamente ridículo.

El artículo de Smith recibió respuestas, unas a favor de su visión, otras en contra. El alergólogo David Freed escribía: «Hay que tener agallas para que un editor médico desengañe a sus lectores de su más preciada suposición de que los doctores son científicos, pero es cierto que no lo son». Freed explicaba que los médicos tienen que ser convincentes en su apariencia de que siempre lo saben todo: «Resulta tan fácil para nosotros los doctores comenzar a creer que lo sabemos todo, y eso nos hace irracionalmente hostiles a nuevas ideas». En cambio, el científico vive en la incertidumbre. ¿A cuántos médicos oímos decir «no sé»? Sin embargo, esta es, o debería ser, la expresión de cabecera de todo científico.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Probablemente a muchos les sorprenderá todo esto, y habrá quienes no estén de acuerdo. En cambio para otros será algo ya sabido, especialmente en los laboratorios. Durante mi etapa de investigación predoctoral estuve un tiempo trabajando en la sección de Inmunología del Hospital de la Princesa, en Madrid. Incluso en un departamento de investigación de un hospital, los médicos eran minoría; la mayoría éramos biólogos, incluyendo al jefe de la sección, Paco Sánchez-Madrid, que luego fue miembro de mi tribunal de tesis. Al menos por entonces, en la carrera de medicina no se enseñaba ciencia, método científico, enfoque científico. No se enseñaba a investigar, ni se orientaba la carrera hacia esta posibilidad. Ojalá ahora sí, no lo sé. Lo cierto es que, incluso si más médicos quisieran dedicarse a hacer ciencia, tampoco las obligaciones de su trabajo lo facilitan, y ese es un potencial que todos estamos perdiendo. Porque, como escribían en 2019 en el New York Times tres médicos de la Fundación de Apoyo a los Médicos-Científicos de EEUU, «necesitamos más médicos que sean científicos».

Un amigo farmacéutico decía que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los abogados aprenden una tríada delito-ley-pena, los médicos aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento (este es el enfoque de exámenes como los de residencia). El autor de un estudio sobre la anti-ciencia que comenté aquí hace unos años explicaba que estas corrientes se basan precisamente en «pensar como abogados»: elegir solo aquellos argumentos seleccionados que apoyan su postura, como los estudios de casos frente a la más amplia evidencia de los ensayos clínicos aleatorizados.  Por ello y según Freed, «las disputas médicas se vuelven enconadas porque siempre en el fondo está el pensamiento de que el otro tipo está dañando a los pacientes». En cambio, un científico debe reunir toda la información relevante y sopesarla para llegar a una conclusión. Debe desafiar su propia creencia y aceptar lo que digan los datos, ya sea que avalen lo que él pensaba o lo contrario.

Si los médicos deberían o no ser científicos, es otro debate en el que cabría argumentar. Muchos profesionales dedican su trabajo a manejar desarrollos de la ciencia que no tienen por qué conocer en más detalle del que exige su tarea. Un excelente piloto de aviación no tiene por qué ser físico atmosférico ni ingeniero aeronáutico. Pero a ninguno se le ocurriría actuar en contra de las reglas que han establecido quienes sí son físicos atmosféricos o ingenieros aeronáuticos, y sí conocen profundamente toda la ciencia por la que se guían las reglas para elevar un avión y mantenerlo en el aire.

Del mismo modo, no existe ningún científico, médico o no, relevante en el campo, reputado y con credibilidad, que sostenga posturas negacionistas de las vacunas de COVID-19, porque los científicos han podido entender y analizar los datos de cientos de estudios publicados para llegar por sí mismos a la conclusión de que las vacunas son seguras y eficaces. Pero sí hay médicos antivacunas, como los hay que avalan pseudoterapias.

Los médicos antivacunas, siendo minoría, son una cuantiosa minoría: según un estudio en EEUU publicado ahora, dirigido por la Universidad de Texas A&M, un 10% de los médicos de atención primaria encuestados en aquel país no cree que las vacunas sean seguras, casi el mismo porcentaje no cree que sean efectivas, y algo más de un 8% no cree que sean importantes.

Además de revelar la extensión de esta corriente anticientífica, el estudio ha indagado en la tipología del perfil de estos médicos antivacunas, y ha encontrado que «algunos de los factores que influyen en la confianza en las vacunas en el público en general afectan de manera similar a la confianza en las vacunas entre los médicos», escriben los autores. Uno de estos factores principales, señalan, es la ideología política conservadora. Es bien sabido que en EEUU el movimiento antivacunas está alineado con la sintonía política del expresidente Donald Trump.

En aquel país ciertos médicos conocidos por sus apariciones en los medios han extendido desinformación y bulos sobre las vacunas. Algunas de las posturas antivacunas más beligerantes proceden incluso de organizaciones médicas, como la American Association of Physicians and Surgeons (AAPS), una asociación de ideología conservadora —del tipo de entidades gremiales y políticas que, también aquí, a menudo los medios no especializados etiquetan erróneamente como «sociedades científicas»— conocida por su desinformación médica, como el negacionismo del VIH-sida o la difusión de bulos como la relación entre el aborto y el cáncer de mama o entre el autismo y las vacunas. En cuanto a España, también aquí los datos indican que entre las corrientes antivacunas predominan las ideologías de derechas.

«Una proporción preocupante de médicos de atención primaria carece de altos niveles de confianza en las vacunas», concluye el estudio. Los autores comentan que tanto los medios de comunicación como los políticos están confiando en los médicos como la fuente primordial para impulsar la vacunación; y que, sin embargo, «estas observaciones sugieren que no siempre será posible confiar en los médicos para alentar a la vacunación de COVID-19, mucho menos para otras enfermedades evitables mediante vacunas», añadiendo que esto es especialmente acusado en las zonas rurales de lo que llamamos la América profunda, donde más coinciden la renuencia a las vacunas y la ideología conservadora.

En resumen, el estudio constata que la postura de los médicos antivacunas (al menos en EEUU) no nace de criterios científicos, sino ideológicos, y que se defiende no solo a pesar, sino en contra de la ciencia. Si ya se sabía que este es el retrato de los movimientos antivacunas en general, es mucho más grave en el caso de los médicos, ya que se les toma erróneamente como referentes de la ciencia por el mero hecho de ser médicos.

¿Cuántos médicos antivacunas existen en España? Que yo sepa, no tenemos datos. Pero sabemos que existen, los hemos oído. Incluso los hemos visto repartiendo panfletos a la entrada de los colegios, instando a los padres a no vacunar a sus hijos. Su voz es poderosa, porque no importa que sea minoritaria; la presunción de que todo médico es un científico, junto con esa falsa seguridad que transmiten, tienen una inmensa influencia sobre los pacientes. No sabemos cuánta enfermedad y muerte podrían haberse evitado si los pilotos de la salud se hubieran limitado a seguir lo que dice la ciencia que aplican. Porque, a diferencia de los aviones, en este caso es mucho más difícil evaluar las consecuencias trágicas de una decisión errónea; con la COVID-19, acaba muriendo gente que ni siquiera iba en ese avión.

La ciencia actual es sostenible y social, y así debería enseñarse en los colegios

Se ha convertido en un meme que ciertos grupos ideológicos ya no solo rechacen, sino que incluso se burlen de todo discurso o iniciativa en torno a la sostenibilidad ecológica y social. Utilizo aquí «meme» en su sentido original, pre-internet; antes de ser una imagen con un texto pretendidamente gracioso, un meme —acuñado en analogía con «gene» por el biólogo Richard Dawkins en 1976— era un comportamiento adoptado por imitación entre personas que comparten una misma cultura.

En este caso, la cultura es una ideología reaccionaria y conservadora que niega y desconoce el impacto de la actividad humana sobre el clima terrestre y el medio ambiente en general. No lo sé, pero quizá el choteo sea algún tipo de mecanismo de defensa para compensar la inferioridad que supone no saber con la sensación de superioridad que proporciona burlarse de ello. Se diría que ocurre algo similar con los antivacunas cuando se mofan de las personas vacunadas que, como ellos, ignoran la ciencia de las vacunas pero la reconocen y la acatan; los antivacunas, que se niegan a acatarla, tratan de ocultar su ignorancia empleando ese recurso al escarnio y el sarcasmo para sentir que pertenecen a un nivel superior.

Sucede que estas posturas son negacionistas de la ciencia, y por lo tanto destructivas del conocimiento y del beneficio que este brinda a la sociedad. Y como no puede ser de otra manera, la ciencia responde contra ellas, lo que implica un posicionamiento político. Lo cual a su vez retroalimenta la actitud anticientífica de esos sectores opuestos, y así la bola de nieve va creciendo.

Un laboratorio escolar en México. Imagen de Presidencia de la República Mexicana / Wikipedia.

La relación entre ciencia y política siempre ha sido complicada y opinable. Históricamente, algunos científicos prominentes han expresado y practicado una filiación política. Otros, probablemente muchos más, se han mantenido al margen. Curiosamente, algunas de las instituciones y publicaciones científicas más antiguas y prestigiosas tuvieron originalmente una orientación más bien conservadora, en tiempos en que la ciencia era una ocupación más propia de las clases acomodadas. Dentro de la comunidad científica hay quienes siempre han defendido la necesidad de una implicación política, y quienes han sostenido lo contrario. Pero en tiempos recientes y debido a varios factores que han intensificado la interdependencia entre los estudios científicos y la práctica política, cada vez es más difícil —y también más objetable— que la ciencia se mantenga al margen de la política.

Un claro detonante de esta inflexión fue el ascenso de Donald Trump al poder. La amenaza de que tomara el mando de la primera potencia científica mundial una persona claramente hostil y contraria a la ciencia provocó un posicionamiento explícito entre investigadores, instituciones y revistas científicas que nunca antes se habían manifestado de forma tan expresa. El posicionamiento no era a favor de un candidato concreto, sino en contra de un candidato concreto. Esta línea continuó después cuando, como estaba previsto, el ya presidente Trump emprendió el desmantelamiento de la ciencia del clima en los organismos federales, además de debilitar de forma general la voz de la ciencia en el panorama político.

El posicionamiento de la ciencia se ha intensificado con acontecimientos recientes, como el Brexit o la pandemia, cuando el mismo Trump, el brasileño Jair Bolsonaro y otros líderes políticos promovieron desinformaciones contrarias a la ciencia y enormemente perjudiciales en la lucha contra la crisis sanitaria global. La revista Nature nunca se ha mantenido ajena a la política, pero en octubre de 2020 publicaba un editorial titulado «Por qué Nature debe cubrir la política ahora más que nunca», en el que, después de explicar la larga y profunda simbiosis entre política y ciencia, decía: «La pandemia del coronavirus, que se ha llevado hasta ahora un millón de vidas [dato de entonces], ha impulsado la relación entre ciencia y política a la arena pública como nunca antes».

En abril de 2021 la misma revista publicaba otro editorial urgiendo a los científicos a implicarse en política en pro de la salud y el bienestar de la población: «[Los científicos] deben usar esa posición para abogar por políticas que mejoren los determinantes sociales de la salud, como los salarios, la protección del empleo y las oportunidades de educación de alta calidad. De este modo, los científicos deben meterse en política. Eso requerirá, entre otras cosas, que los científicos consideren cómo pueden alcanzar mejor un impacto político y una involucración en las políticas».

En EEUU, Science ha seguido un camino similar. Durante la pandemia han abundado los reportajes y los editoriales firmados por su director, H. Holden Thorp, en contra de las políticas de Trump y de su candidatura a la reelección. Incluso revistas médicas que en sus orígenes nacieron con un espíritu más bien conservador y marcadamente de clase —El British Medical Journal, hoy BMJ, detallaba entre sus misiones mantener «a los facultativos como una clase en ese escalafón de la sociedad al que, por sus consecuciones intelectuales, su carácter moral general y la importancia de los deberes asignados a ellos, tienen el justo derecho a pertenecer»— hoy se pronuncian políticamente sin ambages: «Donald Trump fue un determinante político de la salud que dañó las instituciones científicas», escribía en febrero de 2021 Kamran Abbasi, director del BMJ. The Lancet y su director, Richard Horton, se han manifestado repetidamente en la misma línea.

El último caso ha sido la elección a la presidencia en Francia. «La victoria de Le Pen en las elecciones sería desastrosa para la investigación, para Francia y para Europa», publicaba Nature antes de los comicios. «Marine Le Pen es un ‘peligro terrible’, dicen líderes de la investigación francesa — La comunidad científica llama a los votantes a no apoyar a la candidata del Frente Nacional», contaba Science. Una vez más, los posicionamientos no eran a favor de Macron, sino en contra de Le Pen.

Debe quedar claro que la ciencia no es una patronal ni un sindicato. Por supuesto que la comunidad investigadora defiende sus propios derechos y condiciones, como cualquier otro colectivo. Pero en estos posicionamientos políticos hay mucho más que eso, una toma de conciencia sobre el compromiso de que la investigación científica debe servir a la mejora de la sociedad. Y si en los colegios debe enseñarse la ciencia como es hoy, es necesario actualizar los currículos educativos con perspectivas ecosostenibles, sociales e igualitarias. La ciencia actual no son solo datos, conocimientos y fórmulas. Ya no. No en este mundo.

En un ejemplo muy oportuno, aunque casual y sin ninguna conexión con la actual reforma educativa en España, Nature publica esta semana un editorial titulado «La enseñanza de la química debe cambiar para ayudar al planeta: así es como debe hacerlo — La materia tiene una historia en la industria pesada y los combustibles fósiles, pero los profesores deberían enfocarla hacia la sostenibilidad y la ciencia del clima».

El artículo expone cómo la química ha ayudado al progreso de la sociedad por infinidad de vías, pero al mismo tiempo también ha propulsado la crisis medioambiental en la que estamos inmersos. «Y eso significa que los químicos deben reformar sus métodos de trabajo como una parte de los esfuerzos para solventarla, incluyendo un replanteamiento de cómo se educa a las actuales y futuras generaciones de químicos».

Nature apunta que esta transformación está teniendo lugar en la química profesional: de ser antiguamente una carrera muy orientada hacia los procesos industriales, los plásticos y los combustibles fósiles, hoy está en pleno auge la corriente de la «química verde», nacida en los años 90 y que aprovecha los recursos metodológicos e intelectuales —incluyendo los sistemas de Inteligencia Artificial— para desarrollar compuestos beneficiosos mitigando los efectos nocivos para el medio ambiente y la sociedad a lo largo de todo su ciclo de vida, desde la fabricación a la eliminación.

«Pero para que la investigación progrese más deprisa, se necesita también un reseteado en las aulas, desde la escuela a la universidad», dice el editorial. Muchos cursos universitarios, añade, ya incorporan «la química del cambio climático y los impactos en la salud, el medio ambiente y la sociedad». Pero, prosigue, «en muchos países la sostenibilidad no se trata todavía como un concepto clave o subyacente en los cursos de graduación y de enseñanza secundaria. Es preocupante que en muchas naciones los currículos de química en los colegios sigan siendo similares a los que se enseñaban hace varias décadas».

Nature comenta cómo algunos de esos cambios ya están teniendo lugar. El Imperial College London ha suspendido dos másteres en ingeniería y geociencias del petróleo que llevaban mucho tiempo impartiéndose allí. En EEUU, la American Chemical Society ha activado un programa sobre enseñanza de química sostenible, y en Reino Unido la Royal Society of Chemistry ha recomendado cambios en los currículos escolares para adaptarlos a la educación de una próxima generación de químicos «para un mundo dominado por el cambio climático y la sostenibilidad».

Esto es lo que hay. Así es la ciencia hoy. Para no dispersarnos, no entramos en la perspectiva igualitaria de género y LGBT, que también está muy presente en la ciencia de ahora. Pero cuando esos grupos ideológicos de los que hablábamos al comienzo se mofan de todo ello, tratando de despojar a la enseñanza de la ciencia de los compromisos que la propia ciencia ha decidido adquirir, lo único que demuestran es su completa y brutal ignorancia sobre el pulso, el sentido y el significado de la ciencia actual. Y quien no conoce la ciencia actual no debería de ningún modo tener el menor poder de decisión sobre cómo debe enseñarse actualmente la ciencia.