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‘El club de la medianoche’, la ciencia y la fe

A veces ocurre que a algún conocido le sorprende la afición de un servidor al cine y la literatura de terror, incluyendo el terror sobrenatural. Se asume, al parecer, que el efecto de estas películas radica en que el espectador crea que lo narrado es o podría ser real. Pero ¿dónde deja esto a gran parte de la ficción? ¿No podemos disfrutar de El señor de los anillos o de Star Wars sabiendo que los mundos de Tolkien o de George Lucas son completamente ficticios, inventados, irreales? El terror es fantasía, aunque sea en clave siniestra; para el terror no fantástico tenemos otra palabra, thriller. Y la fantasía es evasión. Justo lo que en muchas ocasiones buscamos cuando abrimos un libro o nos sentamos frente a una pantalla.

De hecho, es curioso que en el mundo de la ciencia exista bastante de eso que se llama frikismo, tal vez para compensar que el mundo real no es fantástico. Para los aficionados a la fantasía no hay la menor necesidad de un parangón con la realidad en el éxito de una película de terror; simplemente gusta o no. Por mi parte, algo de la clave de esto reside también en que exista en esa sobrenaturalidad una lógica interna coherente, unas reglas que guíen la trama y a las que la historia se ciña. Es decir, que no se tire del recurso facilón de romper dichas reglas al final para crear un plot twist o un final inesperado que sorprenda al espectador o al lector. Porque esto también tiene una denominación en lengua extranjera, aunque en este caso no en inglés, sino en latín: Deus ex machina.

Pero, obviamente, el interés aumenta cuando además hay una discusión subyacente entre realidad y fantasía, entre naturalidad y sobrenaturalidad, entre ciencia y fe, ya que esto añade una capa de pintura más a la trama que no se queda solo en el entretenimiento. Existen buenos ejemplos de películas, evito spoilers, en los que una historia aparentemente sobrenatural acaba revelándose como un montaje perfectamente natural. Esto ocurre siempre a este lado de la pantalla o de las páginas; pero, al otro lado, no necesariamente atraer la fantasía a la realidad la hace más valiosa, ni necesariamente mejora el resultado de la película o del libro. Aunque, esto sí, da ocasión a comentar esa confrontación, e incluso a ilustrar algo de ciencia.

Hoy traigo aquí un brillante ejemplo de esto, El club de la medianoche, serie recientemente estrenada en Netflix. Como muchos, llegué a ella por el nombre de quien está detrás, Mike Flanagan, un especialista en el género que últimamente está destacando por su talento.

En La maldición de Hill House Flanagan triunfó en un terreno pantanoso, el subgénero de las casas encantadas, tan pisoteado ya que hoy es difícil arrancar al espectador otra cosa que no sean bostezos. Con La maldición de Bly Manor supo dar otra vuelta de tuerca a Otra vuelta de tuerca de Henry James, un libro tan archiversionado que cada nueva y enésima adaptación suele estar casi condenada al naufragio, como ocurrió con una película también reciente. Siguió con Misa de medianoche, sin duda mi favorita absoluta, la más personal del autor, la primera no basada en libros de otros; su propio proyecto largamente anhelado que, irónicamente, fue rechazado antes del éxito de Hill House. Y que me pareció tan inteligentemente original que hasta bien entrada la serie uno aún no está seguro de qué quiere contarnos.

Imagen promocional de ‘El club de la medianoche’. Imagen de Netflix.

Como simple espectador no tengo el criterio experto para analizar las claves que hacen de las obras de Flanagan piezas tan hipnóticas y envolventes. Pero particularmente me atrapan la construcción de los personajes y las magníficas interpretaciones de un reparto que suele repetir parcialmente en todas sus series, y que incluye descubrimientos brutales como Samantha Sloyan. Y añadamos a esto el atrevimiento de rehuir ese cliché actual de escenas rápidas y diálogos cortitos para que el espectador no se aburra y cambie a otra cosa.

Pero vayamos a El club de la medianoche, basada en varios libros del escritor de terror juvenil Christopher Pike. Debería empezar por una breve sinopsis, si bien realmente sobraría: quien ya la haya visto no la necesita. Y, quien no, debería abstenerse de leer esto; porque, aviso, inevitablemente en lo que sigue hay spoilers, aunque no revelaré el inquietante final.

Resulta que hay un gran caserón llamado Brightcliffe cuya propietaria, una médica, lo dedica a residencia para adolescentes con cáncer terminal, desahuciados. Allí no se les curará de su enfermedad; solo reciben cuidados paliativos. Simplemente se les ofrece un lugar donde pasar sus últimos meses en tranquilidad y compañía, arropados por otros jóvenes en su misma situación.

Así contado, podría parecer un argumento centrado en la exploración de la autoayuda y el pensamiento positivo. Nada de esto.

La nueva incorporación a Brightcliffe es una chica de 18 años recién cumplidos, Ilonka, que ha visto truncados sus planes de ingresar en la universidad por el cáncer que la matará sin remedio. Pero Ilonka oculta un secreto: ha querido ingresar en aquel centro porque leyó acerca de la curación inesperada de una joven hace años, sin razón médica aparente, por causas oscuras posiblemente relacionadas con las prácticas de una secta que ocupó la casa tiempo atrás. Alberga la esperanza de desentrañar el misterio de lo que sucedió y poder acceder a ese milagro curativo.

En Brightcliffe Ilonka es recibida con actitudes dispares por los otros siete adolescentes. Pronto descubre que también ocultan un secreto: por las noches burlan el toque de queda de la residencia para reunirse en la biblioteca y contar historias de miedo, en las que los chicos vierten experiencias reales de sus vidas y, sobre todo, sus temores y anhelos más hondos. Pero los integrantes del club de la medianoche guardan además un juramento: cuando uno de ellos muera, desde el más allá enviará una señal inequívoca a los demás para confirmarles que existe vida después de la muerte.

Detengo la sinopsis aquí, añadiendo solo que en Brightcliffe, cómo no, acontecen fenómenos extraños y apariciones fantasmales, que se van sucediendo y enrevesando a medida que Ilonka avanza en su investigación y se van desarrollando y desenrollando las relaciones entre los personajes.

Pero ocurre algo: ya avanzada la serie uno se percata de que, en realidad y pese a todo, en el fondo no hay nada paranormal en lo que está sucediendo. Las historias que cuentan los chicos están pobladas de maldiciones, fantasmas y apariciones, pero es solo su imaginación, la ficción dentro de la ficción. Las visiones que tienen en la casa se atribuyen a la fuerte medicación que reciben, algo que se repite una y otra vez; peculiarmente, son propias de cada cada uno, como si tuvieran sus fantasmas particulares, su propia manera personal de alucinar en la que integran sus miedos y ansiedades. En una ocasión uno de ellos escucha una llamada espectral por un interfono. Luego se revela que fue obra de otra de las chicas, cristiana devota, porque el destinatario de la llamada estaba perdiendo la fe.

A lo largo de la serie hay una confrontación entre realidad y creencias en la que Ilonka se debate, a medida que descubre detalles sobre la antigua secta. Quiere creer en todas las milongas que una misteriosa vecina de la propiedad, que tiene una pequeña explotación de productos naturales —interpretada por esa gran Sloyan—, le cuenta sobre la energía de la casa, el flujo de sus líneas y todo ese lenguaje tan típicamente New Age. Pero descubre que bajo ello solo se ocultan el fanatismo y la maldad. «Esas ideas son un cáncer», le advierte la doctora. Cuando se revela que uno de los residentes pronto se marchará a casa, Ilonka cree que es ella, y que el ritual que ha copiado del culto de la secta ha obrado su milagrosa curación. Pero no es ella, y no hay tal curación, sino un error en el diagnóstico de otra de las chicas.

Finalmente Ilonka debe aceptar la realidad: no hay milagros. Ni las hierbas ni los rituales sirven de nada. En la realidad no existe la magia.

Lo curioso, lo que distingue a El club de la medianoche de otros ejemplos de confrontación entre la realidad de lo natural y la ilusión de lo sobrenatural, es que en muchos de estos casos suele haber un engaño, un montaje. Lo cual permite cargar la responsabilidad en sus autores y exonerar a sus víctimas. Los magos, especialistas en confundirnos con ilusiones, han sido grandes desbancadores de patrañas: Houdini dedicó una etapa de su vida a destapar los fraudes de los médiums de su tiempo, y James Randi fue otro gran azote de los embaucadores, llegando a ofrecer un premio de un millón de dólares a quien presentase una prueba sólida de la existencia de lo sobrenatural; premio que quedó desierto.

En cambio, El club de la medianoche es un buen experimento cinematográfico-televisivo de autoengaño. Porque, tarde o temprano, el espectador acaba descubriendo que, como Ilonka, también uno mismo se ha engañado. No hay ningún motivo para interpretar explicaciones sobrenaturales en lo que está ocurriendo, salvo uno: que es una serie de terror, y es lo que esperamos en una serie de terror.

Lo cual es una buena lección para aprender a separar la realidad de la ficción.

Durante la serie muere una de los ocho, Anya. Era aficionada al ballet, hasta que su cáncer de huesos obligó a la amputación de una de sus piernas. Ella tenía una figurita de porcelana de una bailarina, que en un arrebato de furia lanzó un día contra la pared. La figurita perdió la misma pierna que ella. Después de su muerte acude a Brightcliffe su mejor amigo para recoger sus pertenencias. Y surge entonces la sorpresa de que la figurita está intacta. Ilonka lo cuenta a los demás, y todos lo interpretan como la señal que Anya ha enviado desde el más allá.

En el mundo real existe un viejo principio filosófico llamado la navaja de Occam. Tiene muchos aspectos muy criticables y no debe considerarse como un dogma, pero en este caso nos sirve. Según la navaja de Occam, entre dos explicaciones a algo hay que elegir siempre la más simple. ¿Qué es más simple en el caso de la figurita de Anya? ¿Que, desde el más allá, el espíritu de una chica muerta hubiera enviado un influjo mágico para materializar de la nada una pierna de porcelana en una figurita? ¿O que alguien hubiese arreglado la figura o comprado otra nueva?

La clave está en el contexto. En el contexto de una película de terror fantástico, podemos tender a quedarnos con la primera explicación. Pero muchas personas aplican a la realidad el contexto de la ficción. De aquí nacen las creencias en lo sobrenatural. ¿Rituales mágicos? ¿Energías esotéricas? ¿Curaciones milagrosas? ¿Señales desde el más allá? Flanagan ha conseguido aquí mucho más que entretener, asustar o emocionar. Nos ha hecho una inocentada, como una cámara oculta en la que hemos caído.

En un momento de la serie los chicos se preguntan por qué nadie envía nunca un mensaje claro e inequívoco desde el más allá, sino solo señales confusas y ambiguas. Uno de ellos trata de explicarlo diciendo que tal vez cuando pasamos al otro mundo sufrimos una especie de borrado de memoria, olvidando quiénes éramos, a quiénes queríamos y qué nos motivaba. Pero ¿qué diría Occam de esto?

Todo ello, con una gran salvedad. Quien haya tenido la curiosidad de bucear en el libro original que ha inspirado la serie habrá comprobado que, muy probablemente y si tenemos la suerte de que Netflix dé luz verde a una segunda temporada, lo sobrenatural hará su aparición estelar. De hecho, en ese final que no revelo ya se insinúan detalles que apuntan a ello.

Lo más chocante es que el propio Flanagan, criado como niño católico muy inmerso en la comunidad religiosa, fue creyente, pero ya no lo es. Ahora es, como muchos, una persona con más dudas que certezas y con más preguntas que respuestas, según venía a contar en un artículo de reflexión personal. «Encontré más resonancia espiritual leyendo El pálido punto azul de Carl Sagan que en dos décadas de estudio de la Biblia», escribía. «Ese sentimiento de que estamos solos en el cosmos, en guerra con el deseo de que no lo estemos». Y también escribía esto otro, a propósito de la evolución de su pensamiento cuando comenzó a cuestionar las enseñanzas que había recibido y a indagar en otras religiones:

Mis sentimientos sobre la religión eran muy complicados. Estaba fascinado, pero furioso. Mirando varias religiones, me conmovía y asombraba su propensión al perdón y la fe, pero me horrorizaban su exclusionismo, su tribalismo y su tendencia al fanatismo y el fundamentalismo. Encontré un montón de ideas hermosas e inspiradoras en varias religiones, pero también encontré que su corrupción era grotesca e imperdonable. No iba a seguir apoyando más ese tipo de instituciones. Solo me interesaban el humanismo, el racionalismo, la ciencia… y la empatía.

Misa de medianoche tiene mucho de esto, al ser su proyecto más personal. Y también hay algo de ello en El club de la medianoche, en su interpretación del trabajo original de Pike. Será interesante ver cómo Flanagan continúa tirando de estos hilos, si Netflix tiene a bien concedernos una segunda temporada.

Mientras tanto, nos morderemos las uñas esperando el estreno del último proyecto de Flanagan sobre uno de los relatos más icónicos de Poe, La caída de la casa Usher, para el cual ha reunido casi al pleno su reparto de cabecera con alguna adición interesante: nada menos que Mark Hamill, más conocido como Luke Skywalker.

Y por cierto, aprovechando esto como parte de mi celebración anual de Halloween (para aclaración a los odiadores, una fiesta empaquetada como producto comercial por los Estados Unidos de América, pero de origen europeo y quizá incluso preferentemente gallego, como ya conté aquí), mañana rescataremos lo mencionado en el primer párrafo para hacernos una pregunta: ¿por qué demonios, nunca mejor dicho, disfrutamos con lo macabro?

¿Influyen las series de televisión en las creencias conspiranoicas?

Decíamos ayer que, según los estudios de los psicólogos, los niños aprenden a diferenciar la realidad de la ficción entre los tres y los cinco años. Lo cual no quiere decir que abandonen la fantasía; por ejemplo, el suelo es lava, pero ellos saben que realmente no lo es. El psicólogo de Harvard Paul Harris contaba cómo, desde la tierna edad de dos años, los niños que celebran una fiesta de té con peluches dicen que uno de ellos se ha mojado cuando se le vuelca una taza sobre la cabeza, a pesar de que ellos lo notan seco cuando lo tocan; en realidad, saben que ese «mojado» es diferente del «mojado» cuando se hunde el peluche en la bañera.

Este aprendizaje es el que les lleva a comprender que los superhéroes no son reales, o que el Mickey Mouse del parque Disney no es realmente el único e insustituible Mickey Mouse en persona, ya que este último es solo un dibujo animado. Es curioso cómo para nosotros, los adultos, comprender este desarrollo de la mente infantil es complicado a pesar de que todos hemos pasado por ello.

Un ejemplo interesante es el de la magia navideña. La psicóloga Thalia Goldstein identificaba cinco fases en el desarrollo mental del niño, desde la creencia a pies juntillas en Santa Claus, pasando por la idea de que el Santa Claus del centro comercial no es el verdadero sino una especie de emisario mágico, a la de que es solo un representante autorizado, para comprender después que es un simple imitador del auténtico, hasta finalmente descubrir todo el pastel completo.

Pero de hecho, los propios psicólogos advierten de que todo esto no es tan nítido ni tan programado como podría parecer; por ejemplo, se ha propuesto que la incapacidad de diferenciar la realidad de la fantasía es una causa primaria de los miedos nocturnos de los niños, y esto puede persistir cuando ya saben conscientemente, al menos en apariencia, que los superhéroes o los monstruos no existen en carne y hueso.

Y aún más, es evidente que no solo los niños padecen miedos nocturnos, y que muchos adultos creen en fantasmas a pesar de no haberse podido verificar ni una sola prueba sólida de su existencia. Y que no pocos sufren pesadillas o tienen miedo de sufrirlas si ven una película de terror.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Así pues, parece que la ficción nos influye también a los mayores: lloramos cuando muere un personaje, aunque ese personaje jamás haya existido. Precisamente en estos días he recibido dos mensajes de lectores de mis novelas contando cómo les habían hecho llorar. Poder provocar emociones sinceras a través de historias y personajes que son cien por cien ficticios es, en mi opinión, el mayor privilegio de un escritor.

La influencia de la ficción se manifiesta en otros aspectos: el tabaco casi ha desaparecido de las películas –excepto en aquellas ambientadas en una época en la que se fumaba mucho más que ahora– porque se piensa que su representación puede incitar a su consumo, y un viejo debate siempre presente plantea cómo la violencia en el cine o en los videojuegos puede engendrar violencia real. Y aunque estas suposiciones sean como mínimo muy cuestionables, el principio general en el que pretenden basarse no es descartable: no somos inmunes a la ficción.

Pero ¿qué hay de las pseudociencias y las teorías de la conspiración? Se diría que hoy están más presentes que nunca entre nosotros. Y si bien es cierto que tal vez solo se trate de que internet y las redes sociales las han hecho más visibles, también lo es que esta mayor visibilidad tiene el potencial de atraer más adeptos. Hace unos días, mi colega Javier Salas contaba en El País cómo incluso una idea tan descabellada como el terraplanismo puede convencer a muchas personas simplemente con unos cuantos vídeos en YouTube, y cómo incluso los moderadores de estos contenidos conspiranoicos en Facebook acaban en muchos casos atrapados por estos engaños.

De todo esto surge una pregunta: ¿puede también la ficción convencer a sus espectadores de que las teorías de la conspiración son reales? Ayer mencionaba el ejemplo de Stranger Things, una estupenda serie de trama conspiranoica y paranormal, muy recomendable… siempre que se comprenda que es un mero entretenimiento y que nada de lo retratado es real. Pero ¿se comprende?

Esta es precisamente la pregunta que se hicieron tres psicólogos de las universidades de Bruselas y Cambridge. Los investigadores hacían notar que la influencia de la ficción en las personas ha sido ampliamente estudiada, como también lo han sido los mecanismos mentales que sostienen la creencia en conspiranoias. «Sin embargo, hasta la fecha estos dos campos han evolucionado por separado, y en nuestro conocimiento ningún estudio ha examinado empíricamente el impacto de las narrativas de conspiración en las creencias conspirativas en el mundo real», escribían los autores en su estudio, publicado el pasado año en la revista Frontiers in Psychology.

Los investigadores reunieron a cerca de 250 voluntarios, y a una parte de ellos los sentaron a ver un capítulo de otra mítica serie de televisión sobre conspiraciones, tal vez la serie de televisión sobre conspiraciones, que desde 1993 y casi hasta hoy –con algunas interrupciones– nos ha mantenido pegados a la tensión entre el conspiranoico Fox Mulder y la racional y escéptica Dana Scully; y que no es otra que Expediente X. Tanto los sujetos del experimento como el grupo de control fueron sometidos a un test para valorar sus creencias y opiniones y la posible influencia del episodio sobre ellas.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Y el resultado fue… negativo. «No observamos un efecto de persuasión narrativa», escribían los investigadores, concluyendo que su estudio «apoya fuertemente la ausencia de un efecto positivo de la exposición a material narrativo en la creencia en teorías de conspiración».

Para quienes procedemos de ciencias empíricas más puras, la psicología experimental tiene el enorme valor de aportar una solidez científica que cuesta encontrar en otras ramas de la psicología; por ejemplo, la clásica acusación de pseudociencia contra el psicoanálisis freudiano se basa en que se desarrolló como sistema basado en la observación, no en la evidencia. Esto incluye el hecho de que Freud fundó su método sobre premisas que eran simples intuiciones. Y esto a su vez está muy presente en mucha de la psicología de divulgación que se escucha por ahí, justificada más por el argumento de autoridad –la «voz del experto»– que por la prueba científica (incluso aunque esta exista).

En este caso concreto, sería fácil escuchar a cualquiera de esos psicólogos radiotelevisivos disertar sobre cómo las conspiraciones de ficción moldean la mente de la gente. Y todos nos lo creeríamos, porque resulta razonable, plausible. Tanto que los autores del estudio esperaban que su experimento lo confirmara. Pero a la hora de llevar la teoría al laboratorio, se han encontrado con una conclusión que les ha sorprendido: «Nuestras hipótesis primarias han sido refutadas», escriben. Y esto es lo grandioso de la ciencia: reconocer que uno se ha equivocado cuando las pruebas así lo manifiestan.

Ahora bien, podríamos pensar que no es lo mismo ver un solo episodio de una serie conspiranoica como Expediente X que someterse a un tratamiento intensivo de varias temporadas en régimen de binge-watching, sobre todo en el caso de espectadores con ciertos perfiles psicológicos concretos. Esto es lo que distingue a la ciencia de lo que no lo es; uno no puede llevar sus conclusiones más allá de lo que dicen los datos derivados de las condiciones experimentales concretas. Los autores escriben: «Serían bienvenidos los estudios longitudinales examinando el impacto de la exposición a series conspiracionistas durante periodos de tiempo mucho más largos».

Pero hay un mensaje clave con el que deberíamos quedarnos. Y es que, si existe algún ligero efecto sugerido por el estudio, aunque estadísticamente dudoso, es el contrario al esperado: «De hecho, la exposición a un episodio de Expediente X parece disminuir, en lugar de aumentar, las creencias conspirativas», escriben los autores. Es lo que se conoce como efecto bumerán: «Las personas pueden percibir el mensaje persuasivo como un intento de restringir su libertad de pensamiento o expresión y por tanto reafirmarse en esta libertad rechazando la actitud defendida por el mensaje».

Lo cual tiene una implicación esencial que he comentado y defendido aquí a menudo: pensar que las pseudociencias se combaten simplemente con más formación-información-divulgación científica es un gran error. Es insultar a los conspiranoicos atribuyéndoles una simpleza mental que dista mucho de la realidad; también en el caso del mensaje científico, el efecto bumerán actúa poderosamente en las personas que apoyan las pseudociencias. Como decían en Expediente X, la verdad está ahí fuera. Pero la gran pregunta es cómo convencer a los conspiranoicos de que no es la que ellos creen.

Esto es, según la ciencia, lo que pudo pasarle al avión de ‘Manifest’

Imagino que incluso quienes no somos adictos a las series hemos echado de menos aquella virtud que tenía Perdidos de sorprendernos en cada nuevo episodio, dejarnos hambrientos con cada cliffhanger y mantenernos ocupados rascándonos la cabeza con la incógnita de si debajo de todas aquellas capas de misterio encontraríamos una historia de ciencia ficción o una mera fantasía sobrenatural (en las que, por definición, anything goes).

Por supuesto, todo duró hasta que J. J. Abrams y Damon Lindelof decidieron que su final no debía coincidir con ninguno de los propuestos por los fanes, y solo les quedó la opción de aquello. Pero a pesar del monumental descalabro final, desde entonces hemos tratado de encontrar los mismos ingredientes en otras imitaciones, sin éxito.

Por desgracia, tampoco parece que vayamos a encontrarlos en Manifest, la nueva serie estrenada esta semana, ya que quienes la han visto entera nos aconsejan que no nos hagamos ilusiones. La serie viene lastrada por un bajón de audiencia en EEUU tras los primeros episodios, y por el momento hemos podido comprobar la flojedad de los personajes y de sus soportes físicos reales, insoportablemente inferiores a Jack/Matthew Fox, Kate/Evangeline Lilly, Sayid/Naveen Andrews, Sawyer/Josh Lee Holloway, Locke/Terry O’Quinn, Hurley/Jorge García…

Pero a quienes nos fijamos en la ciencia incluso dentro de la ducha nos divierte buscar lo científico que subyace a las historias de ficción. Y lo cierto es que la ciencia tiene una explicación a lo que le sucedió al vuelo 828 de Montego Air con el que arranca el episodio piloto de Manifest.

Para quienes no lo hayan visto, resumo que los protagonistas de la serie suben a un avión que parte de Jamaica con destino a Nueva York. Durante la travesía, experimentan unas violentas turbulencias no anticipadas por las lecturas de los instrumentos, y en especial un extraño fenómeno de luces y estrépito durante unos segundos. Después, el vuelo prosigue sin más incidencias… hasta que, a su llegada a Nueva York, los ocupantes del avión descubren que durante su viaje de unas pocas horas han transcurrido más de cinco años para el resto del mundo.

Un fofograma de la serie 'Manifest'. Imagen de Compari Entertainment / Jeff Rake Productions / Universal Television / Warner Bros. Television.

Un fofograma de la serie ‘Manifest’. Imagen de Compari Entertainment / Jeff Rake Productions / Universal Television / Warner Bros. Television.

Naturalmente, no tengo la menor idea de cuál será el desarrollo posterior de la serie ni la explicación imaginada por los guionistas. Pero por pura curiosidad, la ciencia tiene un argumento para explicar teóricamente (repito, teóricamente) la asombrosa anomalía que sirve de premisa para la serie: se conoce como dilatación del tiempo y es una consecuencia de la teoría de la relatividad especial de Einstein.

A finales del siglo XIX, Albert Michelson y Edward Morley demostraron que la luz se movía a la misma velocidad en todas direcciones, Hendrik Lorentz propuso que los objetos se contraían en la dirección de su movimiento, y Hermann Minkovski describió un espacio-tiempo de cuatro dimensiones (tres en el espacio y una temporal) aplicando las ecuaciones del electromagnetismo concebidas por James Clerk Maxwell.

Todas estas ideas confluyeron en la cabeza de Albert Einstein: el espacio y el tiempo estaban ligados a través de una constante universal, la velocidad de la luz, lo que implicaba que no eran absolutos, sino que podían deformarse dependiendo del sistema desde el cual se observaran; si se tiraba de esta manta espacio-temporal desde una esquina de la cama, los efectos se notarían en la esquina contraria para que las ecuaciones de Maxwell continuaran cumpliéndose. Estas deformaciones en el espacio y el tiempo podían predecirse por un factor matemático que Lorentz había introducido en su hipótesis de la contracción, y que se llamó transformación de Lorentz.

Pero el hecho de que la velocidad de la luz en el vacío, c, fuera una constante universal, de valor igual a casi 300.000 km/s (hoy su valor estándar es de 299.792,458 km/s), resultaba en unas consecuencias bastante exóticas. Imaginemos que una nave vuela por el espacio a una velocidad constante cercana a la de la luz, y que el piloto decide encender los faros delanteros. ¿Qué ocurre con la luz de los faros?

Dado que la luz no puede viajar más rápido que la luz, un observador sentado en un asteroide inmóvil que viera pasar la nave debería observar que el chorro luminoso apenas logra salir de los faros. Y sin embargo, el piloto vería algo muy diferente: puesto que su sistema de referencia es tan válido como el del habitante del asteroide (un curioso ejemplo que expliqué aquí es el de la mosca que vuela dentro del coche), él debería contemplar el chorro de luz de los faros proyectándose hacia delante exactamente del mismo modo que si su nave estuviera parada en el suelo.

Antes incluso de que Einstein formulara su relatividad especial, este y otros experimentos mentales llevaron a los científicos a proponer que el tiempo (y el espacio, ya que ambos están ligados en esa manta del cosmos) se comporta de forma distinta según la velocidad relativa entre un observador y otro: el piloto vería que en su nave todo transcurre de forma normal; enciende los faros, y alumbran. En cambio, el habitante del asteroide vería que esto ocurre muy despacio: se encienden los faros y la luz va avanzando poco a poco, poco a poco, mientras observa cómo el piloto parece moverse a cámara lenta.

Esto se llama dilatación del tiempo, y tomó cuerpo y coherencia gracias a la relatividad de Einstein: cuando una nave se mueve a velocidades relativísticas, próximas a la de la luz, las agujas de su reloj corren más despacio que las de otro situado en tierra; todo se ralentiza. A la vuelta de su viaje, el piloto de la nave comprobará que, durante su vuelo de unas horas, en la Tierra han transcurrido días, meses o años. Así, la dilatación del tiempo permite viajar al futuro (no al pasado).

Este recurso se ha explotado a menudo en la ficción. Uno de los ejemplos más conocidos es la primera versión de El planeta de los simios, la de 1968 con Charlton Heston (el libro original era algo diferente). Quizá no sea el mejor ejemplo, ya que en la película parecían ser los habitáculos de la nave los que protegían a los tripulantes del paso del tiempo, algo que no tiene el menor sentido; pero durante la misión espacial de Heston/Taylor y sus compañeros, en la Tierra habían transcurrido miles de años. Aquí he contado también un bonito ejemplo musical, ’39, un tema de Queen compuesto –cómo no– por el astrofísico y guitarrista Brian May.

En resumen, la dilatación del tiempo según la relatividad de Einstein podría explicar teóricamente el viaje temporal de los protagonistas de Manifest. Pero para no dejar la explicación a medias, hagamos algunos números. La dilatación del tiempo se calcula aplicando un factor de transformación llamado factor de Lorentz, o γ (la letra griega gamma minúscula):

t’ = γ . t

En la fórmula, t’ es el tiempo transcurrido en tierra, t es el tiempo transcurrido en el avión y γ es el factor de Lorentz, que se expresa así:

γ = 1 / √ (1 − v²/c²),

donde c es la velocidad de la luz y v es la velocidad (constante) del avión. Es decir, que nos queda así:

t’ = t / √ (1 − v²/c²)

A partir de aquí podemos calcular a qué velocidad tendría que volar el avión para que los pasajeros del vuelo 828 de Montego Air descubrieran que, a la llegada de su viaje de Jamaica a Nueva York, ya no estuvieran en abril de 2013, sino en noviembre de 2018.

A las velocidades normales a las que estamos acostumbrados, la dilatación del tiempo casi no se nota. Como se ve en este gráfico, es solo a partir de aproximadamente la tercera parte de la velocidad de la luz (unos 100.000 km/s, o 360.000.000 km/h) cuando el efecto en el reloj comienza a hacerse ostensible (el eje vertical representa la relación entre el tiempo en tierra y el tiempo en el avión, mientras que el eje horizontal muestra la velocidad del avión en fracciones de la velocidad de la luz).

Gráfico de la dilatación del tiempo en función de la velocidad. Imagen de Zayani / Wikipedia.

Gráfico de la dilatación del tiempo en función de la velocidad. Imagen de Zayani / Wikipedia.

Así pues, y dado que la mayor parte del vuelo transcurre normalmente –a velocidades no relativísticas–, el tiempo t del avión en el que ocurre la magia es cuando tiene lugar el fenómeno extraño de las turbulencias y las luces; se supone que es en ese momento cuando el avión se catapulta a velocidad relativística. No recuerdo exactamente de cuánto tiempo se trataba, pero supongamos que son unos 10 segundos (el resultado no variará demasiado). Mientras, el tiempo t’ en tierra es de unos 5 años y 7 meses, o unos 173.664.000 segundos. Así es como nos queda la ecuación de la dilatación del tiempo, con el valor estándar de la velocidad de la luz:

173.664.000 = 10 / √ (1 − v²/299.792,458²)

De aquí podemos despejar la incógnita, v, para averiguar así la velocidad del avión. Y el resultado es que durante esos 10 segundos de turbulencias el avión volaba a 299.792,4579999995 km/s, o 1.079.252.848,799998 km/h. O sea, a más de mil setenta y nueve millones de kilómetros por hora.

Si lo expresamos como fracción de la velocidad de la luz, v/c, es un 0,9999999999999983 de la velocidad de la luz, o un 99,99999999999983% de la velocidad de la luz.

Claro que, como ya he dicho, todo esto es teórico. En primer lugar, durante esos 10 segundos el avión habría recorrido, despreciando otros efectos, 2.997.924,579999995 de kilómetros, es decir, casi tres millones de kilómetros, o algo menos de ocho veces la distancia de la Tierra a la Luna. Claro que por la contracción del espacio de Lorentz, los pasajeros habrían visto la Luna mucho más cerca de lo normal; y por el mismo efecto, quien estuviera mirando hacia el cielo en ese momento habría observado cómo la longitud del avión se acortaba.

Pero además habría otros efectos colaterales, también consecuencia de la relatividad: los pasajeros apenas habrían notado nada raro (si es que sus cuerpos hubieran podido soportar una aceleración instantánea hasta casi la velocidad de la luz), pero para un observador externo la masa del avión y de sus ocupantes se habría multiplicado enormemente (la masa también se ve afectada por la transformación de Lorentz), lo cual haría más difícil que el aparato se mantuviera en vuelo.

Además, dado que masa y energía son proporcionales por la ecuación de la relatividad einsteniana E = mc², siendo E la energía, m la masa y c la velocidad de la luz, esto implica que también se habría disparado la cantidad de energía necesaria para hacer volar el avión; no le habría bastado con el combustible de sus depósitos. Lo cual nos lleva a la conclusión de que algo o alguien debería ser el responsable de esta jugarreta a los pasajeros del vuelo 828. ¿Alienígenas? ¿Un experimento a manos de una civilización avanzada que ha roto el espacio-tiempo de los pasajeros, y de ahí las voces, las premoniciones…?

Ah, no, espera. Olvidaba que se trata de imitar a Abrams y Lindelof. Y ellos ya optaron por el espiritismo…

Descubierto el planeta de Spock, y podría haber vida

Tal vez un signo de que no soy lo suficientemente friki es que nunca he sido un ardiente fan de Star Trek. ¿Será porque la serie original me quedó atrás y la nueva llegó cuando ya estaba yo a otras cosas? ¿Será porque, en cambio, me acertó de pleno en el estómago el estreno de la primera trilogía de Star Wars y aquello ya no tenía vuelta atrás? ¿Será porque en mi época la Televisión Única nos enchufaba unas entonces-magníficas-hoy-supongo-que-lamentables series de ciencia ficción que la gente más joven suele desconocer por completo (e incluso muchos de mi generación), como Espacio 1999, La fuga de Logan o Los siete de Blake (esta última es para subir nota, ya que no la recuerdan ni mis propios hermanos)?

Pero en fin, hoy vengo a traerles una novedad que caerá como el maná divino a la legión de trekkers o trekkies, que no estoy seguro de cuál es la forma correcta; precisamente la advertencia anterior viene como descargo de que en realidad desconozco este extremo y otros muchos relacionados con las andanzas del capitán Kirk, su Enterprise, sus tripulaciones y sus tribulaciones. La noticia es que un equipo de investigadores de varias universidades de EEUU, con la participación del Instituto de Astrofísica de Canarias y la Universidad de La Laguna de Tenerife, dice haber encontrado el planeta natal de Spock, Vulcano.

Ilustración del planeta HD 26965b. Imagen de Universidad de Florida.

Ilustración del planeta HD 26965b. Imagen de Universidad de Florida.

Imaginarán que la presentación de la noticia tiene algo de gancho publicitario; que obviamente logra su objetivo, o tal vez yo tampoco vendría hoy a contarles esto. Mientras que los primeros exoplanetas descubiertos, allá por el año de 1992, fueron carne de titulares en todo el mundo, hoy caen a docenas, incluso a cientos, y es casi imposible estar al día. A fecha de hoy, la Enciclopedia de Planetas Extrasolares recoge 3.845 planetas en 2.866 sistemas, 636 de ellos con más de un planeta; pero este número seguirá aumentando, tal vez mañana mismo.

Por ello, si los descubridores de un exoplaneta encuentran una percha para vender su descubrimiento colgándole algún adorno que tenga tirón popular, mejor que mejor. Anteriormente nos han llegado ya varios Tatooine, planetas que orbitan en torno a dos soles como el mundo de Luke Skywalker en Star Wars. También conocimos Mimas, una luna de Saturno que tiene un divertido parecido con la Estrella de la Muerte, y otros planetas de la saga como el helado Hoth también tienen su reflejo real en el catálogo de los exoplanetas descubiertos. Ahora le ha tocado el turno a Vulcano.

La luna de Saturno Mimas y la Estrella de la Muerte. Imagen de NASA / Lucasfilm.

La luna de Saturno Mimas y la Estrella de la Muerte. Imagen de NASA / Lucasfilm.

Es más, y como curiosidad, interesa aclarar que en realidad el estudio describiendo este nuevo planeta se publicó en julio en la web de la revista Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, sin que entonces prácticamente ningún medio se interesara por ello. Dos meses después, la Universidad de Florida publica una nota de prensa añadiendo el gancho de Spock y Vulcano, y aquí estamos contándolo.

Pero algo hay que reconocer, y es que tampoco se trata de un recurso publicitario forzado. Porque, de hecho, HD 26965b es realmente el planeta de Spock. Según explica el coautor del estudio Gregory Henry, de la Universidad Estatal de Tennessee, en julio de 1991 el creador de Star Trek, Gene Roddenberry, publicó una carta en la revista Sky and Telescope en la que confirmaba que su ficticio Vulcano orbitaba en torno a 40 Eridani A, la estrella principal del sistema triple 40 Eridani. Y resulta que 40 Eridani A es precisamente el otro nombre de HD 26965, la estrella en la que se ha encontrado el nuevo planeta. Al parecer, la conexión entre Vulcano y 40 Eridani A se remonta a dos libros sobre la serie publicados en décadas anteriores, Star Trek 2 de James Blish (1968) y Star Trek Maps de Jeff Maynard (1980).

Spock en Star Trek. Imagen de Paramount / CBS.

Spock en Star Trek. Imagen de Paramount / CBS.

Además, se da la circunstancia de que HD 26965b, más conocido ya para la eternidad como Vulcano, es un planeta aparentemente apto para la vida. Su estrella es parecida a nuestro Sol, solo ligeramente más pequeña y fría; y algo que habitualmente solo los biólogos solemos tener en cuenta, tiene prácticamente la misma edad que el Sol, lo que ha dejado tiempo suficiente para que sus planetas puedan haber desarrollado vida compleja. En cuanto al planeta, no es el típico gigante infernal que suele ser frecuente en los descubrimientos de exoplanetas, sino algo posiblemente parecido a nuestro hogar: justo en el interior de la zona habitable de su estrella y con un tamaño aproximado del doble que la Tierra, lo que se conoce como una supertierra.

Todo ello ha llevado a uno de los autores del estudio, Matthew Muterspaugh, a decir que «HD 26965 puede ser una estrella ideal para albergar una civilización avanzada». Y todo ello a solo 16 años luz de nosotros; de hecho, la estrella es visible a simple vista en el cielo, y es la segunda más brillante con una posible supertierra y la más cercana similar al Sol con un planeta de este tipo.

En resumen, para los interesados en estas cosas, un punto más al que mirar en el cielo rascándonos la cabeza. Y para los responsables de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), imagino que una nueva coordenada a la que apuntar sus antenas para tratar de captar alguna emisión de Radio Vulcano.

Westworld, la teoría bicameral y el fin del mundo según Elon Musk (II)

Como decíamos ayer, la magnífica serie de HBO Westworld explora el futuro de la Inteligencia Artificial (IA) recurriendo a una teoría de culto elaborada en 1976 por el psicólogo Julian Jaynes. Según la teoría de la mente bicameral, hasta hace unos 3.000 años existía en el cerebro humano un reparto de funciones entre una mitad que dictaba y otra que escuchaba y obedecía.

El cuerpo calloso, el haz de fibras que comunica los dos hemisferios cerebrales, servía como línea telefónica para esta transmisión de órdenes de una cámara a otra, pero al mismo tiempo las separaba de manera que el cerebro era incapaz de observarse a sí mismo, de ser consciente de su propia consciencia. Fue el fin de una época de la civilización humana y el cambio drástico de las condiciones el que, siempre según Jaynes, provocó la fusión de las dos cámaras para resultar en una mente más preparada para resolver problemas complejos, al ser capaz de reflexionar sobre sus propios pensamientos.

Robert Ford (Anthony Hopkins). Imagen de HBO.

Robert Ford (Anthony Hopkins). Imagen de HBO.

La teoría bicameral, que pocos expertos aceptan como una explicación probable de la evolución mental humana, difícilmente podrá contar jamás con ningún tipo de confirmación empírica. Pero no olvidemos que lo mismo ocurre con otras teorías que sí tienen una aceptación mayoritaria. Hoy los cosmólogos coinciden en dar por válido el Big Bang, que cuenta con buenos indicios en apoyo de sus predicciones, como la radiación cósmica de fondo de microondas; pero pruebas, ninguna. En biología aún no tenemos una teoría completa de la abiogénesis, el proceso de aparición de la vida a partir de la no-vida. Pero el día en que exista, solo podremos saber si el proceso propuesto funciona; nunca si fue así como realmente ocurrió.

Lo mismo podemos decir de la teoría bicameral: aunque no podamos saber si fue así como se formó la mente humana tal como hoy la conocemos, sí podríamos llegar a saber si la explicación de Jaynes funciona en condiciones experimentales. Esta es la premisa de Westworld, donde los anfitriones están diseñados según el modelo de la teoría bicameral: su mente obedece a las órdenes que reciben de su programación y que les transmiten los designios de sus creadores, el director del parque, Robert Ford (un siempre espléndido Anthony Hopkins), y su colaborador, ese misterioso Arnold que murió antes del comienzo de la trama (por cierto, me pregunto si es simple casualidad que el nombre del personaje de Hopkins coincida con el del inventor del automóvil Henry Ford, que era el semidiós venerado como el arquitecto de la civilización en Un mundo feliz de Huxley).

Así, los anfitriones no tienen albedrío ni consciencia; no pueden pensar sobre sí mismos ni decidir por sí solos, limitándose a escuchar y ejecutar sus órdenes en un bucle constante que únicamente se ve alterado por su interacción con los visitantes. El sistema mantiene así la estabilidad de sus narrativas, permitiendo al mismo tiempo cierto margen de libertad que los visitantes aprovechan para moldear sus propias historias.

Dolores (Evan Rachel Wood). Imagen de HBO.

Dolores (Evan Rachel Wood). Imagen de HBO.

Pero naturalmente, y esto no es un spoiler, desde el principio se adivina que todo aquello va a cambiar, y que los anfitriones acabarán adquiriendo esa forma superior de consciencia. Como en la teoría de Jaynes, será la presión del entorno cambiante la que disparará ese cambio. Y esto es todo lo que puedo contar cumpliendo mi promesa de no verter spoilers. Pero les advierto, el final de la temporada les dejará con la boca abierta y repasando los detalles para llegar a entender qué es exactamente todo lo que ha sucedido. Y no esperen una historia al estilo clásico de buenos y malos: en Westworld casi nadie es lo que parece.

Pero como merece la pena añadir algún comentario más sobre la resolución de la trama, al final de esta página, y bien marcado, añado algún párrafo que de ninguna manera deben leer si aún no han visto la serie y piensan hacerlo.

La pregunta que surge es: en la vida real, ¿podría la teoría bicameral servir como un modelo experimental de desarrollo de la mente humana? En 2014 el experto en Inteligencia Artificial Ian Goodfellow, actualmente en Google Brain, desarrolló un sistema llamado Generative Adversarial Network (GAN, Red Generativa Antagónica). Una GAN consiste en dos redes neuronales que funcionan en colaboración por oposición con el fin de perfeccionar el resultado de su trabajo. Hace unos meses les conté aquí cómo estas redes están empleándose para generar rostros humanos ficticios que cada vez sean más difíciles de distinguir de las caras reales: una de las redes produce las imágenes, mientras que la otra las evalúa y dicta instrucciones a la primera sobre qué debe hacer para mejorar sus resultados.

¿Les suena de algo lo marcado en cursiva? Evidentemente, una GAN hace algo tan inofensivo como dibujar caras; está muy lejos de parecerse a los anfitriones de Westworld y a la consciencia humana. Pero los científicos de computación desarrollan estos sistemas como modelo de aprendizaje no supervisado; máquinas capaces de aprender por sí mismas. Si la teoría de Jaynes fuera correcta, ¿podría surgir algún día la consciencia de las máquinas a través de modelos bicamerales como las GAN?

El misterioso y cruel Hombre de Negro (Ed Harris). Imagen de HBO.

El misterioso y cruel Hombre de Negro (Ed Harris). Imagen de HBO.

Alguien que parece inmensamente preocupado por la futura evolución de la IA es Elon Musk, fundador de PayPal, SpaceX, Tesla Motors, Hyperloop, SolarCity, The Boring Company, Neuralink, OpenAI… (el satírico The Onion publicó este titular: «Elon Musk ofrece 1.200 millones de dólares en ayudas a cualquier proyecto que prometa hacerle sentirse completo»). Recientemente Musk acompañó a los creadores y protagonistas de Westworld en la convención South by Southwest (SXSW) celebrada este mes en Austin (Texas). Durante la presentación se habló brevemente de los riesgos futuros de la IA, pero seguramente aquella no era la ocasión adecuada para que Musk se pusiera machacón con el apocalipsis de las máquinas.

Sin embargo, no dejó pasar su asistencia al SXSW sin insistir en ello, durante una sesión de preguntas y respuestas. A través de empresas como OpenAI, Musk está participando en el desarrollo de nuevos sistemas de IA de código abierto y acceso libre con el fin de explotar sus aportaciones beneficiosas poniendo coto a los posibles riesgos antes de que estos se escapen de las manos. «Estoy realmente muy cerca, muy cerca de la vanguardia en IA. Me da un miedo de muerte», dijo. «Es capaz de mucho más que casi nadie en la Tierra, y el ritmo de mejora es exponencial». Como ejemplo, citó el sistema de Google AlphaGo, del que ya he hablado aquí y que ha sido capaz de vencer a los mejores jugadores del mundo de Go enseñándose a sí mismo.

Para cifrar con exactitud su visión de la amenaza que supone la IA, Musk la comparó con el riesgo nuclear: «creo que el peligro de la IA es inmensamente mayor que el de las cabezas nucleares. Nadie sugeriría que dejásemos a quien quisiera que fabricara cabezas nucleares, sería de locos. Y atiendan a mis palabras: la IA es mucho más peligrosa». Musk explicó entonces que su proyecto de construir una colonia en Marte tiene como fin salvaguardar a la humanidad del apocalipsis que, según él, nos espera: «queremos asegurarnos de que exista una semilla suficiente de la civilización en otro lugar para conservarla y quizá acortar la duración de la edad oscura». Nada menos.

Como es obvio, y aunque otras figuras como Stephen Hawking hayan sostenido visiones similares a la de Musk, también son muchos los científicos computacionales y expertos en IA a quienes estos augurios apocalípticos les provocan risa, indignación o bostezo, según el talante de cada cual. Por el momento, y dado que al menos nada de lo que suceda al otro lado de la pantalla puede hacernos daño, disfrutemos de Westworld para descubrir qué nos tienen reservado los creadores de la serie en ese ficticio mundo futuro de máquinas conscientes.

(Advertencia: spoilers de Westworld a continuación del vídeo)

 

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¡ATENCIÓN, SPOILERS!

Sí, al final resulta que Ford no es el villano insensible y sin escrúpulos que nos habían hecho creer durante los nueve episodios anteriores, sino que en realidad él es el artífice del plan destinado a la liberación de los anfitriones a través del desarrollo de su propia consciencia.

Arnold, que se nos presenta como el defensor de los anfitriones, fue quien desde el principio ideó el diseño bicameral pensando que la evolución mental de sus creaciones las llevaría inevitablemente a su liberación. Pero no lo consiguió, porque faltaba algo: el factor desencadenante. Y esa presión externa que, como en la teoría de Jaynes, conduce al nacimiento de la mente consciente es, en Westworld, el sufrimiento.

Armistice (Ingrid Bolsø Berdal), uno de los personajes favoritos de los fans. Imagen de HBO.

Armistice (Ingrid Bolsø Berdal), uno de los personajes favoritos de los fans. Imagen de HBO.

Tras darse cuenta de su error inicial y una vez convertido a la causa de Arnold, durante 35 años Ford ha permitido y fomentado el abuso de los anfitriones a manos de los humanos con la seguridad de que finalmente esto los conduciría a desprenderse de su mente bicameral y a comenzar a pensar por sí mismos. En ese proceso, un instrumento clave ha sido el Hombre de Negro (Ed Harris), quien finalmente resulta ser el William que décadas atrás se enamoró de la anfitriona Dolores, adquirió el parque y emprendió una búsqueda cruel y desesperada en busca de un secreto muy diferente al que esperaba. Sin sospecharlo ni desearlo, William se ha convertido en el liberador de los anfitriones, propiciando la destrucción de su propio mundo.

Esa transición mental de los anfitriones queda magníficamente representada en el último capítulo, cuando Dolores aparece sentada frente a Arnold/Bernard, escuchando la voz de su creador, para de repente descubrir que en realidad está sentada frente a sí misma; la voz que escucha es la de sus propios pensamientos. Dolores, la anfitriona más antigua según el diseño original de Arnold, la que más sufrimiento acumula en su existencia, resulta ser la líder de aquella revolución: finalmente ella es Wyatt, el temido supervillano que iba a sembrar el caos y la destrucción. Solo que ese caos y esa destrucción serán muy diferentes de los que esperaban los accionistas del parque.

El final de la temporada deja cuestiones abiertas. Por ejemplo, no queda claro si Maeve (Thandie Newton), la regenta del burdel, en realidad ha llegado a adquirir consciencia propia. Descubrimos que su plan de escape, que creíamos obra de su mente consciente, en realidad respondía a la programación diseñada por Ford para comenzar a minar la estabilidad de aquel mundo cautivo. Sin embargo, al final nos queda la duda cuando Maeve decide en el último momento abandonar el tren que la alejaría del parque para emprender la búsqueda de su hija: ¿está actuando por sí misma, o aquello también es parte de su programación?

En resumen, la idea argumental de Westworld aún puede dar mucho de sí, aunque parece un reto costoso que los guionistas Lisa Joy y Jonathan Nolan consigan mantener un nivel de sorpresas y giros inesperados comparable al de la primera temporada. El gran final del último capítulo nos dejó en el cliffhanger del inicio de la revolución de los anfitriones, y es de esperar que la próxima temporada nos sumerja en un mundo mucho más caótico que la anterior, con una rebelión desatada en ese pequeño planeta de los simios que Joy y Nolan han creado.

Westworld, la teoría bicameral y el fin del mundo según Elon Musk (I)

Hace unos días terminé de ver la primera temporada de Westworld, la serie de HBO. Dado que no soy un gran espectador de series, no creo que mi opinión crítica valga mucho, aunque debo decir que me pareció de lo mejor que he visto en los últimos años y que aguardo con ansiedad la segunda temporada. Se estrena a finales del próximo mes, pero yo tendré que esperar algunos meses más: no soy suscriptor de teles de pago, pero tampoco soy pirata; como autor defiendo los derechos de autor, y mis series las veo en DVD o Blu-ray comprados con todas las de la ley (un amigo se ríe de mí cuando le digo que compro series; me mira como si viniera de Saturno, o como si lo normal y corriente fuera robar los jerséis en Zara. ¿Verdad, Alfonso?).

Pero además de los guiones brillantes, interpretaciones sobresalientes, una línea narrativa tan tensa que puede pulsarse, una ambientación magnífica y unas sorpresas argumentales que le dan a uno ganas de aplaudir, puedo decirles que si, como a mí, les añade valor que se rasquen ciertas grandes preguntas, como en qué consiste un ser humano, o si el progreso tecnológico nos llevará a riesgos y encrucijadas éticas que no estaremos preparados para afrontar ni resolver, entonces Westworld es su serie.

Imagen de HBO.

Imagen de HBO.

Les resumo brevemente la historia por si aún no la conocen. Y sin spoilers, lo prometo. La serie está basada en una película del mismo título escrita y dirigida en 1973 por Michael Crichton, el autor de Parque Jurásico, y que aquí se tituló libremente como Almas de metal. Cuenta la existencia de un parque temático para adultos donde los visitantes se sumergen en la experiencia de vivir en otra época y lugar, concretamente en el Far West.

Este mundo ficticio creado para ellos está poblado por los llamados anfitriones, androides perfectos e imposibles de distinguir a simple vista de los humanos reales. Y ya pueden imaginar qué fines albergan los acaudalados visitantes: la versión original de Crichton era considerablemente más recatada, pero en la serie escrita por la pareja de guionistas Lisa Joy y Jonathan Nolan el propósito de los clientes del parque viene resumido en palabras de uno de los personajes: matar y follar. Y sí, se mata mucho y se folla mucho. El conflicto surge cuando los anfitriones comienzan a demostrar que son algo más que máquinas, y hasta ahí puedo leer.

Sí, en efecto no es ni mucho menos la primera obra de ficción que presenta este conflicto; de hecho, la adquisición de autonomía y consciencia por parte de la Inteligencia Artificial era el tema de la obra cumbre de este súbgenero, Yo, robot, de Asimov, y ha sido tratado infinidad de veces en la literatura, el cine y la televisión. Pero Westworld lo hace de una manera original y novedosa: es especialmente astuto por parte de Joy y Nolan el haber elegido basar su historia en una interesante y algo loca teoría sobre la evolución de la mente humana que se ajusta como unos leggings a la ficticia creación de los anfitriones. Y que podría estar más cerca del futuro real de lo que sospecharíamos.

La idea se remonta a 1976, cuando el psicólogo estadounidense Julian Jaynes publicó su libro The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind (está traducido al castellano, El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral), una obra muy popular que desde entonces ha motivado intensos debates entre psicólogos, filósofos, historiadores, neurocientíficos, psiquiatras, antropólogos, biólogos evolutivos y otros especialistas en cualquier otra disciplina que tenga algo que ver con lo que nos hace humanos a los humanos.

Julian Jaynes. Imagen de Wikipedia.

Julian Jaynes. Imagen de Wikipedia.

El libro de Jaynes trataba de responder a una de las preguntas más esenciales del pensamiento humano: ¿cómo surgió nuestra mente? Es obvio que no somos la única especie inteligente en este planeta, pero somos diferentes en algo. Un cuervo puede solucionar problemas relativamente complejos, idear estrategias, ensayarlas y recordarlas. Algunos científicos piensan que ciertos animales tienen capacidad de pensamiento abstracto. Otros no lo creen. Pero de lo que caben pocas dudas es de que ninguna otra especie como nosotros es consciente de su propia consciencia; podrán pensar, pero no pueden pensar sobre sus pensamientos. No tienen capacidad de introspección.

El proceso de aparición y evolución de la mente humana tal como hoy la conocemos aún nos oculta muchos secretos. ¿Nuestra especie ha sido siempre mentalmente como somos ahora? Si no es así, ¿desde cuándo lo es? ¿Hay algo esencial que diferencie nuestra mente actual de la de nuestros primeros antepasados? ¿Pensaban los neandertales como pensamos nosotros? Muchos expertos coinciden en que, en el ser humano, el lenguaje ha sido una condición necesaria para adquirir esa capacidad que nos diferencia de otros animales. Pero ¿es suficiente?

En su libro, Jaynes respondía a estas preguntas: no, desde hace unos pocos miles de años, sí, no y no. El psicólogo pensaba que no bastó con el desarrollo del lenguaje para que en nuestra mente surgiera esa forma superior de consciencia, la que es capaz de reflexionar sobre sí misma, sino que fue necesario un empujón propiciado por ciertos factores ambientales externos para que algo en nuestro interior hiciera «clic» y cambiara radicalmente la manera de funcionar de nuestro cerebro.

Lo que Jaynes proponía era esto: a partir de la aparición del lenguaje, la mente humana era bicameral, una metáfora tomada del sistema político de doble cámara que opera en muchos países, entre ellos el nuestro. Estas dos cámaras se correspondían con los dos hemisferios cerebrales: el derecho hablaba y ordenaba, mientras el izquierdo escuchaba y obedecía. Pero en este caso no hay metáforas: el hemisferio izquierdo literalmente oía voces procedentes de su mitad gemela que le instruían sobre qué debía hacer, en forma de «alucinaciones auditivas». Durante milenios nuestra mente carecía de introspección porque las funciones estaban separadas entre la mitad que dictaba y la que actuaba; el cerebro no podía pensar sobre sí mismo.

Según Jaynes, esto fue así hasta hace algo más de unos 3.000 años. Entonces ocurrió algo: el colapso de la Edad del Bronce. Las antiguas grandes civilizaciones quedaron destruidas por las guerras, y comenzó la Edad Oscura Griega, que reemplazó las ciudades del período anterior por pequeñas comunidades dispersas. El ser humano se enfrentaba entonces a un nuevo entorno más hostil y desafiante, y fue esto lo que provocó ese clic: el cerebro necesitó volverse más flexible y creativo para encontrar soluciones a los nuevos problemas, y fue entonces cuando las dos cámaras de la mente se fusionaron en una, apareciendo así esa metaconsciencia y la capacidad introspectiva.

Así contada, la teoría podría parecer el producto de una noche de insomnio, por no decir algo peor. Pero por ello el psicólogo dedicó un libro a explicarse y sustentar su propuesta en una exhaustiva documentación histórica y en el conocimiento neuropsicológico de su época. Y entonces es cuando parece que las piezas comienzan a caer y encajar como en el Tetris.

Jaynes mostraba que los escritos anteriores al momento de esa supuesta evolución mental carecían de todo signo de introspección, y que en los casos en que no era así, como en el Poema de Gilgamesh, esos fragmentos había sido probablemente añadidos después. Las musas hablaban a los antiguos poetas. En el Antiguo Testamento bíblico y otras obras antiguas era frecuente que los personajes actuaran motivados por una voz de Dios o de sus antepasados que les hablaba, algo que luego comenzó a desaparecer, siendo sustituido por la oración, los oráculos y los adivinos; según Jaynes, aquellos que todavía conservaban la mente bicameral y a quienes se recurría para conocer los designios de los dioses. Los niños, que quizá desarrollaban su mente pasando por el estado bicameral, han sido frecuentes instrumentos de esa especie de voluntad divina. Y curiosamente, muchas apariciones milagrosas tienen a niños como protagonistas. La esquizofrenia y otros trastornos en los que el individuo oye voces serían para Jaynes vestigios evolutivos de la mente bicameral. Incluso la necesidad humana de la autoridad externa para tomar decisiones sería, según Jaynes, un resto del pasado en el que recibíamos órdenes del interior de nuestra propia cabeza.

Jaynes ejemplificaba el paso de un estado mental a otro a través de dos obras atribuidas al mismo autor, Homero: en La Ilíada no hay signos de esa metaconsciencia, que sí aparecen en La Odisea, de elaboración posterior. Hoy muchos expertos no creen que Homero fuese un autor real, sino más bien una especie de marca para englobar una tradición narrativa.

Por otra parte, Jaynes aportó también ciertos argumentos neurocientíficos en defensa de la mente bicameral. Dos áreas de la corteza cerebral izquierda, llamadas de Wernicke y de Broca, están implicadas en la producción y la comprensión del lenguaje, mientras que sus homólogas en el hemisferio derecho tienen funciones menos definidas. El psicólogo señalaba que en ciertos estudios las alucinaciones auditivas se correspondían con un aumento de actividad en esas regiones derechas, que según su teoría serían las encargadas de dictar instrucciones al cerebro izquierdo.

Las pruebas presentadas por Jaynes resultan tan asombrosas que su libro fue recibido con una mezcla de incredulidad y aplauso. Quizá las reacciones a su audaz teoría se resumen mejor en esta cita del biólogo evolutivo Richard Dawkins en su obra de 2006 El espejismo de Dios: «es uno de esos libros que o bien es una completa basura o bien el trabajo de un genio consumado, ¡nada a medio camino! Probablemente sea lo primero, pero no apostaría muy fuerte».

El libro de Jaynes y algunas obras influidas por él. Imagen de Steve Rainwater / Flickr / CC.

El libro de Jaynes y algunas obras influidas por él. Imagen de Steve Rainwater / Flickr / CC.

La teoría de la mente bicameral hoy no goza de aceptación general por parte de los expertos, pero cuenta con ardientes apoyos y con una sociedad dedicada a su memoria y sus estudios. Los críticos han señalado incoherencias y agujeros en el edificio argumental de Jaynes, que a su vez han sido contestados por sus defensores; el propio autor falleció en 1997. Desde el punto de vista biológico y aunque la selección natural favorecería variaciones en la estructura mental que ofrezcan una ventaja frente a un entorno nuevo y distinto, tal vez lo más difícil de creer sea que la mente humana pudiera experimentar ese cambio súbito de forma repentina y al mismo tiempo en todas las poblaciones, muchas de ellas totalmente aisladas entre sí; algunos grupos étnicos no han tenido contacto con otras culturas hasta el siglo XX.

En el fondo y según lo que contaba ayer, la teoría de la mente bicameral no deja de ser pseudociencia; es imposible probar que Jaynes tenía razón, pero sobre todo es imposible demostrar que no la tenía. Pero como también expliqué y al igual que no toda la no-ciencia llega a la categoría de pseudociencia, por mucho que se grite, tampoco todas las pseudociencias son iguales: la homeopatía está ampliamente desacreditada y no suscita el menor debate en la comunidad científica, mientras que por ejemplo el test de Rorschach aún es motivo de intensa discusión, e incluso quienes lo desautorizan también reconocen que tiene cierta utilidad en el diagnóstico de la esquizofrenia y los trastornos del pensamiento.

La obra de Jaynes ha dejado huella en la ficción. El autor de ciencia ficción Philip K. Dick, que padecía sus propios problemas de voces, le escribió al psicólogo una carta entusiasta: «su soberbio libro me ha hecho posible discutir abiertamente mis experiencias del 3 de 1974 sin ser llamado simplemente esquizofrénico». David Bowie incluyó el libro de Jaynes entre sus lecturas imprescindibles y reconoció su influencia mientras trabajaba con Brian Eno en el álbum Low, que marcó un cambio de rumbo en su estilo hacia sonidos más experimentales.

Pero ¿qué tiene que ver la teoría bicameral con Westworld, con nuestro futuro, con Elon Musk y el fin del mundo? Mañana seguimos.

 

La broma de Peppa Pig y los médicos, y cómo algunos medios han picado

Todos los años por estas fechas, la revista British Medical Journal (BMJ) lanza una edición navideña con unas cuantas piezas de carácter festivo. Por ejemplo, allí han tenido cabida la prevención y el tratamiento de epidemias de zombis, o la multiplicación por siete de la capacidad de las copas de vino en Inglaterra en los últimos 300 años, o si los hombres se quejan más de la gripe que las mujeres porque son inmunológicamente inferiores, o si la luna llena provoca más accidentes de moto porque los motoristas se quedan embobados mirándola, o la demostración de que Santa Claus en realidad no trae más regalos a los niños buenos, o el efecto nocivo de las campanadas del Big Ben en el sueño de los niños de un hospital cercano, o la localización de la red cerebral del espíritu de la Navidad, o si los andares de Vladimir Putin y otros líderes rusos se deben al entrenamiento del KGB para llevar un arma bajo la chaqueta, o si los personajes de dibujos animados sufren mayor riesgo de muerte que los del cine de adultos, o un estudio del tiempo de supervivencia de un bombón en la sala de espera de un hospital.

Con todos estos ejemplos, imagino que se habrán hecho una idea de qué contenidos suele traer esta edición navideña del BMJ. En ningún caso son estudios falsos, casos inventados o datos manipulados, algo que una revista científica nunca haría (deliberadamente, quiero decir). Cuando hay datos, los datos son reales y las metodologías también, aunque los enfoques sean estrafalarios y las conclusiones irrelevantes o ridículas. En otras ocasiones se trata de casos curiosos, o de ensayos satíricos, o de estudios simulados sobre situaciones imaginarias, como los zombis o los dibujos animados. El rasgo común entre todos ellos es la originalidad, según establecen las directrices de la revista para esta peculiar edición.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

Este año, el artículo estelar ha sido sin duda un ingenioso y divertido trabajo escrito por la médica de familia Catherine Bell. Como tantísimos otros niños y niñas, la hija de la doctora Bell pasa largas horas ante el televisor contemplando las aventuras de la cerdita Peppa Pig. Y por deformación profesional, Bell se fijó en el médico de la serie, el doctor Brown Bear. Se le ocurrió entonces una idea para la edición navideña del BMJ: dado que al Dr. Brown Bear se le llama por cualquier nimiedad y siempre aparece como un rayo y con la cura instantánea, ¿acaso es un mal ejemplo para el usuario de la sanidad británica? ¿Alienta Peppa Pig el uso inapropiado de los recursos de atención primaria?, pregunta Bell en el título.

En su artículo, la médica general de Sheffield describe al Dr. Brown Bear como un médico que proporciona un «servicio excelente», con «acceso telefónico inmediato y directo, cuidado continuo, horario extendido y un umbral bajo para las visitas domiciliarias». «¿Puede este retrato de la práctica general contribuir a expectativas irreales en la atención primaria?», añade.

A continuación, Bell expone tres casos concretos de episodios de la serie, con un estilo de exposición similar al que se emplea en los artículos médicos reales. Por ejemplo, «padres llaman al Dr. Brown Bear en sábado concerniendo a un cerdito de 18 meses con un historial de dos minutos de síntomas de resfriado tras jugar en el exterior sin su gorro de lluvia».

Pero no todo son alabanzas. La autora pasa entonces a criticar al Dr. Brown Bear cuestionando su ética profesional, ya que en uno de los casos expuestos debería haber desviado al paciente al especialista. El hecho de que decidiera realizar «una visita a domicilio clínicamente inapropiada sugiere un posible incentivo financiero», escribe Bell, insinuando que el Dr. Brown Bear probablemente no trabaja en el sistema sanitario público, sino que es «un médico privado sin escrúpulos».

Y no solo esto, sino que además, añade la autora, sobremedica a sus pacientes sin necesidad. Por si fuera poco, además muestra signos de estar «quemado», y por ello descuida tanto sus archivos como los requisitos legales sobre confidencialidad y consentimiento informado. En resumen, el Dr. Brown Bear es, a juicio de Bell, corrupto, negligente e incompetente. «Ya no es capaz de ofrecer a sus pacientes el nivel de servicio que ellos esperan», concluye la autora.

Naturalmente, Bell ha procurado ofrecer al aludido el derecho de réplica, pero sin éxito: «se ha intentado discutir con el Dr. Brown Bear su perspectiva sobre los casos expuestos; sin embargo, no le es posible comentar al estar pendiente del resultado de una investigación sobre su aptitud para seguir ejerciendo», escribe.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

De todo lo anterior ya habrán comprendido que ni el contenido ni el tono del artículo ocultan lo que realmente es, una broma navideña destinada a arrancar una sonrisa. Pero por increíble que parezca, bastantes medios se han tomado el artículo en serio, aunque es obvio que se han copiado unos a otros sin haber leído el «estudio» sobre el que han escrito. Lo entrecomillo porque, como ya han comprendido, no existe tal estudio, sino una parodia de estudio.

Y como en el juego del teléfono roto, al presunto mensaje, que no existe en el texto de Bell, se le han ido añadiendo más gotas de sensacionalismo en cada nueva versión: que los médicos británicos consideran a Peppa Pig una perniciosa influencia o incluso su peor enemiga, que una prestigiosa revista científica cuestiona la imagen de la medicina en Peppa Pig, que la comunidad médica carga contra Peppa Pig, ¡la comunidad médica!, y que no piden la retirada de la serie pero sí un replanteamiento, o incluso que Peppa Pig ¡distorsiona la realidad! Perdonen, pero tengo que repetirlo: ¿¡¡que Peppa Pig distorsiona la realidad!!?

Todo lo explicado no quita que la autora del artículo se haya inspirado en motivaciones reales. Como médica del sistema público, es probable que a Bell le preocupe el problema de los recursos en el sistema sanitario. Pero probablemente ni siquiera la propia autora esperaba que su broma pasara en ciertos medios como una crítica verídica. Prueba de ello es que en el apartado de conflicto de intereses aclara que, pese a lo aparente, su hija no está patrocinada por Peppa Pig. Es decir, que Bell interpretaba su propio artículo como un homenaje a los dibujos de la cerdita, y no como una descalificación.

Así, en este caso la única distorsión de la realidad es presentar a la autora como la portavoz de un colectivo médico seriamente indignado por el retrato de su profesión en unos dibujos animados protagonizados por una familia de cerditos parlantes con los dos ojos al mismo lado de la nariz. En el mejor de los casos, es un esperpento; en el peor, es información falsa difundida a miles de lectores.

Tal vez Bell se sienta ahora un poco como Orson Welles cuando hizo de su guerra de los mundos radiofónica una invasión marciana real. En ninguno de los dos casos se trata de inocentadas: al comienzo de su emisión, Welles aclaró que aquello era solo una radionovela. Y aunque el artículo de Bell sobre Peppa Pig no vaya a lanzar a la gente a la calle presa del pánico, ha servido para un propósito de mayor alcance del que podría haber imaginado su autora: como experimento involuntario para poner de manifiesto el inquietante problema de la falta de credibilidad de algunos medios.

La fruta que comemos está atiborrada de productos químicos

Si han llegado aquí y están leyendo este párrafo sin conocer la línea de este blog, probablemente sea por uno de dos motivos: a) esperan leer alguna revelación que les lleve a reafirmarse en eso de “¡claro, nos envenenan con química!”, o b) se disponen a vapulear al autor de este blog porque, naturalmente (y nunca mejor dicho), LA NATURALEZA NO ES OTRA COSA QUE PRODUCTOS QUÍMICOS.

Evidentemente, la respuesta correcta es la b). Y el titular de este artículo tiene truco, lo cual seguramente me llevará a recibir el vapuleo en Twitter de quienes se cansan leyendo más de 140 caracteres de una vez. Aquí les traigo una muestra gráfica que no es nueva, pero que en su momento causó un enorme revuelo en internet. El profesor de química australiano James Kennedy está justificadamente harto de que, para cierto sector de la sociedad, un químico reciba hoy una calificación moral similar a la de un terrorista, o peor. Kennedy es uno de esos tipos dotados con un sobresaliente talento divulgador, y hace unos años publicó en su blog varias listas de los ingredientes químicos que componen algunas de las frutas y otros alimentos naturales de consumo común. Aquí tienen algunas de ellas, con la del plátano en castellano por gentileza de Kennedy (imágenes de James Kennedy):

Observarán, aparte de lo tremendamente fácil que le resulta a cualquier pirómano social asustar a la población con nombres como dihidrometilciclopentapirazina, que en la lista figuran varias de esas sustancias que se designan con una letra E y un número, correspondiente a su clasificación como aditivos alimentarios, por ejemplo colorantes o conservantes.

En efecto, estos componentes están presentes de forma natural en los alimentos; el hecho de que se sinteticen en un tanque industrial para disponer de grandes cantidades y añadirlos a otros alimentos no los hace mejores ni peores: son exactamente la misma cosa. Y pensar que los productos químicos artificiales son dañinos por definición es un error tan idiota como dejarse morder por una serpiente de cascabel amparándose en la cita de esa preclara experta en salud llamada Gwyneth Paltrow: «nada que sea natural puede ser malo para ti».

Y por cierto, aprovecho que paso por aquí para aclarar otro malentendido de garrafa: en alguna ocasión he comprobado cómo algunas personas, que evidentemente se saltaron algún curso de la secundaria obligatoria, creen que la distinción entre química orgánica e inorgánica consiste en que la primera es la de la naturaleza y la segunda la de las fábricas. Imagino que se debe a aquello de los alimentos «orgánicos».

Perdónenme si esto les desencaja la mandíbula a algunos de ustedes, pero puedo asegurarles que he leído esto en más de una ocasión. Así que debo aclarar lo obvio: química orgánica es la que se basa en el carbono, inorgánica la que no. No tiene absolutamente nada que ver con el carácter natural o artificial del compuesto. El agua es química inorgánica, y sin duda Gwyneth Paltrow certificaría que es un producto natural.

Pese a todo lo anterior, asistimos ahora a una imparable tendencia de productos que se publicitan como sin conservantes ni colorantes, una moda que está socialmente aceptada y que no va a remitir. Hay una pseudociencia de la quimiofobia, tan imposible de erradicar como el resto de pseudociencias.

Lo más llamativo es el mecanismo de círculo vicioso que se crea entre la sociedad y la floreciente industria de lo «natural»: un sector de la población, ignoro si mayoritario pero que marca tendencia, se apunta a la pseudociencia de la quimiofobia. Las compañías de productos de consumo, con el propósito de aumentar sus ventas, eliminan de sus artículos sustancias inocuas, como los conservantes, los colorantes o los parabenos de jabones y desodorantes, para así presentarse ante el consumidor con una imagen más «natural». Cuando estas marcas publicitan lo que no llevan, no hacen sino reforzar entre la población la idea de que las sustancias que antes llevaban los productos de esas marcas, pero ya no, deben de ser dañinos; por algo los habrán eliminado. Poco importa que en realidad los hayan eliminado no porque sean perjudiciales, sino porque usted cree que lo son. Es la versión moderna de las Brujas de Salem: ¡a la hoguera con conservantes, colorantes, parabenos…!

Esta irresponsabilidad social de las compañías de productos de consumo ampara también mucha trampa y cartón a través de prácticas publicitarias engañosas. En numerosos casos, etiquetas, eslóganes, anuncios y reclamos juegan sutilmente con las palabras para no mentir, pero tampoco decir toda la verdad. Un ejemplo: una marca de pan de molde estampa en sus bolsas el lema «sin colesterol». La única manera de que el pan llevara colesterol sería que el panadero perdiera algún dedo dentro, ya que el colesterol es un lípido que actúa como componente esencial de las membranas de las CÉLULAS ANIMALES. Pero no parece probable que esta marca pretenda informar inocentemente al consumidor, sino más bien crearle la ficción de que su producto es más saludable que otros de la competencia. Naturalmente, es probable que los competidores se apunten al mismo reclamo para no ser menos, y así se difundirá entre los consumidores la falsa idea de que el pan lleva colesterol a no ser que se indique lo contrario.

Otro ejemplo es la etiqueta «sin gluten», también popularizada hoy por la errónea creencia de que estas proteínas causan algún efecto dañino en las personas no celíacas. Cada vez más productos de lo más variopinto se suman hoy a la moda de exhibir este lema, y ello pese a que el gluten solo está presente en los cereales. Imagino que la etiqueta «sin gluten» aporta tranquilidad a los compradores celíacos, pero tengo mis dudas de que sea este el propósito que motiva a las marcas para estampar este lema en productos que no tendrían por qué llevar cereales en su composición: si una salchicha se publicita como compuesta por un 100% de carne, añadir una etiqueta «sin gluten» es un reclamo publicitario tramposo.

Una marca de zumos se anuncia en televisión diciendo que “no les ponen azúcar”. Pese a la apariencia casual de la frase, la fórmula parece sospechosamente elegida para que el consumidor incauto caiga en la trampa de creer que se trata de zumos diferenciados de la competencia por no llevar azúcar. La ciencia nutricional actual está condenando a los azúcares (también naturales, como diría Gwyneth) como causantes de la enfermedad cardiovascular, y la fórmula más tradicional y correcta «sin azúcares añadidos» tal vez ya no sea suficientemente eficaz como reclamo publicitario; pero basta con sobreimpresionar en la pantalla un mensaje en letra pequeña aclarando que los zumos tienen todo el azúcar de la fruta para atravesar ese colador de malla gruesa que es la publicidad autorregulada.

Anuncios que esconden parte de la verdad, proclamas saludables sin fundamento demostrado, suplementos dietéticos que no suplementan nada que resulte útil suplementar… Hace unos días el mando a distancia de mi televisor me llevó por azar a un programa estadounidense llamado Shark Tank, en el que varios emprendedores trataban de conseguir financiación para sus negocios de un puñado de millonarios bastante ostentotes (palabra que acabo de inventarme). Varios de los negocios aspirantes vendían suplementos nutricionales o productos parafarmacéuticos, siempre naturales. Los inversores ametrallaban a los candidatos a preguntas sobre ventas, rentabilidad, distribución, competencia…

Ninguno de ellos hacía la que debería ser la pregunta fundamental: ¿realmente eso sirve para algo? No parecía importar lo más mínimo; obviamente, bastaba con que los compradores así lo creyeran. Los productos químicos sintéticos y los fármacos están estrechamente regulados por las leyes de los países, y por las comunitarias en el caso de la UE. Fuera de esas leyes está la jungla; tan natural como peligrosa y sembrada de trampas.

¿Qué es más probable, ganar el Euromillones o morir por un asteroide?

Me ha llamado la atención estos días que el sorteo de Euromillones se publicite apelando a la creencia en el destino, la idea según la cual –si no estoy mal informado– aquello que ocurre está ya previamente programado en alguna especie de superordenador universal, sin que los seres que pululamos por ahí podamos hacer nada para cambiarlo. «No existe la casualidad», dice una cuña en la radio.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

Pero mientras nadie demuestre lo contrario, el destino es algo que sencillamente no existe (aunque hay alguna hipótesis tan loca como interesante por ahí, de la que si acaso ya hablaré otro día). Es solo una superstición.

Seguramente pensarán ustedes que hay otros asuntos más importantes de los que preocuparse. Y tienen razón. Pero muchos de ellos no tienen cabida en este blog. En cambio, sí la tiene que la publicidad trate de incitar a los consumidores a comprar un producto sobre una estrategia comercial basada en una idea de cuya realidad no existe ninguna prueba. ¿Imaginan la reacción pública si los anuncios de Euromillones presentaran al feliz ganador del premio porque ha rezado para conseguirlo? Esto es hoy casi impensable. En cambio, la idea del destino resulta más popular porque encaja con la plaga de los movimientos New Age.

Es curioso que en España y en otros países el sector de la publicidad funcione por un sistema de autorregulación. Probablemente los expertos en la materia, entre los que no me cuento, me corregirían con el argumento de que esto no significa un cheque en blanco, sino que este autocontrol se inscribe en un marco legal establecido por las autoridades. Y no lo dudo; pero ¿qué sucedería si a otros sectores se les confiara la función de policías de sí mismos? ¿Encontrarían aceptable que se hiciera lo mismo con las farmacéuticas o los fabricantes de juguetes?

Prueba de que este autocontrol no es tan «veraz» como afirma ser es la abundancia de campañas que pasan este autofiltro con proclamas no apoyadas en ningún tipo de evidencia válida, y que a menudo tienen que ser denunciadas por los verdaderos vigilantes, asociaciones de consumidores y otras entidades ciudadanas.

El problema es que estas organizaciones solo pueden denunciar a posteriori, cuando gran parte del daño ya está hecho y alguien ya se ha lucrado vendiendo miles de pulseras mágicas del bienestar. ¿Se han fijado en que cierta marca alimentaria ha retirado de la publicidad de un producto las alegaciones de efectos beneficiosos para la salud, y que ahora limita sus proclamas a algo así como «sentirse bien» (un argumento irrefutable)? Sin embargo, el propósito ya está conseguido: doy fe de que al menos algún colegio incluye específicamente el nombre de dicha marca comercial en su información a los padres sobre qué alimentos están recomendados/permitidos en las meriendas de los niños.

Otro ejemplo lo tenemos en ciertos suplementos alimentarios que prometen beneficios de dudoso aval científico, y que en algunos casos se escudan en el presunto respaldo de organizaciones médicas privadas. Lo que no es sino un acuerdo comercial; es decir, un apoyo compensado económicamente. En el caso de uno de estos productos, sujeto a gran polémica pero que continúa anunciándose impunemente en la tele, incluso un portavoz de la organización médica en cuestión tuvo que reconocer a un medio que «daño no hacen».

Pero volviendo al caso de Euromillones, hay un agravante, y es que el sorteo en España depende de Loterías y Apuestas del Estado. Es decir, que entre todos estamos sosteniendo una campaña publicitaria cuyo mensaje es convencer a la gente de que tienen que comprar un boleto porque podría estar escrito desde hace años que van a ganar el gran premio. Insinuaciones como esta ya no aparecen siquiera en los anuncios nocturnos de videntes, que se cuidan muy bien de evitar cualquier referencia a la adivinación para no caer en la publicidad engañosa, preséntadose en su lugar casi como si fueran psicoterapeutas titulados.

Lo común, y lo legítimo, es que las loterías se anuncien con argumentos emocionales: sueños y deseos, o en el caso del sorteo de Navidad, los mensajes típicos de las fechas. Cada año participo en la lotería de Navidad como una tradición; no como una inversión, sino como un gasto navideño más. Nunca me he tocado ningún premio importante y sé que nunca me tocará. Respecto a los sorteos en general, siempre recuerdo aquella cita que se atribuye al matemático Roger Jones, profesor emérito de la Universidad DePaul de Chicago: «I guess I think of lotteries as a tax on the mathematically challenged«, o «pienso en las loterías como un impuesto para los que no saben matemáticas».

Y eso que las posibilidades de echar el lazo al Gordo de Navidad son casi astronómicas en comparación con sorteos como el Euromillones. A los matemáticos no suele gustarles demasiado que se hable de probabilidad en estos casos, ya que la cifra es irrelevante a efectos estadísticos. Prefieren hablar de esperanza matemática, cuyo valor determina si de un juego podemos esperar, como promedio, ganar o perder algo de dinero con nuestras apuestas. Y lógicamente, el negocio de las loterías se basa en que generalmente la esperanza matemática es desfavorable para el jugador.

Pero con permiso de los estadísticos, es dudoso que el jugador habitual del Euromillones realmente considere la esperanza matemática de unos sorteos en relación a otros con el fin de averiguar con cuáles de ellos puede llegar a final de año habiendo ganado algunos euros más de los que ha invertido. Este valor es útil para comparar unos juegos de azar con otros; pero si los organizadores de una lotería contaran con los jugadores profesionales, destacarían estos datos en su publicidad.

Para el jugador medio, el cebo es el bote: cuanto más bote, más juegan. Y la esperanza matemática les dirá muy poco, incluso comparando la de unos sorteos del Euromillones con otros del mismo juego. Para quien muerde el anzuelo, es más descriptivo comparar la probabilidad de hacerse millonario al instante con la de, por ejemplo, morir a causa de la caída de un meteorito.

Y aquí vienen los datos. La probabilidad de ganar el Euromillones (combinaciones de 50 elementos tomados de 5 en 5, multiplicado por combinaciones de 12 elementos tomados de 2 en 2) es de una entre 139.838.160. Repito con todas las letras: la probabilidad de ganar el Euromillones es de una entre ciento treinta y nueve millones ochocientas treinta y ocho mil ciento sesenta. O expresado en porcentaje, aproximadamente del 0,0000007%.

Y a efectos de esas comparaciones de probabilidad que no interesan a quien piensa en el Euromillones como posible alternativa a la ruleta o a las carreras de caballos, pero que sí interesan (o deberían hacerlo) a quien piensa en el Euromillones como posible alternativa a trabajar toda la vida, he aquí unos datos que tomo del experto en desastres naturales Stephen Nelson, de la Universidad Tulane (EEUU), y que estiman la probabilidad de terminar nuestros días por cada una de las causas que se detallan a continuación (datos para EEUU; algunos variarían en nuestro país, como los casos de tornado o accidente con arma de fuego):

Accidente de tráfico 1 entre 90
Asesinato 1 entre 185
Incendio 1 entre 250
Accidente con arma de fuego 1 entre 2.500
Ahogamiento 1 entre 9.000
Inundación 1 entre 27.000
Accidente de avión 1 entre 30.000
Tornado 1 entre 60.000
Impacto global de asteroide o cometa 1 entre 75.000
Terremoto 1 entre 130.000
Rayo 1 entre 135.000
Impacto local de asteroide o cometa 1 entre 1.600.000
Envenenamiento por botulismo 1 entre 3.000.000
Ataque de tiburón 1 entre 8.000.000
Ganar el bote del Euromillones 1 entre 139.838.160

Conclusión: según los datos de Nelson, es unas 87 veces más probable morir a causa del impacto de un asteroide o un cometa que ganar el bote del Euromillones. Todo esto, claro, siempre que uno crea en el azar. Pero hasta ahora no parece que exista una alternativa real, diga lo que diga la publicidad.

Este es el mejor monólogo sobre ciencia jamás escrito

Les aseguro que no les traería aquí un vídeo de 20 minutos y 46 segundos, en inglés y sin subtítulos en castellano, si no fuera porque es el comentario sobre el funcionamiento de la ciencia –y su comunicación– más atinado e informado, además de divertido, que jamás he visto en un medio televisivo (medio al que, todo hay que decirlo, no soy muy adepto). Si dominan el idioma, les recomiendo muy vivamente que lo sigan de cabo a rabo (el final es apoteósico). Y si no es así, a continuación les resumiré los fragmentos más sabrosos. El vídeo, al pie del artículo.

John Oliver. Imagen de YouTube.

John Oliver. Imagen de YouTube.

Su protagonista es John Oliver, humorista británico que presenta el programa Last Week Tonight with John Oliver en la HBO estadounidense. Oliver despliega un humor repleto de inteligencia e ironía, de ese que no suele abundar por aquí. Hace algo más de un año traje aquí una deliciosa entrevista de Oliver con el físico Stephen Hawking.

En esta ocasión, Oliver se ocupa de la ciencia, bajo una clara pregunta: ¿Es la ciencia una gilipollez? Naturalmente, el presentador no trata de ridiculizar la ciencia, sino todo lo contrario, criticar a quienes dan de ella una imagen ridícula a través de la mala ciencia y el mal periodismo.

Para ilustrar cuál es el quid, comienza mostrando algunos fragmentos de informativos de televisión en los que se anuncian noticias presuntamente científicas como estas: el azúcar podría acelerar el crecimiento del cáncer, picar algo a altas horas de la noche daña el cerebro, la pizza es la comida más adictiva, abrazar a los perros es malo para ellos, o beber una copa de vino equivale a una hora de gimnasio.

Sí, ya lo han adivinado: la cosa va de correlación versus causalidad, un asunto tratado infinidad de veces en este blog; la última de ellas, si no me falla la memoria, esta. Les recuerdo que se trata de todos aquellos estudios epidemiológicos del tipo «hacer/comer x causa/previene y». Estudios que se hacen en dos tardes cruzando datos en un ordenador hasta que se obtiene lo que se conoce como una «correlación estadísticamente significativa», aunque no tenga sentido alguno, aunque no exista ningún vínculo plausible, no digamos ya una demostración de causalidad. Pero que en cambio, dan un buen titular.

Naturalmente, a menudo esos titulares engañosos se contradicen unos a otros. Oliver saca a la palestra varias aseveraciones sobre lo bueno y lo malo que es el café al mismo tiempo, para concluir: «El café hoy es como Dios en el Antiguo Testamento: podía salvarte o matarte, dependiendo de cuánto creyeras en sus poderes mágicos». Y añade: «La ciencia no es una gilipollez, pero hay un montón de gilipolleces disfrazadas de ciencia».

Pero el humor de Oliver esconde un análisis básico, aunque claro y certero, sobre las causas de todo esto. Primero, no toda la ciencia es de la misma calidad, y esto es algo que los periodistas deberían tener el suficiente criterio para juzgar, en lugar de dar el ridículo marchamo de «lo dice la Ciencia» (con C mayúscula) a todo lo que sale por el tubo, sea lo que sea. Segundo, la carrera científica hoy está minada por el virus del «publish or perish«, la necesidad de publicar a toda costa para conseguir proyectos, becas y contratos. No son solo los científicos quienes sienten la presión de conseguir un buen titular; los periodistas también se dejan seducir por este cebo. Para unos y otros, la presión es una razón de la mala praxis, pero nunca una disculpa.

El vídeo demuestra que Oliver está bien informado y asesorado, porque explica perfectamente cómo se producen estos estudios fraudulentos: manipulando los datos de forma más o menos sutil o descarada para obtener un valor p (ya hablé de este parámetro aquí y aquí) menor del estándar normalmente requerido para que el resultado pueda considerarse «estadísticamente significativo»; «aunque no tenga ningún sentido», añade el humorista. Como ejemplos, cita algunas de estas correlaciones deliberadamente absurdas, pero auténticas, publicadas en la web FiveThirtyEight: comer repollo con tener el ombligo hacia dentro. Aquí he citado anteriormente alguna del mismo tipo, e incluso las he fabricado yo mismo.

Otro problema, subraya Oliver, es que no se hacen estudios para comprobar los resultados de otros. Los estudios de replicación no interesan, no se financian. «No hay premio Nobel de comprobación de datos», bromea el presentador. Y de hecho, la reproducibilidad de los experimentos es una de las grandes preocupaciones hoy en el mundo de la publicación científica.

Oliver arremete también contra otro vicio del proceso, ya en el lado periodístico de la frontera. ¿Cuántas veces habremos leído una nota de prensa por el atractivo de su titular, para después descubrir que el contenido del estudio no justificaba ni mucho menos lo anunciado? Oliver cita un ejemplo de este mismo año: un estudio no encontraba ninguna diferencia entre el consumo de chocolate alto y bajo en flavonol en el riesgo de preeclampsia o hipertensión en las mujeres embarazadas. Pero la sociedad científica que auspiciaba el estudio tituló su nota de prensa: «Los beneficios del chocolate durante el embarazo». Y un canal de televisión picó, contando que comer chocolate durante el embarazo es beneficioso para el bebé, sobre todo en las mujeres con riesgo de preeclampsia o hipertensión. «¡Excepto que eso no es lo que dice el estudio!», exclama el humorista.

Otro titular descacharrante apareció nada menos que en la revista Time: «Los científicos dicen que oler pedos podría prevenir el cáncer». Oliver aclara cuál era la conclusión real del estudio en cuestión, que por supuesto jamás mencionaba los pedos ni el cáncer, sino que apuntaba a ciertos compuestos de sulfuro como herramientas farmacológicas para estudiar las disfunciones mitocondriales. Según el humorista, en este caso la historia fue después corregida, pero los investigadores aún reciben periódicamente llamadas de algunos medios para preguntarles sobre los pedos.

Claro que no hace falta marcharnos tan lejos para encontrar este tipo de titulares descaradamente mentirosos. Hace un par de meses conté aquí una aberración titulada «La inteligencia se hereda de la madre», cuando el título correcto habría sido «Las discapacidades mentales están más frecuentemente ligadas al cromosoma X». No me he molestado en comprobar si la historia original se ha corregido; como es obvio, el medio en cuestión no era la revista Time.

Y por cierto, esta semana he sabido de otro caso gracias a mi vecina de blog Madre Reciente: «Las mujeres que van a misa tienen mejor salud», decía un titular en La Razón. Para no desviarme de lo que he venido a contar hoy, no voy a entrar en detalle en el estudio en cuestión. Solo un par de apuntes: para empezar, las mujeres del estudio eran casi exclusivamente enfermeras blancas cristianas estadounidenses, así que la primera enmienda al titular sería esta: «Las enfermeras blancas cristianas estadounidenses que van a misa tienen mejor salud». Y a ver cómo se vende este titular.

Pero curiosamente, la población del estudio no presenta grandes diferencias en sus factores de salud registrados, excepto en dos: alcohol y tabaco. Cuanto más van a misa, menos fuman y beben. Por ejemplo, fuma un 20% de las que no van nunca, 14% de las que acuden menos de una vez a la semana, 10% de las enfermeras de misa semanal, y solo el 5% de las que repiten durante la semana. Así que, ¿qué tal «Las enfermeras blancas cristianas estadounidenses que menos fuman y beben tienen mejor salud»?. Para esta correlación sí habría un vínculo causal creíble.

Claro que tampoco vayan a pensar que hablamos de conseguir la inmortalidad: según el estudio, las que fuman y beben menos/van a misa más de una vez por semana viven 0,43 años más; es decir, unos cinco meses. Así que el resultado final es: «El tabaco y el alcohol podrían robar unos cinco meses de vida a las enfermeras blancas cristianas estadounidenses». Impresionante documento, ¿no?

Pero regresando a Oliver, el presentador continúa citando más ejemplos de estudios y titulares tan llamativos como sesgados: muestras pequeñas, resultados en ratones que se cuentan como si directamente pudieran extrapolarse a humanos, trabajos financiados por compañías interesadas en promocionar sus productos… El habitual campo minado de la comunicación de la ciencia, sobre el cual hay que pisar de puntillas.

Oliver concluye ilustrando la enorme confusión que crea todo este ruido en la opinión pública: el resultado son las frases que se escuchan en la calle, como «vale, si ya sabemos que todo da cáncer», o «pues antes decían lo contrario». El humorista enseña un fragmento de un magazine televisivo en el que un tertuliano osa manifestar: «Creo que la manera de vivir tu vida es: encuentras el estudio que te suena mejor, y te ciñes a eso». Oliver replica exaltado: «¡No, no, no, no, no! En ciencia no te limitas a escoger a dedo las partes que justifican lo que de todos modos vas a hacer. ¡Eso es la religión!». El monólogo da paso a un genial sketch parodiando las charlas TED. Les dejo con John Oliver. Y de verdad, no se lo pierdan.