Por qué la incidencia acumulada no es un reflejo fiel de la evolución de la pandemia de COVID-19, y qué hacen los científicos para mejorarlo

Desde el comienzo de la pandemia de COVID-19, los científicos han discutido sobre un aspecto crucial: ¿cómo encontrar un indicador que ofrezca una imagen fiel de la evolución de la epidemia? Por supuesto que los epidemiólogos, profesionales acostumbrados a manejar datos estadísticos y, sobre todo, a saber cómo mirarlos, tienen sus técnicas contrastadas y fiables que hasta ahora venían funcionando adecuadamente.

Pero esta pandemia es un caso único en la historia. No por el hecho de la pandemia en sí, de las cuales la humanidad ha sufrido muchas, sino por otros motivos. Una pandemia en la era de internet, las redes sociales, la información global al segundo y la desinformación global al segundo, y además todo ello con un patógeno que circula oculto en la población de modo que, sin vacunas, hay cinco veces más contagiados asintomáticos que sintomáticos, por lo que existe una proporción mayoritaria de personas contagiadas que no saben que lo están o lo han estado. Dado que las vacunas reducen drásticamente la infección productiva en los tejidos diana del virus y por lo tanto disminuyen la transmisión, es de suponer que esta proporción entre asintomáticos y sintomáticos vacunados es aún mucho mayor, aunque aún no hay datos concretos.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Y ¿por qué todo esto es importante? En un primer nivel más básico, los epidemiólogos tienen un recuento de casos totales. Esto ha servido para monitorizar el progreso de la situación en anteriores epidemias a una escala mucho más pequeña, con brotes localizados, con patógenos que causan síntomas a la gran mayoría o a la totalidad de las personas infectadas, y cuando solo las personas con dichos síntomas son transmisoras.

El recuento de casos totales y de muertes totales es necesario para saber cuál es el balance final de la pandemia, y si se quiere comparar cómo ha sido en unos lugares respecto a otros, y cómo lo ha hecho nuestro país o nuestra región con respecto a otros países o regiones. Pero recordemos, cuando se habla de casos totales, en realidad no son casos totales, sino casos detectados, un número mucho menor que el anterior, dado que generalmente y salvo en algún cribado esporádico, el testado no es aleatorio, sino solicitado por las propias personas testadas. Si en todos los lugares del mundo el testado fuera el mismo (tipos de test, estrategias de testado, disponibilidad, etc.), simplemente se trataría de aplicar factores de conversión, dado que las cifras de unos y otros lugares serían comparables. Pero no es el caso.

Además, incluso sin esta limitación, el recuento de casos totales ofrecería un balance final, pero no un indicador dinámico que pueda evaluar cómo está evolucionando la epidemia en un lugar concreto en un momento determinado.

Para esto último, tradicionalmente los epidemiólogos han utilizado indicadores como la prevalencia o la incidencia acumulada. La primera ofrece una foto fija, en términos proporcionales de población infectada. Como en una película de las clásicas de celuloide, viendo sucesivos fotogramas puede obtenerse una idea del desarrollo de la trama. La prevalencia en movimiento da lugar a la incidencia, o cuántas personas adquieren la enfermedad durante un periodo determinado. Al avanzar estos periodos, se proyecta la película de la epidemia.

Este último, en su forma concreta de número de casos acumulados durante un periodo concreto (7 o 14 días) en un volumen de población determinado (normalmente, 100.000 habitantes) ha sido el indicador estrella de esta pandemia, el que principalmente las autoridades han transmitido a los medios y al público (aparte, por supuesto, del número de muertes) y el que se ha utilizado para poner o levantar medidas y restricciones. Y así, la población se ha acostumbrado a guiar su visión de cómo está evolucionando la epidemia en su ciudad, región o país de acuerdo a estas cifras.

Pero a lo largo de la pandemia, a las páginas de las revistas científicas han ido saltando comentarios de epidemiólogos que reflexionan sobre las carencias de esta especie de sistema universal de medición en el caso concreto de la pandemia que tenemos entre manos. Algunas de estas carencias ya se han mencionado: hay muchas más personas que tienen o han tenido el virus sin saberlo de las que saben que lo tienen o lo han tenido. Que los asintomáticos lleguen a estar enterados de su infección depende de múltiples circunstancias que varían en cada lugar, donde la disponibilidad de test no es la misma, ni el tipo de test (distintas marcas tienen diferentes tasas de falsos positivos y negativos), ni las estrategias de testado aplicadas por las autoridades, ni el rastreo de casos, o ni siquiera la propensión de cada persona a hacerse un test cuando nota algún síntoma o cuando conoce que ha estado en contacto con un positivo.

Incluso se ha advertido de que los propios indicadores de incidencia acumulada pueden convertirse en profecías autocumplidas: las autoridades y los medios informan de un aumento en la incidencia acumulada. Crece el nivel de alarma entre la población, y aumenta el número de personas que solicitan un test. Consecuencia: ascienden los positivos, y por lo tanto la incidencia acumulada. Y al revés.

Por no hablar del impacto del cambio en las estrategias de testado en un mismo lugar a lo largo del tiempo, o del cambio en los tipos de test utilizados o en su disponibilidad; por ejemplo, no es lo mismo si los test son gratuitos o tienen un coste, o en qué casos son gratuitos o no lo son, o si están disponibles en las farmacias sin prescripción médica o si solo se realizan en los centros sanitarios previa petición de cita, desplazamiento al centro y un largo tiempo de espera.

O por no hablar de cómo los casos sonados de brotes impulsan acciones concretas de testado masivo que llevan a aumentar la incidencia acumulada, y que podrían haber pasado completamente inadvertidos solo con que el número de casos sintomáticos hubiese sido lo suficientemente pequeño como para no llamar la atención, o incluso si se hubieran producido en unas circunstancias que no estuvieran tanto bajo el punto de mira de la opinión pública. Un ejemplo: los famosos viajes de fin de curso y otras reuniones de personas jóvenes.

Los epidemiólogos son perfectamente conscientes de todas estas limitaciones, y de la imposibilidad de controlarlas mediante factores de corrección universales. Y de sus curiosas implicaciones: por ejemplo, como ya conté aquí, un estudio encontró que el pico de transmisión (no de casos reportados y contabilizados) de la primera oleada en España en marzo de 2020 comenzó a descender unos cinco días antes de que se tomaran las primeras medidas contra la pandemia, y unos 10 días antes del confinamiento general. Ante este extraño resultado, contrario a lo intuitivo, los autores apuntaban posibles explicaciones relacionadas precisamente con las actitudes subjetivas de la población y con la evolución del testado.

Pero si los epidemiólogos son conscientes de todo esto, el problema es que son tantas las variables implicadas que no es fácil encontrar algo mejor, otro tipo de indicador que realmente refleje de forma más fiel cómo evoluciona la pandemia, cuál es la situación en un momento concreto y que además permita comparaciones en el espacio y en el tiempo.

Lo cual no quiere decir que no los estén buscando. Por ejemplo, un indicador que parece contar con el apoyo de numerosos expertos es la detección de los niveles del coronavirus en las aguas residuales. Varios epidemiólogos lo han destacado como un indicador más fiable que la incidencia acumulada para reflejar la evolución de la pandemia de COVID-19 en distintos lugares. Pero aunque este valor se está monitorizando en España y otros países, en cambio su difusión es mínima o nula, mientras prosigue obsesivamente la información diaria sobre el número de casos y el uso de esta cifra para tomar medidas.

El nivel de virus en las aguas residuales tiene aquello que los investigadores buscan: un valor representativo poblacional que puede medirse de forma consistente a lo largo del tiempo y sin verse afectado por los vaivenes en el testado, las tendencias sociales o las actitudes subjetivas de las personas. En resumen, lo que se hace en este caso es medir un proxy de la carga viral real en la población.

Ahora, un estudio publicado en Science por investigadores de Harvard —entre ellos, Marc Lipsitch, una de las voces más autorizadas durante la pandemia— aporta un nuevo indicador basado en la misma idea de monitorizar la evolución de la carga viral real en la población, pero a partir de los datos de los testados por PCR. «Los actuales enfoques de monitorización de la epidemia se basan en recuentos de casos, tasas de positividad de test y registros de muertes o de hospitalizaciones«, escriben los autores. «Sin embargo, estas métricas proporcionan un dibujo limitado y a menudo sesgado como resultado de los condicionamientos en el testado, muestreos no representativos y retrasos en el reporte«.

Antes de explicarlo, es necesario entender un concepto: el Cycle Threshold (Ct), o umbral de ciclos. Aunque el público esté acostumbrado a que una PCR es un test binario, que da un resultado positivo o negativo, en realidad no es así como funciona. La PCR, recordemos, es una técnica que trata de amplificar una secuencia genética concreta —del virus, en este caso— presente en una muestra como forma de detectar su presencia, lo cual se hace encadenando sucesivos ciclos de amplificación.

Pero las PCR aplicadas en el testado del virus son cuantitativas; no dan un resultado final, sino que van midiendo la eventual aparición de los fragmentos amplificados correspondientes al genoma del virus a lo largo de esos ciclos sucesivos. Como el sistema introduce errores, si el número de ciclos es excesivamente grande puede aparecer una señal que en realidad es un falso positivo. Por ello, hay que establecer un corte en un número determinado de ciclos; las muestras que rindan una señal por debajo de ese umbral de ciclos se cuentan como positivas, mientras que todo lo que esté por encima de ese corte se considera negativo.

Pero la información sobre el Ct de una muestra es importante, porque se corresponde con la carga viral que tiene dicha muestra: a menor Ct, mayor carga viral. Cuando una PCR se hace de forma más temprana después de la infección, lo habitual es que la carga viral sea mayor, y por lo tanto que el Ct sea más bajo. Así, el Ct da una medida probabilística del tiempo transcurrido desde la infección en los pacientes positivos.

Lo que proponen los autores del estudio es recopilar los valores de Ct en un muestreo aleatorio de población positiva en condiciones uniformes y reproducibles, repetido periódicamente a lo largo del tiempo. Las simulaciones que presentan en el estudio muestran cómo la incidencia acumulada o el recuento de casos puntuales pueden ofrecer la apariencia de que la epidemia está arreciando, cuando en realidad el análisis de los valores agregados de Ct en la población revela que el brote está en retroceso. «Una epidemia creciente necesariamente tendrá una alta proporción de individuos recientemente infectados con alta carga viral, mientras que una epidemia en declive tendrá más individuos con infecciones más antiguas y por lo tanto cargas virales menores«, escriben los autores.

Así, esta medida de los valores de Ct revela lo que realmente está ocurriendo en la calle, dado que se corresponde con el cálculo del número de reproducción dinámico del virus (Rt), o a cuántas personas como media está contagiando cada infectado en una fase concreta; si el Rt es alto, incluso con una incidencia acumulada baja, la epidemia está en crecimiento. Y por el contrario, aunque la incidencia acumulada sea alta, un Rt bajo indica que el brote está en retroceso.

La principal ventaja del sistema es evidente y muy convincente: permite conocer el estado y la evolución de la epidemia en una población sin depender del número de casos detectados o totales reales, ni de si hay más o menos diferencia entre estas dos cifras, y con independencia de cuáles sean las estrategias de testado, la disponibilidad de test, las condiciones en las que se facilitan, la decisión de las personas de solicitar un test o cualquier otra variable relacionada con el testado. Basta con hacer PCR de forma aleatoria a un número concreto de muestras positivas, y el método es válido incluso para un número pequeño, aunque mejor cuanto mayor sea la muestra.

Naturalmente, el método propuesto tiene también ciertas limitaciones técnicas que los autores repasan, y alguna no técnica que no repasan. Entre las primeras, la más obvia es la diferencia de protocolos y sistemas de qPCR (en tiempo real o cuantitativa) entre distintos laboratorios, lo que también podría introducir sesgos. Entre las segundas, por ejemplo, para obtener resultados consistentes y comparables se requerirían una planificación y una coordinación que, como desgraciadamente sabemos, no suelen producirse.

Pero un sistema como el propuesto por los autores, sustituyendo al actual recuento de casos y la incidencia acumulada —para cuyo abandono existen además otros argumentos aparte del más evidente, y es que pierde sentido a medida que aumentan las vacunaciones—, ayudaría a tomar las medidas efectivas en cada momento, las que de verdad van a funcionar, en lugar de los palos de ciego que habitualmente están dando las autoridades con sus ideas y venidas de restricciones, autorizadas o denegadas por jueces que se erigen de este modo en las verdaderas autoridades sanitarias sin tener el criterio necesario para ello. Naturalmente, esto último no son palabras de los autores del estudio; ellos se limitan a decir que el sistema permitiría una «mejor planificación epidémica y medidas epidemiológicas mejor dirigidas«.

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