Entradas etiquetadas como ‘células B’

¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

La inmunología revela pistas clave sobre la gravedad de la COVID-19

Suele sorprenderme que a nadie parezca sorprenderle la existencia de los anticuerpos. Piénsenlo un momento: toda proteína que se produce en el cuerpo lleva sus instrucciones de fabricación previamente escritas en el genoma, que hemos heredado de nuestros padres, y ellos de los suyos. Y sin embargo, llega un virus nuevo que antes no existía, como el SARS-CoV-2 de la COVID-19, y el organismo es capaz de fabricar unas proteínas, los anticuerpos, ajustadas a la forma de las proteínas del virus, los antígenos, como esas protecciones de espuma van recortadas alrededor del objeto que protegen. Incluso si algún día descubriéramos microbios en Venus y pudieran infectarnos, generaríamos anticuerpos contra los antígenos de Venus.

¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo es posible que nuestros genes puedan fabricar anticuerpos adaptados a la forma de antígenos que antes ni siquiera existían, con los que jamás ningún humano se había topado?

Este fue un enigma que torturó a los inmunólogos durante años, hasta que en los 70 lo resolvió el japonés Susumu Tonegawa. Y personalmente, fue la casi increíble solución la que me llevó a elegir la inmunología como especialidad de doctorado. Todos decían que el XXI sería el siglo del cerebro, y de hecho lo es; el encuentro entre neurociencias y computación aún nos reservará sorpresas alucinantes en las próximas décadas (por cierto, después de recibir el Nobel, Susumu se dedicó al cerebro). Muchos querían desentrañar los secretos del cáncer, la eterna lacra. Otros elegían la biotecnología vegetal por sus grandes posibilidades de desarrollo industrial.

Pero en cuanto a mí, no solo la respuesta a esa pregunta era la mayor maravilla de la naturaleza, sino que además la inmunología me parecía la cosa más importante del mundo. Porque es precisamente lo que nos protege del mundo.

Esta es la respuesta: en los linfocitos B, las células que producen los anticuerpos, los genes encargados de fabricar estas proteínas se reorganizan entre sí al azar, como cuando se utilizan las mismas piezas de Lego para hacer construcciones diferentes (esto se llama recombinación somática). En cada célula individual el resultado es distinto, y por ello cada célula produce un anticuerpo único, con una forma distinta. La consecuencia es que nuestro cuerpo está patrullado en todo momento por millones de células B preparadas para producir millones de anticuerpos distintos contra cualquier cosa, el polen de arizónica, la peste negra, el SARS-CoV-2, el antígeno venusiano o nada en particular.

Esto lo llevamos de fábrica; esas células ya existen previamente. Cuando el antígeno en cuestión nos invade, llega un momento en que casualmente se produce el encuentro entre él y su anticuerpo, y eso activa a la célula B correspondiente para multiplicarse y comenzar a inundar el torrente sanguíneo con millones y millones y millones de copias de esos anticuerpos concretos. La otra parte de la respuesta inmune adaptativa, los linfocitos T, utiliza también un mecanismo similar para colocar un receptor en su membrana que también reconoce los antígenos.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

En estos tiempos se ha confirmado que, en efecto, la inmunología es la cosa más importante del mundo: en ella confiamos para que nos saque de esta, gracias a las vacunas. Y como inmunólogo, aunque ya no ejerciente, me llena de orgullo y satisfacción, como decía aquel, que sean mis colegas, y no Bruce Willis ni Will Smith, quienes vayan a salvar el mundo.

En los últimos meses han sido tan intensos los estudios inmunológicos sobre la COVID-19 que incluso han llegado a desvelar nuevos secretos sobre cómo funciona el sistema inmune. Una de las grandes incógnitas es cómo pararlo para que no sobreactúe; entre los inmunólogos suele decirse que la mitad del sistema inmune sirve para frenar a la otra mitad, ya que demasiada respuesta puede ser peor que ninguna respuesta.

Como ya he contado aquí, en muchos de los pacientes más graves de cóvid –sucede también con otras infecciones– lo que les mata no es el virus, sino la reacción exagerada de su cuerpo contra el virus. El sistema inmune sobreactúa y sume al organismo en un grave estado de inflamación generalizada sin que sus mecanismos de control puedan impedirlo (se llama Síndrome de Liberación de Citoquinas o tormenta de citoquinas, o, de forma más general, Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica; esto incluye una complicación de la cóvid que ocurre de forma rara en niños). Y los enfermos mueren del éxito de su propia respuesta inmune.

Un nuevo estudio ha encontrado el porqué, o al menos uno de los más importantes porqués, aunque el cómo detenerlo llevará más tiempo. Un grupo de investigadores de la Universidad de Pittsburgh, el centro médico Cedars-Sinai de Los Ángeles y la Universidad Martin Luther de Alemania ha descubierto que la proteína Spike del SARS-CoV-2, la que el virus utiliza como llave para entrar en las células (y su principal antígeno; los test de anticuerpos detectan anticuerpos contra Spike, y los test de antígenos utilizan anticuerpos contra Spike para detectar si la persona tiene esa Spike, lo que revela la presencia del virus), tiene un trocito similar a un conocido superantígeno presente en algunas bacterias.

Un superantígeno es lo que su nombre indica: un antígeno capaz de provocar una superrespuesta. Y esa superrespuesta es mala; sume al cuerpo en esa vorágine inflamatoria que puede resultar fatal. En este caso, los científicos han encontrado en la proteína Spike una parte de estructura y secuencia muy similares a la enterotoxina B del estafilococo, un conocido superantígeno, y que no está presente en otros coronavirus parecidos como el del SARS original.

Este superantígeno se une directamente –este «directamente» es importante, porque es lo que hace a un antígeno «súper»– a los receptores de las células T mencionados arriba de forma no específica, provocando una estimulación de céluas que no están destinadas a responder contra ese patógeno, pero cuya sobreactivación lleva a la hiperinflamación. En bacterias, ese superantígeno produce el llamado Síndrome de Shock Tóxico (SST), una enfermedad que se hizo popular porque en algunos casos venía provocada por tampones demasiado absorbentes que se utilizaban durante demasiado tiempo; las bacterias crecían en los tampones y provocaban la enfermedad.

Los investigadores han comprobado también que, en las personas con cóvid grave y síntomas de hiperinflamación, ese presunto superantígeno efectivamente está funcionando como tal: en estos pacientes se ha encontrado una abundancia de células T con un repertorio concreto de receptores en sus membranas que revela una activación por el superantígeno.

Esta no es ni mucho menos la única pista que la inmunología está aportando en la lucha contra la pandemia. En los últimos meses se han publicado numerosos estudios que revelan cómo el sistema inmune responde a la infección del coronavirus, y cómo las personas con un determinado perfil inmunológico pueden tener mayor riesgo de padecer enfermedad grave. En particular, dos estudios recientes han encontrado que hasta un 14% de los pacientes graves –una minoría, pero importante– tiene una avería en su sistema de interferón I.

Los interferones son nuestros principales antivirales naturales, moléculas que produce nuestro propio organismo en respuesta a una infección viral para luchar contra el virus. Los humanos tenemos más de veinte, clasificados en tres tipos, I, II y III. En concreto, los investigadores han descubierto que ese grupo de pacientes tiene, o bien un defecto genético innato que afecta al funcionamiento de su interferón de tipo I, o bien anticuerpos que bloquean su interferón de tipo I.

Tener anticuerpos contra componentes de nuestro propio organismo es raro, pero no excepcional. En condiciones normales, nuestro sistema inmune sabe distinguir entre lo que es nuestro y lo que no: produce anticuerpos y células T contra los antígenos extraños, pero aprende a tolerar nuestras propias proteínas; por eso es clave la compatibilidad en los trasplantes, para que el organismo no rechace el órgano nuevo como algo ajeno. Sin embargo, a veces esa regulación no funciona bien y el sistema nos ataca a nosotros mismos, provocando enfermedades autoinmunes como el lupus, la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide y otras. En el caso de ese grupo de pacientes de cóvid, se ha observado que producen anticuerpos contra su interferón de tipo I. En condiciones normales, probablemente esto no les produce ningún trastorno, pero les dificulta luchar contra el virus en caso de infección.

En la práctica, todos estos hallazgos aportan pistas que pueden ayudar a enfocar los tratamientos para salvar vidas. Dado que para los virus no existe una bala mágica como los antibióticos contra las bacterias, los tratamientos deben ser mucho más específicos, no ya dependiendo del virus concreto, sino de cómo afecta a cada perfil de paciente. Los pacientes con un defecto de interferón de tipo I podrían recibir una suplementación terapéutica de este antiviral que les falta; los que producen anticuerpos contra este interferón podrían beneficiarse de un tratamiento con interferón de otro tipo o con reactivos que bloqueen su autoanticuerpos. Y en general, saber qué perfiles inmunológicos son los más propensos a desarrollar una respuesta dañina puede informar a los médicos sobre qué tipo de inmunomoduladores utilizar en cada caso: esteroides, bloqueantes de la tormenta de citoquinas, inmunoglobulina intravenosa (que contiene anticuerpos contra el superantígeno del estafilococo)…

No, por desgracia, el antiviral único y milagroso que aparece en las películas (a veces erróneamente llamado antídoto) no existe en la realidad, y es dudoso que vaya a existir alguna vez. De todos los antivirales que ya se conocen y que se emplean contra distintos virus, no hay ninguno de eficacia equiparable a la de un antibiótico contra las bacterias. Los virus son bichos extremadamente duros de pelar; por algo son los organismos (sí, en mi opinión son seres vivos) más abundantes de la Tierra. Y por ello la clave para luchar contra ellos no está tanto en ellos como en nosotros, en aprender a domar nuestro propio sistema inmune para que luche contra el virus sin matarnos en la batalla.