Entradas etiquetadas como ‘contagio del coronavirus’

Esto es lo que dura activo el virus de la COVID-19 en el aire

Hace unos meses, en la cafetería del Parador de Gijón observé sobre una encimera un cacharro que parecía una lamparita; una de esas que realmente no dan luz y que pretenden aparentar decoración de vanguardia hasta que pasan de moda y entonces quedan como decoración de retaguardia. Pero el camarero explicó que no era eso, sino un monitor de CO2: verde, bien; amarillo, abrir las ventanas; rojo, desalojar hasta que vuelva el amarillo.

No soy cliente habitual de bares ni restaurantes, así que no puedo juzgar ni siquiera por impresión personal si aquello era una excepción insólita o si ya existen muchos locales con medidores de este tipo. Ojalá sea lo segundo. Porque desde luego, si no es lo segundo, entonces es que la torpeza del ser humano no se cura ni con seis millones de muertos.

Pero con independencia de que muchos o pocos hosteleros hayan adoptado esta simplicísima medida, que no lo sé, lo que sí es constatable es que los gobiernos que nos gobiernan y los legisladores que nos legislan, estatales, autonómicos o de comunidad de vecinos, continúan silbando, mirando para otro lado y rascándose el ombligo en todo lo relativo a las medidas de calidad del aire. Que son LA MEJOR arma contra la pandemia de COVID-19. En su lugar, se sigue hablando de mascarilla sí, mascarilla no, mascarilla tralará.

Sí, las mascarillas funcionan (hasta cierto punto). Pero como ya he repetido aquí una y otra vez, las mascarillas han sido un parche, una chapuza de emergencia, incómoda e indeseable, cuando no teníamos otro modo de enfrentarnos al virus. Después de más de dos años, se diría que ya ha habido tiempo más que suficiente para cambiar el parche por medidas serias y definitivas de calidad del aire de cumplimiento obligatorio en todos los espacios públicos cerrados, que los expertos han pedido hasta la ronquera.

Pero es evidente que esto no ha ocurrido. El riesgo de contagio se sigue dejando a la mascarilla. No es asunto de los hosteleros ni de los dueños de los locales. No es su aire. Como si se sirvieran agua o comida sin el menor control sanitario, y allá cada cual si enferma, no haber bebido o comido, qué culpa tendrá el dueño. En resumen: que aún sigamos hablando de mascarillas, dos años y pico después, revela el fracaso de la respuesta contra la pandemia.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

Partículas virales del SARS-CoV-2 al microscopio electrónico de transmisión. Imagen de NIAID.

En la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) la microbióloga de la Universidad Napier de Edimburgo Stephanie Dancer escribía hace unos días: «Es hora de una revolución en el aire de interiores». En fin, lo mismo que otros cientos de expertos en todo el mundo han repetido hasta la saciedad. «Se espera que las autoridades de salud pública desarrollen directivas prácticas e inclinen a la gente y a los locales hacia una mayor seguridad». Se espera. Y seguimos esperando, mientras nadie hace nada.

El artículo de Dancer venía a propósito de una nueva revisión de estudios sobre la transmisión del SARS-CoV-2 por aerosoles publicada el mismo día en BMJ. Habrá a quienes les sorprenda que a estas alturas se sigan publicando estudios y revisiones sobre la transmisión por aerosoles. Pero no debería; eso es precisamente lo que distingue a la ciencia de todo lo demás, que continúa indagando, obteniendo nuevos datos, validando sus afirmaciones, revisándolas y refutándolas si es necesario. Frente a quienes dicen que ellos ya sabían desde el principio que eran los aerosoles, la ciencia no sabe nada desde el principio, sino solo al final. Y el hecho de que esta conclusión final pueda coincidir a veces con lo que a algunos les daba en la nariz no convierte a esos de la nariz en científicos; científico es quien investiga para saber, no quien ya sabía.

Y sí, la nueva revisión valida una vez más la transmisión por aerosoles: «La transmisión del SARS-CoV-2 por el aire a larga distancia podría ocurrir en lugares de interior como restaurantes, centros de trabajo y locales de coros, y un insuficiente recambio del aire probablemente contribuya a la transmisión», escriben los autores, de la UK Health Security Agency. «Estos resultados refuerzan la necesidad de medidas de mitigación en interiores, sobre todo una adecuada ventilación».

Además, con las últimas subvariantes de Ómicron las reglas del juego han cambiado radicalmente. El virus ancestral de Wuhan (el original) tenía una infectividad tan baja que por entonces el riesgo de contagio en exteriores se consideraba mínimo o prácticamente inexistente, a juzgar por los estudios de aquellos primeros tiempos. Con un número de reproducción básico (R0, recordemos que este es el número medio de personas a las que contagia cada infectado en una población sin inmunidad y mezclada al azar) de en torno a 3,3, era necesario un contacto muy estrecho y prolongado para contagiarse al aire libre, a pesar de que a posteriori algunos sectores políticamente interesados, pero científicamente desinformados, hicieran tanto ruido con aquello del 8-M de 2020 (que de todos modos y por principio de precaución no debería haberse celebrado, ya que por entonces aún no se conocía la infectividad del virus; pero una cosa es que debiera haberse suspendido, y otra que en la práctica tuviera un impacto real en la expansión de los contagios, que no fue así).

Pero con las nuevas variantes, todo ha cambiado. En la mayoría de ellas se ha cumplido que las que reemplazan a las anteriores tienen mayor infectividad. Y para las Ómicron BA.4 y BA.5, alguna estimación ha calculado que su R0 se ha disparado a un brutal 18,6. Implica que estos virus serían los más contagiosos jamás conocidos, tanto como el sarampión, del cual se contagian 9 de cada 10 personas no vacunadas que están cerca de un infectado. Lo cual aumenta enormemente el riesgo de contagio también en aglomeraciones al aire libre, como los festivales que se celebran en esta época. Y aún queda por estimar la infectividad de la nueva subvariante de segunda generación Ómicron BA.2.75 detectada primero en India (a la que algunos en redes sociales han apodado «Centaurus»), pero que podría ser incluso más infecciosa que las anteriores.

Un nuevo estudio publicado en PNAS ha analizado la dinámica del riesgo de contagio por aerosoles en interiores, aportando datos sobre cuánto dura el virus infeccioso en el ambiente. Los autores, de la Universidad de Bristol, han medido cuál es la infectividad del virus en al aire a lo largo del tiempo y a distintas temperaturas y humedades, en condiciones controladas de laboratorio.

Los resultados indican que, en condiciones de baja humedad relativa (menor del 50%), solo 10 segundos después de exhalarse el aerosol la infectividad ya ha descendido a la mitad, debido a que las gotitas del aerosol se secan y cristalizan. En condiciones de alta humedad, como ocurriría en las zonas de costa, el virus en el aire se mantiene activo durante más tiempo: comienza a perder infectividad a los 2 minutos, a los 5 minutos ha perdido el 50%, y a los 10 minutos el 90%. En cambio, la temperatura no afecta demasiado. Estos efectos de las condiciones ambientales coinciden a grandes rasgos con lo descrito previamente en otros estudios, pero en cambio estos nuevos datos rebajan drásticamente la vida media infectiva del virus en el aire, que hasta ahora se estimaba en 1 o 2 horas.

Debo aclarar que estos datos no deben utilizarse como guía práctica para valorar el riesgo en interiores en situaciones reales. Es un solo estudio (aunque muy bueno), y en condiciones controladas de laboratorio. También conviene mencionar que los experimentos se refieren a variantes antiguas, como Alfa y Beta, y no a las nuevas. Según los autores, «no hay razón para creer que las medidas en este estudio no sean representativas de variantes posteriores del virus». Pero también hay algún estudio de hace unos meses según el cual Ómicron es más estable en superficies que variantes anteriores, y no puede darse por hecho que la estabilidad en aerosoles sea la misma.

Pero en cambio, hay dos conclusiones interesantes con las que conviene quedarse. Primera, en una época en que los humidificadores de aire se han convertido en una especie de electrodoméstico de moda que muchas veces se usa sin necesidad, ni sin que quien lo usa sepa realmente por qué lo usa, algo que subrayan este y otros estudios es que el aire seco es mejor para evitar la transmisión del virus: «El aire seco puede ayudar a limitar la exposición general», escriben los autores.

Segunda, el estudio confirma la validez de los monitores de CO2 para medir el riesgo de exposición al virus. Aunque esto es algo bastante aceptado, algunos expertos todavía no están del todo convencidos. Pero además de que un exceso de CO2 en una habitación es siempre señal de aire viciado y mala ventilación, el nuevo estudio revela que la evaporación del CO2 de las gotitas de los aerosoles parece ser en parte responsable de esa pérdida de infectividad del virus por un aumento del pH de las gotitas (baja su acidez, sube su alcalinidad; el CO2 disuelto forma ácido carbónico, el de las bebidas con gas). Por lo tanto, en una habitación con mucho CO2, este gas mantendrá más bajo el pH de las gotitas y por tanto favorecerá la infectividad del virus.

Claro que de poco servirán todos estos estudios mientras las autoridades sigan mirando para otro lado. Como conté aquí, la situación la resumía en pocas palabras el especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan: tomar medidas para asegurar la calidad del aire cuesta dinero a los gobiernos y a los negocios. Así que prefieren que sigamos con el mascarillas sí, mascarillas no.

Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (2)

Ayer vimos aquí lo que dice la ciencia sobre el riesgo de contagio en exteriores. Hay un segundo capítulo: ¿sirven las mascarillas para reducir este riesgo ya de por sí muy escaso? Debemos recordar que, pese a que muchos atribuyen a las mascarillas una cualidad mágica de protección total, en realidad no es así. Las mascarillas reducen el riesgo, no lo eliminan.

En el mayor ensayo clínico hasta ahora, que ya comenté aquí, se observó que las mascarillas reducían el riesgo al menos en un 10%; probablemente la reducción sea algo mayor, incluso bastante mayor en algunas circunstancias. Pero nunca se debe caer en el error de pensar que la mascarilla es una garantía contra el contagio, dado que en todos los estudios la protección obtenida siempre es parcial. En interiores, la distancia continúa siendo una medida necesaria aunque se utilice mascarilla (suponiendo una ventilación adecuada, ya que en caso contrario no hay distancia segura, ni siquiera con mascarilla).

Un preprint reciente de la Universidad de California, basado en casos reales con controles, estima que en situaciones de alto riesgo la mascarilla puede reducir el peligro de contagio hasta en un 48%, que aumenta en las personas vacunadas a un 68% (una dosis) o a un 77% (pauta completa), y que el efecto protector se nota sobre todo en exposiciones al virus en interiores y de más de tres horas (una vez más, no en la situación de cruzarse casualmente con otras personas en la calle).

Sin embargo, en Nature otros investigadores han criticado que el diseño del estudio podría sobreestimar la protección de las mascarillas. Pero aunque el estudio no está dedicado a analizar el efecto de la mascarilla específicamente en exteriores, de sus datos los investigadores concluyen: «No se observan efectos estadísticamente significativos del uso de mascarillas entre los participantes que solo estuvieron expuestos al virus al aire libre«. La explicación es que, si el riesgo en exteriores es muy bajo y las mascarillas protegen solo parcialmente, es probable que la protección adicional que puedan ofrecer respecto al descenso de riesgo por el ambiente exterior sea estadísticamente insignificante.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Tanto este estudio como muchos otros han considerado situaciones en interiores y exteriores. Hasta donde sé, no hay grandes estudios fiables que hayan analizado específicamente el efecto de la mascarilla para reducir el riesgo de contagio solo en exteriores. Por lo tanto este es un terreno sobre el que solo se puede decir que aún no hay evidencia científica sólida, ni a favor ni en contra, más allá de que podamos especular con que el efecto protector observado en interiores, o en estudios que no distinguen entre interiores y exteriores, podría aplicarse al caso exclusivo de exteriores.

Existen casos anecdóticos en los que no se ha encontrado protección por la mascarilla en exteriores. Por ejemplo, en un campamento de verano en Georgia (EEUU) en el que se produjo un gran brote, y en el que se combinaban ambientes exteriores e interiores (los participantes dormían en cabañas), no se observaron diferencias de contagios entre quienes usaban mascarilla y quienes no. Es, repito, una observación anecdótica que no puede tomarse como dato científico. Pero está en consonancia con el estudio de California, apuntando a la posibilidad de que, cuando el riesgo es bajo, tal vez la mascarilla no aporte una significativa protección extra.

En definitiva, no existen pruebas suficientes, directas y concretas de la protección de las mascarillas en exteriores, pero incluso si extrapolamos los resultados generales sobre el uso de mascarillas, como mucho podrían ofrecer una pequeña reducción de un número de contagios ya de por sí muy pequeño. A propósito de la mascarilla, los autores del estudio francés que cité ayer escriben:»Con respecto a la cuestión de cuándo llevarla, la respuesta no es obvia, aunque está claro que llevarla día y noche en toda circunstancia no es realista«. Y añaden: «Incluso en zonas atestadas, el riesgo al aire libre es mucho menor que en interiores. Desde este punto de vista, debe notarse que ciertas decisiones tomadas por las autoridades públicas pueden aparecer como absurdas para la gente. Esta opinión basada en el sentido común queda confirmada por el presente estudio«.

Con todos estos elementos, el juicio sobre si tiene algún sentido la medida tomada por el gobierno de imponer de nuevo la obligación del uso de mascarillas en la calle ya puede quedar a criterio de cada cual. En el título está el mío.

Cuando la ministra de Sanidad Carolina Darias habla de que tienen estudios según los cuales esta es una medida avalada por la ciencia, debería explicar a qué ciencia se refiere. Porque quizá en cuestiones de seguridad, defensa, política u otras materias uno pueda tener estudios secretos y confidenciales que no tienen los demás. La ciencia no funciona así; es imperfecta, tiene sus muchos defectos, se equivoca, rectifica. Pero si tiene algo bueno es que solo es ciencia aquello que ha sido revisado por otros científicos y está disponible para la comunidad científica en general. La ministra Darias no tiene ciencia que nadie más tiene. Y la ciencia que tenemos todos no avala lo que ella dice que avala.

Pero, además, si la medida decretada por sí sola puede decirse que es completamente inútil, y se convierte en una aberración en el contexto del resto de no-medidas, cuando una persona está obligada a llevar mascarilla por la calle pero puede quitársela al entrar en casi cualquier recinto interior, por último están las excepciones, el disparate final. Si no lo he entendido mal, puede prescindirse de la mascarilla en «entornos naturales» cuando hay distancia, o corriendo por la calle.

Respecto a lo primero, es evidente que en el campo no hay riesgo. Pero pensar que los llamados «entornos naturales» entrañan un menor peligro de contagio que los entornos construidos, por el mero hecho de ser «naturales» (ya que no se contempla la misma regla en los construidos), es algo que raya en la pseudociencia. En una playa, una de las excepciones contempladas, donde la gente está reunida en grupos durante horas, estática y próxima a otros grupos, el riesgo es mayor que caminando por una calle transitada, como ya he repetido a la luz de todos los estudios.

Y, segundo, ¿corriendo por la calle? Entre los pocos casos demostrados de contagios en exteriores están precisamente los de deportistas que corren juntos. Al correr se respira con mayor fuerza que en reposo, y este es un factor de riesgo del contagio en exteriores. Precisamente son los corredores quienes deberían llevar mascarilla con mayor motivo que quienes simplemente están paseando, y más aún en carreras multitudinarias. Es de suponer que el gobierno ha decidido contemplar esta excepción porque debe de ser molesto correr con mascarilla. Pero ¿es que acaso han tenido en cuenta la comodidad de 48 millones de personas que llevan ya dos años sujetas a privaciones y restricciones, muchas veces arbitrarias o inútiles?

Una reflexión final. Frente a todo lo contado aquí ayer y hoy, habrá quien pueda oponer una objeción, y es que todos los estudios citados se refieren a variantes anteriores a la Ómicron. Esta última, se dice, es más contagiosa, y por lo tanto las precauciones deben ser mayores.

Pero dado que aún nadie tiene este tipo de estudios sobre Ómicron, tampoco los tiene Darias. Debe entenderse que la ciencia aún tendrá que desentrañar cómo Ómicron es más contagiosa: ¿hay mayor liberación de partículas en el mismo tiempo? ¿Durante más tiempo? ¿Son las partículas más infectivas? ¿La dosis infectiva es menor? Sin que la ciencia dilucide todo esto, lo cual quizá aún tarde meses, uno podrá tomar las decisiones que le parezca, pero no puede decir que están avaladas por la ciencia.

Incluso si finalmente la conclusión fuese que las mascarillas en la calle pueden prevenir alguna pequeña cuota de contagios por Ómicron que no se habrían producido con las variantes anteriores, esto no cambia el hecho de que el balance del beneficio conseguido frente a los perjuicios ocasionados por la obligatoriedad general de las mascarillas en la calle continuará siendo enormemente desfavorable, ni el hecho de que la medida seguirá siendo absurdamente contradictoria con la situación en recintos interiores.

Ni Ómicron es Omega (no es la última variante que vamos a ver), ni sabemos cuándo va a terminar la pandemia. Con dos años de experiencia y aprendizaje, con una población ya cansada, con niños que empiezan a tener uso de razón y que no recuerdan cómo era la vida antes de la pandemia, ya es hora de que los gobernantes dejen de tratar a sus gobernados como estúpidos, incluso si algunos lo son. Una campaña informativa que explicara en qué situaciones y por qué es recomendable usar la mascarilla en exteriores, incluso un sistema de alertas que avisara de cuándo ciertas condiciones atmosféricas generales o locales pueden aumentar el riesgo de contagio al aire libre, estaría al menos algo más cerca de la ciencia real que esos papeles que Darias mueve nerviosamente sobre la mesa sin razón aparente cuando le preguntan por la ciencia que respalda su medida.

Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (1)

Es comprensible que haya crecido una avalancha de indignación, por no decir cabreo, contra la medida del gobierno de reinstaurar el uso obligatorio de la mascarilla en exteriores en todo momento, con ciertas excepciones que no sé si alguien habrá llegado a comprender bien, incluyendo a quienes han tomado esta decisión.

Sobre si hay algún tipo de motivación política detrás de esta decisión, quienes entiendan de ello deberán analizarlo, yo no sé. Pero más allá de la indignación y el cabreo, merece la pena volver sobre lo que dice la ciencia respecto a los contagios en exteriores y el uso de la mascarilla para tratar de dilucidar si existe el aval científico que defendía la ministra de Sanidad Carolina Darias, o al menos tratar de entender a qué se refería cuando hablaba de aval científico. Si es que se refería a algo.

En primer lugar, sobre los contagios en exteriores. Para nadie será ya una sorpresa que contagiarse al aire libre es mucho más difícil que en recintos cerrados. Suele citarse la cifra de que el riesgo es 20 veces mayor en interiores que en exteriores. La cifra procede de una revisión publicada hace un año que agregaba los estudios publicados hasta entonces, y que llegaba a la conclusión de que menos de uno de cada diez contagios se produce al aire libre, siendo la transmisión en interiores 18,7 veces más probable.

La revisión recogía también los casos descritos en los estudios de transmisión al aire libre: durante una conversación prolongada, entre personas que corrían juntas o en reuniones de varios días. En otros casos había una mezcla de ambiente exterior e interior, como en un campamento de verano y en un edificio en construcción. Los autores mencionan también que, una vez concluido su análisis y durante el proceso de publicación, surgieron noticias en distintos países sobre brotes provocados por grandes aglomeraciones al aire libre. Pero nótese que esto no se refiere a una situación como el tránsito por una calle concurrida, sino a eventos como conciertos, festivales o competiciones deportivas, sobre todo si duran varios días.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

La Gran Vía de Madrid el pasado noviembre. Imagen de Víctor Lerena / Efe / 20Minutos.es.

Otras investigaciones posteriores han venido a confirmar que el riesgo en exteriores es mucho menor. Por citar alguno, un estudio francés publicado en julio de 2021 que modelizaba la transmisión del virus en interiores y exteriores en distintas condiciones meteorológicas concluía que el riesgo en interiores generalmente es de varios órdenes de magnitud superior (entre 10 y 1.000 veces).

Según el modelo utilizado por los autores, solo en determinadas circunstancias específicas puede existir un riesgo comparable en exteriores: en situaciones de inversión térmica, cuando el aire caliente queda atrapado cerca del suelo, con una atmósfera muy estable y sin viento, y especialmente donde haya aglomeraciones. Según los autores, esto podría explicar las observaciones de otro estudio según las cuales las bolsas de contaminación atmosférica sobre las grandes ciudades o el polvo sahariano en Canarias podrían haber contribuido a la expansión de los contagios.

Otro estudio italiano publicado en febrero, también de modelización, estimaba que en circunstancias normales la concentración del virus en un espacio abierto sin grandes aglomeraciones es inferior a una copia por metro cúbico de aire, en el peor de los casos y suponiendo un 25% de población infectada. Los investigadores aplican su modelo a las ciudades de Milán y Bérgamo, y calculan que, con un 10% de población infectada, haría falta que una persona susceptible respirase de una sola vez el equivalente al aire de 31,5 días seguidos para llegar a infectarse, y 51,2 días en Bérgamo. «Por lo tanto, la probabilidad de transmisión aérea debida a aerosoles de la respiración es muy baja en exteriores«, concluyen. También concluyen que la interacción del aerosol viral con las partículas atmosféricas de contaminación no aumenta el riesgo de infección.

Esto último también es interesante, ya que se ha especulado con la posibilidad de que las partículas, como las de la contaminación en las ciudades o el humo del tabaco, puedan aumentar el riesgo de infección. Incluso algunos famosos opinadores poco informados han seguido propagando el bulo de que el humo del tabaco aumenta el riesgo de infección, a pesar de que nunca ha existido evidencia científica de esto (solo el deseo muy fuerte de algunos de que sea cierto). Una razón por la que una persona infectada fumando sí podría suponer un mayor riesgo para otros es que al expulsar el humo se exhala con más fuerza que con la respiración normal, lo que puede proyectar el virus a mayor distancia; no por el humo en sí, sino por la fuerza con la que se expulsa. Pero esto se aplica del mismo modo a toda situación en la que se respire con más fuerza de lo normal; por ejemplo, hablando a gran volumen, gritando, cantando o haciendo ejercicio físico.

Hay dos estudios interesantes que hablan de situaciones en las cuales el riesgo de transmisión en exteriores podría aumentar. En uno de ellos, investigadores indios muestran que cuando un viento de más de 8 km/h sopla en la misma dirección que una tos, la distancia a la que pueden llegar las partículas virales se extiende un 20%, y aún más a mayores velocidades del aire. Sin embargo, es importante subrayar que los autores solo han modelizado la dinámica de fluidos del chorro de partículas, no el riesgo de infección ni sus efectos reales, y que los estudios han mostrado que una tos o un estornudo esporádicos representan un riesgo mucho menor que estar inspirando la respiración de otra persona durante largo rato —por ejemplo durante una conversación cara a cara—, especialmente si, según lo ya dicho, se habla en voz alta, se canta o se hace ejercicio físico.

En el otro estudio, investigadores de EEUU han comparado la evolución de los contagios entre marzo y diciembre de 2020 con las condiciones meteorológicas, mostrando que, durante los meses más templados en los que se supone que la gente prefiere reunirse en exteriores, hay un aumento de los contagios de hasta el 45% cuando la velocidad del viento es inferior a 8,85 km/h, supuestamente porque las partículas del virus se dispersarían menos.

Aunque el resultado es interesante, hay que interpretarlo con cautela, como hacen los propios autores. Los estudios en los que se comparan series inconexas de datos que no nacieron para ser comparadas entre sí pueden dar lugar a aparentes correlaciones que son simplemente casuales. Las críticas a este tipo de estudios dieron lugar a famosos ejemplos como el que demostraba una mayor incidencia de brazos rotos en los servicios de urgencias en las personas de un signo zodiacal concreto, o cómo los ahogamientos en piscinas aumentaban cuando Nicolas Cage estrenaba una película. También hice mi pequeña contribución a propósito de los bulos sobre el autismo, demostrando cómo el presunto aumento de la incidencia de los trastornos del espectro autista viene causado por la importación de petróleo en China, la facturación de la industria turística global o el crecimiento de las personas centenarias en Reino Unido. Correlación no significa causalidad.

En el caso del estudio del viento, los autores no han analizado los casos concretos de reuniones al aire libre ni los contagios producidos en ellas en unas y otras circunstancias, ni han estudiado la evolución de la actividad interior/exterior ni ningún otro parámetro parecido. Simplemente han tomado, por un lado, la evolución de los contagios, y por otro, el tiempo que hacía a lo largo de esos meses. El análisis es interesante y descarta algunas variables de confusión, pero los propios autores reconocen: «No podemos afirmar de forma concluyente que el viento fuerte proteja a las personas«.

En resumen, de todo lo anterior podemos concluir algo que ya la mayoría tiene en mente: el riesgo de contagiarse en exteriores es muy bajo. Y cuando se habla del aumento de riesgo en aglomeraciones, hay que entender que esto no se refiere al tránsito de personas que se cruzan durante un instante en la calle, sino a situaciones como conciertos, fiestas o eventos deportivos, reuniones en las que las personas permanecen estáticas o en grupo durante largo rato, sobre todo si hablan en voz alta, ríen o cantan. Por poner ejemplos concretos, una calle Preciados de Madrid en horario comercial no sería una situación de especial riesgo; la Puerta del Sol en Nochevieja, sí. En el caso de la calle Preciados, el riesgo aparecería cuando esas multitudes invaden los recintos cerrados, sobre todo si en ellos no utilizan mascarilla (bares y restaurantes).

Hasta aquí, lo referente al riesgo de contagio en exteriores. Mañana veremos lo que dice la ciencia respecto al uso de la mascarilla al aire libre.

El colegio aumenta el riesgo de COVID-19 en casa, pero las medidas pueden mitigarlo

Una de las grandes incógnitas científicas de esta pandemia es la relevancia que las escuelas pueden tener en la expansión del virus de la COVID-19. Nótese la palabra clave de esta frase: incógnitas «científicas«. Porque mientras las autoridades de aquí han actuado como si el virus no se transmitiera en los colegios –a pesar de que los brotes se cuenten uno tras otro–, en cambio los verdaderos expertos, los científicos, aún no lo saben. Por eso lo estudian.

Se ha publicado ahora en Science un estudio muy revelador al respecto, que ya a principios de marzo conocimos todavía como prepublicación en internet. Los autores, de la Universidad Johns Hopkins, han aprovechado los datos de una encuesta masiva en EEUU, en colaboración con Facebook y con la Universidad Carnegie Mellon, que rinde medio millón de respuestas a la semana. Desde noviembre, la encuesta incluye preguntas sobre la asistencia de los niños al colegio, desde Educación Infantil hasta Bachillerato (sus equivalentes en EEUU), lo que ha permitido estudiar la posible correlación entre la escolaridad presencial y la entrada del virus en los hogares.

Nótese que el objetivo de los investigadores no ha sido analizar el riesgo de contagio de los propios niños ni de los profesores, sino de las familias de los niños. Lo cual es muy certero, dado que está en la línea de lo defendido aquí: cuando se dice que la culpa de los contagios está en los hogares, esto es solo un abracadabra para confundir a la gente y conseguir que mire hacia otro lado, no a donde se está haciendo el truco. Por supuesto que el virus se contagia en casa. Pero no entra por el buzón ni volando por la ventana, sino que lo trae alguien que se ha contagiado en el colegio, el bar, el trabajo… Para reducir los contagios en los hogares hay que tomar medidas en otros lugares que no son los hogares.

Sí, el estudio es una mera correlación de datos, pero de las más exhaustivas que puedan hacerse: más de dos millones de respuestas en todos los estados de EEUU, recogidas en dos periodos desde noviembre a febrero. La diversidad entre los estados e incluso dentro de ellos con respecto a la modalidad de enseñanza adoptada en esos periodos –a distancia, semipresencial o presencial– y con respecto a las medidas anti-cóvid tomadas en los centros ha permitido a los investigadores obtener un panorama estadísticamente significativo de cómo estos factores se correlacionan con el riesgo de contagio en las familias.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Los resultados del estudio muestran que sí, la asistencia de los niños al colegio se asocia a un mayor riesgo de contagios en casa. Los datos, escriben los investigadores, «indican un aumento en el riesgo de padecer COVID-19 entre los encuestados que viven con un niño en escolaridad presencial«. Este aumento del riesgo se incrementa desde los cursos inferiores a los superiores: es más leve en las etapas de infantil y primaria, mientras que sube en los equivalentes a nuestra ESO y bachillerato; en este último, hasta un 50% más respecto al riesgo básico. La media general para todos los cursos está ligeramente por encima de un tercio más de riesgo.

Y ¿qué hay de esa idea genial de la escolaridad semipresencial, que consiste en robar parte del tiempo lectivo que los niños necesitan, pero exponiéndolos igualmente al contagio? En este caso, las gráficas parecen reflejar un aumento del riesgo algo menor, sobre todo en ESO y Bachillerato. Pero los autores aclaran que en esta modalidad semipresencial observaron una mayor adopción de medidas de mitigación. Y que, cuando se ajustan los resultados teniendo en cuenta este factor, «la escolaridad semipresencial no se asocia con un descenso del riesgo de padecer COVID-19 en comparación con la escolaridad presencial después de considerar las medidas de mitigación«.

Por suerte, no todo son malas noticias: «Las medidas de mitigación en los colegios se asocian con reducciones significativas del riesgo«, escriben los autores. En el estudio han reunido un total de 14 medidas adoptadas en las aulas: estudiantes con mascarilla, profesores con mascarilla, restringir la entrada a los centros, aumentar el espacio entre pupitres, no compartir materiales, crear burbujas de alumnos, menos niños por aula, chequeo diario de síntomas, un único profesor por grupo, suspender las actividades extraescolares, cerrar la cafetería, poner pantallas de plástico entre los pupitres, cerrar el patio y dar las clases en el exterior.

El resultado: las medidas que más se asocian con una reducción del riesgo son la mascarilla en los profesores –la más eficaz con diferencia–, seguida por el chequeo diario de síntomas y, en menor medida, la suspensión de las extraescolares y las burbujas de alumnos. El resto de las medidas tienen un impacto escaso o inapreciable. Hay una que curiosamente se asocia con un aumento claro del riesgo, y es instalar pantallas de plástico entre los pupitres.

Los autores pasan de puntillas por este último dato, probablemente porque cualquier explicación sería puramente especulativa. Pero aquí sí podemos especular: como recordábamos hace un par de días con respecto a los lugares cerrados y la ventilación, en interiores no hay distancia de seguridad; todas las personas están respirando el mismo aire, y el virus está en el aire. Si se colocan pantallas pensando que esto es suficiente y se olvidan otras medidas, no es raro que los contagios aumenten. Del mismo modo podría explicarse otro resultado del estudio: clausurar el patio también se corresponde con un aumento del riesgo, lo cual se entiende si esta medida encierra a los alumnos en el interior durante más tiempo e impide la ventilación de las aulas.

En resumen, concluyen los investigadores: «Encontramos apoyo a la idea de que la escolaridad presencial conlleva un aumento del riesgo de COVID-19 a los miembros del hogar; pero también evidencias de que medidas de mitigación comunes y de bajo coste pueden reducir este riesgo«.

Finalmente, y aunque el objetivo principal del estudio no era analizar el riesgo de contagio para los profesores, los datos han servido a los investigadores para apuntar un resultado más: los profesores que trabajan fuera de casa tienen un riesgo mayor de cóvid que los que trabajan en casa, lo cual no tiene nada de raro. Pero este riesgo es similar, no mayor, al de cualquier otro colectivo que trabaja fuera de casa en oficinas. Es decir: los resultados de este estudio no muestran un mayor riesgo en los profesores respecto a otros profesionales presenciales que justifique su vacunación prioritaria. La ciencia llega a veces demasiado tarde, pero llega.

Para terminar, los autores recuerdan que sus conclusiones están en línea con otros estudios previos. Es decir, no es la primera vez que la ciencia descubre una implicación de los colegios en la pandemia, a pesar de que los mensajes oficiales a menudo traten de ocultar o minimizar este hecho. Es cierto que el impacto de las escuelas en los contagios ha sido materia de discusión y que aún no es un asunto cerrado. Pero también que la única discusión que cuenta es la de los científicos expertos que hablan con estudios y datos sobre la mesa. Y que la actuación de las autoridades debería limitarse a seguir las recomendaciones científicas. Dado que este curso 2020-21 ya casi es historia, ¿se escuchará a la ciencia para el curso que viene?

Este es el tiempo máximo en el interior de un restaurante para evitar el contagio, según un modelo científico

Entre la comunidad científica se ha extendido ya el reconocimiento de los aerosoles como el principal vehículo de contagio de la COVID-19, a pesar de que este hecho no ha calado aún ni en las autoridades ni entre el público: las primeras apenas han dejado la ventilación como una recomendación opcional a pie de página (en algunos países se ha impuesto por ley e incluso se han decretado ayudas a los negocios para instalar nuevos sistemas), mientras que otras medidas de eficacia dudosa o no avalada por la ciencia se obligan bajo penas de multa; y en cuanto al segundo, el público, muchos ignoran el riesgo de los locales cerrados y mal ventilados, sobre todo allí donde no se usa mascarilla, como bares y restaurantes.

Conviene además aclarar que no es aire fresco todo lo que reluce: no podemos fiarnos de la vista o el olfato. Así lo contaba para un reportaje en Nature la científica de aerosoles Lidia Morawska, de la Universidad de Tecnología de Queensland, en Australia. Morawska, como otros investigadores de su especialidad, recorre distintos locales con un monitor de CO2 portátil; la presencia de este gas que expulsamos al respirar es un indicador de la renovación del aire, por lo que estos monitores pueden servir como el canario en la mina, de cara a alertar sobre la posible acumulación de aerosoles contaminados con el virus.

En exteriores, la concentración de CO2 es de unas 400 partes por millón (ppm). «Incluso en un restaurante aparentemente espacioso, con techos altos, el número a veces se dispara hasta las 2.000 ppm, una señal de que la sala tiene mala ventilación y supone un riesgo de infección de COVID-19«, cuenta el artículo de Nature. «El público en general no tiene ni idea de esto«, dice Morawska. «Imaginas un bar muy atestado, pero en realidad cualquier lugar puede estar demasiado lleno y poco ventilado, y la gente no se da cuenta de ello«.

El artículo advierte de que, ante la falta de insistencia de las autoridades en esta cuestión, «algunos científicos dicen que esto deja a gran parte de la población, desde los escolares a trabajadores de oficinas, clientes de restaurantes y presos, en riesgo de contraer COVID-19«. Y por lo que observamos a nuestro alrededor, es evidente que en España aún no existe una conciencia clara de este riesgo, mientras en cambio se continúa con las inútiles desinfecciones.

Incluso la Organización Mundial de la Salud, que por motivos ignotos se ha resistido con uñas y dientes a aceptar el clamor de la comunidad científica, ya publicó el mes pasado una hoja de ruta para mejorar la ventilación y la calidad del aire en interiores con el fin de reducir el riesgo de contagio, algo que marcaría una enorme diferencia en la lucha contra la pandemia.

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

Un trabajador recoge el mobiliario de la terraza de un restaurante en el centro de Córdoba. Imagen de Salas / EFE / 20Minutos.es

En un mundo ideal, a estas alturas la calidad del aire sería ya la preocupación principal en todos los espacios públicos y privados; al entrar a cualquier tienda veríamos potentes sistemas de ventilación, y una pantalla nos informaría del nivel de CO2. No se permitiría la apertura de un local que no tuviese estos sistemas, o donde los niveles de CO2 superaran el máximo permitido. Y sin embargo, mientras tanto las autoridades continúan ignorando esta medida esencial pero complicada y cara, prefiriendo en su lugar las opciones más fáciles y baratas de encerrar a la población, prohibir las reuniones y tocar la campana para recluir a todo el mundo en sus domicilios al caer la noche. Medidas del siglo XV para el siglo XXI.

Una salvedad: aún no es posible medir directamente la concentración de virus en el aire de forma rápida y sencilla; la medición de CO2 es lo que se llama un proxy, una medida indirecta que se supone asociada a la que se quiere saber. No todos los científicos están de acuerdo en que sea tan relevante como otros defienden. Por ello, ante la duda y teniendo en cuenta que la posible contaminación del aire es indetectable, quien quiera asegurarse de ahorrarse este riesgo solo tiene una opción, y es abstenerse de visitar lugares cerrados donde no se use mascarilla en todo momento. No solo bares y restaurantes, sino también aquellos negocios cuyos responsables solo se ponen la mascarilla cuando entra un cliente.

Pero esto no tendría por qué ser así. A todos nos gusta que los negocios estén abiertos, y las personas cuyo sustento depende de ello lo necesitan desesperadamente. A falta de que las autoridades dejen de ignorar y despreciar este riesgo, y de que el público en general deje de ignorar y despreciar este riesgo, los investigadores intentan al menos cuantificarlo en términos de reglas sencillas. Reuniendo el conocimiento acumulado sobre la dinámica de los flujos de aire, las posibles dosis infectivas del virus, sus concentraciones en aerosoles y otros datos, se están refinando herramientas de simulación que permiten estimar cuál es el riesgo de contagio en distintas situaciones y tipos de locales.

En enero, investigadores de la Universidad de Cambridge y del Imperial College London publicaron un estudio en Proceedings of the Royal Society A acompañado por una herramienta online para calcular el riesgo de contagio de COVID-19 en interiores. El modelo es muy versátil, ya que pueden introducirse distintos parámetros como las medidas del local, la ventilación o el porcentaje de infectividad de los ocupantes. De hecho, se está utilizando en la práctica en los departamentos de la Universidad de Cambridge.

Pero para el público en general quizá sea más ilustrativa y sencilla otra herramienta online elaborada por científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y que acompaña también a un estudio publicado ahora en PNAS. El simulador permite elegir el idioma (no hay castellano, de momento), las unidades de medida (sistema métrico, en nuestro caso), el modo (básico o avanzado), el tipo de local, lo que hace la gente (si llevan mascarilla o no, si hablan, cantan…), el grupo de edad y la variante del virus (la original de Wuhan o la británica).

Una vez elegidos todos estos datos, el resultado es cuántas personas durante cuánto tiempo serían aceptables para evitar el contagio, cuánto tiempo sería el máximo permitido para un número de personas que podemos elegir, y cuántas personas serían admisibles para un tiempo que podemos elegir; todo ello, claro, suponiendo que en el local hubiera una persona infectiva. Aclaremos que el modelo no se basa en niveles de CO2, sino de virus infectivo. Y los investigadores subrayan que sus estimaciones son conservadoras; es decir, que han preferido pasarse de riesgo que quedarse cortos.

Por ejemplo (todos estos casos se refieren a la variante británica del virus): para un restaurante, hablando y sin mascarillas, suponiendo 25 personas en el local, estamos en riesgo si permanecemos más de 51 minutos. Con 100 personas, bastarían 15 minutos para contagiarnos. Incluso con solo 10 personas en el local, el límite de seguridad serían 2 horas.

Los locales donde se usa mascarilla en todo momento son notablemente más seguros: en el aula de un colegio con 25 niños, los niveles se mantienen por debajo del riesgo durante 38 horas. Si además no se habla, como suele ocurrir en el transporte público, aún mejor: en un vagón de metro, esa situación que tanto terror injustificado causa, con mascarillas y sin hablar haría falta que lo ocuparan 50 personas durante 12 días seguidos para que se alcanzaran los niveles de riesgo de contagio; 14 días para el caso de un avión comercial. En cambio y aunque la herramienta no ofrece una opción específica de gimnasio, un aula con 25 personas haciendo ejercicio sin mascarilla se convierte en un riesgo de contagio a los 13 minutos. Con mascarillas, el riesgo desciende drásticamente: 5 horas para esas mismas 25 personas.

Todos estos resultados no deberían sorprender a nadie. Si acaso lo hacen, es señal de que aún no se han comprendido los aerosoles.

Según cuenta a la CNBC el primer autor del estudio, Martin Bazant, «la distancia en exteriores no tiene casi ningún sentido, y especialmente con mascarilla es una locura porque no vas a contagiar a alguien a dos metros«. Y añade: «Una multitud al aire libre podría ser un problema, pero si la gente mantiene una distancia razonable de unos dos metros en el exterior, me siento cómodo con eso incluso sin mascarilla«. En resumen: en exteriores, o mascarillas, o distancia, pero solo en aglomeraciones. En cambio en interiores, advierte Bazant, «no es más seguro estar a 20 metros que a 2 metros«.

Salta a la vista que todo lo anterior no coincide con lo que las autoridades promulgan, los medios difunden y el público entiende. Cuando se teme el contagio en el metro o se alerta del gravísimo riesgo de la calle Preciados llena de gente con mascarillas, pero en cambio se desprecia el riesgo de los restaurantes y los hoteles (en estos es obvio que la gente se quita la mascarilla en la habitación, pero sus aerosoles pasan al circuito del aire), es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se obliga a llevar mascarilla a personas en movimiento por calles u otros lugares abiertos sin aglomeraciones, como un parque o una playa, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que la llamada «distancia de seguridad» nos protege en interiores, es que no se han comprendido los aerosoles. Cuando se cree que cruzarnos por la calle a menos de dos metros de otra persona va a contagiarnos, es que no se han comprendido los aerosoles.

Claro que el pensamiento mágico no es un problema solo de España. Por ello dice Bazant: «Necesitamos información científica transmitida al público de un modo que no sea solo meter miedo, sino basada realmente en análisis«. Y concluye con la esperanza de que sus resultados influyan en las medidas adoptadas por las autoridades. Porque la esperanza es lo último que se pierde, aunque esto no lo dice él, si es que este refrán existe en Massachusetts, que no lo sé.

¿Pueden los perros, gatos y otros animales contagiar la COVID-19? ¿Y producir variantes como la británica?

En estos días se ha difundido en los medios que la variante británica del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 pudo surgir en los perros, lo cual, según mi valiosa fuente, tiene al «patio perrero revolucionado». Las personas que aman a los animales de compañía temen que noticias como esta puedan incitar al abandono de perros o gatos, pero posiblemente muchas tampoco estén del todo informadas de cuánto hay de cierto en esto, ni de si deberían adoptar alguna precaución especial con sus animales. Así que aquí van algunas explicaciones.

Este es el resumen en un párrafo, para los perezosos de lectura. A la pregunta de si perros y gatos pueden contraer el virus de la COVID-19, la respuesta es que sí, es posible. Pero más bien raro, según los datos actuales, y más infrecuente en perros que en gatos. Los que se infectan, que se sepa, adquieren el virus de las personas. Y el riesgo de que ellos a su vez infecten a las personas se considera bajo. No es descartable que un animal infectado pueda producir una nueva variante del virus, con independencia de que este sea realmente el caso de la variante británica o no. Pero los dueños de perros y gatos deberían comprender que, mientras entre las personas estamos adoptando medidas dirigidas a reducir el riesgo de contagio, es imprudente dejar que los gatos entren y salgan de casa libremente, como tampoco tienen sentido las escenas que se ven en los parques: dueños con mascarillas y sin contacto físico, perros interactuando libremente entre ellos y con otras personas.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

Ahora, la explicación más detallada. Los virus son parásitos celulares que necesitan hospedadores concretos para vivir y multiplicarse. Dado que invaden las células utilizando como puerta alguna molécula concreta de la superficie celular, en principio parecería que solo colonizan un tipo concreto de células de una especie determinada. Como regla general, los virus son específicos de huésped: los humanos tienen los suyos, los perros los suyos y las plantas los suyos. Incluso las bacterias tienen los suyos.

En la práctica, los virus se saltan esta regla: lo que ocurre es que los animales nos parecemos genéticamente entre nosotros mucho más de lo que sugiere nuestro aspecto, y más los mamíferos, y aún más los primates. Muchas de nuestras moléculas son bastante parecidas, y por ello sucede que hay numerosos casos en los que un mismo virus puede infectar a varias especies distintas, aunque a menudo con distinta gravedad.

En el caso concreto del SARS-CoV-2, hay constancia de que, además de los humanos, el virus puede infectar y transmitirse en otros primates, hámsters, conejos, gatos y otros felinos, perros, visones, hurones, zorros, ciervos, perros mapache y murciélagos. Sin embargo, la gama de especies a la que este virus podría infectar es potencialmente mucho más amplia. Estudiando las características en cada especie de la proteína ACE2, uno de los receptores celulares que permiten la entrada del virus, un estudio en PNAS estimó que al menos 46 especies de mamíferos tendrían una propensión alta o muy alta a la infección por el SARS-CoV-2, aunque otro estudio en Nature ha subrayado la dificultad de las predicciones basadas solo en la secuencia de los genes. La Organización Mundial de Sanidad Animal mantiene una página actualizada con todos los casos notificados de contagios en animales, ya sea de forma natural o experimental, y otra con información actualizada sobre las especies susceptibles.

En concreto, según esta última y centrándonos en los animales de compañía, la susceptibilidad a la infección es alta en gatos, conejos, hámsters y hurones, y baja en los perros. En EEUU se han notificado un centenar de casos de contagios en perros y gatos, lo cual da idea de su muy baja frecuencia. Estos casos se han atribuido al contacto con personas infectadas; son los humanos quienes contagian a los animales, y no al revés. Con los datos disponibles, se considera que en general los animales domésticos no están teniendo un papel epidemiológico relevante en la transmisión del virus; no están infectando a los humanos.

Sin embargo, hay un pero: con millones de infecciones entre los humanos en todo el mundo, y dado que en general no se ha observado que el virus cause síntomas graves en perros y gatos, es perfectamente posible que las infecciones de mascotas sean mucho más frecuentes de lo que se cree, pero que pasen indetectadas. De hecho, la presencia de la variante británica en los animales de compañía se ha detectado con más frecuencia porque se ha observado una posible relación con casos de miocarditis en perros y gatos.

Un caso particular es el de los visones. Como es bien sabido, se ha detectado transmisión entre animales en granjas, y contagios a humanos que trabajan en ellas. En estos animales se ha detectado la aparición de nuevas mutaciones. Lo cual nos lleva a la pregunta: ¿es posible que la variante británica haya surgido en los perros? La respuesta: sí, es posible.

La noticia mencionada más arriba respecto a los perros y la variante británica se refiere a un estudio preliminar aún sin publicar, elaborado por investigadores de China y EEUU. El trabajo de los científicos ha consistido en analizar casi medio millón de secuencias parciales del genoma del virus y casi 15.000 secuencias completas, estudiando sus tiempos de aparición para trazar una posible ruta de evolución de la variante B.1.1.7, que conocemos como británica.

Los investigadores no han encontrado una ruta coherente que revele la acumulación temporal progresiva de las nueve mutaciones de esta variante en las muestras tomadas en humanos, ni en Reino Unido ni en otros lugares. Sin embargo, han encontrado posibles formas progenitoras de esta variante (digamos «eslabones perdidos», tal como popularmente se entienden) sobre todo en una muestra de un perro tomada en julio de 2020 en EEUU, y en otras extraídas de tigres, gatos y visones.

Estos resultados no demuestran en absoluto que la variante en cuestión surgiera en los perros. Los investigadores solo pueden trabajar con las secuencias que tienen a su disposición. Y de todas las que han analizado, la mayor similitud en un marco temporal compatible corresponde a esa muestra del perro. Pero nada descarta que realmente la variante se originara en los humanos, y que las muestras relevantes que revelarían esa ruta evolutiva no se hayan podido recoger, o existan pero aún no se hayan analizado.

Pero debe tenerse en cuenta lo siguiente. Cuando un virus se está transmitiendo entre los humanos con facilidad y está bien adaptado a ellos, como ocurre con el de la COVID-19, no hay una presión selectiva que le obligue a evolucionar. Hay situaciones que sí pueden hacerlo: por ejemplo, el uso de fármacos antivirales puede ejercer esta presión, de modo que entre las muchas pequeñas mutaciones que pueden surgir en una persona enferma, aquellas capaces de escapar a la acción del antivirus proliferen más, se transmitan a otras personas y originen un nuevo linaje del virus.

Pero cuando el virus adaptado a los humanos salta a otra especie, se encuentra de repente en un entorno distinto de las condiciones habituales en las que está acostumbrado a sobrevivir. En estos casos, también alguna de esas muchas pequeñas mutaciones que surgen por azar puede resultar de repente en una mejor adaptación a esa nueva especie. Es pura evolución biológica (y uno de los motivos por los que algunos consideramos a los virus seres vivos): cuando el medio cambia, empuja a las especies a evolucionar; para un virus, un salto de especie es un acelerador de evolución. Si ese mutante originado en un animal aún es capaz de infectar a los humanos, puede ocurrir que dé el salto de vuelta, y así tendremos una nueva variante.

Puede ocurrir, además, que en un animal se mezclen (recombinen) dos virus distintos relacionados. Esto suele ocurrir con las variantes de gripe, y algunos investigadores han sugerido que el SARS-CoV-2 podría ser el producto de la recombinación de dos coronavirus parecidos pero distintos en una especie intermedia.

La conclusión de todo lo anterior es que, si bien el riesgo que suponen los animales de compañía es bajo, es muy conveniente adoptar medidas de precaución, algo que en general suele pasarse por alto en las recomendaciones que se difunden y en las medidas que se adoptan. Por ejemplo, el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU enumera las siguientes recomendaciones:

  • Mantener a los gatos dentro de casa y no dejarlos sueltos en el exterior.
  • Llevar a los perros con correa, al menos a dos metros de otras personas para protegerlos de interactuar con personas ajenas al hogar.
  • Evitar los lugares públicos donde se concentra mucha gente.
  • No poner mascarillas a las mascotas. Podrían hacerles daño.
  • No utilizar desinfectantes o geles hidroalcohólicos en los animales.
  • En caso de padecer COVID-19, evitar el contacto con las mascotas. Si no es posible, utilizar mascarilla y lavarse las manos antes y después de interactuar con ellas.
  • En caso de padecer COVID-19 y notar síntomas en una mascota, no llevarla al veterinario. Contactar por teléfono para recibir instrucciones sobre cómo actuar.

Cinco ideas erróneas sobre las vacunas de la COVID-19 (2): ¿pueden las personas vacunadas contagiarse y contagiar?

Continuamos hoy con la segunda entrega de ideas erróneas en relación a las vacunas de la COVID-19 (aquí la primera entrega).

4. Las personas vacunadas aún pueden infectarse y contagiar a otras

Reflexión previa que explica por qué esto es incorrecto (quien no la necesite puede continuar después de la foto, aunque esto ayuda a entender las cosas):

Cuando uno llega a la profesión del periodismo desde la profesión de la ciencia, hay ciertas cosas a las que cuesta acostumbrarse. Y una de ellas es el tan diferente concepto de la «verdad». La ciencia es el mundo de la búsqueda asintótica de la verdad, como un ideal a perseguir a través de un camino de posibilidades y probabilidades que tiende a acercarse cada vez más a ese límite. No es «científicamente demostrado». Es «los datos actuales sugieren que quizá». En cambio, el periodismo es el mundo de la verdad urgente y absoluta, sin importar que sea objetiva o no, porque los medios ideológicamente opuestos tienen verdades absolutas opuestas. Y, al menos en ciencia, no pueden ser verdad al mismo tiempo una cosa y su contraria.

En tiempos de pandemia se diría que esto se ha acentuado, porque el público sumido en el temor y la incertidumbre busca verdades absolutas, sí o no, blanco o negro. Y así ocurre que constantemente, día tras días, los científicos están difundiendo los nuevos avances de la investigación sobre el coronavirus convenientemente acolchados entre sus «podría ser», «a día de hoy los datos apuntan a que», «quizá», «probablemente», «no es descartable que», «no puede asegurarse que» o «no puede asegurarse que no».

Pero los medios suelen quitar todo este acolchado –hay redactores jefe para quienes un «quizá» o un «podría» en un titular es algo inaceptable, cuando la ciencia en proceso muchas veces solo puede ofrecer «quizás» y «podrías»– y, así, hacen una verdad de algo que no lo es. Por ejemplo: los científicos dicen que no puede garantizarse que las personas vacunadas no se infecten ni contagien a otras. Los medios cuentan que las personas vacunadas pueden infectarse y contagiar a otras. Cualquiera puede entender que hay una clara diferencia entre ambas cosas.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vayamos al tema. ¿Pueden las personas vacunadas contagiarse y contagiar a otras? La respuesta corta: a nivel individual, no es descartable. A nivel epidemiológico, a día de hoy los datos actuales apuntan a que posiblemente esta vaya a ser una preocupación menor.

La respuesta larga. Debe tenerse en cuenta que una vacuna no es un traje de astronauta. Ni una cubierta protectora que repela los virus. No es un «blindaje». La vacuna crea una respuesta inmune que vigila el organismo para responder contra una infección. Con esto se entiende que, para que la respuesta estimulada por la vacuna haga lo que tiene que hacer, en primer lugar es necesario que el patógeno esté en el organismo, en un lugar u otro, de una manera o de otra.

En el caso de la cóvid, y dado que el objetivo era salvar vidas, el testado de las vacunas se ha centrado en determinar si previenen la enfermedad moderada o grave. Es decir, si salvan vidas.

Por lo tanto, han quedado de lado los objetivos de saber: primero, si la vacuna protege de la infección leve o asintomática; segundo, en caso de que la respuesta sea no, si la carga viral en las personas vacunadas e infectadas es suficiente para contagiar a otras, siempre teniendo en cuenta que aún no se sabe cuál es la carga viral necesaria para contagiar a otras. Estos objetivos no han estado presentes en el diseño de las vacunas, y por lo tanto tampoco se han considerado requisitos para su validación.

Existen casos en los que una vacuna puede proporcionar lo que se llama inmunidad esterilizante, es decir, protección contra una infección productiva.En el caso de un virus que entra por las mucosas respiratorias como el SARS-CoV-2, sería posible obtener una vacuna que favorezca la liberación de un tipo concreto de anticuerpos (IgA) que actúa con preferencia en las secreciones de dichas mucosas en lugar de en el torrente sanguíneo (IgG), y que por lo tanto detenga el virus en la misma entrada. De hecho, se están creando vacunas nasales de este tipo.

Hay un problema adicional, y es que no solamente este no ha sido el objetivo de los ensayos realizados antes de la aprobación de las vacunas ya disponibles, por lo que no existen suficientes datos científicos al respecto; sino que, además, aún no existe tampoco un criterio científico para definir la inmunidad esterilizante en el caso concreto de la COVID-19. Comprobar a gran escala si los vacunados se contagian o no es relativamente sencillo, incluso en los casos asintomáticos; comprobar si estos últimos están contagiando a otros es más complicado.

En resumen, no es que las vacunas de la cóvid no den inmunidad esterilizante. Es que aún no se sabe. En algunos casos ni siquiera se ha examinado; en otros hay indicios de que podría ser así, por ejemplo con la vacuna de Janssen que está a punto de aprobarse. También hay indicios de que la vacuna de Moderna podría reducir en dos tercios las infecciones asintomáticas tras la primera dosis.

En cuanto a la vacuna de Pfizer, un estudio en la población israelí publicado en The New England Journal of Medicine estima una efectividad del 90% tras la segunda dosis para la protección de la infección asintomática. Otro nuevo estudio en trabajadores sanitarios británicos, aún sin publicar, ha detectado una efectividad de la primera dosis de esta vacuna del 72% en infección tanto sintomática como asintomática, que aumenta al 86% después de la segunda dosis, lo que según los autores implica que esta vacuna puede «reducir la transmisión de la infección en la población» (nótese cómo la efectividad en el mundo real suele ser menor que la eficacia anunciada en los ensayos clínicos). También en trabajadores sanitarios británicos, una sola dosis de Pfizer reduce los infectados asintomáticos a la cuarta parte, y estos podrían mostrar niveles más bajos del virus y por lo tanto menor riesgo de infectar a otras personas, según otro estudio aún sin publicar.

Por último, respecto a la vacuna de AstraZeneca, los ensayos han encontrado una protección del 59% contra la infección asintomática con la dosificación óptima (que ya expliqué aquí). Datos más recientes publicados en The Lancet indican una protección contra la infección del 64% tras la primera dosis, incluyendo casos sintomáticos y asintomáticos, lo que sugiere la posibilidad de reducir la transmisión.

En resumen y con los datos disponibles hasta ahora, los autores de una reciente y monumental revisión de las vacunas actuales publicada en Science Advances concluyen con respecto a la posibilidad de que las personas vacunadas puedan contagiarse y contagiar a otras: «Aunque este escenario no puede descartarse, pensamos que probablemente será poco común«.

Pero una vez más, conviene insistir: cuando los científicos hablan de si una vacuna reducirá los contagios, lo hacen desde el punto de vista epidemiológico, el de la población general. Al público le interesa el punto de vista individual: ¿me protege a mí del contagio? ¿Me protege de contagiar a otros? Y en este caso la respuesta es… exactamente la que los científicos han estado pregonando desde el principio. Que no puede asegurarse.

6. Las personas vacunadas pueden decir adiós al riesgo de la COVID-19 para siempre

Aunque somos muchos los que nos sentiremos más aliviados cuando recibamos la vacuna, ciertas situaciones que se están viendo en las televisiones estos días son algo preocupantes. Creo que con todo lo anterior ha quedado suficientemente claro que no: las personas vacunadas no necesariamente deben contar con estar del todo protegidas. Ni mucho menos se sabe cuánto durará; para conocer la protección a largo plazo hay que esperar al largo plazo. Aún no existe lo que se llama un correlato de inmunidad de la cóvid, un conjunto de indicadores que sirvan para afirmar que una persona está inmunizada.

Aún no se sabe cuál es la duración de los anticuerpos neutralizantes, ni qué nivel de anticuerpos neutralizantes confiere protección. No se sabe cuál es el papel de los linfocitos T en la inmunidad contra la cóvid ni cuál es la capacidad de las distintas vacunas de estimular esta respuesta, en qué grado y con qué duración. No se sabe qué nivel de inmunidad proporcionan las vacunas en las mucosas por las que entra el virus, ni qué medida de memoria inmunológica se consigue, ni cuánto dura. Las vacunas se han obtenido, probado rigurosamente y validado en tiempo récord, pero caracterizarlas en profundidad llevará meses o años.

Hasta entonces, lo que realmente nos protegerá en mayor medida, lo que finalmente permitirá que algún día podamos volver a la normalidad, no es la vacuna en nuestro brazo, sino muchas vacunas en los brazos de muchas personas. Como ocurre con cualquier otra vacuna, las vacunaciones de otros también nos protegen a nosotros. Y por tanto, las negativas de otros a vacunarse también nos perjudican a nosotros.

¿Se están respetando las prohibiciones de reuniones de no convivientes en domicilios?

Esta es solo una observación anecdótica personal sin otro valor que ese. Pero en el ámbito a mi alrededor puedo decir que la gran mayoría de las personas que conozco no están respetando la prohibición de reuniones domiciliares de personas no convivientes impuesta en la Comunidad de Madrid. Sé que quizá podría esperarse de un inmunólogo, cuyo trabajo en el último año ha consistido mayoritariamente en informar sobre la pandemia de COVID-19, que condenara rotundamente este quebrantamiento de las normas decretadas en la lucha contra la pandemia, y que alertara del gravísimo peligro que suponen estas reuniones. Y vaya por delante que toda restricción es beneficiosa para el control de la pandemia.

Pero la gente se hace preguntas: si todos los días debo viajar en un vagón de metro atestado para después compartir el mismo espacio cerrado durante ocho horas con gente con la que no convivo, ¿por qué no puedo compartir mi propio espacio privado con otras personas con las que tampoco convivo?

Si puedo reunirme con todos los amigos que quiera en un bar o restaurante, simplemente tomando el rodeo legal de repartirnos en mesas de cuatro, ¿por qué no puedo hacer lo mismo en mi casa, donde solo yo soy responsable de la ventilación?

Si mis hijos se juntan cada día y durante varias horas con otro par de decenas de niños o adolescentes, todos ellos con sus respectivas convivencias familiares y otros encuentros fuera del domicilio, ¿por qué no se les permite que inviten a alguno de ellos a su casa?

Si puedo compartir el mismo espacio con decenas o centenares de desconocidos en un cine, teatro, musical, concierto, iglesia, gimnasio, espectáculo de magia, clase de yoga, museo, exposición o infinidad de otros actos y lugares, ¿por qué diablos se me prohíbe hacer en mi propia casa lo que me salga de mis santas entrañas?

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Quien conozca la trayectoria de este blog habrá podido comprobar repetidamente que aquí la única verdad que cuenta es la científicamente objetivable, que falla y rectifica, pero que esa es una diferencia con otras como la verdad revelada, la verdad judicial o la verdad política, que no suelen fallar ni rectificar. La verdad objetivable está en el conocimiento científico. Un científico se equivoca y rectifica. Un juez se equivoca, menosprecia a quienes critican su dictamen para justificarlo, y quizá solo otro juez, pero no él mismo, pueda rectificarlo.

Y lo que hoy nos dice esta verdad científica, siempre preliminar y provisional, pero ya mucho más sólida que cualquiera de las otras, es que existe un puñado de medidas que se han demostrado como las más efectivas en el control de la pandemia (detalles aquí, aquí y aquí): prohibir las reuniones multitudinarias, cerrar los centros educativos y de trabajo, cancelar los eventos públicos y cerrar los establecimientos no esenciales, sobre todo los de alto riesgo como la hostelería.

En cuanto a la prohibición de grandes reuniones, en muchos estudios se han tomado como estándar general las de más de 10 personas, porque el análisis de datos debe ceñirse a poder comparar manzanas con manzanas. Una medida de este tipo, pero más estricta, como la prohibición total de reuniones de no convivientes, solo se ha adoptado en los países donde ha ido acompañada por otras más drásticas, como el confinamiento total. Prohibir por completo las reuniones de no convivientes y dejar absolutamente todo abierto, sin apenas ninguna restricción, como ocurre en la Comunidad de Madrid, es algo cuyo parangón solo puede encontrarse en las normas más arbitrarias e irracionales tomadas a lo largo de la historia de la humanidad por gobernantes arbitrarios e irracionales. Es preferible no citar ningún caso concreto para no caer en clichés demagógicos.

La semana pasada, el portavoz del gobierno regional de Madrid justificaba la decisión de relajar las ya de por sí muy escasas restricciones en la comunidad –salvo por esa prohibición citada y por el encierro sistemático de ciertas poblaciones y ciertos barrios, casi nunca ubicados en el centro de Madrid– alegando que el 80% de los contagios se produce en domicilios.

¿De dónde ha sacado este dato? Lo pregunto porque el informe epidemiológico publicado por la propia Comunidad de Madrid no dice eso: desde julio de 2020 se han registrado 236 brotes de ámbito unifamiliar, con un total de 1.089 casos, y 1.340 brotes de ámbito colectivo, con un total de 12.776 contagios. Aclaremos que esto solo supone menos de un 3% del total de las infecciones, ya que solo incluye los casos que han podido rastrearse –que son una pequeñísima minoría– y están incluidos en brotes, definidos como «agrupación de 3 o más casos con infección activa en los que se ha establecido un vínculo epidemiológico». Es decir, que si una persona se contagia en el trabajo o en un bar y luego a su vez contagia a otros en casa, son casos que van a la bolsa del domicilio. Pero más del 97% de los casos no van a ninguna bolsa.

Incluso con este obvio maquillaje de los datos, de esos 12.776 contagios en brotes colectivos, el grupo de mayor cuantía, 265, se sitúa en el apartado «social», que incluye el siguiente batiburrillo: «bodas, bautizos, eventos y reuniones familiares, funerales, locales de ocio, hoteles y establecimientos de restauración, centros y actividades deportivas, comercios, transportes, viajes extracomunitarios, etc.». Es decir, que realmente no sabemos dónde se producen. Si quieres esconder un árbol, ningún lugar mejor que un bosque.

O mejor dicho, no lo sabríamos, si no fuera porque afortunadamente en otros países sí existe mayor transparencia a la hora de desglosar esos datos (además de un rastreo mucho más extensivo y eficaz), lo que ha llevado a cifras como estas: prohibir las reuniones de más de 10 personas (atención, esto se refiere a cualquier lugar en general, incluyendo todos aquellos establecimientos donde habitualmente existen más de diez personas) reduce la tasa de contagios en un 42%; cerrar solo los centros educativos, en un 38%; y cerrar solo los negocios no esenciales como la hostelería, entre un 18 y un 27%. Todo esto, según un estudio en 41 países publicado en Science.

Como he contado aquí repetidamente, en todo caso es normal, esperable y coherente con los datos que la mayoría de los contagios se produzcan en los domicilios, donde no llevamos mascarilla, vivimos en estrecho contacto y el aislamiento de una persona respecto de las demás no suele ser algo viable. Pero si las autoridades están para algo, parece lógico que debería ser para evitar que las personas se contagien fuera de su domicilio, en los espacios compartidos de uso público.

Y que, por lo tanto, sería lógico, razonable y esperable que las autoridades se preocuparan de adoptar restricciones primero en los espacios públicos, después en los espacios privados de uso público, y dejar la regulación de lo que cada uno puede o no puede hacer en su propia casa, lo cual supone la intrusión suprema en la libertad y la privacidad de los ciudadanos, solo como último recurso extremo cuando todo lo demás ha fallado. En lugar de al revés.

Por cierto, conviene comentar una vez más otro de los grandes secretos a voces que no parece merecer la menor preocupación por parte de las autoridades. Entre esos datos epidemiológicos que la Comunidad de Madrid ha publicado recientemente por primera vez desglosados por ámbitos de contagio –aunque, como ya hemos dicho, convenientemente maquillados– se encuentra algo enormemente alarmante: en la última semana anterior al informe, el mayor número de brotes, 20 en total con 108 casos, muy por encima del siguiente grupo (el laboral, con 14/67), se ha producido en centros educativos.

En otros países se han producido cierres más o menos prolongados de colegios y universidades. A lo largo del año de pandemia, en las principales revistas científicas, como Science, Nature, The Lancet, New England Journal of Medicine o BMJ, se ha discutido el riesgo que suponen estos escenarios, y se ha debatido la conveniencia o no de cerrarlos comparando el beneficio que se obtiene en términos de control de los contagios con los graves trastornos ocasionados en la formación y educación de los alumnos.

Pero no en España: aquí los centros educativos han desaparecido por completo del debate después del comienzo del curso. Se ha insinuado, y muchos ciudadanos han mordido este cebo, que los centros educativos no tienen la menor incidencia en los contagios. No es cierto. No es lo que dicen los datos. No es lo que dice la ciencia. Puede discutirse la conveniencia o no de su cierre. Pero no puede ocultarse la verdad. De hecho, para una familia que adopte las máximas precauciones, con adultos teletrabajando y una burbuja de convivencia respetada a rajatabla, los niños suponen un riesgo incontrolado, incluso quizá el máximo factor de riesgo, sin que los padres puedan hacer nada para paliarlo.

Y también como observación anecdótica personal sin otro valor que ese, puedo contar que en un hogar concreto, y pese a todas las precauciones adoptadas en los colegios, los niños ya han introducido en casa y contagiado al resto de la familia dos virus del resfriado a lo largo de este curso. Estos virus, que quizá puedan ser rinovirus, adenovirus o coronavirus del resfriado (imposible saberlo, ya que hay más de 200 virus que causan catarros), tienen esencialmente las mismas vías y facilidad de contagio que el coronavirus de la cóvid. Por lo tanto, si esos niños no han llevado a casa la cóvid en lugar de un simple resfriado ha sido porque, afortunadamente, este virus no ha entrado en sus aulas. Aún.

Dicho de otro modo y para que quede aún más claro, los virus del resfriado sirven como el canario de la mina: si esos virus han entrado en las aulas de los alumnos y estos se han contagiado y los han llevado a sus hogares, no hay ninguna razón científicamente probable para que en el futuro no ocurra exactamente lo mismo si el virus que entra en sus aulas es el de la cóvid. En resumen, las precauciones adoptadas en los colegios no son suficientes.

La urgencia de la pandemia nos ha obligado a aceptar restricciones a nuestros derechos y libertades que hace solo un año nos habrían resultado intolerables, porque al ser humano le ha costado casi 3.000 siglos adquirirlos, el tiempo que llevamos en este planeta. Y las aceptamos y cumplimos en la medida en que contribuyen al bien común y al objetivo de todos, que es frenar esta pandemia. Pero cuando los gobiernos, para más escarnio alguno que se dice amante de la libertad, entran en nuestro propio ámbito íntimo y privado para decir lo que podemos o no podemos hacer en nuestras casas, y además en contra de sus propios datos y de la verdad científica, mientras se vendan los ojos con sus ideologías para ignorar otras medidas que demostradamente salvan vidas, la única respuesta posible es… la ciencia.

El ajuste de la mascarilla a la cara importa tanto como el material

Entre los campos en los que la ciencia ha avanzado casi de cero a cien en el último año por causa de la pandemia de COVID-19, uno de ellos es sin duda el de las mascarillas. Hace un año, como conté aquí entonces, era muy poco lo que se sabía. Apenas había un puñado de investigadores que se dedicaran a estudiar la efectividad de las mascarillas. Obviamente aún no había estudios relativos al SARS-CoV-2, por entonces un virus aún sin siquiera un nombre definitivo, pero incluso con otros virus respiratorios como la gripe los datos aún eran escasos y dispersos, a pesar de que muchas voces instaran a usarlas basándose en suposiciones, no en evidencias empíricas reales. Las dudas eran numerosas: ¿protegen las mascarillas? ¿A quién sirven más, al usuario o a los demás? ¿Cuáles son las recomendables?

Un año y docenas de estudios después, la evidencia científica se ha inclinado claramente hacia la conclusión de que las mascarillas son un elemento esencial en la lucha contra la pandemia. Pero a pesar de todo, y siendo ya un objeto que ahora forma parte de nuestra vida, sin embargo persisten ciertas ideas erróneas o confusas sobre las que conviene insistir.

En primer lugar, es esencial recordar que la mascarilla es solo una de las precauciones básicas contra el contagio, y que por sí sola no ofrece una garantía total de protección. Según uno de los estudios más citados a lo largo de la pandemia, y que fue crucial para extender la recomendación u obligación del uso de mascarillas, la medida más importante para prevenir el contagio es la distancia física, preferiblemente de al menos dos metros. Pese a ello, y dada la importancia de la transmisión del virus por aerosoles, los expertos advierten de que en lugares cerrados y mal ventilados no existe una distancia de seguridad absoluta, ni siquiera con mascarillas. La única distancia de la que puede afirmarse que es segura al cien por cien en todos los casos es la que separa a quienes hablan por teléfono o por Zoom.

Por otra parte, los expertos insisten cada vez más en que el ajuste de la mascarilla importa tanto como el tipo de mascarilla. Las quirúrgicas no se ajustan bien a la forma de la cara porque no están diseñadas para ese fin. Se inventaron para que el médico no contaminase la herida del paciente con las bacterias de las gotículas de su respiración. No se concibieron para bloquear los aerosoles. Curiosamente, cuando se han testado para este fin se ha descubierto que en filtración de aerosoles son muy buenas: un 89%, según el dato de uno de los estudios más citados; bastante cerca del 95% de las FFP2.

El problema es que esta es la filtración del tejido, no de la mascarilla, y es fácil entender la diferencia: una mascarilla quirúrgica generalmente deja huecos, sobre todo en los laterales y por la parte superior. A través de estos huecos, la filtración es del 0%. O sea, nada. El típico problema del empañamiento de las gafas es una muestra de cómo el aire entra y sale a través de la parte superior sin filtrar.

Recientemente, el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC) ha actualizado sus recomendaciones sobre mascarillas, y lo ha hecho sobre un estudio que ha analizado la efectividad en el bloqueo de aerosoles de distintas configuraciones de mascarillas.

Según los resultados, una mascarilla quirúrgica usada de forma normal solo bloquea el 56,1%, frente a un 51,4% de la mascarilla de tela utilizada como comparación; esta pérdida de efectividad de la mascarilla quirúrgica se debe a los defectos de ajuste. Para mejorarlo, el CDC recomienda anudar los elásticos en su parte más pegada a la mascarilla, como en la imagen (atención, no cruzar el elástico en X, lo que puede empeorar aún más el ajuste); en este caso la eficacia aumenta al 77%. Una mejor opción recomendada por el CDC es usar doble mascarilla, la de tela sobre la quirúrgica, lo que aumenta el bloqueo al 85,4%.

A) Huecos laterales que deja una mascarilla quirúrgica. B) Configuración recomendada de doble mascarilla que mejora el ajuste. C) Mascarilla quirúrgica anudada para mejorar el ajuste. Imagen de Brooks et al / CDC.

A) Huecos laterales que deja una mascarilla quirúrgica. B) Configuración recomendada de doble mascarilla que mejora el ajuste. C) Mascarilla quirúrgica anudada para mejorar el ajuste. Imagen de Brooks et al / CDC.

En este gráfico del estudio del CDC puede verse el resultado de otro experimento en el que se ha simulado la interacción entre una persona emisora de aerosoles y otra receptora, cuando ambos, uno de los dos o ninguno lleva un tipo u otro de mascarilla. Los resultados muestran claramente cómo el uso normal de una mascarilla quirúrgica por parte del receptor prácticamente no reduce en nada su exposición si el emisor no la lleva (primera barra azul claro comenzando por arriba, respecto a la barra rayada). Puede verse que la protección aumenta de forma drástica cuando ambos llevan mascarilla, pero el efecto es máximo con la mascarilla doble (96,4%) o la mascarilla anudada (95,9%).

Reducción del riesgo de aerosoles para el receptor cuando emisor o receptor llevan o no mascarillas de distinto tipo. Imagen de Brooks et al / CDC.

Reducción del riesgo de aerosoles para el receptor cuando emisor o receptor llevan o no mascarillas de distinto tipo. Imagen de Brooks et al / CDC.

Estos últimos porcentajes cercanos al 95% nos llevan a otro tipo de mascarilla, la FFP2, que últimamente ha aumentado en popularidad y se ha convertido en la opción preferida por muchos. La FFP2 filtra al menos el 95% de los aerosoles. Pero por si aún no ha quedado claro, esta es una propiedad del tejido, no de la mascarilla.

Al contrario que las quirúrgicas, las FFP2 sí están diseñadas para intentar ajustarse al rostro lo más posible; intentar, porque no siempre lo consiguen, y ello se debe a una razón que me explicaba recientemente José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado y últimamente una de las voces más escuchadas en este campo: «Las FFP2 tienen un problema, se escoge la tela para que filtre muy bien, y luego se le pide a ese mismo material que selle bien, y eso es muy difícil«.

Es decir, el material de las mascarillas FFP2 está pensado para filtrar, no para ofrecer un ajuste sellado. Y como consecuencia, dice Jiménez, ocurre que «por la calle o en la tele se ve que el ajuste de la mayoría de la gente es fatal, llevan la FFP2 colgando, con huecos tremendos a los lados de la nariz«. Hay quienes dicen que lo hacen para respirar mejor, lo cual es un absoluto sinsentido, ya que ese respirar mejor se consigue dejando huecos por los que el aire entra y sale sin filtrar, lo que anula la efectividad de la mascarilla. El ajuste de estas mascarillas no es sencillo; de hecho, en los centros sanitarios se entrena al personal para ello y se hacen pruebas de ajuste. En opinión de Jiménez, «con la población general esto no es viable«.

Curiosamente, y con ocasión de un reciente reportaje sobre la ciencia actual de las mascarillas que escribí para otro medio, ninguno de los expertos que consulté se pronunció claramente a favor del uso de las FFP2 para la población general, como tampoco lo hacen la Organización Mundial de la Salud ni las autoridades sanitarias de muchos países. De las mascarillas que más se utilizan, no hay ninguna duda de que el material de estas es el que mejor protege al usuario. Pero cuando se utilizan mal, y según Jiménez esto ocurre en la mayoría de los casos, su efectividad se pierde. Por no hablar de lo absurdo que resulta llevar una mascarilla FFP2 por la calle, donde el riesgo es mínimo, y quitársela en el interior de un bar o restaurante donde los aerosoles flotan si no existe una buena ventilación y filtración del aire.

Una innovación que tal vez acabe extendiéndose son las mascarillas elastoméricas, que utilizan el material de las FFP2 para filtrar, pero sellan a la cara con materiales más adecuados a este fin como la silicona, ya sea bordeando la propia mascarilla o bien mediante un soporte que se fija a la cara.

Pero si en otra cosa coincidieron los expertos a los que consulté, es que las mascarillas de tela son perfectamente válidas para un uso general, siempre que sean de calidad: «Una de tela grande que sella bien puede tener menos fugas y al final funcionar mejor que las FFP2«, me dijo Jiménez. «Pero hay que mirar que las de tela sean buenas, de 3 capas o de 2 capas con filtro, con tela de buena calidad, con un ajuste de metal para cerrar huecos a los lados de la nariz probadas por laboratorios con equipo de aerosoles, etc.»

La urgencia de la pandemia ha llevado a la proliferación de mascarillas de tela de utilidad dudosa o muy escasa. Pero ahora la regulación está poniéndose al día, y con las normativas más estrictas introducidas en España y otros países podremos confiar en que las mascarillas de tela que podamos comprar ofrezcan una protección adecuada en las situaciones más cotidianas en las que no estemos expuestos a un alto riesgo, al menos con el nivel de transmisibilidad de las variantes aún más comunes del virus. Recordemos que, según el estudio citado más arriba que analizó la eficacia de distintas mascarillas, una de tela de dos capas de algodón puede filtrar el 82% de los aerosoles, una protección más que razonable para un uso general.

Pero el miedo es libre, y habrá quien prefiera optar por las soluciones más extremas incluso para pasear por la calle. Sin embargo, hay un último aspecto que tampoco deberíamos olvidar: la pandemia acabará, pero la degradación medioambiental no. Las mascarillas desechables que se están consumiendo a razón de miles de millones en todo el mundo son basura no reciclable. El uso de mascarillas reutilizables en la medida de lo posible contribuirá a no agravar aún más un problema que, dicho sea de paso, también incrementa el riesgo de nuevas pandemias (algo que quizá merezca la pena explicar con detalle otro día). De paso, pensemos en que el personal sanitario necesita los equipos de protección más que los aplausos; cada mascarilla médica de más que utilicemos para pasear al perro puede ser una mascarilla de menos en un hospital.

Por último, y usemos el tipo de mascarilla que usemos, recordemos sobre todo la regla más importante: distancia. Diversos expertos han advertido de que el uso de la mascarilla puede crear una falsa sensación de seguridad que lleve a los usuarios a asumir mayores riesgos. En julio de 2020 una revisión de estudios de la Universidad de Cambridge decía refutar esta idea. Pero no lo hacía: los estudios revisados no se referían a la COVID-19, sino a otras enfermedades y situaciones. Los autores simplemente concluían que el uso de la mascarilla no reduce la higiene de manos, y que las personas tienden a apartarse de alguien que lleva mascarilla. Pero más recientemente, otro estudio de la Universidad de Vermont ha descubierto en cambio que durante la actual pandemia las personas que llevan mascarilla (en un lugar donde es opcional) tienden a aumentar su nivel de interacción con otros, lo que incrementa el riesgo de exposición.

Esta es la medida más ignorada contra la COVID-19, que puede reducir el riesgo de contagio a la tercera parte

Cuando una vez más las mascarillas vuelven a centrar la discusión (y por cierto, quizá en otro momento sea interesante actualizar aquí lo que la ciencia ha aportado al respecto estos últimos meses, que a muchos les sorprenderá), existe otra medida que, incomprensiblemente, ha sido ignorada de forma sistemática por las autoridades sanitarias en España y en casi el resto del mundo, a pesar de que no es ningún secreto: los estudios están publicados, algunos de ellos en revistas científicas de primera línea. La información es bien conocida, se trata de una medida tan simple como eficaz que forma parte del protocolo clínico habitual, y sin embargo parece que nunca se ha recomendado a la población de forma general:

Protegerse los ojos.

Protegerse los ojos reduce el riesgo de contagio casi a la tercera parte, o en más de un 65%. En comparación con las mascarillas, estas reducen el riesgo de contagio casi a la sexta parte, o en un 82%. Estos no son valores teóricos en estudios de laboratorio, que siempre pueden distar mucho de la realidad, sino valores tomados de una revisión de 172 estudios observacionales (es decir, del mundo real) en 16 países. Dicho estudio, publicado hace ya siete meses en The Lancet, comentado aquí varias veces, fue uno de los principales puntales para la defensa del uso de mascarillas en todo el mundo. Y sin embargo, por razones inexplicables, la importancia de la protección ocular que revelaban los datos fue ignorada por completo.

Gráfico del estudio de The Lancet que muestra el efecto de la protección por distancia física, mascarillas y protección ocular. Imagen de Chu et al, The Lancet 2020.

Gráfico del estudio de The Lancet que muestra el efecto de la protección por distancia física, mascarillas y protección ocular. Imagen de Chu et al, The Lancet 2020.

El hecho de que muchos contagios virales se producen a través de los ojos no es ninguna novedad. En el caso del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, desde el comienzo de la pandemia se ha hablado de la protección ocular como una medida adicional de precaución; pero salvo para el personal sanitario, que sí la adopta regularmente, ni siquiera suele mencionarse como simple recomendación.

Pero como siempre en ciencia, las hipótesis hay que testarlas. Y por ello, algunos científicos comenzaron a testar la susceptibilidad del ojo al virus de la cóvid. Y los resultados no han sido del todo concluyentes. Durante la primera ola de la pandemia, una revisión en China recogía lo que hasta entonces se sabía sobre la posible infección y transmisión del nuevo coronavirus a través de los ojos. Los autores hacían notar que la mucosa del ojo y las vías respiratorias están conectadas a través del conducto nasolacrimal, pero que la conjuntivitis era un síntoma raro entre los enfermos, lo mismo que la detección del virus en lágrimas y secreciones oculares. «Esto sugiere que el ojo no es un órgano preferido de la infección por coronavirus ni una vía preferente de entrada para infectar el tracto respiratorio«, concluían los autores, añadiendo sin embargo que el transporte pasivo de virus simplemente depositados en el ojo hacia las vías respiratorias era algo perfectamente posible.

Por la misma época, otra revisión en la revista British Journal of Ophthalmology, del grupo BMJ, decía que «aunque parece que la probabilidad de la superficie ocular como vía de entrada de la infección es baja, la infección o transmisión del SARS-CoV-2 a través de la superficie ocular puede causar conjuntivitis y otros malestares oculares. Por tanto, la protección adecuada de los ojos es un procedimiento esencial de prevención, sobre todo para el personal médico«.

Otros estudios similares y revisiones tampoco llegaban a una conclusión tajante. En mayo de 2020, un estudio en la revista Eye, del grupo Nature, mostraba que de acuerdo a la presencia de dos de los principales receptores del virus en las células, ACE2 y TMPRSS2, la córnea –la capa transparente que cubre la pupila– podía ser infectable por el virus, mientras que la conjuntiva –el tejido que cubre el blanco de los ojos– no parecía susceptible a la infección. Otro estudio confirmaba la expresión de los receptores del virus en el ojo.

Sin embargo, esto era solo un estudio de la expresión de los receptores, no de la capacidad del propio virus de infectar el ojo. En noviembre, un estudio en Cell Reports revelaba que el SARS-CoV-2 no es capaz de reproducirse en la córnea humana, a diferencia de otros virus como el zika o el herpes simplex. Sin embargo, los autores no descartaban la posible susceptibilidad de otros tejidos del ojo como los conductos lacrimales o la conjuntiva.

En septiembre, un estudio con monos en Nature Communications mostraba que los animales inoculados con SARS-CoV-2 en el ojo contraían una COVID-19 suave –la infección en monos es más benigna– y poseían una alta carga viral en el conducto nasolacrimal. «Este estudio muestra que la infección a través de la ruta conjuntiva es posible en primates no humanos«, escribían los autores. En un estudio clínico publicado en julio, solo dos de 72 pacientes presentaban conjuntivitis, y solo uno llevaba el virus en su secreción ocular. Los autores concluían que la infección del ojo era probablemente muy escasa, pero que podía representar un riesgo para el personal sanitario. En Italia, otro estudio informaba de la detección del virus en la secreción ocular de una paciente.

En resumen, ¿qué podemos concluir de todo esto? Primero, que el ojo es un órgano muy complejo con tejidos muy diferentes y conexiones con otros sistemas del organismo. Que probar o descartar una infección a través del ojo es muy complicado. Que incluso si pudiera descartarse la infección directa del ojo –algo que en realidad no se ha descartado–, no puede desecharse la posibilidad de que simplemente actúe como sistema de transporte para llevar el virus a otras partes del organismo donde pueda infectar. Y que, con independencia de que estos estudios experimentales prosigan, una pista más útil de cara a la prevención pueden proporcionarla los estudios en el mundo real.

Y ¿qué ocurre en el mundo real? En la revista JAMA, un estudio en India descubrió que las infecciones entre los trabajadores sanitarios que visitaban a enfermos de cóvid en sus hogares desaparecieron por completo al añadir escudos faciales de plástico a sus equipos. Todo lo demás, tres mascarillas quirúrgicas superpuestas, distancia de dos metros, desinfección de manos con gel, guantes y patucos, permaneció exactamente igual que antes. Los escudos faciales fueron la única diferencia entre casos de cóvid y ningún caso de cóvid.

Otros indicios pueden ser también correlaciones anecdóticas sin demostraciones causales, pero cuando apuntan en la misma dirección merecen al menos cierto crédito. Al comienzo de la pandemia se temió, perdón por la expresión, que los dentistas caerían como chinches: con un peligroso virus de transmisión respiratoria, ¿quién más expuesto que ellos? Y sin embargo, al avanzar la pandemia comenzó a notarse una incidencia curiosamente mínima entre estos profesionales muy expuestos pero que a las precauciones más extendidas añaden el uso de escudos faciales. Mientras, en China, un estudio descubría otro dato curioso: la proporción de personas que usan gafas entre la población general era de un 31,5%, pero entre los enfermos de cóvid era solo del 5,8%.

Y por fin llegamos al gran estudio mencionado al principio, el que sirvió para extender por el mundo la recomendación o la obligación de usar mascarillas. Y del que, curiosamente, en la frase «el uso óptimo de mascarillas y protección ocular en escenarios sanitarios y públicos debería regirse por estos resultados«, la mención de la protección ocular ha sido sistemáticamente ignorada.