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¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (II)

Ayer conté aquí que hoy existen parientes vivos por línea materna de Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, y que por tanto el ADN mitocondrial de estos familiares serviría de patrón de comparación para estudiar si los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne (Francia) son los del escritor.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Pero ¿qué posibilidades habría de recuperar ADN mitocondrial viable de la tumba de Carqueiranne? Siempre que los restos del aviador desconocido no fueran incinerados, es posible que aún quede algún fragmento de hueso o algún diente que pudieran servir para la identificación. Una dificultad añadida es que probablemente el cuerpo se enterró junto a otros, ya que se trataba de una fosa común; en este caso un resultado positivo sería una confirmación, mientras que uno negativo no refutaría la posibilidad de que St-Ex fuera enterrado allí, ya que los restos analizados podrían ser los de otro cadáver sepultado en la misma tumba.

Respecto a la posibilidad de que quede algún fragmento del que pueda extraerse material, hay precedentes en los que se ha logrado rescatar y analizar ADN mitocondrial de restos aún más antiguos y conservados en condiciones parecidas. Uno de los casos más notables es el del «niño desconocido» del Titanic, el cadáver de un bebé que se recuperó del mar a los pocos días del naufragio y que fue enterrado en Halifax (Canadá), donde permaneció sin identificar hasta hace solo unos años.

Aunque el clima en Halifax es más frío que en el sur de Francia, lo que favorece la conservación, en su contra tenía el hallarse en una zona permeada por aguas subterráneas, que en combinación con los ácidos del suelo disolvieron la mayor parte de los restos. Cuando se abrió la tumba en 2001, se recuperaron tres piezas dentales y un fragmento de 6 centímetros de un hueso del brazo, suficiente material para extraer ADN mitocondrial que llevó a la identificación del niño como Sidney Leslie Goodwin, un bebé inglés de 19 meses (este estudio rectificaba un análisis anterior que resultó erróneo).

El "niño desconocido" del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

El «niño desconocido» del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

Por lo tanto, es posible que a pesar del tiempo transcurrido aún quede algún fragmento recuperable en la tumba de Carqueiranne que permitiera un análisis de ADN mitocondrial. Pero si persistiera algún resto, incluso no sería descartable que pudiera además extraerse algo de ADN nuclear. En 2013, un estudio estableció un protocolo para extraer y secuenciar ADN cromosómico de restos sumergidos en agua de mar durante ocho meses, a pesar de que el material se encontraba altamente degradado y con un número de copias muy escaso. Incluso en algún caso se ha logrado un análisis de ADN nuclear de restos hallados en el mar después de 10 años; concretamente, huesos del pie en una bota de goma.

Si pudiera extraerse algo de ADN nuclear, quizá podría compararse con los parientes vivos actuales, pero de esas secuencias también podría obtenerse información complementaria de cara a una identificación. Por ejemplo, hoy los genetistas tienen localizadas ciertas regiones del genoma que pueden relacionarse con rasgos físicos como el color del pelo o de los ojos.

Es más, el análisis de los restos antiguos hoy tampoco se limita al ADN, sino que el estudio de los isótopos (variantes concretas de los átomos) presentes en huesos y dientes puede revelar pistas que no bastan para una identificación, pero que pueden servir como indicios adicionales. Los isótopos presentes en el esmalte dental, que se forma durante la infancia, permiten conocer detalles sobre el lugar geográfico donde se crió el personaje y cuál era su dieta predominante durante sus primeros años de vida, mientras que los huesos desvelan datos sobre ubicación y alimentación también en la edad adulta, ya que el tejido óseo se renueva a lo largo de la vida.

Un ejemplo brillante del uso de estas técnicas fue la investigación que en 2014 llevó a la identificación de los huesos del rey inglés Ricardo III, que vivió en el siglo XV y cuyos restos yacían bajo un aparcamiento en Leicester. Gracias al análisis de isótopos los investigadores pudieron saber que el personaje allí enterrado se crió en Northamptonshire, que a los siete años había emigrado hacia el oeste del país y que en sus últimos años bebía mucho vino y comía sobre todo peces de río y aves de caza. Estos detalles cuadraban con los datos históricos, lo que sirvió para confirmar los resultados de las pruebas de ADN.

Claro que, para que todo esto pueda hacerse, es necesario que alguien esté interesado, y no parece que sea el caso: hasta donde he podido saber, no ha existido siquiera una insinuación de practicar un análisis a los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne. Aún más, y como conté hace unos días, parece que en varias ocasiones los herederos de Saint-Exupéry han tratado de boicotear las investigaciones encaminadas a esclarecer el misterio de su desaparición en el mar. En primer lugar trataron de desacreditar al pescador que halló la pulsera del escritor, y posteriormente lograron bloquear durante años el examen de los restos del avión.

¿Cuál es el motivo de esta oposición? En 2004, tras el hallazgo de los restos del avión en el Mediterráneo, uno de los buceadores que participaron en la operación dijo a la agencia France Press: «no había una hélice doblada ni agujeros de bala… Viendo los fragmentos, pensamos en una hipótesis de una caída casi vertical a alta velocidad. Pero es solo una conjetura».

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

La teoría principal hasta entonces proponía que el avión de St-Ex, un aparato de reconocimiento sin armas, había sido abatido por un caza alemán. Por ello, en 1948 sus herederos obtuvieron para el escritor el reconocimiento legal de Mort pour la France, muerto por Francia. Sin embargo, a raíz de las pruebas halladas en 2004, cobró fuerza la hipótesis de que St-Ex había decidido poner fin a su vida, una idea defendida por el historiador de la aviación Bernard Mark.

Deprimido por los problemas con su esposa, las deudas y las falsas acusaciones de colaboracionismo con los nazis, bebía en exceso, y «ocho días antes de su última misión había dado pistas de que pensaba en el suicidio», dijo Mark. La noche antes de aquel vuelo final no durmió. Había dejado sus papeles en orden, había regalado su máquina de escribir y su juego de ajedrez, y había escrito sobre su indiferencia hacia la vida. Cuando el comandante de su escuadrilla supo aquella mañana que había partido, reprendió al personal de tierra: «¿Por qué diablos le habéis dejado volar?».

A raíz de todo aquel revuelo, un sobrino del escritor, Jean d’Agay, dijo que «las leyendas como Saint-Exupéry no deberían tocarse». Al parecer, incomodaba la posibilidad de que la reputación del héroe quedara deteriorada. Para dar carpetazo al asunto, el gobierno francés se adhirió a la hipótesis de que St-Ex había caído al mar debido al agotamiento del suministro de oxígeno, una idea sin prueba alguna.

Pero la historia dio un curioso giro en 2008, cuando un expiloto de la Luftwaffe alemana llamado Horst Rippert dio un paso al frente afirmando que él había derribado a St-Ex aquel 31 de julio de 1944. La historia de Rippert fue entonces cuestionada por la prensa francesa. Sin embargo, en octubre del pasado año se publicaba el libro Saint-Exupéry, révélations sur sa disparition, en el que Luc Vanrell (el buceador que encontró los restos del avión) y tres colaboradores dicen presentar pruebas de que Rippert abatió el aparato del escritor. Los autores explican la ausencia de agujeros de proyectil alegando que la parte del avión que recibió los balazos no se ha conservado.

¿Caso resuelto? Tal vez. O tal vez no. Al menos el libro quizá contribuya a que la leyenda no se toque, como deseaba Jean d’Agay. Evidentemente, una eventual identificación de los restos de Carqueiranne no aportaría nada respecto a si St-Ex fue abatido o se suicidó, pero removería un pasado que algunos prefieren dejar como está.

Sin embargo, llama la atención que uno de los firmantes del nuevo libro sea François d’Agay, otro sobrino del escritor. A esto se le pueden poner muchos nombres, pero el más aséptico de ellos es «conflicto de intereses». Aunque solo sea por el hecho de que, cuando a un artista se le concede la designación de Mort pour la France, sus herederos reciben una extensión de copyright de 30 años para sus obras en Francia. Lo que, sumado a los 70 años habituales, aún les deja a los d’Agay un par de décadas por delante para seguir percibiendo derechos por las ventas de El principito y por el uso del personaje en su país.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (I)

Como conté hace unos días, en el cementerio de Carqueiranne (Francia) reposan los restos de un aviador desconocido que apareció muerto en la costa unos días después de la desaparición en vuelo del escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry. ¿Sería posible averiguar si aquel cuerpo era el del autor de El principito?

Y en primer lugar, ¿a alguien le importa? Las actitudes con respecto a esto son diversas: para algunos, más aferrados a una mentalidad tradicional, el análisis de los restos humanos es una quiebra del respeto al difunto, mientras otros opinan que precisamente el respeto a la persona fallecida exige la identificación de su cadáver por los medios técnicos disponibles.

En cualquier caso y como explicaré mañana, es improbable que alguien vaya a promover el examen de los restos de Carqueiranne. Y tal vez ni siquiera quede nada que analizar. Pero si lo hubiera, ¿sería posible practicar una prueba de ADN después de tantas décadas? ¿Habría alguien con quien compararla?

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Hoy los expertos en ADN antiguo son capaces de recuperar material legible de miles de años, o incluso cientos de miles de años. Pero los científicos especializados en este campo suelen coincidir en dos cosas: una, que el éxito del test no depende tanto de la edad de las muestras como de su estado de conservación; las muestras más antiguas de ADN que han podido secuenciarse se extrajeron de cadáveres conservados en suelos congelados o de huesos encontrados en cuevas frescas y secas.

En el caso de St-Ex, como se le conoce en Francia, un cuerpo que flotó en el mar durante varios días y después permaneció enterrado durante más de siete décadas, con un traslado de restos incluido, no es desde luego la fuente óptima para obtener una muestra viable. Pero la segunda cosa en la que coinciden los expertos es: hasta que no se intenta, no se sabe si será posible; y si no se intenta, nunca se sabrá.

Una breve explicación sobre los test genéticos. Nuestras células contienen ADN en dos lugares distintos. Por un lado, el núcleo celular alberga los cromosomas que heredamos de nuestros progenitores, 22 del padre y 22 de la madre (llamados autosomas), y un par de cromosomas sexuales; XX en las mujeres, XY en los hombres.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Los test genéticos clásicos, inventados en los años 80 por el británico Alec Jeffreys y que se han empleado desde entonces para las pruebas de paternidad y los estudios forenses, se basan en el análisis de ciertas regiones de los autosomas –llamadas microsatélites– que varían en distintas personas, y que son muy diferentes entre los sujetos no emparentados. Pero este método, llamado Huella Genética o DNA Fingerprinting, es poco útil cuando se trata de muestras antiguas; en los espermatozoides y los óvulos, los pares de cromosomas paterno-materno se intercambian fragmentos entre sí, por lo que la huella genética de una persona se va diluyendo en las generaciones sucesivas.

En cambio, esto no sucede con el cromosoma sexual masculino Y, que no tiene pareja y por tanto no intercambia fragmentos con otro. Por ello, este cromosoma suele servir como referencia válida para comprobar el parentesco incluso entre dos personas separadas por muchas generaciones. Pero para que este análisis sea posible, es necesario que esas dos personas compartan el mismo cromosoma Y. Dado que este se hereda de padre a hijos varones, se incluyen en este caso los hermanos y sus ascendientes y descendientes por línea paterna masculina.

St-Ex no tuvo hijos, y su único hermano varón, François, murió a los 15 años; por cierto, sirviendo de inspiración para el personaje del principito. Para comprobar si existe hoy algún patrón de comparación del cromosoma Y sería necesario estudiar si queda algún otro descendiente masculino de sus ancestros por línea paterna; básicamente se trataría de buscar a algún pariente varón que hoy lleve el Saint-Exupéry como primer apellido. De lo contrario, si no existe, el cromosoma Y del escritor se habría extinguido con él, por lo que no habría hoy ningún familiar que sirviera como patrón de comparación.

De todos modos, la mayor dificultad con el ADN antiguo es recuperar muestras viables de los cromosomas nucleares, ya que solo hay una copia por cada célula y el material genético tiende a degradarse con el tiempo. En cambio, la probabilidad de obtener una muestra válida aumenta enormemente con el segundo lugar de nuestras células que alberga ADN, las mitocondrias.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Las mitocondrias son las pilas de la célula. Son los orgánulos que proporcionan la energía necesaria para todos los procesos celulares. Hoy se piensa que originalmente, hace miles de millones de años, eran bacterias de vida libre, que en algún momento se fusionaron con otras células para vivir en simbiosis, aportando energía y recibiendo cobijo a cambio. Como herencia de aquel pasado independiente, las mitocondrias conservan su propio ADN, que sirve para producir componentes de consumo propio. Dado que cada célula contiene cientos o incluso miles de mitocondrias, y que cada una de ellas lleva entre 2 y 10 copias de su ADN, esto significa cientos o miles de copias del ADN mitocondrial en una sola célula, lo que mejora inmensamente las perspectivas de conseguir una muestra analizable.

Sin embargo, como ocurre con el cromosoma Y, el ADN mitocondrial tampoco sirve para estudiar el parentesco entre dos personas cualesquiera, sino que deben estar relacionadas por las reglas de la herencia de este material genético. Cuando un espermatozoide fecunda un óvulo, del primero solo se conserva el núcleo, mientras que el segundo aporta la mayor parte de las estructuras celulares. Por lo tanto, hombres y mujeres llevamos el ADN mitocondrial de nuestra madre. Así, para que este genoma secundario confirme el parentesco entre dos personas, es necesario que ambas estén relacionadas por línea materna.

St-Ex tuvo tres hermanas, Marie-Madeleine, Simone y Gabrielle, con quienes compartía el ADN mitocondrial de su madre. Que yo haya podido encontrar, al menos una de ellas, Gabrielle, tuvo dos hijas, Marie Magdeleine y Mireille, y estas a su vez han tenido un total de cinco hijas (además de algún varón que, de seguir vivo, llevaría también el mismo ADN mitocondrial), por lo que parece que el ADN mitocondrial del escritor sigue vivo y que por tanto en este caso sí habría un patrón de comparación.

(Continuará mañana)

El avión de Malaysia Airlines pasa a la historia de las desapariciones en el mar

Esta semana se ha anunciado que se suspende definitivamente la búsqueda del vuelo MH370 de Malaysia Airlines, un Boeing 777 desaparecido en el océano el 8 de marzo de 2014 mientras volaba de Kuala Lumpur a Pekín con 239 personas de 14 nacionalidades a bordo.

En cualquier caso estaba previsto que este último intento, iniciado a comienzos de 2018, finalizara este mes, pero ante la falta de resultados el gobierno malasio ha decidido abortar la búsqueda y ahorrarse 93 millones de dólares: la compañía encargada del rastreo, la estadounidense Ocean Infinity, había firmado un contrato bajo la condición de que solo cobraba si encontraba los restos.

El avión desaparecido, fotografiado en 2011. Imagen de Laurent ERRERA from L'Union, France / Wikipedia.

El avión desaparecido, fotografiado en 2011. Imagen de Laurent ERRERA from L’Union, France / Wikipedia.

La anterior búsqueda, dirigida por Australia y que terminó en enero de 2017, exploró más de 120.000 km² del fondo del océano Índico sin ningún resultado. A raíz de esta primera expedición se definió un área prioritaria de 25.000 km² que ha servido como base para la intervención de Ocean Infinity. Esta compañía dice contar con la flota más avanzada de vehículos submarinos autónomos del mundo, que en solo tres meses han cubierto un total de 112.000 km² de lecho oceánico en busca del MH370, una extensión casi similar a la rastreada por los investigadores australianos en dos años y medio.

Pese al fin prematuro de la operación, no puede decirse que los esfuerzos se hayan quedado cortos. Según declaraba en un comunicado el CEO de Ocean Infinity, Oliver Plunkett, «simplemente nunca antes se ha emprendido una búsqueda submarina de esta escala llevada a cabo con tanta eficiencia y efectividad». Basta repasar la historia de la búsqueda, tanto de esta que ahora concluye como de la primera, para comprobar que los medios tecnológicos empleados han sido espectaculares.

El buque Seabed Constructor de Ocean Infinity, con uno de sus submarinos autónomos. Imagen de Ocean Infinity.

El buque Seabed Constructor de Ocean Infinity, con uno de sus submarinos autónomos. Imagen de Ocean Infinity.

Pero todo ello no ha servido para resolver el misterio de qué le sucedió al MH370 y cuál fue su último paradero. Frente a todo el despliegue de tecnología, los únicos testimonios mudos del siniestro han aparecido por sí solos, fragmentos dispersos del avión transportados a la deriva por las corrientes marinas.

Dada la atracción del ser humano por los misterios (y lo rentables que resultan para quien sabe explotarlos), casos como el del MH370 son los que han alimentado mitos que nunca decaen: exageraciones, datos falsos, verdades a medias y mucho cherry-picking (como llaman en inglés a quedarnos solo con la parte que nos interesa) dieron origen a productos comerciales como el Triángulo de las Bermudas.

Pero lo cierto es que todavía en el siglo XXI es posible que el mar se trague más de 200.000 kilos de avión sin dejar rastro. La tragedia del MH370 se suma ahora a otros muchos casos históricos de desapariciones aéreas inexplicadas, entre las cuales hay algunas muy célebres como la del explorador noruego Roald Amundsen, que el 18 de junio de 1928 se desvaneció sobre el Ártico con otros cinco tripulantes, o la de la aviadora estadounidense Amelia Earhart y su navegante Fred Noonan, esfumados en el Pacífico el 2 de julio de 1937.

Por su parte, Ocean Infinity ha manifestado su deseo de reemprender la búsqueda del MH370 en el futuro, pero según lo publicado no parece muy probable que el gobierno de Malasia vuelva a encargar una nueva operación, al menos mientras no existan nuevas pruebas que pudieran orientar el rastreo en una nueva dirección con ciertas garantías de éxito.

La pulsera de Saint-Exupéry, hallada en 1998. Imagen de Fredriga / Wikipedia.

La pulsera de Saint-Exupéry, hallada en 1998. Imagen de Fredriga / Wikipedia.

Tal vez algún día, por casualidad o no, nuevas pistas dejen otro hilo del que tirar que pueda conducir hacia los restos del MH370. Ocurrió con otra famosa desaparición, la de Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito. En 1998 el hallazgo casual en el mar de una pulsera identificativa de plata supuestamente perteneciente al escritor llevó entre 2000 y 2003 al descubrimiento de los fragmentos del avión cerca de la costa de Marsella.

A su vez, la localización de estos restos pudo vincularse a la aparición del cadáver de un aviador francés en la costa solo días después del último vuelo de Saint-Exupéry el 31 de julio de 1944. Por cierto que las técnicas actuales permitirían al menos investigar si aquel cadáver sin identificar, enterrado en la localidad de Carqueiranne, podría ser el del escritor. Si se quisiera saber. Que, al parecer, no se quiere. Pero esta es otra historia que, si acaso, ya contaremos otro día.

Pasen y vean los primeros ‘drones tripulados’ que pronto despegarán

De acuerdo, hablar de un «dron tripulado» es un oxímoron tan monumental como hablar de un bonsái del tamaño de un árbol, dado que precisamente la palabra «dron» hace referencia a un avión no tripulado. Al parecer el término comenzó a emplearse con este uso en 1946, pero ¿a que no adivinan su origen?

Con este uso, porque la palabra ya existía: aunque pueda parecerlo, no es un acrónimo, sino un vocablo común del inglés que designa a las abejas macho encargadas de fecundar a la reina. Nosotros las llamamos zánganos, y queda claro por qué en lugar de traducir el término original simplemente lo hemos españolizado como «dron». Es un caso similar al de Lobezno, el de los X-Men: wolverine no es una cría de lobo, sino otra especie diferente, un mustélido de nombre científico Gulo gulo que en español se conoce como… glotón.

El vehículo aéreo personal autónomo Ehang 184. Imagen de YouTube.

El vehículo aéreo personal autónomo Ehang 184. Imagen de YouTube.

Pero a lo que iba. Los drones actuales son los que han popularizado la configuración del quadcóptero, el aparato de cuatro hélices horizontales, y este mismo esquema es el que ha adoptado la empresa rusa HoverSurf para su Scorpion-3, un cacharro que sus propios inventores califican como hoverbike, o bici voladora; otro oxímoron, dado que faltan las dos ruedas. HoverSurf ya acepta encargos, aunque de momento no ofrecen detalles sobre fechas y precios. Véanlo en acción, pero debo prevenirles: no esperen nada espectacular. Eso sí; volar, vuela.

La duda sobre cómo llamar a estos artefactos ilustra el hecho de que aún no tenemos palabras estandarizadas para nombrar los vehículos aéreos personales. Naturalmente, porque aún no tenemos vehículos aéreos personales, que llaman PAV por sus siglas en inglés. Y es improbable que lleguemos a tenerlos, pero no será por falta de apuestas. Como he contado aquí en alguna ocasión anterior, son varias las iniciativas que están llevando a la práctica el más clásico de los gadgets retrofuturistas, y varios de ellos ya funcionan.

Incluso la Unión Europea ha financiado algún proyecto destinado a estudiar el concepto. Pero solo el concepto: ¿imaginan cómo sería tratar de regular un tráfico tridimensional que pudiera superar cualquier obstáculo o barrera? ¿Imaginan a algunos adelantando no solo por izquierda y derecha, sino por arriba y abajo? Sería el paraíso de los conductores agresivos.

El más visionario de los millonarios tecnólogos actuales, Elon Musk, que con su marca Tesla promueve los auto-móviles (es decir, los automóviles que lo son realmente), ya se descolgó hace tiempo de la idea del coche volador. En una reciente entrevista en Bloomberg reiteraba que no le parece una buena idea: «Si alguien no mantiene bien su coche volador, podría caerse un tapacubos y guillotinarte». En su lugar, Musk se decanta por llevar el tráfico a la tercera dimenión, pero no por arriba, sino por abajo, excavando túneles.

Y pese a todo, parece que los primeros PAV van a despegar este mismo año. El gobierno de Dubái pretende lanzar en julio un servicio de taxis aéreos empleando quadcópteros chinos Ehang 184 (en realidad con ocho hélices dispuestas dos a dos). Según el director general de la Autoridad de Carreteras y Tansportes del emirato, Mattar Al-Tayer, viajar en estos coches voladores será «como montar en ascensor». Los vehículos no los conducirá su único pasajero, sino que serán autónomos; volarán solos hasta el destino programado con ayuda de un centro de control en tierra.

 

 

Andreas Lubitz, el demonio vestido de azul

¿En qué cabeza cabría que ese tipo vestido de azul que nos recibe sonriente a la entrada del avión esté calculando el momento del vuelo en el que pondrá fin a nuestras vidas? Entre el 7 y el 40% de la población padece miedo a volar. Un pequeño estudio en Noruega determinó que los sucesos del 11-S no habían provocado un aumento del pánico a los aviones, pero sí que a las razones clásicas de esa fobia –si es que la fobia tiene razones– se había unido el miedo a un acto terrorista. Ahora, a las posibilidades del fallo mecánico, del error fatal de los pilotos o del atentado, tal vez se una otra nueva causa de temor, algo que hace solo una semana nos habría resultado inimaginable.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Es cierto que, como ya se ha publicado estos días en los medios, Andreas Lubitz no ha sido el primer piloto que ha estrellado su avión a propósito con la intención de llevarse las vidas de otros a su infierno particular. Hasta en 13 ocasiones existe la certeza o la sospecha de que fue el piloto quien causó la colisión deliberadamente, sin contar los casos en los que un terrorista se ha hecho con los mandos. El del vuelo de Germanwings ha sido el último, pero el inmediatamente anterior en la lista es el vuelo 370 de Malaysia Airlines, que desapareció hace un año en el mar sin dejar rastro y sobre el cual recae la especulación, tal vez sin llegar jamás a confirmarse, de que pudo sufrir el mismo destino.

Y sin embargo, ahí tampoco acaba la historia. Como comenté aquí el fin de semana, un reciente estudio epidemiológico sobre los suicidios en el puesto de trabajo en EE. UU. revelaba que «el acceso a medios letales está ligado con métodos específicos de suicidio en ciertas ocupaciones». Los autores no afirman que el acceso a tales medios aumente el índice de suicidios, pero sí que el disponer de un arma, en su sentido más amplio, incita a los suicidas a utilizarla como medio de quitarse la vida. Y no cabe duda de que un avión es un arma.

Tal vez por eso, si ampliamos el foco también a los aviones privados, los datos resultan aún más escalofriantes: entre el 2 y el 3% de todos los accidentes aéreos, incluyendo los de avionetas ligeras, podrían deberse al suicidio, según datos recogidos por el psiquiatra alemán Bernhard Mäulen, del Institut für Arztegesundheit en Villingen. Sin embargo al propio Mäulen, que ha estudiado sucesos similares, le ha desconcertado el caso de Andreas Lubitz. «Sí, como psiquiatra me ha sorprendido que una persona que presumiblemente estaba sufriendo depresión y quizá pensamientos suicidas llegara a ejecutar su deseo de muerte personal por medio de un avión de pasajeros con unas 150 personas a bordo», me escribe en un correo electrónico. «Las barreras intrapsíquicas para dar un paso tan extremo son enormes y muy difíciles de superar», añade.

En uno de sus estudios publicado en 1993, Mäulen apuntaba que «los rasgos de una personalidad narcisista son de importancia primordial para la elección de este método de suicidio». Pero hoy admite: «Los rasgos de personalidad de alguien que combina el suicidio con el asesinato en masa son materia de especulación, porque hasta donde sé cualquier tipo de personalidad puede y cometerá suicidio si la enfermedad psiquiátrica es muy grave». Es decir, que la conducta de Lubitz resulta casi inclasificable incluso para la psiquiatría: «Uno podría argumentar que un piloto que intencionadamente estrella un avión contra una montaña matando a todos los pasajeros, incluyendo niños, tendría que exhibir algún desorden de personalidad antisocial, pero no conozco ningún estudio científico que lo pruebe», señala Mäulen.

La misma opinión sobre la diversidad de estos casos es la que me transmite el médico finlandés Alpo Vuorio, especialista en medicina de la aviación y director de un reciente estudio sobre lo que técnicamente se conoce como «suicidio asistido por avión». «Todos estos tristes casos son casos individuales», advierte. «Cada caso es único. No sé lo suficiente del caso para comparar, pero suelen compartir ciertos rasgos comunes, como una crisis en una relación o una situación vital extremadamente difícil».

Desde el punto de vista epidemiológico sí existe un perfil definido; y Lubitz lo calcaba, según el epidemiólogo de la Universidad de Columbia (EE. UU.) Guohua Li, coautor de un estudio comparativo sobre el suicidio por avión y que ha estudiado extensamente la influencia del factor humano en la aviación. «Joven, sexo masculino, condiciones psiquiátricas preexistentes, particularmente depresión», resume Li; «Sí, encaja en el perfil casi a la perfección». Sin embargo, el epidemiólogo también subraya que el de Lubitz es un caso raro, solo equiparable a uno de entre 37 que ha tenido ocasión de analizar. «Es probable que el copiloto de Germanwings tomara antidepresivos, que se sabe que aumentan el riesgo de suicidio y homicidio».

Así pues, y para los expertos consultados, es complicado prever un comportamiento como el de Lubitz desde el punto de vista psiquiátrico. Según constatan los autores de otro estudio publicado en 2004 en la revista Psychiatric Bulletin, «la rareza del suicidio o el homicidio-suicidio en un avión hace que estos fenómenos sean virtualmente imposibles de predecir». Vuorio apunta un dato que puede ayudar: «Nuestro estudio mostró también que en la mayoría de los casos había alguien que sabía del intento, pero este conocimiento no estaba al alcance de los responsables médicos», algo que se ha sugerido estos días en los medios a raíz de las declaraciones de una antigua novia del copiloto a quien este dijo que todos conocerían su nombre.

Pero si los propios psiquiatras especializados reconocen que la detección de tales casos es compleja, ¿es científicamente sostenible responsabilizar judicialmente a las aerolíneas? Y tal como se ha propuesto en los medios, ¿serían mejorables los tests que evalúan la idoneidad de los pilotos? Mäulen da por hecho que Germanwings ya emplea todos los medios disponibles para vigilar la salud mental de su personal de vuelo: «Dudo mucho de que en este caso la aerolínea no haya hecho todo [lo posible] e incluso más para excluir a los pilotos que no son aptos para el servicio», asegura. «Todo el mundo que trabaja en salud de la aviación sabe que estos casos son raros pero entrañan un gran desafío», agrega Vuorio.

El finlandés, sin embargo, añade un tal vez polémico comentario relativo a las noticias divulgadas sobre el temor de Lubitz a que sus trastornos le impidieran ejercer su profesión: «Necesitamos confianza y una cultura abierta; contar los problemas no tendría por qué ser el fin de una carrera, sino el momento en el que el piloto recibiera tratamiento y una evaluación adecuada y justa». Algo parecido opina Li, para quien «habría que eliminar el estigma social persistente asociado a los desórdenes mentales». Pero ¿sería admisible para los pasajeros volar bajo el mando de un piloto con un historial de enfermedad psiquiátrica?

En resumen, la visión de los expertos de cara a las posibles mejoras que prevengan casos como el de Germanwings no es muy halagüeña. Mäulen apoya la medida de obligar a que siempre haya dos tripulantes en la cabina del avión: «Tendremos que ver qué tal funciona, puede que resulte o que no»; pero termina advirtiendo: «Por mucho que lo deseemos, la seguridad absoluta es una ilusión». En cambio, Li considera que Europa se encuentra en desventaja respecto a EE. UU. en lo que se refiere a la vigilancia de sus pilotos: «Especialmente en la Unión Europea, los actuales estándares médicos de seguridad para los pilotos son inadecuados y están desactualizados; deben revisarse y reforzarse. Por ejemplo, los pilotos de aerolíneas en EE.UU. han estado sometidos a tests obligatorios de alcohol y drogas durante más de dos décadas, pero no así en otros lugares».

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

El factor geográfico que Li sugiere no se aplica solo al control de los pilotos. Muchos pasajeros volamos con la sospecha, cuando no el convencimiento, de que no corremos el mismo riesgo de accidente según la región del mundo en la que embarquemos. Si usted también es uno de los que piensan así, sepa que está en lo cierto: según la Comisión Europea (CE), «los pasajeros europeos pueden estar expuestos a mayores riesgos de seguridad cuando operan o viajan a las regiones con infraestructuras de aviación subdesarrolladas o marcos deficientes de regulación». Pero ¿no se supone que existen estándares internacionales? Responde la CE: «Los informes de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI) [organismo de las Naciones Unidas] indican que el nivel medio de implantación de los estándares internacionales de seguridad en aviación civil en todo el mundo es de solo el 57%». Y si pensamos en cuestiones críticas como el mantenimiento de las aeronaves, el estado de las instalaciones o la formación del personal, ¿cuánto más en algo tan difícilmente objetivable como la criba psicológica de los pilotos?

Sin embargo, la tragedia del vuelo GWI9525 ha salpicado a un país como Alemania, siempre tenido por modelo de eficiencia y fiabilidad. Vuorio no oculta su sorpresa ante el hecho de que el suceso haya ocurrido en Europa. Pero Li opina que el factor geográfico no solo es cuestión de seguridad, sino que también afecta incluso a las investigaciones sobre los accidentes. Según el epidemiólogo, la rapidez y eficacia de las autoridades al resolver e informar sobre la causa de la colisión obedecen al hecho de que «ocurrió en un tercer país que tiene jurisdicción plena para investigar y está libre de cualquier conflicto de interés». «Si la colisión se hubiera producido en Alemania, dudo que la determinación se hubiera hecho tan deprisa», presume Li, basándose en los antecedentes que incluyen el caso del vuelo 370 de Malaysia Airlines: «Incidentes previos que implicaron a vuelos de las líneas aéreas egipcias o malasias sugieren que las autoridades del país hacen todo lo posible para retrasar, desviar y encubrir a causa de los conflictos de interés económicos y legales inherentes».

¿Y si los aviones se pilotaran solos?

La semana pasada el visionario, tecnólogo y empresario Elon Musk, responsable de PayPal, SpaceX y Tesla Motors, y a quien algunos medios suelen definir como la versión real de Tony Stark, provocó cierto revuelo en internet cuando dijo: «En un futuro distante, los legisladores podrían prohibir los coches conducidos porque son demasiado peligrosos». Musk pronunció esta frase en la Conferencia de Tecnología GPU, en San José (California), ante una audiencia de 4.000 personas durante un mano a mano con Jen-Hsun Huang, CEO de la compañía tecnológica NVIDIA, a propósito de la presentación de un ordenador de conducción autónoma desarrollado por esta empresa.

Ilustración del F 015 Luxury in Motion, el Mercedes autoconducido. Imagen de Mercedes-Benz.

Ilustración del F 015 Luxury in Motion, el Mercedes autoconducido. Imagen de Mercedes-Benz.

Musk no vaticinó que las calles y carreteras se llenarán de coches autoconducidos de la noche a la mañana; aclaró que será un cambio lento y que, si los vehículos autónomos estuvieran disponibles mañana mismo, la transición llevaría 20 años. También pronosticó que los legisladores se opondrán frontalmente a autorizar la circulación de estos coches, hasta que varios años de pruebas acumuladas les convenzan de su seguridad. Pero se mostró confiado en que esta evolución será inevitable. «Creo que llegará a ser algo normal. Antes había ascensoristas, y luego inventamos circuitería para que el ascensor supiera llegar a tu piso. Así serán los coches», sugirió. A continuación se zambulló en su Twitter para precisar que «Tesla está decididamente a favor de que a la gente se le deje conducir sus coches, y siempre lo estará», para luego añadir: «Sin embargo, cuando los coches autoconducidos sean más seguros que los conducidos por humanos, el público podría ilegalizar estos últimos. Espero que no».

Lo cierto es que muchas compañías con tradición de saber en qué invierten su dinero, como Google, Mercedes-Benz o la propia Tesla, entre otras, están desarrollando este tipo de tecnologías de conducción autónoma. Aunque su comercialización se vea aún muy lejana, si hemos de juzgar por la tendencia, parece que los expertos creen viable que algún día las carreteras se llenarán de coches conduciendo solos, comunicándose y cooperando entre ellos sin intervención humana. Según Musk, lo más complicado será lograr que estos sistemas funcionen en la franja entre los 20 y los 80 kilómetros por hora, en entornos urbanos y suburbanos con peatones, ciclistas, mucho tráfico cruzado y demás interferencias. En cambio, el tecnólogo cree que será más sencillo conseguirlo en un escenario de carreteras y autopistas, por encima de los 80 km/h.

Un tren automático de la línea 9 del metro de Barcelona. Imagen de Javierito92 / Wikipedia.

Un tren automático de la línea 9 del metro de Barcelona. Imagen de Javierito92 / Wikipedia.

Los sistemas de conducción automática llevan ya varios años introduciéndose con éxito en las redes de metro con distintos grados de autonomía, desde aquellos casos en los que el tren lleva un conductor que se encarga de abrir y cerrar las puertas y de supervisar el funcionamiento, hasta los casos en los que se prescinde por completo de la presencia humana, como en la lanzadera de la terminal T4 del aeropuerto de Barajas. Barcelona y Madrid se unen a la larga lista de ciudades del mundo que incorporan trenes automáticos, en la mayor parte de los casos aún con presencia de conductor. Pero parece evidente que el mayor obstáculo para que los trenes circulen sin maquinista ya no es tecnológico, sino psicológico: tal vez aún sea tranquilizador comprobar que al volante hay un ser humano. Sin contar con que habría muchos puestos de trabajo en peligro. Pero ¿qué habría ocurrido si el Alvia de la curva de Angrois hubiera circulado de forma autónoma?

Es evidente que el salto ahora es hacia arriba. Tirando de la última frase, el error humano está también detrás de la mayoría de los desastres aéreos, según datos de la web planecrashinfo.com. Aunque los expertos afirman que un avión no suele caer por una sola causa, sino más bien por una desafortunada concatenación, desde la década de 1950 el 53% de los accidentes aéreos se han debido a errores del piloto como razón primaria, ya sea única o unida a otras circunstancias meteorológicas o mecánicas que podrían haberse resuelto con un pilotaje más diestro. Por el contrario, los fallos mecánicos irresolubles fueron responsables del 20% de los accidentes. El resto se divide entre otras causas, como sabotajes u otros errores humanos, por ejemplo de mantenimiento o de control aéreo.

Merece la pena insistir: más de la mitad de todos los accidentes aéreos de la historia desde 1950 no se habrían producido sin el error humano. En la memoria quedan tragedias como la del mayor desastre en número de víctimas (583), el del aeropuerto tinerfeño de Los Rodeos en 1977, cuando dos Boeing 747 colisionaron en pista debido a un estúpido malentendido que llevó a un piloto a despegar cuando aún no tenía autorización. O el más reciente caso del vuelo de Spanair en 2008, cuyos pilotos trataron de levantar el vuelo con una configuración errónea de las alas. O la casi incomprensible caída al mar del vuelo 447 de Air France en 2009, causada porque un inexperto copiloto malinterpretó el comportamiento de su avión y se empeñó repetidamente en hacer justo lo contrario de lo que debía. Por no hablar de los casos en los que ha sido el piloto quien ha estrellado deliberadamente la nave, ahora de triste actualidad y de insólita frecuencia, ya que se sospecha que el vuelo de Malaysia Airlines desaparecido hace un año pudo sufrir un destino similar.

Ahora, cabría preguntarse no solo si la idea de confiar nuestra seguridad a aviones autoguiados es posible, sino también si es deseable. Respecto a esto último, el concepto espeluznará a muchos, y sería de esperar que contara con la repulsa general. Respecto a si es viable, el titular es que depende de quién opine. Según el piloto y bloguero Patrick Smith, la idea de que actualmente los aviones vuelan solos está «ridículamente alejada de la realidad». «La prensa y los comentaristas repiten esta basura constantemente, y millones de personas llegan a creérselo», escribe Smith.

Otros, como Stephen Rice, psicólogo especializado en ingeniería y concretamente en el factor humano de la aviación, aseguran que «la tecnología ya está ahí; los aviones modernos podrían despegar, volar y aterrizar solos», según comentaba a la web BuzzFeed. En la misma línea, el director del programa de aviones no tripulados de la Universidad Estatal de Nuevo México, Doug Davis, señalaba a la BBC: «Creemos que los aviones no tripulados son la próxima gran transformación de la industria de la aviación». Y recientemente era nada menos que el director general de tecnología de Boeing, John Tracy, quien afirmaba: «Con respecto a los aviones comerciales, no tenemos ninguna duda de que podemos resolver el problema del vuelo autónomo».

El avión espacial Boeing X-37B en la base aérea de Vandenberg. Imagen de United States Air Force / Wikipedia.

El avión espacial Boeing X-37B en la base aérea de Vandenberg. Imagen de United States Air Force / Wikipedia.

El piloto automático ya ha cumplido los cien años. Los primeros sistemas rudimentarios se limitaban a mantener la altitud y el rumbo durante el vuelo de crucero. En 1930, la revista Popular Science Monthly informaba sobre un dispositivo que permitía «guiar un avión en su curso durante tres horas sin ayuda humana». Los sistemas actuales, concebidos para casos de condiciones meteorológicas extremas, permiten incluso llevar un avión a tierra sin intervención directa de la tripulación, que puede limitarse a supervisar el proceso. El ejército de EE. UU. cuenta con el Boeing X-37B, un pequeño transbordador espacial no tripulado, y el Northrop Grumman X-47B, un avión de combate semiautónomo. Por supuesto, el «semi» no es un compromiso satisfactorio: ningún pasajero querría subir a un dron dirigido por control remoto; de haber un humano a los mandos, preferiríamos que compartiera nuestro destino, y no que abandonara los controles para irse a la sala de café cuando nosotros estamos a 30.000 pies de altura. Pero la británica BAE Systems ya ha probado su Jetstream autónomo por el espacio aéreo de Reino Unido con una tripulación humana que se limitaba a mirar.

Hoy todavía el piloto automático es como nuestros ordenadores personales; lo que el director del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial (IIIA) del CSIC, Ramón López de Mántaras, llama «sabios idiotas». En el vuelo 447 de Air France, el error del copiloto se produjo después de que el sistema automático se desconectara porque la congelación de las sondas externas le impedía conocer los parámetros de vuelo, por lo que dejó el control en manos de los tripulantes. En casos como este, el factor humano es imprescindible, aunque en aquel caso concreto no hiciera sino empeorar la situación. Pero los avances en inteligencia artificial también se están aplicando a la aviónica, y ya se experimenta con sistemas capaces de aprender de la experiencia.

Tal vez toda esta cuestión no tendría mayor recorrido si las aerolíneas pudieran garantizarnos que siempre volaremos bajo el mando de un piloto veterano, experto, curtido en mil adversidades, emocionalmente estable y psicológicamente férreo. Pero obviamente no es así, y nunca lo será. Y si en el futuro se nos llegara a presentar la elección entre confiar nuestra seguridad a una máquina (supongamos que casi) perfecta o asumir la posibilidad de viajar a merced del capricho de un sujeto perturbado, profesional-personal-emocionalmente inmaduro al que le acaba de dejar la novia, este que suscribe no tendría ninguna duda.

El accidente del SpaceShipTwo, ¿el fin del turismo espacial low-cost?

Mucho se ha escrito sobre Virgin Galactic, la empresa del magnate británico Richard Branson que trata de abrir cuña en lo que la propia compañía y la prensa denominan turismo espacial, una denominación que algunos nos resistimos a comprar. Personalmente, me he abstenido en gran medida de comentar la andadura de esta rama del imperio Branson; tal vez porque el personaje me despierta simpatía por varias razones que no vienen al caso (lo resumo en sus compromisos humanitarios y en que comparto con él la pasión por un país llamado Kenya) y, en cambio, lo de Virgin Galactic siempre me ha sonado en las tripas como una iniciativa condenada al fracaso.

Mi principal motivo para desconfiar del futuro de Virgin Galactic es lo que anticipo en la primera frase del párrafo anterior. En mi opinión, llamar turismo espacial a lo que Virgin Galactic pretende ofrecer es como llamar turismo cultural a llegarse al Museo del Prado, contemplar la fachada del edificio y volverse para casa, pero a un precio de 200.000 dólares.

El verdadero turismo espacial se ha venido practicando durante algunos años desde que en 2001 el millonario estadounidense Dennis Tito fuera el primer no astronauta en volar a bordo de una nave rusa Soyuz a la Estación Espacial Internacional (ISS), donde permaneció durante ocho días. Después de él, otros siete civiles han repetido el viaje costeándolo de su bolsillo, a un precio de entre 20 y 40 millones de dólares. Los clientes que viajan a la ISS pagan un exceso del coste real de su billete que entra en la bolsa de los fondos destinados a la exploración del espacio.

Después de un hiato de seis años desde la visita del hasta ahora último turista de lujo, el fundador del Cirque du Soleil Guy Laliberté, la empresa Space Adventures, responsable de esta oferta, anuncia que en 2015 reanudará sus viajes con la soprano británica Sarah Brightman. Es obvio que el ciudadano común no puede permitirse este capricho, pero también que en este planeta hay una larga lista de personas capaces de pagarlo. No me cabe duda de que Space Adventures continuará captando clientes multimillonarios para una experiencia tan única e inimitable como unas vacaciones en la órbita terrestre.

En comparación, la idea de Richard Branson es ofrecer un turismo espacial low cost, pero vendiendo una experiencia que es un quiero y no puedo: un vuelo suborbital en un avión que se llega hasta el borde del espacio, donde los clientes podrán ver el cielo negro sobre sus cabezas y experimentarán una sensación de ligereza durante unos seis minutos, para después bajar de nuevo a las garras gravitatorias de la madre Tierra. Total, un par de horas de vuelo. Llamar a esto turismo espacial es como mínimo una exageración, por no calificarlo con un término más contundente.

Restps de la nave de Virgin Galactic SpaceShipTwo tras su accidente sobre el desierto de Mojave (EE. UU.).

Restos de la nave de Virgin Galactic SpaceShipTwo tras su accidente sobre el desierto de Mojave (EE. UU.).

Por mucho que la lista de potenciales clientes capaces de gastar 200.000 dólares sea mucho mayor que la de quienes pueden pagar 40 millones por el viaje de Space Adventures, tengo mis serias dudas de que la experiencia compense el gasto, y de que Branson logre una abundante clientela más allá de las celebrities que ya se han apuntado por su relación con el personaje o por un deseo de publicitarse.

Para empeorar las cosas, como ya es sabido, el pasado viernes la nave SpaceShipTwo de Virgin Galactic se estrelló durante un vuelo de prueba en el desierto estadounidense de Mojave, matando a uno de sus dos pilotos e hiriendo gravemente al otro. Es inevitable recordar el caso del Concorde, que perdió la confianza de los viajeros tras un solo accidente en 27 años de servicio impecable. Los siete Concorde de British Airways transportaron sanos y salvos a más de dos millones y medio de pasajeros en casi 50.000 vuelos, a lo que habría que sumar las cifras de los otros siete aviones de Air France. El SpaceShipTwo se ha estrellado en su vuelo de prueba número 35.

Por el momento, Branson ha anunciado que seguirá adelante con sus planes, a la espera del resultado de las investigaciones sobre el accidente. Pero ¿quién estará dispuesto ahora a subirse a un aparato que ha fracasado antes de llevar un solo pasajero?

Estalla un cohete ucraniano-americano con motores soviéticos reciclados

La exploración espacial hace mucho tiempo que dejó de ser una carrera entre superpotencias para convertirse en otras cosas, como un esfuerzo compartido y un negocio globalizado. En el año 2014 no tiene mucho sentido hablar de éxitos de unos o fracasos de otros, o de una ya inexistente confrontación entre modelos públicos y privados.

Integración del carguero espacial Cygnus Orb-3 en el cohete Antares. Imagen de NASA / Wallops Flight Facility / Patrick Black.

Integración del carguero espacial Cygnus Orb-3 en el cohete Antares. Imagen de NASA / Wallops Flight Facility / Patrick Black.

Para situar en su contexto de qué estoy hablando, explicaré que estos párrafos vienen motivados por la explosión de un cohete estadounidense cuando despegaba ayer de la base de Wallops, en Virginia. Se trataba de una lanzadera Antares no tripulada construida para la NASA por la compañía Orbital Sciences y que llevaba en sus tripas la nave Cygnus Orb-3, un carguero espacial con forma de barril de cerveza que debía transportar unos 2.200 kilos de materiales, suministros y experimentos a la Estación Espacial Internacional (ISS).

Después de un retraso de un día a causa de la intrusión de un barco en la zona de seguridad en torno a la plataforma de lanzamiento, la cuenta atrás llegó a cero a las 6 y 22 minutos de la tarde del 28 de octubre, hora local. Los motores entraron en ignición y el cohete comenzó a elevarse. Pero unos seis segundos más tarde se produjo una explosión, el aparato cayó a tierra y entonces, según describió un testigo, fue como si todo el cielo ardiera. Según informó Orbital Sciences, el mecanismo de autodestrucción fue activado y probablemente se accionó antes de que el cohete tocara el suelo, lo que pudo contener el alcance de la explosión.

Dado que, casi coincidiendo con esta misión, otra similar rusa conseguía cumplir su objetivo de arribar a la ISS sana y salva, algunas voces se han alzado comparando el desempeño de las agencias espaciales de ambos países y de los supuestos modelos público y privado en la exploración espacial. Desde que la NASA canceló su programa de transbordadores tripulados, ha firmado una serie de convenios con compañías del sector aeroespacial para cubrir las necesidades de transporte de sus misiones no tripuladas, mientras que de momento sus astronautas deberán pagar asiento en las Soyuz rusas.

Es evidente que los programas espaciales estadounidense y soviético fueron esencialmente diferentes en tiempos de la carrera espacial. Ambos confiaban la tarea a agencias públicas, NASA y Roscosmos respectivamente, pero el modelo norteamericano hacía un uso intensivo de contratistas externos, mientras que en la antigua URSS, obviamente, todo quedaba en manos de la economía estatal, aunque fuera bajo nombres diferentes.

Todo esto ha cambiado en las últimas décadas. En la potencia del este existe desde el fin de la Segunda Guerra Mundial una compañía que desde 1954 se dedica a la ciencia espacial y que hoy conocemos como RSC Energia. Esta enorme corporación, que emplea a casi 30.000 personas, lo ha sido todo en el programa espacial ruso; es la responsable de los satélites Sputnik, de las naves y cohetes Soyuz y Vostok, de las estaciones Salyut y Mir, de las misiones Luna y Mars, del sector ruso de la ISS… En resumen, de todo, o casi.

Por supuesto, en tiempos de la URSS RSC Energia era de titularidad estatal, pero en 1994 se llevó a cabo una privatización parcial que dejó solo el 38% del capital en manos del estado. Así que, en la práctica, la exploración espacial rusa es hoy un monopolio fáctico en manos privadas. Como es bien sabido que al poderoso estado ruso no le gusta perder el control, en 2013 el gobierno lanzó ORKK (en su versión inglesa URSC, United Rocket and Space Corporation), una corporación destinada a renacionalizar el sector. Controlada al 100% por el estado, ORKK no solo absorberá decenas de compañías proveedoras y contratistas, sino que además comprará un paquete importante de RSC Energia.

Curiosamente, y para quien sienta tentaciones de comparación, conviene destacar que la primera fase del cohete Antares que explotó ayer sobre la costa de Virginia es de diseño ucraniano, y sus motores son de origen soviético. Se trata de dos propulsores NK-33 pertenecientes al programa de la URSS N-1F, que fue cancelado a comienzos de la década de 1970 tras el fracaso de los cuatro vuelos de prueba. Los dos motores fueron reacondicionados por la empresa Aerojet Rocketdyne y rebautizados como AJ-26. Sin embargo no hay motivo para dudar de la fiabilidad de estos propulsores, ya que desde abril de 2013 otros similares han lanzado ya cuatro cohetes Antares de Orbital Sciences sin ningún problema, y los de la misión malograda habían pasado las pruebas de certificación.

Tampoco Orbital Sciences es una empresa advenediza surgida al olor del reparto de dinero en contratos de la NASA. La compañía existe desde 1982 y cuenta con un sólido historial de proyectos y éxitos, incluyendo la construcción de satélites para la española Hispasat. En el sector espacial hay lugar para todos, públicos y privados, y a ninguna compañía le interesa suicidarse fabricando componentes defectuosos o cohetes que estallan. Estos fracasos han ocurrido, ocurren y ocurrirán a lo largo de la historia de la exploración espacial; y en muchos casos, pasados y futuros, las pérdidas no serán solo económicas.

Por si alguien se ha perdido el momento del lanzamiento del Antares y la explosión, dejo aquí no uno, sino cuatro vídeos del desastre grabados desde diferentes emplazamientos, uno de ellos desde un avión en vuelo.

«Esperamos ver despegar los primeros vehículos aéreos personales en las próximas décadas»

Frank Nieuwenhuizen, científico del proyecto europeo myCopter. F. N.

Frank Nieuwenhuizen, científico y responsable de comunicación del proyecto myCopter. Copyright Cora Kürner / Max Planck Institute for Biological Cybernetics, Tübingen, Germany. Utilizada con permiso.

Frank Nieuwenhuizen, científico y responsable de comunicación del proyecto europeo myCopter

La Unión Europea financia el proyecto myCopter, integrado por un equipo internacional de investigadores de seis instituciones y destinado a estudiar la viabilidad de los vehículos aéreos personales (PAV) como alternativas al transporte cotidiano en las ciudades, un concepto que traté en mi anterior post sobre el pasado y el futuro de los coches voladores. Frank Nieuwenhuizen es investigador del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania), que lidera el consorcio. Nieuwenhuizen es además gerente y responsable de comunicación del proyecto.

¿Cuál es el objetivo de myCopter?

El proyecto myCopter aborda principalmente los requerimientos técnicos y sociales que deben alcanzarse para establecer un sistema de transporte aéreo personal en la sociedad de hoy.

¿La construcción de un coche volador está contemplada en el proyecto?

Nosotros no planeamos construir un coche volador o Vehículo Aéreo Personal (PAV). En su lugar, pretendemos abordar tres áreas de investigación: el diseño de una interfaz hombre-máquina intuitiva y fácil de usar, y del entrenamiento necesario para el piloto; el diseño y la implementación de la automatización necesaria; y comprender las necesidades de la sociedad de cara a la aceptación de los PAV.

¿Qué trabajos se han realizado hasta ahora y en qué fase se encuentra el proyecto?

Hemos investigado nuevos conceptos para el control de los PAV, nuevas interfaces hombre-máquina, sistemas automáticos basados en visión por ordenador, estrategias de evitación de colisiones y asistencia al aterrizaje automático, además de nuevas tecnologías PAV en un helicóptero experimental del Centro Aeroespacial Alemán (DLR). También hemos explorado los usos y riesgos potenciales de los PAV en la sociedad mediante un estudio tecnológico. El proyecto lleva funcionando tres años y medio y terminará al final de este año. Estamos organizando un Día del Proyecto en el Centro Aeroespacial Alemán en Braunschweig para el próximo 20 de noviembre. Ese día mostraremos los resultados del proyecto al público y a la prensa.

¿Cómo sería ese hipotético PAV del futuro?

Concepto artístico de vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de PAV. Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

El proyecto myCopter se apoya en un modelo genérico de PAV que se ha desarrollado como referencia interna. En los escenarios que contemplamos, un PAV genérico sería del tamaño de un coche pequeño. Para minimizar los requerimientos de espacio, debería despegar y aterrizar en vertical, como los helicópteros. Los PAV se utilizarían sobre todo para desplazarse de casa al trabajo, por lo que nuestro modelo genérico tiene una autonomía de 100 kilómetros y un solo asiento, con la posibilidad de llevar un pasajero adicional si se reduce el equipaje. La velocidad máxima sería de 150 a 200 km/h, y debería poder utilizarse al menos durante el 90% del año en casi todas las condiciones meteorológicas.

¿Cuándo podemos esperar que los PAV sean una realidad?

Queremos allanar el camino para futuras iniciativas, y esperamos ver despegar los primeros PAV en las próximas décadas. Ya existen varios vehículos, pero el reto es combinar varias tecnologías nuevas para procurar que los pilotos no experimentados también puedan manejar estos aparatos, y que muchos vehículos puedan circular al mismo tiempo con seguridad.

Este concepto cambiaría todo lo que hemos conocido hasta ahora sobre el transporte personal y probablemente tendría un impacto profundo en la fisonomía de las ciudades. Lo que implica enormes retos de cara a la regulación. ¿Estaría dispuesta la UE a abordar esta transición?

Las actuales regulaciones no contemplan los vehículos automatizados ni los vehículos aéreos no tripulados. Esto también se aplica al transporte por carretera, donde los coches de conducción automática deben conseguir permisos especiales para circular. Estos desarrollos están facilitando el camino hacia la integración de los vehículos automáticos en diferentes modos de transporte, pero aún hay muchas preguntas que responder. Esperamos que estos avances lleguen en los próximos años y tenemos confianza en que se implantarán las regulaciones necesarias.

La Unión Europea quiere que viajemos en coches voladores

Entre las imágenes clásicas de lo que el porvenir iba a deparar a los ciudadanos del siglo XX, la del transporte aéreo personal era una de las más populares. Dicen que la ambición de volar es una de las más viejas del ser humano, y está claro que la experiencia de embutir las posaderas en un asiento de Economy (la clase monkey, en el argot) mirando las nubes a través de una mirilla agrandada no la satisface. A algunos la idea de volar de verdad siempre nos ha puesto los dientes largos, y dado que carecemos de los recursos para pagarnos una licencia de piloto (del avión, ya, ni hablamos), nunca hemos renunciado a hincar el colmillo a esa fantasía con la esperanza de que algún día el futuro nos traiga aerocoches a precio de utilitario.

Aunque la idea del coche volador nos retrotraiga al futurismo de los años 50 del siglo pasado, el concepto de un aparato que domine a la vez el aire y la carretera es en realidad casi tan viejo como la aviación. El primer intento conocido, el Autoplane del aviador estadounidense Glenn Curtiss, se presentó en 1917 en la Exposición Aeronáutica Panamericana de Nueva York, aunque no consta que llegara a volar. Aquellos primeros intentos eran simplemente aviones ligeros con alas desmontables o plegables, como en el caso del biplano francés Tampier (1921), que en carretera circulaba con la cola delante y debía ir seguido muy de cerca por un automóvil para evitar que la hélice masacrara a algún ciclista. En algunos casos, como el ConvAirCar o el AVE Mizar, los inventores directamente adosaban coches a piezas de avión en lo que hoy parecerían montajes de Photoshop. Pero a diferencia de lo que ocurre con el retoque fotográfico, algunos de estos corta-pegas reales mataron a sus artífices.

En 1950 el gobierno de EE. UU. aprobó el primer aparato para uso en el aire y en carretera. Se trataba del Airphibian, desarrollado en 1946 por Robert Edison Fulton (no emparentado con el inventor de la bombilla ni el del barco de vapor, pero claramente predestinado). El artefacto era básicamente una avioneta partida por la mitad, que dejaba la sección trasera con alas y cola en el aeropuerto, mientras que la hélice se desmontaba para viajar por tierra. El Airphibian nunca llegó a producirse para la venta por falta de inversores, pero en cambio sí llegaron a venderse seis unidades del Aerocar de Moulton Taylor, creado en 1949 y también aprobado por la autoridad de aviación civil estadounidense. Tanto por diseño como por mecánica, el Aerocar estaba más próximo al concepto de coche volador que al de avioneta convertible, con un motor de tracción para las ruedas delanteras, un volante circular y cambio de marchas. Al parecer, uno de los seis Aerocars que llegaron a fabricarse llevó como pasajero en una ocasión a Raúl Castro en Cuba.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Los intentos de fabricar un coche volador nunca han cesado, y varios de ellos continúan vivos hoy. Quizá el más conocido es el de la compañía Terrafugia, fundada por ingenieros aeroespaciales formados en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Su modelo Transition, un biplaza de alas plegables, lleva algunos años circulando por exhibiciones y por internet. Ciertas críticas le achacan que la pretensión de dominar el aire y la carretera a un tiempo hace que no domine bien ninguno de los dos. Pero quizá los mayores inconvenientes del Transition sean otros, a saber: de un coche volador uno espera que cueste lo que un coche, no lo que un avión; que no requiera una licencia de piloto; y que no exija disponer de una pista de aterrizaje privada de 518 metros. Y el aparato de Terrafugia no cumple ninguno de los tres requisitos, por mucho que la compañía se empeñe en sugerir que 279.000 dólares es un precio asequible.

En realidad, el Transition es más avioneta que coche; algo que los ingenieros de Terrafugia quieren cambiar en su próximo modelo, el TF-X, que la empresa anunció el mes pasado para dentro de unos diez años y que podrá despegar y aterrizar en vertical, acomodar a cuatro pasajeros y aparcar en una plaza estándar, todo ello en un vehículo híbrido cuyo manejo podrá aprenderse en cinco horas. De hecho, volará solo y contará con sistemas automáticos para evitar colisiones. La única pega será el precio, aún no detallado, pero que se prevé en el orden de magnitud de los «coches de lujo de muy alta gama».

No todos los modelos de coches voladores vienen del otro lado del Atlántico. De hecho, el triciclo holandés PAL-V One (siglas de Personal Air and Land Vehicle) ofrece una ventaja muy tranquilizadora frente a los prototipos de Terrafugia. Pensemos en los vehículos que a diario encontramos averiados en el arcén de la carretera. Cuando se trata de un automóvil de los de toda la vida, a los ocupantes se les suele ver junto al coche ataviados con sus chalecos amarillos y esperando a que la grúa se presente. Pero en el caso de un vehículo aéreo, sus pasajeros probablemente seguirían dentro, muertos a causa del impacto. A pesar de que los diseños suelen incorporar medidas de seguridad tan obvias como los paracaídas, el sistema del PAL-V One le permite aterrizar aunque el motor falle. El aparato utiliza el principio del autogiro, invención netamente española debida al ingeniero Juan de la Cierva y que la aviación nunca ha llegado a explotar a fondo. A diferencia del helicóptero, el rotor del autogiro no va propulsado, sino que gira libremente (autogira) por el impulso del aire cuando el aparato avanza gracias a su hélice. Así, aunque el motor se pare, el giro autónomo del rotor permite un aterrizaje suave. El PAL-V One, que hizo su vuelo inaugural el pasado abril, solo necesita 165 metros para despegar y aterriza en unos escasos 30 metros. Actualmente la compañía busca inversores para la fase de desarrollo y comercialización.

Pero si todo lo anterior continúa sonando a ciencia ficción, o al menos a caros juguetes exóticos que solo disfrutarán unos cuantos millonarios (esos que, de todos modos, ya tienen su jet), el hecho de que la Unión Europea financie un proyecto en este campo puede cambiar las reglas del juego para que estos vehículos lleguen a convertirse algún día en algo al alcance de los mortales. De hecho, el propósito de los artífices de myCopter es «allanar el camino para el uso de Vehículos Aéreos Personales (PAV) por el público en general», con la finalidad de aliviar «los problemas de congestión en el transporte por tierra y el anticipado crecimiento del tráfico en las próximas décadas», según describen los investigadores en la web del proyecto. El autor de la idea es el director del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania) Heinrich Bülthoff, y en el consorcio participan además otras cinco instituciones europeas de todo crédito, como la Escuela Federal Politécnica de Lausana y el Instituto Tecnológico Federal de Zúrich (Suiza).

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

En realidad, myCopter no entra en la categoría de coches voladores, ya que está concebido únicamente para uso aéreo. Pero si pudiéramos tener en casa un pequeño helicóptero personal, ¿quién iba a echar de menos el uso anfibio (término que sirve también para tierra y aire)? Los integrantes del consorcio internacional aspiran a integrar «avances tecnológicos e investigaciones sociales necesarios para mover el transporte público a la tercera dimensión». El aparato que pretenden desarrollar está «concebido para viajar entre los hogares y los lugares de trabajo, y para volar a baja altitud en entornos urbanos». «Tales PAV deberían ser total o parcialmente autónomos sin requerir control de tráfico aéreo desde tierra. Aún más, deberían operar fuera del espacio aéreo controlado mientras el actual tráfico aéreo permanezca inalterado, y deberían después integrarse en la próxima generación de espacio aéreo controlado».

Sin embargo, queda un largo e incierto camino por delante. El myCopter de momento es solo un dibujo, aunque ya existe un simulador que el periodista del diario The New York Times Danny Hackim ha podido probar recientemente. «No sé volar y ni siquiera soy un conductor muy entusiasta, pero despegué fácilmente desde lo que parecía un campo rodeado por seis casas en la campiña inglesa», escribía Hackim. «Después seguí una carretera aérea virtual que se extendía ante mí, atravesando una serie de cuadrados morados dispersos por el cielo simulado».

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

La simulación ya apunta una idea que sin duda deberá formar parte del diseño: para que myCopter fuera realmente un medio de transporte de uso general y no provocara decenas de siniestros catastróficos cada día, el pilotaje tendría que ser al menos parcialmente automático, guiado estrictamente por GPS a través de rutas prestablecidas y facilitado al usuario mediante una interfaz sencilla. Pero además de los retos técnicos, el proyecto, de seguir adelante, se enfrentaría a enormes desafíos de cara a la regulación y la infraestructura necesarias para un sistema de transporte que revolucionaría todo lo que hemos conocido hasta ahora. Los sistemas actuales de ordenación del tráfico urbano quedarían obsoletos, como vallas, barreras y bordillos. ¿Cómo evitar el abuso y la violación de espacios restringidos? ¿Aterrizarían los ladrones en las azoteas para desvalijar las casas? ¿Se estrellaría contra el quinto piso de un edificio un delincuente en fuga perseguido por la policía? ¿Los conductores agresivos nos adelantarían no solo por izquierda y derecha indistintamente, sino también por arriba y abajo? Tal vez la solución fuera que la policía dispusiera de vehículos aún más capaces. ¿Qué tal los spinners de Blade Runner?