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Estos son los proyectos científicos de búsqueda de alienígenas para 2023

Como decíamos ayer, 2023 se presenta interesante desde el punto de vista de los proyectos de búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI, en inglés), algo en lo que espero equivocarme al temer que no se encontrará nada, al menos en vida de los que hoy estamos vivos. Y para quitarme la razón, he aquí unas cuantas iniciativas para este próximo año que seguiremos con atención.

Imagen de pxhere.

La NASA busca ovnis

En estos últimos años ha habido bastante animación en el mundo ovni, rebautizados desde el clásico UFO (Unidentified Flying Object) a UAP (Unidentified Aerial Phenomenon). Un rebautizo que mejor vamos a ignorar, sobre todo porque en castellano sería Fenómenos Aéreos No Identificados, o sea, FANI. Decir «he visto un FANI» suena a lo más idiota que se puede decir, además de ser el diminutivo con el que antiguamente se conocía a las mujeres llamadas Estefanía (hoy sería más bien Fanny, Fannie o incluso Stephie); así que nada, ovnis.

El caso es que el gobierno de EEUU ha vuelto a ocuparse oficialmente del tema, después de décadas haciendo como que no (una explicación más completa de todo esto aquí). Y ello ha venido acompañado de la desclasificación de informes y vídeos de avistamientos recogidos por personal militar. Los más cafeteros celebraron con gran alharaca que el informe del Pentágono solo pudiera encontrar explicación a uno de los 144 avistamientos, aunque obviamente esto está muy lejos de significar que los 143 restantes fueran conductores alienígenas desviados de la operación salida de vacaciones de su planeta. También los convencidos interpretaron con suspicacia que la desclasificación no haya sido completa, pero cualquiera que no sea visceralmente conspiranoico entiende que hay razones de defensa implicadas.

En el chup-chup de este resurgimiento del culto ovni, un paso adelante ha venido del rincón menos esperado: la NASA. Durante décadas la agencia espacial de EEUU ha preferido no pisar este barrizal, más aún ante las declaraciones algo alucinatorias de alguno de sus propios astronautas. Pero en este 2022 sorprendió al anunciar la creación de una comisión multidisciplinar que desde octubre está estudiando los avistamientos.

Sin embargo, que nadie descorche el champán; el estudio solo durará nueve meses, y únicamente va a reanalizar información desclasificada y por tanto ya disponible. Los expertos no esperan grandes revelaciones de esta comisión, pero sí un avance largamente necesitado: que por fin un grupo de científicos reputados y reconocidos construya un método sistemático de análisis riguroso de los avistamientos que pueda aplicarse a futuros estudios. Conoceremos los resultados en la primavera de 2023, o quizá en verano.

Galileo, una búsqueda de ovnis por tierra, aire y espacio

Más ambicioso es otro proyecto denominado Galileo, liderado por el astrofísico de Harvard Avi Loeb. El prestigio de Loeb como astrónomo y cosmólogo es lo suficientemente sólido como para haber resistido hasta ahora las reprobaciones que ha suscitado su otro campo de interés: él está convencido de que las naves alienígenas ya están en nuestro Sistema Solar, y de que una de ellas es el objeto interestelar ‘Oumuamua, descubierto en 2017.

Previamente al anuncio de la NASA, Loeb sometió una propuesta a la agencia para investigar los ovnis, que fue ignorada. Así que decidió montar su propio proyecto. Galileo nace con unas miras mucho más ambiciosas que el pequeño estudio de la NASA. Básicamente, lo que se propone es peinar la Tierra y el espacio cercano en busca de ovnis. Para ello utilizará telescopios dedicados y no dedicados —incluyendo el observatorio Vera C. Rubin, recién terminado de construir en Chile y que verá su primera luz próximamente—, junto con observaciones de satélite, que se procesarán por sistemas de inteligencia artificial. De este modo aplicará una sistematización científica a la recogida de datos, dado que jamás podrá convertirse en ciencia algo que se basa en avistamientos esporádicos de alguien que pasaba por allí y que no sabe muy bien lo que dice que vio.

Y si Galileo no encuentra nada, pues en fin… Por supuesto, siempre habrá quienes sigan negándose a aceptar la pertinaz falta de evidencia como evidencia, más teniendo en cuenta que el mundo ufológico es innegablemente propenso a la conspiranoia, y la conspiranoia es por definición irrefutable. Por el momento, Galileo ya ha conseguido atraer a un centenar de colaboradores, incluyendo científicos, académicos, ingenieros y tecnólogos, todos ellos deseosos de que la ciencia real se ocupe por fin del fenómeno ovni para saber de una vez por todas si debemos seguir prestándole alguna atención o si podemos enterrarlo definitivamente.

Nuevas armas para el SETI

Quienes hayan visto la película de 1997 Contact o hayan leído la novela de Carl Sagan recordarán que el personaje interpretado por Jodie Foster —y que se basa en la astrónoma Jill Tarter— descubría la señal alienígena que motivaba la trama en un observatorio de radiotelescopios de Nuevo México. Este lugar existe y se llama Karl G. Jansky Very Large Array, o VLA. Pero en la vida real el VLA jamás se ha dedicado a investigación SETI, sino solo a radioastronomía.

Imagen de la película ‘Contact’ (1997). Imagen de Warner Bros.

Hasta ahora. Recientemente el VLA ha iniciado una colaboración con el Instituto SETI de California, una de las pocas instituciones científicas cuya razón de ser es la búsqueda de posibles señales tecnológicas de origen alienígena, algo que lleva haciendo desde 1984 con fondos privados, aunque otros de sus programas de investigación sí reciben fondos públicos. La colaboración consiste en la implementación de un nuevo sistema de procesamiento de señales llamado Commensal Open Source Multimode Interferometer Cluster (COSMIC), que va a permitir hacer SETI las 24 horas del día, 7 días a la semana, sin interferir en la investigación científica del VLA.

El sistema estará operativo próximamente, y durante dos años va a dedicarse a hacer el mayor rastreo de posibles señales tecnológicas jamás emprendido en el hemisferio norte, en unos 40 millones de sistemas estelares. Y si esta búsqueda no encuentra nada… en fin, lo dicho.

En paralelo, el Instituto SETI proseguirá con sus búsquedas habituales desde el Allen Telescope Array (ATA) y en el recientemente instalado LaserSETI, que no busca señales de radio sino ópticas; rayos láser, no del tipo crucero imperial derribando un caza X-Wing, sino del tipo que alguna civilización avanzada podría utilizar para comunicarse o para propulsar naves espaciales.

A todo esto se añadirán algunos otros bocados jugosos. Por ejemplo, el nuevo telescopio espacial de la NASA/ESA/Canadá James Webb, el sucesor del Hubble que en 2022 nos ha traído imágenes alucinantes del universo, es capaz de detectar posibles firmas biológicas en la atmósfera de exoplanetas lejanos. Estos indicios siempre serán indirectos y no darán una confirmación absoluta de que pueda existir vida en un planeta, pero si se hallara algo lo suficientemente sugerente, el planeta en cuestión se convertiría en el más interesante del universo.

Esto es lo más importante que veremos en 2023 en cuanto a búsqueda científica de alienígenas. ¿Estaremos comentando aquí dentro de 365 días el éxito de alguno de estos proyectos? ¿Será 2023 por fin el año en que hagamos contacto? Hagan sus apuestas.

Si hay vida en Venus, quizá no sea tan alienígena

Si los autores del reciente hallazgo sobre un nuevo y posible indicio de vida en Venus logran confirmar su descubrimiento –es decir, verificar la señal en otras longitudes de onda para comprobar que es real y no un artefacto del procesamiento de los datos–, sería de esperar que en adelante nuestro planeta vecino suba puestos en la consideración de quienes aprueban las misiones espaciales, para poder enviar algo a aquella atmósfera cuanto antes, algo que sea capaz de sacarnos de dudas antes de que no nos queden uñas que mordernos.

El administrador de la NASA ya ha dicho que es hora de priorizar Venus, y se espera que esta agencia apruebe al menos una de dos misiones ya propuestas antes del descubrimiento. Nuestra ESA tiene también un par de propuestas pendientes para enviar sondas a Venus, mientras que Rusia e India tienen misiones ya en desarrollo. Incluso alguna empresa privada podría entrar en el juego: de inmediato tras el anuncio de la detección del gas fosfano en Venus, Breakthrough Initiatives, el proyecto fundado en 2015 por el magnate ruso-israelí Yuri Milner y centrado en la búsqueda de vida alienígena, anunció la puesta en marcha de un amplio estudio multidisciplinar destinado a indagar en la posible existencia de vida en Venus y a analizar las posibilidades de enviar una sonda que solvente la incógnita.

Pero en cualquier caso, deberemos esperar. Curiosamente y dado que el anuncio del fosfano ha pillado a las agencias espaciales con el paso cambiado, más centradas en Marte, asteroides y el Sistema Solar Exterior, quien podría llegar primero a Venus es un actor insospechado: la misión india Shukrayaan-1, un orbitador que observará la atmósfera y la superficie de Venus, tiene su lanzamiento previsto para 2023, aunque no sería raro que se retrasara. La Venera-D rusa no se lanzará antes de 2026, y las misiones propuestas por la NASA y la ESA difícilmente estarán preparadas antes de finales de esta década o comienzos de la próxima.

Para entonces, es muy probable que ya se hayan hallado nuevos indicios, a favor o en contra de la presencia de vida. Al contrario de lo que siempre hemos visto en cine y televisión, viene tendiendo a ser algo improbable que la confirmación de la vida alienígena llegue con un ovni aterrizando en el jardín de la Casa Blanca o fundiendo la torre Eiffel con un rayo; más bien será algo como esto, sospechas de vida microbiana en otros mundos del vecindario solar, analizadas paso a paso, de forma muy dilatada a lo largo del tiempo, y lo peor será que tal vez nos cueste mucho llegar a dar el último paso, el de la prueba irrefutable.

¿Hay vida entre las nubes de Venus? Imagen de NASA/JPL (David Seal).

¿Hay vida entre las nubes de Venus? Imagen de NASA/JPL (David Seal).

Más aún cuando ni siquiera está del todo claro a qué podremos llamar «vida alienígena». En cuanto a «vida», y como ya conté aquí, no existe una definición científica formal universalmente aceptada. Y no existe porque, si existiera, probablemente sería errónea. Según me decía recientemente con ocasión de un reportaje para otro medio el astrofísico Charley Lineweaver, un escéptico de la vida alienígena inteligente de quien ya he hablado aquí en alguna ocasión, hasta tal punto no nos aclaramos que ni siquiera los biólogos nos ponemos de acuerdo sobre si los virus, los organismos más abundantes de la Tierra, están vivos o no (yo opino que sí, pero esa es otra historia).

Y en cuanto a «alienígena», si algún día llegamos a confirmar la presencia de microbios en otro mundo del Sistema Solar, ¿serán realmente alienígenas? Es decir, ¿podremos estar seguros de que su origen es independiente del de la vida terrestre? A propósito del mismo reportaje mencionado, el astrobiólogo español Alfonso Dávila, que investiga en el centro Ames de la NASA, me subrayaba algo ya conocido: durante la infancia del Sistema Solar, hubo un tráfico pesado de rocas entre los diferentes planetas; cientos de miles de rocas terrestres se estrellaron en Marte, y millones en Venus, según Dávila. Estos asteroides podrían haber transportado microbios de un lugar a otro, por lo que, incluso si se confirma la vida venusiana, tal vez aquellos organismos y nosotros procedamos de un mismo antepasado común.

Lo cual abre las apuestas: si llega a encontrarse algo vivo por ahí fuera, ¿serán parientes nuestros o no? Lo malo es que quizá no lleguemos a poder estar seguros; incluso si su biología básica se parece a la nuestra, con un ácido nucleico (ADN o ARN) que codifique la producción de proteínas, no necesariamente significaría que somos parientes, ya que en muchos casos la evolución sigue caminos comunes de forma separada (se llama evolución convergente).

Tradicionalmente se ha propuesto como posible prueba de orígenes separados de la vida el hecho de que, mientras que ciertos bloques básicos de la vida –aminoácidos de las proteínas o azúcares del ADN y ARN– pueden adoptar dos conformaciones que son imágenes en el espejo una de la otra, a la derecha (dextrógiros) o a la izquierda (levógiros), en los seres terrestres los aminoácidos son levógiros y los azúcares dextrógiros; dado que no hay una razón biológica para esta exclusividad, se suponía que fue una elección casual al principio de los tiempos, y que si se encontraran seres en otro mundo cercano con la misma quiralidad (así se llama esta propiedad) que la terrestre, probablemente estaríamos ante un origen común. Pero hoy sabemos que quizá tampoco esto sea necesariamente así, ya que la quiralidad predominante en los seres vivos podría no ser algo elegido al azar, sino que podría venir marcada por el distinto efecto de los rayos cósmicos sobre cada una de estas dos conformaciones. Dicho de otro modo: la radiación que barre el espacio podría determinar una misma quiralidad homogénea en bichos que nacen en planetas distintos a partir de orígenes totalmente independientes.

Lo cierto es que la pregunta de si posibles microbios venusianos y nosotros procedemos del mismo antepasado común es de enorme trascendencia: si la respuesta es sí, seguiríamos como antes; no sabríamos si la vida podría haber surgido en otros lugares. Si la respuesta es no, entonces podríamos tener la casi seguridad de que la vida debe de ser algo muy común en todo el universo, allí donde se dan las condiciones adecuadas.

Lo cual nos lleva a la pregunta: con las condiciones infernales de Venus, ¿es posible que la vida haya surgido allí? Vaya por delante que realmente aún no sabemos cómo nació la vida aquí, en la Tierra. Pero hay escenarios probables. Y todos ellos tienen algo en común: necesitan agua líquida a temperaturas moderadas –no los actuales 400 grados en la superficie de Venus– y en un pequeño entorno local donde pueda acumularse una alta concentración de moléculas biogénicas, aquellas que reaccionarán para producir alguna entidad autorreplicativa, con una fuente de energía disponible y una fuente de carbono.

Venus no ha sido siempre el infierno que es hoy. Suele decirse que Venus y la Tierra fueron planetas gemelos al comienzo de su historia (aunque la antigua existencia de océanos allí aún es motivo de debate). Y mientras que aquí fue la colonización de los mares por las cianobacterias la que logró reconducir el clima, la química atmosférica y la geodinámica para hacer de este mundo un lugar habitable, en cambio Venus fue el Anakin Skywalker del Sistema Solar, arrastrado hacia el lado oscuro a través de un catastrófico efecto invernadero que le hizo perder casi toda su agua y lo convirtió en el infierno actual.

Pero si en un principio las condiciones en ambos planetas no eran muy diferentes, esto significa que allí podrían haberse dado los mismos procesos que tuvieron lugar aquí y que dieron origen a la vida primigenia. O quizás, según lo dicho, la vida llegó a Venus desde la Tierra. Pero en cualquier caso, en momentos tempranos de la historia de los dos planetas, ambos podrían haber estado en situación parecida respecto a la presencia de algún tipo de microorganismo muy simple para nuestros cánones actuales de vida, muy sofisticado para lo que entonces era la química planetaria.

Sin embargo, el salto de aquellos posibles microbios acuáticos de la superficie de Venus a la presencia actual –si existe– de una comunidad biológica a decenas de kilómetros de altura, flotando en las nubes, no es inmediato. Hay científicos que en estos días se han mostrado muy escépticos. Pero tampoco es imposible. Aquí en la Tierra, sabemos que la vida es extraordinariamente resistente; ha colonizado la práctica totalidad de los hábitats terrestres. Incluyendo la atmósfera: varios estudios han demostrado la presencia de bacterias y hongos en la estratosfera terrestre, a decenas de kilómetros sobre el suelo.

Claro que esto no permite trazar una analogía directa con el caso de Venus. Algunos de los microbios encontrados en la estratosfera terrestre estaban en forma de esporas, fases latentes que ciertos microorganismos adoptan cuando las condiciones del entorno no les permiten crecer y multiplicarse. Es decir, son microbios transeúntes, dependientes de la superficie terrestre para volver a su estado activo. Estos no nos sirven, ya que en Venus cualquier posible organismo presente debería ser un habitante exclusivo de la atmósfera, puesto que no tiene tierra habitable a la que regresar.

También en nuestro planeta se han encontrado especies bacterianas que no se habían detectado antes en la superficie. Pero esto tampoco implica necesariamente que sean habitantes exclusivos de las alturas, evolucionados para nacer, crecer y morir en los aerosoles flotantes sin importarles si debajo existe una tierra habitable o no. Con todo, también es cierto que los moradores de la atmósfera venusiana tendrían algunas ventajas respecto a los de la estratosfera terrestre: a 55 kilómetros de altura sobre Venus, la temperatura y la presión son equivalentes a la Tierra a nivel del suelo; si bien también deberían enfrentarse a una química mucho más hostil, sin apenas agua y con nubes de ácido sulfúrico.

Pero aunque la posibilidad de comunidades microbianas totalmente autónomas en la atmósfera de Venus aún no convence a muchos científicos, la ubicuidad de la vida terrestre nos enseña que la vida, una vez presente, se abre camino. Venus no se convirtió en un infierno de la noche a la mañana. Y durante su lento tránsito de millones de años hacia el lado oscuro de la habitabilidad planetaria, quizá ciertos organismos mejor preparados para soportar una vida atmosférica pudieron sobrevivir y evolucionar hasta convertirse en moradores flotantes como los que imaginó Carl Sagan, comiendo minerales volantes y chupando las escasas gotitas de agua o el vapor de la atmósfera de Venus. Quién sabe. Al fin y al cabo, aún sabemos muy poco sobre eso que llamamos vida, sin saber realmente por qué lo llamamos vida.

Ya hay al menos tres indicios de posible vida microbiana en la atmósfera de Venus

Venus no es el gran olvidado de las misiones espaciales. O sí. Depende de a quién se pregunte. En 2017, un artículo en The Atlantic firmado por David Brown alegaba que la estrategia de la NASA de «seguir el agua» había arrumbado a nuestro vecino más cercano, porque no hay agua líquida en la superficie de Venus. Pero como reconocía el propio Brown, hay otras razones, y es que Venus es un infierno difícilmente explorable: temperatura en la superficie, más de 400 grados; presión atmosférica en la superficie, 100 atmósferas, más o menos la equivalente a 1.000 metros bajo el agua aquí en la Tierra.

Pero no, Venus no es un hueco en blanco en la historia de la exploración espacial. De hecho, fue el primer planeta visitado por sondas terrestres, sobrevolado por primera vez por la soviética Venera 1 en 1961, después por la estadounidense Mariner 2 al año siguiente, hollado (presuntamente) por la Venera 3 en el 66, y después por las 4, 5, 6, 7 y 8, las dos últimas con aterrizajes suaves; fotografiado en la superficie por la Venera 9, visitado por las Pioneer Venus de la NASA, etcétera, etcétera… Hay una buena cantidad de chatarra humana sobre la superficie de Venus; de hecho, más que en Marte.

Así vio (en imagen UV) Venus la sonda de la NASA Pioneer Venus en 1979. Imagen de NASA

Así vio (en imagen UV) Venus la sonda de la NASA Pioneer Venus en 1979. Imagen de NASA

Sin embargo, es cierto que nada ha aterrizado allí desde la soviética Vega 2 en 1984, ni penetrado en su atmósfera desde la estadounidense Magellan en 1994. Pero es que ningún aparato ha llegado a funcionar durante más de 127 minutos en aquel infierno. Y cuando los fondos para la exploración espacial no hacen sino disminuir cada vez más, los científicos tratan de sacar más ciencia por menos dinero, y Venus no es el destino más adecuado para esto.

Hubo un tiempo en que Venus era el gran candidato a albergar vida extraterrestre del tipo más deseado, la que piensa. Su tamaño similar a la Tierra y su gruesa atmósfera invitaban a pensar que podía ser una versión tropical de nuestro planeta. El hecho de que una densa capa de nubes ocultara a la vista los detalles de su superficie no hacía sino disparar las fantasías sobre una gran civilización venusiana. Todavía a mediados del siglo XX, autores de ciencia ficción como Ray Bradbury escribían sobre la vida en Venus.

Hasta que la ciencia vino a aguar la fiesta. Fue en los años 60 cuando las sondas espaciales revelaron que nada vivo puede existir en la superficie de Venus, puesto que no hay posibilidad alguna de bioquímica, moléculas biológicas, a 400 grados centígrados. Ningún «pero ¿y si…?». Nada que podamos llamar vida, salvo que llamemos vida a otras cosas que no lo son.

Sin embargo, también la ciencia a veces abre una puerta cuando cierra otra. Y quedaba un resquicio: la atmósfera de Venus, allá arriba en las nubes. En una franja aproximada entre los 50 y 60 kilómetros de altura, el rango de temperaturas es similar al terrestre, la presión atmosférica es tolerable y la radiación es moderada.

Hace unos años, la NASA ideó un concepto de exploración tripulada de la atmósfera de Venus mediante dirigibles que flotarían en un justo punto dulce a 55 kilómetros de altura: 27 grados de temperatura, gravedad casi como la terrestre, y media atmósfera de presión, más o menos la de una montaña terrestre de 5.500 metros. El gran truco consistiría en que, dada la mayor densidad de la atmósfera de Venus por su gran cantidad de CO2, estos dirigibles simplemente tendrían que ir rellenos de aire, nuestro aire normal y respirable, para flotar libremente sobre las nubes venusianas como los globos de helio flotan en la Tierra.

Con todo, esta posible habitabilidad es relativa: la atmósfera de Venus es mayoritariamente CO2, casi nada de oxígeno, poco vapor de agua y, sobre todo, nubes de ácido sulfúrico, que dificultan bastante cualquier intento de diseñar una nave que pueda funcionar y perdurar allí. De existir vida en la atmósfera de Venus, tendría que ser anaerobia; sin aire. Pero en la Tierra sí existe vida anaerobia: sobre todo células simples, bacterias y arqueas, pero en los últimos años se han descubierto algunos microorganismos multicelulares que también viven sin aire.

En 1967, justo cuando se confirmaba que la superficie de Venus era inhabitable, el ínclito Carl Sagan y el biofísico Harold Morowitz publicaban en Nature una hipótesis de vida en la atmósfera venusiana: una vejiga flotante del tamaño de una pelota de ping pong, rellena de hidrógeno que fabricaría por fotosíntesis absorbiendo agua de la atmósfera, y que comería minerales volantes a través de su superficie inferior pegajosa.

La propuesta de Sagan y Morowitz era una pura especulación teórica, pero tenía un fundamento, pues por entonces ya se conocía el que era:

El primer indicio de vida en Venus: el absorbedor desconocido de UV

Hace más de un siglo, las observaciones de Venus en el espectro de luz ultravioleta, más allá de la luz visible, revelaron extrañas manchas oscuras. Algo estaba absorbiendo la mayor parte de la luz UV solar e incluso algo del violeta, lo que inspiró la propuesta de Sagan y Morowitz de que podría tratarse de organismos fotosintéticos, capaces de captar la energía del sol para fabricar moléculas orgánicas a partir del agua y el CO2.

El «absorbedor desconocido de UV» de la atmósfera de Venus ha sido objeto de muchos estudios. El año pasado, las observaciones de los telescopios y las sondas espaciales descubrieron además un patrón de cambios a largo plazo que se corresponde con variaciones en el clima venusiano. Se ha propuesto que ciertos compuestos de azufre presentes en la atmósfera venusiana podrían ser en parte responsables de esta absorción, pero la posible participación de microbios no se ha descartado.

Pero si este es el más antiguo signo de posible vida en Venus, no es el único. Las observaciones de las diversas sondas que han analizado la atmósfera venusiana han revelado:

El segundo indicio de vida en Venus: sulfuro de carbonilo

La presencia de distintos compuestos en la atmósfera de Venus puede explicarse por las reacciones químicas que tienen lugar allí de forma espontánea. Pero algunos investigadores han llamado la atención sobre el hecho de que varios de ellos no se encuentran en el equilibrio químico que se esperaría. En la Tierra, la causa de estos desequilibrios es la presencia de vida, desde los microbios a la actividad humana.

Uno de los compuestos más intrigantes en la atmósfera venusiana es el sulfuro de carbonilo, o COS. Esta molécula es el compuesto de azufre más abundante de forma natural en la atmósfera terrestre, y en nuestro planeta se considera un indicador de vida, ya que no es fácil producirlo de forma inorgánica. Una parte de nuestro COS proviene de la actividad industrial, pero otra procede de los océanos y los volcanes. Y aunque la presencia de COS en Venus no es ni mucho menos garantía de que exista allí algo vivo, un dato intrigante es que a este compuesto se le atribuye un posible papel en el origen de la vida terrestre, ya que actúa como catalizador para unir entre sí a los aminoácidos, las unidades que forman las proteínas.

Conviene tener en cuenta que hasta hace muy poco se pensaba que la antigua actividad volcánica en Venus se había extinguido mucho tiempo atrás. Pero después de algunas observaciones previas que sugerían lo contrario, en enero de este año se publicó un estudio según el cual algunas coladas de lava solo tienen unos pocos años de edad; aún hay volcanes activos allí. Y aunque esto quizá podría justificar la presencia del COS, en cambio los expertos no creen que sirva para explicar:

El tercer indicio de vida en Venus: fosfano

Llegamos así a lo nuevo y último, lo publicado esta semana: la presencia en la atmósfera venusiana de un compuesto, PH3, llamado trihidruro de fósforo, fosfano o fosfina (pero NO fosfatina, como ya se ha escrito por ahí). Como el COS, el fosfano no debería estar allí, ya que en la Tierra es un indicador de vida. Aquí se produce sobre todo por microbios anaerobios, y puede encontrarse en la descomposición de la materia orgánica y en los intestinos de algunos animales. Más que un signo de vida, es un signo de muerte, pero donde hay algo muerto antes hubo algo vivo. Pero a pesar de la enorme cantidad de fuentes de fosfano en la Tierra, su presencia en la atmósfera es solo residual, porque se oxida rápidamente.

Sin embargo, resulta que en Venus el fosfano es mil veces más abundante que en la Tierra.

Existen otras maneras de fabricar fosfano que no necesitan algo vivo. En Júpiter y Saturno se genera en el interior denso y caliente de estos gigantes gaseosos. También las tormentas eléctricas o los impactos de meteoritos pueden producirlo. Y el rozamiento entre las placas tectónicas, o las erupciones volcánicas. Pero Venus no es un planeta gaseoso como Júpiter y Saturno, sino rocoso, y ninguno de estos mecanismos explica la gran cantidad de fosfano. Los autores del nuevo estudio, dirigido por la astrónoma de la Universidad de Cardiff Jane Greaves, calcularon que se necesitaría una actividad volcánica 200 veces mayor que la terrestre para justificarlo. De hecho, examinaron una a una casi cien maneras distintas de producir fosfano que no requirieran la presencia de vida. Ninguna de ellas servía para explicar la presencia abundante y sostenida de un gas que debería desaparecer rápidamente.

¿Significa esto que ya puede darse casi por segura la presencia de vida en Venus? Aún no. Aunque el nuevo estudio es concienzudo y riguroso, los expertos han advertido de que la señal de fosfano es débil, y que harán falta nuevas observaciones en otras longitudes de onda para confirmar que no es un artefacto introducido en el procesamiento de los datos. Los investigadores esperaban haber abordado ya estos estudios, pero la COVID-19 los ha demorado.

Incluso si se confirma la presencia de fosfano y no existe otra manera imaginable de explicarla, aún puede existir una manera todavía no imaginable. A lo largo de la historia de la búsqueda de algo vivo fuera de la Tierra, todo lo que se creía que eran signos de vida ha resultado ser el producto de fenómenos naturales inorgánicos, algunos de ellos descubiertos por primera vez gracias a esas observaciones intrigantes. En este caso, podría ser que un proceso químico aún no descrito o una actividad geológica insospechada estuvieran produciendo el misterioso gas.

En cualquier caso, parece claro que, a partir de ahora, el fosfano venusiano va a atraer tanta atención como el metano de Marte, otro gas cuyo origen podría revelar la presencia de microbios. El Sistema Solar huele cada vez más a vida, aunque este olor sea tan nauseabundo como el del fosfano.

Una nueva búsqueda de señales alienígenas no encuentra nada

En 2015, el magnate ruso-israelí Yuri Milner puso 100 millones de dólares encima de la mesa para tratar de dar respuesta a una pregunta que el ser humano lleva décadas, tal vez siglos, planteándose: ¿hay alguien más ahí fuera?

O deberíamos decir que Milner intentaba de una vez por todas encontrar la respuesta afirmativa a la pregunta, ya que no existe modo real de someter la cuestión a una prueba empírica; no es posible demostrar que la respuesta es «no». Por lo tanto, existía el riesgo muy palpable de que los 100 millones se fueran por el sumidero sin ofrecer un solo resultado que nos acercara ni un poco a una respuesta.

Pero lo cierto es que la apuesta de Milner tenía cierto sentido. Cuando en 1993 un senador demócrata de EEUU dijo que la temporada de caza de marcianos había acabado, y logró que se cerrara el grifo de los fondos públicos a los programas SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), cundió la sensación de que aún faltaba mucho por hacer, incluso teniendo en cuenta que no se había encontrado nada en 33 años de búsqueda. Y muchos continuaban pensando que la pregunta en cuestión era una a la que merecía la pena intentar responder.

Aquella suspensión de la financiación pública no terminó con los programas SETI, pero los relegó a la supervivencia basada en fondos privados y donaciones. Los investigadores dedicados a estas tareas prosiguieron con sus búsquedas, pero tanto ellos como sus institutos debieron pisar el freno para acomodar su esfuerzo a los compromisos adquiridos con los financiadores públicos de perseguir objetivos científicos más realistas.

Con su chorro de millones, Milner rellenaba ese agujero que había quedado abierto. El programa Breakthrough Listen se convertía en la búsqueda más extensa jamás emprendida de lo que ahora se llaman tecnofirmas, señales de radio u ópticas –láser– de otros sistemas estelares que pudieran revelar un origen inteligente. Rastrear un millón de las estrellas más próximas a la nuestra, el centro de la galaxia, todo el plano galáctico e incluso 100 galaxias cercanas, no garantizaría un resultado positivo, ni permitiría descartar la existencia de otras civilizaciones si no se encontraba nada. Pero, desde luego, nadie podría decir que no se ha intentado lo suficiente.

El observatorio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

El observatorio Parkes, en Australia. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

Como ya conté aquí, en junio de 2019 los investigadores del Breakthrough Listen publicaron los resultados de una primera búsqueda en 1.327 estrellas cercanas, a una distancia máxima de 160 años luz. Los resultados fueron negativos. Entonces los responsables de esta escucha cósmica, realizada desde los radiotelescopios de Green Bank en EEUU y Parkes en Australia, dijeron que habían obtenido el mayor volumen de datos jamás reunido en búsquedas SETI, equivalente a 1.600 años de música en streaming.

Ahora, el Breakthrough Listen ha publicado una nueva tanda de datos, correspondiente al centro de la Vía Láctea y a la zona de tránsito de la Tierra. Esto último significa lo siguiente: los buscadores de exoplanetas, planetas en otros sistemas estelares, encuentran muchos de ellos por la técnica del tránsito; cuando desde nuestra posición un planeta pasa por delante de su estrella, el brillo de esta se atenúa ligeramente, como un minieclipse. Analizando estos datos, los científicos pueden no solo detectar la existencia del planeta, sino además deducir algunas de sus características, incluyendo la posibilidad de que su distancia a la estrella permita la existencia de agua líquida. Del mismo modo, los potenciales observadores en otros mundos lejanos situados en una posición favorable podrían registrar el paso de nuestro planeta por delante del Sol y deducir que aquí puede existir agua líquida. La última búsqueda de Breakthrough Listen ha analizado 20 de esas estrellas.

Pero no hay suspense: de nuevo, todos los resultados han sido negativos. Según ha explicado el investigador principal del proyecto, Andrew Siemion, del Centro de Investigación SETI de la Universidad de Berkeley, en los 2 petabytes de datos obtenidos –uno en la entrega anterior y el segundo ahora– no se ha encontrado nada que a primera vista sugiera una señal de radio u óptica de origen inteligente, si bien aún falta un análisis más detallado.

Según Siemion, había un motivo especulativo para rastrear el centro de la galaxia: «Es allí donde una civilización avanzada podría cosechar de algún modo la energía del agujero negro supermasivo en el centro de la Vía Láctea para dar señales de su existencia». En este caso, además de Green Bank y Parkes, ha participado en la búsqueda el Automated Planet Finder, un telescopio óptico de la Universidad de Berkeley.

En estas búsquedas, los investigadores comienzan apuntando a una estrella y recogiendo las señales que emite, que pudieran proceder de emisores con una potencia similar a los que tenemos en la Tierra –como el radiotelescopio de Arecibo en Puerto Rico, desde el cual se envió un mensaje al espacio en 1974–, y diferenciándolas de las obtenidas de su entorno. Luego se descartan las interferencias procedentes de nuestra propia Tierra. Después de eso, quedaron cuatro señales que finalmente se explicaron por el paso de satélites terrestres sobre la antena.

Pero los resultados negativos no deberían desanimar a los entusiastas de la idea de un universo poblado por infinidad de civilizaciones. Como suelen decir los investigadores, si el universo es un océano, aún solo hemos explorado una bañera. Una muestra de lo improbable que es encontrar un mensaje de las estrellas, aunque todas esas presuntas civilizaciones existieran, es esta imagen creada por The Planetary Society.

Imagen de la Vía Láctea, mostrando en una ampliación la burbuja de 200 años luz que hasta ahora han cubierto las emisiones terrestres de radio. Imagen de Adam Grossman / Nick Risinger / The Planetary Society.

Ilustración de la Vía Láctea, mostrando en una ampliación la burbuja de 200 años luz que hasta ahora han cubierto las emisiones terrestres de radio. Imagen de Adam Grossman / Nick Risinger / The Planetary Society.

Lo que se ve en ella, el punto azul, es la distancia de la Tierra a la que han llegado hasta ahora nuestras señales de radio. Desde que el ser humano inventó la radio ha pasado algo más de un siglo, por lo que nuestras emisiones han alcanzado solo una burbuja de unos 200 años luz de diámetro. Si la cifra puede parecer grande, en la imagen se comprueba lo ridícula que resulta en realidad. Cualquier civilización que hoy observara nuestro planeta desde fuera de ese punto azul no tendría la más remota idea de que estamos aquí. Aún más, el primer mensaje enviado con el propósito concreto de darnos a conocer fue el de Arecibo en 1974.

Por último, y por si acaso, los investigadores de Milner también han rastreado el cometa interestelar 2I/Borisov, como antes se hizo con la roca ’Oumuamua, también de origen interestelar. La idea en este caso es comprobar la posibilidad, por muy remota que sea, de que los objetos que nos visitan desde fuera del Sistema Solar pudieran haber sido enviados-manipulados-fabricados por alguna inteligencia alienígena. Pero tampoco en este caso se ha encontrado nada inusual.

En fin, este no es el fin; los científicos del Breakthrough Listen continuarán mirando y escuchando el cielo durante al menos otros cinco años más, y a la iniciativa van uniéndose nuevos telescopios. Aún queda mucho océano por delante.

Así se verían los planetas en el lugar de la Luna y otras estrellas en el lugar del Sol

Existen ciertos tipos por ahí que en lugar de dedicar su tiempo –libre o no– delante de una pantalla a pergeñar memes pretendidamente graciosos, o a vomitar espumarajos en Twitter contra el bando contrario, lo destinan a crear afición por la ciencia y el conocimiento, fabricando maravillas en animaciones o vídeos que nos dejan boquiabiertos. Lo cual es de agradecer. Y de divulgar.

Hoy les traigo algunos de estos vídeos cuyo propósito común es mostrarnos la escala de aquello que normalmente nos queda fuera de escala. Somos seres pequeños en un planeta relativamente pequeño, y para representar la inmensidad del cosmos nos vemos obligados no solo a reducirlo todo a tamaños manejables, sino además a perder la idea de la escala. Pero no hay nada para darnos cuenta de nuestra insignificancia como tirar de metáforas visuales. Por ejemplo, ¿cómo veríamos los planetas de nuestro Sistema Solar si ocuparan el lugar de la Luna?

Saturno sobre Madrid. Imagen de Álvaro Gracia Montoya / MetaBallStudios / YouTube.

Saturno sobre Madrid. Imagen de Álvaro Gracia Montoya / MetaBallStudios / YouTube.

Eso es lo que muestra este vídeo del astrónomo amateur Nicholas Holmes:

Holmes ha hecho también una versión nocturna:

Otros vídeos han tratado la misma idea, por ejemplo este de Álvaro Gracia Montoya, que nos muestra los planetas sobre el familiar skyline del centro de Madrid:

O este publicado por la agencia rusa del espacio Roscosmos:

De propina, también de Roscosmos es este otro vídeo que nos enseña cómo sería el panorama de nuestro cielo si en el lugar del Sol tuviéramos alguna otra de las estrellas cercanas, como el sistema Alfa Centauri, Sirio, Arturo, Vega o la supergigante Polaris (la Estrella Polar).

Naturalmente, todos estos magníficos vídeos solo tienen por objeto mostrar una representación visual ficticia, sin ninguna intención de reflejar situaciones científicamente realistas. De hecho, nada sería como lo conocemos, ni habría nadie para conocerlo, si la Tierra estuviera a tan corta distancia de esos planetas o estrellas gigantes. Como ya he contado aquí, los estudios de la ciencia planetaria en los últimos años tienden a sugerir no solo que el nuestro es un planeta raro por sus propias características, sino que incluso toda la arquitectura precisa del Sistema Solar ha sido también un factor influyente para permitir la existencia de esta roca mojada que llamamos hogar.

Los telescopios Hubble y Spitzer celebran Halloween con máscaras espaciales

No, no es el muñeco del profesor que aparecía en The Wall de Pink Floyd (que es a quien personalmente más me recuerda, ver más abajo). Tampoco es un Balrog de El señor de los anillos, que podría darse un aire si le añadiéramos unos buenos cuernos. Pero imagino que a los científicos del telescopio espacial Hubble les habrá dado un vuelco el corazón al encontrarse con esta terrorífica cara mirándonos desde las profundidades del espacio, y que llega justo a tiempo para Halloween (aunque, bueno, la imagen se tomó en junio).

Imagen del sistema Arp-Madore 2026-424 tomada por el Hubble el 19 de junio de 2019. Imagen de NASA, ESA, J. Dalcanton, B.F. Williams, y M. Durbin (University of Washington).

Imagen del sistema Arp-Madore 2026-424 tomada por el Hubble el 19 de junio de 2019. Imagen de NASA, ESA, J. Dalcanton, B.F. Williams, y M. Durbin (University of Washington).

Como ya puede intuirse, las dimensiones de este inquietante rostro son también monstruosas. Basta decir que sus ojos son los núcleos de dos galaxias colisionando en este preciso y breve momento de la historia del universo en que los humanos estamos aquí. Los ojos están rodeados por un rostro formado por un anillo azul de estrellas jóvenes, y que aparece por el choque entre los discos de ambas galaxias, lo que expulsa sus materiales hacia fuera.

Según los científicos del Hubble, esta cara durará solo por tiempo limitado, unos 100 millones de años, así que aprovechen ahora o se lo perderán, ya que dentro de mil o dos mil millones de años ambas galaxias se habrán fusionado por completo. Para los astrónomos, este sistema se llama Arp-Madore 2026-424.

Y si acaso este pavoroso semblante se les aparece persiguiéndoles en sus pesadillas, tengan en cuenta que tampoco deberán correr demasiado para huir de él: se encuentra a 704 millones de años luz de nosotros. Mucha prisa tendría que darse para alcanzarles, ya que en realidad estamos viendo el sistema Arp-Madore 2026-424 como era hace 704 millones de años, cuando la Tierra era una gran bola de hielo donde aún no había nada vivo más complejo que una célula o, como mucho, quizá alguna esponja rudimentaria.

Una réplica del muñeco del profesor en 'The Wall' de Pink Floyd. Imagen de Pixabay.

Una réplica del muñeco del profesor en ‘The Wall’ de Pink Floyd. Imagen de Pixabay.

Pero eso no es todo. Para unirse a la fiesta, los científicos del telescopio espacial Spitzer han publicado esta imagen que han denominado muy propiamente la nebulosa de la calabaza, ya que su parecido con el símbolo más típico de Halloween es más que evidente. Al contrario que en el caso anterior, no es una imagen en longitud de onda visible, sino en infrarrojo, por lo que no lo veríamos así a simple vista.

Lo que muestra la imagen es la nube de gas y polvo que rodea a una estrella entre 15 y 20 veces más masiva que el Sol, y cuya potente radiación ha empujado los materiales tallando los ojos y la boca de esta calabaza espacial. Y por cierto, esta se encuentra en nuestra propia galaxia, así que, ¡corran!

Imagen tomada por el telescopio espacial Spitzer. Imagen de NASA/JPL-Caltech .

Imagen tomada por el telescopio espacial Spitzer. Imagen de NASA/JPL-Caltech .

Y para terminar, no está de más volver a recordar que, guste o no guste Halloween, que allá cada cual, pensar que se trata de un invento yanqui importado para aniquilar la fiesta cristiana de Todos los Santos es haberlo entendido justo al revés de como es realmente. Citando a la profesora de la Universidad de Boston Regina Hansen:

Muchas prácticas asociadas con Halloween tienen sus orígenes en la religión precristiana o pagana de los celtas, los habitantes originales de las islas británicas y de partes de Francia y España.

Desde en torno al siglo VII, los cristianos celebraban el Día de Todos los Santos el 13 de mayo. A mediados del siglo VIII, sin embargo, el Papa Gregorio III movió el Día de Todos los Santos desde el 13 de mayo al 1 de noviembre, para que coincidiera con la fecha del Samhain [la festividad celta].

Aunque existe desacuerdo sobre si este movimiento se hizo a propósito para absorber la práctica pagana, el hecho es que desde entonces las tradiciones cristiana y pagana comenzaron a fusionarse. En Inglaterra, por ejemplo, el Día de Todos los Santos comenzó a conocerse como All Hallows Day. La noche de la víspera se convirtió en All Hallows Eve, Hallowe’en o Halloween, como se conoce ahora.

Así que, feliz Halloween, Samhain, Samaín o Todos los Santos; que cada cual elija lo que le parezca, y que celebre y deje celebrar.

Experimentos sobre vida alienígena «exótica»: este es el resultado

Una idea muy extendida, cuando se trata de debatir la posibilidad de vida en otros mundos, es que los alienígenas no tendrían por qué parecerse a ninguno de los seres que conocemos aquí en la Tierra, sino que podrían ser tan diferentes que incluso nos costara reconocerlos como algo vivo.

Esta es una hipótesis de por sí irrefutable; no hay manera de demostrar que no pueda ser así. Y aunque en apariencia esto pudiera hacerla más atractiva, en realidad es más bien lo contrario: en ciencia, las hipótesis que no pueden someterse a refutación no tienen interés. De hecho, desde cierto punto de vista ni siquiera pueden considerarse hipótesis científicas.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

Pero (¡atención, viene una quíntuple negación!) el hecho de que no sea posible probar que no pueda construirse vida radicalmente diferente a la terrestre no significa que no puedan aportarse razones científicas de que esto no es en absoluto probable. Anteriormente he dedicado aquí tres articulitos a contar por qué, con la biología en la mano, los seres vivos no materiales, no basados en el carbono o no dependientes del agua dan buen material para la ciencia ficción, pero siempre conservando el apellido: ficción.

Un ejemplo. Los físicos suelen coincidir en que Interstellar es una película científicamente muy seria y concienzuda, como no podía ser de otra manera, dado que el físico Kip Thorne ha estado involucrado en la producción y el guion. Pero ¿qué ocurre cuando uno le pregunta a un físico teórico si los agujeros de gusano existen? Naturalmente, dicen a veces; dado que son soluciones a las ecuaciones de campo de la relatividad general de Einstein, existen. Pero no, si existen en la realidad, insiste uno. ¿Realidad?, preguntan ellos.

Bromas aparte: lo cierto es que, aunque la mayor parte de la biología sea demasiado compleja como para describirla a través de ecuaciones (quién sabe si la Inteligencia Artificial llegará a ser capaz de hacer algo parecido), en este caso podría decirse que la vida alienígena exótica es incluso más improbable que los agujeros de gusano, dado que ni siquiera en la teoría pura se ha justificado un sistema coherente y científicamente sólido de vida no basada en el carbono o en el agua.

Claro que, suele argumentarse, dado que no nos es posible poner el pie en esos mundos lejanos tan radicalmente distintos a la Tierra, no podemos asegurar que no haya vida en ellos.

Solo que esto no es exactamente así. Imaginemos que pudiéramos ponernos manos a la obra para simular condiciones extremadamente distintas de las terrestres: combinaciones de ingredientes raros, temperaturas gélidas o ardientes, atmósferas con gases venenosos para nosotros, sustratos de todas clases, gravedades aplastantes o livianas, radiaciones estelares achicharrantes o casi inexistentes, sustitutos del agua… Casi todo tipo de variaciones extremas que se nos puedan ocurrir a eso que los científicos, con sus mentes pobremente reduccionistas, llaman «condiciones habitables». Lo metemos todo ello en la Thermomix y esperamos unos cuantos miles de millones de años a ver si sale algo vivo.

Pues bien, ese experimento ya se ha hecho: ante ustedes, les presento el Sistema Solar. ¿El resultado? Que no hay vida compleja en otro lugar más que en la Tierra. Y aunque no podamos asegurar que no haya vida simple en algún otro mundo de nuestro vecindario, si esto existiera, personalmente apostaría solo a dos caballos: Origen Común y Evolución Paralela.

Tomemos como ejemplo Júpiter y Saturno, dos planetas casi tan diferente a la Tierra como pueda llegar a imaginarse. Si fuera posible que en semejantes condiciones raras surgiera la vida, ¿por qué no en Júpiter y Saturno? De hecho, Carl Sagan imaginó un ecosistema joviano formado por varias especies de criaturas flotantes y voladoras que viven y se comen unas a otras. Pero dejando de lado las especulaciones, podemos estar bastante seguros de que en Júpiter no existe una civilización inteligente. Ni muy probablemente nada vivo.

Naturalmente, el hecho de que –que sepamos– no haya vida en Júpiter o en Saturno tampoco descarta por completo que en lugares como Júpiter o Saturno pueda aparecer algo vivo. Merece la pena buscar. Es casi obligado buscar, ya que esta búsqueda siempre aportará resultados valiosos: si no se encuentra nada, un clavo más en el ataúd de la idea sobre la vida “como no la conocemos”. Y si se encuentra algo, el descubrimiento más importante de la historia de la ciencia.

Y a este respecto, hay buenas noticias. Por fin parece que, tras décadas de abandono, la biología está dejando de ser el patito feo de las misiones de exploración espacial. Y en concreto, una misión ya confirmada para los próximos años podría responder a la pregunta de si existe algo vivo en uno de los lugares del Sistema Solar más propicios para la presencia de alguna forma de vida posiblemente exótica. Mañana lo contaremos.

¿Y si no hay nadie más en el universo?

Hace unos días escuché a un tertuliano de radio decir que tal asunto a tal político le interesaba tanto como el ciclo de reproducción del pingüino. Es curioso con qué frecuencia se utilizan ejemplos de la biología, y no por ejemplo de la pintura flamenca o del baloncesto, para denotar las cosas que, al parecer, no deben interesar a ninguna persona interesada en las cosas que deben interesar a todo el mundo; el ciclo de reproducción del pingüino, la cría del mejillón, el ritual de apareamiento del cangrejo australiano…

Y es curioso, porque ni la pintura flamenca ni el baloncesto pueden responder a preguntas verdaderamente trascendentales para la humanidad; mientras que, la biología, sí.

Por ejemplo: ¿estamos solos en el universo? Es una pregunta puramente biológica, a pesar de que los primeros en interesarse científicamente por esta cuestión fueron físicos y matemáticos. Quienes, por cierto, dieron por hecho que la respuesta era “no”, creyendo que la astrofísica y las conjeturas matemáticas bastaban para responder a la pregunta.

¿Un universo vacío? Imagen del telescopio espacial Hubble / Wikipedia.

¿Un universo vacío? Imagen del telescopio espacial Hubble / Wikipedia.

Tratando de ser lo más ecuánime posible, no se me ocurre ninguna otra pregunta más trascendental que esta, exceptuando una: ¿existe (lo que suele llamarse) Dios, o algo más allá de la muerte? Pero dado que esto, en el fondo, pasa por la posibilidad de que pueda existir algún tipo o forma de vida no biológica, llámese como se llame, resulta que volvemos a rozar la biología sin pasar ni de lejos por la pintura flamenca ni por el baloncesto.

Y sí, aunque pueda no parecerlo, esto incluye también el conocimiento del ritual de apareamiento del cangrejo australiano, dado que puede desvelar pistas sobre cómo funciona la evolución, y por tanto la biología terrestre, y por tanto la biología en general, incluyendo la de otros lugares del universo, que debe regirse por las mismas reglas que aquí.

Es difícil aventurar si el descubrimiento de que existe vida en otros lugares cambiaría mucho o poco nuestro mundo. Obviamente, el impacto social sería mucho mayor si se hallara otra civilización inteligente que si solo se encontraran formas de vida simple. Pero incluso teniendo en cuenta que muchos estarán en su perfecto derecho de declarar que les importa tres pimientos la existencia de vida alienígena, con los problemas que ya tenemos en la Tierra y blablablá, el hecho de que parezcan ser mayoría quienes creen en la vida alienígena es un buen motivo para intentar, al menos, presentar la ciencia que revele si esa creencia tiene algún fundamento real.

Y la respuesta es que no; al menos con lo que sabemos hasta ahora, no hay ningún motivo de peso, más allá de la conjetura puramente teórica, para pensar que pueda existir vida en algún otro lugar del universo. Al menos, vida compleja, autoconsciente, tecnológica… Vida como nosotros, casi como nosotros, o muy superior a nosotros. No tenemos ninguna evidencia de ello, y el conocimiento solo puede agarrarse a las evidencias.

Pese a todo, resulta chocante que esta sea la única creencia en el universo de las pseudociencias que un científico puede abrazar y defender sin poner en riesgo su reputación. De hecho, en algunos casos ha servido para construirla o reforzarla: Carl Sagan, Frank Drake, Paul Davis, Seth Shostak, Freeman Dyson…

Sin embargo, en estos años del siglo XXI, algo nuevo está ocurriendo: cada vez es más visible entre los científicos, y puede que más abundante, la idea de que en realidad podríamos estar solos en el universo actual.

(Nota: entiéndase “actual” en sentido einsteniano; es decir, que no existe nadie cuyas señales podamos recibir, o que pueda recibir las nuestras, en el breve periodo de la historia del universo en el que el ser humano existe y existirá. Lo cual no quiere decir que no pueda existir dentro de mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana.)

¿Por qué este cambio? A riesgo de equivocarme, me atrevería a aventurar dos razones: por una parte, la paradoja de Fermi (tanta gente por ahí y nosotros aquí solos) ya empieza a cansar, y hay quienes creen que, atendiendo a la navaja de Ockham, o al sentido común, quizá no haya tal paradoja, sino que sencillamente no haya tales millones de civilizaciones por ahí desperdigadas.

En segundo lugar, los biólogos han irrumpido en el debate. Por supuesto que no hay razón para pensar que el biólogo medio descarte la existencia de vida alienígena, ni muchísimo menos. Es más, la fusión entre biología y vida alienígena ha creado una nueva ciencia, la astrobiología. Pero aunque esta disciplina aporta valiosísimas investigaciones sobre el origen de la vida terrestre y sus límites, probablemente no pocos astrobiólogos lamentan en silencio la posibilidad, cada vez más cercana, de morir sin llegar a ver descubierto el objetivo último de su trabajo. Y por el contrario, haber biólogos que con la biología en la mano no se creen el cuento de los aliens, haylos. Y lo dicen.

Pero no se trata solo de biólogos. Como ejemplo, hoy les traigo un estudio elaborado el año pasado por tres investigadores de la Universidad de Oxford. Aunque los autores anunciaron que lo habían enviado a la revista Proceedings of the Royal Society, hasta donde sé aún no se ha publicado formalmente, pero al fin y al cabo se trata de una aportación teórica especulativa.

Primero, el perfil de los autores: el sueco Anders Sandberg es un transhumanista, neurocientífico computacional de formación; el estadounidense Eric Drexler es ingeniero nanotecnólogo; y el australiano Toby Ord es filósofo ético, interesado sobre todo en la erradicación de la pobreza en el mundo.

Es decir, que a primera vista no hay motivos para pensar que los autores se agarren a argumentos biológicos terracéntricos y reduccionistas (una acusación frecuente) con el fin predeterminado de negar la existencia de vida alienígena. Por el contrario, el trabajo de los autores consiste en revisitar la famosa ecuación de Frank Drake, esa que durante décadas se ha esgrimido para defender que nuestra galaxia debería albergar miles o millones de civilizaciones.

Así, Sandberg, Drexler y Ord escriben que la ecuación de Drake “implícitamente asume certezas respecto a parámetros altamente inciertos”. Para solventar estas incertidumbres, los autores han construido un modelo que incorpora los recorridos químicos y genéticos en el origen de la vida –es decir, la biología–, teniendo en cuenta que “el conocimiento científico actual corresponde a incertidumbres que abarcan múltiples órdenes de magnitud”.

Y este es el resultado: “Cuando el modelo se recompone para representar las distribuciones de incertidumbre de forma realista, encontramos una probabilidad sustancial de que no haya otra vida inteligente en nuestro universo observable”. En concreto, estas son las cifras a las que llegan los autores: entre un 53 y un 99,6% de que no haya nadie más en la galaxia, y entre un 39 y un 85% de que estemos completamente solos en el universo observable.

“Este resultado disuelve la paradoja de Fermi”, escriben. En una presentación de su trabajo disponible en la web, tachan la palabra “paradoja” y la sustituyen por “pregunta”. “¿Dónde están?”, es la pregunta. Y esta es su respuesta: “Probablemente, extremadamente lejos, y muy posiblemente más allá del horizonte cosmológico y eternamente inalcanzables”.

¿Vida inteligente más allá del horizonte cosmológico? ¿Eternamente inalcanzable y, por tanto, incognoscible para nosotros? ¿A qué recuerda esta descripción? Inevitablemente, llega un punto en el que hablar de vida alienígena inteligente llega a ser algo bastante parecido a hablar de… Dios. O a ver si no qué era el 2001 de Arthur C. Clarke.

El retrato perfecto del planeta perfecto

Puede que Saturno solo pueda considerarse el planeta perfecto desde un punto de vista simplemente estético, pero este ya es suficiente mérito. Su imagen nunca falta allí donde se dibujan planetas. Es el más popular entre los niños (al menos en una pequeña muestra personal). ¿Y quién no recuerda aquel Groenlandia de los Zombis donde Bernardo Bonezzi, con sus 13 añitos, buscaba en los anillos de Saturno? Si Saturno no existiera, posiblemente los astrónomos discutirían hasta qué punto sería posible que los anillos de los planetas gigantes gaseosos pudieran alcanzar semejantes cotas de tamaño y espectacularidad.

Espectacularidad es precisamente lo que rebosa esta nueva imagen de Saturno captada por el telescopio espacial Hubble el pasado junio y publicada la semana pasada:

Saturno, fotografiado por el Hubble el 20 de junio de 2019. Imagen de NASA, ESA, A. Simon (Goddard Space Flight Center), and M.H. Wong (University of California, Berkeley).

Saturno, fotografiado por el Hubble el 20 de junio de 2019. Imagen de NASA, ESA, A. Simon (Goddard Space Flight Center), and M.H. Wong (University of California, Berkeley).

Si ya están tan acostumbrados a la imagen de nuestro planeta anillado que nada realmente les impresiona, piénsenlo dos veces. No siempre los anillos se aprecian en esta perspectiva inclinada hacia nosotros y que los hace relumbrar como aros de plata. Piensen que en realidad esa especie de LP brillante no es algo sólido –como creía en 1655 su descubridor, Christiaan Huygens–, sino que está formado por muchillones de trozos, un 95% de hielo y un 5% de roca; en realidad la mayoría es espacio vacío.

Pero piensen además en lo distinto que aparece Saturno respecto a lo que conocemos en nuestro propio planeta, con ese aspecto de peonza girando a toda velocidad que en realidad no es tal; las bandas y ese color amarillento se dibujan por una combinación de las reacciones fotoquímicas en la atmósfera, los vientos y las nubes de distinta composición a diferentes altitudes: cristales de amoniaco congelado arriba, hidrosulfuro de amonio y posiblemente agua más abajo.

Por si todo esto fuera poco, fíjense en el polo norte: esta imagen perfecta también nos muestra otro de los alucinantes misterios de Saturno, su coronilla hexagonal, formada por corrientes de gases a alta velocidad y que fue observada por primera vez por la sonda Voyager 1 en 1981. En ese hexágono cabrían cuatro Tierras. No hay otro igual en el polo sur.

Por último, no olvidemos que lo mostrado en esa foto se encontraba en ese momento a 1.360 millones de kilómetros de nosotros; unas 3.500 veces más lejos que la Luna, más de un millón de veces la distancia de Madrid a París.

Y pese a lo conocido y doméstico que pueda parecernos el planeta de los anillos, muchos de sus secretos continúan manteniendo ocupados a los científicos. Hace ahora dos años nos despedíamos de Cassini, la sonda que voló durante casi 20 años por el espacio para ofrecer a la ciencia un tesoro de datos e imágenes sin precedentes sobre Saturno y sus lunas. Gracias a los datos de Cassini se pudieron estimar con precisión la masa de los anillos y su composición. Calculando durante cuánto tiempo habrían debido estar expuestos a la contaminación procedente del polvo y los micrometeoritos para resultar en su composición actual, los científicos concluyeron que los anillos apenas tenían unas decenas de millones de años; se habrían formado durante la era de los dinosaurios.

Pero ahora, la edad de los anillos ha vuelto a ser cuestionada. Un nuevo estudio publicado en Nature Astronomy analiza otros datos para llegar a la conclusión de que en realidad los anillos podrían ser tan viejos como el propio Sistema Solar. En resumen, los autores sugieren que en los anillos se produce un movimiento hacia el exterior de las partículas que los invaden, como si contaran con un sistema de autolimpieza; lo que hace que parezcan más nuevos de lo que realmente son.

No es ni mucho menos el único enigma que aún oculta Saturno. Y entre ellos, persiste uno de los más clásicos y recurrentes siempre que volvemos la vista hacia el firmamento: ¿puede haber por allí algo parecido a la vida? Como veremos otro día, ni es descabellado pensarlo, ni quizá estemos demasiado lejos de la respuesta.

Bien, agua en otro exoplaneta. ¿Habitable? Siguiente noticia…

Antes de que nadie se ofenda o se altere, una aclaración. Cuando un equipo de investigadores logra curar el alzhéimer en ratones (simulado por los propios experimentadores, ya que los roedores no padecen este mal), se trata de una noticia de notable calado científico que merece destacarse en los medios especializados. Pero si se presenta al público a bombo y platillo como un gran paso hacia la cura del alzhéimer, es algo parecido a una trampa, ya que hasta ahora ninguna de las curas del alzhéimer en ratones ha funcionado en humanos.

Del mismo modo, saber que se ha detectado agua en la atmósfera de un exoplaneta posiblemente habitable –ahora hablaremos de esto– es una primicia que los científicos interesados en la materia aplauden. Pero presentarlo como se está haciendo es tan engañoso como lo de la cura del alzhéimer.

Este es el resumen de la noticia. Dos estudios independientes, dirigidos respectivamente por la Universidad de Montreal (Canadá) y el University College London (UCL) (el primero aún no se ha publicado formalmente, mala suerte para los canadienses), han rastreado los datos del telescopio espacial Hubble y han descubierto la firma espectroscópica del agua en la luz del exoplaneta K2-18b, descubierto en 2015 por el telescopio espacial Kepler. K2-18b es posiblemente una «supertierra», un planeta posiblemente rocoso de ocho veces la masa terrestre y casi tres veces su radio que orbita en torno a la estrella enana roja K2-18, a unos 111 años luz de nosotros. Según el análisis clásico de la distancia a su estrella, K2-18b caería dentro de la denominada zona habitable, y es la primera vez que se detecta la presencia de agua en la atmósfera de un planeta en zona habitable.

Ilustración artística del exoplaneta K2-18b. Imagen de ESA / Hubble, M. Kornmesser.

Ilustración artística del exoplaneta K2-18b. Imagen de ESA / Hubble, M. Kornmesser.

Ahora bien, el hecho de que K2-18b ocupe la zona habitable de su estrella no lo convierte de por sí en un planeta realmente habitable. Para empezar, no hay pruebas de que tenga una superficie rocosa. Por sus características conocidas, los astrónomos aún dudan si situarlo en la categoría de supertierras o en la de subneptunos, ya que podría tratarse de un gigante de hielo similar a Neptuno.

En Twitter, la exoplanetóloga Laura Kreidberg, que no ha participado en los nuevos estudios, apuntaba que la composición atmosférica conocida de K2-18b permite estimar una presión atmosférica en la superficie de unos 10 kilobares, unas 10.000 veces mayor que la terrestre, y una temperatura de unos 3.000 kelvins, más de 2.700 grados centígrados. En resumen, condiciones del todo incompatibles con la vida tal como la conocemos (y no está nada claro que otra sea biológicamente posible, 1, 2 y 3). «La habitabilidad de este planeta se está exagerando en la prensa», dice Kreidberg.

El apunte de Kreidberg refleja una tendencia ahora en alza: numerosos científicos están comenzando a analizar las condiciones de habitabilidad de los exoplanetas desde una perspectiva mucho más amplia que la simple distancia a la estrella y la luminosidad de esta. Y como he explicado aquí anteriormente, al hacerlo están encontrando que un planeta realmente habitable requiere toda una lista de raros requisitos que se cumplen en el caso de la Tierra, pero que será difícil encontrar en otros mundos.

Por último, y para situar también la noticia en su contexto, debería señalarse cuán raro o frecuente es encontrar la presencia de agua en un planeta. Y para ello conviene hacerse una pregunta: ¿cuántos planetas de nuestro Sistema Solar contienen agua?

La respuesta: todos. Y también los planetas enanos, asteroides, cometas…

Sí, es cierto que en Venus hoy el agua es solo residual, aunque fue abundante antes de sufrir el catastrófico efecto invernadero que lo convirtió en la roca asfixiante y ardiente que es hoy. Pero el mensaje a tener en cuenta es que la presencia de agua en un planeta es probablemente lo normal; lo raro es lo contrario.

Anteriormente ya se ha detectado agua en varios exoplanetas gaseosos gigantes, como señalan los propios investigadores del UCL en su nuevo estudio: «En la pasada década, observaciones desde el espacio y desde tierra han descubierto que el H2O es la especie molecular más abundante, después del hidrógeno, en las atmósferas de los planetas extrasolares calientes y gaseosos». Otros estudios ya habían calculado también que el agua será abundante en los exoplanetas de tipo terrestre.

Todo lo anterior no quita ni un ápice de relevancia a los estudios, faltaría más. Pero sí a la manera como se están presentando en los medios, como advierte Kreidberg. La detección de agua en un exoplaneta que no es un gigante gaseoso es una primicia científica, pero ni es la primera vez que se detecta agua en un exoplaneta, ni desde luego K2-18b parece ser de ningún modo «el mejor candidato a exoplaneta habitable».