Singapur marca el camino a la post-pandemia: volver a la vida normal en un mundo con COVID-19

Durante la pandemia de COVID-19, cada uno de los sectores de la sociedad con relevancia en una crisis como esta ha tenido su papel:

Los científicos han buscado respuestas, pero en ciencia las respuestas tardan en llegar, y en muchos casos solo lo hacen pasando por errores y rectificaciones. Mientras el público exigía verdades absolutas, inmutables e inmediatas YA, la inmensa mayoría de los científicos expertos se han mantenido en el papel y en el tono que les corresponde, el de la prudencia, la provisionalidad, el respeto a los datos y algo más, algo que el público tampoco suele entender: la frialdad. Los científicos son humanos. Pero la ciencia es fría, y cuando no lo es deja de ser ciencia.

Los políticos se han mantenido en su papel de no escuchar a los científicos, salvo a aquellos cuyos datos les resultan provechosos para defender sus agendas, haciendo un cherry-picking de los resultados científicos o directamente ignorándolos e inventando los suyos propios, como cuando dicen que sus medidas funcionan sin que exista ninguna constancia científica de ello sino, como mucho, solo una simple correlación sin causalidad demostrada.

Los medios han gozado de tiempos dorados gracias a una conjunción sinérgica entre la ansiedad del público por saber y una mezcla, no siempre equilibrada ni en todos los medios por igual, de noticias veraces, verdades a medias nacidas de la falta de conocimiento y experiencia en la materia, comentarios de opinadores sin conocimiento ni experiencia en la materia, pero con mucha intención política (ver párrafo anterior), y simples fake news.

¿Y el público? Bueno, el público… El público no sabía nada de virus ni epidemias, ni le interesaba lo más mínimo saber nada de ello antes de esta pandemia. Y es comprensible que fuera así. Aunque no muy sensato, dado que esto ha contribuido a amplificar la desinformación. Como experiencia personal, recientemente un conocido que no se dedica a nada relacionado con todo esto, ni sabía nada de mi ocupación, comenzó a disertarme sobre las vacunas de COVID-19. Escuché respetuosamente hasta que tuve que corregirle una de sus afirmaciones, una de esas ideas comunes erróneas. Se me quedó mirando con disgusto para luego afirmar que «todos nos hemos convertido en expertos». Y por incómoda que resultara la situación, tuve que aclararle que algunos ya lo éramos.

Una de las reglas sagradas no ya del periodismo, sino supongo que de cualquier actividad que dependa de la respuesta del público, es que la gente es maravillosa. Que la gente no tiene culpa de nada. Que la gente siempre tiene razón. Ojalá, si algo positivo pudiera extraerse de esta catástrofe global, es que no es así. El público tiene buena parte de culpa de lo ocurrido en el mundo en el último año y medio. Hala, ya está dicho.

Una imagen del metro de Singapur en mayo de 2020, durante la pandemia de COVID-19. Imagen de zhenkang / Wikipedia.

Una imagen del metro de Singapur en mayo de 2020, durante la pandemia de COVID-19. Imagen de zhenkang / Wikipedia.

Durante esta pandemia ha ocurrido algo muy curioso, y es que hemos pasado del cero al infinito. Antes, cuando a nadie le importaban los patógenos infecciosos ni las epidemias, que eran cosa de países tercermundistas, los miles de muertes anuales por gripe o enfermedades similares pasaban inadvertidos para la gente, los medios, los políticos. Lo he escuchado con frecuencia: «es que no lo sabíamos». Pero íbamos al trabajo o salíamos a cualquier lugar con síntomas de gripe y sin la menor precaución. Es más, se miraba mal a quien no acudía a trabajar por tener gripe, y en cambio se aplaudía a quien presumía de estar hecho una mierda, pero allí, al pie del cañón en su puesto de trabajo. De esta irresponsabilidad nacían infinidad de cadenas de contagios que terminaban en muertes, habitualmente las de los más ancianos y enfermos crónicos. Pero «es que no lo sabíamos».

En ese mismo antes, los expertos en medicina preventiva y salud pública solían advertirnos de que no debemos beber, no debemos fumar, debemos hacer ejercicio físico todos los días, debemos comer más vegetales, menos carne y nada de sal, grasas saturadas, carbohidratos ni alimentos procesados, no debemos beber refrescos azucarados, no debemos exponernos al sol, no debemos respirar el aire contaminado de las ciudades, debemos dormir ocho horas diarias…

¿Les hacíamos caso? Bueno, unos más que otros, en esto sí, en esto otro no… Ellos cumplen una función necesaria y vital como pepitos grillos de nuestra salud. Hay una cierta corriente extendida en la medicina según la cual la medicina del futuro debe ser preventiva. Pero es cuestión de opiniones, y no todo el mundo está de acuerdo en que el enfoque más adecuado sea tratar a todas las personas como enfermas en potencia, aunque sea económicamente más ventajoso para los sistemas de salud prevenir las enfermedades que curarlas. Por rarísimo que parezca, también hay quienes piensan que más vale curar. Lo cual, por otra parte, resulta ser el propósito original para el que se inventó la medicina.

Y si esto está abierto a la discusión, que lo está, también puede estarlo la conveniencia de que el discurso público en estas fases terminales de la pandemia (cuidado, ver más abajo: una cosa es que la pandemia cese, y otra muy diferente que el virus desaparezca; la pandemia está en fase terminal porque está en proceso de convertirse en endemia) recaiga predominantemente en los especialistas en salud pública y medicina preventiva. Que quede claro, las visiones y recomendaciones de estos expertos son necesarias, y muy merecedoras de escucha y de crédito. Pero antes, en general, no solían ser ley.

El problema con la medicina preventiva y la salud pública es el uso del principio de precaución. Allí a donde la ciencia aún no ha llegado con sus poderosos instrumentos, suele ocurrir que ese vacío se rellena con el principio de precaución. Es un comodín muy útil. Pero creo que fue Michael Crichton quien dijo que, llevado al extremo, el principio de precaución recomienda no aplicar el principio de precaución, por precaución, ya que no aplicarlo podría conseguir más beneficios que aplicarlo. Y esto no es un chiste: un ejemplo lo hemos tenido en la suspensión cautelar de las vacunaciones de COVID-19 con Astra Zeneca por los posibles efectos adversos, que ha podido causar más muertes al ralentizarse la inmunización de la población.

El principio de precaución es también el que motiva que algunos especialistas en medicina preventiva y salud pública, como hemos leído y escuchado en los medios, se hayan opuesto a la retirada de las mascarillas en los espacios abiertos al aire libre. Dicen que no está garantizada la total ausencia de contagios en estas situaciones, y que la ciencia aún no ha podido valorar con total fiabilidad y sin género de duda el riesgo de transmisión al aire libre.

Y dicen bien, porque es cierto. Es más, y aunque la ciencia acabe llegando allí con sus poderosos instrumentos, la posibilidad de un contagio al aire libre es algo que nunca va a estar totalmente descartado al cien por cien, garantizado, blindado, sellado y rubricado. Van a producirse contagios al aire libre. Pocos y minoritarios, pero van a producirse. Ahora bien: ¿queremos rellenar ese vacío con el principio de precaución? ¿Queremos seguir utilizando mascarillas hasta que llegue el momento en que tengamos la absoluta certeza de que de ningún modo puede existir el más mínimo riesgo de contagio?

Pues hay una mala noticia. Y es que ese momento nunca va a llegar.

Desde hace un año y medio, en este blog se han presentado descubrimientos científicos relevantes sobre el coronavirus de la COVID-19, su enfermedad y la pandemia que ha causado. Pero cuando tocaba opinar, se ha defendido una opinión. Una que ha costado no ya críticas, lo cual es razonable, sino incluso insultos y ataques personales, que no lo es. Y esa opinión ha sido esta: en un primer momento, ante la arrolladora avalancha inicial de la pandemia, era una dolorosa pero inevitable obligación cerrar la sociedad como se hizo, porque no podía permitirse que la gente muriese a cientos o a miles sin poder ocupar una cama de hospital ni recibir atención médica, y porque no podía permitirse que los profesionales sanitarios murieran no ya por el contagio, sino extenuados por un esfuerzo sobrehumano.

Había que cerrar la sociedad. Pero no para que este virus lo paráramos unidos, porque no se puede, sino para aplanar la curva espaciando los contagios a lo largo del tiempo con el fin de evitar la saturación del sistema sanitario. Un año y medio, y todavía cuesta que se entienda. Se hizo. Mejor o peor, pero era lo que debía hacerse.

Y sin embargo, en las fases posteriores, el enfoque debía ser otro. Desde el comienzo, las previsiones de los expertos han dicho que este virus no se marcha. Como no se ha marchado ningún otro (viruela aparte). Que ya forma parte del mundo. Que no se le puede devolver a la no-existencia. Y que por lo tanto, tarde o temprano tendríamos que aprender a convivir con él. Y que por lo tanto, lo antes posible debíamos intentar reabrir la sociedad para volver al mundo que hemos conocido y que todos, también los más jóvenes, los que están empezando a conocerlo, tienen derecho a conocer como lo hemos conocido los ya mayores. Y sin que continuamente se les esté criminalizando por ejercer ese mismo derecho que nosotros, quienes ahora les censuramos por su comportamiento, ejercimos con total libertad cuando teníamos su edad.

(Nota de advertencia: que nadie identifique esto como una postura política, porque no lo es. De hecho, algunos políticos que han hecho gala en sus eslóganes de ser los adalides de la reapertura de la sociedad en realidad no reabrieron la sociedad, sino solo la economía, mientras nos mantenían encerrados en nuestros barrios o pueblos sin derecho a salir salvo para trabajar y nos prohibían reunirnos en la intimidad sagrada de nuestros hogares con quien nos diese la real gana).

Pero esto, claro, se ha dicho en voz baja, porque no queda bien. Pocos han sido quienes se han atrevido a decir públicamente que es necesario volver cuanto antes a una normalidad real. Y es por esto que ha caído como una refrescante lluvia de verano, o como una cálida ráfaga de invierno, leer en este mismo diario la noticia sobre el plan post-pandemia que se está preparando en Singapur.

Resumiendo la información, el país del sudeste asiático, que ha conseguido mantener en todo momento unas cifras muy bajas de contagios y muertes con restricciones muy fuertes, ha anunciado el plan que prepara de cara a la post-pandemia: reconoce la realidad de que el virus nunca va desaparecer y que van a seguir produciéndose contagios y muertes, si bien en un grado mucho menor que en la fase epidémica de la enfermedad. Y por lo tanto, esta va a ser tratada como otras enfermedades endémicas, como la gripe o la varicela. Habrá test al alcance de todo el que lo quiera. Pero no habrá medidas drásticas de salud pública con la pretensión de eliminar todo riesgo de contagio. No habrá cuarentenas. No habrá aislamientos. Y tampoco se publicarán cifras diarias de casos ni de muertes, ni se supone que de indicadores de incidencia, sino solo datos agregados como se hace con la gripe.

En fin, «seguir con nuestras vidas», han dicho los responsables del gobierno.

No va a ser inmediato, claro, ya que depende del progreso de la vacunación. Pero que yo sepa, es la primera vez que un gobierno en algún lugar del mundo (hablo de gobiernos no negacionistas de la pandemia) dice en voz alta lo que hasta ahora se ha dicho mucho en voz baja: que en breve deberemos comenzar a tratar la COVID-19 como cualquier otro de los riesgos a nuestra salud, y vivir con él. Que los especialistas deberán seguir diciendo lo que debemos y no debemos hacer, como siempre han hecho sin que por ello se haya prohibido la venta de alcohol o de alimentos procesados ni se haya obligado a la población a hacer ejercicio físico o a dormir ocho horas diarias (aunque, todo sea dicho, este sería un momento histórico inmejorable para que, en adelante, a quien esté al pie del cañón en su puesto de trabajo con síntomas de gripe no se le considere el empleado del mes, sino un trepa y un imbécil irresponsable).

Singapur ha marcado un camino. Es de esperar que este arriesgado movimiento vaya a cosechar críticas incluso en las revistas médicas y científicas. Pero ojalá cunda el ejemplo y sirva para que otros gobiernos pierdan el miedo a seguirlo. Ahora bien: ¿podrán vivir los medios sin publicar sus ensaladas diarias de cifras? ¿Podrán vivir los ciudadanos sin devorar esas ensaladas diarias de cifras y sin acusar a nadie de sustraerle sus ensaladas diarias de cifras? ¿Podrán vivir los políticos (y sus palafreneros) sin tener siempre a mano el garrote pandémico para atizar al contrario y desviar así la atención de sus propios errores? Y sobre todo, ¿podremos, quienes lo deseemos, vivir una vida normal sin necesidad de emigrar a Singapur?

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