Por qué las mascarillas son el fracaso de la respuesta contra la pandemia

Antes de la pandemia de COVID-19, los científicos llevaban años alertando de que la pregunta no era si volveríamos a sufrir una gran epidemia global como las de tiempos pasados, sino cuándo. Quienes nos dedicamos a contar la ciencia recogíamos y explicábamos aquellos avisos de los expertos. Y sí, aquellos artículos se leían con interés; algunos los leían con interés. Pero incluso en estos se notaba que no lo entendían como la certeza que se pretendía transmitir que era, sino como una amenaza abstracta, vaga y lejana. Como que el Sol se apagará algún día, o que un asteroide como el que liquidó a los grandes dinosaurios acabará haciendo una nueva carambola con nosotros. O como esas advertencias de las madres que nunca nos tomamos del todo en serio, «ponte un abrigo que vas a coger frío», «como sigas así vas a acabar…».

Es por esto que una de las cosas más sorprendentes durante el primer tsunami de la pandemia fue leer y escuchar todos aquellos «no puede estar pasando», «nunca nos lo habíamos imaginado», «esto parece una película»… (por no hablar ya de los que aún siguen pensando que esto no ha pasado). ¿Dónde estaba metida esta gente cuando los científicos alertaban de lo que iba a caernos encima? Es cierto que, antes de esta pandemia, ningún medio de comunicación abría jamás su portada o su informativo con estas noticias. Al fin y al cabo los medios son un reflejo de la sociedad, y por ello siempre se han ocupado más de las cosas que realmente importan a la sociedad, como si tal político le da la mano o un abrazo a tal otro con el que está peleado. La posibilidad de que una pandemia borrara de la faz de la Tierra a buena parte de una generación de abuelos y a muchas otras personas no podía competir con lo que dice un político con veinte micrófonos delante.

Sobre todo cuando estos mismos políticos también vivían osadamente ignorantes de ese riesgo. Osadamente porque, como conté aquí en pleno confinamiento de marzo de 2020, desde hace años la Organización Mundial de la Salud (OMS) mantiene una herramienta de autoevaluación denominada SPAR (IHR State Party Self-Assessment Annual Report) para que los países valoren sus propias capacidades en materia de las Regulaciones Internacionales de Salud (International Health Regulations, IHR), lo que incluye la preparación y respuesta contra epidemias.

Y, según esta herramienta, en 2018 España se consideraba por encima de la media global en 12 de las 13 capacidades. En todas ellas nos poníamos a nosotros mismos una nota de entre 8 y 10: «mecanismos de financiación y fondos para la respuesta a tiempo a emergencias de salud pública», un 8; «función de alerta temprana: vigilancia basada en indicadores y datos», otro 8; «recursos humanos», pues también un 8; «planificación de preparación para emergencias y mecanismos de respuesta», un 10, ahí; «capacidad de prevención y control de infecciones», otro 10. Por qué no, si uno se pone su propia nota.

La única capacidad en la que España bajaba del notable y se equiparaba a la media global era en «comunicación de riesgos», un 6. Aunque si un 6 se entiende como un «bien» en este caso también nos estábamos sobrevalorando, es evidente que en las otras capacidades mencionadas nuestra percepción de nosotros mismos distaba de la realidad en una magnitud poco menos que galáctica, como han demostrado los hechos: España ha sido uno de los países más duramente castigados por la COVID-19, con la cuarta mayor mortalidad general del mundo (en tasa de muertes por infecciones, IFR) y también la cuarta mayor mortalidad del mundo descontando la influencia de la pirámide poblacional, según un gran análisis publicado en febrero en The Lancet.

Pero cuidado: quienes tanto han aprovechado estos datos para culpar a un gobierno concreto o a un color político concreto, ¿dónde se manifestaban antes de la pandemia alertando de que, en caso de un desastre semejante, este país estaba abocado a un naufragio sanitario apocalíptico? ¿Cuándo presentaron quejas, iniciativas o propuestas para mejorar nuestra preparación contra epidemias y corregir ese inmenso desfase entre nuestra percepción de la realidad y la realidad? La preparación contra una pandemia no se improvisa. La catástrofe que hemos sufrido no es solo achacable a un gobierno concreto, estatal ni autonómico, sino a todos los que anteriormente han pasado por la poltrona sin preocuparse lo más mínimo por esa barbaridad que decían los científicos, siempre tan alarmistas. Han sido años y años de ignorancia e inacción. Que hemos pagado con creces.

Y por cierto, quien sí alertó de todo ello hasta la afonía antes de la pandemia fue la OMS. Ese organismo al que tanto desdeñan ahora esos mismos que nunca quisieron escuchar lo que decía cuando alertaba sobre lo que nos iba a caer encima, sin que a nadie pareciese importarle.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero, en fin, el pasado no puede cambiarse. No existe el condensador de fluzo, ni el DeLorean, ni Marty McFly. Lo que sí podemos es trabajar en el presente para cambiar el futuro. Porque ahora ya sabemos que la amenaza era real. Hace dos años no podíamos improvisar. Pero entonces podíamos haber empezado a trabajar de cara al futuro.

Y ¿se ha hecho?

A principios de marzo, un grupo de científicos de la London School of Hygiene & Tropical Medicine dirigido por el epidemiólogo Adam Kucharski, una de las voces más autorizadas durante la pandemia, publicaba en The Lancet un comentario bajo el título «Las medidas respecto a los viajes en la era de las variantes del SARS-CoV-2 necesitan objetivos claros». Lo que decían Kucharski y sus cofirmantes era que los gobiernos han estado tomando y destomando medidas con respecto a los viajes, como pasaportes de vacunación, prohibiciones de vuelos, controles en los aeropuertos incluyendo test, aislamientos y cuarentenas, todo ello con «justificaciones débiles», «sin declarar objetivos claros ni las evidencias que las respaldan».

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios retrospectivos o de modelización que han mostrado que las restricciones de viajes no han impedido la propagación ni la introducción del virus en unas u otras regiones. Lo que sí han hecho ha sido retrasar lo inevitable. Por ello, Kucharski y sus colaboradores no dicen que estas medidas no sirvan para nada; lo que dicen es que estas medidas deberían entenderse como una solución temporal que «podría proporcionar tiempo a los gobiernos para desarrollar estrategias a largo plazo, como reforzar la vigilancia, el rastreo de contactos, las medidas de salud pública y las campañas de vacunación». Una vez que una variante ha entrado en el país, dicen, «las restricciones de viajes continuadas tendrá un impacto extremadamente limitado en la epidemia local».

Así, lo que los investigadores defienden (y coinciden con lo defendido por muchos otros a lo largo de la pandemia) es que una reacción de urgencia puede incluir restricciones de viajes, pero solo como medidas temporales, como un modo de comprar tiempo mientras se organizan las medidas necesarias de control local. Preparación para el futuro.

Bien sabemos que en este país algunos gobiernos han utilizado los aeropuertos como arma arrojadiza para culpar a otros gobiernos de la situación de la pandemia. Pero esos gobiernos acusadores, ¿han tomado medidas mientras tanto en su región de competencia? Puedo hacer un cherry-picking de datos contando que, cuando llamé al número de teléfono correspondiente para informar de un caso de COVID-19 en mi familia, jamás nadie me llamó de vuelta para hacer un rastreo de contactos. Pero sin cherry-picking, creo que decir que el rastreo de contactos en toda España en general ha sido entre simbólico e inexistente no es alejarse mucho de la realidad.

En resumen, el mensaje es este: existen ciertas medidas que pueden ser desgraciadamente inevitables en un momento determinado, pero que deben entenderse como temporales mientras se trabaja en la puesta a punto de las soluciones definitivas.

Pasemos ahora a otro ejemplo de lo mismo, muy de actualidad, y creo que a estas alturas es fácil adivinar lo que sigue. Después de las lógicas dudas e incertidumbres iniciales sobre el modo de transmisión de la COVID-19, hace ya al menos año y medio que comenzó a perfilarse la transmisión por aerosoles como la vía principal de contagio; rebuscando en el archivo de este blog, creo que fue en septiembre de 2020 cuando escribí aquí que las nuevas ideas clave que se habían instalado ya entre la comunidad científica para controlar la pandemia eran ventilación y filtración.

El peligro está en el aire. Y por lo tanto donde debe actuarse, donde debería haberse comenzado a actuar hace al menos año y medio, es en el aire. No en la cara de la gente.

Al comienzo de la pandemia tampoco estaba claro si las mascarillas eran un modo eficaz de protección, ya que había poca literatura científica al respecto, algo inconsistente, siempre referida a otros virus y normalmente solo a las mascarillas quirúrgicas, ya que las FFP2/N95 apenas se utilizaban en la práctica clínica normal. La urgencia de esta crisis incitó docenas y docenas de nuevos estudios, de los cuales puede concluirse que sí, las mascarillas funcionan, pero no son un salvoconducto contra la infección. En los entornos experimentales y controlados pueden alcanzarse grados de protección muy altos, pero los estudios en el mundo real generalmente muestran que la reducción de riesgo, aunque existe, es relativamente modesta.

Al comienzo de la pandemia aceptamos infinidad de medidas y restricciones porque entonces eran un mal menor, un mal necesario para compensar esa falta de preparación previa. Pero lo hicimos bajo la (ingenua, como se ha visto) creencia de que nos sometíamos a estos males necesarios como medidas de transición mientras se ponían en marcha las soluciones definitivas. En un primer momento no se podía hacer otra cosa. Pero ante el claro consenso científico sobre la transmisión del virus por el aire, esto debería haber llevado a una transformación radical y urgente de los sistemas de calidad del aire en los espacios públicos cerrados: periodo de consultas con todos los expertos y partes, redacción de nuevas leyes, implantación de las nuevas normativas con los periodos de adaptación necesarios, incluso ayudas económicas para hacer frente a los gastos necesarios.

Dos años después del comienzo de una pandemia que ha matado a más de seis millones de personas en todo el mundo según datos oficiales, que podrían ascender a más de 18 millones reales según un reciente estudio en The Lancet, teniendo durante gran parte de este periodo la certeza y la constancia de que el virus se transmite a través del aire, ¿qué ha sido lo que se ha hecho en estos dos años para atajar esa vía mayoritaria de contagio y, de paso, prevenir futuras pandemias similares?

Mascarilla obligatoria. Y que no nos juntemos.

Por si a alguien le sirve de consuelo (es solo un decir), España no es el único país en esta situación. De hecho, puede decirse que al respecto de nuevas legislaciones estrictas sobre calidad del aire en interiores no se ha hecho fundamentalmente nada en ningún otro lugar. Con respecto a EEUU, la situación —la misma que aquí— la resume muy bien este tuit del especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan:

«La dependencia en mascarillas mejores es porque el aire en nuestros espacios cerrados compartidos no es lo suficientemente seguro. El problema para arreglarlo es que la responsabilidad recae sobre el gobierno y los negocios que tienen que pagar para ello. Así que, en vez de eso, dejan que nos peleemos entre nosotros sobre las mascarillas», dice.

Pero sucede que en EEUU al menos ya hay un tímido avance al respecto. El pasado martes, según contaba el Washington Post, la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca organizó un evento virtual bajo el lema «Let’s Clear the Air on COVID», «limpiemos el aire de cóvid». La directora de esta oficina, Alondra Nelson, escribía después: «Aunque existen varias estrategias para evitar respirar ese aire —desde el teletrabajo a las mascarillas—, podemos y deberíamos hablar más de cómo hacer el aire en interiores más seguro, filtrándolo o limpiándolo».

En el artículo, firmado por Dan Diamond, los científicos aplauden este movimiento, aunque lamentan la enorme tardanza con la que llega. Como dice David Michaels, de la Universidad George Washington, el aire limpio debe ser una prioridad como lo es el agua limpia.

Y mientras, ¿qué ocurre al sur de los Pirineos?

Lo que ocurre es que, día sí, día no, oímos o leemos a algún especialista en salud pública o medicina preventiva (afortunadamente, otros no piensan así) decir que las mascarillas deberían quedarse al menos en algunos ámbitos, porque no solo la cóvid, sino la gripe, el Virus Respiratorio Sincitial… Que nos acostumbremos a ellas. Que ya son parte de nuestras vidas. Que para siempre.

Las mascarillas son un mal. Las hemos aceptado como un mal necesario por el bien común, durante dos años enteros ya. Millones de niños pequeños ya no recuerdan cómo era vivir sin mascarilla, cómo era ver las caras de sus compañeros y profesores en clase. Más allá del debate político e ideológico, la verdadera discusión no debería ser si se retiran o no se retiran las mascarillas en interiores en función del nivel de riesgo actual o por lo que se esté haciendo en otros países; la verdadera discusión debería ser por qué en un año y medio no se ha avanzado ni un solo paso hacia la solución definitiva para que las mascarillas ya no sean necesarias. Para asegurar que respiremos aire limpio en todos los recintos interiores y no tengamos que vivir con la cara cubierta. Soluciones del siglo XXI, no de tiempos de la Peste.

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