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Un mayor uso de las redes sociales fomenta la postura antivacunas

Esta semana la revista PNAS publica un curioso estudio. En una pequeña isla desierta en la costa de Puerto Rico vive una comunidad de macacos en libertad.  Lo cual es raro, ya que estos animales son asiáticos y no se encuentran en América. Pero en 1938 un primatólogo estadounidense llamado Clarence Carpenter llevó allí 409 de estos monos importados de la India y los soltó en Cayo Santiago. Hoy viven allí más de 1.000 macacos, y la isla se utiliza como centro de investigación a cargo de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU y la Universidad de Puerto Rico.

Pues bien, en aquella comunidad un grupo de científicos ha estudiado cómo cambian las relaciones sociales de los monos a medida que envejecen. Y lo que han descubierto no resulta sorprendente, pero debería. Los investigadores han visto que los monos más ancianos tienden a estrechar sus redes sociales y a relacionarse con menos de sus congéneres. Y no de una forma azarosa, sino que eligen bien cuáles son los contactos que mantienen: su familia y los amigos de toda la vida. Se vuelven más selectivos con sus relaciones.

Si no resulta sorprendente, es porque los humanos tendemos a hacer lo mismo, así que comprendemos a los monos. Pero si debería resultarnos sorprendente es por la tendencia que tenemos a olvidar que somos animales, y como tales obedecemos a nuestra biología. Los humanos somos muy propensos a atribuir todo lo que hacemos a nuestro libre albedrío, a nuestro intelecto, a nuestros sentimientos humanamente complejos, a todo aquello que nos distingue de otras especies, que nos desanimaliza. Pero si, en general, hubiera entre la población una mayor cultura científica, nos daríamos cuenta de que mucho de lo que hacemos, y que nos gusta disfrazar de trascendencia, en realidad solo responde a hardware y software, a nuestro cableado y a nuestra programación. Lo observado con los macacos y que también hacemos nosotros, concluyen los autores del estudio, «no es un fenómeno único en los humanos, y por tanto podría tener raíces evolutivas más profundas».

Esta manera que tenemos de responder de modos determinados a determinados estímulos o situaciones es algo que inevitablemente a un biólogo le viene a la cabeza cuando lee o escucha por ahí ese viejo discurso del mundo conspiranoico. La fenomenología del pensamiento conspiranoico suele tener un perfil común: las personas que lo siguen se sienten empoderadas por un presunto conocimiento de la Verdad al que solo ellas se han esforzado en acceder y que las eleva por encima del resto, esos demás a los que consideran bobos autómatas —o un rebaño, en el cliché terminológico del conspiracionismo— que se dejan engañar por las mentiras que les cuentan las fuentes oficiales; ellos, en cambio, se han preocupado de bucear intensamente en internet en busca de esa Verdad que creen censurada en los medios.

Manifestación antivacunas en Viena en noviembre de 2021. Imagen de Ivan Radic / Flickr / CC.

No es ningún secreto que las redes sociales han sido un hervidero de desinformación y bulos sobre la COVID-19 y las vacunas, en tiempos pre-Elon Musk. Aún es pronto para saber cómo el anunciado cambio de las políticas de moderación por el nuevo propietario de la red social afectará a este aspecto en concreto, pero en lo que se refiere a esto las predicciones apocalípticas suenan bastante vacías: es bien sabido que las corrientes conspiranoicas y antivacunas han explorado, encontrado y explotado las grietas de los sistemas de filtrado de las redes sociales, y que además en otras lenguas distintas de la inglesa han sido mucho menos eficaces.

Hace un par de meses el filósofo de la Universidad del Ruhr en Bochum (Alemania) Keith Raymond Harris escribía que no importa tanto cuántas personas o qué porcentaje de la población abraza la desinformación y las teorías de la conspiración, sino el perjuicio causado en la población general por la visibilidad de estas ideas. Harris explicaba cómo la teoría de la conspiración de las elecciones fraudulentas en EEUU, instigada por Donald Trump, había llegado a arrastrar a muchas personas a una creencia de que algo «no olía bien». Cuando los niños juegan a «el suelo es lava», decía Harris, nadie lo cree realmente, pero en mayor o menor medida todos actúan como si fuera así. Creemos actuar racionalmente; también las personas conspiranoicas lo creen. Pero en realidad estamos respondiendo a nuestra programación biológica, a guiarnos por el instinto, a dejarnos influir por nuestra experiencia de la realidad en el mundo que nos rodea, nos guste o no.

Y esa influencia es muy poderosa: un estudio publicado recientemente por investigadores de la Universidad de California y la Tecnológica Nanyang de Singapur ha mostrado que un mayor nivel de exposición a las redes sociales se correlaciona con una mayor creencia en conspiranoias sobre la COVID-19 y las vacunas.

Quizá este resultado sorprenda, pero no debería, ya que en realidad es nuestra programación biológica: quien escucha algo por ahí se queda con la idea de que algo no huele bien. Presa de la curiosidad, busca, a veces de manera obsesiva. Se expone a la desinformación. Y acaba cayendo por el rabbit hole, según la expresión utilizada en inglés que es difícil traducir: según otro estudio sobre la susceptibilidad a la desinformación de la COVID-19, este es un sistema de creencias monológico, de todo o nada, donde el paquete completo se acepta en bloque. Cuando haces pop, ya no hay stop, como decía aquel anuncio. ¿5G? ¿Virus artificial? ¿Genocidio planificado? Anything goes.

Pero el estudio de California y Singapur añadía una interesante conclusión, el remedio al problema, y es que existe también una vacuna contra este efecto, un superpoder capaz de cortocircuitar esta respuesta automática: la alfabetización mediática. Los autores testaron a sus voluntarios mediante un cuestionario que evaluaba su conocimiento sobre el mundo de la información y los medios, destinado a medir, entre otras cosas, hasta qué punto sabían cómo funciona el periodismo, cuál es el panorama de los medios, cuáles son los intereses implicados, o cuál es la diferencia entre los meros agregadores de noticias (webs que se limitan a rebotar contenidos ajenos) y los medios que elaboran las informaciones.

Los encuestados con una mayor alfabetización mediática, descubrían los autores, son más inmunes a la exposición a la desinformación en las redes sociales. No es el primer estudio que describe este efecto: al menos otro anterior a la pandemia ya había detectado que la alfabetización mediática protege contra la influencia de la desinformación en las redes sociales.

Hace unos días, a propósito de las turbulencias provocadas por la compra de Twitter por Elon Musk, un informativo sacaba la alcachofa a la calle para preguntar a la gente sobre su uso de esta red social. Un transeúnte de veintitantos años respondía que utilizaba Twitter constantemente para informarse sobre los temas que le interesaban.

Dado que no había más elaboración, no quedó claro si esta persona en concreto se refería a a) que seguía los tuits de los medios y profesionales para dirigirse hacia las informaciones publicadas, o si b) tomaba lo que aparece en Twitter no como una vía hacia la información en sí, sino como la propia información. Pero basta echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que para muchas personas la opción es la b).

No hay nada raro en todo esto. No hay nada especial en sentirse especial por creer en conspiranoias. Es la respuesta de nuestra programación biológica a un estímulo. Como los macacos, estamos hechos para reaccionar de ese modo. Lo único que puede sacarnos de ese agujero es el conocimiento, la cultura, el pensamiento racional informado. Lo que realmente nos hace humanos, nos distingue del resto de los animales, es nuestra capacidad de negar que el suelo es lava, por mucho que Twitter repita lo contrario.

Estas son las vacunas de COVID-19 que necesitamos ahora (y no son las que ya tenemos)

Decíamos el otro día que sería indeseable encontrarnos en la situación de que fuese necesario un segundo refuerzo de las vacunas de COVID-19, cuarta dosis total, a toda la población. Esta situación podría darse, por ejemplo, si los contagios se desbocaran de nuevo de tal modo que una revacunación general fuese la única manera admisible de contener la transmisión. Como dijimos, inesperadamente ha resultado que las vacunas están reduciendo los contagios, aunque no fueron diseñadas ni testadas para este fin.

Esta semana Scientific American publicaba un artículo haciendo notar que «aunque el número total de muertes por cóvid ha caído, la carga de mortalidad se está desplazando aún más a las personas mayores de 64 años». Los datos que cita el artículo se refieren solo a EEUU, pero incluso si no fuesen aplicables a otros países, deberían servir de aviso: las muertes por cóvid entre las personas de 65 y más se duplicaron con creces (aumentaron un 125%) de abril a julio de este año. La proporción de los fallecimientos totales correspondiente a esta franja de edad es mayor de lo que ha sido nunca durante la pandemia.

Las vacunas protegen mejor de los síntomas graves a las personas más jóvenes. Y aunque las personas no vacunadas por encima de los 50 años corren un riesgo de muerte 12 veces mayor que las vacunadas de la misma edad, también hay personas vacunadas que mueren. Podría llegar el caso de que el único modo admisible de proteger a las personas más vulnerables incluso vacunadas fuese un nuevo refuerzo general para contener la transmisión. Y lo de «admisible» va en cursiva porque existen otras posibles medidas, pero a estas alturas de ninguna manera querríamos volver a otras restricciones más drásticas.

Pero, como decíamos, una revacunación general con estas mismas vacunas no es lo ideal, cuando el beneficio se reduzca de tal modo que los costes ya no lo compensen. Esto se aplica también, en principio, a las vacunas en desarrollo que no aporten nada sustancialmente nuevo. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), actualmente hay 374 vacunas contra la cóvid en desarrollo, 199 de ellas en ensayos preclínicos (en animales) y 175 en clínicos (humanos). De estas últimas, 158 son inyectables, como las que ya tenemos.

Las vacunas inyectables han hecho un trabajo increíble cuando las necesitábamos, incluso superando las expectativas, ya que la protección dura más de lo esperado gracias a una respuesta potente y duradera de células T. Inducen una buena inmunidad sistémica, la vigilancia que circula por el organismo. Pero no son buenas estimulando inmunidad en la mucosa nasal y bucal, por donde entra el virus, y por esto no evitan la infección.

Las vacunas que impiden la infección se llaman esterilizantes. Aunque quizá la idea popular, promovida por el retrato erróneo de las infecciones y las vacunas en el cine y los videojuegos (por cierto, otro día podríamos hablar de los errores sobre infecciones y vacunas que se cometen en las películas, incluso en las buenas), es que una vacuna es una especie de coraza invulnerable, en la realidad no es así. Conseguir una vacuna esterilizante es muy difícil. La mayoría de las que tenemos y utilizamos normalmente no lo son (incluyendo las de la gripe), pero no importa tanto, porque las claves de su efectividad son la prevención de los síntomas que confieren y la inmunidad grupal cuando hay gran parte de la población vacunada.

Cuando se trata de un virus que entra por las vías respiratorias, como el coronavirus SARS-CoV-2, una inmunidad esterilizante requeriría una potente y duradera inmunidad local en las mucosas respiratorias. Las mucosas tienen su propia subsección del sistema inmune que incluye una clase distinta de anticuerpos llamados IgA, presentes en las secreciones.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Las vacunas inyectables no inducen esta inmunidad en las mucosas. Los estudios han mostrado que la inmunidad sistémica es tan buena en una persona vacunada y no infectada como en una persona recuperada de la infección. Pero mientras que esta segunda sí tiene respuesta preparada en sus mucosas, en cambio la persona vacunada no. Sin embargo, quienes confiaban en quedar protegidos a largo plazo por haberse recuperado de la infección sin necesidad de vacunarse se habrán desengañado al ver que vuelven a reinfectarse, porque la inmunidad mucosal que provoca la infección no es suficiente ni suficientemente duradera; son las personas infectadas y después vacunadas quienes desarrollan una mejor protección en las mucosas, ya que la vacunación reestimula toda su respuesta de memoria, incluida la que la infección dejó en las mucosas.

Es curioso que muchas personas sin formación en inmunología hayan picado en un bulo que ha circulado durante la pandemia, la idea errónea de que la infección era su vacuna. Creer en esto parece entroncar con lo que defiende el creacionismo del diseño inteligente, cuyos defensores afirman, por ejemplo, que en la naturaleza existen compuestos para curar todas las enfermedades, ya que el gran diseñador colocó la enfermedad al mismo tiempo que su cura. En esta misma línea de pensamiento, es coherente creer que el diseñador hizo los virus junto al mecanismo capaz de neutralizarlos.

Pero la realidad biológica, que conocemos ya desde el siglo XIX, no funciona así. La relación entre el parásito y su hospedador es un tira y afloja evolutivo en el que ambos están sometidos a la posibilidad de encontrar variaciones genéticas que mejoren su armamento. El virus es un producto de la naturaleza que busca, por así decirlo, encontrar el modo de silenciar la inmunidad. Y dado que es capaz de evolucionar más deprisa que nosotros, nos lleva una gran ventaja. Pero nosotros tenemos otra frente a él: el conocimiento. Lo que nuestra inmunidad no puede proporcionarnos, podemos suplirlo mediante productos de biotecnología que nos permitan optimizar la defensa.

Y en la situación actual, lo que necesitamos son vacunas que añadan a la inmunidad sistémica que ya tenemos una inmunidad mucosal más potente y duradera que la que provoca la infección, o la que reestimula la vacunación intramuscular en las personas previamente infectadas. Necesitamos refuerzos vacunales intranasales u orales. Los estudios han mostrado que la combinación de las vacunas inyectables que ya hemos recibido y un refuerzo intranasal u oral son la mejor manera de prepararnos contra futuras reinfecciones. Esto no quiere decir que vayamos a conseguir una inmunidad esterilizante, pero sí lo más cercano a ello a lo que podemos aspirar. Algunos científicos piensan que si la inmunidad en las personas recuperadas no es esterilizante en las mucosas, tampoco una vacuna lo va a conseguir. Pero no lo sabremos hasta que se pruebe, como todo en ciencia.

El pasado julio el genetista Eric Topol y la inmunoviróloga Akiko Iwasaki hacían un llamamiento en Science Immunology a la necesidad de una nueva operación Warp Speed para acelerar la puesta a punto de las vacunas nasales. Conviene recordar que la clave para que pudiéramos tener vacunas en tiempo récord durante la pandemia se resume solo en dos palabras: mucho dinero. Las vacunas de la primera generación no eran un problema científico, sino un desarrollo tecnológico. No se «descubren», como suele decirse, sino que simplemente se «crean», del mismo modo que se crea un puente o una autopista. Ya se sabe cómo hacerlas. Pero el proceso desde el diseño sobre el papel hasta el mercado es enormemente costoso: más dinero, más rápido; menos dinero, más lento. Igual que un puente o una autopista.

Todas las vacunas aprobadas en la Unión Europea se beneficiaron de los 10.000 millones de dólares (presupuesto inicial que luego se sobrepasó con creces) que la administración Trump inyectó en su desarrollo mediante la llamada Operación Warp Speed, en alusión al propulsor más rápido que la luz de Star Trek (y es una curiosa paradoja histórica que le debamos a Donald Trump algo que es rechazado fundamentalmente por quienes comparten su línea ideológica). Pero ese generoso grifo ya se cerró. Y hemos vuelto a lo de antes, cuando el desarrollo de una vacuna tardaba entre 10 y 15 años.

«Ahora necesitamos urgentemente una iniciativa acelerada similar para las vacunas nasales», escribían Topol e Iwasaki. «Una nueva operación a la velocidad del rayo nos ayudaría a adelantarnos al virus y a construir sobre el éxito inicial de las vacunas de COVID-19». Iwasaki es la responsable en la Universidad de Yale del desarrollo de una nueva vacuna intranasal como refuerzo, que ha funcionado muy bien en los ensayos con ratones. Pero según contaba a la revista Politico, las decenas de millones de dólares que necesitaría para acelerar los ensayos clínicos no están al alcance de un laboratorio académico sin un nuevo programa similar a Warp Speed.

Sin embargo, no parece haber ningún signo de que esto vaya a ocurrir. El motor ahora funciona al ralentí; y en este caso, además, el problema es más complicado, porque las vacunas nasales en general están menos desarrolladas y estudiadas, y son más complicadas de testar. Para humanos solo se utiliza una contra la gripe, además de un puñado más orales contra la polio o el cólera.

Desde que escribí aquí por última vez sobre esto, el pasado marzo, ha habido algún progreso. Se han aprobado vacunas nasales u orales en China e India. La china no es nueva, sino una versión nasal de la vacuna de vector adenoviral (un virus inofensivo que lleva la proteína S o Spike del SARS-CoV-2) que ya se estaba empleando, y se está utilizando como refuerzo. La india sí es nueva, también de vector adenoviral, y se está aplicando como doble dosis inicial. De ninguna de las dos se han publicado resultados de ensayos de fase 3, aunque las compañías dicen haberlos completado con éxito, lo cual no puede verificarse. Estas dos se suman a otras tantas ya aprobadas en sus respectivos países, la versión intranasal de la Sputnik rusa y otra en Irán.

Pero salvando estos esfuerzos de algunos países por potenciar sus vacunas, el progreso es lento. Algunas ya se han quedado por el camino, porque en algunos casos las vacunas intranasales que han funcionado bien en ensayos preclínicos en animales luego fracasan en humanos. Es el caso de la vacuna de Oxford-AstraZeneca que anteriormente se ha administrado por inyección y que se estaba ensayando ahora por vía intranasal. Había buenas expectativas depositadas en ella, pero por desgracia la fase 1 del ensayo clínico ha sido decepcionante, ya que no se logra inducir una buena inmunidad, ni mucosal ni sistémica. Ahora los investigadores deberán buscar una nueva formulación antes de reiniciar todo el proceso.

Según Nature, citando a una consultora, actualmente hay un centenar de vacunas mucosales en desarrollo contra la COVID-19. La inmensa mayoría aún están en preclínicos, por lo que les queda un largo camino por delante. Los experimentos de algunas de ellas con ratones y monos son alentadores, pero una vez más esto no garantiza en absoluto que logren lo mismo en humanos. Las grandes farmacéuticas no han apoyado con entusiasmo el desarrollo de las vacunas mucosales, porque el riesgo es grande. Y mientras los contagios prosiguen a altos niveles, se facilita la aparición de nuevas variantes que perpetúan la pandemia. Las vacunas mucosales no garantizan su fin, pero ahora son nuestra mejor opción para lograrlo.

¿Sirven los refuerzos de las vacunas para mejorar la protección contra la COVID-19?

Decíamos ayer que el transcurso de la pandemia de COVID-19 va planteando nuevas incógnitas que la ciencia trata de resolver. Los gobiernos aspiran a tener respuestas inmediatas e irrefutables para tomar decisiones que no pueden esperar. Pero los resultados científicos no son inmediatos ni irrefutables. Y a falta de consensos, los países van tomando decisiones que ya no son tan unánimes como lo eran al comienzo de la pandemia o de las campañas de vacunación: con respecto a las dosis de refuerzo de las vacunas, algunos países como España y otros de Europa las están recomendando solo a personas mayores y colectivos vulnerables, mientras que en EEUU se aconsejan para toda la población.

Pero ¿cuál es la vía correcta? ¿Deberemos revacunarnos cada cierto tiempo de aquí en adelante, una y otra vez, con actualizaciones de las mismas vacunas adaptadas a las variantes que vayan surgiendo, o con nuevas vacunas esencialmente similares?

No parece que este sea el camino. Las vacunas que tenemos han cumplido su propósito, salvando millones de vidas. Pero su potencial ya está prácticamente agotado, y el beneficio general de estas revacunaciones es dudoso. Aquí, la explicación.

Vacunación de COVID-19. Imagen de Comunidad de Madrid.

A lo largo de la pandemia hay dos enfoques que han ido guiando las decisiones de los gobiernos sobre las campañas de vacunación: uno, epidemiológico, los resultados de los ensayos clínicos de eficacia de protección (lo que incluye el balance del beneficio frente a los efectos secundarios adversos); dos, inmunológico, el efecto de las vacunas sobre la respuesta inmune.

En lo que se refiere a este segundo, prácticamente toda la atención se ha centrado en los efectos de las vacunas sobre los niveles de anticuerpos neutralizantes, esas moléculas fabricadas por las células (linfocitos) B activadas que circulan por el organismo y se unen al virus, bloqueándolo. Los estudios en los que se han basado las decisiones de revacunación describían cómo el nivel de anticuerpos neutralizantes descendía al cabo del tiempo tras la vacunación, y cómo el refuerzo de la vacuna le daba un nuevo empujón.

El descenso de los niveles de anticuerpos unos meses después de la vacunación es algo con lo que ya se contaba, porque así es como funciona el sistema inmune. Los anticuerpos son proteínas, que como todas las demás tienen una vida media limitada en el organismo y se acaban degradando, reciclándose para formar nuevas proteínas. La producción de nuevos anticuerpos depende de lo que dure la estimulación del sistema inmune. Pero la proteína S (Spike) del virus que nuestras células producen utilizando el ARN de la vacuna solo dura unos días, por lo que una vez que se acaba este estímulo, la producción de anticuerpos comienza a descender, y los que ya existen van desapareciendo con el paso del tiempo.

Esto no quiere decir ni mucho menos que volvamos a la casilla de salida. Lo esencial de las vacunas es que, como consecuencia de esta simulación de un ataque infeccioso, se induce la maduración de una población de células B de memoria que quedan durmientes, preparadas para activarse y lanzar una nueva remesa masiva de anticuerpos ante una reestimulación, por ejemplo cuando nos contagiamos. No todos los estudios analizan la población de células B de memoria que queda después de la respuesta inicial. Pero los que sí lo han hecho han encontrado que existe y es potente. Estas células B de memoria son las responsables del nuevo aumento de anticuerpos que experimentan las personas vacunadas cuando después se contagian.

Y esto es solo la mitad del sistema inmune específico. La otra mitad son las células T, que no producen anticuerpos pero también reconocen el virus, y que desempeñan distintas funciones, como estimular la producción de anticuerpos por las células B y matar las células que ya se han infectado.

Medir los niveles de células específicas contra el virus, B o T, es más complicado y requiere equipos más costosos que comprobar los niveles de anticuerpos, por lo que esto no suele hacerse en los seguimientos clínicos rutinarios. Pero sí se ha hecho en varios estudios, según los cuales las vacunas están induciendo una respuesta de células T potente y duradera, y probablemente este componente esté asumiendo una gran carga de la protección a largo plazo.

A todo esto hay que añadir la aparición de Ómicron. Esta variante redujo el poder neutralizante de los anticuerpos inducidos por la vacuna, ya que las mutaciones en su proteína S le permitían evitarlos, pasar desapercibido ante los ojos de esta vigilancia que circula por nuestras venas. Así, las personas con pauta completa (doble dosis) neutralizaban peor esta variante. En cambio varios estudios mostraron que el refuerzo de la vacuna, la tercera dosis, no solo elevaba de nuevo el nivel general de anticuerpos contra el virus de modo similar a como antes lo había hecho la doble vacunación, sino que además multiplicaba por más de 20 veces el nivel de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Dado que esta tercera dosis era idéntica a las anteriores —es decir, estaba diseñada contra el virus original, no contra la propia Ómicron—, no era algo previsible que esto fuera a ocurrir; como ya conté aquí, los inmunólogos han propuesto un mecanismo para explicarlo.

Pero los estudios han revelado también que, con independencia del refuerzo, la efectividad de la vacuna contra los síntomas apenas descendía. Es decir, la pauta completa continuaba protegiendo también contra la enfermedad causada por Ómicron, aunque el nivel de anticuerpos capaces de neutralizar esta variante fuera bajo. Esta protección se ha atribuido a las células T, al comprobarse que la respuesta de este componente inmunitario permanece alta también contra Ómicron después de la doble dosis de vacuna, sin necesidad del refuerzo.

Todo lo cual nos lleva a la pregunta: ¿realmente necesitábamos refuerzo? Las recomendaciones de vacunación han estado sobre todo guiadas por el estudio de los niveles de anticuerpos, especialmente cuando la respuesta de las células T contra la infección ya se conocía bastante, pero aún no tanto la provocada por las vacunas. Entonces tenía sentido restaurar los niveles de anticuerpos neutralizantes con este refuerzo, aún más cuando se descubrió la potente respuesta anti-Ómicron que inducía. En su momento, el primer refuerzo parecía una buena idea.

La cuarta dosis es otra historia. En este caso se está aplicando una vacuna bivalente, contra el virus original y las subvariantes BA.4 y BA.5 de Ómicron. Los estudios han revelado que este segundo refuerzo eleva de nuevo la presencia de anticuerpos a un nivel similar al de después de recibir la tercera dosis. Pero no por encima de este nivel, al contrario de lo que hacían las dosis anteriores. Es decir, que el refuerzo es comparativamente menos potente.

En el caso de las personas mayores, inmunodeprimidas y enfermos crónicos, tiene sentido recomendar la cuarta dosis. Estos grupos siguen corriendo un riesgo mayor; son habitantes de ese porcentaje de resto a quienes la vacuna protege menos, en un momento en el que todos hemos vuelto a una ansiada normalidad. No solamente ya no existen restricciones de ninguna clase (salvo por el absurdo guiñol de las mascarillas en el transporte público, un escenario que nunca ha sido de alto riesgo), lo cual es de agradecer, sino que además, y esto ya no es en absoluto de agradecer, también se han relajado precauciones voluntarias que deberían mantenerse. Buena parte de la población parece haber decidido olvidar que el virus existe; como conté recientemente, un estudio descubría que casi la mitad de los encuestados prefiere ignorar sus síntomas y no testarse, o testarse y mentir a su entorno, prefiriendo no ver alterada su libertad a tomar precauciones para evitar poner en riesgo a otros.

Pero para el resto de la población, la cuarta dosis no tiene mucho sentido. Incluso siendo una vacuna específica contra Ómicron, la respuesta que induce contra esta variante no es mejor que la de la tercera dosis.

Un nuevo estudio publicado ahora en Science Immunology debería ser la tumba de los refuerzos con las vacunas actuales para la población general. Los investigadores, de la Universidad de Tubinga (Alemania), han detallado la respuesta de las células T contra la proteína S completa y contra Ómicron, después de los distintos regímenes de vacunas que se han aplicado en Europa: pauta completa (doble dosis) de vacuna de ARN (Pfizer o Moderna), lo mismo con refuerzo (tercera dosis), una dosis de Oxford-AstraZeneca seguida de una o dos de Pfizer o Moderna, dos dosis de Oxford-AstraZeneca, o una de Johnson & Johnson.

Los resultados muestran que todos los regímenes de vacunas inducen una respuesta duradera de células T de memoria contra el virus, incluyendo Ómicron, similar a la que produce la infección con el propio SARS-CoV-2, aunque la respuesta inicial es mejor en los que han recibido vacunas de ARN en toda o parte de su pauta. Pero mientras, como ya se sabía, el refuerzo aumenta los niveles de anticuerpos —que descienden a los 6 meses, también como ya se sabía—, en cambio «las respuestas de células T permanecieron estables a lo largo del tiempo después de la vacunación completa, sin un efecto significativo del refuerzo en las respuestas de células T ni en el reconocimiento de las mutaciones de Ómicron BA.1 y BA.2», escriben los autores.

Es decir, que la respuesta de células T, el principal componente del sistema inmune que nos está protegiendo de los síntomas graves de la cóvid, es magnífica con la pauta completa de las vacunas, también contra Ómicron; es perdurable y los refuerzos no la mejoran.

Los autores no niegan la posible utilidad de los refuerzos, de los que mencionan que tienen «efectos beneficiosos en términos de protección contra la infección del SARS-CoV-2 y contra los cuadros graves de COVID-19». Recordemos que, inesperadamente, las vacunas están reduciendo la transmisión, y es posible que este efecto recaiga más en la respuesta de anticuerpos que en la de células T.

Pero este estudio, que extiende y confirma lo hallado por otros anteriores, debería servir para entender que los refuerzos aportan muy poco beneficio a la población general. Y que por lo tanto sus costes no compensan. Costes económicos, de las dosis que en su lugar deberían destinarse a las personas que quieren vacunarse y aún no han podido hacerlo (en otros países, claro). Costes de efectos adversos de las vacunas, un riesgo muy pequeño pero que no merece la pena correr si el beneficio obtenido es mínimo. Costes de cansancio de la población, confundida por mensajes basados en evidencias endebles. Y también costes de cansancio del sistema inmune; como ya conté aquí, una exposición repetida puede causar tolerancia a la vacuna, falta de respuesta. Hasta ahora esto no está ocurriendo en los refuerzos contra la cóvid, y es difícil que suceda por el poco tiempo que dura la proteína S que nuestras células fabrican con el ARN de la vacuna. Sin embargo, no es descartable que llegue a ocurrir.

Claro que el hecho de que —todo lo anterior, se entiende, con la ciencia disponible hoy, a falta de saber si todo esto cambiará con lo que nos depare el futuro— los vacunados ya no necesitemos estas vacunas no significa que no necesitemos más vacunas; necesitamos otras vacunas. Mañana seguiremos.

La cóvid larga puede dañar el cerebro, y también afecta a los niños

Cuando llegaron las primeras vacunas contra la COVID-19, el objetivo estaba claro: vacunar a la mayor parte de la población adulta, tanta como fuese posible. Pero en fases posteriores las respuestas no eran tan sencillas: ¿conviene vacunar a los niños? ¿Será necesario aplicar dosis de refuerzo? ¿Cuándo, cuántas, a quiénes? ¿Qué hay de las personas recuperadas? ¿Y a quienes han pasado la infección más de una vez? ¿Compensa el beneficio?

La inmensa cantidad de datos aportados por las numerosas investigaciones en todo el mundo ha despejado algunas de las principales incógnitas, pero no siempre los mensajes han calado adecuadamente. Por ejemplo, la vacunación de los niños ha sido minoritaria en comparación con los adultos. En EEUU, un estudio publicado hace unos días ha indagado en las causas de la baja tasa de vacunación entre los niños, y por qué incluso muchos adultos que se han vacunado han decidido no vacunar a sus hijos.

Los autores concluyen que los efectos de la desinformación sobre las vacunas han sido potentes: muchos padres se han quedado con el mensaje de que la enfermedad es leve en los niños, y que en cambio la vacuna podía suponer un riesgo mayor. Los mensajes cruzados entre las fuentes científicas fiables y los propagadores de bulos en internet han formado un batiburrillo en la mente de muchos padres en el que no se distingue entre información y desinformación.

Separando lo correcto de lo falso, es cierto que generalmente la cóvid aguda es más leve en los niños, aunque no debe caerse en el error —como sucedió en los primeros tiempos de la pandemia— de pensar que ellos no se infectan: el estudio de la seroprevalencia en EEUU (presencia de anticuerpos, revelando una infección pasada) ha estimado que el 86% de los niños han pasado la cóvid; probablemente la gran mayoría de ellos sin siquiera enterarse. Pero aunque sufren menos la enfermedad, también hay casos de hospitalizaciones, y los datos han mostrado que los ingresos hospitalarios por cóvid de los niños no vacunados más que duplican los de los vacunados.

Los estudios han mostrado que las vacunas estimulan en los niños una respuesta inmune al nivel de la de los adultos, pero las cifras de eficacia (protección en los ensayos clínicos) y efectividad (protección en el mundo real) son menores: la eficacia contra la variante Delta fue de casi un 91% frente a la cóvid sintomática en niños de 5 a 11 años, mientras que la efectividad contra Ómicron, con mayor capacidad de evasión inmunitaria, ha sido del 51% frente a la infección y del 48% frente a la infección sintomática en niños de la misma franja de edad, con mayor efectividad en los más pequeños que en los mayores, al tratarse de una formulación pediátrica. En los niños de  6 meses a 5 años, la eficacia contra la infección sintomática de Ómicron es del 31-51% de 6 a 23 meses y del 37-46% de 2 a 5 años.

Tomografía computarizada de un cerebro humano. Imagen de Department of Radiology, Uppsala University Hospital / Mikael Häggström / Wikipedia.

La conclusión de estos datos es que las vacunas también protegen a los niños, aunque sea a un nivel menor que a los adultos; recordemos que la efectividad de las vacunas contra la gripe suele moverse entre el 40 y el 60%, y a pesar de ello se consideran instrumentos poderosos para contener el brote anual invernal y proteger a las personas más vulnerables.

Un argumento contundente para recomendar la vacunación de los niños figura en los datos citados: como ya he contado aquí, aunque las vacunas no se diseñaron ni se testaron inicialmente para reducir la transmisión, los estudios han descubierto consistentemente que sí lo hacen. Lo cual no es fácil de explicar, dado que las vacunas no reducen la carga viral de la que depende la posibilidad de contagiar a otros. Se ha propuesto que este no es un efecto individual sino poblacional, debido a una reducción de las tasas de infección entre la población vacunada, pero no parece un argumento lo suficientemente completo. Sea como fuere, el hecho es que según las cifras anteriores las vacunas reducen la tasa de infección un 51% en los niños, por lo que su vacunación contribuye a disminuir la transmisión en su entorno, en el que puede haber personas más vulnerables.

Pero frente a todo esto, ¿qué hay de los riesgos? Y es aquí donde el mensaje que ha calado entre muchos padres se ha dejado influir por la desinformación. Es cierto que las vacunas, como todo medicamento, pueden provocar de por sí efectos secundarios que obviamente no existen en las personas no vacunadas. Pero repetidamente los estudios han mostrado que la infección supone un riesgo mucho mayor que la vacunación. Hace un par de meses, una revisión sistemática y metaanálisis (un estudio que reúne estudios previos) concluía que el riesgo de miocarditis —inflamación del músculo cardíaco, más frecuente en personas jóvenes y que en la gran mayoría de los casos es leve— es siete veces mayor debido a la infección por COVID-19 que a las vacunas. Las vacunas duplican el riesgo de miocarditis respecto a no vacunarse, pero la infección lo multiplica por 15 respecto a la no infección, con independencia del estatus de vacunación. Por lo tanto, en el balance, es evidente que no vacunarse supone un riesgo mucho mayor que vacunarse.

Es difícil que este mensaje llegue a calar entre los antivacunas convencidos, pero más preocupante es que entre quienes simplemente dudan hay otros datos que no parecen conocerse. Por encima de todo esto, hay un motivo mucho más poderoso para recomendar la vacunación de los niños, y es la cóvid larga o persistente. Desde bien entrada la pandemia los expertos están advirtiendo de que esta va a ser la mayor preocupación a largo plazo, porque aún es mucho lo que se desconoce sobre esta enfermedad.

Especialmente alarmantes son los últimos estudios sobre los efectos de la cóvid en el cerebro. Desde que se empezó a reconocer la existencia de la cóvid larga se sabe que incluye síntomas neurológicos como falta de memoria y atención, y lo que los enfermos a veces describen como una «niebla cerebral», una especie de lentitud y sensación de letargo. Las investigaciones comenzaron a detectar secuelas como signos de inflamación en el cerebro de las personas que habían sufrido cóvid grave, y un mayor riesgo de desarrollar demencia. Pero en marzo de este año un estudio en Reino Unido con casi 800 personas encontró una ligera reducción de la sustancia gris del cerebro y un cierto declive cognitivo también en pacientes que habían pasado una infección leve, en comparación con quienes no se habían contagiado.

Dado que la pérdida temporal del olfato ha sido uno de los síntomas típicos de la cóvid desde el principio, y que la región cerebral donde se encontró esta reducción de la sustancia gris está conectada con el bulbo olfatorio —la parte del cerebro que procesa el olfato—, los investigadores proponían que quizá la vía neuronal olfativa era la puerta de entrada del virus en el cerebro, o tal vez era solo un efecto secundario debido a la inflamación. Pero preocupaba el hecho de que la región donde se encontraron estas alteraciones está implicada también en la degeneración que produce el alzhéimer.

Estudios patológicos y experimentos in vitro han revelado que el virus es capaz de infectar las células de la glía, que rellenan el tejido cerebral y ejercen funciones auxiliares esenciales, incluyendo la inmunidad y el soporte a la transmisión del impulso neuronal. Los autores de este estudio apuntaban que esta infección podría estar relacionada con los efectos neuropsiquiátricos a largo plazo de la infección leve, incluyendo la atrofia de la corteza cerebral, problemas cognitivos, fatiga y ansiedad, a través de un mecanismo por el que las células gliales afectadas causan disfunción o muerte de las neuronas.

Ahora, un nuevo estudio trae novedades no precisamente alentadoras. Investigadores de la Universidad de Queensland, en Australia, han descubierto que el virus activa en el cerebro una respuesta inflamatoria similar a la que se observa en el párkinson o el alzhéimer. En concreto, el virus infecta células inmunitarias de la glía llamadas microglía, en las cuales se forman grupos de proteínas llamadas inflamasomas que disparan la inflamación asociada a la muerte neuronal en estas enfermedades degenerativas.

Obviamente, esto no significa que las personas que han pasado la infección estén condenadas a padecer algún día una enfermedad neurodegenerativa. Por desgracia, aún no se conocen las causas primarias que dan origen a estas enfermedades. Pero según el director del estudio, Trent Woodruff, «si alguien ya tiene predisposición al párkinson, tener COVID-19 podría ser como echar más combustible a ese fuego en el cerebro. Lo mismo se aplicaría a la predisposición al alzhéimer y otras demencias que se han vinculado a los inflamasomas».

Es importante recordar que, igual que ocurre con la cóvid aguda, probablemente los niños también tienen menos riesgo de padecer cóvid larga que los adultos. Pero pueden sufrirla: un estudio español publicado en agosto de este año encontraba que, de una muestra de 451 niños con cóvid sintomática atendidos en tres hospitales de Madrid, uno de cada siete tenía síntomas de cóvid larga tres meses después de padecer la infección. Los autores calificaban esta proporción como «preocupante».

La cóvid larga en niños se conoce quizá peor que la que afecta a los adultos, y podría tener sus propias peculiaridades. De hecho, ni siquiera las cifras coinciden en los diferentes estudios; uno también reciente en EEUU da una estimación menor, pero en cambio una revisión de estudios y metaanálisis publicada en junio de este año aumenta el porcentaje a un más alarmante 25%. Tanto esta revisión como el estudio español han detectado también en los niños síntomas neuropsicológicos similares a los descritos en los adultos. Aún no se sabe si la cóvid larga en los niños puede llevar asociada la inflamación cerebral observada en los adultos, pero con los datos disponibles no hay motivo para descartar que pueda ser así.

No está de más recordar otro dato destacado del estudio español: el 82% de los niños atendidos por cóvid en los hospitales sufrieron síntomas leves y solo necesitaron atención ambulatoria. Pero el 5% tuvo que ingresar en UCI pediátrica.

En resumen, y aunque los niños generalmente están a salvo de los peores efectos de la cóvid, no siempre es así. Y también corren el riesgo de padecer cóvid larga, un riesgo que disminuye con la vacunación. Incluso si Ómicron y sus subvariantes son realmente más leves que variantes anteriores —como ya he contado aquí, algo sobre lo que no hay consenso, ya que es difícil valorarlo en una población mayoritariamente inmunizada—, hay informes anecdóticos de que en cambio la cóvid larga podría ser peor con alguna de estas subvariantes, aunque esto no debe tomarse como dato contrastado.

Si se trata de proteger a los niños, el modo de hacerlo es protegerlos con las vacunas, no de las vacunas. Por desgracia, muchos padres y madres parecen haberse equivocado de enemigo, pero aún estamos a tiempo de que el esfuerzo por separar información de desinformación acabe haciendo calar los mensajes correctos.

Y volviendo al comienzo, otra de las incógnitas que se han ido presentando y que aún deben responderse es la cuestión de las dosis de refuerzo. ¿Realmente es aconsejable y necesario revacunarnos una y otra vez, indefinidamente? Mañana lo veremos.

Médicos antivacunas, más influidos por la ideología que por la ciencia

En 2004 el médico Richard Smith, entonces director del BMJ (antiguo British Medical Journal, una de las revistas médicas más importantes del mundo), publicó un artículo titulado «Los doctores no son científicos». Entre otras cosas, decía:

Algunos doctores son científicos —del mismo modo que algunos políticos son científicos—, pero la mayoría no lo son. Como estudiantes de medicina se les llenó de información sobre bioquímica, anatomía, fisiología y otras ciencias, pero la información no hace a un científico —de otro modo, podrías convertirte en científico viendo el Discovery Channel. Un científico es alguien que constantemente cuestiona, genera hipótesis falsables y recoge datos mediante experimentos bien diseñados —el tipo de gente que se cepilla los dientes solo en un lado de la boca para ver si cepillarse los dientes tiene algún beneficio. La mayoría de los doctores siguen patrones y reglas familiares, a menudo improvisando en torno a esas reglas. En sus métodos de trabajo se parecen más a los músicos de jazz que a los científicos.

Cuestionar si los doctores son científicos puede parecer ofensivo, pero la mayoría de los doctores saben que no son científicos. Una vez pregunté a una audiencia de quizá 150 docentes de medicina cuántos se veían como científicos. Unos cinco levantaron la mano.

La consecuencia inevitable es que la mayoría de los lectores de las revistas médicas no leen los artículos originales. Pueden mirar el abstract [resumen inicial], pero es raro el que lee un artículo de principio a fin, evaluándolo críticamente mientras lo hace. De hecho, la mayoría de los doctores son incapaces de evaluar críticamente un artículo. Nunca se les ha formado para hacer esto. En su lugar, deben aceptar el juicio del equipo editorial y de los revisores por pares, hasta que uno de esos raros escribe y apunta que un artículo es científicamente ridículo.

El artículo de Smith recibió respuestas, unas a favor de su visión, otras en contra. El alergólogo David Freed escribía: «Hay que tener agallas para que un editor médico desengañe a sus lectores de su más preciada suposición de que los doctores son científicos, pero es cierto que no lo son». Freed explicaba que los médicos tienen que ser convincentes en su apariencia de que siempre lo saben todo: «Resulta tan fácil para nosotros los doctores comenzar a creer que lo sabemos todo, y eso nos hace irracionalmente hostiles a nuevas ideas». En cambio, el científico vive en la incertidumbre. ¿A cuántos médicos oímos decir «no sé»? Sin embargo, esta es, o debería ser, la expresión de cabecera de todo científico.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Probablemente a muchos les sorprenderá todo esto, y habrá quienes no estén de acuerdo. En cambio para otros será algo ya sabido, especialmente en los laboratorios. Durante mi etapa de investigación predoctoral estuve un tiempo trabajando en la sección de Inmunología del Hospital de la Princesa, en Madrid. Incluso en un departamento de investigación de un hospital, los médicos eran minoría; la mayoría éramos biólogos, incluyendo al jefe de la sección, Paco Sánchez-Madrid, que luego fue miembro de mi tribunal de tesis. Al menos por entonces, en la carrera de medicina no se enseñaba ciencia, método científico, enfoque científico. No se enseñaba a investigar, ni se orientaba la carrera hacia esta posibilidad. Ojalá ahora sí, no lo sé. Lo cierto es que, incluso si más médicos quisieran dedicarse a hacer ciencia, tampoco las obligaciones de su trabajo lo facilitan, y ese es un potencial que todos estamos perdiendo. Porque, como escribían en 2019 en el New York Times tres médicos de la Fundación de Apoyo a los Médicos-Científicos de EEUU, «necesitamos más médicos que sean científicos».

Un amigo farmacéutico decía que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los abogados aprenden una tríada delito-ley-pena, los médicos aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento (este es el enfoque de exámenes como los de residencia). El autor de un estudio sobre la anti-ciencia que comenté aquí hace unos años explicaba que estas corrientes se basan precisamente en «pensar como abogados»: elegir solo aquellos argumentos seleccionados que apoyan su postura, como los estudios de casos frente a la más amplia evidencia de los ensayos clínicos aleatorizados.  Por ello y según Freed, «las disputas médicas se vuelven enconadas porque siempre en el fondo está el pensamiento de que el otro tipo está dañando a los pacientes». En cambio, un científico debe reunir toda la información relevante y sopesarla para llegar a una conclusión. Debe desafiar su propia creencia y aceptar lo que digan los datos, ya sea que avalen lo que él pensaba o lo contrario.

Si los médicos deberían o no ser científicos, es otro debate en el que cabría argumentar. Muchos profesionales dedican su trabajo a manejar desarrollos de la ciencia que no tienen por qué conocer en más detalle del que exige su tarea. Un excelente piloto de aviación no tiene por qué ser físico atmosférico ni ingeniero aeronáutico. Pero a ninguno se le ocurriría actuar en contra de las reglas que han establecido quienes sí son físicos atmosféricos o ingenieros aeronáuticos, y sí conocen profundamente toda la ciencia por la que se guían las reglas para elevar un avión y mantenerlo en el aire.

Del mismo modo, no existe ningún científico, médico o no, relevante en el campo, reputado y con credibilidad, que sostenga posturas negacionistas de las vacunas de COVID-19, porque los científicos han podido entender y analizar los datos de cientos de estudios publicados para llegar por sí mismos a la conclusión de que las vacunas son seguras y eficaces. Pero sí hay médicos antivacunas, como los hay que avalan pseudoterapias.

Los médicos antivacunas, siendo minoría, son una cuantiosa minoría: según un estudio en EEUU publicado ahora, dirigido por la Universidad de Texas A&M, un 10% de los médicos de atención primaria encuestados en aquel país no cree que las vacunas sean seguras, casi el mismo porcentaje no cree que sean efectivas, y algo más de un 8% no cree que sean importantes.

Además de revelar la extensión de esta corriente anticientífica, el estudio ha indagado en la tipología del perfil de estos médicos antivacunas, y ha encontrado que «algunos de los factores que influyen en la confianza en las vacunas en el público en general afectan de manera similar a la confianza en las vacunas entre los médicos», escriben los autores. Uno de estos factores principales, señalan, es la ideología política conservadora. Es bien sabido que en EEUU el movimiento antivacunas está alineado con la sintonía política del expresidente Donald Trump.

En aquel país ciertos médicos conocidos por sus apariciones en los medios han extendido desinformación y bulos sobre las vacunas. Algunas de las posturas antivacunas más beligerantes proceden incluso de organizaciones médicas, como la American Association of Physicians and Surgeons (AAPS), una asociación de ideología conservadora —del tipo de entidades gremiales y políticas que, también aquí, a menudo los medios no especializados etiquetan erróneamente como «sociedades científicas»— conocida por su desinformación médica, como el negacionismo del VIH-sida o la difusión de bulos como la relación entre el aborto y el cáncer de mama o entre el autismo y las vacunas. En cuanto a España, también aquí los datos indican que entre las corrientes antivacunas predominan las ideologías de derechas.

«Una proporción preocupante de médicos de atención primaria carece de altos niveles de confianza en las vacunas», concluye el estudio. Los autores comentan que tanto los medios de comunicación como los políticos están confiando en los médicos como la fuente primordial para impulsar la vacunación; y que, sin embargo, «estas observaciones sugieren que no siempre será posible confiar en los médicos para alentar a la vacunación de COVID-19, mucho menos para otras enfermedades evitables mediante vacunas», añadiendo que esto es especialmente acusado en las zonas rurales de lo que llamamos la América profunda, donde más coinciden la renuencia a las vacunas y la ideología conservadora.

En resumen, el estudio constata que la postura de los médicos antivacunas (al menos en EEUU) no nace de criterios científicos, sino ideológicos, y que se defiende no solo a pesar, sino en contra de la ciencia. Si ya se sabía que este es el retrato de los movimientos antivacunas en general, es mucho más grave en el caso de los médicos, ya que se les toma erróneamente como referentes de la ciencia por el mero hecho de ser médicos.

¿Cuántos médicos antivacunas existen en España? Que yo sepa, no tenemos datos. Pero sabemos que existen, los hemos oído. Incluso los hemos visto repartiendo panfletos a la entrada de los colegios, instando a los padres a no vacunar a sus hijos. Su voz es poderosa, porque no importa que sea minoritaria; la presunción de que todo médico es un científico, junto con esa falsa seguridad que transmiten, tienen una inmensa influencia sobre los pacientes. No sabemos cuánta enfermedad y muerte podrían haberse evitado si los pilotos de la salud se hubieran limitado a seguir lo que dice la ciencia que aplican. Porque, a diferencia de los aviones, en este caso es mucho más difícil evaluar las consecuencias trágicas de una decisión errónea; con la COVID-19, acaba muriendo gente que ni siquiera iba en ese avión.

Estas son las peculiaridades de los antivacunas españoles

Ayer me ocupé aquí del que posiblemente sea uno de los mejores estudios publicados hasta ahora sobre el perfil de las personas antivacunas. Mientras que habitualmente este tipo de investigaciones suelen reunir una muestra de población aleatoria (y por lo tanto desconocida), someterla a una pequeña encuesta y acompañarla con la recogida de algunos datos sociodemográficos, el estudio de Dunedin se ha basado en un grupo de 1.000 personas cuyos perfiles se han seguido y trazado minuciosamente durante 50 años, de modo que los investigadores solo tenían que preguntar por sus actitudes frente a las vacunas para determinar a qué rasgos y perfiles ya previamente establecidos se asocian las posturas antivacunas.

Los resultados, como ya avisé y se ha demostrado después, pueden resultar incómodos, difíciles de digerir y hasta inaceptables, incluso para personas que no defienden tales posturas. Pero la ciencia dice lo que hay, no lo que queremos que nos diga. El estudio pone sobre la mesa una realidad que no puede seguir ocultándose bajo la alfombra: es una llamada de atención para quienes —que aún los hay, incluso en programas de TV de gran audiencia— pretenden asignar a la antivacunación el valor de una opinión digna de debate al mismo nivel y con igual validez que la provacunación, como si se tratara de votar a la derecha o a la izquierda o de preferir vino blanco o tinto.

Pese a ello, todo estudio tiene sus limitaciones. Es más, lo normal en todos ellos, y también en el de Dunedin, es que en la discusión del estudio (el último epígrafe) los propios autores citen cuáles son las principales limitaciones del mismo. Y, en este caso, la cuarta y última limitación mencionada por los autores es que «las políticas de salud requieren una base de evidencias de más de un estudio en un país».

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

El estudio de Dunedin se ha hecho solo en una ciudad concreta de Nueva Zelanda, y es evidente que existen factores culturales, políticos y sociales muy variables entre unas y otras regiones del mundo y que también influyen poderosamente en las posturas de la población frente a las vacunas. Como lo demuestra, por ejemplo, que en distintos países haya tasas de vacunación a veces astronómicamente diferentes.

Otro nuevo estudio, dirigido por la Universidad Técnica de Múnich y publicado ahora en Science Advances, aporta pistas valiosas sobre ese aspecto que se escapa a la investigación de Dunedin. En este caso se trata de un estudio de planteamiento más convencional, una encuesta a una muestra de población aleatoria llevada a cabo entre abril y julio de 2021 a un total de 10.122 personas contrarias a las vacunas en ocho países europeos, entre ellos España.

Aunque este estudio no puede detallar una resolución de rasgos y perfiles como el de Dunedin, tiene la ventaja fundamental de que permite comparar datos entre distintos países para encontrar diferencias. Otra fortaleza del estudio es la metodología de análisis: los investigadores, de varias instituciones europeas, han aplicado por primera vez un algoritmo de aprendizaje automático (machine learning, una forma de Inteligencia Artificial) para extraer conclusiones válidas para cada país a través de la heterogeneidad de la población y relacionarlas con barreras a la vacunación previamente descritas en otros estudios.

La primera conclusión interesante no es novedosa, pero sigue siendo muy destacable, y digna de aplauso: de los ocho países incluidos —Alemania, Bulgaria, Francia, Italia, Polonia, Suecia, Reino Unido y España—, el nuestro es el menos antivacunas de todos, y en algunos casos la diferencia con otros es abismal: en Bulgaria los antivacunas alcanzan el 62% de la población, mientras que en España son solo el 6,4%, la cifra más baja de los ocho países. Curiosamente, en casi todos los países hay más mujeres antivacunas que hombres, y solo en España, Suecia y Polonia no ocurre esto.

El estudio intenta desentrañar cuáles son los factores que en unos y otros países se asocian más al rechazo a las vacunas. Y hay datos interesantes respecto a España: es el país donde el miedo a los efectos secundarios de la vacuna pesa menos, solo al 22% de los encuestados, mientras que en Alemania es un 46%. Y a cambio, España es también el país donde pesa más la falta de confianza en las élites públicas, autoridades y compañías farmacéuticas: un 12%, frente a por ejemplo un 3% en Polonia. Es decir, en España pesan relativamente más que en otros países los factores ideológicos frente a los médicos.

Los autores han relacionado estas observaciones con datos poblacionales recogidos en estudios anteriores sobre el nivel de confianza de los ciudadanos en sus gobiernos y sobre el nivel de cultura sobre salud en la población. En estos dos parámetros, España está en el grupo de cola: es de los países donde en la población general, no solo entre los antivacunas, hay menos confianza en el gobierno (junto con Bulgaria y Francia), y también donde el nivel de conocimientos sobre salud es más bajo (junto con Bulgaria, Francia e Italia), todo ello según datos del Eurobarómetro y de otros estudios previos. «Las tasas de vacunación generalmente tienden a ser menores entre las subpoblaciones con nivel educativo más bajo», escriben los autores.

Así, se diría que en España el rechazo a las vacunas está especialmente asociado a política y desconocimiento: desconfianza en el gobierno y baja cultura sobre salud. Y en esta situación, los autores han encontrado otro resultado llamativo. Querían analizar hasta qué punto los mensajes informativos podían hacer cambiar de opinión a los antivacunas, ya sean mensajes sobre los beneficios médicos de la vacunación, sobre la vuelta a la normalidad o sobre las ventajas que aporta estar vacunado en aquellos países donde se han implantado certificados (los autores lo intentaron también con un mensaje de altruismo hacia la comunidad, pero lo retiraron al ver que no tenía el menor efecto).

A este respecto, en Alemania, donde la postura antivacunas nace más del miedo a los efectos secundarios, los mensajes informativos consiguen disminuir el rechazo. En otros países no se observa un efecto notable. Pero en España e Italia ocurre lo contrario: los mensajes informativos solo consiguen aumentar aún más la resistencia a las vacunas. Según los autores, «la efectividad de los tres mensajes se ve bloqueada por los bajos niveles de conocimiento sobre salud en la población». «Los efectos de este tratamiento son pequeños o incluso negativos en escenarios marcados por una alta creencia en teorías conspirativas y baja cultura sobre salud» (en cuanto a creencia en conspiranoias, España está en el grupo medio).

Otro aspecto interesante que los investigadores han estudiado es la diferencia de posturas frente a las distintas vacunas de COVID-19 en cada país. En general, la vacuna mejor aceptada es la de Pfizer/BioNTech, seguida de la de Moderna/NIAID, después la de Janssen (Johnson & Johnson), y por último la de Oxford/AstraZeneca, la menos querida de todas. Esta es la tendencia general que se cumple también en España, pero en otros países se nota la influencia del nacionalismo vacunal: la vacuna de Pfizer, de origen alemán, es más aceptada en Alemania que en otros países, mientras que en Reino Unido la de AstraZeneca, de origen británico, está mucho mejor valorada que en ningún otro país.

Como conclusión general del estudio, escriben los autores, «la heterogeneidad de la renuencia a las vacunas y las respuestas a diferentes mensajes sugieren que las autoridades sanitarias deberían evitar las campañas de vacunación de talla única para todos», aplicando en su lugar «una lente de medicina personalizada» para que las campañas y las estrategias de vacunación se ajusten a las peculiaridades de cada país, considerando «sus preocupaciones específicas y barreras psicológicas, así como el estatus de educación y empleo».

En este sentido, el estudio se alinea con otros como el de Dunedin que insisten en que no se trata simplemente de informar o divulgar, que las raíces de la postura antivacunas son más profundas. Como advertía el estudio de Dunedin, las barreras de educación deben solventarse mediante educación, en los niños con vistas al futuro. Pero respecto a los motivos políticos, hay un lógico y notable vacío de soluciones.

Traumas y trastornos están asociados a la postura antivacunas, según un estudio

¿Cómo puede haber quienes, ante una pandemia que mata a millones y cuando se obtienen vacunas demostradamente seguras y eficaces, se nieguen a recibirlas? O, por ejemplo, ¿cómo puede haber quienes nieguen las seis misiones tripuladas a la Luna, cuando pocos hechos históricos han sido tan extensamente documentados y más de medio millón de personas que participaron en ello pueden dar fe de que ocurrió? ¿Cómo puede haber quienes nieguen la nieve de Filomena, el volcán de La Palma o la calima sahariana? ¿¿Cómo puede haber quienes crean que la Tierra es plana??

La mentalidad conspiranoica o negacionista es difícil de comprender. Escapa a la razón y al sentido común. Por ello desde mucho antes de la pandemia, y sobre todo desde que internet y las redes sociales se convirtieron en altavoces y puertos de enganche para estas corrientes, psicólogos y otros científicos sociales y naturales se han afanado en intentar entender cómo funciona la mente de estas personas, y si pueden encontrarse patrones identificables, explicaciones, motivaciones. A través de estudios psicológicos, cuestionarios o incluso técnicas de neuroimagen se han aportado infinidad de pistas, pero las conclusiones no siempre parecen coincidentes.

Ahora, un nuevo estudio de investigadores de EEUU, Nueva Zelanda y Reino Unido, dirigido por las universidades de Duke (EEUU) y Otago (NZ), revela datos interesantes sobre el perfil de las personas antivacunas. Estas conclusiones molestarán a quienes sostienen dichas posturas, pero denotan una realidad que a veces se trata de camuflar porque es políticamente incorrecto decir que no todas las ideas son igualmente válidas, respetables, aceptables ni sensatas.

Pintada antivacunas en Dorset, Reino Unido. Imagen de Ethan Doyle White / Wikipedia.

La fuente que han utilizado los investigadores es especialmente valiosa porque existen pocas comparables en el mundo: el llamado estudio de Dunedin (la capital de Otago en Nueva Zelanda, llamada la Edimburgo del sur) cumple ahora 50 años. A lo largo de este medio siglo ha seguido a sus 1.037 participantes nacidos en 1972-73, recogiendo toneladas de información sobre múltiples aspectos de su vida, incluyendo su trayectoria vital, sus experiencias personales, sus enfermedades, estudios, capacidades y motivaciones, valores, estilos de vida… En estos 50 años el estudio ha producido más de 1.300 publicaciones e informes sobre la salud y el desarrollo de las personas, que han servido en la planificación de políticas sanitarias y sociales en Nueva Zelanda y otros países.

Para la nueva investigación, publicada en PNAS Nexus, los científicos del estudio de Dunedin encuestaron a los participantes sobre su postura frente a las vacunas de la COVID-19 entre abril y julio de 2021, justo antes del despliegue de la vacunación en Nueva Zelanda. El 90% de los participantes respondieron, de los cuales hubo un 13% —repartidos por igual entre hombres y mujeres— que se mostraron contrarios a las vacunas. Al cruzar los datos con los ya reunidos a lo largo de los 50 años de seguimiento, la conclusión principal, resumen tres de los autores en The Conversation, es que «las visiones antivacunas nacen de experiencias en la infancia».

«Cuando comparamos la historia vital temprana de quienes eran resistentes a las vacunas con aquellos que no lo eran, encontramos que muchos adultos resistentes a las vacunas tenían historias de experiencias adversas en la infancia, incluyendo abusos, malos tratos, privaciones o desatención, o un progenitor alcohólico», escriben. «Estas experiencias habrían convertido su infancia en impredecible y contribuido a un legado vital de desconfianza en las autoridades».

Pero si esta afirmación resulta dura, es solo el comienzo del retrato demoledor que los datos del estudio revelan sobre el perfil de las personas antivacunas: vulnerables a emociones negativas y extremas de miedo y furia, propensas a colapsar bajo situaciones de estrés, inclinadas a sentirse amenazadas, afectadas por problemas mentales que amparan apatía e incapacidad para tomar decisiones correctas, susceptibles a teorías de la conspiración, con dificultades cognitivas y lectoras, baja comprensión verbal y baja velocidad de procesamiento de información (incluyendo la información sobre salud), poco conocimiento sobre salud, cociente intelectual más bajo, menores estudios y nivel socioeconómico inferior.

En lo que podría llamarse un lado más positivo, estas personas son inconformistas y valoran la libertad personal y su autoconfianza por encima de las normas sociales, lo cual no es necesariamente malo, si no fuera acompañado por todo lo demás.

Dejo aquí algunos de los gráficos extraídos de los datos que los investigadores publican en su estudio y que comparan a las poblaciones de las personas dispuestas a vacunarse (Vaccine Wiling, verde) con las indecisas (Vaccine Hesitant, amarillo) y las antivacunas (Vaccine Resistant, rojo). Todo ello teniendo en cuenta, primero, que correlación nunca significa causalidad, y segundo, que como muestran los datos se trata de comparaciones estadísticas, lo cual no implica que todas las personas antivacunas respondan a estos perfiles; pero también teniendo en cuenta que los datos son estadísticamente significativos, y que esta investigación ha podido explorar los perfiles de los participantes con un nivel de resolución que supera en mucho el de la gran mayoría de los estudios publicados.

Nivel educativo y socioeconómico. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Experiencias adversas en la infancia (ACE). Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Historiales de salud mental. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Cociente intelectual en la infancia y capacidad lectora a los 18 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Comprensión verbal y velocidad de procesamiento de información a los 45 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Conocimientos de salud a los 45 años y sensación de control de agentes externos sobre la propia salud a los 13-15 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Pero a pesar de que este retrato de los antivacunas pueda resultar devastador, los investigadores extraen una conclusión muy productiva (que otros estudios pasan por alto): «Las intenciones respecto a la vacunación no son malentendidos aislados y a corto plazo que puedan solventarse fácilmente proporcionando más información a los adultos durante una crisis de salud pública, sino que son parte del estilo psicológico de una persona a lo largo de toda una vida de malinterpretar información durante situaciones estresantes de incertidumbre». Los autores apuntan que este patrón de creencias y comportamientos se forja en la infancia, antes de la edad de la enseñanza secundaria.

Lo cual les lleva a condensar dos mensajes valiosos. Primero, la conveniencia de adaptar la gestión de estas posturas a las necesidades de cada colectivo o persona: «No desdeñar o despreciar a las personas resistentes a las vacunas, sino intentar comprender con más profundidad ‘de dónde vienen’ y tratar de abordar sus preocupaciones sin juzgarlas».

Segundo, poner el acento en la infancia y en la educación para reducir estas posturas de cara al futuro: «Una estrategia a largo plazo que implique educación sobre pandemias y el valor de la vacunación en proteger a la comunidad. Esto debe comenzar cuando los niños son pequeños, y por supuesto debe enseñarse de una forma adecuada a cada edad». Una ciudadanía más preparada, concluyen los autores, será una herramienta vital contra futuras pandemias.

Los niños, una de las incógnitas sobre el futuro de la pandemia

Nada en ciencia se ha investigado tanto en tan poco tiempo como el coronavirus SARS-CoV-2 y la COVID-19, y no estaría mal pararnos de vez en cuando a pensar que si hoy ya no es la amenaza que era hace dos años no ha sido por casualidad ni por la fuerza de la naturaleza, ni por las danzas de la lluvia ni por las medidas de los gobiernos, sino gracias a los investigadores que han volcado un inmenso esfuerzo cuando era necesario reunir todo el ingenio humano para sacarnos de esta. Con independencia de la casualidad, la fuerza de la naturaleza y las danzas de la lluvia, y a pesar de las medidas de los gobiernos.

Frente a todo lo mucho que se sabe sobre el virus y su enfermedad, hay todavía importantes lagunas. La más grande y preocupante es la llamada cóvid persistente o larga; quiénes, cómo y por cuánto tiempo sufrirán secuelas una vez superada la enfermedad. Pero hay otras lagunillas que aún no se han podido sondear con la suficiente profundidad. Una de ellas es la respuesta de los niños frente al virus.

Por suerte, y esto sí es por suerte, no hemos tenido que vernos hasta ahora en una situación similar a la de la gripe de 1918 (la mal llamada «española»), cuando la segunda oleada comenzó a afectar sobre todo a personas jóvenes y sanas, incluyendo niños. Se piensa que esto se debió a que aquella gripe, como ocurre a veces con ciertas infecciones, era capaz de provocar una reacción inmunopatológica, un síndrome multiinflamatorio sistémico que levantaba una revolución del sistema inmune contra el propio organismo. Y cuanto más fuerte era el sistema inmune, como en las personas jóvenes y sanas, peor era esa autoagresión. En muchos enfermos graves de cóvid se ha observado también una respuesta de este tipo, y aunque en un principio se pensó que podía ser la causa principal de mortalidad, esto no ha quedado sólidamente establecido.

Con esta pandemia hemos tenido la incalculable suerte de que los niños han sido los menos afectados por la enfermedad. De los estudios se ha desprendido la idea de que se infectan menos, y cuando lo hacen enferman menos. Pero el virus no desaparecerá, y la posibilidad de que alguna variante futura se cebe especialmente con ellos es algo que no puede descartarse. Es por esto que se han adaptado las vacunas para los niños y se ha estudiado por qué sufren menos la enfermedad que los adultos. Las respuestas aún no son definitivas, y a veces los resultados no coinciden.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Un ejemplo lo tenemos muy reciente: con pocas semanas de diferencia hemos conocido un estudio según el cual la respuesta de anticuerpos en niños que han pasado la cóvid es menor que en los adultos, y otro que dice lo contrario, que es mucho más potente que en los adultos.

Recordemos que el sistema inmune se divide en dos grandes fuerzas, la inmunidad innata, también llamada no específica, y la inmunidad adaptativa, adquirida o específica. La primera es la respuesta temprana de emergencia. No reconoce cuál es el patógeno concreto contra el que tiene que luchar, sino que se limita a poner en marcha una serie de mecanismos de defensa general, al tiempo que se encarga también de despertar la inmunidad adaptativa. Esta, que tarda algo más en actuar, es la que se ocupa de fabricar una respuesta a medida contra el patógeno, a través de anticuerpos y linfocitos B y T que lo reconocen de forma concreta y dejan un recuerdo, una memoria inmunológica preparada para actuar más deprisa si el mismo patógeno vuelve a aparecer en el futuro.

En el caso de la cóvid se sabe que los niños despliegan una respuesta innata potente contra el virus, y se cree que esto podría explicar por qué la enfermedad les ha afectado menos. Por desgracia, también hay casos de niños que han fallecido a causa del virus, sobre todo aquellos que tenían otras patologías, y se han dado casos de un síndrome inflamatorio sistémico que en su momento generó cierto pánico. Pero, en general, la enfermedad ha sido muy benevolente o incluso inexistente en la gran mayoría de los niños, a pesar de que se han detectado en ellos cargas virales similares a las de los adultos.

Varios estudios han encontrado en los niños altos niveles de ciertos marcadores bioquímicos asociados a la respuesta innata, como interleukinas e interferones, moléculas que actúan como mensajeras entre células inmunitarias para poner los sistemas en alerta. También se ha detectado en ellos una mayor presencia de algunas clases de células propias de la respuesta innata, como neutrófilos activados, un tipo de glóbulos blancos de la sangre que ingieren y destruyen el virus.

Ocurre que, en contra de lo que podría creerse, en realidad la variación de la respuesta inmune con ciertos factores como la edad es un campo más bien poco estudiado. Y es así porque en la historia de la inmunología moderna tampoco se había presentado una situación en la que esto pudiera ser tan determinante. Se sabe que el envejecimiento causa un deterioro de las respuestas, como ocurre con todo el funcionamiento del organismo en general. Y se sabe que los niños tienen una gran fortaleza inmunitaria, aunque su sistema todavía esté menos entrenado y tenga un menor repertorio de memoria contra infecciones pasadas. Pero ¿que pueda haber una respuesta cualtitativamente distinta en niños y adultos contra un mismo patógeno? Esto no está en los libros de texto.

Y pasa que esto es importante en el momento en que nos encontramos, de cara al posible futuro de la pandemia. Es natural que en la calle el ánimo y la actitud frente al riesgo del virus hayan cambiado radicalmente respecto a hace dos años, pero los científicos no bajan la guardia. Porque si bien una respuesta innata más potente en los niños puede ser una ventaja a corto plazo, en su primer encuentro con el virus, en cambio a largo plazo podría convertirse en un inconveniente.

Este es el porqué: si la respuesta innata de los niños es lo suficientemente fuerte para librarles del virus en muchos casos, quizá la segunda oleada, la de la respuesta adquirida, no llegue a activarse lo suficiente. Esta última es la responsable de la memoria inmunológica. Y si no se crea memoria inmunológica, no quedarán en absoluto inmunizados. Podrían volver a contagiarse sin que su cuerpo recordara haber pasado la infección antes, como si fuera la primera vez. Y esto podría ser preocupante si surgiera alguna variante que pudiera afectarles en mayor medida.

Por lo tanto, interesa mucho saber qué tal lo ha hecho la respuesta adaptativa o adquirida en los niños, y para esto es necesario medir sus niveles de anticuerpos generales contra el virus, de anticuerpos neutralizantes en particular —aquellos que bloquean la entrada del virus a las células— y de los distintos tipos de células B y T contra el virus, incluyendo las células de memoria. Y todo ello en comparación con los adultos, para poder evaluar si su nivel de protección es semejante.

Pero aquí es donde surgen las discrepancias. Estudios iniciales en pequeños grupos de pacientes mostraron que los niños, con síntomas más leves que los adultos, tenían niveles similares de anticuerpos contra el virus, pero menos anticuerpos neutralizantes y menos células T encargadas de regular y potenciar la respuesta.

Ahora bien, y si una de las funciones de la respuesta innata es precisamente hacer saltar la alarma para que se ponga en marcha la inmunidad adaptativa, ¿por qué esto podría estar fallando en los niños? Uno de los estudios encontró que tenían menores niveles de monocitos inflamatorios, uno de los mecanismos que sirve de conexión entre ambas respuestas. De este modo, la alarma podría saltar, pero no escucharse.

Sin embargo y como ya he anticipado arriba, los resultados que han ido llegando después no señalan a una conclusión clara. A comienzos de marzo un pequeño estudio en Australia observó que, a igual carga viral entre niños y adultos y con síntomas leves o ausentes, solo la mitad de los primeros en comparación con los segundos producían anticuerpos contra el virus: un 37% de los niños frente a un 76% de los adultos (también hay un grupo considerable de adultos que no generan anticuerpos después de la infección). Los niños también tenían niveles más bajos de células de memoria. Y sin embargo, extrañamente en este caso los investigadores tampoco encontraron un aumento significativo de marcadores de la respuesta innata.

Los autores escribían: «estas observaciones sugieren que la serología puede ser un marcador menos fiable de infección previa con SARS-CoV-2 en los niños». Es decir, advierten sobre la posibilidad de que se estén infectando más niños de los que reflejan los datos oficiales, pero que muchos casos pasen inadvertidos porque no han tenido síntomas y en su sangre no ha quedado el rastro de la infección en forma de anticuerpos. Por ello los autores proponen «apoyar las estrategias para proteger a los niños contra la COVID-19, incluyendo la vacunación».

Solo unos días después del estudio australiano hemos conocido otro de la Universidad Johns Hopkins (este de verdad, no como algunos fakes que se han atribuido a esta universidad durante la pandemia) en colaboración con el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) que parece decir lo contrario: los niveles de anticuerpos contra la zona de la proteína Spike del virus que sirve para invadir las células son 13 veces mayores en niños de 0 a 4 años que en adultos, y 9 veces mayores en los de 5 a 17 años. Y específicamente los anticuerpos neutralizantes son también más abundantes, el doble en los niños de 0 a 4 años que en los adultos.

Pero aunque estos resultados puedan parecer contradictorios con los anteriores, hay que fijarse en los detalles: el estudio de la Johns Hopkins no se basa en un grupo de pacientes confirmados de infección, sino que se enmarca en un proyecto de vigilancia de la enfermedad en una población de hogares con niños pequeños. Los autores tomaron muestras de sangre de 682 personas, más o menos mitad y mitad de adultos y niños, en 175 hogares. De estas, encontraron anticuerpos en 56 participantes, de los cuales exactamente la mitad eran niños, y fue en estas muestras seropositivas donde compararon los niveles de anticuerpos en niños y adultos.

Es decir, el estudio no contempla la posibilidad de que una parte de la población analizada se haya infectado pero no haya generado anticuerpos (este es el caso también de otro estudio reciente de la Universidad de Texas). Y con todo, los autores observan que los niños tienen niveles de anticuerpos neutralizantes relativamente bajos con respecto a sus propios anticuerpos totales contra el virus, algo a lo que dicen no encontrar explicación.

Pese a todo, hay que decir que otros estudios previos han encontrado también una buena respuesta de anticuerpos en los niños, pero en general todos ellos han analizado poblaciones relativamente pequeñas. Lo cual no dará el asunto por zanjado hasta que tengamos más estudios, más estandarizados, y metaestudios que analicen los resultados en conjunto. Otra variable que hasta ahora se escapa es la de las variantes; en general los estudios sobre la respuesta de memoria en los niños se han referido a variantes anteriores o, en el caso de los más recientes, no han distinguido estas de las más nuevas como Delta u Ómicron.

La pandemia ya debería habernos enseñado que no sabemos lo que va a ocurrir en el futuro. Lo que hemos aprendido nos dice que las vacunas también funcionan en los niños, pero en esta franja de edad las tasas de vacunación han sido menores que en los adultos. Muchos padres y madres han decidido que sus hijos no necesitan la vacuna, que la enfermedad en los niños es leve y que no corren peligro, menos aún en esta fase que ya muchos contemplan como los últimos estertores de la pandemia. Y ojalá sea así.

Pero en realidad no lo sabemos. Las reacciones de pánico de quienes acapararon en las compras en los supermercados tienen también su equivalencia en los codazos para vacunarse cuando hay urgencia. El ser humano tiende a tropezar en la misma piedra todas las veces que esa piedra se le ponga por delante. Y si, esperemos que no, algún día surgiera una nueva variante más peligrosa para los niños, puede que quienes sí han vacunado a los suyos se alegren entonces de haber actuado a tiempo, cuando no había codazos.

Este debería ser el próximo paso en las vacunas contra la COVID-19

A día de hoy no hay razones científicas sólidas para aplicar una cuarta dosis de vacuna a toda la población que ha recibido las tres anteriores. Solo para ciertos grupos de riesgo se está administrando esta cuarta dosis en España y otros países, y esta es una recomendación razonable: los datos obtenidos de estudios en Reino Unido, Francia y EEUU han mostrado que casi la mitad de las personas inmunodeprimidas apenas responden a dos dosis de la vacuna, pero la mitad de esa mitad mejora su respuesta con una tercera dosis. Aunque aún faltan datos respecto a cómo esa cuarta parte restante responderá a un nuevo refuerzo, parece razonable pensar que les aportará algún beneficio. Y en el caso de las personas con un sistema inmune débil, cualquier ayuda es buena.

Pero no está justificado para la población general. Los estudios muestran que la cuarta dosis aumenta una respuesta de anticuerpos neutralizantes que está decayendo a los pocos meses de recibir la tercera, restaurándola a niveles similares que con la dosis anterior, pero no se logra el efecto de refuerzo que la tercera proporciona respecto a la doble dosis. Es decir, hay un beneficio, pero es marginal. Si a esto unimos que, como ya he explicado aquí, el efecto de las vacunas no se limita a los anticuerpos neutralizantes, sino que incluye también los no neutralizantes, la respuesta de células T y la inmunidad innata, y si además recordamos por un momento que existen continentes enteros donde la mayor parte de la gente aún no ha tenido la oportunidad de recibir ni la primera dosis, el resultado es que un cuarto pinchazo para todos no tiene sentido.

Todo esto, claro, se refiere a la situación actual. No sabemos cómo evolucionará el virus en el futuro, y en esto la ciencia solo puede ir por detrás. Pfizer y Moderna están ahora ensayando sus vacunas específicas contra Ómicron, pero realmente no sabemos si serán necesarias o beneficiosas; por ejemplo, en el caso de que surja una nueva variante contra la cual quizá las nuevas vacunas anti-Ómicron no aporten nada sustancial respecto a las diseñadas contra el virus ancestral de Wuhan.

Como tampoco sabemos qué destino aguardará a las casi 350 vacunas que ahora están en desarrollo o en ensayos preclínicos o clínicos. Muchas de ellas fracasarán; como media, solo uno de cada diez fármacos candidatos acaba superando todas las pruebas para llegar a ver la luz. Al menos una docena de vacunas contra la cóvid ya se han quedado en el camino. Pero las que lleguen hasta el final dentro de meses o años, ¿tendrán alguna utilidad?

Los esfuerzos de científicos, instituciones y gobiernos por responder al horror de la pandemia aportando sus recursos han sido encomiables en todos los casos. Pero uno no puede evitar preguntarse si esta enorme dispersión de esfuerzos, en muchos casos con evidentes tintes nacionalistas, ha tenido algún sentido; y si, dado que no ha sido una sorpresa que llegaran primero a la línea de meta las vacunas que contaban con diez o cien veces más músculo financiero que otras, no habría sido más fructífero en muchos casos enfocar esos otros proyectos más cortos de fondos, y por tanto más lentos, a apuestas con más visión de futuro.

Por ejemplo, una de esas visiones de futuro es la de las vacunas pan-coronavirus, diseñadas para actuar contra cualquier virus de esta familia. El SARS-CoV-2 no ha sido el primero ni el más letal, y no será el último. Realmente habríamos salido enormemente fortalecidos de esta pandemia si lo hiciéramos con una vacuna que pudiera protegernos de futuros coronavirus que todavía no han escapado de sus reservorios animales.

Pero si hay un hueco importante en el campo de las vacunas contra la cóvid que aún falta por rellenar, es sin duda el de las esterilizantes, las que sean capaces de bloquear la infección por completo. Y para este trabajo no parece haber nada más cualificado que las vacunas intranasales.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Como es bien sabido, el coronavirus infecta a través de las mucosas respiratorias, sobre todo por vía nasal, más que por la boca. En estos tejidos se produce un tipo especial de anticuerpos llamados IgA que actúan como centinelas apostados a las puertas, mientras que por la sangre y otros tejidos corren los IgM y los IgG, las patrullas móviles; los IgM son la respuesta temprana, y los IgG la vigilancia posterior. Las vacunas intramusculares que hemos recibido son muy buenas produciendo IgM e IgG, pero no tanto produciendo IgA, por lo que dejan opción a que el virus entre en el organismo para combatirlo una vez que nos ha invadido. Una vacuna por vía nasal, capaz de estimular una fuerte respuesta IgA en las vías respiratorias superiores, podría bloquear al enemigo a las puertas. Naturalmente, una buena vacuna nasal también deberá inducir una potente respuesta sistémica de IgG y de células T en las mucosas.

En contra de lo que decía uno por ahí, ni las vacunas que tenemos se han diseñado para no ser nasales, ni una vacuna nasal se diseña para ser nasal. Cualquier vacuna en principio puede administrarse por la nariz, solo con que su formulación se adapte para este fin, incluyendo el vehículo adecuado para que llegue a donde tiene que llegar y haga lo que tiene que hacer. De hecho, al menos dos de las ya conocidas y utilizadas, la rusa Sputnik V («uve») y la de Oxford-AstraZeneca, se están ensayando ahora por vía nasal.

Pero si aún no las tenemos es porque hay razones que hacen esta vía más complicada. La administración intramuscular es la más rápida y fácil de testar, y con la explosión de la pandemia había prisa. Sobre todo cuando una vacuna de acción sistémica asegurada, como la que se pincha, podía lograr ese objetivo urgente de reducir la enfermedad grave y las muertes. En comparación, las vacunas nasales se han investigado y desarrollado mucho menos, porque antes de la COVID-19 no había demasiado incentivo para ello. Aunque en los últimos años pre-pandemia ha sido un campo en auge, que yo sepa aún solo existe una contra la gripe (y alguna más para uso veterinario), pero incluso esta ha funcionado regular.

La primera de esas complicaciones es que estas vacunas deben vencer un obstáculo peliagudo: la mucosa nasal está especializada en proteger las vías respiratorias de la entrada de elementos extraños. De hecho, en inmunología se consideran las barreras físicas (piel, mucosas) como las primeras defensas básicas. Y tras la barrera física está, además, la inmunidad innata. Así que la vacuna nasal debe encontrar la forma de vencer esas resistencias. Por otra parte, medir parámetros inmunitarios como los anticuerpos es más difícil en las mucosas que en la sangre, y pueden estar sujetos a fluctuaciones que es complicado controlar.

Actualmente hay al menos una docena de vacunas nasales en el horno, de varios tipos, incluyendo virus atenuado, proteína recombinante, vectores adenovirales o ARN/ADN. Algunas de ellas ya están en la fase 3 de los ensayos clínicos. Posiblemente la que esté más cerca de la meta sea la vacuna de adenovirus de chimpancé con la proteína Spike del SARS-CoV-2 creada por la Universidad de Washington y licenciada al fabricante indio Bharat Biotech. Esta vacuna, llamada BBV154, se está ensayando en doble dosis para personas aún no vacunadas y como refuerzo a personas ya vacunadas, pero solo con las indias Covaxin de la propia Bharat y Covishield, la marca india de la vacuna de Oxford-AstraZeneca.

Las vacunas nasales (o quizá también orales) que previsiblemente comenzarán a llegar dentro de unos meses podrán utilizarse como refuerzo en las personas ya vacunadas, complementando el nivel de vigilancia de su sistema inmune inducido por las dosis anteriores con una dotación de células B y T y anticuerpos IgA en la mucosa de las vías respiratorias, además de reforzar de nuevo la inmunidad sistémica. Este es el enfoque en algunas de las vacunas en desarrollo. Pero quizá alguna de ellas logre una inmunización potente con solo una o dos dosis, lo que podría aumentar las tasas de vacunación entre las personas que aún no se han vacunado (por motivos de naturaleza distinta a la ideológica, claro). O quizá incluso existan las dos opciones. Alguna de estas vacunas ha sido diseñada para poder hacer frente a múltiples variantes del virus.

Alguna ya se ha quedado por el camino, como la vacuna de la compañía Altimmune y la Universidad de Alabama, que funcionó bien como vacuna nasal esterilizante con una sola dosis en los ensayos preclínicos en ratones, pero que fue abandonada cuando en la fase 1 con humanos no indujo una buena respuesta. Lo cual debería servir de advertencia sobre la presentación triunfalista de los resultados preclínicos en los medios.

Conviene añadir que no toda la comunidad científica coincide en que vayamos a necesitar con seguridad las vacunas esterilizantes. Y el motivo de estas dudas es que nadie sabe qué hará el virus en el futuro. Si no surgieran nuevas variantes más peligrosas y el virus se limitara a circular en sus formas similares a las actuales, chocando contra nuestra inmunidad ya construida por las vacunaciones y las infecciones, y reforzando temporalmente esa inmunidad en el transcurso de estos choques, tal vez las vacunas esterilizantes estarían de más. Si el SARS-CoV-2 se comportara en el futuro como los coronavirus del resfriado entre la población previamente inmunizada, el riesgo general sería bajo.

Tampoco hay ninguna garantía de que pueda lograrse una inmunidad esterilizante; las vacunas no hacen otra cosa que engañar al organismo con una infección simulada para poner en marcha un proceso natural, y la naturaleza no ha conseguido una inmunidad esterilizante contra los coronavirus del resfriado, que resurgen y nos infectan periódicamente sin que hasta ahora nos haya importado demasiado.

Pero si en algún momento surgiera una nueva variante más peligrosa, entonces sí agradeceríamos tener a mano una vacuna esterilizante. Y quizá la tengamos, o quizá no: el problema, lamentan algunos investigadores, es que la fuente se ha secado. Después de todo ese esfuerzo inicial encomiable aunque disperso, en el que todo el dinero era poco, ahora la financiación de los proyectos de vacunas ha decaído. Ya no existe la carrera por ser el primero, ya no luce tanto destinar fondos a ello, y ni siquiera se sabe si habrá mercado para una próxima generación de vacunas. Pero si algo debería habernos enseñado esta pandemia es que invertir en preparación merece la pena, incluso si aquello contra lo cual nos hemos preparado nunca llega. El error de haber desperdiciado la oportunidad de prevenir una posible nueva amenaza no puede enmendarse, y cuesta vidas.

Ómicron no es «leve»: así es como las vacunas reducen su gravedad

El rápido desarrollo y despliegue de las vacunas contra la COVID-19 ha sido el mayor triunfo de la ciencia durante esta pandemia, y la clave de la situación en la que estamos ahora: una amenaza infinitamente menor que la de hace dos años, cuando la Organización Mundial de la Salud comenzaba a calificar el brote como pandemia y nos veíamos obligados a confinarnos ante la avalancha de enfermedad y muerte que saturaba los hospitales.

Afortunadamente la oleada de la variante Ómicron, más infecciosa que las anteriores, no se ha traducido en la catástrofe que podría haber sido. Todos recordamos que, cuando esta variante empezó a expandirse, en los medios se difundió el mensaje de que Ómicron era menos peligrosa, pero esto es algo que realmente aún no se ha confirmado. Aquellos mensajes se basaban en el hecho de que la mortalidad que se estaba observando se había reducido respecto a variantes anteriores, y en resultados experimentales preliminares según los cuales parecía que la replicación de Ómicron en el pulmón era menos eficiente.

Pero lo cierto es que a estas alturas todavía no hay base científica sólida para afirmar que Ómicron sea más leve. Los estudios irán llegando, pero aún no los tenemos. Y en cambio, cada vez parece reconocerse más la idea de que, sea o no Ómicron más leve, probablemente el factor fundamental que ha contenido la gravedad de esta ola es que nosotros somos más fuertes.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Esta semana se ha publicado en Science un estudio que ha analizado la reinfección con Ómicron en personas previamente infectadas en Sudáfrica entre noviembre del 21 y enero del 22. El estudio concluye que con las variantes Beta y Delta no aumentó el riesgo de reinfección —de hecho, se redujo—, pero sí con Ómicron. Durante la expansión de esta variante en Sudáfrica hubo reinfecciones frecuentes en personas que ya se habían infectado en cualquiera de las oleadas previas, algo que antes solo había ocurrido en un pequeñísimo porcentaje.

¿Qué nos dice esto? Nos dice, en primer lugar, algo que ya sabemos y que es bien conocido: que Ómicron tiene mayor capacidad de evasión de la inmunidad creada contra variantes anteriores. Pero es importante entender que esta evasión se refiere solo a la capacidad del virus para infectar; no de provocar enfermedad grave o la muerte.

Dicho de otro modo, la inmunidad convocada por vacunación o infección no puede impedir el contagio con Ómicron (sí reducirlo, en un factor de 5x en las personas con dosis de refuerzo frente a las no vacunadas), pero evita una enfermedad grave. Como decía un informe del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU que analizaba la menor gravedad y mortalidad con Ómicron, «este aparente descenso en la gravedad de la enfermedad probablemente está relacionado con múltiples factores, sobre todo el aumento de la cobertura de vacunación y el uso de dosis de refuerzo en los subgrupos recomendados».

Este es el mensaje que últimamente se está consolidando en los medios científicos: que quizá Ómicron sea un poco menos grave, pero no es «leve». La OMS advierte en su web: la idea de que «Ómicron solo causa enfermedad leve» es un mito. «La tasa comparativamente más baja de hospitalizaciones y muertes hasta ahora se debe en gran parte a la vacunación, sobre todo de grupos vulnerables. Sin las vacunas mucha más gente estaría en el hospital». En las últimas semanas se ha advertido en medios y revistas científicas de que en algunos lugares la mortalidad por Ómicron está siendo mayor que con variantes anteriores; el aumento de los contagios con esta variante ha sido tan brutal que su expansión compensa la reducción del riesgo de muerte en la población vacunada, cobrándose más vidas entre los no vacunados que las variantes anteriores entre la población general.

Me ha parecido conveniente volver sobre esto, que ya he comentado anteriormente aquí, porque a estas alturas aún sigo recibiendo preguntas de personas que dicen estar vacunadas con pauta completa (doble dosis), pero que van a evitar la dosis de refuerzo porque, dicen, Ómicron ya no es peligrosa. Es muy importante entender que Ómicron es menos peligrosa en las personas vacunadas, mejor con dosis de refuerzo. Como ya expliqué aquí, la tercera dosis de la vacuna restaura un nivel adecuado de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Las vacunas además inducen otros mecanismos de protección adicionales que no se miden en niveles de anticuerpos neutralizantes, como la respuesta de células T.

Esta semana Science publica otro estudio que describe un mecanismo adicional mediante el cual las vacunas nos están protegiendo contra Ómicron. Los autores han comprobado que, aunque esta variante escapa en gran medida de los anticuerpos dirigidos contra la región de la proteína Spike (S) del virus que se une al receptor en las células humanas (esto es de lo que se habla cuando se habla de la evasión inmunológica de Ómicron), en cambio las vacunas mantienen los niveles de los anticuerpos que se unen a otras regiones de la proteína S. Estos anticuerpos no neutralizan el virus, pero tienen otra manera de atacarlo.

Recordemos que un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno (en este caso, la proteína S) por las dos puntas de las ramas superiores. La rama vertical de la «Y» recibe el nombre de región Fc del anticuerpo. Cuando este se une a su antígeno, la región Fc puede a su vez unirse a ciertas molecúlas en la superficie de algunas células del sistema inmunitario, causando el efecto de apretar un botón: esa unión activa a las células para desplegar su armamento contra el virus. Entre esas células se encuentran las llamadas NK, o Natural Killers («asesinas naturales»), que se encargan de matar las células infectadas.

Los autores han visto que la sangre de las personas vacunadas, sobre todo con las vacunas de ARN (BioNTech-Pfizer y NIAID-Moderna), contiene buenos niveles de estos anticuerpos que se unen a la S de Ómicron sin neutralizar el virus, pero activando las células NK que mantienen la infección a raya.

Y concluyen: «Así, a pesar de la pérdida de neutralización de Ómicron, los anticuerpos específicos contra la proteína Spike generados por la vacuna continúan ejerciendo la función efectora del Fc, lo que sugiere una capacidad de los anticuerpos no neutralizantes para contribuir al control de la enfermedad».

Resumiendo todo lo anterior, las vacunas reducen la gravedad de Ómicron a través de varios mecanismos, no solo los anticuerpos neutralizantes, sino también otros sistemas de la inmunidad adquirida o específica (anticuerpos no neutralizantes y células T) y también de la llamada inmunidad innata (células NK). Todo esto es lo que está reduciendo la gravedad de Ómicron. Para las personas no vacunadas y que todavía no se han infectado, Ómicron podría ser incluso tan grave como la versión original del virus que obligó a cerrar la sociedad. Las personas vacunadas con dos dosis están mucho más protegidas que las no vacunadas, pero la tercera dosis aumenta este nivel de protección.