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¿Cómo puede la tercera dosis disparar los anticuerpos anti-Ómicron sin ser una vacuna contra Ómicron?

Soy consciente de que esto de hoy solo interesará a los muy cafeteros, en palabras del recordado José María Calleja. Es decir, a los muy interesados en inmunología, que no es el común de la población. Pero si los inmunólogos no hacemos divulgación en inmunología, entonces otros la harán por nosotros, como está ocurriendo; y luego pasa que los bulos se difunden hasta en el prime time televisivo. De todos modos, voy a intentar explicarlo fácil.

En dos artículos anteriores (uno y dos) he contado ya que las personas vacunadas con doble dosis tienen poca o incluso nula cantidad de anticuerpos netralizantes contra la variante Ómicron del SARS-CoV-2 (quien agradezca una explicación de conceptos básicos podrá encontrarla en esos artículos), con independencia de que los niveles de anticuerpos contra variantes anteriores se mantengan o desciendan con el tiempo tras la vacunación (esto último es lo normal, dado que las células que los producen acaban muriendo, aunque queda una población de células B de memoria preparada para volver a producirlos). Aclaré que esto no significa que ya no estemos protegidos contra los síntomas de la enfermedad, dado que sí tenemos células T contra el virus, incluyendo Ómicron.

Que a las vacunas actuales de ARN les cueste estimular la producción de anticuerpos contra Ómicron sería lógico y esperable: estas vacunas funcionan introduciendo en el cuerpo el ARN necesario para que las propias células del organismo fabriquen el antígeno, la proteína S (Spike) del virus SARS-CoV-2. Pero esta proteína S es la del virus original de Wuhan (llamado ancestral). La proteína S de Ómicron es bastante diferente a la ancestral, ya que acumula más de 30 mutaciones.

Por poner una analogía para que se entienda mejor. Imaginemos que un delincuente comete varios delitos. La policía ya está avisada por las reiteradas fechorías del individuo (primera y segunda dosis de la vacuna) y tiene fotos de la cara del delincuente (proteína S ancestral). Pero entonces el tipo se hace una cirugía estética y se cambia el rostro (proteína S mutada de Ómicron). Así, cuando la policía le busca basándose en las fotos que tiene, sería lógico pensar que no podría reconocerle.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Ilustración de linfocitos. Imagen de NASA.

Pero ocurre, y esto es algo que ya se ha comprobado en numerosos estudios, que la tercera dosis de la vacuna está disparando la producción de anticuerpos contra Ómicron; a un nivel más bajo que contra otras variantes, pero suficiente. Es decir, que la policía es capaz de reconocer al delincuente incluso con las fotos antiguas que ya no representan fielmente su rostro. ¿Cómo es posible?

Si alguien se ha hecho esta pregunta, enhorabuena, porque es una muy buena pregunta. Tanto que el resumen de la respuesta es este: en realidad, aún no se sabe con certeza. El hecho es que ocurre, de eso no hay duda. Pero la inmunología es una ciencia compleja y nunca se había visto en una situación como esta pandemia, que está validando mucho de lo que ya se sabía, pero también está planteando nuevas incógnitas.

Al hablar de esta respuesta a la tercera dosis ya conté que uno de los estudios más recientes ha descubierto que la tercera parte de las células B de memoria que quedan en el organismo tras la segunda dosis de la vacuna producen anticuerpos contra Ómicron, y que por tanto probablemente son ellas las responsables de esa producción de anticuerpos tras la tercera dosis. Así que una respuesta corta es: la tercera dosis produce anticuerpos contra Ómicron porque estimula las células B de memoria contra Ómicron.

Pero claro, esto en realidad no es una respuesta, sino desplazar el problema: ¿por qué existen células B de memoria contra Ómicron, si no se ha vacunado con Ómicron?

Siguiendo con el ejemplo, es como si algunas de las fotos que tiene la policía mostraran la cara nueva del delincuente tras la cirugía. Pero ¿de dónde han salido esas fotos, si las cámaras que captaron el rostro del tipo lo hicieron antes de que se operara?

Una posibilidad: los ordenadores de la policía han procesado las fotos del delincuente y han obtenido imágenes de mayor calidad, a partir de las cuales han obtenido posibles variaciones de su rostro. Y aún mejor si ya existen casos anteriores en que ha ocurrido lo mismo, y de los cuales los ordenadores pueden aprender para hacer predicciones del nuevo aspecto del delincuente.

Ocurre que, cuando un patógeno invade el organismo, sus antígenos estimulan la formación de los llamados centros germinales, una especie de bases de entrenamiento de células B que se forman en los ganglios linfáticos y en el bazo. En los centros germinales, las células B mutan para producir distintos tipos de anticuerpos contra los antígenos que las han estimulado. Como si fuera una especie de concurso, solo las células B que logran producir los mejores anticuerpos, los que se unen con más fuerza al antígeno, resultan seleccionadas.

Las células B ganadoras que emergen de estos centros germinales son de larga vida, y tienen un doble destino. Por una parte, producen células B de memoria, esas que hemos dicho que quedan preparadas para una nueva infección. Por otra parte, también emigran a la médula ósea, donde se quedan produciendo un nivel bajo y constante de anticuerpos durante toda la vida. Estos son los responsables de que algunas infecciones solo puedan cogerse una vez y algunas vacunas nos protejan para toda la vida (no es lo más habitual y no ocurre en el caso de la COVID-19; es posible que algún día tengamos una vacuna esterilizante contra este virus, pero no va a ser fácil, dado que no lo es para ningún virus de entrada por vía respiratoria).

Pero además de seleccionarse en los centros germinales las células B cuyos anticuerpos se unen mejor al antígeno original (la proteína S ancestral), también ocurre que se seleccionan células que cubren una mayor gama de porciones (técnicamente, epítopos) de ese antígeno original. O sea, se expande el repertorio de anticuerpos (en el ejemplo, las imágenes con variaciones en el rostro). Y cuando eso ocurre, puede suceder que aparezcan nuevos anticuerpos que reconozcan epítopos de la proteína S que no han cambiado en la variante Ómicron respecto al virus original de Wuhan; por ejemplo, el delincuente se ha cambiado la nariz, pero todavía se le puede reconocer por los ojos.

Hablábamos de casos anteriores que puedan servir para hacer predicciones sobre el nuevo aspecto del delincuente. Traducido a inmunología: existen ciertas evidencias de que la memoria inmunológica presente en muchas personas contra otros coronavirus del resfriado puede estar ayudando también en la respuesta contra este coronavirus.

En Nature el inmunólogo Mark Slifka, de la Oregon Health & Science University, propone otra hipótesis más que puede aumentar el repertorio de anticuerpos: la primera dosis de la vacuna produce sobre todo anticuerpos contra los epítopos más expuestos de la proteína S, los más accesibles. Cuando llega una nueva dosis, esas zonas de S quedan recubiertas por los anticuerpos ya existentes, y por lo tanto bloqueadas, invisibles para el sistema inmune. Entonces quedan expuestas las zonas del antígeno menos accesibles, y por lo tanto son estas las que atraen la atención de las células B y sus anticuerpos. Entre estas zonas menos accesibles pueden encontrarse algunas que estén presentes tanto en la S de Wuhan como en la de Ómicron. Y por tanto, esas zonas estimulan la producción de una nueva remesa de anticuerpos que también reconocen Ómicron y que antes eran minoritarios.

En resumen, lo que podría estar ocurriendo es algo parecido a esto: la tercera dosis de la vacuna estimula la formación de centros germinales. Estos centros germinales reúnen células B capaces de producir anticuerpos contra distintos epítopos de la proteína S, incluyendo aquellos que no han cambiado en Ómicron respecto al virus original. La presencia del antígeno en la vacuna induce la formación de anticuerpos de alta calidad (aquellos que se unen mejor al antígeno) contra todos los epítopos del antígeno, incluyendo esos que no han variado. Pero además, la mayor exposición de zonas de S que antes estaban más ocultas selecciona preferentemente los anticuerpos que las reconocen.

A todo esto se ha unido ahora otro dato curioso. Según comenta Nature, acaban de colgarse en internet cuatro preprints (estudios aún sin revisar ni publicar) que muestran los primeros resultados en animales con vacunas de ARN diseñadas contra la proteína S de Ómicron. Recordemos que las vacunas de ARN son las que más fácilmente pueden adaptarse a nuevas variantes, ya que basta con cambiar la secuencia de ese ARN en la misma plataforma que ya se estaba utilizando antes. Tanto Pfizer como Moderna ya han producido nuevas vacunas contra la S de Ómicron, que actualmente están en pruebas.

El resumen de los cuatro estudios es que las vacunas de ARN contra Ómicron no actúan mejor contra esta variante que las que ya se están utilizando ahora. Uno de los estudios, con macacos, muestra que dos dosis de la vacuna original de Moderna y una tercera dosis contra Ómicron produce la misma respuesta contra todas las variantes, incluyendo Ómicron, que si la tercera dosis es de la misma vacuna que las dos anteriores. En ambos casos se produce la misma estimulación de células B de memoria, y en ambos casos los monos quedan igualmente protegidos contra Ómicron.

Otros dos estudios con ratones han encontrado los mismos resultados. Y en el caso de que la primera dosis sea de la nueva vacuna contra Ómicron, lo que se observa es una fuerte respuesta de anticuerpos contra esta variante, pero en cambio no tan buena contra otras variantes. En el último estudio, para el cual los autores han producido una vacuna especial de ARN que puede multiplicarse en el organismo (las que tenemos ahora no hacen esto), se ha visto también que una sola dosis contra Ómicron protege mejor contra esta variante que una sola dosis contra el virus ancestral, pero que en cambio un refuerzo con la vacuna anti-Ómicron no protege mejor que un refuerzo anti-ancestral en los animales que previamente han sido vacunados contra el virus ancestral.

Todos estos son resultados preliminares en pequeños estudios con animales, así que no debemos tomarlos como datos definitivos, que deberán esperar a los ensayos de las nuevas vacunas de Pfizer y Moderna en humanos. Pero todos los nuevos estudios siguen apuntando e insistiendo en la misma dirección: que la estrategia de vacunación actual funciona, es la correcta y es la mejor con las herramientas que tenemos hasta ahora.

Actualización: solo unas horas después de publicar este artículo, ha aparecido un estudio en Nature que confirma cómo las vacunas están actuando a través de estos mecanismos. Investigadores de la Universidad Washington en San Luis, Misuri, muestran que las vacunas de ARN inducen la formación de centros germinales durante al menos seis meses post-vacuna (Pfizer), que esto resulta en la detección de células B de memoria y células B en la médula ósea, ambas capaces de producir anticuerpos contra S, y que la afinidad de esos anticuerpos hacia S ha aumentado seis meses después de la vacunación. Los resultados no se refieren a Ómicron, pero sí dibujan un mecanismo de acción que sostiene todo lo contado aquí.

El efecto nocebo: las molestias tras la vacunación son más probables en quien las espera

Algo sorprendente de algún personaje popular que se ha destapado como antivacunas durante la pandemia es cómo alguien puede estar durante años metiéndose en el cuerpo, incluso directamente en vena, sustancias clandestinas sin control sanitario ni de ninguna otra clase –y que quizá incluso hayan viajado en los orificios corporales de otro–, y en cambio rechace una vacuna porque, dice, es experimental, no está testada, blablablá. ¿Hay algún ejemplo más brutal de disonancia cognitiva?

Es curioso que las vacunas siempre hayan provocado este tipo de reacciones instintivas en contra, ya desde tiempos de Jenner. En los tiempos en que aquel inglés puso las primeras vacunas con soporte científico —las primeras sin más las puso antes que él el granjero Benjamin Jesty–, se publicaron caricaturas que mostraban personas vacunadas a las que les crecían partes del cuerpo de vaca. El movimiento antivacunas es tan viejo como las vacunas.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Caricatura de 1802 de James Gillray sobre los efectos de la vacuna de Jenner. Imagen de Wikipedia.

Históricamente, los procedimientos médicos nuevos han encontrado resistencia, incluso por parte de los propios médicos; hasta la anestesia fue vilipendiada en un principio. Pero mientras que este rechazo suele desaparecer con el tiempo, y no consta que hoy siga habiendo negacionistas de la anestesia, en cambio el movimiento antivacunas sigue vivo y coleando. Por algún motivo, que como inmunólogo se me escapa –y tampoco he encontrado a nadie que lo explique satisfactoriamente–, las vacunas suscitan mayor desconfianza que cualquier otro tipo de fármaco.

Sí, es cierto que, por desgracia, la desinformación ha cundido. Hasta tal punto que, incluso entre personas que sí han accedido a vacunarse, y a pesar de haberse vacunado, se oye eso de que las vacunas son experimentales, que no están suficientemente testadas y que se han aprobado a la carrera porque no quedaba otro remedio (nota aclaratoria: las autorizaciones de emergencia son un procedimiento perfectamente establecido y no se saltan ninguno de los pasos clínicos de una aprobación normal; simplemente, van por el carril Bus-VAO). Y por ello, muchos tienden a atribuir a la vacuna cualquier cosa que sientan durante los días posteriores a la vacunación (algunos en los meses posteriores, quizá años).

Es más, incluso están esperando que ocurra. Esto es lo que desvela un interesante estudio publicado en la revista Psychotherapy and Psychosomatics por investigadores de universidades de EEUU, Australia, Reino Unido y Dinamarca. Dicho estudio revela una correlación entre los temores que las personas sienten a posibles efectos adversos de las vacunas de COVID-19 y los efectos que dicen sentir después.

En palabras del primer autor, el psicólogo de la Universidad de Toledo (el Toledo de Ohio, no el de Castilla-La Mancha) Andrew Geers: «Nuestra investigación muestra claramente que las personas que esperan síntomas como dolor de cabeza, cansancio o dolor por la inyección tienen mucha más probabilidad de experimentar esos efectos secundarios que quienes no los esperaban«. Es decir, un efecto nocebo, lo opuesto al placebo, algo ya muy conocido en la literatura científica.

Geers y sus colaboradores encuestaron a más de 500 personas antes de vacunarse sobre sus expectativas previas respecto a siete síntomas comunes: fiebre, temblores, dolor en el brazo, cabeza o articulaciones, náuseas y fatiga. También recogieron información sociodemográfica y sus actitudes respecto a la pandemia. Posteriormente los entrevistaron de nuevo después de la vacunación para saber cuáles de estos síntomas habían experimentado. «Encontramos un vínculo claro entre lo que esperaban y lo que experimentaron«, dice la coautora Kelly Clemens. Esa correlación superaba a otros posibles factores, como la marca de la vacuna que recibían, la edad de los sujetos o el hecho de haber padecido ya la enfermedad.

Lo cual no pretende afirmar que la gente mienta, que se imagine cosas que no existen o que todo esté en su cabeza. Los ensayos clínicos han mostrado que las vacunas de la cóvid pueden tener algunos efectos secundarios menores y poco importantes. Pero como mencionan los autores en el estudio, hasta un 34% de los participantes en el ensayo clínico de la vacuna de Pfizer que habían recibido un placebo en lugar de la inmunización reportaron dolor de cabeza, que obviamente no tenía ninguna relación con la vacuna que no recibieron, ni tampoco con el placebo que sí recibieron. Las vacunas, prosiguen los autores, pueden causar fatiga, «pero este síntoma puede amplificarse por las expectativas de los individuos y su atención selectiva hacia este posible efecto secundario«, escriben. «Esto realmente muestra el poder de las expectativas y las creencias«, concluye Geers.

Frente a los bulos y la desinformación, lo cierto es que las vacunas de ARN (Pfizer y Moderna) se han alzado como las grandes triunfadoras de la pandemia. Esta tecnología ya tiene más de dos décadas de existencia, y en animales había demostrado su gran potencia e inocuidad, pero en humanos, en este caso sí, solo se había aplicado de forma experimental. Y aunque aún no se sabe cuánto durará la inmunidad que confieren, dado que no hay otro modo de saberlo sino dejar que pase el tiempo, estas vacunas han conseguido convencer incluso a los científicos que inicialmente tendían a confiar más en las tecnologías tradicionales, como las vacunas de virus inactivado. Las chinas de Sinopharm y CoronaVac, que utilizan este enfoque clásico, con el tiempo han empezado a perder capacidad de generar anticuerpos neutralizantes, lo cual es preocupante teniendo en cuenta que se han distribuido más de 3.000 millones de dosis en todo el mundo.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Vacuna de Moderna contra la COVID-19. Imagen de US Army.

Otro estudio reciente publicado en JAMA (la revista de la asociación médica de EEUU) ha confirmado lo que ya habían concluido los ensayos clínicos de las vacunas de ARN y que lleva repitiéndose desde que comenzaron las inmunizaciones, contra el gran poder de la desinformación y el miedo: los efectos secundarios de estas fórmulas, si existen, son menores y poco importantes. Los autores han recopilado los datos de 6,2 millones de personas que recibieron un total de 11,8 millones de dosis y que han quedado registrados en el sistema de vigilancia en EEUU.

Los investigadores analizaron 23 posibles efectos graves que se han notificado durante las campañas de vacunación, incluyendo trombos y problemas cardiovasculares, infartos y embolias, anafilaxis, encefalitis, síndrome de Guillain-Barré, trastornos neurológicos y otros. Los resultados muestran que no existe ninguna correlación estadística entre estos casos y las vacunas. Es decir, hay personas que sufren estos trastornos. Algunas de estas personas están vacunadas. Pero no existe mayor incidencia en las personas vacunadas, ni ninguna evidencia estadística que correlacione los trastornos con las vacunas.

Una preocupación surgida en los últimos meses ha sido la miocarditis en personas jóvenes. Tampoco se ha encontrado en este caso ninguna correlación estadística. Los autores calculan que por cada millón de dosis, habrá 6,3 casos de miocarditis, una cifra que entra dentro de los márgenes normales. En todos los casos detectados los síntomas fueron leves y remitieron al poco tiempo. También recientemente, una prepublicación (estudio aún sin revisar ni publicar pero disponible en internet) que mostraba una tasa de miocarditis de 1 por cada 1.000 vacunados, o el 0,1%, ha sido retirada cuando los autores han reconocido un error en sus cálculos: habían estimado la tasa sobre 32.000 vacunaciones, cuando el número real era de 800.000, por lo que la incidencia es 25 veces menor. Otra prepublicación ha estimado que el riesgo de miocarditis en menores de 20 años es seis veces mayor por el propio virus de la cóvid que por la vacuna.

Por supuesto, todo este trabajo no ha terminado, y tanto los sistemas de vigilancia como infinidad de investigadores permanecen atentos al seguimiento de las vacunas, tanto de la duración de la protección –lo que ha llevado a las recomendaciones sobre una tercera dosis– como de posibles efectos a largo plazo. Pero a fecha de hoy no hay ningún argumento basado en datos ni en ciencia para defender otra conclusión sino que las vacunas funcionan y son seguras. Sobre las proclamas de los de la disonancia cognitiva pueden hacerse chistes, pero la verdad es que no tiene ninguna gracia.

Las vacunas de Pfizer-BioNTech y Moderna neutralizan la variante británica del coronavirus

Entre las aproximadamente 200 vacunas en distintas fases de desarrollo, pruebas o aprobación contra la COVID-19, se encuentran representadas todas las tecnologías actualmente disponibles, pero podemos trazar una línea de separación entre dos grandes tipos: las que utilizan el virus (atenuado o inactivado para que no cause enfermedad) y las que no. Estas últimas emplean solo una pequeña parte de él, normalmente fabricada en el laboratorio, y combinada con otros elementos para conseguir que el sistema inmune monte una defensa eficaz contra esa parte del virus.

Exceptuando algunas de las chinas (Sinovac y Sinopharm), las vacunas de las que oímos hablar en estos días son todas de esta segunda clase, y todas ellas utilizan la misma parte del virus, la proteína Spike (S) con la que el SARS-CoV-2 se ancla a la célula. Todas utilizan la proteína S completa: Pfizer-BioNTech, Moderna, Oxford-AstraZeneza, Janssen/Johnson & Johnson, Novavax, la china de CanSino y la rusa Sputnik V (léase «uve» de vacuna, no «cinco»), por citar aquellas de las que más se habla. Una opción alternativa es emplear solo un fragmento de S responsable de la unión a la célula, llamado RBD (siglas de Dominio de Unión al Receptor). Pfizer y BioNTech tienen una segunda vacuna de este tipo en pruebas.

Por otra parte, estas vacunas difieren también en cómo introducen esa proteína o fragmento de proteína en el organismo. Las de Pfizer-BioNTech y Moderna lo hacen insertando en las células las instrucciones genéticas (ARN) para que ellas mismas fabriquen esas proteínas, mientras que las de Oxford-AstraZeneca, Janssen/Johnson & Johnson, CanSino y la Sputnik V incorporan la proteína a un virus inofensivo, y la de Novavax utiliza únicamente la propia proteína.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Entre todas estas opciones, a priori no hay una mejor ni peor; todas son válidas y todas pueden servir. Son los ensayos clínicos los que determinan en la práctica cuáles de ellas muestran un mejor comportamiento, máxima eficacia con mínimos efectos adversos. Las vacunas de virus completo atenuado o inactivado representan la primera generación, una tecnología ya casi con cien años de historia y de eficacia muy contrastada; muchas de las vacunas que solemos ponernos son de este tipo. Las vacunas recombinantes (las que emplean proteínas individuales o virus inofensivos como vehículos) empezaron a desarrollarse a partir de los años 80 y ya incluyen algunas muy extendidas por todo el mundo. Las últimas en llegar han sido las de ARN, creadas a finales del siglo pasado por la bioquímica húngara Katalin Karikó y el inmunólogo estadounidense Drew Weissman –ganadores del próximo Nobel, si es que aún queda algo de justicia en el mundo– y que solo ahora han comenzado a administrarse de forma masiva.

Pero de todo lo anterior se entiende que unas sí pueden estar mejor preparadas que otras para continuar siendo eficaces si el virus cambia. Las nuevas variantes (no «cepas») surgidas en Reino Unido, Brasil o Sudáfrica tienen cambios en la proteína S, especialmente en el RBD. Algunas de estas mutaciones pueden modificar la conformación de la proteína de tal modo que los anticuerpos neutralizantes y los linfocitos producidos por el sistema inmune –ya sea por infección previa o por vacunación– contra la variante original no puedan reconocer estas conformaciones distintas, y por lo tanto la nueva variante escape a la inmunidad ya creada. Y por lo tanto, que la nueva variante infecte a una persona vacunada o que ya pasó la enfermedad.

Así, cuantos más antígenos diferentes pueda presentar la vacuna al sistema inmune, más difícil será que el virus pueda evadirse si cambia alguno de sus componentes: las vacunas de virus completo tienen más posibilidades de servir contra variantes distintas que aquellas que solo utilizan la proteína S completa, y estas a su vez más que las que solo emplean el fragmento RBD.

Pero en la práctica, la única manera de saber si las vacunas funcionan contra nuevas variantes del virus es comprobarlo. Cuando surgió la nueva variante británica se encendieron las alarmas, ya que en principio no podía asegurarse que las vacunas disponibles continuaran siendo válidas. Ahora tenemos la confirmación de que al menos las de Pfizer-BioNTech y Moderna, las más utilizadas hasta ahora en Europa y EEUU, funcionan también contra esta nueva variante, aunque quizá su eficacia sea algo menor.

En un estudio aún sin publicar, los investigadores de Moderna han recogido muestras de sangre de ocho pacientes y 24 monos inoculados con las dos dosis de la vacuna estadounidense, y las han expuesto a partículas virales construidas artificialmente con diferentes versiones de la proteína S, incluyendo las presentes en las variantes británica y sudafricana del virus. Los resultados indican que el suero de los vacunados tiene la misma capacidad neutralizante contra la variante británica que contra la original. En el caso de la sudafricana, la neutralización originada por la vacuna se reduce a una quinta o una décima parte, pero según los autores esto todavía ofrece una neutralización significativa contra esta variante.

Por su parte, en un estudio publicado en Science, investigadores de BioNTech y Pfizer han construido también partículas virales artificiales con la versión de la proteína S de la variante británica del virus y han analizado la capacidad de neutralización del suero de 40 personas inmunizadas con la vacuna de estas dos compañías. «Los sueros inmunes mostraban una neutralización ligeramente reducida pero generalmente preservada en su mayoría«, escriben los autores, concluyendo que según sus datos «el linaje B.1.1.7 [la variante británica] no escapará a la protección mediada por [la vacuna de Pfizer-BioNTech] BNT162b2«.

En otro estudio aún sin publicar, investigadores de la Universidad Rockefeller de Nueva York, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) y Caltech han analizado la sangre de 20 personas que han recibido las dos dosis de la vacuna de Moderna o de la de Pfizer-BioNTech. Aunque encontraron que algunos de los anticuerpos producidos por estas personas pierden eficacia contra las nuevas variantes del virus, en algunos casos de forma drástica, en cambio observaron que en general los sueros mantienen una buena capacidad neutralizante contra dichas variantes, lo que atribuyen al hecho de que la sangre de las personas vacunadas contiene distintos anticuerpos, algunos de los cuales continúan siendo válidos.

Una advertencia final: todo lo anterior son estudios de laboratorio, que aún deberán confirmarse en el mundo real. Pero conviene subrayar que incluso si las nuevas variantes surgidas hasta ahora aún pueden contenerse con las vacunas actuales, surgirán otras que no; esto es casi inevitable, ya que los virus están sometidos a la selección natural tanto como cualquier otro ser vivo en la naturaleza (en este caso, su naturaleza somos nosotros). Por tanto, a medida que nuestras vacunas les impidan sobrevivir y reproducirse, estaremos favoreciendo que prosperen los mutantes capaces de escapar a nuestro control. Estos encontrarán su particular paraíso sobre todo en las personas inmunodeprimidas o aquellas que desarrollen menos inmunidad.

Sin embargo, esto no debería suponer un gran obstáculo para el futuro control de la pandemia. En especial, las plataformas de ARN como las de Moderna y BioNTech permiten modificar el diseño de las vacunas con enorme rapidez para atajar las nuevas variantes. Es una carrera de humanos contra virus. En Alicia a través del espejo, decía la Reina Roja que en su mundo era necesario correr mucho para quedarse en el mismo sitio. En biología evolutiva esta idea se ha utilizado durante décadas para explicar cómo las especies deben evolucionar para sobrevivir en un entorno cambiante en competición con otras especies. El caso de los virus no es diferente. Pero una vez que estamos en esa carrera de la Reina Roja, todo irá bien mientras continuemos corriendo al mismo ritmo que el virus.