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Los niños, una de las incógnitas sobre el futuro de la pandemia

Nada en ciencia se ha investigado tanto en tan poco tiempo como el coronavirus SARS-CoV-2 y la COVID-19, y no estaría mal pararnos de vez en cuando a pensar que si hoy ya no es la amenaza que era hace dos años no ha sido por casualidad ni por la fuerza de la naturaleza, ni por las danzas de la lluvia ni por las medidas de los gobiernos, sino gracias a los investigadores que han volcado un inmenso esfuerzo cuando era necesario reunir todo el ingenio humano para sacarnos de esta. Con independencia de la casualidad, la fuerza de la naturaleza y las danzas de la lluvia, y a pesar de las medidas de los gobiernos.

Frente a todo lo mucho que se sabe sobre el virus y su enfermedad, hay todavía importantes lagunas. La más grande y preocupante es la llamada cóvid persistente o larga; quiénes, cómo y por cuánto tiempo sufrirán secuelas una vez superada la enfermedad. Pero hay otras lagunillas que aún no se han podido sondear con la suficiente profundidad. Una de ellas es la respuesta de los niños frente al virus.

Por suerte, y esto sí es por suerte, no hemos tenido que vernos hasta ahora en una situación similar a la de la gripe de 1918 (la mal llamada «española»), cuando la segunda oleada comenzó a afectar sobre todo a personas jóvenes y sanas, incluyendo niños. Se piensa que esto se debió a que aquella gripe, como ocurre a veces con ciertas infecciones, era capaz de provocar una reacción inmunopatológica, un síndrome multiinflamatorio sistémico que levantaba una revolución del sistema inmune contra el propio organismo. Y cuanto más fuerte era el sistema inmune, como en las personas jóvenes y sanas, peor era esa autoagresión. En muchos enfermos graves de cóvid se ha observado también una respuesta de este tipo, y aunque en un principio se pensó que podía ser la causa principal de mortalidad, esto no ha quedado sólidamente establecido.

Con esta pandemia hemos tenido la incalculable suerte de que los niños han sido los menos afectados por la enfermedad. De los estudios se ha desprendido la idea de que se infectan menos, y cuando lo hacen enferman menos. Pero el virus no desaparecerá, y la posibilidad de que alguna variante futura se cebe especialmente con ellos es algo que no puede descartarse. Es por esto que se han adaptado las vacunas para los niños y se ha estudiado por qué sufren menos la enfermedad que los adultos. Las respuestas aún no son definitivas, y a veces los resultados no coinciden.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Un ejemplo lo tenemos muy reciente: con pocas semanas de diferencia hemos conocido un estudio según el cual la respuesta de anticuerpos en niños que han pasado la cóvid es menor que en los adultos, y otro que dice lo contrario, que es mucho más potente que en los adultos.

Recordemos que el sistema inmune se divide en dos grandes fuerzas, la inmunidad innata, también llamada no específica, y la inmunidad adaptativa, adquirida o específica. La primera es la respuesta temprana de emergencia. No reconoce cuál es el patógeno concreto contra el que tiene que luchar, sino que se limita a poner en marcha una serie de mecanismos de defensa general, al tiempo que se encarga también de despertar la inmunidad adaptativa. Esta, que tarda algo más en actuar, es la que se ocupa de fabricar una respuesta a medida contra el patógeno, a través de anticuerpos y linfocitos B y T que lo reconocen de forma concreta y dejan un recuerdo, una memoria inmunológica preparada para actuar más deprisa si el mismo patógeno vuelve a aparecer en el futuro.

En el caso de la cóvid se sabe que los niños despliegan una respuesta innata potente contra el virus, y se cree que esto podría explicar por qué la enfermedad les ha afectado menos. Por desgracia, también hay casos de niños que han fallecido a causa del virus, sobre todo aquellos que tenían otras patologías, y se han dado casos de un síndrome inflamatorio sistémico que en su momento generó cierto pánico. Pero, en general, la enfermedad ha sido muy benevolente o incluso inexistente en la gran mayoría de los niños, a pesar de que se han detectado en ellos cargas virales similares a las de los adultos.

Varios estudios han encontrado en los niños altos niveles de ciertos marcadores bioquímicos asociados a la respuesta innata, como interleukinas e interferones, moléculas que actúan como mensajeras entre células inmunitarias para poner los sistemas en alerta. También se ha detectado en ellos una mayor presencia de algunas clases de células propias de la respuesta innata, como neutrófilos activados, un tipo de glóbulos blancos de la sangre que ingieren y destruyen el virus.

Ocurre que, en contra de lo que podría creerse, en realidad la variación de la respuesta inmune con ciertos factores como la edad es un campo más bien poco estudiado. Y es así porque en la historia de la inmunología moderna tampoco se había presentado una situación en la que esto pudiera ser tan determinante. Se sabe que el envejecimiento causa un deterioro de las respuestas, como ocurre con todo el funcionamiento del organismo en general. Y se sabe que los niños tienen una gran fortaleza inmunitaria, aunque su sistema todavía esté menos entrenado y tenga un menor repertorio de memoria contra infecciones pasadas. Pero ¿que pueda haber una respuesta cualtitativamente distinta en niños y adultos contra un mismo patógeno? Esto no está en los libros de texto.

Y pasa que esto es importante en el momento en que nos encontramos, de cara al posible futuro de la pandemia. Es natural que en la calle el ánimo y la actitud frente al riesgo del virus hayan cambiado radicalmente respecto a hace dos años, pero los científicos no bajan la guardia. Porque si bien una respuesta innata más potente en los niños puede ser una ventaja a corto plazo, en su primer encuentro con el virus, en cambio a largo plazo podría convertirse en un inconveniente.

Este es el porqué: si la respuesta innata de los niños es lo suficientemente fuerte para librarles del virus en muchos casos, quizá la segunda oleada, la de la respuesta adquirida, no llegue a activarse lo suficiente. Esta última es la responsable de la memoria inmunológica. Y si no se crea memoria inmunológica, no quedarán en absoluto inmunizados. Podrían volver a contagiarse sin que su cuerpo recordara haber pasado la infección antes, como si fuera la primera vez. Y esto podría ser preocupante si surgiera alguna variante que pudiera afectarles en mayor medida.

Por lo tanto, interesa mucho saber qué tal lo ha hecho la respuesta adaptativa o adquirida en los niños, y para esto es necesario medir sus niveles de anticuerpos generales contra el virus, de anticuerpos neutralizantes en particular —aquellos que bloquean la entrada del virus a las células— y de los distintos tipos de células B y T contra el virus, incluyendo las células de memoria. Y todo ello en comparación con los adultos, para poder evaluar si su nivel de protección es semejante.

Pero aquí es donde surgen las discrepancias. Estudios iniciales en pequeños grupos de pacientes mostraron que los niños, con síntomas más leves que los adultos, tenían niveles similares de anticuerpos contra el virus, pero menos anticuerpos neutralizantes y menos células T encargadas de regular y potenciar la respuesta.

Ahora bien, y si una de las funciones de la respuesta innata es precisamente hacer saltar la alarma para que se ponga en marcha la inmunidad adaptativa, ¿por qué esto podría estar fallando en los niños? Uno de los estudios encontró que tenían menores niveles de monocitos inflamatorios, uno de los mecanismos que sirve de conexión entre ambas respuestas. De este modo, la alarma podría saltar, pero no escucharse.

Sin embargo y como ya he anticipado arriba, los resultados que han ido llegando después no señalan a una conclusión clara. A comienzos de marzo un pequeño estudio en Australia observó que, a igual carga viral entre niños y adultos y con síntomas leves o ausentes, solo la mitad de los primeros en comparación con los segundos producían anticuerpos contra el virus: un 37% de los niños frente a un 76% de los adultos (también hay un grupo considerable de adultos que no generan anticuerpos después de la infección). Los niños también tenían niveles más bajos de células de memoria. Y sin embargo, extrañamente en este caso los investigadores tampoco encontraron un aumento significativo de marcadores de la respuesta innata.

Los autores escribían: «estas observaciones sugieren que la serología puede ser un marcador menos fiable de infección previa con SARS-CoV-2 en los niños». Es decir, advierten sobre la posibilidad de que se estén infectando más niños de los que reflejan los datos oficiales, pero que muchos casos pasen inadvertidos porque no han tenido síntomas y en su sangre no ha quedado el rastro de la infección en forma de anticuerpos. Por ello los autores proponen «apoyar las estrategias para proteger a los niños contra la COVID-19, incluyendo la vacunación».

Solo unos días después del estudio australiano hemos conocido otro de la Universidad Johns Hopkins (este de verdad, no como algunos fakes que se han atribuido a esta universidad durante la pandemia) en colaboración con el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) que parece decir lo contrario: los niveles de anticuerpos contra la zona de la proteína Spike del virus que sirve para invadir las células son 13 veces mayores en niños de 0 a 4 años que en adultos, y 9 veces mayores en los de 5 a 17 años. Y específicamente los anticuerpos neutralizantes son también más abundantes, el doble en los niños de 0 a 4 años que en los adultos.

Pero aunque estos resultados puedan parecer contradictorios con los anteriores, hay que fijarse en los detalles: el estudio de la Johns Hopkins no se basa en un grupo de pacientes confirmados de infección, sino que se enmarca en un proyecto de vigilancia de la enfermedad en una población de hogares con niños pequeños. Los autores tomaron muestras de sangre de 682 personas, más o menos mitad y mitad de adultos y niños, en 175 hogares. De estas, encontraron anticuerpos en 56 participantes, de los cuales exactamente la mitad eran niños, y fue en estas muestras seropositivas donde compararon los niveles de anticuerpos en niños y adultos.

Es decir, el estudio no contempla la posibilidad de que una parte de la población analizada se haya infectado pero no haya generado anticuerpos (este es el caso también de otro estudio reciente de la Universidad de Texas). Y con todo, los autores observan que los niños tienen niveles de anticuerpos neutralizantes relativamente bajos con respecto a sus propios anticuerpos totales contra el virus, algo a lo que dicen no encontrar explicación.

Pese a todo, hay que decir que otros estudios previos han encontrado también una buena respuesta de anticuerpos en los niños, pero en general todos ellos han analizado poblaciones relativamente pequeñas. Lo cual no dará el asunto por zanjado hasta que tengamos más estudios, más estandarizados, y metaestudios que analicen los resultados en conjunto. Otra variable que hasta ahora se escapa es la de las variantes; en general los estudios sobre la respuesta de memoria en los niños se han referido a variantes anteriores o, en el caso de los más recientes, no han distinguido estas de las más nuevas como Delta u Ómicron.

La pandemia ya debería habernos enseñado que no sabemos lo que va a ocurrir en el futuro. Lo que hemos aprendido nos dice que las vacunas también funcionan en los niños, pero en esta franja de edad las tasas de vacunación han sido menores que en los adultos. Muchos padres y madres han decidido que sus hijos no necesitan la vacuna, que la enfermedad en los niños es leve y que no corren peligro, menos aún en esta fase que ya muchos contemplan como los últimos estertores de la pandemia. Y ojalá sea así.

Pero en realidad no lo sabemos. Las reacciones de pánico de quienes acapararon en las compras en los supermercados tienen también su equivalencia en los codazos para vacunarse cuando hay urgencia. El ser humano tiende a tropezar en la misma piedra todas las veces que esa piedra se le ponga por delante. Y si, esperemos que no, algún día surgiera una nueva variante más peligrosa para los niños, puede que quienes sí han vacunado a los suyos se alegren entonces de haber actuado a tiempo, cuando no había codazos.

Ómicron no es «leve»: así es como las vacunas reducen su gravedad

El rápido desarrollo y despliegue de las vacunas contra la COVID-19 ha sido el mayor triunfo de la ciencia durante esta pandemia, y la clave de la situación en la que estamos ahora: una amenaza infinitamente menor que la de hace dos años, cuando la Organización Mundial de la Salud comenzaba a calificar el brote como pandemia y nos veíamos obligados a confinarnos ante la avalancha de enfermedad y muerte que saturaba los hospitales.

Afortunadamente la oleada de la variante Ómicron, más infecciosa que las anteriores, no se ha traducido en la catástrofe que podría haber sido. Todos recordamos que, cuando esta variante empezó a expandirse, en los medios se difundió el mensaje de que Ómicron era menos peligrosa, pero esto es algo que realmente aún no se ha confirmado. Aquellos mensajes se basaban en el hecho de que la mortalidad que se estaba observando se había reducido respecto a variantes anteriores, y en resultados experimentales preliminares según los cuales parecía que la replicación de Ómicron en el pulmón era menos eficiente.

Pero lo cierto es que a estas alturas todavía no hay base científica sólida para afirmar que Ómicron sea más leve. Los estudios irán llegando, pero aún no los tenemos. Y en cambio, cada vez parece reconocerse más la idea de que, sea o no Ómicron más leve, probablemente el factor fundamental que ha contenido la gravedad de esta ola es que nosotros somos más fuertes.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Esta semana se ha publicado en Science un estudio que ha analizado la reinfección con Ómicron en personas previamente infectadas en Sudáfrica entre noviembre del 21 y enero del 22. El estudio concluye que con las variantes Beta y Delta no aumentó el riesgo de reinfección —de hecho, se redujo—, pero sí con Ómicron. Durante la expansión de esta variante en Sudáfrica hubo reinfecciones frecuentes en personas que ya se habían infectado en cualquiera de las oleadas previas, algo que antes solo había ocurrido en un pequeñísimo porcentaje.

¿Qué nos dice esto? Nos dice, en primer lugar, algo que ya sabemos y que es bien conocido: que Ómicron tiene mayor capacidad de evasión de la inmunidad creada contra variantes anteriores. Pero es importante entender que esta evasión se refiere solo a la capacidad del virus para infectar; no de provocar enfermedad grave o la muerte.

Dicho de otro modo, la inmunidad convocada por vacunación o infección no puede impedir el contagio con Ómicron (sí reducirlo, en un factor de 5x en las personas con dosis de refuerzo frente a las no vacunadas), pero evita una enfermedad grave. Como decía un informe del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU que analizaba la menor gravedad y mortalidad con Ómicron, «este aparente descenso en la gravedad de la enfermedad probablemente está relacionado con múltiples factores, sobre todo el aumento de la cobertura de vacunación y el uso de dosis de refuerzo en los subgrupos recomendados».

Este es el mensaje que últimamente se está consolidando en los medios científicos: que quizá Ómicron sea un poco menos grave, pero no es «leve». La OMS advierte en su web: la idea de que «Ómicron solo causa enfermedad leve» es un mito. «La tasa comparativamente más baja de hospitalizaciones y muertes hasta ahora se debe en gran parte a la vacunación, sobre todo de grupos vulnerables. Sin las vacunas mucha más gente estaría en el hospital». En las últimas semanas se ha advertido en medios y revistas científicas de que en algunos lugares la mortalidad por Ómicron está siendo mayor que con variantes anteriores; el aumento de los contagios con esta variante ha sido tan brutal que su expansión compensa la reducción del riesgo de muerte en la población vacunada, cobrándose más vidas entre los no vacunados que las variantes anteriores entre la población general.

Me ha parecido conveniente volver sobre esto, que ya he comentado anteriormente aquí, porque a estas alturas aún sigo recibiendo preguntas de personas que dicen estar vacunadas con pauta completa (doble dosis), pero que van a evitar la dosis de refuerzo porque, dicen, Ómicron ya no es peligrosa. Es muy importante entender que Ómicron es menos peligrosa en las personas vacunadas, mejor con dosis de refuerzo. Como ya expliqué aquí, la tercera dosis de la vacuna restaura un nivel adecuado de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Las vacunas además inducen otros mecanismos de protección adicionales que no se miden en niveles de anticuerpos neutralizantes, como la respuesta de células T.

Esta semana Science publica otro estudio que describe un mecanismo adicional mediante el cual las vacunas nos están protegiendo contra Ómicron. Los autores han comprobado que, aunque esta variante escapa en gran medida de los anticuerpos dirigidos contra la región de la proteína Spike (S) del virus que se une al receptor en las células humanas (esto es de lo que se habla cuando se habla de la evasión inmunológica de Ómicron), en cambio las vacunas mantienen los niveles de los anticuerpos que se unen a otras regiones de la proteína S. Estos anticuerpos no neutralizan el virus, pero tienen otra manera de atacarlo.

Recordemos que un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno (en este caso, la proteína S) por las dos puntas de las ramas superiores. La rama vertical de la «Y» recibe el nombre de región Fc del anticuerpo. Cuando este se une a su antígeno, la región Fc puede a su vez unirse a ciertas molecúlas en la superficie de algunas células del sistema inmunitario, causando el efecto de apretar un botón: esa unión activa a las células para desplegar su armamento contra el virus. Entre esas células se encuentran las llamadas NK, o Natural Killers («asesinas naturales»), que se encargan de matar las células infectadas.

Los autores han visto que la sangre de las personas vacunadas, sobre todo con las vacunas de ARN (BioNTech-Pfizer y NIAID-Moderna), contiene buenos niveles de estos anticuerpos que se unen a la S de Ómicron sin neutralizar el virus, pero activando las células NK que mantienen la infección a raya.

Y concluyen: «Así, a pesar de la pérdida de neutralización de Ómicron, los anticuerpos específicos contra la proteína Spike generados por la vacuna continúan ejerciendo la función efectora del Fc, lo que sugiere una capacidad de los anticuerpos no neutralizantes para contribuir al control de la enfermedad».

Resumiendo todo lo anterior, las vacunas reducen la gravedad de Ómicron a través de varios mecanismos, no solo los anticuerpos neutralizantes, sino también otros sistemas de la inmunidad adquirida o específica (anticuerpos no neutralizantes y células T) y también de la llamada inmunidad innata (células NK). Todo esto es lo que está reduciendo la gravedad de Ómicron. Para las personas no vacunadas y que todavía no se han infectado, Ómicron podría ser incluso tan grave como la versión original del virus que obligó a cerrar la sociedad. Las personas vacunadas con dos dosis están mucho más protegidas que las no vacunadas, pero la tercera dosis aumenta este nivel de protección.