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Cuidado con los productos «matavirus», y con las desinfecciones que pueden favorecer las superbacterias

De toda crisis siempre hay quien saca tajada. Hace unos días un nuevo informe de Oxfam nos revelaba el nada sorprendente dato de que los más ricos se han enriquecido durante la pandemia, mientras que los pobres se han empobrecido. No se puede objetar a nadie que venda un producto legal. E incluso si hay casos en los que el oportunismo de hacer dinero de una desgracia para la humanidad no causa demasiada simpatía, tampoco se trata en este blog de dar lecciones morales.

En cambio, sí se trata aquí de advertir contra las ofertas comerciales pretendidamente basadas en la ciencia que pueden llevar a algunas personas a engaño o a confusión, y muy especialmente cuando no solo se trata de algo que puede ser innecesario o inútil para quien lo consume, sino que además puede ser enormemente perjudicial para todos.

Ya conté aquí en mayo de 2020 cómo el pánico provocado por la pandemia estaba alumbrando una nueva pseudociencia, la de la seguridad contra la COVID-19: absurdas desinfecciones de calles y felpudos matavirus, ineficaces tomas de temperatura y cámaras térmicas, innecesarias luces UV germicidas y duchas de ozono. Y debemos recordar por qué todo esto es pseudociencia. La pseudociencia es algo que se presenta como ciencia pero que no lo es. Y una de las razones por las que puede no serlo es por proclamas falsas, exageradas o infalsables. Incluso en el caso de la luz germicida y el ozono, que al menos sí hacen lo que se dice que hacen, el problema es que el intento de vender estos sistemas se basa en proclamas exageradas, en meter miedo sobre un riesgo del que no hay constancia científica, por no decir que sencillamente no existe en la gran mayoría de los casos.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Con dos años de pandemia a nuestras espaldas, a estas alturas todo el mundo debería saber ya que el peligro está en el aire. No en las sillas, ni en los parques infantiles, ni en la hoja del menú de un restaurante, ni en el correo, ni en los paquetes de Amazon, ni en el carro del súper, ni en un billete de 20 euros, ni en el pasamanos de una escalera mecánica, ni muchísimo menos en el suelo.

Que la sociedad en conjunto haya tomado conciencia de que debemos ser un poquito más limpios y lavarnos las manos a menudo con agua y jabón es un avance. Que tratemos de evitar aquellas cosas que todo el mundo toquetea es algo que nunca está de más. Un servidor utilizaba siempre los guantes de plástico de las gasolineras desde mucho antes de la pandemia (aunque debería buscarme unos no desechables); no por el olor a gasolina —el motivo por el cual los ponen, al parecer—, sino porque las superficies de contacto frecuente que jamás se limpian (teclados de cajeros o máquinas expendedoras, pomos de puertas en lugares públicos, etc.) tienden a acumular bacterias que uno no tiene por qué llevarse puestas.

En los días de mayor pánico, en la primavera de 2020, llamaba la atención cómo llegabas al supermercado y todo era desinfección y limpieza, e incluso te aconsejaban pagar con tarjeta para no manejar billetes. Pero luego tenías que marcar el PIN de la tarjeta en un teclado que todos los clientes tocaban. Era el teatrillo de la desinfección.

Sobra decir que en toda la pandemia no ha habido hasta ahora evidencias científicas sólidas de una transmisión generalizada del virus mediada por el contacto con superficies u objetos. Pero la publicidad de los productos desinfectantes o presuntamente esterilizantes no ha cesado de alimentar la idea contraria con proclamas exageradas, y a veces incluso claramente engañosas.

Por ejemplo, de cierto producto desinfectante se ha dicho que evitaba la replicación del virus en las superficies. Pero al contrario que las bacterias, ningún virus se replica jamás en una superficie o en un objeto inanimado. Los virus son parásitos obligados; necesitan invadir una célula diana para secuestrar su material molecular y utilizarlo para producir nuevos virus. Un virus sobre una superficie está inerte. Puede ser infectivo o no, dependiendo de su capacidad para conservar su integridad fuera del organismo hospedador.

Pero matar un virus fuera del cuerpo es enormemente fácil; no hay que hacer nada, porque se muere él solo. De hecho, mantener un virus vivo (es un decir, ya que un sector de la comunidad científica no los considera seres vivos) fuera de un organismo es mucho más difícil que matarlo. Los virus que se mantienen en cocultivos de laboratorio con sus células hospedadoras requieren unas condiciones muy estrictas y precisas, junto con un manejo muy cuidadoso en un ambiente estéril. Lo difícil es matar el virus cuando se encuentra dentro, ya que el cuerpo de su organismo huésped es la incubadora perfecta.

Pese a ello habrá quien piense que, en todo caso, un poco más de desinfección y esterilización, daño no hace. El problema es que sí, que daño sí puede hacer.

Esta pasada semana la revista The Lancet publicaba los resultados de un gran estudio colaborativo llamado GRAM, Global Research on Antimicrobial Resistance, o investigación global sobre resistencia a antimicrobianos, liderado por la Universidad de Oxford. El estudio viene acompañado por otros tres artículos. Uno de ellos resume el problema en el título: «La pandemia ignorada de la resistencia a antimicrobianos«.

La expansión de las bacterias resistentes a antibióticos, un problema del que ya he hablado aquí anteriormente, es una enorme, gigantesca, inmensa amenaza. No hay adjetivo lo suficientemente alarmante para describir su magnitud. Pero sí hay datos: según el estudio GRAM, en 2019 se produjeron en el mundo 4,95 millones de muertes asociadas a la resistencia bacteriana a antimicrobianos. De ellas, 1,27 millones vinieron causadas directamente por esa resistencia; es decir, que esas 1,27 millones de muertes se habrían evitado si las bacterias responsables de la infección hubiesen respondido a los antibióticos. En el caso de las restantes hasta los 4,95 millones, esas personas se habrían salvado si no hubiesen contraído la infección en primer lugar, pero la resistencia complicó su tratamiento.

El estudio GRAM es el más completo y exhaustivo hasta la fecha sobre esta cuestión: los autores han reunido los datos de 204 países y territorios en 2019, cubriendo 23 tipos de bacterias y 88 combinaciones de bacteria-antibiótico, o sea, resistencias específicas de un tipo de bacteria. De todas las bacterias incluidas en el estudio, la responsable de más muertes es Escherichia coli, la bacteria intestinal por excelencia, normalmente inofensiva, pero cuyas cepas más agresivas causan la mayoría de las intoxicaciones alimentarias. La siguen en este estudio Staphylococcus aureus, Klebsiella pneumoniae, Streptococcus pneumoniae, Acinetobacter baumannii y Pseudomonas aeruginosa. Estas seis acumulan 929.000 muertes directamente causadas por el patógeno resistente. En cuanto a las resistencias específicas, la primera en el ranking es la resistencia a meticilina de S. aureus, que por sí sola es responsable de más de 100.000 muertes.

Según estos datos, los autores apuntan que la resistencia a antimicrobianos es la tercera causa global de muerte (de un total de 174 causas) si se consideran todos los fallecimientos asociados, solo por debajo de los infartos cardíacos y cerebrales. Si se tienen en cuenta solo las muertes directamente atribuibles a la resistencia, es la 12ª causa de muerte, casi igualando la suma de VIH y malaria, y solo por detrás de la COVID-19 y la tuberculosis en cuanto a infecciones. De los seis patógenos más peligrosos, solo hay vacuna contra uno, S. pneumoniae, el neumococo que causa neumonías.

Los autores del estudio concluyen que la resistencia a antibióticos «es una gran amenaza a la salud global que requiere mayor atención, financiación, construir capacidad, investigación y desarrollo y un establecimiento de prioridades hacia patógenos específicos por parte de la comunidad de salud global«. Un editorial que acompaña al artículo advierte: «La resistencia a antimicrobianos se ha visto a menudo como un riesgo abstracto para la salud, una posible causa de enfermedad y muerte en el futuro. Este modo de pensar hace fácil ignorarlo. Pero las nuevas estimaciones exhaustivas muestran que está matando a mucha gente ahora. Los daños de la resistencia antimicrobiana están con nosotros hoy«.

Frente a este problema creciente, hay algo que como ciudadanos sí podemos y debemos hacer. En primer lugar, debemos hacer un uso racional y mesurado de los antibióticos, utilizándolos solo cuando son realmente necesarios. El uso excesivo de los antibióticos propicia que las bacterias sensibles desaparezcan en favor de las resistentes, y estas cuentan además con mecanismos genéticos propios para transferir esa resistencia a otras, incluso de distinta especie. Es cierto que en países como el nuestro la prescripción de antibióticos está más controlada que en otros. Pero el uso racional incluye también, por ejemplo, no automedicarnos con lo que sobró de un tratamiento anterior, ni mucho menos tomar antibióticos caducados, ya que el uso de dosis más bajas —como ocurre en un antibiótico pasado de fecha que ha perdido parte de su actividad— favorece la selección de resistencias.

Pero el riesgo de favorecer la expansión de superbacterias no está solo en el uso inadecuado de antibióticos, sino también de productos desinfectantes. Traigo de nuevo aquí algo que ya conté en noviembre de 2020, citando un artículo publicado entonces en The Lancet:

La desinfección regular de superficies conduce a “una reducción en la diversidad del microbioma y a un aumento en la diversidad de genes de resistencia. La exposición permanente de las bacterias a concentraciones subinhibidoras de algunos agentes biocidas utilizados para la desinfección de superficies puede causar una fuerte respuesta celular adaptativa, resultando en una tolerancia estable a los agentes biocidas y, en algunos casos, en nuevas resistencias a antibióticos”.

Por ello, los investigadores recomiendan la desinfección de superficies “solo cuando hay evidencias de que una superficie está contaminada con una cantidad suficiente de virus infectivo y hay probabilidad de que contribuya a la transmisión del virus, y no puede controlarse con otras medidas, como la limpieza o el lavado a mano de la superficie”.

Como también recordábamos entonces, los productos desinfectantes pueden estimular el intercambio de ADN entre bacterias, un mecanismo que utilizan para pasarse genes de resistencia a antibióticos. Una revisión reciente en la revista Current Research in Toxicology nos recuerda que «la repetida exposición de los microorganismos a desinfectantes, antibióticos u otros químicos genotóxicos puede causar que muten por procesos naturales, haciéndolos resistentes al repetido uso de geles de manos«. El artículo menciona que muchas de las bacterias circulantes más comunes ya son resistentes a muchos de los desinfectantes más utilizados.

Por lo tanto, también de los desinfectantes hay que hacer un uso racional: mantener un nivel de limpieza e higiene normal, el mismo que antes de esta pandemia. Limpiar con agua y jabón. Lavarnos las manos con agua y jabón. Desinfectar —preferiblemente con lejía normal— solo lo estrictamente necesario, como los baños, el frigorífico o la tabla de cortar alimentos. Huir de los productos que se venden como «antibacterias». No necesitamos champú antibacterias, friegasuelos antibacterias, esponja antibacterias ni lavavajillas antibacterias. Los niños tampoco los necesitan; de hecho, su sistema inmune es más fuerte que el de los que ya hemos cumplido ciertas edades. Estos productos no nos protegen de ningún peligro al que estemos expuestos, y en cambio sí pueden agravar otro que en las próximas décadas, si no lo evitamos, podría convertirse en la mayor amenaza infecciosa de este siglo.

Por qué es importante llamar al negacionismo por su nombre

Hace unos días un famoso periodista de radio, conductor de uno de los programas de mayor audiencia de la mañana, criticaba con sarcasmo el término del uso «negacionismo» aplicado a quienes no creen en la existencia del virus de la cóvid o en la eficacia de las vacunas. El periodista en cuestión no pertenece a estos grupos, pero venía a decir que el único «negacionismo» admisible es el original del término, relativo al Holocausto, y ridiculizaba el uso de la palabra que según él se ha puesto de moda ahora en referencia a la pandemia y, por extensión, a casi cualquier otra cosa. Para el periodista, esto venía a ser una frivolización del término que daña el que él creía el único uso válido.

El nombre del periodista es lo de menos, ya que no se trata aquí de rebatir una opinión personal; cada uno es muy libre de decidir qué usos del término «negacionismo» le gustan y cuáles no, tanto como cada cual tiene perfecto derecho a odiar que se llame sujetador al sostén o sostén al sujetador. Pero sí se trata aquí de desmentir una idea equivocada, y es que ese término ha saltado desde el Holocausto a la cóvid por alguna especie de capricho, moda o jerga política.

El negacionismo, la idea, tiene una larguísima historia detrás en el campo de la ciencia. El negacionismo, el término, tiene una historia detrás en el campo de la ciencia, no tan larga, pero sí muy analizada, discutida y publicada. Aplicarlo a la cóvid es solo una extensión natural de su aplicación histórica a otros casos de negacionismo de la ciencia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Es cierto que algunas fuentes citan el primer uso de la palabra «negacionismo» como referido al Holocausto en el libro de 1987 El síndrome de Vichy, del historiador francés Henry Rousso, quien definía el négationnisme como una negación del Holocausto políticamente motivada, a diferencia del revisionismo histórico legítimo basado en el estudio de los hechos. Este tipo de negacionismo histórico se ha aplicado a otros muchos casos, y suele citarse el libro de 2001 del sociólogo Stanley Cohen States of Denial como la fuente académica de referencia en la psicología de la negación referida al sufrimiento humano, la opresión y la injusticia (aunque Cohen empleaba el término «negación», no «negacionismo»).

Pero, en la ciencia empírica, el negacionismo ha seguido su propio camino. Es difícil saber cuándo se utilizó por primera vez y quién lo hizo; ni siquiera expertos como el sociólogo Keith Kahn-Harris han sido capaces de clavar una chincheta en su origen concreto. La versión inglesa del término, denialism, se imprimió por primera vez en el diccionario Merriam-Webster en 1874, casi 70 años antes del genocidio nazi, con la siguiente definición: «La práctica de negar la existencia, verdad o validez de algo a pesar de las pruebas o fuertes evidencias de que es real, verdadero o válido«. Los ejemplos que recoge este diccionario sobre el uso de la palabra son todos relativos al negacionismo de la ciencia.

La negación de la ciencia es casi tan antigua como la propia ciencia. El caso de Galileo es un ejemplo temprano y paradigmático, como repasaba el astrofísico Mario Livio en su libro Galileo: And the Science Deniers. Después se han sucedido infinidad de casos: la sepsis, la teoría microbiana de la enfermedad, la evolución biológica, los efectos del DDT, del plomo en la gasolina o del tabaco, las vacunas en general, el VIH/sida, el cambio climático o, el último, la COVID-19.

Todos estos casos se han analizado y estudiado en el mundo de la ciencia durante décadas, aunque el desarrollo del concepto de negacionismo de la ciencia comenzó sobre todo con los trabajos de Mark y Chris Hoofnagle y con el libro de 2009 de Michael Specter Denialism: How Irrational Thinking Hinders Scientific Progress, Harms the Planet, and Threatens Our Lives (Negacionismo: Cómo el pensamiento irracional obstaculiza el progreso científico, daña el planeta y amenaza nuestras vidas).

Es cierto que no a todo el mundo tiene por qué gustarle el uso del negacionismo aplicado a la ciencia, pero a menudo se cometen errores cuando se juzga el negacionismo de la ciencia desde fuera de la ciencia. Por ejemplo, a Cohen no le gustaba; como refería el criminólogo Willem de Haan en el libro Denialism and Human Rights, para Cohen no era lo mismo una realidad histórica como el Holocausto que el cambio climático, «una predicción científica de lo que probablemente ocurrirá en el futuro«, escribía De Haan, añadiendo que «en el caso del cambio climático, hay y debería haber espacio para un respetable escepticismo científico«.

Doble error: por un lado, aplicar a la predicción científica el concepto popular de la predicción. En la calle, una predicción es algo que uno cree que va a ocurrir o puede ocurrir en el futuro, basándose en lo que a cada uno le apetezca basarse. En ciencia, una predicción es algo muy diferente: es el resultado de uno o varios modelos matemáticos bajo unas determinadas condiciones, de modo que el resultado no tiene por qué estar restringido a un marco temporal concreto, ni mucho menos futuro; por ejemplo, un modelo científico predice cómo los cuerpos caen siempre; otro modelo científico predice el nivel de oxígeno en la atmósfera hace 200 millones de años. En el caso del cambio climático, los modelos predicen cómo ha evolucionado el clima desde la Revolución Industrial, en el pasado, en el presente y en el futuro. No es lo que dice De Haan.

El segundo error, muy común, es confundir escepticismo con negacionismo. Como contaba en 2011 en el Bulletin of the Atomic Scientists (los del reloj del apocalipsis) el historiador de la física Spencer Weart, cuando en 1896 (sí, en el siglo XIX) se advirtió por primera vez sobre el cambio climático, durante décadas hubo muchos científicos expertos en el clima que se mostraron escépticos; querían más pruebas para creer que aquello era real.

El escepticismo es una cualidad esencial en cualquier científico. Un científico debe mostrarse escéptico incluso ante sus propias hipótesis y sus propios resultados. Solo cuando el volumen de pruebas es abrumador es cuando se llega a un consenso. Pero como con la predicción, tampoco el consenso en ciencia significa lo mismo que en la calle: como escribía en la revista digital de la Universidad de Auckland The Big Q la psicóloga Fiona Crichton, experta en negacionismo de la ciencia, «es desafortunado que en el lenguaje común el consenso se use también para referirse a un acuerdo político, un compromiso o una llamada a la opinión popular, lo que puede llevar a confusión sobre el rigor que subyace a un consenso científico. Los científicos no están negociando una postura o alcanzando un compromiso para llegar a un acuerdo«. «Es importante que, cuando pensamos en el consenso, consideramos la posición de los expertos relevantes, no lo que el público en general piensa o ni siquiera lo que cada científico cree; se refiere a las conclusiones a las que han llegado los científicos en el campo relevante«. En el caso del clima, este consenso científico se alcanzó en 1989, según Weart.

Así, desde el momento en que existe un consenso científico, se acaba el recorrido del escepticismo y empieza el del negacionismo. «En un momento ya no hay escépticos, quienes tratan de ver todos los ángulos del caso, sino negadores, cuyo único interés es sembrar la duda sobre lo que otros científicos han acordado que es cierto«, escribía Weart. Los negacionistas a menudo se llaman a sí mismos escépticos, pero están jugando con cartas trucadas; no hay espacio para el escepticismo cuando existe un consenso científico. El negacionismo se define precisamente por su diferencia con el escepticismo. Como escribía Specter en el libro citado arriba, «los negacionistas reemplazan el riguroso escepticismo de la ciencia, de mantener la mente abierta, con la inflexible certeza de un compromiso ideológico«. Según Kahn-Harris, «donde la negación es el rechazo a mirar a la verdad a la cara, el negacionismo es una estrategia sistemática de desinformación. El ‘ismo’ indica el intento consciente de engañar al público para que crea que hay un debate científico, cuando no existe«.

A menudo ocurre que a quienes no les gusta el término «negacionismo» es a los propios negacionistas. Ocurre lo mismo con la pseudociencia. Como escribía el historiador de la ciencia Michael Gordin en su libro de 2012 The Pseudoscience Wars, «nadie en toda la historia del mundo se ha identificado jamás a sí mismo como un pseudocientífico. No existe una persona que se levante por la mañana y piense, voy a mi pseudolaboratorio a hacer algunos pseudoexperimentos para tratar de confirmar mis pseudoteorías con pseudodatos«.

Del mismo modo, la periodista Celia Farber no se autoidentificaba como negacionista a pesar de que en 2006 escribía un artículo en la revista Harper’s Magazine en el que daba pábulo a las teorías negacionistas del VIH/sida del biólogo molecular Peter Duesberg, del expresidente de Sudáfrica Thabo Mbeki y otros. Farber criticaba el uso del término «negacionismo», alegando que equivalía a comparar moralmente el escepticismo sobre el VIH/sida con la negación de la masacre de seis millones de judíos por los nazis.

El artículo fue respondido por otro firmado por un grupo de científicos liderado por el codescubridor del VIH Robert Gallo, que desgranaba todos los errores del texto de Farber. Y escribían Gallo y sus colaboradores: «De forma análoga al negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es un insulto a la memoria de aquellos que han muerto de sida, así como a la dignidad de sus familias, amigos y supervivientes. Como con el negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es pseudocientífico y contradice un inmenso cuerpo de investigación«. En su libro, Specter escribía: «Los que niegan el Holocausto y los negacionistas del sida son intensamente destructivos, incluso homicidas«; en 2008 algunos estudios estimaron que la política negacionista del sida de Mbeki en Sudáfrica, que prohibió el uso de antirretrovirales en los hospitales públicos, causó la muerte prematura de más de 330.000 enfermos.

Por todo lo dicho, es importante continuar llamando negacionismo al negacionismo, incluso si, como escribía en The Scientist la investigadora de la Academia de Ciencias de Nueva York Kari Fischer después de la celebración de un congreso sobre negacionismo de la ciencia —sí, incluso hay congresos sobre esto—, etiquetar a alguien como negacionista solo consigue que se atrinchere aún más. Porque dejar de llamar negacionistas a los negacionistas es caer en la trampa que ellos pretenden tender. «Negacionista» no es un insulto, no es una difamación; es simplemente una descripción, de acuerdo a una definición aplicada en el campo de la ciencia. Y no querer llamar a las cosas por su nombre es también, en cierto modo, una forma de negacionismo.

No es posible convencer a los antivacunas: las campañas de información no bastan

En los casi siete años que llevo haciendo este blog, me he ocupado aquí en numerosas ocasiones de las pseudociencias; lo suficiente para recibir mi correspondiente ración de troleo y hate mail. Pero no lo suficiente para contentar a quienes, comprensiblemente, me reprochan que pese a todo no le dedico a ello suficiente cuota de pantalla. Y digo comprensiblemente porque entiendo el argumento: algunos piensan que todo outlet mediático de ciencia tiene la obligación inherente de combatir la anticiencia a capa y espada, noche y día, dada la importancia de la misión. Y esto es razonable. Lo que ocurre es que, la vocación de apóstol, se tiene o no se tiene, y yo no la tengo.

Entiéndase: lo de apóstol no va con ningún ánimo peyorativo, sino simplemente descriptivo. Un apóstol (acepción 5 de la RAE) suele plantarse en mitad del ágora para pregonar su mensaje a aquellos que no necesariamente quieren escucharlo, con el propósito de captar su atención a toda costa y convencer al menos a algunos de ellos. En cambio, lo mío es más sentarme en un rincón y contar cosas de las que sé para quienes voluntariamente deseen sentarse a escuchar.

En el menú de esas cosas no solo se incluyen la inmunología, mi materia de tesis (sí, es cierto que desde febrero este blog se ha convertido en coronablog, como lo llama un amigo, pero creo que en este caso sí es una obligación ineludible), la bioquímica y la biología molecular, mi especialidad de carrera, o la biología sin más, mi campo profesional, sino también la ciencia en general. Lo bueno de la ciencia es que es sistemática y previsible. Conociendo sus mecanismos, se sabe qué buscar, cómo buscarlo y a quién preguntar; diferenciar ciencia de lo que no lo es y a los auténticos expertos de quienes no lo son. Buscando esa ciencia y preguntando a quienes la conocen, es posible también contar cosas de las que uno no sabe, de forma no demasiado desacertada (creo, aunque es simplemente una visión personal, que esto es lo que diferencia la divulgación científica de la información científica).

Entre esas cosas de las que no sé se incluye la psicología de la conspiranoia, la pseudociencia y la anticiencia. Y como no sé, no aventuro opiniones personales que no tendrían el menor valor, sino que desde hace años sigo los estudios que publican quienes sí saben, y pregunto a sus autores. Y esos estudios y esos autores me han transmitido repetida y consistemente un mensaje común: no es posible convencer con argumentos racionales a quienes no basan su pensamiento en argumentos racionales. Por explicarlo de algún modo, tratar de convencer con argumentos científicos a un conspiranoico, creyente en la pseudociencia o defensor de la anticiencia, es como cambiarnos de calcetines para ver si cambia el color del jersey.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Recientemente insistía sobre ello en un artículo en The Conversation el psicólogo Jay Maddock, profesor de Salud Pública de la Universidad A&M de Texas. Maddock ponía dos ejemplos. En 2008 se extendió en EEUU el bulo de que el entonces presidente Barack Obama no había nacido en aquel país, un rumor alentado, cómo no, por Donald Trump. A instancias de una petición, se rescató y examinó el certificado de nacimiento de Obama en Hawái –el propio Maddock presidía la Comisión de Salud de aquel estado por entonces–, certificándose su autenticidad. Para sorpresa de Maddock, el bulo siguió vivo y coleando, inmune a la evidencia. Y aún perdura.

Para el caso que nos ocupa, Maddock contaba también que en una ocasión escuchó un podcast sobre el movimiento antivacunas, al que llamaba una mujer que no creía en la seguridad de las vacunas. El locutor le preguntaba cuántas pruebas más –las que ya existen son muy numerosas y arrolladoras– necesitaría para cambiar de idea. La mujer respondía que no existía ningún volumen de pruebas capaz de convencerla de lo contrario.

Maddock aclara que esa idea tan extendida de que la creencia en conspiranoias y pseudociencias obedece a una carencia de suficiente información para adoptar juicios racionales correctos es, simplemente, una idea de la vieja escuela. Anticuada. Obsoleta. Descartada. Los antivacunas, o más ampliamente los adeptos a cualquier conspiranoia o construcción mental acientífica o anticientífica, no son en general más tontos ni más ignorantes. En su lugar, explica el psicólogo, la mente humana tiene tendencia a los sesgos cognitivos que bloquean el pensamiento racional; son como atajos que nos ayudan a procesar más fácilmente la información en un mundo complejo, saturado de datos y opiniones.

En concreto, el psicólogo se centra en el sesgo que más compete a este terreno, la disonancia cognitiva: cuando recibimos información que no está alineada con nuestras creencias, se nos crea un conflicto que solemos resolver simplemente interpretando esa nueva información de un modo que justifica nuestras creencias preexistentes, y todo arreglado. Para ello contamos además con la ayuda del sesgo de confirmación: escuchamos solo aquello que alimenta nuestras creencias e ignoramos el resto.

Según Maddock, estos fenómenos se hiperinflaman en la era de las redes sociales, hoy convertidas en la principal fuente de información para multitud de personas que han preferido prescindir de los medios de comunicación; esta opción reduce la disonancia cognitiva al evitar aquellas informaciones que uno no desea recibir, las contrarias a las propias creencias, sumiendo a la gente en burbujas donde no se corre el riesgo de afrontar informaciones incómodas.

(Nota: Aunque Maddock no menciona tal cosa, uno no puede evitar la sensación de que, en una sociedad tan hiperpolarizada como la española de hoy en día, los medios tradicionales también están contribuyendo a alimentar esas burbujas de ceguera lateral, que se han inflado también durante la pandemia para defender o atacar respectivamente la gestión de los dos bandos políticos).

Todo esto viene al caso porque nos hallamos ahora en un momento crucial, en el que va a comenzar el despliegue masivo de las vacunas contra la cóvid. Una vez más se escucharán los mensajes de los antivacunas. Y sí, es esencial tratar de neutralizar estos mensajes, porque su efecto en los indecisos puede ser demoledor. Con frecuencia he observado a mi alrededor –e incluso escuchado en algunos medios– que, si bien la mayoría de los científicos no cree (nótese la cursiva) en un vínculo entre vacunas y autismo, algunos sí lo defienden ateniéndose a presuntos datos. Esto es completamente falso: ningún científico defiende este vínculo porque tales datos jamás han existido; el autor de este bulo, el exmédico inglés Andrew Wakefield, inventó una relación inexistente con el propósito de lucrarse con las patentes de diagnóstico que registró y con demandas contra las compañías fabricantes de vacunas, como en su día destapó una investigación del BMJ (British Medical Journal).

Así, incluso mensajes falsos, sobre los que no existe ni ha existido nunca la menor sombra de debate en la comunidad científica, llegan a calar entre el público, alimentando la reticencia a las vacunas. Diversos estudios han mostrado que la propagación de estos bulos, apoyada en el poder de las redes sociales, incide directamente en la actitud del público frente a las vacunas.

En un nuevo estudio en la revista BMJ Global Health, los expertos en políticas de salud pública Steven Lloyd Wilson y Charles Wiysonge han analizado el efecto de la desinformación sobre las vacunaciones en la población de 137 países, y lo han cuantificado: los resultados muestran que un solo punto de aumento de la difusión de informaciones falsas sobre vacunas, en una escala de cinco puntos, se asocia con un aumento del 15% en los tuits negativos sobre las vacunas, y con un 2% de reducción en la tasa de cobertura de vacunación año tras año en un país.

Los resultados del estudio son sumamente preocupantes, pero es de vital importancia asimilar las conclusiones de los autores, según reflejan en otro artículo en The Conversation. Lloyd Wilson y Wiysonge escriben:

Los resultados demuestran que la divulgación pública y la educación pública sobre la importancia de la vacunación no bastarán para asegurar una óptima cobertura de las vacunas de COVID-19. Los gobiernos deberían responsabilizar a las redes sociales obligándolas a retirar los contenidos antivacunas falsos, con independencia de la fuente.

Y añaden:

La clave para contrarrestar la desinformación online es su retirada de las redes sociales. La presentación de argumentos contra la desinformación flagrante tiene el efecto paradójico de reforzar la desinformación, porque argumentar en contra de ella le confiere legitimidad.

Conclusión. Seguro que en los próximos meses vamos a escuchar de nuevo mil veces repetida esa idea obsoleta y demostradamente errónea: que la antivacunación se combate con información y campañas. Esta información y estas campañas son sin duda ineludibles, y quizá puedan salvaguardar a algunos indecisos de caer en la negación.

Pero no servirán de nada contra la antivacunación. No son la clave. No bastan. Y no funcionarán mientras el mensaje positivo no se acompañe con una supresión del mensaje negativo, mientras se siga permitiendo la desinformación en las redes sociales y mientras los medios continúen dando acogida a falsos debates y voz a falsos mensajes.

Las seis mentiras sobre la investigadora china y su proclama del virus artificial

Tenía intención de no hablar de esto aquí. Porque, aunque pensemos que la relevancia de un tema determina el espacio y el tiempo que se le dedican en los medios, en realidad a menudo sucede lo contrario: el espacio y el tiempo que se le dedican es lo que determina su relevancia. Y para no caer en tal vicio, a este tema ya le he dedicado el espacio y el tiempo que realmente merece: unos pocos tweets.

Pero ocurre que, por desgracia, este tema ha suscitado más interés y atención que la mayoría de las informaciones reales y veraces sobre el coronavirus. Y si bien sería un propósito vano tratar de convencer a quienes ya han decidido vivir en una realidad alternativa, en cambio observo cómo personas aparentemente sensatas y juiciosas han caído en alguna de las trampas tendidas por esta señora y por quien la presenta: es una eminente viróloga pero no ha demostrado lo que afirma, todavía es una hipótesis sin pruebas, pero algo habrá cuando está amenazada de muerte por el gobierno chino, y blablablá… Caer en estos engaños es comprensible; a todos nos ocurre cuando se trata de una cuestión técnica que no conocemos en profundidad. Y por eso traigo esto hoy aquí.

Me refiero, naturalmente, a la investigadora china Li-Meng Yan y a su aparición en un programa de televisión defendiendo su falacia de que el coronavirus SARS-CoV-2 fue creado por el ser humano, como arma biológica o como lo que sea. Y obsérvese que no hablo de error, sino de falacia. O sea, «engaño, fraude o mentira con que se intenta dañar a alguien». Li-Meng Yan no está equivocada; miente, aun a costa de dañar a otros.

No se trata aquí de recordar los argumentos por los que se sabe con certeza –una de las no muy abundantes certidumbres de la pandemia– que el nuevo coronavirus es un producto de la naturaleza, porque la respuesta a las afirmaciones de esta señora en ese terreno ya es caso cerrado desde hace un mes. Ahora la batalla no se libra en el campo del argumento científico, sino en el de la honestidad profesional.

Creo que el mejor modo de explicarlo es repasar una por una las seis mentiras contenidas en la idea que parece haber calado en muchas personas, según lo oído estos días: «una eminente viróloga china experta en COVID-19 publica un estudio científico afirmando que el virus fue creado en un laboratorio, aunque aún no ha aportado pruebas».

Bien, nada de esto es cierto.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Primera mentira: ¿»eminente»?

Por supuesto que cada uno puede tener de cada cual el juicio que le apetezca, y dado que el de «eminencia» no es un tratamiento oficial, salvo quizá para los cardenales de la Iglesia, a nadie se le puede impedir que esta señora le parezca una eminencia. Pero un científico al que bien se le puede considerar eminente suele ser una persona con una dilatada carrera, gran prestigio entre sus colegas y una larga lista de publicaciones. Por citar un ejemplo, Marc Lipsitch, epidemiólogo de Harvard y una de las voces más autorizadas en esta pandemia, cuenta con 384 estudios publicados. Una cifra muy superior a un centenar es habitual entre los investigadores experimentados de gran reputación.

Nada de ello se aplica a esta señora. En las bases de datos de publicaciones científicas figura un total de estudios claramente atribuibles a ella de… cinco (y otros dos dudosos, firmados por alguien con el mismo nombre pero en un campo y una institución no relacionados). De ellos, en dos aparece como primera autora (quien hace el trabajo con sus propias manos) y en otros dos como segunda autora (quien colabora en el trabajo de otra persona). Ninguno como última autora, que es quien dirige el trabajo. En resumen, la trayectoria publicada de esta mujer es la de una investigadora principiante.

Segunda mentira: no es viróloga

Como en el caso de la eminencia, ella y quienes la presentan podrán definirla como les parezca, pero se supone que un virólogo es una persona con un doctorado en esta materia o al menos una probada y sólida experiencia en ella (no es raro que los científicos deriven con el tiempo hacia otro campo diferente del de su doctorado). Esta señora no tiene ni una cosa ni la otra: hizo su doctorado en oftalmología y sus dos únicos estudios como primera autora tratan sobre inmunología. Lo único que la relaciona con la virología son los dos estudios que firma como segunda autora. Ni generosamente consideraría nadie que esto es suficiente para presentarse como viróloga.

Por cierto: por haber aclarado en Twitter que esta señora no es viróloga, sino oftalmóloga, hubo quien me acusó de intentar descalificarla. Pero describir lo que alguien es y aclarar lo que no es solamente es una descalificación si previamente se ha tratado de calificar a esa persona como lo que no es. Lo cual suele conocerse como impostura.

Tercera mentira: no es experta en COVID-19

El valor de los expertos parece que ha decaído bastante a lo largo de esta pandemia, cuando continuamente se presenta como tales a quienes no pueden justificarlo por su trayectoria. Y esta investigadora es un buen ejemplo: la única experiencia relevante que la vincula con la COVID-19 son dos estudios firmados como segunda autora.

Cuarta mentira: no ha publicado su estudio

El manuscrito no se ha publicado en ninguna revista científica, lo que requeriría una revisión por pares y una aprobación. La investigadora lo ha colgado en un servidor de internet de libre uso.

Quinta mentira: no es un estudio científico

A pesar de que el manuscrito, que se sepa, no ha sido enviado a ninguna revista científica para su revisión, sí ha sido analizado profundamente y en detalle por varios expertos, gracias a que instituciones de prestigio como el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y la Universidad Johns Hopkins mantienen servicios de revisión de los preprints (estudios aún no publicados) que aparecen online con el fin de controlar la calidad de la información que se está difundiendo sobre la COVID-19. También algunos científicos expertos a título personal han valorado el manuscrito, o bien en sus redes sociales (como aquí), o bien a través de reportajes publicados en medios solventes (aquí).

Todas las valoraciones coinciden. En Twitter ya detallé textualmente algunos de los comentarios más destacados de estos revisores, todos ellos científicos y virólogos eminentes, incluyendo a Robert Gallo, el codescubridor del VIH, quien calificó las proclamas del estudio como “espurias y fraudulentas”. Como resumen, todos vienen a coincidir en que el manuscrito de la investigadora china no puede considerarse un estudio científico, que traspasa la frontera de la pseudociencia, que gran parte de él es simple disparate camuflado con jerga técnica, que elige a dedo algunos datos que le interesan e ignora otros, y que sus conclusiones no están en absoluto fundamentadas.

En concreto, el consenso de los revisores del MIT dice que el manuscrito contiene “serios fallos y errores en los métodos y los datos”, y que “las proclamas son a veces infundadas y no se sostienen en los datos y los métodos usados”. Pero aún más, y aquí llegamos a la parte más grave, la que delata la deshonestidad de la autora: los revisores del MIT califican el manuscrito como “difamatorio, gravemente negligente y éticamente dudoso”, por lo que explico a continuación.

Sexta mentira: no es una “hipótesis” a la espera de pruebas

No es solamente que la investigadora no haya aportado pruebas de sus alegaciones; es que, de hecho, estas ya venían refutadas por estudios científicos previos reales y legítimos, publicados antes de este esperpento. Entonces, ¿qué hace la autora con dichos estudios? En algunos casos, los ignora. Pero en otros, y esto es mucho más grave, acusa a sus autores de haber mentido y publicado datos falsos. Para esta señora, dichos estudios son, escribe en su documento, “altamente sospechosos y probablemente fraudulentos”. “Estas invenciones no servirían a otro propósito que engañar a la comunidad científica y al público en general para ocultar la verdadera identidad del SARS-CoV-2”. Y aquí es donde la autora del estudio deja de ser una inexperta equivocada para cruzar la frontera hacia la deshonra profesional.

De hecho, señala el MIT, “hubo un consenso general de que las proclamas del estudio se explican mejor por posibles motivaciones políticas que por integridad científica. Los pares revisores llegaron a esta opinión común de forma independiente, reforzando la credibilidad de la revisión por pares”.

Pero ¿cuáles son esas motivaciones políticas? Están estrechamente relacionadas con la única verdad contenida en la frase del comienzo, y es que Li-Meng Yan es china.

En los estudios es costumbre obligada que los autores detallen su filiación, a qué institución pertenecen. Li-Meng Yan huyó de su país a EEUU, y allí no ha sido acogida por ninguna universidad o centro de investigación. La filiación que figura en su manuscrito es la de quien ha financiado su estudio, Rule Of Law Society & Rule of Law Foundation. Pero ¿qué es Rule of Law?

Se trata de una organización fundada por el magnate inmobiliario chino Guo Wengui, huido a EEUU en 2014 bajo acusaciones de corrupción, y por el estadounidense Steve Bannon, ideólogo y estratega de Donald Trump hasta 2017, implicado en el escándalo de Cambridge Analytica y actualmente a la espera de juicio por fraude financiero. Guo y Bannon mantienen una campaña, a través de la web G News y otros medios, dedicada a apoyar las acusaciones de Trump contra el gobierno chino de haber creado el coronavirus como arma biológica.

Y así, todo se entiende.

Por último, queda un aspecto por comentar. Y es que nada de lo expuesto aquí es noticia de última hora ni revelación reciente, sino ya agua pasada: la investigadora puso su manuscrito en internet a mediados de septiembre (recientemente acaba de difundir una segunda parte, pero es más de lo mismo). Ese mismo mes, el documento fue analizado por los expertos. Es decir: la valoración unánime de los revisores sobre el manuscrito de la investigadora y las conexiones políticas de dicho trabajo eran de sobra conocidas antes del programa de televisión en el que la ahora exinvestigadora trataba de regresar a los titulares, una vez que los comentarios sobre ella habían decaído semanas antes en los medios.

Ahora bien, ¿se explicó todo esto en ese programa de televisión?

Ozono, desinfección de calles, cámaras térmicas… Ha nacido una nueva pseudociencia: la seguridad anti-covid

Tres de la tarde, telediario de cadena pública nacional. El responsable de un centro comercial de una ciudad española invita a todos sus clientes a regresar a su establecimiento con total seguridad, ya que se ha implantado un sistema de desinfección por luz ultravioleta que «impide que el virus se adhiera a las superficies».

Diario digital de uno de los mayores conglomerados privados de medios del país. Se cuenta cómo un restaurante de otra ciudad española ha dispuesto a su entrada un «túnel» que somete a toda persona que entra a «una desinfección a base de agua con ozono y luz ultravioleta para matar bacterias y virus». El mismísimo titular de la noticia lo describe como «el restaurante más seguro contra el covid-19″. Así, por sus santos –páralo ahí.

Otro reportaje en un telediario. Los clientes de un supermercado pasan a la entrada frente a un empleado que les mide la temperatura mediante un termómetro sin contacto. En otro han instalado cámaras térmicas que «detectan el coronavirus a distancia». En otro se nos muestra cómo se están desinfectando las superficies exteriores cercanas a grandes museos para garantizar la seguridad de los visitantes. Sí, se está desinfectando la calle (en realidad y como veremos, haciendo creer que se desinfecta). De hecho, es algo que hemos visto en distintos lugares desde el comienzo de la pandemia.

Y todo esto aparece en los principales medios del país sin abrir la menor opción a un comentario crítico por parte de una fuente científica acreditada. En los informativos, hasta para decidir si realmente fue penalty o no se presenta un contraste de pareceres. Y en cambio, en algo tan crucial como la salud pública de cara a la contención del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, y donde existe ciencia sobrada al respecto, se está dando una acogida totalmente acrítica, desorientada y desorientadora, a proclamas de lo más variopinto que están inaugurando una nueva pseudociencia, la de la seguridad anti-covid.

Desinfección de calles en Rumanía. Imagen de Eugen Simion 14 / Wikipedia.

Desinfección de calles en Rumanía. Imagen de Eugen Simion 14 / Wikipedia.

Hemos pasado más de dos meses de confinamiento que han provocado un serio quebranto económico a infinidad de empresas y a sus trabajadores. Es comprensible que ahora exista, más que un interés, una ansiedad por parte de los responsables de estas empresas de convencer a sus clientes de que pueden regresar con total tranquilidad y sin miedo al contagio.

Pero esto no puede hacerse a costa de engañar al público. Como tampoco ciertas empresas de limpieza, desinfección y seguridad pueden ahora pretender hacer su agosto engañando a los responsables de los comercios para que estos a su vez engañen al público, quizá sin que los propios responsables lo sepan, pues siempre hay propaganda disfrazada de ciencia, que no lo es pero se presenta como tal, para avalar cualquier proclama (esta es precisamente la definición de pseudociencia).

En respuesta a la noticia del túnel de ozono, una amiga me llama la atención sobre un tuit del ministro de Consumo del gobierno de España, Alberto Garzón, quien tuiteaba pidiendo «por favor, más responsabilidad». El gobierno pide «por favor» más responsabilidad. Por favor, gobierno, más regulación, porque esa es vuestra responsabilidad. Regulación basada en lo único que puede certificar cuáles son los métodos eficaces contra el virus e inocuos para la gente: la ciencia. Repasemos una a una estas nuevas panaceas contra el virus.

Luz ultravioleta germicida

La luz ultravioleta (UV) de onda corta, la más penetrante y energética, llamada UVC, se ha utilizado como luz germicida desde hace más de un siglo. Es un método clásico y suficientemente probado para eliminar microorganismos, que se emplea de forma habitual en laboratorios y hospitales. Por ejemplo, en muchos laboratorios de investigación existen estas lámparas de luz germicida que se encienden por la noche durante horas para desinfectar ciertas instalaciones cuando todo el personal se ha marchado.

Luz germicida UVC en un laboratorio. Imagen de Karlmumm / Wikipedia.

Luz germicida UVC en un laboratorio. Imagen de Karlmumm / Wikipedia.

Pero la luz germicida solo hace lo que puede hacer. Únicamente desinfecta allí donde llega, debe aplicarse durante cierto tiempo para ejercer su efecto, y la luz es solo luz; no confiere ninguna propiedad mágica duradera a las superficies sobre las que se ha aplicado. La idea de que las superficies previamente iluminadas quedan de algún modo «tratadas» para que los virus ya no puedan adherirse es sencillamente una pamplina. Hacer pasar a los clientes de un local por un túnel de luz germicida es otra pamplina, dado que la exposición dura un mero instante. Es más: si no fuera una pamplina sería aún peor, porque entonces sería un serio riesgo para la salud.

Incluso las famosas cabinas de bronceado que emplean luz UVA, de onda más larga, menos penetrante y menos energética, figuran en el Grupo 1 de los agentes más cancerígenos de la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer de la Organización Mundial de la Salud (OMS), al mismo nivel que el tabaco o la radiactividad. La típica luz negra de las discotecas también emplea luz UVA. La UVC de la luz germicida es más potente: provoca más quemaduras, es más dañina y potencialmente más cancerígena. Las personas que manejan este tipo de luz, por ejemplo en los laboratorios para revelar colorantes fluorescentes, llevan protecciones adecuadas contra su exposición. Naturalmente, el riesgo de la luz UVC desaparece cuando se apaga, lo mismo que su efecto germicida.

En resumen, la luz germicida no puede emplearse de ningún modo en lugares con público. Nada impide utilizarlas cuando un local está vacío, pero siempre teniendo en cuenta que la desinfección solo llega a donde llega la luz, y que desaparece de inmediato cuando la luz se apaga.

El ozono

Sería curioso saber de dónde ha surgido de repente en la lucha contra la covid el ozono, del cual solo puede decirse aquello de Miguelito, el personaje del gran Quino: «nunca falta quien sobra». El ozono sobra, no es necesario, no hace falta, nadie lo esperaba ni lo pedía, por lo que solo cabe suponer que es uno de los negocios que tratan de explotar el filón del miedo al virus.

Solo que esta explotación también es a costa de la salud del público: el ozono es un contaminante ambiental, uno de los que se miden en las estaciones de vigilancia de la calidad del aire. Es potencialmente dañino para la salud respiratoria, cardiovascular y neuronal (aclaración: el ozono es bueno solo en las capas altas de la atmósfera, lejos de nosotros y donde nos protege de la radiación solar nociva).

Y respecto a la fabulosa idea de rociar con ozono a la gente que entra a un local, esto es lo que dice la OMS en su guía que comenté ayer sobre «Limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19«: «Rociar a personas con desinfectantes (como en un túnel, cabina o cámara) no se recomienda bajo ninguna circunstancia [en negrita en el original, la única en todo el documento]. Esto podría ser física y psicológicamente dañino y no reduciría la posibilidad de que una persona propague el virus a través de gotitas o contacto».

Termómetros sin contacto y cámaras térmicas

Aquí podemos tirar directamente de la página de la OMS contra los bulos del coronavirus: «Los termómetros sin contacto NO detectan la COVID-19 [en mayúsculas en el original]. Los termómetros sin contacto resultan eficaces para detectar a personas con fiebre (es decir, con una temperatura corporal superior a la normal). Sin embargo, no permiten detectar a personas infectadas por el virus de la COVID-19. La fiebre puede tener múltiples causas».

Sobre si el propietario de un establecimiento tiene derecho legal o no a obligar a sus clientes a pasar un control de temperatura para el acceso, no tengo la menor idea; me limito a no acudir a los establecimientos que imponen un control de temperatura para el acceso. Pero conviene divulgar lo que dice la ciencia sobre el uso de termómetros sin contacto y cámaras térmicas como métodos de control de la propagación de infecciones: no sirven.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Y esto no es nuevo, sino que ya se sabía de anteriores epidemias de gripe o brotes del ébola o del coronavirus del SARS. Un estudio científico: «Confiar en la fiebre solo como medida de entrada es probablemente ineficaz». Otro: «El valor predictivo positivo del escaneo [de temperatura] es esencialmente cero». Otro: «El escaneo [de temperatura] en los aeropuertos fue ineficaz».

Una revisión de 114 estudios previos: «Las medidas de escaneo [de temperatura] de salida en los tres países más afectados por el ébola no identificaron ningún caso y mostraron cero sensibilidad y muy baja especificidad. Los porcentajes de casos confirmados identificados del total de pasajeros que pasaron a través de medidas de escaneo a la entrada en varios países durante el ébola y la pandemia de gripe H1N1 fueron cero o extremadamente bajos. Las medidas de escaneo de entrada para el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) no detectaron ningún caso confirmado en Australia, Canadá y Singapur».

Ya en tiempos de la covid, un estudio de modelización calcula que, de 100 pasajeros infectados por el coronavirus que tomaran un vuelo, 44 serían detectados en un control de salida, 9 en el control de entrada, y 46 pasarían sin ser detectados por ninguno de los controles. Según los autores, los controles de temperatura solo son eficaces «si la tasa de infecciones asintomáticas es inexistente, la sensibilidad del escaneo es casi perfecta y el periodo de incubación es corto». La revista Science citaba un caso extremo durante la actual pandemia de covid. Ocho ciudadanos chinos que trabajaban en un restaurante en Italia regresaron a su país. Los ocho pasaron sin problemas los controles de cámaras térmicas. Los ocho estaban infectados con el coronavirus.

Según la Unión Europea, los termómetros sin contacto producen entre un 1 y 20-25% de falsos positivos y falsos negativos; personas enfermas que pasarán el control sin problemas (para bajar la fiebre basta con tomar una pastilla, sin contar con que una gran parte de los infectados por el virus de la covid y que pueden contagiar a otros no tienen fiebre) o personas sanas a las que se les negará el acceso a un local o incluso a un avión. En cuanto a las cámaras térmicas, son un desecho, perdón, un dechado de virtudes: resumiendo la lista de sus 11 desventajas según la UE, miden solo la temperatura de la piel y no la interna del cuerpo, las condiciones ambientales afectan a su rendimiento, son imprecisas y tienen baja especificidad, y en realidad ninguna de ellas está aprobada para tal fin ni su uso ha sido evaluado a fondo para el propósito que se pretende.

Desinfectar la calle

También aquí nos lo pone fácil la OMS en su guía para la limpieza y la desinfección de espacios contra la covid: «Rociar o fumigar espacios al aire libre, como calles o mercados, no está recomendado para matar el virus de la COVID-19 o cualquier otro patógeno porque el desinfectante se inactiva por el polvo y los residuos y no es posible limpiar y eliminar la materia orgánica manualmente de tales lugares. Aún más, rociar superficies porosas, como aceras o caminos, sería aún menos eficaz. Incluso en ausencia de materia orgánica, es improbable que el rociado químico cubra todas las superficies durante el tiempo necesario para inactivar los patógenos. Aún más, las calles y las aceras no se consideran reservorios de la infección de la COVID-19. Adicionalmente, rociar desinfectantes, incluso en el exterior, puede ser dañino para la salud humana». Fin de la cita.

O dicho de forma más corta, noticia fresca: la calle es indesinfectable. Y además, es malo para la salud y para el medio ambiente.

Conclusión

Frente a todo lo anterior, más de un lector puede sentirse confuso y desorientado. Si la luz germicida es poco útil para estos casos, el ozono es dañino, los controles de temperatura son inútiles, y la desinfección de las calles es como intentar vaciar el mar con un cubo de playa, ¿por qué estamos viendo todas estas medidas en numerosos lugares y en distintos países?

En un artículo en The Conversation, los expertos en salud ambiental de la Universidad CQ de Australia Lisa Bricknell y Dale Trott se hacen esta misma pregunta, y aportan dos posibles respuestas: «Una es que las autoridades quieren crear un ambiente libre de [el virus de la] COVID-19, pero no están siguiendo la ciencia. Una razón más probable es que ayuda a la gente a sentirse segura porque ven a las autoridades haciendo algo». Y añaden: «Sospechamos que estas actividades se hacen más para que se vea que las autoridades hacen algo que por su capacidad de parar realmente la propagación de la COVID-19». Por cierto, Bricknell y Trott citan como ejemplo más extremo el rociado con lejía en una playa española, lo que al parecer se ha hecho en Zahara de los Atunes (Cádiz).

Como resumen de todo lo anterior, la seguridad la proporcionan la limpieza y desinfección en los lugares donde puede hacerse, en los espacios cerrados y con los productos y métodos avalados por la ciencia, que son los recomendados por la OMS en su guía. Y ¿cuáles son estos métodos y productos revolucionarios prescritos por la OMS? Atentos a las grandes novedades:

Para limpiar: agua y jabón.

Para desinfectar: lejía, alcohol o agua oxigenada.

Por increíble que parezca, esto es lo que funciona. Sin pamplinas. Como también funciona sobre todo esta recomendación de Bricknell y Trott: «Un régimen mucho más efectivo es recomendar una estricta higiene personal. Esto incluye el lavado de manos frecuente con agua y jabón y el uso de geles hidroalcohólicos cuando el lavado de manos no es posible».

Por qué el coronavirus es un producto de la naturaleza, y por qué es difícil explicar por qué

Hay un famoso vídeo en el que el gran físico Richard Feynman respondía a una pregunta aparentemente sencilla de su entrevistador: ¿cómo funcionan los imanes? Feynman dedicaba siete minutos a responder a la pregunta. Pero no explicaba cómo funcionan los imanes; dedicaba siete minutos a explicar por qué no podía explicar cómo funcionan los imanes.

Así, Feynman decía: la tía Minnie ha resbalado en el hielo, se ha roto la cadera y ha tenido que ir al hospital. Esto es fácilmente comprensible para cualquiera. Pero si viniera aquí un ser de otro planeta, habría que comenzar explicándole qué es la tía Minnie, qué es el hielo, qué es la cadera, qué es un hospital, por qué el hielo resbala, qué significa que la cadera se rompa… Y sería imposible llegar finalmente a una explicación que el alienígena pudiera comprender.

El físico Richard Feynman, no explicando cómo funcionan los imanes. Imagen de YouTube.

El físico Richard Feynman, no explicando cómo funcionan los imanes. Imagen de YouTube.

¿Por qué Feynman dedicaba siete minutos a explicar todo esto? No lo sé, no tengo la menor idea. Feynman sabría. Pero como resumen, le decía a su entrevistador: no puedo explicarle cómo funcionan los imanes comparándolo con algo que le resulte familiar a usted, porque yo no lo entiendo como algo que pueda compararse con nada que le resulte familiar a usted. Y si tratara de hacerlo, le estaría engañando.

En otras palabras, Feynman estaba respondiendo con la mayor elegancia y con el máximo cuidado de no ofender a su entrevistador, para transmitirle la idea de que para comprender cómo funcionan los imanes hay que haber dedicado toda una vida a estudiar física, como era su caso, y no el del entrevistador.

Un físico lo comprende, y en su cabeza resulta evidente cómo funciona el magnetismo y cómo está encuadrado en un esquema más general de la naturaleza. Pero una persona no versada en física no puede llegar de repente y comprender cómo funcionan los imanes. Por eso, quienes no somos físicos debemos simplemente fiarnos de que los físicos sí comprenden realmente cómo funcionan los imanes.

El ejemplo del vídeo de Feynman viene muy a cuento de un asunto que corre estos meses por las redes sociales: que el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 se creó en un laboratorio como arma biológica. Ante este absurdo y descacharrante bulo, a quienes nos dedicamos a estas cosas suelen preguntarnos por qué estamos tan seguros de que no es así. Uno se ha visto tratando de explicar qué son las técnicas de biología molecular, los plásmidos, las nucleasas, la CRISPR, la mutagénesis dirigida, los virus quiméricos… Pero es evidente que, en muchos casos, estas explicaciones no han cuajado. Porque no se entienden.

Así que he decidido apuntarme a la sabia respuesta de Feynman. Se comprende perfectamente que el coronavirus es cien por cien natural por el mismo motivo por el que se comprende perfectamente que la tía Minnie resbaló en el hielo, se rompió la cadera y tuvo que ir al hospital. Sencillamente, hasta un niño podría entenderlo, siempre, claro, que sea un niño con varios años de experiencia en el conocimiento de la biología molecular. El estudio genético del coronavirus no encontró absolutamente el menor indicio de otra cosa que un virus surgido en la naturaleza. Para las personas con el conocimiento necesario para entenderlo, es un caso cerrado, sellado y archivado que ya está criando polvo.

Los conspiranoicos y conspiranoides alegan que esto no ha ocurrido nunca. Falso: ocurre constantemente, ha ocurrido en incontables ocasiones y seguirá ocurriendo. De hecho, incluso a algunos expertos en zoonosis y concretamente en virus de murciélagos les sorprende que no ocurra más. Aquí he hablado repetidamente del virus de lloviu, un pariente muy cercano del ébola y potencialmente infectivo para los humanos que se identificó en murciélagos de Asturias.

Alegan que es un virus «raro». Falso: es un virus perfectamente normal, solo que nuevo para la ciencia –y casi para el mundo, ya que se le ha calculado en torno a medio siglo de existencia– y aún muy desconocido. Alegan que es escandalosamente sospechoso que en ¡cuatro meses ya! no se haya clarificado el origen del virus. Falso: costó años de investigaciones clarificar los orígenes del SARS, el VIH, el ébola… De la mayoría de los virus no puede detallarse su origen concreto, ni se detallará jamás.

Alegan también, aunque sin prueba alguna, que China está ocultando que el virus escapó de un laboratorio. Pero un momento, pulsemos el botón de pausa: el virus es natural. Hasta ahí, lo sabemos. Si una persona se infectó con él en el bosque, o se infectó con él en un laboratorio en el que el virus estaba almacenado, es algo que no hay manera científica de comprobar. Para ilustrarlo, pongo como ejemplo el siguiente gráfico que tomo prestado del blog de mi compañera Madre Reciente:

Imagen del blog Madre Reciente.

Imagen del blog Madre Reciente.

La niña que respondió a esa pregunta, Marina, de siete años, mostraba una capacidad analítica fuera de lo común para su edad. Ahora cambien los perros por coronavirus, la caja por un laboratorio, e imaginen un bosque alrededor de la caja. Como diría Marina, no puede saberse si los coronavirus han salido del laboratorio o del bosque. Eso es cierto. Pero si pensamos que es mucho perro para tan poca caja, también los virus de murciélagos y otros animales son inmensamente más abundantes en la naturaleza que en los laboratorios, por lo que cualquier mente racional como la de Marina pensará que, mientras no se demuestre lo contrario, el virus salió del bosque.

En el caso de que el virus hubiera escapado de un laboratorio, estaríamos ante un accidente producto de una grave negligencia que merecería un castigo. Casos como este sí han ocurrido en el pasado. Y parece concebible que, por mucho que China lo niegue, difícilmente lo reconocería si hubiese sido el caso.

Sin embargo, es dudoso que alguien pueda vender muchos libros, o tener millones de visitantes en YouTube, simplemente conjeturando que a un técnico de laboratorio o a un científico se le cayeron en la mano sin querer unas gotas del cultivo que manejaba. Para vender muchos libros o tener millones de visitantes en YouTube hay que convencer a quienes no saben de biología molecular de que los malvados científicos militares chinos (o americanos, que esto ya va en fanatismos políticos) utilizaron alguna tecnología solo existente en el mundo de Marvel para crear el arma biológica definitiva.

A todo lo anterior hay una salvedad: del mismo modo que es indemostrable la no-fuga del coronavirus natural de un laboratorio, también es indemostrable el no-cultivo de un virus natural de murciélagos con células humanas una y otra vez hasta que la propia selección natural del virus encontrara una variación que pudiera infectar dichas células humanas. Esto sería un experimento de simulación de la naturaleza, forzando el ritmo de los mecanismos naturales. Esta es una posibilidad teórica real, tan indemostrable como irrefutable. Pero aunque así fuera, y estuviéramos no ya ante un error o una negligencia, sino ante un proyecto irresponsable, probablemente esto tampoco vendería muchos libros ni atraería a millones de visitantes en YouTube.

En resumen: créanlo o no lo crean, como prefieran. Ustedes verán. Si les apetece, piensen que los biólogos moleculares que aseguran que el virus es un simple producto de la naturaleza no pretenden venderles libros ni hacer cash con sus visitas en YouTube. Yo no les voy a convencer, no porque deje de importarme; los psicólogos expertos en pensamiento conspiranoico vienen advirtiéndonos de lo peligrosos que son ahora estos bulos, ya que las personas que creen en ellos tienden a desoír las recomendaciones de las autoridades sanitarias y científicas que tratan de protegernos a todos.

Pero yo no voy a convencerles, porque no puedo hacer más; aquí acaba todo lo que puedo contarles. Desgraciadamente, no todos podemos ser Feynman. Aunque, oiga, pensándolo bien, él tenía la suerte de contar con una ventaja que no tenemos en este caso. Porque cualquiera puede comprobar por sí mismo que, al menos, los imanes funcionan.

¿Flaqueará el nuevo gobierno de coalición en el #StopPseudociencias?

En este blog no existe otra tendencia política que la que corre a favor de la ciencia, y por tanto en contra de las que corren en contra de la ciencia. Pero es un hecho incontestable que en la historia reciente de este país solo ha existido un partido gobernante en el Estado que haya creado un Ministerio de Ciencia, y que además haya resistido la tentación de regalar, como quien reparte corbatas por los servicios prestados, tanto esta responsabilidad como la de Sanidad a los Amadeos de Saboya de turno, aquel rey del que se dice que no entendía nada de nada, ni siquiera el idioma de sus mandados.

Pero ahora las cosas han cambiado. El partido en cuestión ha pactado con otro que no se ha distinguido precisamente por sus posturas procientíficas, y que cae en el típico error histórico de las ideologías que manipulan la ciencia para adaptarla a sus postulados: ciencia es lo que yo digo que lo es, no lo que la –corrupta, viciada, comprada o, simplemente, ideológicamente equivocada– comunidad científica dice que lo es. Lo hizo Hitler con la ciencia de la higiene racial, lo hizo Stalin con la ciencia de la herencia de la vernalización de Lysenko, e incluso lo hizo Franco con la ciencia de la herencia social del nacionalcatolicismo de Vallejo-Nágera.

Basta leer lo que Unidas Podemos (UP) tiene que decir en su programa. Bajo su aparente pronunciamiento a favor de la ciencia frente a las pseudociencias y pseudoterapias, lo que se lee en el fondo no es una defensa de la ciencia, sino un discurso ideológico de opinión. Si son científicos pertenecientes a UP quienes han escrito esos párrafos, se diría que en este caso han dejado las cualidades del pensamiento científico colgadas en la puerta del laboratorio.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la semana pasada en el Congreso. Imagen de EFE.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la semana pasada en el Congreso. Imagen de EFE.

En primer lugar, no hay ninguna defensa expresa del conocimiento, que es el objetivo primario y fundamental de la ciencia, sino solo de sus consecuencias prácticas, que en el fondo es lo mismo que defiende la derecha clásica: un concepto mecanicista y utilitario en el cual suele despreciarse la importancia de la investigación básica. De ahí la afirmación de que «las decisiones científicas son algo que incumbe a toda la ciudadanía y que es irresponsable dejarlo únicamente en manos de expertos y políticos». Este es el modélico punto de vista que destruye la ciencia básica: ¿decidiría la ciudadanía que se investigue la materia oscura, la detección de ondas gravitacionales o el bosón de Higgs (para lo cual se construyó la instalación científica más cara de la historia), cuando nada de ello servirá para curar el cáncer o inventar un microondas que enfríe la cerveza en 30 segundos?

UP se permite pontificar que «la ciencia vive hoy bajo una doble amenaza». ¿Cuáles son esas amenazas? ¿Los recortes? ¿Las revistas depredadoras? ¿La resistencia al acceso abierto? ¿Las barreras a la igualdad? ¿La irreproducibilidad de los resultados? ¿Las retractaciones? ¿La indefinición de los modelos estadísticos válidos? ¿La quiebra de paradigmas como el que durante décadas ha definido el modelo de la expansión del universo?

Nada de eso. Para UP, esas amenazas son, primero, «la distancia que la separa de la población es a veces tan grande que busca en otros lugares formas de conocimiento que sean más accesibles y amables, en forma de las pseudociencias y las pseudomedicina».

¿En serio? Frente a esto que no es sino una opinión, aquí va otra igualmente válida: la ciencia está hoy más cerca de la población de lo que jamás lo ha estado. Nunca ha existido tanta disposición y formación en los científicos para comunicar y explicar su trabajo a la población, nunca han existido tantos canales, medios y foros para hacerlo, y nunca ha existido tanta presencia de la ciencia en la sociedad. Todas las encuestas muestran que los sectores de la población que hoy se acercan más a las pseudociencias y las pseudomedicinas no son los más faltos de educación y medios, aquellos que más podrían sentir esa presunta lejanía, sino todo lo contrario: hoy lo pseudo triunfa entre las capas más formadas y acomodadas, aquellas que han recibido una educación ilustrada, pero sobre las cuales esa ilustración ha resbalado.

El discurso de UP vuelve además a caer en otro típico error de libro: la pseudociencia no es una amenaza para la ciencia. Es una amenaza para la sociedad. La ciencia va a seguir existiendo y en perfecto estado de salud, con o sin pseudociencias. Es la gente la que muere por culpa de las pseudociencias, no la ciencia.

Segunda amenaza, según UP: » la conversión de la ciencia en un mercado». Por supuesto que la ciencia es y debe ser un mercado, y este es precisamente uno de los triunfos de la ciencia moderna. En otras épocas, muchos de quienes se dedicaban a ella eran los llamados gentlemen scientists. Cuando la ciencia era algo aún ajeno al mercado, solo la practicaban las personas acaudaladas y ociosas que no estaban obligadas a ganarse la vida colocando ladrillos, y que por tanto podían dedicarse a gastar su fortuna y su tiempo en montarse un laboratorio y experimentar.

Suele considerarse que fue el inglés Robert Hooke, en el siglo XVII, el primer científico profesional. La profesionalización de la ciencia consiguió que hoy cualquiera pueda dedicarse a ella por libre elección sin necesitar otro bagaje que el del talento, sin necesidad de poseer riqueza. La conversión de la ciencia en un mercado es lo que permite que hoy cualquier persona pueda decidir si quiere dedicarse a la ciencia o a la hostelería.

Por supuesto que los fondos públicos deben sostener la ciencia básica, pero esto no deja de ser un mercado: uno en el que los investigadores compiten por los recursos públicos, los cuales se encauzan preferentemente hacia aquellos que hacen mejor ciencia, que hacen un mejor producto. Pero los modelos que han triunfado en el progreso científico actual son aquellos en los que se ha impuesto un sistema mixto público-privado; las instituciones privadas financian toneladas de ciencia básica, e ignorar el ejemplo de la primera potencia científica mundial, Estados Unidos, es simplemente crearse una realidad alternativa en un universo paralelo.

El discurso de UP se vuelve pueril: «Los pacientes no buscan tanto una píldora milagrosa como la atención que muchas veces el médico del Sistema Público Nacional de Salud no puede proporcionarle». Si existe deshumanización por parte de ciertos personajes concretos del sistema sanitario o no, es una cuestión tan de experiencia personal como el famoso «a mí me funciona». Tratar de presentarlo como un problema generalizado y crónico solo evidencia una actitud ideológica de raíz, el recelo y la desconfianza hacia la profesión médica y hacia la ciencia en la que se basa. Pero no parece muy descabellado pensar que, en el fondo, lo que quiere el paciente es curarse. Creer que al paciente no le importa tanto curarse o no, siempre que su terapeuta le dé un abrazo, es también crearse una realidad alternativa, en este caso en un universo paralelo de unicornios y nubes de algodón.

Y luego, sí, está todo ese discurso de la rotunda oposición a las pseudociencias y «al empleo de terapias cuya validez no ha sido testada científicamente». Pero basta ir al terreno práctico para comprobar que los hechos no lo respaldan.

En diciembre de 2018, en una entrevista de Esther Ortega para Redacción Médica, la portavoz de Sanidad de UP en el Congreso, la médica Amparo Botejara, dijo a propósito del plan del anterior gobierno contra las pseudoterapias: «en las pseudociencias, por lo que veo, lo mismo se mete a un señor que le daba lejía a los niños de autismo (el conocido como MMS), que se mete la osteopatía, ¡hombre no! vamos a diferenciar». Pero aunque Botejara no aclara cómo aplicaría ella esa diferencia, parece olvidar que la ciencia actual es clara: la osteopatía es una terapia cuya validez no ha sido testada científicamente.

En la misma entrevista, Botejara negó cualquier relación de UP con el llamado Círculo de Podemos de Terapias Naturales, que rechaza la quimioterapia contra el cáncer. Sin embargo, otras fuentes del partido no negaron esta relación a ConSalud.es, y la despacharon diciendo que «son militantes que los crean espontanéamente y pueden expresarse libremente, faltaría más». ¿Faltaría más también si esos militantes, expresándose libremente, defendieran la violencia contra las mujeres? Porque las pseudoterapias también matan. Y hay quienes consideramos que, si se trata de libre elección, al menos la aplicación de pseudoterapias no curativas y potencialmente dañinas a los niños y niñas, que no las han elegido libremente, faltaría más, debería considerarse punible.

En 2015, Pablo Iglesias y Estefanía Torres, de UP, elevaron una pregunta al Parlamento Europeo pidiendo «el reconocimiento básico de los derechos de la gente electrosensible» y que termine el supuesto boicot de presuntos lobbies para «encontrar una solución a la falta de protección y la vulnerabilidad de los niños a la luz del creciente uso de tecnologías wireless en las escuelas». Con esto, UP parece mostrar su apoyo explícito a la pseudociencia que defiende la existencia en algunas personas de una hipersensibilidad a los campos electromagnéticos, algo que ningún estudio científico ha logrado demostrar.

Esta última pseudociencia también sería la inspiradora de la propuesta de Ahora Madrid, formación participada por UP que gobernó en la capital en la anterior legislatura, referente al soterramiento de cableados para «reducir los campos electromagnéticos», según contó Rocío P. Benavente para Teknautas en El Confidencial.

Durante su mandato en la alcaldía de la capital, Ahora Madrid defendió la propuesta de declarar a Madrid «zona libre de transgénicos». Aparte de que el hecho de declarar a la ciudad de Madrid zona libre de transgénicos tenga aproximadamente el mismo valor que declararla zona libre de tiranosaurios, la ciencia ha mostrado de forma reiterada, miles y miles de estudios después, que los transgénicos no son perjudiciales para la salud humana, para la salud animal ni para el medio ambiente.

Pero incluso dejando de lado los grupos que en internet dicen estar asociados a UP y que dicen defender la homeopatía, la teoría conspiranoica de los chemtrails o el tarot y las cartas astrales, que internet es libre y anónimo –si bien, todo hay que decirlo, al mismo tiempo existe un grupo antimagufos–, basta con entresacar las declaraciones de sus líderes, que no son anónimas. Como ya conté aquí, la lideresa andaluza de UP, Teresa Rodríguez, dijo a la cadena SER en 2016 que las bases militares de EEUU de Rota y Morón provocan cáncer en la población. «Es cierto que no se ha hecho ningún estudio epidemiológico serio, pero en la zona se habla mucho de cómo afecta el cáncer la presencia militar», dijo.

Por su parte, en 2014 el físico Pablo Echenique de UP reconocía a Nuño Domínguez de Materia que «en la izquierda algunas veces la gente se ha vuelto anticientífica», y lo atribuía a que «la gente que no forma parte del sistema científico percibe a la ciencia como parte del sistema, como si fuera la banca»; es decir, motivos ideológicos. Y hacía la pirueta de defender la oposición de UP a los transgénicos al mismo tiempo que decía: «Como científico no estoy en contra de los transgénicos per se«.

Toda esta innegable impregnación de UP por las pseudociencias forma parte de lo que el periodista y escritor mexicano Mauricio-José Schwarz, que se reconoce como de izquierdas, ha llamado «la izquierda feng-shui»; ese sector de izquierdas, de buena posición económica y con educación superior, que de ninguna manera va a permitir que la realidad del conocimiento científico vaya a imponerse por encima de la subjetividad de su ideología.

Por supuesto que UP no es ni mucho menos el único partido en el que existen personajes o colectivos que defienden las pseudociencias; también los hay en el partido que ha promovido el plan para luchar contra ellas, como contó Javier Salas en El País, y no digamos en el resto. Pero lo importante es cómo se resuelve ese debate de posturas de cara a promover políticas. Y ante lo que se avecina, UP deberá decidir si su política, que definen como progresista, defiende el progreso de la ciencia del siglo XXI o el regreso a la superstición del XVII.

El diccionario actualiza «homeopatía», pero introduce «osteopatía» y «medicina complementaria»

Hace unos días los medios recogían la introducción de una serie de cambios en el diccionario de la RAE, mediante los cuales se definían acepciones para términos de uso popular hoy como «zasca» o «brunch». En los círculos concernidos por la lucha contra las pseudociencias se daba la bienvenida a la nueva definición de homeopatía, que pasaba de ser un…

Sistema curativo que aplica a las enfermedades, en dosis mínimas, las mismas sustancias que, en mayores cantidades, producirían síntomas iguales o parecidos a los que se trata de combatir.

…a ser ahora una…

Práctica que consiste en administrar a alguien, en dosis mínimas, las mismas sustancias que, en mayores cantidades, producirían supuestamente en la persona sana síntomas iguales o parecidos a los que se trata de combatir.

Es decir, que la homeopatía ha dejado de ser oficialmente en castellano un «sistema curativo» para convertirse simplemente en una «práctica», y donde antes se hablaba de los efectos que los preparados homeopáticos «producirían», ahora se dice que «producirían supuestamente».

Este era un cambio reclamado, esperado y anunciado por la RAE, y por lo tanto no cabe sino aplaudirlo. De hecho, sitúa al diccionario oficial del castellano en un nivel más ajustado a la realidad que, por ejemplo, algunos de los diccionarios más importantes de la lengua inglesa, que aún definen la homeopatía como un «sistema de medicina complementaria», una «manera de tratar una enfermedad» o un «sistema de práctica médica».

En cambio, lo que no se ha difundido tanto es que no todo son buenas noticias en lo que se refiere a esta última actualización del diccionario.

Frente al acierto en el cambio referente a la homeopatía, se ha colado también una pseudomedicina, la osteopatía. Hasta ahora solo se recogía una acepción de este término, la más literal, relativa a las enfermedades óseas. Pero esta última oleada de cambios ha incluido una nueva definición:

Terapia de medicina complementaria consistente en aplicar masajes y otras técnicas de manipulación de los músculos y las articulaciones con el fin de restablecer el funcionamiento normal del cuerpo humano.

Pero ¿realmente sirven las manipulaciones de la osteopatía para «restablecer el funcionamiento normal del cuerpo humano»? El conocimiento científico actual lo resume de forma acertada (citando las referencias que lo justifican) la Wikipedia en versión inglesa:

El Servicio Nacional de Salud de Reino Unido dice que hay «pruebas limitadas» de que la osteopatía «puede ser eficaz para algunos tipos de dolor de extremidades inferiores, cuello u hombros, y para la recuperación posterior a operaciones de cadera o rodilla», pero que no existen pruebas de que la osteopatía sea eficaz como tratamiento para dolencias no relacionadas con los huesos y músculos. Otros han concluido que existen pruebas insuficientes para sugerir eficacia de las manipulaciones osteopáticas en el tratamiento del dolor musculoesquelético.

Es decir, que de acuerdo con la ciencia actual, si acaso la definición de la osteopatía debería referirse a sus presuntos efectos sobre el dolor de músculos y huesos, pero de ningún modo a la posibilidad de restablecer el funcionamiento normal del cuerpo, ya que esto, sencillamente, no es cierto.

La nueva y equivocada definición de osteopatía habla además de «medicina complementaria», y es que los nuevos cambios en el diccionario han introducido también este concepto, que antes no estaba recogido. Ahora «medicina complementaria» es:

Conjunto de prácticas terapéuticas que se emplean como complemento de la medicina convencional.

O sea, que el diccionario de la RAE ha introducido ahora que existe un conjunto de prácticas encaminadas al tratamiento de dolencias (eso significa «terapéuticas», según el mismo diccionario) y que se definen no por lo que son, sino por lo que no son: aquellas que no pertenecen a la «medicina convencional». Pero ¿qué es la medicina convencional?

En efecto, no lo sabemos, ya que esto no lo recoge el diccionario. Pero si miramos la definición de «medicina», encontramos esto:

Conjunto de conocimientos y técnicas aplicados a la predicción, prevención, diagnóstico y tratamiento de las enfermedades humanas y, en su caso, a la rehabilitación de las secuelas que puedan producir.

O sea, que si la medicina es el conjunto de conocimientos y técnicas que blablabla, se supone que todo el conjunto, entonces cualquier «medicina complementaria» que cure debería ser simplemente «medicina», más aún cuando el diccionario no aclara qué es «medicina convencional». Y por el contrario, si una «medicina complementaria» no cura, como es el caso de la osteopatía, sencillamente no es medicina; ni complementaria, ni suplementaria, ni alternativa, ni perifrástica ni pluscuamperfecta. No es medicina, y punto.

El monstruo del lago Ness es, posiblemente, esto

La pasada madrugada regresábamos a casa en coche cuando algo extraño cruzó la carretera ante nuestros faros. Eran más de las tres, vivimos en la punta norte del Parque Regional del Guadarrama Medio, y por allí estamos acostumbrados a convivir con jabalíes, zorros, musarañas, culebras de escalera, ratas, ratones y otras criaturas variadas. Pero lo que cruzó delante del coche parecía una enorme tarántula como las que se encuentran en América y en las regiones tropicales.

Dado que las arañas de ese aspecto en España, como la lobo o la negra del alcornocal, no llegan ni de lejos a semejante tamaño, concluí que habría sido alguna ilusión provocada por el sueño o por los numerosos botellines de Mahou que me pareció conveniente enviar a reciclar (no, no conducía yo). Claro que, si yo hubiera vivido hace unos cientos de años y tuviera como amigo a algún monje iluminador de manuscritos, podría haberle visitado para narrarle mi avistamiento de la araña monstruosa del Guadarrama y que la incluyera en su bestiario junto a las mantícoras y catoblepas.

Y así es como suelen nacer las leyendas. Alguien ve algo, lo interpreta a su modo, lo cuenta a otros, de alguna manera acaba difundiéndose, e inevitablemente otros acabarán viendo lo mismo; inevitablemente, porque estas presuntas confirmaciones independientes ocurren incluso cuando lo avistado originalmente no es tal. Un caso especialmente llamativo es el de los platillos volantes: como he contado anteriormente aquí y en otros medios, el protagonista del primer avistamiento divulgado por la prensa en 1947 no dijo haber visto platillos volantes, sino objetos con forma de media luna que se movían en el aire como platillos saltando sobre el agua. El periodista lo entendió mal y publicó que aquel hombre había visto platillos volantes, y desde entonces empezaron a surgir infinidad de avistamientos de platillos volantes.

Así es también como surgió la leyenda del monstruo del lago Ness: un relato medieval de veracidad muy dudosa, presuntos avistamientos en siglos posteriores, y la imaginación popular acaba dando forma a una leyenda que se convierte en un fenómeno sociológico. Como conté recientemente en otro medio, la popularización de los hallazgos de fósiles en el siglo XIX hizo que los monstruos con forma de serpiente presentes en los relatos antiguos y medievales comenzaran a transformarse en animales parecidos a los plesiosaurios. Luego, con el tiempo, alguien decide fabricar pruebas fotográficas falsas, ya sea con ánimo de lucro o notoriedad, o como simple broma. Y entonces ya poco importan los desmentidos: una vez que hemos decidido lo que queremos creer, ni la propia confesión de labios del falsificador servirá para apearnos del burro.

Y pese a todo, estos no son fenómenos a los cuales la ciencia deba permanecer ajena. Más bien al contrario, uno de los poderes de la ciencia es resolver los misterios, y el estudio de leyendas como la de Nessie puede revelarnos mucho; no solo sobre nosotros mismos y nuestros mecanismos mentales, sino también sobre el mundo que nos rodea. Es altamente improbable que exista un animal prehistórico en el lago Ness, pero si la gente dice haber visto algo, ¿cuáles son los fenómenos reales que se han interpretado como avistamientos del monstruo?

Un equipo internacional de investigadores, dirigido por la Universidad de Otago en Nueva Zelanda, ha analizado las aguas del lago Ness en busca de la huella de ADN de las criaturas allí presentes. Las técnicas actuales permiten hacer un tipo de análisis llamado metabarcoding de ADN ambiental (eDNA), consistente en leer todo el revoltillo de ADN presente en una muestra heterogénea tomada de la naturaleza y buscar ciertas etiquetas genéticas que identifican a las especies presentes, actuando como una especie de códigos de barras.

Según publican los investigadores en la web de su proyecto (los resultados aún no se han publicado formalmente), entre los 500 millones de secuencias de ADN pescadas en el loch ha aparecido de todo, desde bacterias hasta humanos, pasando por varios tipos de mamíferos terrestres, domésticos y salvajes. Los científicos han identificado 19 especies de mamíferos, 22 aves, tres anfibios y 11 peces. La mayoría son animales cuya presencia en el lago ya era conocida.

¿Y qué hay de Nessie? Según escriben los investigadores, “una de las teorías más populares es que podría existir en el lago Ness un reptil del Jurásico o una población de reptiles del Jurásico, como los plesiosaurios”. “Desafortunadamente, no podemos encontrar ninguna prueba de una criatura ni remotamente parecida a eso en los datos de secuencias de nuestro ADN ambiental. Así que, basándonos en nuestros datos, no creemos que la idea del plesiosaurio se sostenga”, añaden.

Asimismo, los investigadores tampoco han encontrado ADN de otras especies que algunas hipótesis han asociado a los avistamientos, como tiburones, esturiones o siluros. Y sin embargo, otra criatura aparece de forma dominante y repetida en las muestras: “Hemos encontrado una gran cantidad de ADN de anguila. Las anguilas son muy abundantes en el lago Ness, y hemos encontrado su ADN en prácticamente todas las ubicaciones estudiadas; hay montones de ellas”, escriben.

Imagen de SuperNatural History.

Imagen de SuperNatural History.

Estos datos han llevado a los investigadores a rescatar una vieja hipótesis casi olvidada. La idea de que Nessie podría ser en realidad una anguila ya se había propuesto en los años 30, cuando la historia del monstruo comenzó a causar furor, pero se abandonó cuando se impuso la imagen del plesiosaurio que ha perdurado en la imaginación hasta nuestros días. Los científicos del proyecto, bajo la dirección del biólogo Neil Gemmell, creen que la anguila podría ser la respuesta: “La teoría restante que no podemos refutar basándonos en el ADN ambiental obtenido es que lo que la gente está viendo es una anguila muy grande”.

Naturalmente, el análisis de ADN no permite determinar el tamaño de los animales detectados, pero los investigadores mencionan que existen informes de grandes anguilas observadas en el lago. La anguila europea raramente crece más de un metro, aunque los científicos no descartan que en el lago pudiera haberse desarrollado una comunidad de ejemplares de gran tamaño.

Una anguila europea (Anguilla anguilla). Imagen de Lex 1 / Wikipedia.

Una anguila europea (Anguilla anguilla). Imagen de Lex 1 / Wikipedia.

Por supuesto, los resultados no pueden zanjar por completo la leyenda del monstruo, ni lo harán. Los propios investigadores reconocen que un monstruo totalmente desconocido hasta ahora pasaría inadvertido en el metabarcoding si su ADN no se ha catalogado previamente. “Sin embargo, tenemos una teoría más para testar, la de la anguila gigante, y puede merecer la pena explorarla con más detalle”, concluyen.

Disruptores endocrinos y bisfenol A, ¿amenaza real o quimiofobia?

Ayer comencé a hablar de los llamados disruptores endocrinos (EDC, en inglés), compuestos a los que se atribuyen innumerables daños a la salud como consecuencia de actuar como falsas hormonas, rompiendo el equilibrio natural del sistema endocrino: diabetes, obesidad, problemas reproductivos, alteraciones del desarrollo fetal, daños neurológicos, trastornos de atención, cáncer…

Los EDC están hoy en la mirilla de científicos, autoridades y de muchos ciudadanos preocupados por el –aparentemente– súbito descubrimiento de compuestos como el bisfenol A (BPA) que de repente se han convertido en los supervillanos más devastadores de la historia. Y que están por todas partes: incluso los más obsesionados con su alimentación, en algún momento de sus vidas han tocado un recibo de la compra o de un cajero automático, sin saber que estaban sujetando en sus manos una auténtica arma de destrucción masiva.

Pero ¿es así?

La respuesta: no. En primer lugar, el BPA no se ha descubierto de repente. No es una contaminación industrial. No es algo que los malvados empresarios introduzcan a hurtadillas en sus productos para engordar sus beneficios. Tampoco es un subproducto que aparezca por sí mismo como consecuencia de alguna extraña reacción química indeseable.

El BPA es un compuesto químico que se inventó a finales del siglo XIX, y al que pronto se le vio una utilidad en la fabricación de plásticos y de otros numerosos productos. Al mismo tiempo, se descubrió que por su estructura era un candidato a medicamento para actuar como análogo hormonal de los estrógenos, las hormonas feminizantes, pero ya en los años 30 se descartó este uso porque era demasiado débil: unas 37.000 (treinta y siete mil) veces menos potente que el estradiol, la hormona natural a la que imita.

Botellas de plástico. Imagen de Needpix.com.

Botellas de plástico. Imagen de Needpix.com.

La primera conclusión es que el BPA no se descubre que está ahí, sino que se ha puesto ahí a propósito. Si uno analiza zumos de naranja del mercado y descubre que no contienen naranjas, es noticia. Si uno analiza productos del mercado fabricados con BPA, descubre que contienen BPA y lo anuncia a bombo y platillo, es… en fin, completen la frase ustedes mismos.

Claro que, podría decirse, en un congreso de personas con polidactilia faltarían dedos para contar los productos que históricamente se han empleado para múltiples usos humanos sin saber que se estaba envenenando a la gente; productos que después han sido prohibidos y retirados. ¿Será este uno de esos casos?

La respuesta: tampoco. Los efectos del BPA se han analizado extensivamente durante décadas, sobre todo en los últimos 20 años (más sobre esto un poco más abajo), con el no disimulado fin de demostrar su toxicidad. Pero por más vueltas que se le ha dado, hasta hoy no se ha podido probar fehacientemente ninguna relación causal clara del BPA con ningún daño a la salud en humanos.

Pero a ver: ¿existe una dosis a la cual el BPA pueda ser perjudicial para la salud?

Papel térmico. Imagen de pixabay.

Papel térmico. Imagen de pixabay.

La respuesta: naturalmente, por supuesto que sí. Como nos enseñan los toxicólogos, no existe absolutamente ninguna sustancia que sea inocua a cualquier dosis, o más beneficiosa cuanto más se aumenta la dosis hasta cualquier dosis imaginable. De ser así, no tomaríamos una cápsula de antibiótico cada ocho horas, sino que nos tragaríamos una maceta llena y adiós al problema. Y nótese que esto no solo se aplica a los fármacos, sino absolutamente a cualquier sustancia: existe incluso la intoxicación por exceso de agua, que puede llevar a la pérdida del equilibrio electrolítico, al fallo cerebral y a la muerte.

Obviamente, estos efectos de dosis de toxicidad para el BPA se han estudiado en animales, junto con la posible aparición de enfermedades asociadas, y en función de ello los organismos reguladores han establecido sus directrices. La autoridad química europea clasifica el BPA como sustancia preocupante, porque lo es; de lo contrario, no tendría sentido tanta investigación, y es más que pertinente, necesario, continuar con estos estudios para garantizar que no se haya escapado algo importante.

Pero con toda la ciencia actual en la mano y yendo al terreno práctico, esto es lo que hoy establecen las autoridades reguladoras respecto a la exposición al BPA. Así dice la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA):

El BPA no supone un riesgo de salud para los consumidores porque la actual exposición a la sustancia es demasiado baja para causar daño. La opinión científica de la EFSA muestra que los niveles de BPA a los que están expuestos los consumidores de todas las edades está muy por debajo del nivel estimado de exposición segura, conocido como ingesta diaria tolerable (TDI). La EFSA encuentra que no existe una preocupación de salud, ya que las estimaciones más altas de exposición al BPA, tanto a través de la dieta como en total, son de 3 a 5 veces menores que la TDI, dependiendo del grupo de edad. Para todos los grupos de población, la exposición en la dieta es más de 5 veces menor que la TDI.

Y esto dice la agencia de fármacos y alimentos de EEUU (FDA):

¿Es seguro el BPA?

Sí. Según la continua revisión de seguridad de la FDA de las pruebas científicas, la información disponible continúa avalando la seguridad del BPA para los usos actualmente aprobados en envases de comida. Las personas están expuestas a bajos niveles de BPA porque, como muchos componentes de los envases, cantidades muy pequeñas de BPA pueden migrar desde el envase de la comida a las comidas o bebidas. Estudios emprendidos por el Centro de Investigación Toxicológica de la FDA no han mostrado efectos por exposición al BPA a bajas dosis.

Pero entonces, y si todo esto es así, ¿por qué últimamente todo el que lea o escuche las noticias puede llevarse a casa la impresión de que estamos en continuo riesgo de exposición a una toxina peligrosa de la cual, al parecer, las autoridades no hacen absolutamente nada para protegernos?

(Nota: he elegido la palabra «toxina» a propósito porque probablemente muchos la utilizarían. Y mal utilizada. Una toxina es una sustancia nociva producida POR LAS CÉLULAS DE LOS ORGANISMOS VIVOS. Las toxinas las producimos nosotros mismos. Si las ingerimos con la comida no es porque unos malvados científicos hayan vertido sus tubos de ensayo en el cubo donde se fabrica la sopa, sino porque las han producido las propias células de los organismos vivos, animales o vegetales, que nos comemos. En resumen, UNA TOXINA NO ES UNA SUSTANCIA QUÍMICA SINTÉTICA, SINO UNA SUSTANCIA QUÍMICA NATURAL. Y por cierto, el cuerpo no las acumula, sino que sabe eliminarlas él solito; para eso la evolución inventó el hígado y los riñones).

Bueno, esto habría que preguntárselo a quienes publican y difunden tales noticias. Y por supuesto, a quienes las generan en primer lugar. Si las autoridades establecen claras directrices sobre la seguridad de la exposición a una determinada sustancia, y un científico no está de acuerdo, puede y debe impugnar esta decisión ante dichas autoridades; de hecho, algunos han procedido así, lo cual ha motivado una nueva y extensa revisión de la EFSA cuyos resultados esperamos conocer pronto. Pero en cambio, lo que ese científico no debería hacer, aunque pueda, es alarmar a la población haciendo algo que en inglés tiene un nombre muy pegadizo, scaremongering, y que en nuestro idioma se llama de una manera mucho más tonta: meter miedo.

No debería hacerlo, lo cual no quiere decir que un servidor le acuse de estar haciéndolo. Como tampoco se me ocurriría jamás acusar a nadie de hacerlo porque esa carnaza se venda fácilmente a los medios y cale mucho entre el público, consiguiendo un alto nivel de visibilidad para los científicos en cuestión.

Como tampoco se me ocurriría jamás añadir que todo esto además funciona mucho mejor si se adereza la carnaza con titulares y otras afirmaciones que no se corresponden ni con los resultados del estudio en cuestión ni con el dictamen actual de las autoridades reguladoras, ni con el significado de estos estándares; por ejemplo, cuando en una nota de prensa se dice que «nueve de cada diez pares de calcetines de bebé del mercado contienen trazas de bisfenol A», cuando en realidad ese «mercado» se limita a un total de 32 pares de calcetines comprados en tres tiendas, de los cuales solo se han encontrado niveles de BPA superiores al límite de la UE para los juguetes infantiles (no hay un límite para los calcetines, como es lógico) en los calcetines comprados en el bazar chino, y cuando los propios autores reconocen en su estudio que incluso en estos casos la dosis estimada de exposición dérmica al BPA por estos calcetines «es relativamente baja» (lo cual no se menciona en la nota de prensa).

Calcetines de bebé. Imagen de pixabay.

Calcetines de bebé. Imagen de pixabay.

En cambio, aunque no se me ocurriría afirmar nada de lo anterior, sí es necesario añadir que el BPA es una sustancia sobre la cual debe seguir investigándose y, si así lo aconsejan nuevos futuros estudios, restringir aún más sus usos y dosis autorizadas. Como también es necesario repetir que si hasta ahora esto no se ha producido es porque los miles de estudios disponibles no lo han aconsejado. Y sobre todo, es imprescindible añadir que ni siquiera todos los expertos están de acuerdo en que los EDC sean lo dañinos que otros sostienen.

En 2016 un grupo de toxicólogos publicaba una carta en Nature bajo el título «no dañen la legislación con pseudociencias». «Nos preocupa que algunos de los procesos para establecer las regulaciones de seguridad de las sustancias químicas en la Unión Europea se están dejando influir por los medios y el scaremongering de las pseudociencias», escribían. «Por ejemplo, se culpa a los disruptores endocrinos de la obesidad y la diabetes de tipo 2 a pesar de que no hay pruebas que lo apoyen, y a pesar de que el excesivo consumo de alimentos y azúcar es una causa probada», añadían. «Como consecuencia, los criterios de la Comisión Europea para regular los EDC como una amenaza a la salud humana se basan en estudios de correlación, no causales”. Y aún más: “Algunos científicos ponen el objetivo de atraer fondos para investigación por encima de la valoración objetiva de sus pruebas”.

El primer firmante de aquella carta, el toxicólogo Daniel Dietrich, de la Universidad de Constanza (Alemania), escribió también junto a otros autores una larga revisión sobre los EDC. Estas son algunas citas:

A pesar de 20 años de investigación, el daño a la salud por la exposición a bajas concentraciones de sustancias químicas exógenas con actividad débil similar a las hormonas sigue sin demostrarse, y es una hipótesis improbable.

Teniendo en cuenta los enormes recursos invertidos en esta cuestión [más de 4.000 estudios, contabilizan los autores], uno esperaría que entretanto deberían haberse identificado algunos EDC causantes de daños a la salud o enfermedades. Sin embargo, no ha sido el caso. Hasta la fecha, con la excepción de las hormonas naturales o sintéticas, no se ha identificado ni un solo EDC fabricado por el ser humano que represente un riesgo identificable y mensurable para la salud humana.

Ciertamente, ha habido mucho revuelo mediático sobre riesgos imaginarios para la salud del BPA, los parabenos o los ftalatos. Sin embargo, jamás se ha establecido ninguna prueba real de efectos adversos para la salud humana de estas sustancias. Al contrario, cada vez hay más pruebas de que sus riesgos para la salud son inexistentes o despreciables, o imaginarios.

Como es natural, la visión de Dietrich ha recibido fuertes críticas por parte de los defensores de la hipótesis de los EDC y de los efectos nocivos del BPA y otras sustancias. Y sin embargo, los argumentos del alemán son innegables: es cierto que la regulación sobre el BPA se basa en el principio de precaución según los experimentos con animales, dado que no se ha demostrado un vínculo causal con efectos nocivos en la salud humana.

Dietrich y sus colaboradores agregan también otro hecho innegable, y es que el mayor experimento humano de la historia con los EDC tiene un nombre de sobra conocido: píldora anticonceptiva. Por su propia definición, la píldora es un EDC, de acción similar al BPA pero miles de veces más potente; de hecho, el BPA se desechó como xenoestrógeno (análogo sintético de los estrógenos) precisamente porque era demasiado débil. Dietrich le pone cifras: la comida que comemos contiene un nivel de 100 en estrógenos de fuentes naturales como los flavonoides de la soja, y un nivel de 0,02 de estrógenos sintéticos, mientras que una sola píldora anticonceptiva contiene un nivel de 17.000. Y sin embargo, los anticonceptivos orales se toman a millones a diario en todo el mundo.

Píldoras anticonceptivas. Imagen de Lupus in Saxonia / Wikipedia.

Píldoras anticonceptivas. Imagen de Lupus in Saxonia / Wikipedia.

Todo lo cual revela una enorme paradoja. Por ejemplo, el tabaco o el alcohol demostraron claros efectos dañinos desde los primeros estudios, y en todos los estudios realizados. Para estas sustancias se aplican restricciones sobre a quién y dónde se venden, pero puede decirse que se venden y se consumen libremente sin límites de dosis o cantidades; en el caso del alcohol, sin siquiera incluir esas famosas etiquetas de advertencia sobre que «el alcohol mata» o «el alcohol provoca cáncer». Y por el contrario, a las sustancias para las que más de 4.000 estudios no han logrado demostrar claramente efectos nocivos en humanos se les aplica el principio de precaución, resultando en una regulación más restrictiva que la de los claramente dañinos. ¿Tiene esto algún sentido?

Esto, a su vez, debería llevar a una reflexión: si los investigadores que estudian los niveles de BPA y otros EDC en productos de consumo realmente quisieran dejar claro que su trabajo no es un mero scaremongering que explota y fomenta la quimiofobia, detallarían en sus estudios que los estándares de la UE a los que refieren sus resultados no corresponden a dosis demostradamente dañinas en humanos, sino que se han establecido en niveles exageradamente prudentes según el principio de precaución basándose en los resultados de experimentos con animales.

Pero no lo hacen. ¿Por qué? Ellos sabrán. Me limito a dejar otra cita de Dietrich y sus colaboradores: “Dado este enorme volumen de fondos para la investigación [de los efectos del BPA y otros EDC], los científicos en el campo de los EDC pueden tener intereses creados de mantener la hipótesis de los EDC en la agenda para permanecer en el negocio”.

Finalmente y para los más informados o deseosos de información, merece la pena añadir un último comentario. Gran parte de la discrepancia entre los toxicólogos y los endocrinólogos se basa en que algunos de estos últimos alegan la existencia de un fenómeno llamado hormesis, por el cual se supone que no siempre se obtiene mayor efecto a mayor dosis, sino que para algunas sustancias los efectos pueden ser más potentes a concentraciones menores; lo que, según los defensores de esta hipótesis, implicaría que toda la investigación sobre la toxicidad del BPA se ha hecho mal.

Si este enunciado les recuerda a una famosa pseudoterapia que empieza con la letrita hache, ya intuirán que se trata de una propuesta muy controvertida. Lo cierto es que sí existen determinados procesos biológicos en los que algo de esto podría tener algún sentido… siempre que, naturalmente, la sustancia esté presente, y que cumpla ciertas condiciones; una de ellas, que sea una biomolécula –compuesto producido por el propio organismo– muy activa. Que no es el caso del BPA ni del resto de los EDC sintéticos. Pero eso daría para otra historia.