Archivo de marzo, 2022

Otro legado de la pandemia: el mayor estudio de campo de la historia sobre la desinformación científica

Como nostálgico musical (y como alguien que no suele pasar un día de su vida sin escuchar música), suelo hacer excavaciones arqueológicas en mi propia casa para rescatar y cargar en una vieja minicadena las cassettes que grababa allá por los 80, directamente de la radio o de discos prestados por los amigos; en fin, las playlists de entonces, cuando lo más parecido a un móvil era un walkman. De repente se ha abierto paso hasta mis oídos el Don’t Believe What you Read (1978) de los Boomtown Rats. Hace 44 años Bob Geldof cantaba cómo se levantaba por la mañana y leía los periódicos sabiendo, decía, que la mayoría de lo que publicaban era un montón de mentiras, y cómo tenía que aprender a leer entre líneas.

Aunque creamos que las fake news y las teorías conspiranoicas son un problema reciente y solo actual, recuerdo que hace unos años el sociólogo de la Universidad Rutgers Ted Goertzel me contaba cómo en tiempos de la Revolución Americana cuajó la idea de que los británicos querían esclavizar a los americanos y suprimir los cultos protestantes que habían llegado a América con los emigrantes no ingleses. Y que esta creencia extendida, viralizada diríamos hoy, fue un factor influyente en el levantamiento de la población de las colonias para reivindicar su independencia.

Tampoco suele haber nada radicalmente nuevo en el contenido de los bulos que se propagan; la historiadora de la ciencia Paula Larsson contaba que ya hace 135 años los antivacunas contra la viruela utilizaban los mismos argumentos falsos que los actuales contra la COVID-19: que la epidemia no existía, que las autoridades y el estamento médico sembraban el miedo para enriquecerse, que las vacunas eran más peligrosas que la propia enfermedad y que eran un método de control de la población. Nada nuevo bajo el sol.

Pintada negacionista en Miranda de Ebro. Imagen de Zarateman / Wikipedia.

Sí, es cierto que los medios de comunicación publican noticias falsas; unos pocos, con regularidad y sin el menor pudor. A veces, por arriesgar el rigor a cambio de un sensacionalismo rentable. Muchos, por desconocimiento o falta de criterio y de especialización, como ha ocurrido a menudo durante la pandemia en medios que se declararían contrarios a las fake news, pero que rebotan «noticias» que no saben valorar, y dan voz y difusión a autoproclamados expertos que no lo son y que no están promoviendo la ciencia, sino solo a sí mismos (creo que no hace falta nombrar a algún famoso todólogo que está en la mente de todos).

Recuerdo que allá por el 2006 llegué al periodismo de ciencia desde la ciencia, conociendo bien el mundo de la ciencia pero casi nada el del periodismo (salvo por una experiencia previa con el de viajes), y una de las primeras cosas que no entendí fue por qué los redactores de ciencia no solían entrevistar directamente a las fuentes originales, sino al presidente, vocal o tesorero de la Sociedad Española de nosecuántos. Esta extraña costumbre que solo parece afectar a las noticias de ciencia en los medios no especializados —para valorar las noticias sobre la guerra de Ucrania se pregunta a expertos avalados por su trabajo y sus publicaciones, no al vicepresidente de nosequé organización gremial— se ha exacerbado durante la pandemia, y ha contribuido muchas veces a la confusión.

Las noticias falsas y la desinformación esparcen sobre los medios una mancha general que es difícil de limpiar. Hacen caer en la trampa de la generalización, que lleva a despreciar medios que son referentes informativos de la prensa en español en todo el mundo. Conozco a personas jóvenes, de la generación millennial, que dicen no leer jamás lo que llaman medios tradicionales o mainstream por creer que siempre mienten.

El problema es que si, como cantaban los Boomtown Rats y piensan algunos o muchos millennials, los medios que ellos llaman tradicionales no son fuentes fiables, ¿cuál es la alternativa?

Tomemos como ejemplo especialmente inexplicable el de la publicidad: no suele cuestionarse de forma muy llamativa en el debate público, cuando es, por definición, interesada. El caso típico es el de una conocida marca de yogures líquidos que lleva décadas promocionándose bajo el supuesto argumento de que refuerza las defensas. En algún país ha llegado a prohibirse esta publicidad, ante los estudios científicos que la han desmontado. Pero el mensaje sigue dándose por válido hasta tal punto que incluso en los colegios, donde se supone que debería haber algún o alguna nutricionista con conocimiento científico al mando, se recomiendan estos alimentos para los niños frente a los yogures normales. Que la publicidad pagada llegue a considerarse una fuente más fiable que la ciencia reafirma la idea de algunos expertos de que la desinformación científica ha alcanzado proporciones de crisis.

Naturalmente, sabemos que son las redes sociales las que suplen esa función informativa para muchas personas, sobre todo jóvenes. No puede negarse que las redes sociales han tenido su lado luminoso durante la pandemia. Muchos investigadores expertos de prestigio han aprovechado la vía de Twitter para comunicar al gran público con enorme eficacia, a través de hilos que han explicado a millones de personas la ciencia más actual y relevante sobre la COVID-19. Como contaba Science hace unos días, algunos de estos investigadores apenas tenían un par de miles de seguidores antes de la pandemia, que se han convertido en cientos de miles gracias a su magnífica labor como fuentes de información relevante y veraz. Por desgracia, también esto ha convertido a muchos de ellos en víctimas de campañas de odio y ataques por parte de los negacionistas.

Dentro de la propia ciencia, Twitter también ha sido una herramienta enormemente valiosa durante la pandemia. Ha facilitado el intercambio de datos e información en la comunidad científica con una extensión e inmediatez inalcanzables por medios más habituales como los foros especializados, o no digamos los congresos. Ha conseguido que se retracten estudios falsos o defectuosos con una rapidez nunca antes lograda por los canales convencionales.

Pero en el reverso está el lado oscuro. Quizá uno de los ejemplos más extremos de la voracidad de Twitter por la desinformación y las fake news haya surgido a raíz del lamentable comportamiento de Will Smith en la ceremonia de los Óscar. Después de su agresión al pretendidamente gracioso presentador Chris Rock, en Twitter circuló un mosaico de rostros con, supuestamente, las reacciones de muchos de los presentes, y esta composición se ha hecho viral debido a los comentarios de los tuiteros. Pero ha resultado que al menos algunas de las fotos son falsas, ya que corresponden a galas de años anteriores. Más allá de la motivación que haya tenido la persona que ha creado ese falso montaje, que a saber, el ejemplo es extremo porque en este caso ni siquiera hay un interés ideológico o político en el fake. Sirve como experimento para mostrar lo fácil que es engañar en las redes sociales: se da por hecho que los medios mienten, pero cualquier cosa que circula en Twitter se toma automáticamente como cierta.

El daño que han hecho las redes sociales al conocimiento veraz sobre la pandemia ha sido inmenso. Si Goertzel señalaba que las conspiranoias y los bulos no son un fenómeno nuevo, también admitía que los medios actuales tienen una capacidad de amplificación nunca vista antes en la historia. Como contaba a Science el psicólogo de la Universidad de Bristol Stephan Lewandowsky, en el mundo físico es casi imposible que una persona que piensa que la Tierra es plana se encuentre casualmente con otra que cree lo mismo. Pero online, esa persona puede conectar con «el otro 0,000001% de gente que sostiene esa creencia, y puede llevarse la (falsa) impresión de que está muy extendida».

En el mismo reportaje de Science el biólogo evolutivo de la Universidad de Washington Carl Bergstrom, que se ha especializado en el ecosistema de la desinformación, cuenta cómo a comienzos de este siglo trabajaba en planes de preparación de EEUU contra una posible pandemia, y que por entonces él y sus colaboradores pensaban que, cuando las vacunas estuvieran por fin disponibles, sería necesario proteger los camiones que las transportaran para evitar que la gente los asaltara para llevárselas. La película Contagio de Steven Soderbergh, la que más se ha acercado a la realidad de una pandemia, mostraba algo parecido cuando una epidemióloga de la Organización Mundial de la Salud era secuestrada como rehén para que las vacunas llegaran a una aldea. A favor de Soderbergh hay que decir que también retrató el problema de la desinformación a través del personaje magníficamente interpretado por Jude Law, el bloguero conspiranoico reclutado por la industria homeopática para promocionar su falso remedio.

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios y artículos de expertos, en revistas científicas o medios explicativos independientes como The Conversation, que han tratado el problema de la desinformación. Y el tono general es que nadie encuentra paliativos al enorme daño que ha causado. Un estudio experimental en Reino Unido y EEUU encontró que la simple exposición a algún bulo sobre las vacunas publicado en Twitter reducía en un 6% la proporción de personas dispuestas a vacunarse. Escalado a una población como la española, esto supondría que casi tres millones de personas rechazarían la vacuna solo porque han leído un tuit.

Algunas plataformas, como Twitter, Facebook, Instagram o YouTube, han implantado supuestas políticas destinadas a eliminar la desinformación y los bulos sobre la COVID-19 y las vacunas en general. Pero como escribían hace unos días en Nature Medicine tres investigadores de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, la plaga es casi incontrolable; en julio de 2020 había en las redes sociales en inglés un volumen de cuentas antivacunas que acumulaban 58 millones de seguidores, con un valor publicitario conjunto de 1.000 millones de dólares al año. La desinformación también es un gran negocio para las plataformas, como demuestra la reciente resistencia de Spotify a retirar un popular podcast antivacunas ante la denuncia de Neil Young.

Sin embargo, si en algo coinciden generalmente los expertos es en que el problema es mucho más complejo que simplemente información versus desinformación. «Aumentar el suministro de información precisa no curará por sí solo este problema si no se abordan las motivaciones subyacentes de la renuencia [a las vacunas]», escriben los autores de este último artículo. Hay otros muchos factores implicados, como también hay toda una taxonomía de la renuencia a las vacunas, desde los que solo dudan hasta los activistas antivacunas ideológicos. Los primeros pueden ser muy sensibles a cualquier bulo que puedan encontrar accidentalmente, y por lo tanto en ellos puede ser mayor el beneficio de la información veraz; mientras que, en el caso de los segundos, son ellos quienes buscan conectarse entre sí y compartir esas desinformaciones que refuerzan sus convicciones.

Esos muchos factores incluyen los emocionales y los racionales, los miedos y ansiedades profundas en tiempos de incertidumbre, la desconfianza en la clase política, en las élites de poder y en los estamentos de los expertos, todo ello avivado por populismos políticos extremistas, armados con discursos simples dirigidos a las tripas más que a la razón. La desinformación es un síntoma, pero la verdadera enfermedad es un sistema político y un clima social que la recompensan, dice el experto en comunicación de la ciencia Dietram Scheufele, de la Universidad de Wisconsin. En The Conversation, las historiadoras de la ciencia y la salud Caitjan Gainty y Agnes Arnold-Forster recuerdan que originalmente los movimientos antivacunas se situaban en la izquierda política y que solo recientemente se han desplazado a la extrema derecha, pero que siempre se han envuelto en la bandera retórica de la «libertad» para embellecer una gran variedad de motivaciones.

En resumen, los expertos básicamente coinciden en los análisis y los diagnósticos, y en los mensajes de que se debe construir confianza a través de mensajes positivos respaldados por figuras respetadas por la comunidad, de que debe fomentarse el pensamiento crítico y razonado, educar en el reconocimiento y el rechazo de la desinformación…

Pero, en el fondo, no puede evitarse la sensación de que realmente nadie sabe cuál es la cura. En un preprint reciente, investigadores noruegos han revisado los mejores de entre los estudios previos sobre la desinformación relativa a las vacunas en las redes sociales, y su principal conclusión es que… hacen falta más y mejores estudios. La pandemia de COVID-19, cuyo alcance ninguna predicción científica acertó a prever en los primeros momentos, ha desatado una pandemia paralela de anticiencia cuya magnitud también ha sorprendido incluso a quienes ya estudiaban este fenómeno antes. Si acaso, los científicos sociales y los estudiosos académicos de la comunicación se han encontrado de repente y sin esperarlo con el mayor estudio de campo de la historia, que ha generado suficientes datos como para darles trabajo durante muchos años.

En cuanto a los demás, y mientras esperamos sus conclusiones, al menos podríamos entender que el Don’t Believe What You Read de los Boomtown Rats hoy debería sustituir los periódicos por Twitter. Y quizá hasta el propio Bob Geldof estaría de acuerdo, ya que es un firme partidario de la vacunación.

¿Habrá un nuevo telón de acero en el espacio?

Cuando la guerra entre EEUU y la URSS ya parecía inminente y casi inevitable, tanto que la revista Time ilustraba su portada con los retratos de los líderes de ambas potencias bajo el título «WAR?», los dos gobiernos ordenaron a sus astronautas que se retiraran a sus respectivos habitáculos y cerraran la comunicación entre ambas zonas, creando un telón de acero en el espacio.

Esto no ha ocurrido en la vida real, sino en la película de 1984 2010: Odisea dos (2010: The Year We Make Contact), basada en el libro de Arthur C. Clarke que sucedía a la genial 2001 creada 16 años antes por Clarke y Stanley Kubrick. De hecho, los rostros de los presuntos líderes de EEUU y la URSS que aparecían en la falsa portada de Time eran en realidad los de Clarke y Kubrick. En la ficción, un conflicto no explicado que prometía desembocar en la Tercera Guerra Mundial finalmente se aplacaba gracias a lo que ocurría en el espacio.

Para lo que vengo a contar hoy no sobra insistir en que todo lo demás queda empequeñecido frente a los muertos de la guerra, personas que hace solo unos meses no podían imaginar que todo su mundo se derrumbaría ni que sus vidas iban a acabar tan pronto. Hay una imagen sin fuego, escombros ni cadáveres que personalmente me transmitió la tristeza de la guerra: en los primeros días de la invasión rusa, una caravana interminable de coches abandonaba Kyiv circulando bajo un puente de autopista del que colgaba un cartel anunciando un concierto de Iron Maiden para mayo de este año. Aquel cartel representaba la normalidad, cómo era la vida antes; una normalidad y una vida anterior que los miles de personas que huían de la ciudad en sus coches dejaban atrás.

Pero bien sabemos todos que las repercusiones de la guerra se están dejando notar en infinidad de aspectos más allá de los territorios invadidos por Rusia. El mundo es global, afortunadamente, pero desafortunadamente cuando eso también significa que toda guerra entre potencias ya es, en cierto modo, mundial. La ciencia es más global incluso que el comercio. Y como el comercio, también va a verse afectada de maneras que hoy casi no podemos predecir.

La carrera espacial de los años 50 y 60, que terminó con la llegada de las misiones Apolo a la Luna, dio paso al comienzo de una colaboración muy fructífera entre EEUU y Rusia en el espacio que se ha mantenido hasta hoy. Algunos comentaristas han hablado de que la cooperación espacial comenzó con la caída de la URSS, pero esto no es cierto, sino que empezó mucho antes. En 1975, todavía en plena Guerra Fría, una nave Apolo estadounidense y una Soyuz rusa se anclaban en el espacio, a lo que siguió un apretón de manos entre el astronauta Thomas Stafford y el cosmonauta Alexei Leonov que fue aplaudido en todo el mundo como un signo de paz. Esto fue el arranque de posteriores colaboraciones que se detallan en este artículo publicado en la web de la NASA.

Curiosamente, la cooperación en el espacio fue una isla de concordia durante la Guerra Fría. Los intentos de entendimiento habían comenzado mucho antes, aún en plena carrera espacial. Y aunque entonces no llegaron a cuajar, a partir de 1975 se fundó una alianza en el espacio entre los dos bloques que se ha mantenido a lo largo de décadas, sobreviviendo al eterno tira y afloja de las tensiones entre ambas potencias.

Durante casi medio siglo, astronautas y cosmonautas han trabajado en colaboración en el espacio —junto con los astronautas de muchos otros países— sin importar nacionalidades ni las rivalidades entre sus líderes, y se han forjado grandes amistades. Hasta tal punto se daba por sentado que el espacio era territorio de cooperación que EEUU jubiló sus transbordadores espaciales (los shuttles) sin tener un vehículo de reemplazo y sin que esto importara demasiado, porque ya estaban los Soyuz rusos para llevar a los norteamericanos a la Estación Espacial Internacional (ISS) y traerlos de vuelta.

La Estación Espacial Internacional en noviembre de 2021. Imagen de NASA / Crew-2.

Ahora, por primera vez, todo esto amenaza con romperse, en una época en que la interdependencia de los países en las misiones científicas y civiles en el espacio es mayor que nunca. Y en este terreno, los mayores perjudicados serían otros países distintos al que ha iniciado esta guerra. En la ISS conviven astronautas de EEUU y otros países occidentales y orientales con los cosmonautas rusos, y la propia estación está formada por segmentos cuyo control está repartido entre los bloques: el lado occidental suministra electricidad al ruso, pero este es el responsable de encender periódicamente los propulsores que mantienen la estación en órbita evitando que caiga.

Desde que empezó la guerra de Ucrania el director de la agencia espacial rusa Roscosmos, el político nacionalista Dmitri Rogozin, se ha dedicado a lanzar bravatas amenazando con abandonar a los astronautas estadounidenses en la ISS y a dejar caer la estación sobre los países opuestos a la invasión rusa. Esto último es lo que podría llamarse un asustaviejas, ya que incluso sin propulsión la ISS tardaría meses, quizá más de un año, en caer a la Tierra. Rogozin es el primer director de Roscosmos sin un perfil técnico o científico —su predecesor fue un economista, pero por entonces la agencia estaba en proceso de transformación a corporación estatal—, y al parecer es conocido en los ámbitos políticos por sus bravuconerías cuando era embajador de Rusia ante la OTAN. Durante la guerra ha publicado vídeos que muestran a los operarios tapando las banderas de otros países en un cohete ruso, o simulando un desacoplamiento de la sección rusa de la ISS, y ha mantenido una discusión en tono bastante vergonzoso con el astronauta estadounidense Scott Kelly.

Pero aunque las fanfarronadas de Rogozin hasta ahora no hayan afectado a las operaciones en la ISS, y la agencia oficial TASS haya aclarado que Roscosmos continuará cumpliendo sus compromisos —incluyendo el de traer de vuelta a la Tierra esta semana a un astronauta de la NASA desde la estación—, otros proyectos ya se han visto seriamente afectados.

Europa esperaba lanzar este año su rover Rosalind Franklin con destino a Marte, en la segunda fase de la misión ExoMars largamente esperada, ya que lleva posponiéndose desde 2018. El problema es que ExoMars es una misión ruso-europea que iba a despegar desde el cosmódromo de Baikonur, bajo control ruso en Kazajistán, en un cohete ruso y con un aterrizador ruso. Ahora la colaboración se ha roto, y los responsables europeos de ExoMars deberán encontrar otro sistema de lanzamiento. Esto retrasará la misión al menos otros dos años más, debido a que solo se lanzan misiones a Marte durante la ventana temporal en que los dos planetas se encuentran más próximos.

ExoMars se ha llevado hasta ahora la peor parte, pero hay otras muchas colaboraciones, en marcha o en proyecto, que amenazan con romperse, incluyendo experimentos comunes e instrumentos científicos en la Tierra y en el espacio. En junio del 21 Rusia y China anunciaron una colaboración de cara a la futura construcción de una base lunar, invitando a otros países a sumarse. Tal vez se termine llevando a cabo o tal vez no (ahora hay tantas especulaciones respecto a las bases lunares que es difícil saber si algo de ello saldrá adelante), pero ahora es dudoso que este consorcio pueda ampliarse. Algunos analistas apuntan que probablemente en los próximos años Rusia tenderá a buscar una mayor alianza con China en sus proyectos espaciales. Y es bien sabido que la NASA tampoco colabora con China.

Los grandes avances de la ciencia y tecnología espaciales han sido el fruto de colaboraciones que se han mantenido incluso por encima de los conflictos y los vaivenes políticos en la Tierra. Ahora estamos en riesgo de ver cómo todo esto se rompe. Y si ocurre, si se impone un telón de acero en el espacio que no existía desde el fin de la carrera hacia la Luna, será un paso atrás en todo lo que el ser humano puede llegar a lograr cuando el conocimiento y la concordia se imponen a la barbarie.

Este debería ser el próximo paso en las vacunas contra la COVID-19

A día de hoy no hay razones científicas sólidas para aplicar una cuarta dosis de vacuna a toda la población que ha recibido las tres anteriores. Solo para ciertos grupos de riesgo se está administrando esta cuarta dosis en España y otros países, y esta es una recomendación razonable: los datos obtenidos de estudios en Reino Unido, Francia y EEUU han mostrado que casi la mitad de las personas inmunodeprimidas apenas responden a dos dosis de la vacuna, pero la mitad de esa mitad mejora su respuesta con una tercera dosis. Aunque aún faltan datos respecto a cómo esa cuarta parte restante responderá a un nuevo refuerzo, parece razonable pensar que les aportará algún beneficio. Y en el caso de las personas con un sistema inmune débil, cualquier ayuda es buena.

Pero no está justificado para la población general. Los estudios muestran que la cuarta dosis aumenta una respuesta de anticuerpos neutralizantes que está decayendo a los pocos meses de recibir la tercera, restaurándola a niveles similares que con la dosis anterior, pero no se logra el efecto de refuerzo que la tercera proporciona respecto a la doble dosis. Es decir, hay un beneficio, pero es marginal. Si a esto unimos que, como ya he explicado aquí, el efecto de las vacunas no se limita a los anticuerpos neutralizantes, sino que incluye también los no neutralizantes, la respuesta de células T y la inmunidad innata, y si además recordamos por un momento que existen continentes enteros donde la mayor parte de la gente aún no ha tenido la oportunidad de recibir ni la primera dosis, el resultado es que un cuarto pinchazo para todos no tiene sentido.

Todo esto, claro, se refiere a la situación actual. No sabemos cómo evolucionará el virus en el futuro, y en esto la ciencia solo puede ir por detrás. Pfizer y Moderna están ahora ensayando sus vacunas específicas contra Ómicron, pero realmente no sabemos si serán necesarias o beneficiosas; por ejemplo, en el caso de que surja una nueva variante contra la cual quizá las nuevas vacunas anti-Ómicron no aporten nada sustancial respecto a las diseñadas contra el virus ancestral de Wuhan.

Como tampoco sabemos qué destino aguardará a las casi 350 vacunas que ahora están en desarrollo o en ensayos preclínicos o clínicos. Muchas de ellas fracasarán; como media, solo uno de cada diez fármacos candidatos acaba superando todas las pruebas para llegar a ver la luz. Al menos una docena de vacunas contra la cóvid ya se han quedado en el camino. Pero las que lleguen hasta el final dentro de meses o años, ¿tendrán alguna utilidad?

Los esfuerzos de científicos, instituciones y gobiernos por responder al horror de la pandemia aportando sus recursos han sido encomiables en todos los casos. Pero uno no puede evitar preguntarse si esta enorme dispersión de esfuerzos, en muchos casos con evidentes tintes nacionalistas, ha tenido algún sentido; y si, dado que no ha sido una sorpresa que llegaran primero a la línea de meta las vacunas que contaban con diez o cien veces más músculo financiero que otras, no habría sido más fructífero en muchos casos enfocar esos otros proyectos más cortos de fondos, y por tanto más lentos, a apuestas con más visión de futuro.

Por ejemplo, una de esas visiones de futuro es la de las vacunas pan-coronavirus, diseñadas para actuar contra cualquier virus de esta familia. El SARS-CoV-2 no ha sido el primero ni el más letal, y no será el último. Realmente habríamos salido enormemente fortalecidos de esta pandemia si lo hiciéramos con una vacuna que pudiera protegernos de futuros coronavirus que todavía no han escapado de sus reservorios animales.

Pero si hay un hueco importante en el campo de las vacunas contra la cóvid que aún falta por rellenar, es sin duda el de las esterilizantes, las que sean capaces de bloquear la infección por completo. Y para este trabajo no parece haber nada más cualificado que las vacunas intranasales.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Como es bien sabido, el coronavirus infecta a través de las mucosas respiratorias, sobre todo por vía nasal, más que por la boca. En estos tejidos se produce un tipo especial de anticuerpos llamados IgA que actúan como centinelas apostados a las puertas, mientras que por la sangre y otros tejidos corren los IgM y los IgG, las patrullas móviles; los IgM son la respuesta temprana, y los IgG la vigilancia posterior. Las vacunas intramusculares que hemos recibido son muy buenas produciendo IgM e IgG, pero no tanto produciendo IgA, por lo que dejan opción a que el virus entre en el organismo para combatirlo una vez que nos ha invadido. Una vacuna por vía nasal, capaz de estimular una fuerte respuesta IgA en las vías respiratorias superiores, podría bloquear al enemigo a las puertas. Naturalmente, una buena vacuna nasal también deberá inducir una potente respuesta sistémica de IgG y de células T en las mucosas.

En contra de lo que decía uno por ahí, ni las vacunas que tenemos se han diseñado para no ser nasales, ni una vacuna nasal se diseña para ser nasal. Cualquier vacuna en principio puede administrarse por la nariz, solo con que su formulación se adapte para este fin, incluyendo el vehículo adecuado para que llegue a donde tiene que llegar y haga lo que tiene que hacer. De hecho, al menos dos de las ya conocidas y utilizadas, la rusa Sputnik V («uve») y la de Oxford-AstraZeneca, se están ensayando ahora por vía nasal.

Pero si aún no las tenemos es porque hay razones que hacen esta vía más complicada. La administración intramuscular es la más rápida y fácil de testar, y con la explosión de la pandemia había prisa. Sobre todo cuando una vacuna de acción sistémica asegurada, como la que se pincha, podía lograr ese objetivo urgente de reducir la enfermedad grave y las muertes. En comparación, las vacunas nasales se han investigado y desarrollado mucho menos, porque antes de la COVID-19 no había demasiado incentivo para ello. Aunque en los últimos años pre-pandemia ha sido un campo en auge, que yo sepa aún solo existe una contra la gripe (y alguna más para uso veterinario), pero incluso esta ha funcionado regular.

La primera de esas complicaciones es que estas vacunas deben vencer un obstáculo peliagudo: la mucosa nasal está especializada en proteger las vías respiratorias de la entrada de elementos extraños. De hecho, en inmunología se consideran las barreras físicas (piel, mucosas) como las primeras defensas básicas. Y tras la barrera física está, además, la inmunidad innata. Así que la vacuna nasal debe encontrar la forma de vencer esas resistencias. Por otra parte, medir parámetros inmunitarios como los anticuerpos es más difícil en las mucosas que en la sangre, y pueden estar sujetos a fluctuaciones que es complicado controlar.

Actualmente hay al menos una docena de vacunas nasales en el horno, de varios tipos, incluyendo virus atenuado, proteína recombinante, vectores adenovirales o ARN/ADN. Algunas de ellas ya están en la fase 3 de los ensayos clínicos. Posiblemente la que esté más cerca de la meta sea la vacuna de adenovirus de chimpancé con la proteína Spike del SARS-CoV-2 creada por la Universidad de Washington y licenciada al fabricante indio Bharat Biotech. Esta vacuna, llamada BBV154, se está ensayando en doble dosis para personas aún no vacunadas y como refuerzo a personas ya vacunadas, pero solo con las indias Covaxin de la propia Bharat y Covishield, la marca india de la vacuna de Oxford-AstraZeneca.

Las vacunas nasales (o quizá también orales) que previsiblemente comenzarán a llegar dentro de unos meses podrán utilizarse como refuerzo en las personas ya vacunadas, complementando el nivel de vigilancia de su sistema inmune inducido por las dosis anteriores con una dotación de células B y T y anticuerpos IgA en la mucosa de las vías respiratorias, además de reforzar de nuevo la inmunidad sistémica. Este es el enfoque en algunas de las vacunas en desarrollo. Pero quizá alguna de ellas logre una inmunización potente con solo una o dos dosis, lo que podría aumentar las tasas de vacunación entre las personas que aún no se han vacunado (por motivos de naturaleza distinta a la ideológica, claro). O quizá incluso existan las dos opciones. Alguna de estas vacunas ha sido diseñada para poder hacer frente a múltiples variantes del virus.

Alguna ya se ha quedado por el camino, como la vacuna de la compañía Altimmune y la Universidad de Alabama, que funcionó bien como vacuna nasal esterilizante con una sola dosis en los ensayos preclínicos en ratones, pero que fue abandonada cuando en la fase 1 con humanos no indujo una buena respuesta. Lo cual debería servir de advertencia sobre la presentación triunfalista de los resultados preclínicos en los medios.

Conviene añadir que no toda la comunidad científica coincide en que vayamos a necesitar con seguridad las vacunas esterilizantes. Y el motivo de estas dudas es que nadie sabe qué hará el virus en el futuro. Si no surgieran nuevas variantes más peligrosas y el virus se limitara a circular en sus formas similares a las actuales, chocando contra nuestra inmunidad ya construida por las vacunaciones y las infecciones, y reforzando temporalmente esa inmunidad en el transcurso de estos choques, tal vez las vacunas esterilizantes estarían de más. Si el SARS-CoV-2 se comportara en el futuro como los coronavirus del resfriado entre la población previamente inmunizada, el riesgo general sería bajo.

Tampoco hay ninguna garantía de que pueda lograrse una inmunidad esterilizante; las vacunas no hacen otra cosa que engañar al organismo con una infección simulada para poner en marcha un proceso natural, y la naturaleza no ha conseguido una inmunidad esterilizante contra los coronavirus del resfriado, que resurgen y nos infectan periódicamente sin que hasta ahora nos haya importado demasiado.

Pero si en algún momento surgiera una nueva variante más peligrosa, entonces sí agradeceríamos tener a mano una vacuna esterilizante. Y quizá la tengamos, o quizá no: el problema, lamentan algunos investigadores, es que la fuente se ha secado. Después de todo ese esfuerzo inicial encomiable aunque disperso, en el que todo el dinero era poco, ahora la financiación de los proyectos de vacunas ha decaído. Ya no existe la carrera por ser el primero, ya no luce tanto destinar fondos a ello, y ni siquiera se sabe si habrá mercado para una próxima generación de vacunas. Pero si algo debería habernos enseñado esta pandemia es que invertir en preparación merece la pena, incluso si aquello contra lo cual nos hemos preparado nunca llega. El error de haber desperdiciado la oportunidad de prevenir una posible nueva amenaza no puede enmendarse, y cuesta vidas.

Nuevos estudios devuelven el «epicentro» de la COVID-19 al mercado de Wuhan

El mercado de Huanan, en la ciudad china de Wuhan, se ha hinchado y deshinchado en las apuestas sobre el origen del brote inicial del coronavirus SARS-CoV-2 a lo largo de los dos años de pandemia. En un primer momento, antes de que el virus se extendiera por el mundo, se propuso aquel lugar como el posible foco original de los primeros contagios, al detectarse varios casos ligados al mercado.

Pero pronto esta hipótesis perdió fuelle: en enero de 2020, un mes y medio antes del confinamiento en España, ya se cuestionaba que Huanan fuese el foco, ya que la tercera parte de los casos iniciales —incluyendo el primero conocido— no tenían ninguna relación con el mercado. Se dijo además que allí no se vendían mamíferos vivos, lo que dificultaba la posibilidad de que el virus hubiese saltado de un animal a un humano allí. Por entonces se favorecía la idea de que el mercado había actuado como una fuente de supercontagio, pero que el virus había entrado allí por medio de alguna persona ya contagiada antes en otro lugar. En noviembre de 2020 conté aquí que los investigadores daban la hipótesis de Huanan como definitivamente descartada.

Pero de definitivo, nada: todo comenzó a cambiar en junio de 2021, cuando los datos revelados por un estudio demostraron que en Huanan y otros mercados de Wuhan sí se vendían miles de mamíferos vivos sin ningún control higiénico ni sanitario, incluyendo especies como los visones y los perros mapache, que se infectan fácilmente con el virus. Además, se encontró contaminación vírica en multitud de muestras ambientales del mercado (aunque no en los animales). Y por otra parte, tampoco parecía haber ninguna conclusión clara sobre los indicios que hablaban de la posible presencia del virus en otros lugares del mundo en la época anterior al brote original. Todo esto no aportaba ninguna prueba de peso a la hipótesis del mercado, pero sí eliminaba impedimentos que antes habían llevado a descartarla.

Ahora, el mercado de Wuhan vuelve a estar en todo lo alto, tras la aparición en las últimas semanas de tres nuevos preprints —estudios aún no publicados, por lo tanto no revisados— que aportan fuertes indicios a favor de Huanan, hasta el punto de que uno de ellos afirma en su título que «fue el epicentro de la aparición del SARS-CoV-2».

Animales a la venta en el mercado de Huanan en Wuhan en 2019 (izquierda) y 2014 (derecha). El de la derecha es un perro mapache, especie sospechosa de la zoonosis del SARS-CoV-2. Imágenes de Worobey et al, 2022.

Animales a la venta en el mercado de Huanan en Wuhan en 2019 (izquierda) y 2014 (derecha). El de la derecha es un perro mapache, especie sospechosa de la zoonosis del SARS-CoV-2. Imágenes de Worobey et al, 2022.

En este estudio los investigadores, dirigidos por el virólogo evolutivo Michael Worobey (Universidad de Arizona) y el inmunólogo y microbiólogo Kristian Andersen (Scripps Research), han hecho un análisis espacial estadístico que relaciona 156 casos tempranos diagnosticados de COVID-19 con ubicaciones centradas en torno al mercado, aun cuando no haya vínculos directos con él, lo cual sugiere que la transmisión comunitaria comenzó a extenderse progresivamente en torno a este. Quizá estas ubicaciones cercanas, pero ajenas al mercado, fueran las que en un primer momento confundieron a los investigadores.

Además, los autores muestran que los dos linajes originales del virus, llamados A y B, están ambos asociados a Huanan y en concreto a las zonas donde se vendían animales vivos —incluyendo perros mapache— y donde se hallaron muestras ambientales que contenían el virus. Hasta cinco muestras positivas corresponden a un mismo puesto del mercado, tomadas de jaulas, carros y utensilios. «En conjunto, estos análisis proporcionan clara evidencia de la aparición del SARS-CoV-2 a través del comercio de animales vivos e identifican el mercado de Huanan como el inequívoco epicentro de la pandemia de COVID-19», escriben.

Este estudio se complementa con otro también codirigido por Worobey y Andersen junto con los bioinformáticos evolutivos Jonathan Pekar y Joel Wertheim, ambos de la Universidad de California en San Diego. Aquí los investigadores han analizado los genomas de los dos linajes originales del virus, y por métodos de simulación y mapeo evolutivo muestran que no surgieron el uno del otro en humanos, sino que ambos son producto de dos saltos independientes del virus desde animales a humanos, el primero de ellos (del linaje B) entre finales de noviembre y comienzos de diciembre de 2019, y el A unas semanas después. Junto con el otro estudio, en el que presentan la asociación espacial de ambos linajes al mercado, los investigadores creen desechada la teoría del escape accidental de un laboratorio, ya que sería muy improbable que dos virus distintos se hubieran escapado de un laboratorio con pocas semanas de diferencia para, casualmente, ir a converger ambos en Huanan.

Andersen opina que sus estudios aportan una prueba «extremadamente fuerte» del origen del virus en el mercado, dice a Nature. Por su parte, Worobey fue uno de los firmantes de una carta a Science en mayo del 21 en la que él y otros científicos insistían en la necesidad de más investigaciones antes de descartar el accidente de laboratorio. «Debemos tomar ambas hipótesis en serio hasta que tengamos suficientes datos», decía la carta entonces. Con sus nuevos estudios, Worobey dice ahora: «Cuando miras todas las pruebas, está claro que empezó en el mercado». Los autores proponen como hipótesis, no demostrada, que el virus entró en Huanan a través de perros mapache infectados en granjas, y que en el mercado contagiaron a los vendedores o a los clientes.

Un perro mapache. Imagen de Bernd Schwabe in Hannover / Wikipedia.

El tercer estudio viene de la propia China, liderado por George Gao Fu, director del Centro para el Control de Enfermedades (CDC) de aquel país. Los investigadores han secuenciado las muestras ambientales de material genético obtenidas del mercado y han confirmado también que representan los dos linajes originales del virus. Este se halló además en las aguas residuales que se vierten por las rejillas del suelo del mercado, a donde van a parar los desechos de los animales. Algunos de estos datos ya se habían filtrado hace mucho tiempo con motivo de un informe del CDC chino, pero aún no habían aparecido en ningún estudio.

Pero aunque otros expertos han reaccionado a estos estudios coincidiendo en el apoyo que prestan a la hipótesis del contagio natural en contra del accidente de laboratorio, aún falta una pieza fundamental: encontrar el virus en los animales. O, al menos, una asociación clara entre el ADN de una especie concreta de animal y las muestras ambientales positivas. El SARS-CoV-2 no se ha hallado hasta ahora en ninguna de las muestras tomadas de los animales del mercado.

Un problema crónico para progresar más en estas investigaciones es la falta de colaboración de las autoridades chinas, a pesar del interés de muchos científicos chinos por tratar de esclarecer el origen del virus. Y el estudio de Gao y sus colaboradores es una muestra más de ello. En primer lugar, los investigadores no han publicado las secuencias genómicas, lo que ha irritado a científicos de otros países. En segundo lugar, tampoco detallan posibles asociaciones de las muestras ambientales positivas con ADN de animales concretos, a pesar de que obviamente esto debía hacerse; se limitan a decir que han encontrado una correlación significativa con abundante ADN de Homo sapiens, lo cual ya casi da risa.

Y, por último, se empeñan en que el mercado solo actuó como «amplificador», no como origen, insistiendo en los posibles indicios de la presencia del virus en otros países antes que en China. Para justificarlo citan aquel famoso preprint de junio de 2020, muy aireado entonces por los medios, que decía haber detectado el virus en las aguas residuales de Barcelona el día 12 de marzo de 2019, ocho meses antes del primer caso en Wuhan. Lo que Gao y sus colaboradores no cuentan es que ese estudio de la Universidad de Barcelona se publicó por fin en marzo del 21 (citan el preprint, no el estudio publicado), pero… sin el absurdo resultado del 12 de marzo de 2019, que desapareció por completo en la versión final. Lo que sugiere que quizá los investigadores de Barcelona no tenían manera de refutar la hipótesis más probable y simple: una contaminación de la muestra.

Con motivo del informe que la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó en marzo de 2021 como resultado de la investigación sobre el origen del virus, la OMS pidió examinar las granjas de las que procedían los animales; por cierto, varias de ellas ubicadas en el sur de China, en la región donde se halló el virus de murciélago RaTG13 que es bastante parecido al SARS-CoV-2. El banco de sangre de Wuhan tiene además muestras de donantes de la época en la que surgió el virus, que también podrían aportar alguna pista. En su día el gobierno chino aceptó hacer estas investigaciones. Pero, que se sepa, no se ha hecho nada de ello, según informa Nature.

El problema es que, como en las investigaciones policiales, cuanto más tiempo pase, más difícil va a ser obtener esas posibles pruebas. Mientras, China ha seguido jugando al mismo juego de los medios ultraconservadores en EEUU: estos últimos acusaban a China de haber fabricado el virus, y a cambio China acusaba de lo mismo a EEUU, aferrándose a la hipótesis nunca demostrada de que el virus llegó a su país en un cargamento de alimentos congelados.

Pero a pesar del innegable cerrojazo del gobierno chino, hay quienes reparten culpas: según cuenta a Nature Ray Yip, epidemiólogo de origen taiwanés que durante años dirigió la sucursal del CDC de EEUU en China, y a quien por lo tanto se le supone conocimiento sobre esto, la retórica acusadora hacia China del expresidente Donald Trump y de sus medios afines en los primeros tiempos de la pandemia ha sido bastante responsable de esta resistencia del gobierno chino a investigar y dejar investigar. Como suele ocurrir, la política apaga la luz que la ciencia trata de encender.

Ómicron no es «leve»: así es como las vacunas reducen su gravedad

El rápido desarrollo y despliegue de las vacunas contra la COVID-19 ha sido el mayor triunfo de la ciencia durante esta pandemia, y la clave de la situación en la que estamos ahora: una amenaza infinitamente menor que la de hace dos años, cuando la Organización Mundial de la Salud comenzaba a calificar el brote como pandemia y nos veíamos obligados a confinarnos ante la avalancha de enfermedad y muerte que saturaba los hospitales.

Afortunadamente la oleada de la variante Ómicron, más infecciosa que las anteriores, no se ha traducido en la catástrofe que podría haber sido. Todos recordamos que, cuando esta variante empezó a expandirse, en los medios se difundió el mensaje de que Ómicron era menos peligrosa, pero esto es algo que realmente aún no se ha confirmado. Aquellos mensajes se basaban en el hecho de que la mortalidad que se estaba observando se había reducido respecto a variantes anteriores, y en resultados experimentales preliminares según los cuales parecía que la replicación de Ómicron en el pulmón era menos eficiente.

Pero lo cierto es que a estas alturas todavía no hay base científica sólida para afirmar que Ómicron sea más leve. Los estudios irán llegando, pero aún no los tenemos. Y en cambio, cada vez parece reconocerse más la idea de que, sea o no Ómicron más leve, probablemente el factor fundamental que ha contenido la gravedad de esta ola es que nosotros somos más fuertes.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Esta semana se ha publicado en Science un estudio que ha analizado la reinfección con Ómicron en personas previamente infectadas en Sudáfrica entre noviembre del 21 y enero del 22. El estudio concluye que con las variantes Beta y Delta no aumentó el riesgo de reinfección —de hecho, se redujo—, pero sí con Ómicron. Durante la expansión de esta variante en Sudáfrica hubo reinfecciones frecuentes en personas que ya se habían infectado en cualquiera de las oleadas previas, algo que antes solo había ocurrido en un pequeñísimo porcentaje.

¿Qué nos dice esto? Nos dice, en primer lugar, algo que ya sabemos y que es bien conocido: que Ómicron tiene mayor capacidad de evasión de la inmunidad creada contra variantes anteriores. Pero es importante entender que esta evasión se refiere solo a la capacidad del virus para infectar; no de provocar enfermedad grave o la muerte.

Dicho de otro modo, la inmunidad convocada por vacunación o infección no puede impedir el contagio con Ómicron (sí reducirlo, en un factor de 5x en las personas con dosis de refuerzo frente a las no vacunadas), pero evita una enfermedad grave. Como decía un informe del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU que analizaba la menor gravedad y mortalidad con Ómicron, «este aparente descenso en la gravedad de la enfermedad probablemente está relacionado con múltiples factores, sobre todo el aumento de la cobertura de vacunación y el uso de dosis de refuerzo en los subgrupos recomendados».

Este es el mensaje que últimamente se está consolidando en los medios científicos: que quizá Ómicron sea un poco menos grave, pero no es «leve». La OMS advierte en su web: la idea de que «Ómicron solo causa enfermedad leve» es un mito. «La tasa comparativamente más baja de hospitalizaciones y muertes hasta ahora se debe en gran parte a la vacunación, sobre todo de grupos vulnerables. Sin las vacunas mucha más gente estaría en el hospital». En las últimas semanas se ha advertido en medios y revistas científicas de que en algunos lugares la mortalidad por Ómicron está siendo mayor que con variantes anteriores; el aumento de los contagios con esta variante ha sido tan brutal que su expansión compensa la reducción del riesgo de muerte en la población vacunada, cobrándose más vidas entre los no vacunados que las variantes anteriores entre la población general.

Me ha parecido conveniente volver sobre esto, que ya he comentado anteriormente aquí, porque a estas alturas aún sigo recibiendo preguntas de personas que dicen estar vacunadas con pauta completa (doble dosis), pero que van a evitar la dosis de refuerzo porque, dicen, Ómicron ya no es peligrosa. Es muy importante entender que Ómicron es menos peligrosa en las personas vacunadas, mejor con dosis de refuerzo. Como ya expliqué aquí, la tercera dosis de la vacuna restaura un nivel adecuado de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Las vacunas además inducen otros mecanismos de protección adicionales que no se miden en niveles de anticuerpos neutralizantes, como la respuesta de células T.

Esta semana Science publica otro estudio que describe un mecanismo adicional mediante el cual las vacunas nos están protegiendo contra Ómicron. Los autores han comprobado que, aunque esta variante escapa en gran medida de los anticuerpos dirigidos contra la región de la proteína Spike (S) del virus que se une al receptor en las células humanas (esto es de lo que se habla cuando se habla de la evasión inmunológica de Ómicron), en cambio las vacunas mantienen los niveles de los anticuerpos que se unen a otras regiones de la proteína S. Estos anticuerpos no neutralizan el virus, pero tienen otra manera de atacarlo.

Recordemos que un anticuerpo es una proteína con forma de «Y» que se une a su antígeno (en este caso, la proteína S) por las dos puntas de las ramas superiores. La rama vertical de la «Y» recibe el nombre de región Fc del anticuerpo. Cuando este se une a su antígeno, la región Fc puede a su vez unirse a ciertas molecúlas en la superficie de algunas células del sistema inmunitario, causando el efecto de apretar un botón: esa unión activa a las células para desplegar su armamento contra el virus. Entre esas células se encuentran las llamadas NK, o Natural Killers («asesinas naturales»), que se encargan de matar las células infectadas.

Los autores han visto que la sangre de las personas vacunadas, sobre todo con las vacunas de ARN (BioNTech-Pfizer y NIAID-Moderna), contiene buenos niveles de estos anticuerpos que se unen a la S de Ómicron sin neutralizar el virus, pero activando las células NK que mantienen la infección a raya.

Y concluyen: «Así, a pesar de la pérdida de neutralización de Ómicron, los anticuerpos específicos contra la proteína Spike generados por la vacuna continúan ejerciendo la función efectora del Fc, lo que sugiere una capacidad de los anticuerpos no neutralizantes para contribuir al control de la enfermedad».

Resumiendo todo lo anterior, las vacunas reducen la gravedad de Ómicron a través de varios mecanismos, no solo los anticuerpos neutralizantes, sino también otros sistemas de la inmunidad adquirida o específica (anticuerpos no neutralizantes y células T) y también de la llamada inmunidad innata (células NK). Todo esto es lo que está reduciendo la gravedad de Ómicron. Para las personas no vacunadas y que todavía no se han infectado, Ómicron podría ser incluso tan grave como la versión original del virus que obligó a cerrar la sociedad. Las personas vacunadas con dos dosis están mucho más protegidas que las no vacunadas, pero la tercera dosis aumenta este nivel de protección.

Dos años de pandemia: ¿qué ha aprendido la ciencia?

Hace dos años por estas fechas, el 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) comenzaba a hablar de «pandemia» en relación al brote de un nuevo coronavirus en Wuhan (China) que ya se había extendido por el mundo de forma descontrolada. La rápida escalada de los acontecimientos, que hoy todos recordamos, llevó a muchos países a adoptar medidas contundentes. El 14 de marzo se declaró en España el Estado de Alarma y el confinamiento general de toda la población, en una situación nunca antes vivida y que quienes hemos vivido nunca olvidaremos.

Hoy quizá ya nos cueste recordarlo, pero todos, el mundo en general y cada uno de nosotros en particular, llegamos tarde, muy tarde. Publiqué mi primer artículo sobre el nuevo virus denominado provisionalmente 2019-nCoV el 24 de enero de 2020. Por entonces el virus había matado a 26 personas en todo el mundo entre un total de un millar de infectados. El Centro de Análisis de Enfermedades Infecciosas Globales del Medical Research Council de Reino Unido advertía de que la cifra de infectados podía tal vez llegar hasta los 4.000.

Pero las señales de alarma ya eran claras. Escribí entonces: «hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general«. El motivo era su sospechada transmisión por el aire, «uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia». «El coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico«, escribí entonces.

Seis días después, el 30 de enero, la OMS declaraba la «Emergencia de salud pública de importancia internacional», o PHEIC, el máximo grado de alerta en su escala. Pero entonces apenas se hizo nada. No fue hasta aquel 11 de marzo, cuando la OMS utilizó por primera vez la palabra «pandemia», que no es una denominación oficial, cuando los países comenzaron a responder. Y el resto ya lo sabemos.

No podemos saber si, de haberse actuado aquel 30 de enero, cuando debió hacerse, las cosas habrían sido muy diferentes. Posiblemente no, porque en cualquier caso la expansión del virus por el mundo ha sido imparable. Pero incluso la propia OMS ha aprendido que gritar ¡PHEIC! no sirve de nada, mientras que gritar ¡pandemia! sí. Y ya está trabajando para que en el futuro los mensajes se entiendan mejor.

Pero al margen de la respuesta de los países, si de algo podemos sentirnos orgullosos los humanos es de nuestra ciencia. El inmenso e increíble esfuerzo de trabajo y colaboración científica global que se organizó rápidamente tras el reconocimiento de lo que se nos venía encima es algo que no tiene parangón ni precedentes en la historia de la civilización, y que nos ha sorprendido incluso a quienes llevamos toda la vida en ello y conocemos el poder de la ciencia. Hoy toca repasar aquí cuáles han sido los grandes hitos de esta cruenta guerra de la ciencia contra la enfermedad.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Primer test de diagnóstico

Mientras el mundo aún prácticamente hacía oídos sordos a lo que estaba ocurriendo en Wuhan, el 17 de enero de 2020 la OMS ya había lanzado los primeros protocolos para la detección genética del virus en muestras de mucosa respiratoria por Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR), una técnica rutinaria utilizada en todos los laboratorios de biología molecular del mundo. Aunque aún no se había publicado el genoma completo del virus denominado provisionalmente 2019-nCoV, ya circulaban entre los científicos las primeras secuencias genéticas. El 23 de enero, el mismo día en que Wuhan se cerraba a cal y canto, el equipo de Christian Drosten en el Hospital Charité de la Universidad de Berlín publicaba el primer test experimental de diagnóstico del virus por PCR. En breve el test fue validado con muestras de pacientes, y la OMS repartió 250.000 unidades a laboratorios de todo el mundo.

En febrero comenzarían a aplicarse en Singapur los primeros test serológicos de anticuerpos para detectar una infección ya pasada. Estos test se convertirían en herramientas fundamentales para conocer la penetración del virus en la población. Los primeros test de antígeno, que después llegarían a ser armas esenciales para la vigilancia de la infección al alcance de todos los ciudadanos, no comenzaron a ensayarse hasta el final del verano de 2020, y se aprobaron por primera vez en EEUU a finales de año.

Coronavirus, genoma y nombre

El 3 de febrero un equipo de investigadores del Instituto de Virología de Wuhan publicaba formalmente en Nature el primer estudio revisado que revelaba el genoma del virus y demostraba su identificación como un nuevo coronavirus con un 79,6% de identidad genética con el del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y un 96,2% de identidad con un coronavirus llamado RaTG13, hallado previamente en murciélagos de la provincia china de Yunán. Se trataba de un genoma de ARN de cadena sencilla (como el de todos los coronavirus) de gran tamaño, de unas 30.000 bases.

Se propuso entonces que el virus se había originado en murciélagos y había saltado a los humanos a través de otra especie intermedia aún no conocida, no directamente de murciélagos a humanos (ya que no existen precedentes de esto), aunque este mensaje no se entendió bien en la opinión pública. El 11 de febrero los taxónomos de virus proponían el nombre de SARS-CoV-2, justo el mismo día en que la OMS denominaba a la enfermedad COVID-19. En febrero surgían otros estudios de identificación y secuenciación del virus.

El mecanismo de infección

Investigadores dirigidos por Jason McLellan, de la Universidad de Texas, desvelaban en Science el 19 de febrero de 2020 el mecanismo que el virus utiliza para infectar mediante la unión de la proteína Spike (S) de su envoltura a un receptor en las células humanas llamado Enzima Convertidora de Angiotensina 2 (ACE2). Los datos revelaban que S se unía a ACE2 con una afinidad entre 10 y 20 veces mayor que la proteína homóloga del virus humano conocido más parecido, el SARS. Lo cual era una mala noticia, ya que apuntaba a una mayor facilidad de infección, como luego se comprobó extensamente. Pero el trabajo de McLellan y sus colaboradores era un paso de gigante de cara a la búsqueda de fármacos y vacunas contra el virus.

Las primeras vacunas van a ensayos

Las vacunas han sido el mayor triunfo de la ciencia contra la COVID-19. Visto en perspectiva, puede parecer casi increíble la rapidez con la que llegaron hasta nosotros, pero solo si se ignora la ciencia que hay detrás. En los años 90 oímos hablar por primera vez de las vacunas de ARN. Por entonces parecía una idea brillante, pero demasiado arriesgada, por los grandes obstáculos técnicos que podían interponerse. El primero de ellos, que el ARN era tan inestable que era enormemente difícil trabajar con él.

Pero con los años, las vacunas de ARN comenzaron a superar hitos y a demostrar su poder, primero en cultivos celulares, después en ensayos preclínicos en animales. Había ya proyectos de llevarlas a la clínica, aunque se enfrentaban a los 10 o 15 años de lentos y caros ensayos clínicos frenados por la burocracia. Pero sucedió que la tecnología estaba madura justo cuando más la necesitábamos, y era tan versátil que permitía diseñar una vacuna en un par de días y producirla en semanas. El 16 de marzo la vacuna de ARN desarrollada por el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EEUU en colaboración con la compañía Moderna comenzaba los ensayos clínicos. En mayo lo haría la de Pfizer y BioNtech. Una inmensa financiación y una vía burocrática rápida conseguirían acelerar lo que normalmente tarda años. Por entonces había ya 41 vacunas en desarrollo. Hoy son casi 350.

Macroensayo clínico

Los fármacos contra la COVID-19 han progresado de forma mucho más lenta y errática que las vacunas, lo cual era de esperar, por un motivo esencial: puede decirse que una vacuna se crea, mientras que un fármaco se descubre; la tecnología de diseñar fármacos a medida existe para ciertos casos (como los anticuerpos monoclonales), pero aún es mucho más compleja y está mucho menos madura.

Con la pandemia habían surgido muchas tentativas de tratamiento farmacológico, algunas de ellas de dudosa utilidad, como los derivados de la cloroquina (un fármaco contra la malaria) y la ivermectina (un antiparasitario). Para encauzar y acelerar el proceso, la OMS lanzó el 20 de marzo de 2020 el macroensayo clínico Solidarity, destinado a probar en docenas de países y en miles de pacientes la eficacia de cuatro tratamientos candidatos: el antiviral remdesivir, cloroquina e hidroxicloroquina, lopinavir y ritonavir (fármacos contra el sida) y estos dos en combinación con el interferón beta-1a (un antiviral producido por el propio organismo). Ninguno de ellos demostró una acción potente contra la enfermedad; solo el remdesivir mostró algún posible beneficio que ha sido muy discutido.

Un posible tratamiento

Tanto en la COVID-19 como en otras infecciones virales y en otros síndromes como los autoinmunes, una complicación frecuente es una respuesta hiperinflamatoria generalizada del organismo que lucha contra el virus, y que puede ser más peligrosa que el propio virus. Por ello, desde el principio se pensó en los antiinflamatorios como posibles fármacos que podían atajar estos síntomas. El 16 de junio se anunciaba que un corticoide común y barato, la dexametasona, era el primer medicamento que mostraba una clara reducción de la mortalidad, de una tercera parte en los enfermos con respirador y de una quinta parte en los que recibían oxígeno.

Aunque no se haya dado con la bala mágica contra la COVID-19, no deberíamos caer en el error de pensar que no existen tratamientos farmacológicos. A lo largo de la pandemia han ido surgiendo distintos medicamentos, incluyendo los antiinflamatorios como la dexametasona, antivirales como el molnupiravir o el nirmatrelvir/ritonavir, o varios anticuerpos monoclonales, que han puesto a disposición de los clínicos un panel de opciones que ha servido para mejorar el curso de la enfermedad en innumerables pacientes, y que probablemente haya salvado muchas vidas.

Las vacunas funcionan

En noviembre del primer año de pandemia, a la conclusión de las rondas de ensayos clínicos, recibimos la tan esperada noticia de que las vacunas funcionaban: Pfizer y BioNtech anunciaban una eficacia superior al 90%, y el 16 de noviembre Moderna aportaba una cifra del 94%. El 8 de diciembre AstraZeneca y la Universidad de Oxford informaban de una eficacia del 70% con su vacuna de vector adenoviral.

Ese mismo mes comenzarían las primeras vacunaciones, que a lo largo de 2021 se extenderían por todo el mundo, aunque de forma desigual. En un primer momento fueron hasta 13 formulaciones distintas las que se distribuyeron en distintos países, incluyendo las de ARN, pero también otras de virus inactivado (las chinas Sinovac y Sinopharm), o de vectores adenovirales (AstraZeneca/Oxford, Janssen, la rusa Gamaleya-Sputnik o la china CanSino). Otras, como las de proteína recombinante, incluyendo la de Novavax, están ya en línea de salida. A esta misma clase pertenece la española de Hipra.

Actualmente existen 195 vacunas en estudios preclínicos y 148 en ensayos clínicos. Hasta ahora los resultados han mostrado la superioridad de las vacunas de ARN para los fines urgentes de reducir la enfermedad grave y la muerte, y han sugerido también que para quienes recibieron una primera dosis de otras vacunas, la vacunación heteróloga con refuerzo de ARN es la solución más conveniente. Las vacunas se han revelado como las armas más eficaces para contener la pandemia. Aunque las disponibles hasta ahora no impiden el contagio propio ni la transmisión a otras personas, los estudios han mostrado de forma consistente que sí los reducen, como también la infección asintomática. A finales de enero de 2022 se alcanzaron los 10.000 millones de vacunas administradas.

De Alfa a Ómicron

Durante aquel primer año de pandemia, los miles de secuencias del virus que los laboratorios de todo el mundo estaban subiendo a las bases de datos online mostraban la natural capacidad del virus para mutar, aunque a tasas mucho menores que las de otros virus como las gripes. La primera variante que llamó la atención de los científicos surgió en momentos muy tempranos de la pandemia: en abril de 2020 la mayoría de las secuencias ya mostraban una mutación llamada D614G respecto a la forma ancestral del virus. Esta mutación se relacionó con una mayor infectividad y con un síntoma prevalente de anosmia o pérdida del olfato.

Fue en diciembre cuando las variantes del virus empezaron a formar parte del conocimiento común, cuando la llamada B.1.1.7 o británica, renombrada por la OMS como Alfa, empezó a extenderse por el mundo. En realidad circulan muchos miles de variantes del virus, que los virólogos han organizado en grandes linajes. Para facilitar la comprensión del público y la comunicación, la OMS adoptó una nomenclatura para las variantes mayoritarias siguiendo el alfabeto griego. Hasta hoy, cinco de ellas han sido calificadas como preocupantes: Alfa, Beta, Gamma, Delta y Ómicron en sus dos subvariantes. Esta sucesión de formas diferentes ha provocado alarma y hasta un cierto pánico, sobre todo porque los medios se adelantaban a la ciencia publicando meras hipótesis, opiniones o datos preliminares sin evidencia sólida, lo que ha creado mucha confusión. Aunque nuevas variantes como Ómicron muestran una cierta evasión de la acción vacunal, los estudios han mostrado que las dosis de refuerzo consiguen niveles de protección más que aceptables, y continúan protegiendo de los síntomas graves y de la mortalidad.

Las mascarillas funcionan, pero…

Uno de los mayores campos de batalla durante la pandemia ha sido el uso de las mascarillas, hasta el punto de que en muchos países se ha convertido en un debate político. Al comienzo de la pandemia, los estudios con virus respiratorios ya conocidos antes no aportaban evidencias de calidad suficiente que mostraran una clara protección, lo que llevó a muchas autoridades, incluyendo la OMS, el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC) y numerosos gobiernos a abstenerse de imponer o incluso recomendar su uso general.

A lo largo de la pandemia los estudios fueron inclinándose hacia la utilidad de las mascarillas, pero con un espectro muy amplio de resultados, sobre todo entre los estudios experimentales —de laboratorio— y los observacionales o las modelizaciones epidemiológicas —en el mundo real o simulado—. Los primeros generalmente encontraban un efecto de protección potente, mientras que en el resto los resultados eran muy variables, desde un efecto considerable hasta casi ninguno en absoluto. En septiembre de 2021 el primer gran ensayo clínico confirmó la efectividad de las mascarillas, pero con un tamaño de efecto relativamente pequeño, o al menos mucho menor que el que la población en general les supone. Recientemente un preprint sobre casi 600.000 niños en Cataluña no ha encontrado efectividad del uso de las mascarillas en los colegios, un resultado que está en línea con otros estudios previos. Pese a todo, las mascarillas se han convertido en la única restricción práctica que aún perdura en muchos países.

Ideas equivocadas sobre el contagio

Después de dos años de pandemia, ciertas evidencias sí han llegado a calar en la población. Se discutió mucho el papel de los aerosoles en los contagios, que fue cuestionado incluso por la OMS cuando ya existía un claro consenso científico al respecto. Hoy ya es del conocimiento general que el virus se transmite por el aire, que por lo tanto la ventilación y la filtración son las medidas más importantes para prevenir los contagios, y que en interiores mal ventilados no existen distancias de seguridad. Sin embargo, estas evidencias no han conducido a una regulación estricta de la calidad del aire y de las medidas necesarias para asegurarla.

También ha sido muy largo el camino para extender la idea de que las desinfecciones son generalmente inútiles, ya que el virus no ha mostrado un patrón consistente de transmisión indirecta por superficies u objetos. Durante toda la pandemia numerosos expertos han alertado de que el uso innecesario de productos desinfectantes, incluyendo geles de manos, favorece la proliferación de superbacterias resistentes a antimicrobianos, una pandemia silenciosa que crece en todo el mundo y que ya está causando más de un millón de muertes al año.

Incógnitas pendientes: el origen del virus y la cóvid larga

Entre las principales cuestiones que aún necesitan más investigación destacan el origen del virus y la cóvid larga o persistente. Respecto a lo primero, hay un consenso científico respecto al origen natural del virus, su probable origen ancestral en murciélagos —en los cuales se han encontrado recientemente coronavirus muy similares— y una zoonosis probablemente producida en la naturaleza, aunque no se descarta un accidente de laboratorio. El origen del foco inicial en un mercado de Wuhan fue muy discutido, pero esta hipótesis ganó fuerza a raíz de estudios posteriores. Es posible que nunca llegue a conocerse el origen del virus, como no se conoce el de la inmensa mayoría de los patógenos.

Con respecto a las secuelas a largo plazo que la enfermedad deja en muchas personas, también este es un campo en el que aún hay grandes incertidumbres, dada la enorme variedad de síntomas y las diferencias en las manifestaciones clínicas. Aún no se conocen sus causas ni hay tratamientos específicos, aunque la vacunación es el medio a nuestro alcance con más posibilidades de reducir el riesgo de síntomas persistentes.

Los científicos también son creíbles cuando dicen sandeces (y a veces las dicen)

La pandemia de COVID-19 no solo ha dado toneladas de trabajo y de datos a virólogos, epidemiólogos e inmunólogos, sino también a los científicos sociales, que han seguido muy de cerca la batalla librada en los medios y en las redes entre la información y la desinformación, entre verdades y bulos. Y algunos de quienes no somos científicos sociales hemos seguido sus estudios con mucho interés, ya que nos han ayudado a aprender mucho sobre el mundo del negacionismo y la conspiranoia, sobre los mecanismos psicológicos y sociológicos de quienes creen antes la verdad revelada que la empírica, como en aquella cita atribuida a Groucho Marx (pero que en realidad decía su hermano Chico disfrazado de Groucho): «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?«

Ambos campos están muy bien diferenciados en los extremos; por ejemplo, el negacionismo de la existencia del virus o de la efectividad de las vacunas. Pero la frontera está más borrosa en otros casos, lo que ha llevado a muchos medios supuestamente serios a caer en la trampa de la desinformación, y ha propiciado que algunos políticos se aprovechen de ella. Creyendo, o al menos intentando hacer creer a otros, que estaban transmitiendo lo que dice la ciencia.

"El troll de la pseudociencia". Imagen de Durova / Wikipedia.

«El troll de la pseudociencia». Imagen de Durova / Wikipedia.

Un equipo internacional de investigadores, dirigido por la psicóloga de la Universidad de Ámsterdam Suzanne Hoogeveen, ha analizado cuál es la credibilidad de las, ejem, gilipolleces, cuando las dice un científico, en comparación con la situación en que quien las dice es un gurú espiritual. Las gilipolleces en cuestión (para los lectores del otro lado del charco, quizá podrían ser huevadas, huevonadas, pendejadas o boludeces, discúlpenme si no doy con el término correcto) han sido obtenidas de una web de la que ya he hablado aquí un par de veces, el New Age Bullshit Generator (generador de gilipolleces New Age), una web que genera automáticamente frases al estilo de las pregonadas por el famoso gurú Deepak Chopra y otros, y que en la literatura científica últimamente han dado en llamarse pseudo-profound bullshit, o gilipolleces pseudoprofundas.

Por ejemplo, en una visita a dicha web ahora mismo me ha salido esto: «La consciencia consiste en partículas subatómicas de energía cuántica. El cuanto significa un despertar del infinito. Crecemos, crecemos, renacemos. La belleza es el motor de la gratitud«. Y así.

Los investigadores han reunido a un extenso grupo de más de 10.000 participantes de 24 países, y les han presentado gilipolleces de este tipo acompañadas por el presunto autor de la cita, que en unos casos era un científico ficticio y en otros un gurú espiritual también inventado. Por ejemplo, esta es una de las tarjetas presentadas a los participantes (la foto es una imagen real del físico Enrico Fermi):

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Imagen de Hoogeveen et al, Nature Human Behaviour 2022.

Los resultados del estudio, publicado en Nature Human Behaviour, indican que los sujetos otorgan mayor credibilidad a la chorrada en cuestión cuando quien la dice es un científico; es lo que los autores denominan el «efecto Einstein». Curiosamente, este resultado es consistente en todos los países, occidentales y orientales, del norte y del sur, y tanto en personas religiosas como ateas. Aunque hay diferencias entre países, en casi todos los casos la credibilidad de los científicos supera a la de los gurús, y solo en algunos países las personas más religiosas conceden ligeramente más credibilidad a los gurús; no en España (aunque, todo hay que decirlo y los propios autores lo reconocen, las gilipolleces en cuestión entroncan con el discurso de ciertos gurús orientales, pero no tanto con el de los líderes religiosos occidentales). «Estos resultados sugieren que, con independencia de la visión religiosa, a través de las culturas la ciencia es un heurístico poderoso y universal que marca la fiabilidad de la información«, escriben los autores.

La investigación no se ha aplicado en concreto a la pandemia de COVID-19, pero los autores incluyen una referencia al respecto. En el estudio, dicen que durante esta epidemia global «todos los ojos se han vuelto hacia los expertos científicos en busca de consejo, directrices y remedios; desde los alarmistas de la COVID-19 a los escépticos, la apelación a la autoridad científica ha sido una estrategia prevalente en ambos lados del espectro político«.

En la información suplementaria al estudio, añaden referencias a otras investigaciones previas según las cuales la confianza en la ciencia y en los científicos se ha mantenido o incluso ha aumentado durante la pandemia. En concreto en Países Bajos, dicen, los datos indican que el público sigue depositando una mayor confianza en las autoridades sanitarias y en los científicos que en los medios, las redes sociales o algunos autoproclamados expertos sobrevenidos (en la mente de todos surgirán nombres de ciertos caballeros equivalentes aquí). Y, añado yo, esto a pesar de cómo las imágenes en los medios se han encargado de mostrarnos protestas negacionistas en Países Bajos y otros lugares como si fueran un clamor mayoritario; pero ya sabemos que solo los mil que salen a la calle aparecen en las noticias, y no el millón que se queda en casa.

Pero, claro, cabe preguntarse: ¿cómo pueden los autores estirar la cuerda a la credibilidad de los científicos en la pandemia de COVID-19, si precisamente su estudio no mide la confianza en la información veraz, sino en gilipolleces pseudoprofundas? Es más, y mientras que un pilar de la comunicación científica —perfectamente ejemplificado en los auténticos expertos que sí han sido referencias esenciales en la pandemia— es la claridad de comprensión para que el público profano en la materia no tenga que creer, sino solo entender y ver, en cambio el estudio se basa en todo lo contrario, presentar frases deliberadamente oscuras y retorcidas que parecen decir algo, pero que nadie entiende y que en el fondo no significan absolutamente nada.

Sin embargo, esto es de por sí interesante, porque nos lleva a una interpretación que no es otra sino exactamente la contemplada en el estudio: cuando los científicos dicen gilipolleces, también se les cree. Y sí, los científicos también dicen gilipolleces.

Hay algo sobre lo que he elaborado repetidamente en este blog: cuidado con caer en la trampa de creer que lo que dice un científico siempre es palabra de Ciencia. Si le preguntamos la hora a un científico, y a no ser que conozcamos a esa persona en particular, no deberíamos caer en el error de pensar que su respuesta va a ser necesariamente más veraz que si le preguntamos a un cerrajero o a un lampista. Por supuesto que la opinión de un científico experto sobre su área de experiencia merece más consideración que la de quien no lo es. Pero la opinión no es ciencia. Y por lo tanto, la voz del experto solo tiene valor realmente científico si transmite lo que dice la ciencia, no sus opiniones o intuiciones. La ciencia no son personas. Con acceso a una verdad revelada. La ciencia es un método. Que sirve para conocer la realidad.

Es más: tantas gilipolleces han dicho científicos incluso de primerísima fila que hace ya años se acuñó algo llamado la enfermedad del Nobel. En este caso se trata de científicos que en su día ganaron un Nobel por un gran descubrimiento, y que posteriormente han abrazado y defendido proclamas pseudocientíficas, generalmente en campos distintos al suyo. Hace tiempo escribí un articulillo sobre algunos casos destacados, no necesariamente premios Nobel: Newton y la alquimia —la alquimia en tiempos de Newton ya era un poco como los libros de caballerías en El Quijote—, Schrödinger y el misticismo cuántico, Pauling y la medicina ortomolecular y la vitamina C milagrosa, Crick y la panspermia dirigida, Watson y el racismo pseudocientífico, Vogel y la energía mental de los cristales, Montagnier y la homeopatía y los bulos vacunales, Mullis y… casi toda la pseudociencia en general.

De hecho, los casos son casi incontables, con Nobel o sin Nobel, pero en científicos inmensamente célebres. El misticismo cuántico ha sido abrazado por Schrödinger, Yukawa, Wigner, Josephson o Eccles, todos ellos premios Nobel. Los fantasmas, lo paranormal y esotérico, por tantos que cuesta contarlos, desde los Curie (sobre todo Pierre; al parecer Marie lo aguantaba más bien por su marido) a Edison, Pauli, Wallace —coautor de la teoría de la evolución—, Thomson —descubridor del electrón—, Rayleigh —argón, dinámica de fluidos—, Richet —pionero de la inmunología, pero inventor del término «ectoplasma»—, pasando por un flirteo del mismísimo Einstein. Ernst Boris Chain, uno de los descubridores de la penicilina (no, no lo hizo Fleming él solito), negaba la evolución biológica, lo mismo que el Nobel de Química Richard Smalley o el astrónomo Fred Hoyle. También el cambio climático ha sido negado por ganadores del Nobel como Ivar Giaever o Kary Mullis, el inventor de la PCR.

Mullis merece un aparte, porque su lista es casi infinita: astrología, espíritus, abducciones alienígenas, antiguos astronautas, negacionismo del sida, teorías conspiranoicas, negacionismo del cambio climático, del agujero de ozono… En su autobiografía describió su encuentro con un mapache alienígena fluorescente. Aseguraba que aquel día no iba puesto de LSD, una droga que se administraba generosamente. Todo esto, en un científico cuyo descubrimiento ha tenido una repercusión en la ciencia como pocos; el público conoce la PCR como un test de diagnóstico de COVID-19, pero en realidad esto representa solo un uso concreto y extremadamente infinitesimal de la inmensa potencia que ha tenido la PCR en investigación, biotecnología y biomedicina desde que Mullis la inventara en los años 80.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Kary Mullis en 2009. Imagen de Erik Charlton from Menlo Park, USA / Wikipedia.

Pero debe entenderse que todo esto aparece cuando los científicos se meten en charcos que no son los suyos, cuando creen que un Nobel u otro reconocimiento importante les da patente de corso para tener autoridad sobre cualquier otra cosa. Es decir, ninguno suele ser negacionista de su propia área de especialización. Y cuando esto ocurre, como en el caso del bioquímico antivacunas Robert Malone, suele ser porque hay una larga historia detrás.

Y aquí llegamos a la aplicación más directa a la COVID-19 del estudio mencionado arriba. El negacionismo ha ensalzado a figuras como Malone o como el recientemente fallecido Luc Montagnier, codescubridor del VIH, como gurús científicos de autoridad creíble aunque dijeran sandeces. Pero hacía años que Montagnier había perdido toda su reputación entre la comunidad científica, desde que a comienzos de este siglo se convirtiera en un paladín de la homeopatía y la memoria del agua, con teorías como que los remedios homeopáticos podían enviarse por correo electrónico; no las recetas (si existieran), sino los propios remedios, como adjuntar un paracetamol a un email. Montagnier fue un gran científico en su día; por desgracia, quiso dejar de serlo, quién sabe por qué. No pudo probar ninguna de sus disparatadas teorías, y ha fallecido tristemente en un total descrédito profesional, sin siquiera un obituario en las principales revistas de ciencia.

En el caso de Malone, el bioquímico antivacunas que en los círculos negacionistas se ha convertido en figura de culto porque, según él mismo, inventó las vacunas de ARN, basta decir que es un caso de despecho (y de arrogancia, dicen) cuando fue excluido de la que él creía su invención —en realidad no inventó las vacunas de ARN, aunque sí sentó bases importantes para ello—, y desde entonces se ha dedicado a vilipendiarla; ha encontrado en el negacionismo el crédito que nunca logró obtener en la propia ciencia (para quien esté interesado en una historia detallada, aquí o aquí).

Para terminar, si todo lo anterior tiene una moraleja, es esta: no hagan caso a los científicos. No, en serio: hagan caso a la ciencia, no necesariamente a los científicos. Cuando un científico diga cualquier cosa, pregúntenle cuáles son las fuentes, los datos, los estudios. Pregúntense si opina o informa; si habla en nombre del conocimiento científico o solo en su propio nombre. Si habla como científico experto o como gurú, coach o analisto todólogo. Cuestionar a los científicos es sano escepticismo; negar la ciencia es negacionismo (es decir, no hagan como eso tan oído del «yo no soy antivacunas, sino que cuestiono», en boca de quien carece del menor conocimiento, formación, información ni cualificación para cuestionar).

Y esto se refiere a los auténticos científicos expertos que hablan de lo suyo. En cuanto a los que ni siquiera lo son, cuando salgan en la tele, mejor pónganse una de Netflix.