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La sexta ola, la incidencia acumulada y los test

No importa a quién preguntemos, todo el mundo parece estar de acuerdo en que la explosión de casos de COVID-19 que estamos viviendo a nuestro alrededor no tiene comparación posible ni de lejos con ningún otro momento en los casi dos años que llevamos de pandemia.

Recordemos que, si bien se ha atribuido la actual escalada de casos a la mayor transmisibilidad de la variante Ómicron, esta no fue la que inició el actual pico; por entonces Delta aún era mayoritaria. Algo que parece se ha olvidado, pero que es importante recordar, es que todas las enfermedades epidémicas son estacionales, y los virus respiratorios generalmente tienden a atacar más en los meses fríos.

En tiempos anteriores, con una población inmunológicamente virgen y por tanto muy susceptible a la infección, este factor anulaba el peso de la estacionalidad. Ahora, con mucha población vacunada o recuperada, es probable que el efecto estacional se esté dejando notar más, sobre todo cuando el nivel de interacción y las situaciones de riesgo son mucho mayores ahora que en estas fechas del año pasado, cuando las restricciones eran más fuertes.

Los medios y los expertos en análisis de datos nos cuentan que la incidencia acumulada ahora es más del doble que en las mismas fechas del año pasado. Pero en el pico del pasado invierno, a finales de enero, era 100 puntos mayor que ahora. Y sin embargo por entonces, poniendo el ejemplo de un entorno concreto que quienes tenemos hijos conocemos bien, un caso positivo en un aula era una rareza, y en todo un colegio se contaban con los dedos de una mano.

En este fin de año, las vacaciones escolares de Navidad han tenido que comenzar de forma improvisada porque en cada aula hay varios positivos. En algunos casos incluso prácticamente la mitad de la clase. Y hablamos de un entorno en el que el uso de la mascarilla se respeta a rajatabla. Imaginemos lo que está ocurriendo en los lugares donde no se usa, como las reuniones familiares o los bares y restaurantes (recordemos que la llamada distancia de seguridad es una ficción si no existe una fuerte ventilación).

En conclusión, cualquiera podría pensar que no parece haber una correspondencia clara entre las cifras de incidencia acumulada y lo que se está viviendo en el mundo real. Y quien piense así tiene razones para ello. Porque más allá de las comparaciones de datos, lo que medios y expertos en análisis de datos no están mencionando (no es su función ni tienen por qué saber de ello) es: ¿sirven para algo los datos de incidencia acumulada?

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Test de antígeno de COVID-19. Imagen de Petr Kratochvil / Public Domain.

Ya he hablado aquí de cómo los científicos llevan tiempo cuestionando la utilidad real de este indicador con un virus que una gran mayoría de los infectados lleva sin saberlo (los asintomáticos son cinco veces más que los sintomáticos), algo que probablemente se ha acentuado aún más con las vacunas (que, recordemos, también reducen la infección asintomática, pero sobre todo los síntomas graves, que suelen corresponderse con los casos que no escapan a los registros). En la primera ola solo se detectó un 1% de los casos. Y si se confirma que la variante Ómicron produce síntomas más leves (algo aún no confirmado y que, como veremos otro día, también puede ser un mensaje confuso y peligroso), estaríamos ante una diferencia aún mayor entre lo que dice esa cifra que se nos cuenta a diario y la evolución real de la infección en la población.

Sobre esto último hay un dato curioso. Como se sabe, la variante Ómicron se descubrió durante análisis genómicos rutinarios del virus cuando se observó un brote exponencial de contagios sin precedentes en la provincia sudafricana de Gauteng. Este fue también el primer indicio que apuntaba a una posible mayor infectividad o transmisibilidad de esta nueva variante.

Pero recientemente ha ocurrido algo extraño: de repente, los casos en Gauteng han comenzado a descender sin razón aparente. Dado que el porcentaje de población contagiada allí aún es bajo y la mayoría de la gente no está vacunada, los científicos esperaban todavía un crecimiento mucho mayor si, como se sospecha, Ómicron es una apisonadora. Y sin embargo, no es eso lo que está ocurriendo. Los científicos aún no entienden por qué. Pero en Science el bioinformático Trevor Bedford, de la Universidad de Washington, apunta una posible explicación: los contagios reales en Gauteng han sido muchísimos más de lo que dicen los datos oficiales porque la inmensa mayoría han sido asintomáticos o muy leves.

En resumen, la incidencia acumulada se ha convertido en un estorbo, un lastre que impide apreciar la evolución real de la epidemia y que por tanto también dificulta su predicción. Como también conté, los científicos han propuesto otros indicadores que pueden dar una idea más real, consistente y comparable de la evolución de la infección en la población a lo largo del tiempo y entre distintos territorios. Pero hasta ahora estas propuestas no han cuajado; en todo el mundo sigue tirándose de la incidencia acumulada.

Hay un aspecto concreto en el que merece la pena insistir. Podría pensarse que, aunque la incidencia acumulada ya no sea un proxy de los contagios reales, sí puede servir para comparar dos territorios en un momento determinado, o bien dibujar una evolución de la epidemia en un territorio concreto a lo largo del tiempo. Pero hay otra objeción importante a esto, y es que solo funcionaría si las condiciones de detección de casos fueran exactamente las mismas entre esos dos territorios, o no cambiaran a lo largo del tiempo en el caso de un territorio concreto.

Lo cual, como sabemos, no está ocurriendo. No hay la misma disponibilidad de test, ni los test son los mismos, ni las estrategias de testado, ni el rastreo (del que puede depender el testado de asintomáticos), ni la propensión de una persona a testarse cuando nota síntomas o ha estado en contacto con un positivo, ni su propensión a informar de un test positivo.

Un ejemplo drástico lo estamos viviendo estos días. Hace unas semanas, antes de la explosión actual de casos, era fácil conseguir un test de antígeno en cualquier farmacia, porque poca gente se testaba. Cuando la incidencia acumulada se dispara, todo el mundo quiere testarse, de modo que la subida de la incidencia se retroalimenta a sí misma, ya que al aumentar el número de test, aumenta el número de casos; más que un indicador de la epidemia, la incidencia acumulada es un indicador de testado.

Pero por otra parte, ahora es casi imposible obtener un test, al menos en la zona donde vivo. La Comunidad de Madrid prometió un test gratuito por persona antes de Navidad. En la farmacia de mayor tránsito de una población de 63.000 habitantes de la Sierra de Madrid (Collado Villalba) ayer recibieron 53 test; ni siquiera suficiente para un bloque de pisos. Hoy, me dijeron, recibirían más o menos la misma cantidad.

Probablemente aquí se suman varios problemas. Al parecer el gobierno central de España no ha resuelto un problema de autorización de marcas adicionales de test, quizá porque estaba demasiado ocupado decretando la vuelta a la obligatoriedad de las mascarillas en la calle (una medida que ni siquiera es pseudociencia porque no hay pseudociencia que la defienda). Por otra parte, la Comunidad de Madrid prometió regalar lo que no tiene ni puede cumplir. Y a ello se suma que en España la venta de test está secuestrada en exclusiva por las farmacias; en otros países pueden comprarse en los supermercados, y en Alemania basta con un click en Amazon y te llevan a casa todos los que quieras. En Portugal, Mercadona los vende a menos de 3 euros. Aquí, solo en farmacias, y a un mínimo del doble.

Respecto a esto de las farmacias, no puedo evitar contar una experiencia personal. La encargada de una farmacia de mi zona tenía una lista de espera de tres folios por las dos caras. Ante mi protesta, que no iba dirigida contra ella ni su establecimiento, ha pretendido regañarme, «es que no hay que reunirse». He contestado que ella no sabe si voy a reunirme o no, ni es de su incumbencia, pero que la cuestión no es esa, sino que muchos hemos tenido contacto con positivos y sentimos la responsabilidad de saber si podemos ser un peligro para otros. Que estamos dispuestos a confinarnos si es necesario, pero no sin saber si lo es. Su respuesta ha sido que vaya a testarme al Centro de Salud. Alentando así a quienes no estamos enfermos a que saturemos la atención primaria.

Pero en fin, el resultado de todo ello es que no hay test. Y si no hay test, no hay positivos. No hay nada para reducir la incidencia acumulada como impedir que la gente pueda testarse.

Por último, no resisto la tentación de dejar aquí otra observación curiosa. Si miramos los datos actuales de incidencia acumulada en la Comunidad de Madrid, resulta que las poblaciones con cifras más altas son las más ricas, Pozuelo y Boadilla del Monte. Y en la capital, son también los distritos con mayor renta, como Salamanca y Chamberí, mientras que los barrios con menor incidencia son Villaverde, Usera y Puente de Vallecas, barrios humildes. Los expertos en análisis de datos se preguntan: ¿por qué las zonas más ricas tienen más contagios? Y aventuran explicaciones sobre el estilo de vida, los contactos sociales, las fiestas…

Pero sin ánimo de prestar a esto más valor que el anecdótico, recordemos: la incidencia acumulada ya no es un indicador real de las infecciones. Sino del testado. Y en una ola explosiva como esta, cuando las autoridades prometen test pero no los dan, en las zonas más ricas hay un factor diferenciador respecto a las más pobres, que se resume en dos palabras: test privados.

Por qué la incidencia acumulada no es un reflejo fiel de la evolución de la pandemia de COVID-19, y qué hacen los científicos para mejorarlo

Desde el comienzo de la pandemia de COVID-19, los científicos han discutido sobre un aspecto crucial: ¿cómo encontrar un indicador que ofrezca una imagen fiel de la evolución de la epidemia? Por supuesto que los epidemiólogos, profesionales acostumbrados a manejar datos estadísticos y, sobre todo, a saber cómo mirarlos, tienen sus técnicas contrastadas y fiables que hasta ahora venían funcionando adecuadamente.

Pero esta pandemia es un caso único en la historia. No por el hecho de la pandemia en sí, de las cuales la humanidad ha sufrido muchas, sino por otros motivos. Una pandemia en la era de internet, las redes sociales, la información global al segundo y la desinformación global al segundo, y además todo ello con un patógeno que circula oculto en la población de modo que, sin vacunas, hay cinco veces más contagiados asintomáticos que sintomáticos, por lo que existe una proporción mayoritaria de personas contagiadas que no saben que lo están o lo han estado. Dado que las vacunas reducen drásticamente la infección productiva en los tejidos diana del virus y por lo tanto disminuyen la transmisión, es de suponer que esta proporción entre asintomáticos y sintomáticos vacunados es aún mucho mayor, aunque aún no hay datos concretos.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Varias personas disfrutan del domingo junto al Lago de la Casa de Campo, en Madrid. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Y ¿por qué todo esto es importante? En un primer nivel más básico, los epidemiólogos tienen un recuento de casos totales. Esto ha servido para monitorizar el progreso de la situación en anteriores epidemias a una escala mucho más pequeña, con brotes localizados, con patógenos que causan síntomas a la gran mayoría o a la totalidad de las personas infectadas, y cuando solo las personas con dichos síntomas son transmisoras.

El recuento de casos totales y de muertes totales es necesario para saber cuál es el balance final de la pandemia, y si se quiere comparar cómo ha sido en unos lugares respecto a otros, y cómo lo ha hecho nuestro país o nuestra región con respecto a otros países o regiones. Pero recordemos, cuando se habla de casos totales, en realidad no son casos totales, sino casos detectados, un número mucho menor que el anterior, dado que generalmente y salvo en algún cribado esporádico, el testado no es aleatorio, sino solicitado por las propias personas testadas. Si en todos los lugares del mundo el testado fuera el mismo (tipos de test, estrategias de testado, disponibilidad, etc.), simplemente se trataría de aplicar factores de conversión, dado que las cifras de unos y otros lugares serían comparables. Pero no es el caso.

Además, incluso sin esta limitación, el recuento de casos totales ofrecería un balance final, pero no un indicador dinámico que pueda evaluar cómo está evolucionando la epidemia en un lugar concreto en un momento determinado.

Para esto último, tradicionalmente los epidemiólogos han utilizado indicadores como la prevalencia o la incidencia acumulada. La primera ofrece una foto fija, en términos proporcionales de población infectada. Como en una película de las clásicas de celuloide, viendo sucesivos fotogramas puede obtenerse una idea del desarrollo de la trama. La prevalencia en movimiento da lugar a la incidencia, o cuántas personas adquieren la enfermedad durante un periodo determinado. Al avanzar estos periodos, se proyecta la película de la epidemia.

Este último, en su forma concreta de número de casos acumulados durante un periodo concreto (7 o 14 días) en un volumen de población determinado (normalmente, 100.000 habitantes) ha sido el indicador estrella de esta pandemia, el que principalmente las autoridades han transmitido a los medios y al público (aparte, por supuesto, del número de muertes) y el que se ha utilizado para poner o levantar medidas y restricciones. Y así, la población se ha acostumbrado a guiar su visión de cómo está evolucionando la epidemia en su ciudad, región o país de acuerdo a estas cifras.

Pero a lo largo de la pandemia, a las páginas de las revistas científicas han ido saltando comentarios de epidemiólogos que reflexionan sobre las carencias de esta especie de sistema universal de medición en el caso concreto de la pandemia que tenemos entre manos. Algunas de estas carencias ya se han mencionado: hay muchas más personas que tienen o han tenido el virus sin saberlo de las que saben que lo tienen o lo han tenido. Que los asintomáticos lleguen a estar enterados de su infección depende de múltiples circunstancias que varían en cada lugar, donde la disponibilidad de test no es la misma, ni el tipo de test (distintas marcas tienen diferentes tasas de falsos positivos y negativos), ni las estrategias de testado aplicadas por las autoridades, ni el rastreo de casos, o ni siquiera la propensión de cada persona a hacerse un test cuando nota algún síntoma o cuando conoce que ha estado en contacto con un positivo.

Incluso se ha advertido de que los propios indicadores de incidencia acumulada pueden convertirse en profecías autocumplidas: las autoridades y los medios informan de un aumento en la incidencia acumulada. Crece el nivel de alarma entre la población, y aumenta el número de personas que solicitan un test. Consecuencia: ascienden los positivos, y por lo tanto la incidencia acumulada. Y al revés.

Por no hablar del impacto del cambio en las estrategias de testado en un mismo lugar a lo largo del tiempo, o del cambio en los tipos de test utilizados o en su disponibilidad; por ejemplo, no es lo mismo si los test son gratuitos o tienen un coste, o en qué casos son gratuitos o no lo son, o si están disponibles en las farmacias sin prescripción médica o si solo se realizan en los centros sanitarios previa petición de cita, desplazamiento al centro y un largo tiempo de espera.

O por no hablar de cómo los casos sonados de brotes impulsan acciones concretas de testado masivo que llevan a aumentar la incidencia acumulada, y que podrían haber pasado completamente inadvertidos solo con que el número de casos sintomáticos hubiese sido lo suficientemente pequeño como para no llamar la atención, o incluso si se hubieran producido en unas circunstancias que no estuvieran tanto bajo el punto de mira de la opinión pública. Un ejemplo: los famosos viajes de fin de curso y otras reuniones de personas jóvenes.

Los epidemiólogos son perfectamente conscientes de todas estas limitaciones, y de la imposibilidad de controlarlas mediante factores de corrección universales. Y de sus curiosas implicaciones: por ejemplo, como ya conté aquí, un estudio encontró que el pico de transmisión (no de casos reportados y contabilizados) de la primera oleada en España en marzo de 2020 comenzó a descender unos cinco días antes de que se tomaran las primeras medidas contra la pandemia, y unos 10 días antes del confinamiento general. Ante este extraño resultado, contrario a lo intuitivo, los autores apuntaban posibles explicaciones relacionadas precisamente con las actitudes subjetivas de la población y con la evolución del testado.

Pero si los epidemiólogos son conscientes de todo esto, el problema es que son tantas las variables implicadas que no es fácil encontrar algo mejor, otro tipo de indicador que realmente refleje de forma más fiel cómo evoluciona la pandemia, cuál es la situación en un momento concreto y que además permita comparaciones en el espacio y en el tiempo.

Lo cual no quiere decir que no los estén buscando. Por ejemplo, un indicador que parece contar con el apoyo de numerosos expertos es la detección de los niveles del coronavirus en las aguas residuales. Varios epidemiólogos lo han destacado como un indicador más fiable que la incidencia acumulada para reflejar la evolución de la pandemia de COVID-19 en distintos lugares. Pero aunque este valor se está monitorizando en España y otros países, en cambio su difusión es mínima o nula, mientras prosigue obsesivamente la información diaria sobre el número de casos y el uso de esta cifra para tomar medidas.

El nivel de virus en las aguas residuales tiene aquello que los investigadores buscan: un valor representativo poblacional que puede medirse de forma consistente a lo largo del tiempo y sin verse afectado por los vaivenes en el testado, las tendencias sociales o las actitudes subjetivas de las personas. En resumen, lo que se hace en este caso es medir un proxy de la carga viral real en la población.

Ahora, un estudio publicado en Science por investigadores de Harvard —entre ellos, Marc Lipsitch, una de las voces más autorizadas durante la pandemia— aporta un nuevo indicador basado en la misma idea de monitorizar la evolución de la carga viral real en la población, pero a partir de los datos de los testados por PCR. «Los actuales enfoques de monitorización de la epidemia se basan en recuentos de casos, tasas de positividad de test y registros de muertes o de hospitalizaciones«, escriben los autores. «Sin embargo, estas métricas proporcionan un dibujo limitado y a menudo sesgado como resultado de los condicionamientos en el testado, muestreos no representativos y retrasos en el reporte«.

Antes de explicarlo, es necesario entender un concepto: el Cycle Threshold (Ct), o umbral de ciclos. Aunque el público esté acostumbrado a que una PCR es un test binario, que da un resultado positivo o negativo, en realidad no es así como funciona. La PCR, recordemos, es una técnica que trata de amplificar una secuencia genética concreta —del virus, en este caso— presente en una muestra como forma de detectar su presencia, lo cual se hace encadenando sucesivos ciclos de amplificación.

Pero las PCR aplicadas en el testado del virus son cuantitativas; no dan un resultado final, sino que van midiendo la eventual aparición de los fragmentos amplificados correspondientes al genoma del virus a lo largo de esos ciclos sucesivos. Como el sistema introduce errores, si el número de ciclos es excesivamente grande puede aparecer una señal que en realidad es un falso positivo. Por ello, hay que establecer un corte en un número determinado de ciclos; las muestras que rindan una señal por debajo de ese umbral de ciclos se cuentan como positivas, mientras que todo lo que esté por encima de ese corte se considera negativo.

Pero la información sobre el Ct de una muestra es importante, porque se corresponde con la carga viral que tiene dicha muestra: a menor Ct, mayor carga viral. Cuando una PCR se hace de forma más temprana después de la infección, lo habitual es que la carga viral sea mayor, y por lo tanto que el Ct sea más bajo. Así, el Ct da una medida probabilística del tiempo transcurrido desde la infección en los pacientes positivos.

Lo que proponen los autores del estudio es recopilar los valores de Ct en un muestreo aleatorio de población positiva en condiciones uniformes y reproducibles, repetido periódicamente a lo largo del tiempo. Las simulaciones que presentan en el estudio muestran cómo la incidencia acumulada o el recuento de casos puntuales pueden ofrecer la apariencia de que la epidemia está arreciando, cuando en realidad el análisis de los valores agregados de Ct en la población revela que el brote está en retroceso. «Una epidemia creciente necesariamente tendrá una alta proporción de individuos recientemente infectados con alta carga viral, mientras que una epidemia en declive tendrá más individuos con infecciones más antiguas y por lo tanto cargas virales menores«, escriben los autores.

Así, esta medida de los valores de Ct revela lo que realmente está ocurriendo en la calle, dado que se corresponde con el cálculo del número de reproducción dinámico del virus (Rt), o a cuántas personas como media está contagiando cada infectado en una fase concreta; si el Rt es alto, incluso con una incidencia acumulada baja, la epidemia está en crecimiento. Y por el contrario, aunque la incidencia acumulada sea alta, un Rt bajo indica que el brote está en retroceso.

La principal ventaja del sistema es evidente y muy convincente: permite conocer el estado y la evolución de la epidemia en una población sin depender del número de casos detectados o totales reales, ni de si hay más o menos diferencia entre estas dos cifras, y con independencia de cuáles sean las estrategias de testado, la disponibilidad de test, las condiciones en las que se facilitan, la decisión de las personas de solicitar un test o cualquier otra variable relacionada con el testado. Basta con hacer PCR de forma aleatoria a un número concreto de muestras positivas, y el método es válido incluso para un número pequeño, aunque mejor cuanto mayor sea la muestra.

Naturalmente, el método propuesto tiene también ciertas limitaciones técnicas que los autores repasan, y alguna no técnica que no repasan. Entre las primeras, la más obvia es la diferencia de protocolos y sistemas de qPCR (en tiempo real o cuantitativa) entre distintos laboratorios, lo que también podría introducir sesgos. Entre las segundas, por ejemplo, para obtener resultados consistentes y comparables se requerirían una planificación y una coordinación que, como desgraciadamente sabemos, no suelen producirse.

Pero un sistema como el propuesto por los autores, sustituyendo al actual recuento de casos y la incidencia acumulada —para cuyo abandono existen además otros argumentos aparte del más evidente, y es que pierde sentido a medida que aumentan las vacunaciones—, ayudaría a tomar las medidas efectivas en cada momento, las que de verdad van a funcionar, en lugar de los palos de ciego que habitualmente están dando las autoridades con sus ideas y venidas de restricciones, autorizadas o denegadas por jueces que se erigen de este modo en las verdaderas autoridades sanitarias sin tener el criterio necesario para ello. Naturalmente, esto último no son palabras de los autores del estudio; ellos se limitan a decir que el sistema permitiría una «mejor planificación epidémica y medidas epidemiológicas mejor dirigidas«.