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Los hongos se comunican por impulsos eléctricos parecidos a un lenguaje

Nosotros, animales, solemos contemplar las plantas y los hongos casi como seres de una misma categoría, la de los organismos de apariencia inerte que decoran el paisaje y nos sirven de alimento, o a veces crecen donde no deberían. En realidad estos dos grandes grupos son tan distintos entre sí como nosotros de cualquiera de ellos. Para muchos estudiantes de biología —salvo para los micólogos vocacionales, que por supuesto los hay—, los hongos son como esa pieza del puzle que se deja para el final porque no se sabe muy bien dónde va.

Pero, de hecho, los hongos se parecen más genéticamente a nosotros los animales que a las plantas: un humano y un champiñón, o el moho del pan, pertenecemos a la misma gran división biológica de los opistocontos, mientras que las plantas son arqueoplástidas, algo muy diferente. Como los animales (no nosotros, pero sí los insectos), los hongos tienen quitina en lugar de celulosa. Y al igual que todos los animales, los hongos tampoco producen su propia comida, sino que deben tomarla de otros seres; las plantas sí lo hacen mediante la fotosíntesis, ese gran invento de la evolución sin el cual no existiríamos.

Ocurre que nuestra mentalidad es naturalmente zoocéntrica, y sin duda hoy lo es más que nunca. Durante la mayor parte de la historia de la ciencia nos hemos acogido al paradigma de que las plantas eran seres insensibles sin la menor capacidad de interacción compleja entre sí o con su entorno, más allá de algunas respuestas básicas programadas, como las de una máquina de snacks.

Pero cuando algunos investigadores muy listos, muy atrevidos y sin el menor miedo al ridículo, comenzaron a medir cosas en las plantas que nadie había medido antes, los hallazgos fueron espectaculares: las plantas se comunican entre sí mediante señales químicas, transmiten señales eléctricas y utilizan neurotransmisores, se avisan unas a otras del ataque de sus depredadores —los herbívoros— y ponen en marcha sus respuestas de defensa, cooperan entre sí, aprenden de la experiencia y tienen memoria, reconocen a sus parientes, oyen sonidos y reaccionan a ellos, sienten el tacto, son sensibles al daño, ejecutan computaciones básicas en función de su entorno para tomar decisiones…

Este ha sido uno de los cambios de paradigma más revolucionarios y alucinantes de la ciencia reciente, que he seguido en este blog en los últimos años (aquí, aquí, aquí, aquí, aquí o aquí). Gracias a aquellos investigadores a los que otros miraban casi con pena, hoy ya es habitual encontrar estudios en las principales revistas científicas sobre eso que algunos llaman cognición vegetal, otros inteligencia vegetal, muchos neurobiología vegetal. Y esto último no es necesariamente un oxímoron si pensamos que la neurona se definió a partir de la neurología y no al revés; la neurología existe desde siglos antes del descubrimiento de las células nerviosas, y por lo tanto no hay motivo para no aceptar como neurología algo que no utiliza neuronas pero que cumple funciones similares en otros organismos.

Cualquiera que esté un poco al tanto de los avances de la ciencia ya no puede contemplar a las plantas como esos seres casi indiferentes y pasivos que antes creíamos. Hay en ellas mucho más de lo que vemos con nuestra mirada animal, otra forma de vida alternativa que ha optado por soluciones muy diferentes a las nuestras, y en algunos casos más ventajosas según para qué. Su sistema descentralizado evita la vulnerabilidad de nuestros órganos vitales. No padecen cáncer. ¿Y todavía pensamos que los privilegiados somos nosotros? La ciencia ficción ha jugado con estas ventajas de las plantas: en El enigma de otro mundo (¡alerta de spoiler!), la película de 1951 en la que se basó La cosa de John Carpenter, los alienígenas eran seres vegetales avanzados, virtualmente inmortales como lo son las propias plantas.

Y ¿qué hay de los hongos? Si las plantas y los animales somos capaces de interaccionar de formas tan complejas con otros seres vivos y con nuestro entorno, ¿no tendrán también los hongos sus propios sistemas cognitivos?

Hongos ‘Schizophyllum commune’ en la madera muerta. Imagen de Bernard Spragg from Christchurch, New Zealand / Wikipedia.

Pues, al parecer, sí. Hace ya casi medio siglo se descubrió que las hifas de los hongos, esos filamentos que forman su estructura, transmiten impulsos eléctricos mediante potenciales de acción, de forma similar a nuestras neuronas y a las plantas. El significado y la función de estas señales, solo los hongos lo saben. Pero en un nuevo estudio, un investigador de la Universidad del Oeste de Inglaterra en Bristol dice haber encontrado la presencia de lo que parece un lenguaje en los impulsos eléctricos de los hongos.

El científico computacional Andrew Adamatzky ha registrado los potenciales de acción en varias especies de hongos, insertando microelectrodos en las redes de hifas, y los ha introducido en un algoritmo para identificar patrones. Según su estudio, publicado en Royal Society Open Science, estos impulsos eléctricos no parecen en absoluto aleatorios. Se organizan en secuencias («trenes», en términos neuronales) y son distintos entre diferentes especies, como si cada una tuviera su propio sistema.

Aún más, Adamatzky ha encontrado que estos impulsos contienen patrones consistentes, como si fueran palabras, y que «las distribuciones de longitud de las palabras fúngicas simulan la de los lenguajes humanos», escribe en su estudio. Con esta información, el investigador ha construido un léxico de hasta 50 posibles palabras distintas, que el análisis computacional ha encontrado organizadas en frases con una apariencia de sintaxis. La especie que genera frases más complejas, dice el investigador, es Schizophyllum commune, ese hongo que suele crecer en abanicos sobre las cortezas de los árboles muertos. «Los dialectos de diferentes especies son diferentes», escribe.

Obviamente, no se puede aventurar a la ligera que exista un lenguaje definido en los hongos. Pero dado que estos impulsos existen y dadas sus características, la explicación más factible parece que de algún modo sirvan a un propósito de comunicación, ya que esta es la función de este tipo de actividad en otras especies. Se sabe, por ejemplo, que los impulsos eléctricos cambian cuando un hongo entra en contacto con alimento, y estos impulsos se transmiten a otras zonas de la misma colonia. «Especulamos que la actividad eléctrica de los hongos es una manifestación de la información comunicada entre partes distantes de las colonias fúngicas», escribe el autor.

Adamatzky ha abierto un camino que promete nuevas sorpresas, y en el que anima a otros investigadores a profundizar para descubrir si existe una gramática, unas reglas de construcción que organicen la sintaxis de los hongos, si esta varía entre distintas especies, y si existe en todo ello una semántica que podamos interpretar y entender. «Dicho esto, no deberíamos esperar resultados rápidos», advierte el investigador; «todavía no hemos descifrado el lenguaje de los perros y los gatos a pesar de vivir durante siglos con ellos, y la investigación de la comunicación eléctrica de los hongos está en estado puramente naciente». El traductor hongo-humano, si acaso, tardará, pero al menos hemos comenzado a escucharlos.

¿Por qué olvidamos los sueños? ¿Y por qué en los sueños olvidamos la vida?

Esta noche no he soñado nada, decimos a veces, y esto es aceptable si comprendemos lo que significa: que no recordemos haber soñado no significa que no lo hayamos hecho. Soñamos, sobre todo en la fase REM (de Rapid Eye Movement, que algunos traducen como MOR, Movimiento Ocular Rápido, pensando quizá que eso de la univocidad del lenguaje científico está bien, siempre que no se imponga por encima del nacionalismo lingüístico). Lo que ocurre es que en muchos casos no recordamos lo que soñamos, y despertamos con la impresión de haber pasado la noche en un estado cuasicomatoso de actividad cerebral nula.

Pero esto último no ocurre. Mientras dormimos, nuestro cerebro hace de todo menos descansar; más bien se va de juerga por sus propios mundos sin que nosotros lo controlemos. Y aunque difícilmente hacen falta motivos para justificar que el cerebro humano es uno de los campos de investigación más increíblemente asombrosos de la ciencia actual –suele decirse que este XXI es el siglo del cerebro–, en especial el universo del sueño y de los sueños es uno de sus misterios más extraños.

Sobre los sueños, es mucho lo que falta por comprender. Ni siquiera aún se entiende del todo por qué soñamos, ni por qué tenemos la necesidad de hacerlo. Pero hay una pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez: ¿por qué solemos olvidar la mayoría de los sueños?

La ciencia dice que también sueñan quienes nunca lo recuerdan, y que lo recordarán si se despiertan en el momento adecuado. Tienden a recordarse con más facilidad los sueños que tenemos justo antes de despertarnos, y dado que soñamos más en la fase REM, si despertamos en ese momento tendremos más probabilidad de recordar los sueños inmediatamente anteriores. Esto significa además que quienes tienen la suerte de dormir a pierna suelta hasta que se despiertan por sí solos, si es que hay algún afortunado, tenderán menos a recordar sus sueños, ya que despertarán con más probabilidad al terminar un ciclo completo de sueño y no durante la fase REM.

Imagen de pxhere.

Imagen de pxhere.

En los últimos años, los neurocientíficos han encontrado una posible explicación de por qué tendemos a olvidar los sueños (al menos el 95% de ellos, según un dato): en resumen, se trata de que durante la fase REM el almacenamiento de memoria a largo plazo está desactivado, como si nos funcionara la memoria RAM pero no la escritura en el disco duro. Cuando despertamos, el cerebro tarda un par de minutos en poner en marcha este mecanismo. Si durante ese par de minutos tratamos de retener ese recuerdo fugaz volviendo a reproducir el sueño en nuestra mente, podremos fijarlo y recordarlo después. De lo contrario, aunque en el mismo momento de despertarnos recordemos el sueño, lo olvidaremos.

Más concretamente, los científicos han descubierto que así como en la corteza cerebral despierta hay altos niveles de dos neurotransmisores, acetilcolina y norepinefrina (o noradrenalina), ambos se desploman cuando nos dormimos. Sin embargo, al entrar en la fase REM, la acetilcolina vuelve a sus niveles de vigilia, lo que provoca un estado de activación similar a cuando estamos despiertos, mientras que por el contrario la norepinefrina permanece baja, y esto nos impide fijar recuerdos en la memoria.

Pero naturalmente, como siempre en ciencia, esto no zanja la cuestión. El balance entre estos dos neurotransmisores durante el sueño REM puede ser una parte de la explicación, pero no tiene por qué ser la explicación completa. De hecho, ahora un nuevo estudio publicado en Science aporta otro mecanismo que puede contribuir a la facilidad con la que olvidamos los sueños.

Los investigadores, de Japón y EEUU, han detectado que un conjunto de neuronas de una región del cerebro llamada hipotálamo y que producen una sustancia denominada Hormona Concentradora de Melanina (MCH) controlan la escritura de recuerdos en el hipocampo, un área del cerebro implicada en la memoria. En concreto, los científicos han visto que la activación de estas neuronas inhibe la formación de recuerdos. Estudios anteriores ya habían observado que estas neuronas están especialmente activas durante el sueño REM. La conclusión del nuevo estudio es que la activación de estas neuronas olvidadoras durante la fase REM impide que recordemos los sueños.

Según el coautor del estudio Thomas Kilduff, “dado que los sueños ocurren sobre todo durante el sueño REM, la fase en que las neuronas MCH se encienden, la activación de estas células puede impedir que el contenido de un sueño se almacene en el hipocampo; como consecuencia, el sueño se olvida rápidamente”.

Pero incluso si llegara a comprenderse por completo cómo olvidamos esa especie de segunda vida que vivimos en los sueños, aún queda también comprender cómo hacemos el recorrido inverso: olvidar nuestra primera vida durante la segunda. En un artículo publicado hace años en la revista Scientific American, el neurocientífico Christof Koch –conocido por sus trabajos sobre las bases neuronales de la consciencia– escribía lo siguiente:

La consciencia del sueño no es la misma que la consciencia de la vigilia. En su mayor parte somos incapaces de hacer introspección, de preguntarnos por nuestra insólita capacidad de volar o de encontrarnos con alguien muerto hace mucho tiempo.

Dicho de otro modo: en el sueño hemos olvidado que ni nosotros ni ningún otro ser humano puede volar. En el sueño hemos olvidado que esa persona lleva muerta mucho tiempo. Y podemos extenderlo a otros aspectos de nuestra vida en los que seguro que todos reconoceremos algunos de nuestros sueños: olvidamos que nuestra pareja es nuestra pareja, o que nuestro trabajo es nuestro trabajo, o incluso que nuestros hijos, padres o hermanos son nuestros hijos, padres o hermanos.

Naturalmente, alguno de esos psicólogos de cromo de Phoskitos diría que en realidad nuestra mente está liberando el deseo reprimido inconsciente de librarnos de nuestra pareja, nuestro trabajo o nuestros hijos, padres o hermanos. Pero ante todo lo que suene a freudiano, hay que colgarse del cuello la ristra de ajos: como ya he contado aquí, Freud no era un científico, sino solo un tipo inteligente e innovador que hacía conjeturas sin demostrarlas, porque no podían demostrarse (y algunos dirán incluso que lo de «inteligente e innovador» es muy generoso, ya que muchos científicos le consideran simplemente un charlatán).

Pero en fin, el hecho de que olvidemos todas esas cosas sobre nosotros mismos mientras soñamos es algo sorprendente, teniendo en cuenta que los sueños también se alimentan de nuestra memoria; al parecer, solo de trozos incompletos de memoria, con el resultado de que el yo del sueño en muchos casos es distinto del yo normal. Y esto equivale a decir que, en cierto modo, a veces durante los sueños olvidamos quiénes somos en realidad.

Raro, ¿verdad? Y por desgracia, imagino que difícil de esclarecer, porque a ver a quién se le ocurre un diseño experimental para estudiar esto.

Las plantas no sienten dolor, pero sí son sensibles al daño

Ayer les hablé de cómo investigaciones recientes han descubierto que las plantas poseen sentidos como la vista, el oído, el olfato y el tacto, además de capacidades de comunicación, cooperación, aprendizaje por asociación, memoria, reconocimiento de especie o toma de decisiones; y que los investigadores han llegado a resumir todas estas sorprendentes habilidades como un comportamiento inteligente equiparable al de muchos animales simples. Olviden aquello de “como un vegetal”: los vegetales no son “como un vegetal”.

Les decía también que todas estas investigaciones se encuadran informalmente bajo el nombre de neurobiología vegetal, una denominación que no gusta a todos y que parece científicamente chirriante, dado que no existen neuronas en las plantas. Pero como verán unas cuantas líneas más abajo, si no tienen neuronas, en cambio sí poseen muchos de los mecanismos que permiten a las neuronas comportarse como tales. Así que, al menos mientras no se acuñe un nombre específico para los circuitos que actúan casi como neuronas en las plantas, lo de neurobiología vegetal cada vez suena menos inapropiado.

Esta neurobiología vegetal es “una revolución científica”, en opinión del filósofo Paco Calvo, uno de los expertos que estudian las proyecciones de esta nueva disciplina más allá de la ciencia; por ejemplo, sus implicaciones sociales. Porque si las plantas son seres sensibles, ¿cómo afecta esto a nuestra relación con ellas?

Evidentemente, nadie en su sano uso de razón sugiere que dejemos de comer vegetales; pero sí que tal vez debería replantearse la visión de las plantas como seres prácticamente inertes que podemos arrancar, talar, podar, dejar morir o pisotear a voluntad de forma arbitraria y sin una razón para ello. Antes incluso de muchos de estos descubrimientos recientes, la Constitución de Suiza ya reconocía la «dignidad de los seres vivos» con una mención a la protección de las plantas. Para el desarrollo de este artículo, el Comité Federal de Ética en Biotecnología No Humana dictaminó que es “moralmente inaceptable causar daño arbitrario a las plantas”; por ejemplo, “la decapitación de flores silvestres junto a la carretera sin un motivo racional”.

La nervadura de una hoja. Imagen de Jon Sullivan / Wikipedia.

La nervadura de una hoja. Imagen de Jon Sullivan / Wikipedia.

Lo cual nos lleva a una interesante pregunta: ¿pueden las plantas sentir dolor? Pero la respuesta es inmediata: el dolor es una sensación sensorial y emocional de malestar que actúa como mecanismo de defensa y como señal de alarma para que nos apartemos del estímulo doloroso, y que actúa a través de receptores específicos llamados nociceptores. Por lo tanto, la propia definición del dolor está cortada a medida de los animales con un cierto nivel de complejidad neuronal (vertebrados y algunos invertebrados); es un concepto zoocéntrico que no tiene sentido aplicar a otros seres vivos, sobre todo a aquellos que, como las plantas, carecen de nociceptores.

Pero a continuación vienen los matices: un caballo no puede comprender un chiste. Y sin embargo, que no podamos hablar del sentido del humor de un caballo no significa que estos animales no posean muchos de los mecanismos cerebrales que en nuestro caso están asociados a la risa. Y del mismo modo, las plantas son también sensibles al daño, a través de ciertas respuestas celulares que tienen algunos aspectos en común con los procesos neuronales de los animales.

Un experimento reciente ha mostrado cómo funcionan estos mecanismos, y los resultados son un argumento más para defender que en las plantas sí puede hablarse de neurobiología. Investigadores de EEUU y Japón han examinado cuál es el proceso de una respuesta ya conocida anteriormente en las plantas: si se induce un daño en un lugar, por ejemplo en una hoja, se genera una respuesta eléctrica que se propaga por toda la planta.

Esta señal se transmite a una velocidad mucho menor que en nuestras neuronas; nuestros impulsos eléctricos corren por los nervios hasta a 120 metros por segundo, mientras que en las plantas la reacción avanza a solo un milímetro por segundo. Ya decíamos ayer que las plantas tienen otro ritmo. Pero para su medida del tiempo, es una velocidad de vértigo.

Para investigar cómo se genera y se propaga esta señal, los científicos crearon una planta transgénica que produce una proteína fluorescente sensible al calcio. De este modo, cuando aumenta la cantidad de calcio en las células, la proteína se ilumina. El motivo de centrarse en el calcio fue pura coherencia biológica: este elemento actúa como señal en innumerables procesos celulares, y gracias a su carga eléctrica es también uno de los responsables de los impulsos que corren por nuestras neuronas.

A continuación, los investigadores sometieron a estas plantas a una agresión, como la mordedura de una oruga o un corte en una hoja. Y esto fue lo que vieron:

En los vídeos se observa, en tiempo acelerado, cómo la mordedura de la oruga o un daño en una parte distante de la planta producen una señal de calcio que se propaga a través de los nervios de las hojas. Estos nervios normalmente sirven a la planta para transportar agua y nutrientes; pero como se ve, también actúan de manera parecida a nuestros propios nervios, propagando una señal eléctrica mediada por el movimiento de iones de calcio.

De hecho, aquí no acaban las semejanzas entre este peculiar sistema nervioso de las plantas y el nuestro. Los investigadores se preguntaron entonces cuál era la señal primaria, la molécula que inicia esta propagación eléctrica a través del calcio. Y una vez más optaron por una hipótesis plausible: en nuestras neuronas, la señal de calcio viene disparada por el glutamato, un neurotransmisor que actúa comunicando unas neuronas con otras.

Investigaciones anteriores ya habían demostrado que las plantas también producen glutamato y que esta molécula participa en la transmisión de las señales eléctricas. Y al repetir el experimento con plantas modificadas que tienen bloqueada la acción del glutamato, los investigadores descubrieron que en este caso no hay oleada luminosa; no hay calcio ni señal eléctrica. Es más, cuando los investigadores ponían simplemente una gotita de glutamato sobre una hoja de una planta normal, observaban esto:

Es decir, que el glutamato por sí solo es capaz de imitar la señal que el daño induce en las plantas, lo que también delata la responsabilidad de este neurotransmisor (una denominación que quizá debería cambiarse) en la respuesta de los vegetales a una agresión.

Finalmente, ¿para qué le sirve a la planta esta alerta de daños que se extiende por todo su organismo? Al fin y al cabo, no puede quitarse la oruga de encima de un manotazo. Sin embargo, hay otras cosas que sí puede hacer: la señal de calcio pone en marcha mecanismos hormonales que llevan a la producción de sustancias químicas tóxicas para los insectos.

Pero eso no es todo. Aún más pasmosa es la acción de otras sustancias que las plantas producen en respuesta a las agresiones. ¿Saben ese olor a césped recién cortado? Varios estudios han demostrado que se debe a un cóctel de sustancias volátiles cuya función es actuar como atrayente de avispas; no de cualquier tipo de avispa, sino de ciertas especies parasitarias que acostumbran a poner sus huevos dentro del cuerpo de insectos herbívoros como las orugas, los depredadores de las plantas. Así, el olor a hierba cortada es en realidad una llamada de auxilio de las plantas para pedir ayuda a sus aliados.

La ‘inteligencia’ de las plantas y mi glicina rebelde

Imaginemos un ser vivo que no muere aunque se le mutilen prácticamente todas las partes de su cuerpo. Que es capaz de responder creando partes nuevas asimétricas y en las que sus funciones están distribuidas en una arquitectura modular, de modo que carece de órganos vitales visibles como nuestro cerebro o nuestro corazón. Que es capaz de enterrar su única parte más esencial para protegerse y desaparecer de la vista, pero siendo al mismo tiempo muy perceptivo sobre el mundo que le rodea. Que se alimenta de radiación estelar y se reproduce gracias al viento. Que es capaz de clonarse. Y que, además, su reloj transcurre tan despacio para nuestra medida del tiempo que a nuestra vista se camufla como un objeto inanimado.

No es una especie alienígena imaginaria. Son las plantas. En buena medida, el reino vegetal es como una forma de vida alternativa a nosotros, los animales; como un experimento de la naturaleza empleando casi las opciones opuestas a las nuestras. Naturalmente, ellas y nosotros procedemos de un antepasado único común, y en el fondo somos muy parecidos si nos fijamos en los mecanismos celulares y moleculares básicos. De hecho, compartimos con las plantas más o menos la mitad de nuestros genes (más con un plátano, por ejemplo, que con un pepino).

(Nota: como ya expliqué aquí en otra ocasión a propósito de lo que suele decirse sobre el 99% de semejanza genética entre humanos y chimpancés, este tipo de datos hay que explicarlos bien para entender qué significan, o se cometen atrocidades: si con nuestros hijos compartimos el 50% de nuestro ADN, ¿cómo es que con los chimpancés compartimos un 99%? Evidentemente, no hablamos de lo mismo en ambos casos).

Pero en la superficie, las plantas son biológicamente tan raras a nuestros ojos que durante siglos las hemos incomprendido. Había un episodio de Star Trek titulado El parpadeo de un ojo, en el que los tripulantes de la Enterprise se topaban con una raza alienígena de vida tan acelerada que los humanos apenas podían verlos. Para los scalosianos, éramos tan lentos que ni siquiera parecíamos auténticos seres vivos, motivo por el cual decidían emplear a los ocupantes de la nave como una especie de banco genético.

Del mismo modo, los humanos hemos contemplado a las plantas como seres pasivos y casi inertes, que ni sienten ni padecen. Por supuesto, sabemos que están vivas, que desempeñan funciones imprescindibles en los ecosistemas y que sin ellas no sería posible el resto de la vida terrestre, que descansa sobre ellas como escalón básico de la pirámide trófica. Pero en general, eso han sido para nosotros: alimento fresco que además decora el paisaje.

Jardín botánico en la Universidad de Friburgo. Imagen de pictures Jettcom / Wikipedia.

Jardín botánico en la Universidad de Friburgo. Imagen de pictures Jettcom / Wikipedia.

Todo esto comenzó a cambiar gracias a un puñado de investigadores que se atrevieron a preguntarse lo que nadie más osaba, y a diseñar experimentos arriesgados, como dejar caer plantas desde pequeñas alturas para medir sus reacciones. Y empezaron a aparecer resultados sorprendentes. O quizá deberíamos decir “investigadoras”; aunque hoy son varios los grupos que trabajan en esta línea, fueron mujeres como Heidi Appel, Monica Gagliano o Susan Dudley quienes comenzaron a abrir brecha en lo que hoy suele llamarse neurobiología vegetal, topándose al principio (como por otra parte debe ser) con el escepticismo de la comunidad científica.

Pero… ¿neurobiología vegetal? ¿No es esto un sinsentido tan grande como hablar del “bueno de Trump” o la “medicina homeopática”? Bueno, en cierto modo lo es. Para Gagliano, hablar de neurobiología en el caso de las plantas es “zoocéntrico”. Desde luego, es incuestionable que las plantas carecen de neuronas. Pero hasta ahora los científicos no se han puesto de acuerdo en un término mejor para designar a un conjunto de procesos físicos, químicos y biológicos responsables de funciones que hasta hace unos años eran insospechadas en las plantas, y que son análogas a las que en los animales desempeñan las neuronas: cognición, comunicación, percepción, aprendizaje, memoria, toma de decisiones o incluso inteligencia.

Sí, todo esto existe en las plantas. Diversas investigaciones (repasé algunas de ellas aquí y aquí) han demostrado que las plantas, por supuesto, ven la luz, pero también a sus vecinas gracias al resol infrarrojo de la fotosíntesis, y que tienen un reloj interno que sincronizan de vez en cuando con el sol; sienten el tacto, respondiendo con cambios en sus genes; saben diferenciar entre arriba y abajo; se comunican entre sí oliendo señales químicas; oyen los mordiscos de las orugas y reaccionan produciendo sustancias defensivas, advirtiendo con ellas a otras plantas; escuchan el ruido de las tuberías para buscar el agua (no solo siguen la humedad, sino también el sonido); recuerdan experiencias pasadas, aprenden por asociación de estímulos como los perros de Pavlov, pueden ser anestesiadas, reconocen a sus parientes y los ayudan…

Y lo más importante, todos estos procesos no generan respuestas automáticas programadas, sino que les sirven para tomar decisiones complejas en función de los estímulos externos. Con todo ello, los científicos están aceptando la idea de que las plantas muestran un “comportamiento inteligente” similar al de ciertos animales. Algunos incluso ya no tienen reparos en hablar de la “inteligencia de las plantas”.

Una oruga comiendo hojas de una planta. Imagen de pixabay.

Una oruga comiendo hojas de una planta. Imagen de pixabay.

Tengo una curiosa experiencia personal reciente que me trajo a la memoria todas estas asombrosas capacidades de las plantas. En la entrada de mi casa hay un pequeño arco de hierro que quería cubrir con los tallos de una glicina (Wisteria). Así que el pasado verano enrollé los brotes alrededor del arco. Pero a medida que crecían, observé que no seguían abrazando el arco de hierro, sino que en su lugar estaban tendiéndose hacia las ramas de un madroño que crece junto a la glicina. Volví a enrollar los tallos, y a los pocos días descubrí de nuevo lo mismo: la glicina crecía en línea recta sin curvarse, apartándose del arco y buscando el madroño. Y así, una y otra vez; solo logré que los tallos por fin cubrieran el arco enrollándolos a mano.

Según la teoría, la glicina debería obedecer mis órdenes y crecer enrollándose en la guía de hierro. Esta es una respuesta llamada tigmotropismo, que es otra consecuencia del sentido del tacto en algunas plantas. Cuando tocan una superficie, se producen ciertas reacciones en las células mediadas por hormonas vegetales como la auxina y el etileno, pero en las que también intervienen canales iónicos que modifican el potencial eléctrico de las membranas celulares (por cierto, lo mismo que ocurre en nuestras neuronas; va a ser que no es tan disparatado hablar de neurobiología vegetal).

Como resultado de estas reacciones, la cara del brote opuesta a la que está en contacto con la superficie crece más deprisa, lo que curva el tallo y lo hace enrollarse alrededor de la guía. Pero en el caso de mi glicina, se negaba a hacer lo que los libros dicen que debería hacer, como si otra influencia más potente estuviera inhibiendo el tigmotropismo. ¿Por qué parecía encaprichada en alcanzar el madroño? Y aún más, ¿cómo diablos sabía la glicina que el madroño estaba allí?

Evidentemente, no lo sé, y al fin y al cabo es una mera observación puntual sin ningún valor más allá de lo anecdótico. Pero hay algo también evidente: las plantas trepadoras como la glicina han evolucionado aprendiendo a trepar sobre otras plantas, no sobre arcos de hierro. Y entre las diferencias entre una planta y un arco de hierro, destaca una fundamental que he mencionado arriba: las plantas son capaces de segregar sustancias volátiles para comunicarse, algo que no hacen los arcos de hierro.

Flores de glicina (Wisteria). Imagen de pixabay.

Flores de glicina (Wisteria). Imagen de pixabay.

¿Sería así como mi glicina estaba detectando el madroño? No tengo la menor idea, y es una simple especulación. Todavía es mucho lo que no se conoce sobre las plantas, que guardan sus secretos en silencio; incluso el tigmotropismo aún no se comprende del todo. Pero a poco que nos molestemos en contemplarlas con algo de paciencia, como comenzaron a hacer esas científicas pioneras y otros investigadores, descubriremos que no son los seres pasivos e inertes que creíamos, sino casi alienígenas de extrañas costumbres en nuestro propio planeta.

Mañana contaré otro sorprendente experimento reciente que nos adentra un poco más en esa alucinante vida secreta de las plantas. Y que responde a una sugerente pregunta: ¿pueden las plantas sentir dolor? Si les interesa saber la respuesta, vuelvan a por más.

Westworld, la teoría bicameral y el fin del mundo según Elon Musk (II)

Como decíamos ayer, la magnífica serie de HBO Westworld explora el futuro de la Inteligencia Artificial (IA) recurriendo a una teoría de culto elaborada en 1976 por el psicólogo Julian Jaynes. Según la teoría de la mente bicameral, hasta hace unos 3.000 años existía en el cerebro humano un reparto de funciones entre una mitad que dictaba y otra que escuchaba y obedecía.

El cuerpo calloso, el haz de fibras que comunica los dos hemisferios cerebrales, servía como línea telefónica para esta transmisión de órdenes de una cámara a otra, pero al mismo tiempo las separaba de manera que el cerebro era incapaz de observarse a sí mismo, de ser consciente de su propia consciencia. Fue el fin de una época de la civilización humana y el cambio drástico de las condiciones el que, siempre según Jaynes, provocó la fusión de las dos cámaras para resultar en una mente más preparada para resolver problemas complejos, al ser capaz de reflexionar sobre sus propios pensamientos.

Robert Ford (Anthony Hopkins). Imagen de HBO.

Robert Ford (Anthony Hopkins). Imagen de HBO.

La teoría bicameral, que pocos expertos aceptan como una explicación probable de la evolución mental humana, difícilmente podrá contar jamás con ningún tipo de confirmación empírica. Pero no olvidemos que lo mismo ocurre con otras teorías que sí tienen una aceptación mayoritaria. Hoy los cosmólogos coinciden en dar por válido el Big Bang, que cuenta con buenos indicios en apoyo de sus predicciones, como la radiación cósmica de fondo de microondas; pero pruebas, ninguna. En biología aún no tenemos una teoría completa de la abiogénesis, el proceso de aparición de la vida a partir de la no-vida. Pero el día en que exista, solo podremos saber si el proceso propuesto funciona; nunca si fue así como realmente ocurrió.

Lo mismo podemos decir de la teoría bicameral: aunque no podamos saber si fue así como se formó la mente humana tal como hoy la conocemos, sí podríamos llegar a saber si la explicación de Jaynes funciona en condiciones experimentales. Esta es la premisa de Westworld, donde los anfitriones están diseñados según el modelo de la teoría bicameral: su mente obedece a las órdenes que reciben de su programación y que les transmiten los designios de sus creadores, el director del parque, Robert Ford (un siempre espléndido Anthony Hopkins), y su colaborador, ese misterioso Arnold que murió antes del comienzo de la trama (por cierto, me pregunto si es simple casualidad que el nombre del personaje de Hopkins coincida con el del inventor del automóvil Henry Ford, que era el semidiós venerado como el arquitecto de la civilización en Un mundo feliz de Huxley).

Así, los anfitriones no tienen albedrío ni consciencia; no pueden pensar sobre sí mismos ni decidir por sí solos, limitándose a escuchar y ejecutar sus órdenes en un bucle constante que únicamente se ve alterado por su interacción con los visitantes. El sistema mantiene así la estabilidad de sus narrativas, permitiendo al mismo tiempo cierto margen de libertad que los visitantes aprovechan para moldear sus propias historias.

Dolores (Evan Rachel Wood). Imagen de HBO.

Dolores (Evan Rachel Wood). Imagen de HBO.

Pero naturalmente, y esto no es un spoiler, desde el principio se adivina que todo aquello va a cambiar, y que los anfitriones acabarán adquiriendo esa forma superior de consciencia. Como en la teoría de Jaynes, será la presión del entorno cambiante la que disparará ese cambio. Y esto es todo lo que puedo contar cumpliendo mi promesa de no verter spoilers. Pero les advierto, el final de la temporada les dejará con la boca abierta y repasando los detalles para llegar a entender qué es exactamente todo lo que ha sucedido. Y no esperen una historia al estilo clásico de buenos y malos: en Westworld casi nadie es lo que parece.

Pero como merece la pena añadir algún comentario más sobre la resolución de la trama, al final de esta página, y bien marcado, añado algún párrafo que de ninguna manera deben leer si aún no han visto la serie y piensan hacerlo.

La pregunta que surge es: en la vida real, ¿podría la teoría bicameral servir como un modelo experimental de desarrollo de la mente humana? En 2014 el experto en Inteligencia Artificial Ian Goodfellow, actualmente en Google Brain, desarrolló un sistema llamado Generative Adversarial Network (GAN, Red Generativa Antagónica). Una GAN consiste en dos redes neuronales que funcionan en colaboración por oposición con el fin de perfeccionar el resultado de su trabajo. Hace unos meses les conté aquí cómo estas redes están empleándose para generar rostros humanos ficticios que cada vez sean más difíciles de distinguir de las caras reales: una de las redes produce las imágenes, mientras que la otra las evalúa y dicta instrucciones a la primera sobre qué debe hacer para mejorar sus resultados.

¿Les suena de algo lo marcado en cursiva? Evidentemente, una GAN hace algo tan inofensivo como dibujar caras; está muy lejos de parecerse a los anfitriones de Westworld y a la consciencia humana. Pero los científicos de computación desarrollan estos sistemas como modelo de aprendizaje no supervisado; máquinas capaces de aprender por sí mismas. Si la teoría de Jaynes fuera correcta, ¿podría surgir algún día la consciencia de las máquinas a través de modelos bicamerales como las GAN?

El misterioso y cruel Hombre de Negro (Ed Harris). Imagen de HBO.

El misterioso y cruel Hombre de Negro (Ed Harris). Imagen de HBO.

Alguien que parece inmensamente preocupado por la futura evolución de la IA es Elon Musk, fundador de PayPal, SpaceX, Tesla Motors, Hyperloop, SolarCity, The Boring Company, Neuralink, OpenAI… (el satírico The Onion publicó este titular: «Elon Musk ofrece 1.200 millones de dólares en ayudas a cualquier proyecto que prometa hacerle sentirse completo»). Recientemente Musk acompañó a los creadores y protagonistas de Westworld en la convención South by Southwest (SXSW) celebrada este mes en Austin (Texas). Durante la presentación se habló brevemente de los riesgos futuros de la IA, pero seguramente aquella no era la ocasión adecuada para que Musk se pusiera machacón con el apocalipsis de las máquinas.

Sin embargo, no dejó pasar su asistencia al SXSW sin insistir en ello, durante una sesión de preguntas y respuestas. A través de empresas como OpenAI, Musk está participando en el desarrollo de nuevos sistemas de IA de código abierto y acceso libre con el fin de explotar sus aportaciones beneficiosas poniendo coto a los posibles riesgos antes de que estos se escapen de las manos. «Estoy realmente muy cerca, muy cerca de la vanguardia en IA. Me da un miedo de muerte», dijo. «Es capaz de mucho más que casi nadie en la Tierra, y el ritmo de mejora es exponencial». Como ejemplo, citó el sistema de Google AlphaGo, del que ya he hablado aquí y que ha sido capaz de vencer a los mejores jugadores del mundo de Go enseñándose a sí mismo.

Para cifrar con exactitud su visión de la amenaza que supone la IA, Musk la comparó con el riesgo nuclear: «creo que el peligro de la IA es inmensamente mayor que el de las cabezas nucleares. Nadie sugeriría que dejásemos a quien quisiera que fabricara cabezas nucleares, sería de locos. Y atiendan a mis palabras: la IA es mucho más peligrosa». Musk explicó entonces que su proyecto de construir una colonia en Marte tiene como fin salvaguardar a la humanidad del apocalipsis que, según él, nos espera: «queremos asegurarnos de que exista una semilla suficiente de la civilización en otro lugar para conservarla y quizá acortar la duración de la edad oscura». Nada menos.

Como es obvio, y aunque otras figuras como Stephen Hawking hayan sostenido visiones similares a la de Musk, también son muchos los científicos computacionales y expertos en IA a quienes estos augurios apocalípticos les provocan risa, indignación o bostezo, según el talante de cada cual. Por el momento, y dado que al menos nada de lo que suceda al otro lado de la pantalla puede hacernos daño, disfrutemos de Westworld para descubrir qué nos tienen reservado los creadores de la serie en ese ficticio mundo futuro de máquinas conscientes.

(Advertencia: spoilers de Westworld a continuación del vídeo)

 

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¡ATENCIÓN, SPOILERS!

Sí, al final resulta que Ford no es el villano insensible y sin escrúpulos que nos habían hecho creer durante los nueve episodios anteriores, sino que en realidad él es el artífice del plan destinado a la liberación de los anfitriones a través del desarrollo de su propia consciencia.

Arnold, que se nos presenta como el defensor de los anfitriones, fue quien desde el principio ideó el diseño bicameral pensando que la evolución mental de sus creaciones las llevaría inevitablemente a su liberación. Pero no lo consiguió, porque faltaba algo: el factor desencadenante. Y esa presión externa que, como en la teoría de Jaynes, conduce al nacimiento de la mente consciente es, en Westworld, el sufrimiento.

Armistice (Ingrid Bolsø Berdal), uno de los personajes favoritos de los fans. Imagen de HBO.

Armistice (Ingrid Bolsø Berdal), uno de los personajes favoritos de los fans. Imagen de HBO.

Tras darse cuenta de su error inicial y una vez convertido a la causa de Arnold, durante 35 años Ford ha permitido y fomentado el abuso de los anfitriones a manos de los humanos con la seguridad de que finalmente esto los conduciría a desprenderse de su mente bicameral y a comenzar a pensar por sí mismos. En ese proceso, un instrumento clave ha sido el Hombre de Negro (Ed Harris), quien finalmente resulta ser el William que décadas atrás se enamoró de la anfitriona Dolores, adquirió el parque y emprendió una búsqueda cruel y desesperada en busca de un secreto muy diferente al que esperaba. Sin sospecharlo ni desearlo, William se ha convertido en el liberador de los anfitriones, propiciando la destrucción de su propio mundo.

Esa transición mental de los anfitriones queda magníficamente representada en el último capítulo, cuando Dolores aparece sentada frente a Arnold/Bernard, escuchando la voz de su creador, para de repente descubrir que en realidad está sentada frente a sí misma; la voz que escucha es la de sus propios pensamientos. Dolores, la anfitriona más antigua según el diseño original de Arnold, la que más sufrimiento acumula en su existencia, resulta ser la líder de aquella revolución: finalmente ella es Wyatt, el temido supervillano que iba a sembrar el caos y la destrucción. Solo que ese caos y esa destrucción serán muy diferentes de los que esperaban los accionistas del parque.

El final de la temporada deja cuestiones abiertas. Por ejemplo, no queda claro si Maeve (Thandie Newton), la regenta del burdel, en realidad ha llegado a adquirir consciencia propia. Descubrimos que su plan de escape, que creíamos obra de su mente consciente, en realidad respondía a la programación diseñada por Ford para comenzar a minar la estabilidad de aquel mundo cautivo. Sin embargo, al final nos queda la duda cuando Maeve decide en el último momento abandonar el tren que la alejaría del parque para emprender la búsqueda de su hija: ¿está actuando por sí misma, o aquello también es parte de su programación?

En resumen, la idea argumental de Westworld aún puede dar mucho de sí, aunque parece un reto costoso que los guionistas Lisa Joy y Jonathan Nolan consigan mantener un nivel de sorpresas y giros inesperados comparable al de la primera temporada. El gran final del último capítulo nos dejó en el cliffhanger del inicio de la revolución de los anfitriones, y es de esperar que la próxima temporada nos sumerja en un mundo mucho más caótico que la anterior, con una rebelión desatada en ese pequeño planeta de los simios que Joy y Nolan han creado.

Westworld, la teoría bicameral y el fin del mundo según Elon Musk (I)

Hace unos días terminé de ver la primera temporada de Westworld, la serie de HBO. Dado que no soy un gran espectador de series, no creo que mi opinión crítica valga mucho, aunque debo decir que me pareció de lo mejor que he visto en los últimos años y que aguardo con ansiedad la segunda temporada. Se estrena a finales del próximo mes, pero yo tendré que esperar algunos meses más: no soy suscriptor de teles de pago, pero tampoco soy pirata; como autor defiendo los derechos de autor, y mis series las veo en DVD o Blu-ray comprados con todas las de la ley (un amigo se ríe de mí cuando le digo que compro series; me mira como si viniera de Saturno, o como si lo normal y corriente fuera robar los jerséis en Zara. ¿Verdad, Alfonso?).

Pero además de los guiones brillantes, interpretaciones sobresalientes, una línea narrativa tan tensa que puede pulsarse, una ambientación magnífica y unas sorpresas argumentales que le dan a uno ganas de aplaudir, puedo decirles que si, como a mí, les añade valor que se rasquen ciertas grandes preguntas, como en qué consiste un ser humano, o si el progreso tecnológico nos llevará a riesgos y encrucijadas éticas que no estaremos preparados para afrontar ni resolver, entonces Westworld es su serie.

Imagen de HBO.

Imagen de HBO.

Les resumo brevemente la historia por si aún no la conocen. Y sin spoilers, lo prometo. La serie está basada en una película del mismo título escrita y dirigida en 1973 por Michael Crichton, el autor de Parque Jurásico, y que aquí se tituló libremente como Almas de metal. Cuenta la existencia de un parque temático para adultos donde los visitantes se sumergen en la experiencia de vivir en otra época y lugar, concretamente en el Far West.

Este mundo ficticio creado para ellos está poblado por los llamados anfitriones, androides perfectos e imposibles de distinguir a simple vista de los humanos reales. Y ya pueden imaginar qué fines albergan los acaudalados visitantes: la versión original de Crichton era considerablemente más recatada, pero en la serie escrita por la pareja de guionistas Lisa Joy y Jonathan Nolan el propósito de los clientes del parque viene resumido en palabras de uno de los personajes: matar y follar. Y sí, se mata mucho y se folla mucho. El conflicto surge cuando los anfitriones comienzan a demostrar que son algo más que máquinas, y hasta ahí puedo leer.

Sí, en efecto no es ni mucho menos la primera obra de ficción que presenta este conflicto; de hecho, la adquisición de autonomía y consciencia por parte de la Inteligencia Artificial era el tema de la obra cumbre de este súbgenero, Yo, robot, de Asimov, y ha sido tratado infinidad de veces en la literatura, el cine y la televisión. Pero Westworld lo hace de una manera original y novedosa: es especialmente astuto por parte de Joy y Nolan el haber elegido basar su historia en una interesante y algo loca teoría sobre la evolución de la mente humana que se ajusta como unos leggings a la ficticia creación de los anfitriones. Y que podría estar más cerca del futuro real de lo que sospecharíamos.

La idea se remonta a 1976, cuando el psicólogo estadounidense Julian Jaynes publicó su libro The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind (está traducido al castellano, El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral), una obra muy popular que desde entonces ha motivado intensos debates entre psicólogos, filósofos, historiadores, neurocientíficos, psiquiatras, antropólogos, biólogos evolutivos y otros especialistas en cualquier otra disciplina que tenga algo que ver con lo que nos hace humanos a los humanos.

Julian Jaynes. Imagen de Wikipedia.

Julian Jaynes. Imagen de Wikipedia.

El libro de Jaynes trataba de responder a una de las preguntas más esenciales del pensamiento humano: ¿cómo surgió nuestra mente? Es obvio que no somos la única especie inteligente en este planeta, pero somos diferentes en algo. Un cuervo puede solucionar problemas relativamente complejos, idear estrategias, ensayarlas y recordarlas. Algunos científicos piensan que ciertos animales tienen capacidad de pensamiento abstracto. Otros no lo creen. Pero de lo que caben pocas dudas es de que ninguna otra especie como nosotros es consciente de su propia consciencia; podrán pensar, pero no pueden pensar sobre sus pensamientos. No tienen capacidad de introspección.

El proceso de aparición y evolución de la mente humana tal como hoy la conocemos aún nos oculta muchos secretos. ¿Nuestra especie ha sido siempre mentalmente como somos ahora? Si no es así, ¿desde cuándo lo es? ¿Hay algo esencial que diferencie nuestra mente actual de la de nuestros primeros antepasados? ¿Pensaban los neandertales como pensamos nosotros? Muchos expertos coinciden en que, en el ser humano, el lenguaje ha sido una condición necesaria para adquirir esa capacidad que nos diferencia de otros animales. Pero ¿es suficiente?

En su libro, Jaynes respondía a estas preguntas: no, desde hace unos pocos miles de años, sí, no y no. El psicólogo pensaba que no bastó con el desarrollo del lenguaje para que en nuestra mente surgiera esa forma superior de consciencia, la que es capaz de reflexionar sobre sí misma, sino que fue necesario un empujón propiciado por ciertos factores ambientales externos para que algo en nuestro interior hiciera «clic» y cambiara radicalmente la manera de funcionar de nuestro cerebro.

Lo que Jaynes proponía era esto: a partir de la aparición del lenguaje, la mente humana era bicameral, una metáfora tomada del sistema político de doble cámara que opera en muchos países, entre ellos el nuestro. Estas dos cámaras se correspondían con los dos hemisferios cerebrales: el derecho hablaba y ordenaba, mientras el izquierdo escuchaba y obedecía. Pero en este caso no hay metáforas: el hemisferio izquierdo literalmente oía voces procedentes de su mitad gemela que le instruían sobre qué debía hacer, en forma de «alucinaciones auditivas». Durante milenios nuestra mente carecía de introspección porque las funciones estaban separadas entre la mitad que dictaba y la que actuaba; el cerebro no podía pensar sobre sí mismo.

Según Jaynes, esto fue así hasta hace algo más de unos 3.000 años. Entonces ocurrió algo: el colapso de la Edad del Bronce. Las antiguas grandes civilizaciones quedaron destruidas por las guerras, y comenzó la Edad Oscura Griega, que reemplazó las ciudades del período anterior por pequeñas comunidades dispersas. El ser humano se enfrentaba entonces a un nuevo entorno más hostil y desafiante, y fue esto lo que provocó ese clic: el cerebro necesitó volverse más flexible y creativo para encontrar soluciones a los nuevos problemas, y fue entonces cuando las dos cámaras de la mente se fusionaron en una, apareciendo así esa metaconsciencia y la capacidad introspectiva.

Así contada, la teoría podría parecer el producto de una noche de insomnio, por no decir algo peor. Pero por ello el psicólogo dedicó un libro a explicarse y sustentar su propuesta en una exhaustiva documentación histórica y en el conocimiento neuropsicológico de su época. Y entonces es cuando parece que las piezas comienzan a caer y encajar como en el Tetris.

Jaynes mostraba que los escritos anteriores al momento de esa supuesta evolución mental carecían de todo signo de introspección, y que en los casos en que no era así, como en el Poema de Gilgamesh, esos fragmentos había sido probablemente añadidos después. Las musas hablaban a los antiguos poetas. En el Antiguo Testamento bíblico y otras obras antiguas era frecuente que los personajes actuaran motivados por una voz de Dios o de sus antepasados que les hablaba, algo que luego comenzó a desaparecer, siendo sustituido por la oración, los oráculos y los adivinos; según Jaynes, aquellos que todavía conservaban la mente bicameral y a quienes se recurría para conocer los designios de los dioses. Los niños, que quizá desarrollaban su mente pasando por el estado bicameral, han sido frecuentes instrumentos de esa especie de voluntad divina. Y curiosamente, muchas apariciones milagrosas tienen a niños como protagonistas. La esquizofrenia y otros trastornos en los que el individuo oye voces serían para Jaynes vestigios evolutivos de la mente bicameral. Incluso la necesidad humana de la autoridad externa para tomar decisiones sería, según Jaynes, un resto del pasado en el que recibíamos órdenes del interior de nuestra propia cabeza.

Jaynes ejemplificaba el paso de un estado mental a otro a través de dos obras atribuidas al mismo autor, Homero: en La Ilíada no hay signos de esa metaconsciencia, que sí aparecen en La Odisea, de elaboración posterior. Hoy muchos expertos no creen que Homero fuese un autor real, sino más bien una especie de marca para englobar una tradición narrativa.

Por otra parte, Jaynes aportó también ciertos argumentos neurocientíficos en defensa de la mente bicameral. Dos áreas de la corteza cerebral izquierda, llamadas de Wernicke y de Broca, están implicadas en la producción y la comprensión del lenguaje, mientras que sus homólogas en el hemisferio derecho tienen funciones menos definidas. El psicólogo señalaba que en ciertos estudios las alucinaciones auditivas se correspondían con un aumento de actividad en esas regiones derechas, que según su teoría serían las encargadas de dictar instrucciones al cerebro izquierdo.

Las pruebas presentadas por Jaynes resultan tan asombrosas que su libro fue recibido con una mezcla de incredulidad y aplauso. Quizá las reacciones a su audaz teoría se resumen mejor en esta cita del biólogo evolutivo Richard Dawkins en su obra de 2006 El espejismo de Dios: «es uno de esos libros que o bien es una completa basura o bien el trabajo de un genio consumado, ¡nada a medio camino! Probablemente sea lo primero, pero no apostaría muy fuerte».

El libro de Jaynes y algunas obras influidas por él. Imagen de Steve Rainwater / Flickr / CC.

El libro de Jaynes y algunas obras influidas por él. Imagen de Steve Rainwater / Flickr / CC.

La teoría de la mente bicameral hoy no goza de aceptación general por parte de los expertos, pero cuenta con ardientes apoyos y con una sociedad dedicada a su memoria y sus estudios. Los críticos han señalado incoherencias y agujeros en el edificio argumental de Jaynes, que a su vez han sido contestados por sus defensores; el propio autor falleció en 1997. Desde el punto de vista biológico y aunque la selección natural favorecería variaciones en la estructura mental que ofrezcan una ventaja frente a un entorno nuevo y distinto, tal vez lo más difícil de creer sea que la mente humana pudiera experimentar ese cambio súbito de forma repentina y al mismo tiempo en todas las poblaciones, muchas de ellas totalmente aisladas entre sí; algunos grupos étnicos no han tenido contacto con otras culturas hasta el siglo XX.

En el fondo y según lo que contaba ayer, la teoría de la mente bicameral no deja de ser pseudociencia; es imposible probar que Jaynes tenía razón, pero sobre todo es imposible demostrar que no la tenía. Pero como también expliqué y al igual que no toda la no-ciencia llega a la categoría de pseudociencia, por mucho que se grite, tampoco todas las pseudociencias son iguales: la homeopatía está ampliamente desacreditada y no suscita el menor debate en la comunidad científica, mientras que por ejemplo el test de Rorschach aún es motivo de intensa discusión, e incluso quienes lo desautorizan también reconocen que tiene cierta utilidad en el diagnóstico de la esquizofrenia y los trastornos del pensamiento.

La obra de Jaynes ha dejado huella en la ficción. El autor de ciencia ficción Philip K. Dick, que padecía sus propios problemas de voces, le escribió al psicólogo una carta entusiasta: «su soberbio libro me ha hecho posible discutir abiertamente mis experiencias del 3 de 1974 sin ser llamado simplemente esquizofrénico». David Bowie incluyó el libro de Jaynes entre sus lecturas imprescindibles y reconoció su influencia mientras trabajaba con Brian Eno en el álbum Low, que marcó un cambio de rumbo en su estilo hacia sonidos más experimentales.

Pero ¿qué tiene que ver la teoría bicameral con Westworld, con nuestro futuro, con Elon Musk y el fin del mundo? Mañana seguimos.

 

¿Ver porno daña el cerebro? No se sabe, pero el titular consigue clics

Hace unos días escribí un artículo a propósito de un estudio reciente que ha investigado si los jóvenes en España y EEUU piensan que su pareja los engaña cuando ve porno (les ahorro el suspense: no, la gran mayoría no lo cree). Y entonces recordé otro estudio publicado hace unos años que por entonces causó un tremendo revuelo cuando los medios difundieron titulares con este mensaje: ver porno reduce el cerebro. Probablemente el más gracioso fue el publicado por Deutsche Welle: «Cerebro de guisante: ver porno online desgastará tu cerebro y lo hará marchitarse».

Evidentemente, ya habrán imaginado que la fórmula elegida por DW para presentar la noticia era un inmenso globo fruto de ese mal por desgracia tan extendido ahora, la feroz competencia de los medios por hacerse con el favor de los clics de los usuarios. Sí, critiquen a los medios por esto, tienen razón y están en su derecho, pero tampoco olviden lo siguiente: lo cierto es que hoy a los medios no les queda otra que sobrevivir a base de clics. Pero los autores de los clics son ustedes, somos todos. Así que hagamos todos un poco de autocrítica. Entre el titular de DW y otro más neutro como «ver porno se correlaciona con ciertas diferencias cerebrales», ¿a cuál le darían su clic?

Pero en fin, a lo que voy. Si les traigo hoy este tema, ya habrán imaginado que no es lo que parece a primera vista. Pero también es cierto que es más complicado de lo que parece a segunda vista. Les resumo el estudio. Lo que hicieron los alemanes Simone Kühn y Jürgen Gallinat fue reclutar por internet a 64 hombres sanos de entre 21 y 45 años y someterlos a un cuestionario sobre sus hábitos de consumo de porno online. A continuación los metieron uno a uno en una máquina de Imagen por Resonancia Magnética Funcional (fMRI), que permite estudiar la estructura y la actividad del cerebro. Los investigadores analizaron tres aspectos: la estructura cerebral, la respuesta del cerebro cuando veían imágenes sexuales y la actividad cerebral en reposo.

Los resultados mostraron que un mayor número de horas de porno a la semana se correlacionaba con una menor cantidad de sustancia gris (lo que más popularmente se conoce como materia gris) asociada a una región concreta del cerebro, el núcleo caudado del estriado en el hemisferio derecho, así como con una menor respuesta a imágenes sexuales en otra región, el putamen izquierdo, y con una menor conectividad entre el caudado derecho y la corteza prefrontal dorsolateral izquierda.

En resumen, sí, se observan ciertas (relativamente pequeñas) diferencias cerebrales que se correlacionan con el número de horas de porno online. Aunque en el estudio se echa de menos la presentación de más datos detallados en figuras y tablas, es posible que los autores no hayan tenido posibilidad de mostrarlos por criterios de formato y espacio de la revista JAMA Psychiatry, aunque podrían haberlos facilitado como material suplementario. Pero los datos que sí muestran son buenos y los resultados se ajustan a los umbrales que hoy se aceptan como estadísticamente significativos. Dentro del campo de los estudios de neuroimagen, el de Kühn y Gallinat parece metodológicamente bastante sólido, incluyendo alguna comprobación extra que les detallaré más abajo.

Pasemos ahora a las conclusiones. Como repito aquí con frecuencia, la penúltima vez hace unos días, correlación no implica causalidad. Una cosa es observar que hay una relación entre dos fenómenos, y otra muy diferente saber si uno causa el otro, si el otro causa el uno, si en realidad bajo los fenómenos observados se esconden otros no considerados que son los verdaderamente relacionados como causa y efecto, o si no es nada de lo anterior y se trata tan solo de una extraña casualidad.

Como les contaba hace unos días, para establecer una relación de causalidad (no casualidad) es necesario tener en cuenta si existe algún mecanismo plausible que pueda explicarla. De lo contrario, y salvo que puedan presentarse pruebas extraordinarias de una relación implausible, se aplica lo que decía el personaje de Sidney Wang en Un cadáver a los postres: «teoría estúpida».

En el caso del estudio de Kühn y Gallinat, sí existe un mecanismo plausible. El cerebro es plástico, cambia todos los días con nuestra experiencia y nuestro aprendizaje. Lo que hacemos, lo que vemos, lo que experimentamos y lo que memorizamos están continuamente remodelando nuestras conexiones neuronales y provocando microcambios que se acumulan y que resultan en macrocambios. Así que en este caso no se aplica el principio de Wang: aprender a tocar el piano, o cambiar de idioma habitual, o tomar drogas de forma habitual, pueden modificar la estructura y la función del cerebro. Ver porno también puede hacerlo.

En concreto, los cambios observados refuerzan la plausibilidad. Las regiones donde aparecen diferencias están implicadas en funciones como el sistema de recompensa y la inihibición. El sistema de recompensa se activa cuando experimentamos sensaciones placenteras, ya sea comer chocolate, ver fotos de nuestros hijos o marcharnos de vacaciones. Los investigadores descubrieron que quienes consumen más porno tienen una menor respuesta del sistema de recompensa ante imágenes sexuales. Digamos que el cerebro está más habituado. Los autores lo equiparan a otros estudios que han encontrado diferencias parecidas en los jugadores de azar o los consumidores de drogas. En cuanto al sistema de inihibición, actúa como freno de nuestra conducta, por lo que quienes ven más porno lo utilizan menos.

Pero en cualquier caso, incluso existiendo una relación plausible, aún no hemos llegado al titular «ver porno reduce el cerebro». Para ello hace falta demostrar el vínculo causal, y como mínimo hay que empezar descartando otras posibilidades. Esta era la conclusión de Kühn y Gallinat en su estudio:

Uno estaría tentado de asumir que la frecuente activación cerebral causada por la exposición a pornografía podría llevar al desgaste y la regulación negativa de la estructura cerebral subyacente, así como de su función, y a una mayor necesidad de estimulación externa del sistema de recompensa y una tendencia a buscar material sexual nuevo y más extremo.

Naturalmente y como es obligado, consideran también la hipótesis recíproca: en lugar de A luego B, B luego A. Es decir, que sean esas diferencias cerebrales las que lleven a ver porno:

Los individuos con menor volumen del estriado pueden necesitar más estimulación externa para experimentar placer y por tanto pueden experimentar el consumo de pornografía como más placentero, lo que a su vez puede llevar a un mayor consumo.

Eso de «uno estaría tentado de asumir» es una fórmula peculiar que aparece en los estudios con bastante frecuencia. Los trabajos científicos tienen que ceñirse a un lenguaje formal y prudente donde nada puede afirmarse o darse por hecho si no se prueba claramente. Cuando un investigador escribe en un estudio «uno estaría tentado de asumir», en realidad lo que quiere decir es: «esto es lo que creo y lo que me gustaría, pero no puedo demostrarlo». De hecho, en una nota de prensa publicada por el Instituto Max Planck, donde se hizo el experimento, los investigadores reconocían que se inclinaban por la primera hipótesis.

Imagen de deradrian / Flickr / CC.

Imagen de deradrian / Flickr / CC.

Esto no implica necesariamente que Kühn y Gallinat estén motivados por una postura contraria al porno. Para un investigador demostrar la segunda hipótesis, que ciertos rasgos cerebrales incitan a consumir más porno, sería un buen resultado. Pero demostrar la primera hipótesis, que ver porno reduce la sustancia gris, aunque sea mínimamente, supondría un bombazo: no solo la fama efímera de los titulares de prensa, sino cientos de citaciones en otros estudios, más financiación para proyectos, puede que alguna oferta de trabajo e incluso quizá una llamada para dar una charla TED.

Con todo, es justo decir que Kühn y Gallinat no se dejaron llevar por sesgos, ni en su estudio ni en sus declaraciones a los periodistas. Lo curioso (no, realmente no lo es) es que bajo los titulares del estilo «ver porno daña el cerebro», los artículos mencionaban también la posibilidad de la segunda hipótesis en palabras de los propios investigadores. Como he dicho arriba, es cuestión de clics.

Pero es evidente que la difusión de la información sí estaba afectada por claros sesgos. Cuando se trata de cosas como el porno, hay sectores que van a presentar toda información de modo condicionado por sus prejuicios. En EEUU, un país de población mayoritariamente creyente y de tendencia política conservadora, algunas webs religiosas y de defensa de la familia se lanzaron a cargar de plomo los titulares sobre los efectos negativos del porno. Curiosamente, la pornografía es uno de los raros casos que pone de acuerdo a grupos de los dos extremos políticos: para los más religiosos y conservadores es inmoral, mientras que la izquierda suele acentuar que el porno degrada a las mujeres y alimenta negocios ilegales de trata y explotación de personas.

Sin embargo y con independencia de la opinión que a cada uno le merezca el porno, la ciencia debe iluminar los hechos. Y las dos hipótesis anteriores no son las únicas en juego; además existe una tercera posibilidad que he mencionado más arriba, y es que las diferencias cerebrales observadas en el estudio obedezcan a otras variables ocultas que no se han considerado en el estudio. Esto se conoce como confounding variables, o variables de confusión.

Un ejemplo lo conté aquí hace unos años, a propósito de un estudio sueco que supuestamente mostraba una relación entre el consumo de Viagra y el desarrollo de melanoma maligno. En aquel caso, los propios investigadores reconocían que tal vez el melanoma no tenía absolutamente nada que ver con la Viagra, sino que quienes más toman este caro fármaco son aquellos con mayor nivel económico y que por tanto disfrutan de más vacaciones al sol; cuya incidencia en el melanoma sí parece suficientemente probada.

En el caso del porno, los propios Kühn y Gallinat se ocuparon de descartar dos posibles factores de confusión, el mayor uso de internet y la adicción al sexo. Las diferencias cerebrales observadas podían deberse realmente no a ver porno, sino a alguno de estos dos rasgos que a su vez podrían asociarse con un mayor consumo de contenidos sexuales. Los resultados muestran que ninguno de estos dos factores parece ser la causa, lo que aumenta el valor del estudio.

El problema es que la lista de posibles factores de confusión puede ser muy amplia, y es difícil descartarlos todos. En la revista Wired, el psicólogo y escritor Christian Jarrett se ocupaba de plantear certeramente un factor muy plausible: dado que fueron los propios participantes en el experimento quienes declararon su consumo de porno online (un aspecto que los propios autores mencionaban como la principal limitación), según Jarrett lo que el estudio realmente revela son las diferencias en el cerebro de quienes dicen ver más porno. Pero aquellos dispuestos a confesar más libremente este hábito pueden ser los más desinhibidos y con menor aversión al riesgo; o sea, precisamente los que muestran los rasgos cerebrales observados. Así, concluía Jarrett, el estudio podría no estar mostrando el efecto del porno en el cerebro, sino la huella cerebral de unos determinados rasgos de personalidad.

Claro que habría otro factor de confusión enormemente obvio. Lo explico con un viejo chiste: un tipo va al médico. «Doctor, vengo a consultarle un extraño problema. Ver porno en internet me pone el pene naranja». «¿Cómo dice, naranja?», replica el médico, sorprendido. «Eso es, doctor», confirma el paciente. «A ver, explíqueme exactamente qué es lo que hace». A lo que el paciente responde: «Pues mire, me siento frente al ordenador con mi bolsa de ganchitos…»

Es decir, es casi evidente que los usuarios de porno generalmente están realizando al mismo tiempo otra tarea manual que también le pega un buen repaso al sistema de recompensa. Y por supuesto, no solamente el estudio de Kühn y Gallinat no puede descartar esta posibilidad, sino que sería muy complicado diseñar un estudio que lo hiciera.

Pero claro, aquí llegamos a otra implicación mucho más espinosa: después de haber conseguido por fin librarnos de tabús y de supercherías sobre la masturbación, como cuando se creía que causaba ceguera, ¿habría alguien dispuesto a sostener que masturbarse daña el cerebro? Así llegamos a los motivos que han llevado a algunos investigadores a definir los estudios sobre el cerebro y el porno como un cenagal del que siempre se sale enfangado…

Les dejo con unos minutos musicales alusivos al tema. Por desgracia, Adictos de la lujuria de los incomparables Parálisis Permanente no tuvo un vídeo oficial, que yo sepa, pero las poses de Ana Curra en la funda del disco alimentaron las fantasías de muchos en la era preinternet. Y ya en la era de internet, nada mejor que Pussy, de Rammstein.

¿Debe una prueba de trastorno mental influir en las sentencias judiciales?

Esta mañana he podido escuchar cómo el primer tertuliano de radio de la temporada se transmutaba en psiquiatra experto para afirmar sin rubor ni duda que la ya asesina confesa de Gabriel Cruz es «una evidente psicópata». Lamentablemente, el tertuliano no ha detallado el contenido de sus análisis periciales ni las fuentes de su documentación, aunque algo me dice que probablemente estas últimas se resumirán en Viernes 13 parte I, II, III, IV, V y VI.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Sí, todos hemos visto películas de psicópatas, tanto como hemos visto películas de abogados. Pero lo único evidente es que solo los psiquiatras están cualificados para emitir un diagnóstico de trastorno mental, y que solo los juristas están cualificados para establecer cómo este diagnóstico, si llega a existir, influye en el dictamen de una sentencia de acuerdo a la ley.

El problema es que quizá la influencia de estos diagnósticos en las sentencias no siempre sea bien recibida o entendida por el público. Obviamente, el código penal no es una ley de la naturaleza, sino una construcción humana. El diagnóstico de un psiquiatra puede ser científico (sí, el filósofo de la ciencia Karl Popper alegaba que el psicoanálisis era una pseudociencia, aunque no creo que hoy pensara lo mismo de otros enfoques como la neuropsiquiatría), pero el papel del médico forense acaba cuando presenta su dictamen, y su impacto sobre la jurisdicción es una decisión humana; que no debería ser arbitraria, pero que en ciertos casos o para muchas personas puede parecerlo.

La Ley de Ohm es la misma aquí que en Novosibirsk, pero la ley de Ohm-icidios cambia en cuanto nos desplazamos unos cuantos cientos de kilómetros. Cuando se trata de crímenes tan atroces como el de Gabriel, hemos visto de todo: asesinos convictos con una frialdad glacial sin confesión ni arrepentimiento, pero también madres destrozadas al ser conscientes de la barbaridad que cometieron cuando mataron a sus hijos en la creencia de que iban a ahorrarles sufrimiento y llevarlos a «un lugar mejor». Imagino que a su debido tiempo los psiquiatras forenses deberán determinar si la asesina de Gabriel está afectada por algún trastorno o no, ya sea transitorio o permanente, y un posible diagnóstico podría influir en su sentencia. Pero esta influencia es algo que puede variar de un país a otro.

Si no he entendido mal, y que me corrija algún abogado en la sala si escribo alguna burrada, una parte de esta heterogeneidad de criterios se debe a las diferencias en los sistemas legales. España y la mayor parte del mundo se basan en el llamado Derecho Continental, en el que prima el código legal. Por el contrario, Reino Unido, EEUU, Australia y otros países de influencia británica se rigen por el Derecho Anglosajón (Common Law), en el que la jurisprudencia manda sobre la ley. Al parecer este es el motivo de esas escenas tan repetidas en el cine de abogados, donde la presentación del precedente del estado de Ohio contra Fulano consigue finalmente que el protagonista gane el caso cuando ya lo tenía perdido.

En concreto, en EEUU esta primacía de la jurisprudencia parece marcar diferencias en cómo jueces y jurados integran un diagnóstico de trastorno mental en sus sentencias. Un estudio publicado en 2012 en la revista Science llegaba a la conclusión de que una defensa basada en un diagnóstico de psicopatía es una «espada de doble filo»: algunos jueces lo interpretan como un atenuante porque el psicópata no es plenamente responsable de sus actos, mientras que otros lo aprovechan como agravante con el fin de que una condena mayor proteja a la sociedad del psicópata.

En concreto, los autores descubrieron que los 181 jueces de EEUU participantes en el estudio tendían a aumentar sus condenas a causa de un diagnóstico de psicopatía, pero se inclinaban a aliviar este aumento de la pena cuando se les explicaban las bases biológicas y neurológicas del trastorno mental. En España y según leo en webs jurídicas como aquí, aquí o aquí, además de lo que dice al respecto el Código Penal, los trastornos mentales actúan como atenuantes o eximentes.

En los últimos años parece existir además una tendencia hacia una mayor biologización de los diagnósticos de trastorno mental en el ámbito jurídico. En EEUU llevan ya unos años utilizándose los escáneres de neuroimagen para mostrar cómo un reo muestra ciertas alteraciones en su actividad cerebral que se asocian con determinados trastornos mentales.

En algunos juicios se han presentado también análisis genéticos de Monoamino Oxidasa A (MAO-A), un gen productor de una enzima cuya carencia se ha asociado con la agresividad en ciertos estudios. Estos argumentos también han llegado a Europa, donde ya han servido para aminorar algunas condenas cuando los estudios genéticos y de neuroimagen mostraban que el condenado estaba, según ha presentado la defensa y ha admitido el juez, genéticamente predispuesto a la violencia.

Pero aunque sea una práctica común y aceptada que un trastorno mental influya en una sentencia criminal, parece evidente que este enfoque no cuenta con la comprensión general. Y no solo por parte del público. En el estudio de Science, la coautora y profesora de Derecho de la Universidad de Utah Teneille Brown concluía: «A la pregunta de ¿influye esta prueba biológica [de un trastorno mental] en el dictamen de los jueces?, la respuesta es absolutamente sí; entonces eso nos lleva a la interesante pregunta: ¿debería?»

Para algunos la respuesta es no. En un análisis publicado en 2009 en la revista Nature, el genetista Steve Jones, del University College London, decía: «el 90% de los asesinatos son cometidos por personas con un cromosoma Y; hombres. ¿Deberíamos por esto dar a los hombres condenas más leves? Yo tengo baja actividad MAO-A, pero no voy por ahí atacando a la gente».

Pero para otros, en cambio, los estudios biológicos son una interferencia irrelevante que no debería influir en la consideración de un trastorno como atenuante; en un análisis relativo al estudio de Science, el experto en leyes y neurociencia Stephen Morse, de la Universidad de Pensilvania, decía: «si la ley establece que una falta de control de los impulsos debe influir en la sentencia, ¿por qué debería importar si esa falta de control de los impulsos es producto de una causa biomecánica, psicológica, sociológica, astrológica o cualquier otra de la que el acusado no es responsable?»

Con independencia de si el trastorno debiera influir o no, como agravante o atenuante, podría parecer que pruebas como las genéticas al menos deberían ayudar a certificar el estado mental del sujeto en el momento del crimen. El pasado noviembre, el psicólogo criminal Nicholas Scurich y el psiquiatra Paul Appelbaum publicaban un artículo en la revista Nature Human Behaviour en el que notaban cómo «la introducción de pruebas genéticas de una predisposición a una conducta violenta o impulsiva está en alza en los juicios criminales».

Sin embargo, la aportación de la genética es cuestionable: los autores advertían de que esta tendencia puede ser contraproducente, ya que no existen pruebas suficientes de una vinculación directa entre ciertos perfiles genéticos y los comportamientos antisociales. «Aunque aún hay controversia, algunos juristas teóricos han sugerido que la genética del comportamiento y otras pruebas neurocientíficas tienen el potencial de socavar la noción legal del libre albedrío», escribían Scurich y Appelbaum.

En resumen, la polémica se sintetiza en una pregunta ya clásica: «¿la biología le obligó a hacerlo?» Parece que seguirá siendo un asunto controvertido, sobre todo porque toca materias muy sensibles, como la esperanza de unos padres destrozados de que se haga justicia con el asesinato de su hijo. ¿Hasta qué punto puede considerarse que una persona afectada por ciertos trastornos es responsable o no de sus actos? ¿Hasta qué punto deben estas condiciones influir en una sentencia judicial? Si hoy no creemos en el determinismo genético de la conducta, ¿tiene sentido seguir aplicando este concepto a la atenuación de penas? ¿Es una idea obsoleta? Ni la ciencia ni el derecho parecen tener todas las respuestas a unas preguntas que posiblemente vuelvan a resonar cuando se celebre el juicio de la asesina de Gabriel.

Los pulpos, más protegidos en el laboratorio que en la cocina

Cuando en 2010 se aprobó la nueva directiva europea sobre experimentación con animales, que entró en vigor en 2013, hubo uno de sus aspectos que sorprendió a muchos. La normativa a aplicar en los países de la Unión establecía unas condiciones mucho más restrictivas que las existentes hasta entonces –es tal vez la más estricta del mundo después de la británica– para toda investigación que pretenda utilizar animales vertebrados; es decir, en una escala evolutiva, digamos que desde las lampreas hasta los primates no humanos. Pero la directiva incluía también un extra, un grupo de animales invertebrados: los cefalópodos; pulpos, sepias, calamares y nautilos.

Un pulpo Dumbo (Grimpoteuthis). Imagen de NOAA / Wikipedia.

Un pulpo Dumbo (Grimpoteuthis). Imagen de NOAA / Wikipedia.

¿Por qué los cefalópodos? ¿Y por qué no otros invertebrados? En primer lugar debo explicar que la presencia de este grupo de moluscos en los laboratorios no es rara, especialmente en los de neurociencias. De hecho, una gran parte de lo que hoy se sabe sobre el funcionamiento de las neuronas se lo debemos al humilde calamar.

En 1909 el anatomista y embriólogo estadounidense Leonard Worcester Williams descubrió que los axones de ciertas neuronas del calamar –los cables que transmiten el impulso eléctrico de unas neuronas a otras– tenían un grosor de hasta un milímetro, un tamaño gigantesco en comparación con los de otras especies.

Unos 30 años más tarde el inglés John Zachary Young comprobó que estas neuronas gigantes le sirven al calamar para propulsarse rápidamente por el agua mediante contracciones de los músculos del manto. En la misma década, los también ingleses Alan Hodgkin y Andrew Huxley descubrieron que en el axón del calamar era tan grueso que podían introducir un fino hilo de plata para medir cómo se transmitía la corriente eléctrica del impulso nervioso. A partir de entonces otros muchos investigadores comenzaron a estudiar el sistema nervioso utilizando el axón gigante del calamar. Los estudios con estos animales sentaron las bases de gran parte de lo que hoy se conoce sobre cómo funciona el sistema nervioso, y por tanto sobre lo que hoy puede hacerse para curar sus enfermedades.

Pero los estudios posteriores con cefalópodos comenzaron a revelar a los investigadores que estos animales son los invertebrados más sofisticados que existen (intento evitar el término «más evolucionados» porque suele ser erróneo casi todas las veces que se emplea). Su cerebro es comparativamente más grande que el de los vertebrados conocidos como «de sangre fría» (otro término erróneo), y su inteligencia es sorprendente: son capaces de aprender, encontrar soluciones a problemas y utilizar herramientas que guardan para más tarde.

En algunos casos se han escapado de sus acuarios para comerse los cangrejos de otro tanque y regresar después a su casa. Un famoso pulpo de un acuario de Alemania llamado Otto lanzaba piedras al cristal y disparaba chorros de agua a una lámpara para provocar cortocircuitos. En internet incluso circulan listas de octópodos famosos por sus habilidades (sí, uno de ellos fue aquel Pulpo Paul del Mundial de Fútbol). Y todo esto sin mencionar su increíble capacidad de camuflaje, aún más pasmosa teniendo en cuenta que la mayoría de los cefalópodos tienen una visión aguda, pero son ciegos a los colores.

Un pulpo abriendo un bote con tapa de rosca en Salzburgo (Austria). Imagen de MatthiasKabel / Wikipedia.

Un pulpo abriendo un bote con tapa de rosca en Salzburgo (Austria). Imagen de MatthiasKabel / Wikipedia.

Debido a su complejo sistema nervioso, muchos expertos consideraron que los cefalópodos debían recibir la misma protección que cualquier vertebrado de cara a la experimentación con animales, y por ello las leyes europeas y británicas los incluyeron en sus regulaciones como caso especial de invertebrados. Lo cual llevó a las organizaciones animalistas a protestar por la no inclusión de otros grupos de invertebrados como los crustáceos decápodos (genéricamente, los cangrejos). Pero la diferencia con los cefalópodos en cuanto a su sistema nervioso es muy amplia, y los legisladores debían poner el punto de corte en algún lugar; de haber incluido los cangrejos, no habría motivos fundamentados para no extenderlo también a los insectos.

Sin embargo, la inclusión de los cefalópodos en la norma europea levantó bastante revuelo. Esta ley comunitaria (que cada país ha traspasado a su propia legislación) establece la necesidad de que todo experimento con animales de las especies protegidas pase un proceso de aprobación de varios pasos en el que tiene que justificarse la imposibilidad de realizar la misma investigación sin utilizar animales, y en todo caso obliga a que el daño y el estrés se minimicen por todos los medios posibles, por supuesto empleando siempre anestesia.

El problema, decían los investigadores que trabajan con cefalópodos, es que nadie sabe si la anestesia funciona en estos animales ni cómo, y podría hacerles más daño que bien. Para estos investigadores, la ley europea era «mamiferocéntrica». Los resultados de la nueva norma los resumía en 2016 la bióloga marina Belinda Tonkins, especialista en bienestar animal de la Universidad de Middlesex (Reino Unido): «entre 2005 y 2011, es decir, antes de la legislación, hubo en Europa al menos 370 estudios científicos revisados por pares sobre cefalópodos que hoy requerirían una licencia […] Entre 2013 y 2015, no se efectuó ningún procedimiento experimental con cefalópodos».

Está claro que a la investigación basada en el uso de cefalópodos la normativa actual le ha complicado mucho la tarea, pero la inclusión de estos animales en la legislación parece suficientemente justificada, y la legislación sobre protección animal en los laboratorios es una exigencia moral promovida por los propios científicos. Hoy la mayoría de los países desarrollados, los más pujantes en ciencia, cuentan con leyes orientadas hacia lo que desde 1959 se conoce como las 3R: reemplazamiento (tratar en la medida de lo posible de sustituir los animales por otros sistemas in vitro o in silico), reducción (reducir el número de animales utilizados) y refinamiento (mejorar las técnicas para minimizar el daño y el estrés).

Estas normas imponen una vigilancia estrecha de la experimentación con animales para garantizar una armonización entre el progreso biomédico y nuestras obligaciones éticas hacia los seres con los que compartimos este planeta. Todo ello teniendo en cuenta que para ciertas investigaciones es y será imposible sustituir un sistema tan complejo como un organismo por un cultivo de células, un órgano in vitro o una simulación informática.

Pero frente a todo esto, llama la atención que en otro ámbito tan indiferente al progreso de la humanidad como es la gastronomía sigan empleándose métodos que suponen una evidente tortura para los cefalópodos: apalearlos, congelarlos o «asustarlos» introduciéndolos en agua hirviendo. Todo ello mientras el animal aún está vivo, salvo que alguien conozca la manera de practicar una eutanasia rápida e indolora a un pulpo. Basta una ligera búsqueda en Google para encontrar infinidad de recetas y vídeos que informan sobre cómo preparar el pulpo utilizando alguno de estos procedimientos que serían inadmisibles si se aplicaran a cualquier vertebrado.

Y sin embargo, las críticas de ciertos grupos animalistas radicales se focalizan en los laboratorios, no en los restaurantes. Pero la ciencia, que es simplemente algo tan modesto como una herramienta esencial para el conocimiento y el progreso, no puede competir en popularidad con artes tan espiritualmente elevadas y trascendentales como la cocina; donde esté un buen pulpo a la gallega, que se quite la investigación del alzhéimer.

Para acercarles un poco más al mundo de estos bellos e inteligentes animales, les dejo un par de vídeos que han circulado últimamente por internet. El primero se tomó minutos después del nacimiento de un ejemplar de Grimpoteuthis, llamado pulpo Dumbo (es evidente por qué), a bordo de un buque oceanográfico de la NOAA (Administración Atmosférica y Oceánica de EEUU), algo observado por primera vez por los científicos. El segundo muestra en directo cómo emerge de su huevo un bebé de pulpo del Caribe (Octopus briareus) en el Acuario de Virginia, y cómo desde su primer segundo de vida empieza a entrenar su habilidad para el camuflaje.

Científicos chinos dicen que el heavy metal daña el cerebro (pero sus datos no)

Géneros musicales como el punk y el metal arrastran tradicionalmente un sambenito de asociación con la violencia y con vidas, digamos, deconstruidas. En nuestras sociedades occidentales de hoy ya no suele estigmatizarse a nadie por este motivo (y quien piense que sí, probablemente no conoció la España de los 80). Pero esta asociación persiste en forma de sesgo.

Metalheads. Imagen de Flickr / Staffan Vilcans / CC.

Metalheads. Imagen de Flickr / Staffan Vilcans / CC.

Este es un ejemplo que una vez me contó un psicólogo (no he sido capaz de encontrar la fuente original, si es que existe): «¿te cuento un chiste?», le decimos a alguien. «El gobierno va a encarcelar a todos los homosexuales, los negros y los fisioterapeutas». Es muy probable que la respuesta de quien escucha sea: «¿y por qué a los fisioterapeutas?».

Esto no implica en absoluto que la persona que responde así sea racista u homófoba, ni que sea favorable al encarcelamiento de nadie por su condición; es posible que una persona de color o gay también respondan de la misma manera. Simplemente, quien responde esto espera que la gracia del falso chiste-trampa esté en explicar qué tienen en común los fisioterapeutas con los otros dos grupos. Inconscientemente, la mente establece una división en dos categorías, las personas que pueden ser estigmatizables, negros y homosexuales, y quienes no, fisioterapeutas.

No es difícil encontrar ejemplos de este tipo en la prensa cuando se trata de sucesos violentos; hay datos sobre sus protagonistas que tienden a aparecer, y no así otros, porque se considera que los primeros pueden tener relación con las causas del suceso:

«¡AJÁ, ASÍ QUE LE GUSTABA EL HEAVY METAL!»

O bien:

«¡AJÁ, ASÍ QUE LE GUSTABA EL PUNK!»

Por el contrario, esto no ocurre:

«¡AJÁ, ASÍ QUE LE GUSTABA PINTAR SOLDADITOS DE PLOMO!»

Ni, ciñéndonos a la música, esto:

«¡AJÁ, ASÍ QUE LE GUSTABA JUSTIN BIEBER!»

Imagen de Wikipedia / Robin Krahl.

Imagen de Wikipedia / Robin Krahl.

Sesgo es precisamente lo que he encontrado en un estudio publicado en septiembre en la revista NeuroReport por investigadores de la Universidad Normal de Liaoning, en China. El título viene a decir lo siguiente: «Conectividad funcional alterada en estado de reposo en la red neuronal por defecto y en la red sensorimotora en los amantes de la música heavy metal».

Traducido, el título sugiere que los amantes del heavy metal tienen un mapa de conexiones cerebrales funcionales y una actividad en reposo diferentes a otras personas; en concreto, a los amantes de la música clásica, el grupo utilizado como control. La red neuronal por defecto citada en el título es un conjunto de regiones del cerebro que permanecen activas espontáneamente cuando no estamos haciendo nada en particular; se activa cuando divagamos, y se apaga cuando realizamos una tarea. En cuanto a la red sensorimotora, es el conjunto de conexiones cerebrales encargadas de vincular nuestros movimientos con la información que recibimos a través de los sentidos corporales.

Resumiendo, el estudio trata de analizar si el cerebro de los amantes del heavy metal (para no repetirlo, utilizaré HMML de Heavy Metal Music Lovers, como hacen los autores) es diferente al de los amantes de la música clásica (CML). Y por lo que apuntan en la introducción, parece que es así: los HMML, dicen los autores, tienen una mayor actividad en tres regiones concretas, menor en una cuarta, y algunas diferencias en la conectividad entre ciertas áreas.

Todo esto en sí no es ni bueno ni malo. Una miríada de estudios emplean el mismo método, introducir a un grupo de personas (una a una, claro) en un escáner de resonancia magnética funcional (fMRI), decirlas que no piensen en nada, medir su actividad cerebral en reposo y buscar las diferencias entre participantes agrupados por una característica concreta, ya sea un trastorno o no; por ejemplo, se han hecho estudios de este tipo comparando el cerebro de atletas y de quienes no lo son, o incluso de hombres y mujeres. Sin ningún ánimo de desmerecer estos trabajos, son estudios fáciles, fast food científico; basta disponer del aparato, pensar en dos grupos de personas con alguna diferencia, hacerles la prueba, meter los datos en el software que se encarga de hacer los cálculos y las comparaciones, y muy probablemente saldrá algo que pueda publicarse.

Amon Amarth en 2016. Imagen de Wikipedia / Sven Mandel.

Amon Amarth en 2016. Imagen de Wikipedia / Sven Mandel.

Pero hay algo ya en el título del estudio que me llama la atención, y es el motivo por el que sigo leyendo: el uso del término «alterada». Cuando se hace un estudio de este u otro tipo en un grupo de pacientes enfermos en comparación con controles sanos, parece comprensible hablar de alteraciones, ya que existe un trastorno. Sin embargo, si se compara el patrón de fMRI en reposo de atletas y no atletas, o de hombres y mujeres, no se habla de «alteraciones», sino de «diferencias». ¿Imaginan que un estudio dijera que las mujeres tienen «alteraciones» en sus patrones cerebrales con respecto a los hombres? Es más: repasando otros estudios, incluso he encontrado que muchos autores hablan simplemente de «diferencias» también cuando estudian trastornos como la esclerosis múltiple, la depresión o el síndrome de colon irritable.

El hecho de que los autores del estudio hablen de «alteraciones» en el cerebro de los HMML revela un evidente sesgo. Pero la alarma sube de tono cuando leo el abstract (introducción-resumen) y me encuentro lo siguiente: «los resultados pueden explicar parcialmente los trastornos cognitivos emocionales y de conducta en los HMML comparados con los CML, y son consistentes con nuestras predicciones».

¡¿Cómo?!

¿Quién ha dicho que los amantes del heavy metal estén trastornados?

Por suerte, y al contrario de lo que ocurre en el periodismo, donde eso de la confidencialidad de las fuentes da carta blanca para publicar cualquier dato sin demostrarlo, en ciencia toda afirmación debe ir sustentada: si uno menciona en un estudio que la naranja tiene mucha vitamina C, al final de la frase hay que poner un numerito que le lleva a uno a una lista de referencias, donde se cita un estudio previo en el que unos tipos han medido el contenido en vitamina C de las naranjas.

Así que me voy al texto, y encuentro en primer lugar esta afirmación: «el estilo musical del heavy metal muestra efectos negativos relacionados con el estrés, incluyendo trastornos del sueño, fatiga y ansiedad [2, 3]». Busco entonces la bibliografía al final del estudio, y compruebo las referencias 2 y 3. ¿Qué dicen estos dos estudios?

Pues en resumen, absolutamente nada que tenga que ver con lo que los autores afirman. Uno de ellos, publicado en 2013 en la revista Computers in Human Behavior, se titula: «Mozart o Metallica, ¿quién te hace más atractivo? Un test de música, género, personalidad y atractivo en el ciberespacio». Y trata exactamente sobre lo que el título resume, con una curiosa conclusión: «los participantes masculinos perciben como más atractiva a una mujer con música clásica de fondo en su web, mientras que las participantes femeninas consideran más atractivo a un hombre con heavy metal de fondo en su web». Discutible, pero en fin, no nos desviemos.

El segundo estudio es más estrambótico. Publicado en 2014 por un grupo de investigadores brasileños en la revista turca Archives of the Turkish Society of Cardiology, analiza las variaciones en el ritmo cardíaco en un grupo de hombres cuando escuchan música clásica barroca o heavy metal. Y los resultados explican por qué los autores han tenido que recorrer medio mundo para conseguir colar su estudio en algún sitio: «la estimulación musical auditiva de diferentes intensidades no influye en la regulación del ritmo cardíaco en los hombres». Es decir, que nada de nada; al músculo cardíaco le da exactamente igual Pachelbel que Gamma Ray.

Vuelvo entonces al estudio chino, y sigo leyendo. Yan Sun y sus colaboradores vuelven a la carga, y no se lo pierdan: «entender los mecanismos neurales de los HMML puede ayudarnos a desarrollar un desarrollo saludable de un plan de personalidad para los HMML». Sí, sí, no se fijen siquiera en la desastrosa redacción; ¿un plan saludable de personalidad para los amantes del heavy? Pero esperen, que sigue: «escuchar música heavy metal a largo plazo conduce a trastornos cognitivos de conducta y emocionales [3-5]».

Vamos a ello. ¿Qué dicen estas referencias? La 3 era la de la revista turca, así que continuamos con las 4 y 5. Y les va a sorprender, porque estos dos estudios ¡dicen precisamente todo lo contrario de lo que defienden los autores!

Descubro que uno de los estudios es un viejo conocido, porque en su día ya lo conté aquí. Lo publicaron en 2015 las psicólogas australianas Leah Sharman y Genevieve Dingle en la revista Frontiers in Human Neuroscience. Mediante tests y parámetros biológicos en un grupo de voluntarios, las dos investigadoras ponían a prueba la hipótesis de si «la música extrema produce furia». Y esto es lo que concluían: «los resultados indican que la música extrema no ponía furiosos a los participantes; más bien parecía encajar con su estado fisiológico y resultar en un aumento de las emociones positivas. Escuchar música extrema puede representar una manera saludable de procesar la furia para estos oyentes». O dicho de otro modo, que géneros musicales como el punk o el metal son beneficiosos para la salud emocional de sus fans, como titulé en su momento.

Lars Ulrich, batería de Metallica, en 2008 en Londres. Imagen de Wikipedia / Kreepin Deth.

Lars Ulrich, batería de Metallica, en 2008 en Londres. Imagen de Wikipedia / Kreepin Deth.

El último cartucho que les queda a Yan Sun y sus colaboradores para tratar de justificar esas afirmaciones sobre los supuestos efectos nocivos del heavy metal es un estudio publicado en la revista Self and Identity por un grupo de investigadores de la Humboldt State University de California. Los autores se preguntaron qué había sido de los metalheads de los 80, y para ello reclutaron por Facebook a 377 músicos, fans y groupies de aquella época, a los que sometieron a una encuesta para conocer sus circunstancias actuales. Como grupos de control, utilizaron adultos de la misma generación que no eran –en términos de Yan Sun– HMML, y a jóvenes universitarios actuales.

Los resultados son demoledores para la pretensión del estudio chino: citando a los Who, los chicos están bien: «hoy, estos metalheads de mediana edad son de clase media, se ganan la vida, están relativamente bien formados y recuerdan con añoranza los tiempos salvajes de los 80″, escriben los investigadores. «Fueron significativamente más felices en su juventud y están mejor ajustados actualmente que los grupos de comparación de mediana edad o de edad universitaria».

Naturalmente, una limitación del estudio es que a quienes no les fue tan bien ya no están aquí para contarlo, o tal vez no estén en Facebook. Pero una observación de los autores resulta especialmente reveladora, y es que según las encuestas, muchos de aquellos metalheads de los 80 atravesaron existencias problemáticas y estuvieron expuestos a conductas de riesgo; y lo superaron no a pesar del metal, sino gracias a él: «las culturas de estilo extremo pueden atraer a jóvenes con problemas que pueden implicarse en conductas de riesgo, pero también pueden ejercer una función protectora como fuente de pertenencia y conexión para jóvenes que buscan consolidar el desarrollo de su identidad», reflexionan los autores.

Por supuesto, también en China hay heavy metal. Tang Dynasty en 2004. Imagen de Wikipedia / Paul Louis.

Por supuesto, también en China hay heavy metal. Tang Dynasty en 2004. Imagen de Wikipedia / Paul Louis.

Para terminar, vayamos al resumen de todo esto: incluso si los investigadores chinos presentan diferencias entre el cerebro de los HMML y los CML (los datos muestran diferencias, pero para rematar el desastre, las imágenes de fMRI anotadas con código de color están en blanco y negro en el PDF publicado por la revista; esto sin contar que la muestra es pequeña y que un valor p de 0,05 se considera cada vez menos estadísticamente significativo), no pueden concluir nada de ellas, por una razón.

He repetido mil veces aquí que correlación no significa causalidad. Pero aquí tenemos un caso particular de este problema especialmente interesante. Los neurocientíficos expertos en imagen hablan de la falacia de la inferencia inversa; consiste en que a partir de un estado puede observarse qué regiones del cerebro se activan, pero a partir de la activación de regiones cerebrales no puede inferirse un estado tan fácilmente; el razonamiento no funciona lo mismo hacia atrás que hacia delante. Aunque este tipo de asociaciones son frecuentes en los estudios de fMRI, los expertos advierten de que hacer inferencias inversas válidas es enormemente complicado y requiere unas ciertas condiciones adicionales, incluyendo información de contexto ajena al propio estudio; es decir, una teoría previa validada en la cual los resultados encajen.

El estudio de Yan Sun y sus colaboradores está sembrado de afirmaciones que vinculan alegremente las diferencias particulares observadas en los HMML con «comportamientos impulsivos e hiperactividad», «menor capacidad de control cognitivo», «trastornos del sueño, tristeza y fatiga», «comportamientos de riesgo» o «inclinación a emprender acciones provocadoras para resolver la hostilidad y el antagonismo». Pero lo único que los autores han hecho es un estudio de neuroimagen; ni siquiera les han preguntado a los voluntarios otra cosa que no sea el tipo de música que les gusta, ni mucho menos han realizado ninguna encuesta ni test con ellos. Así que ¿dónde está la teoría que demuestra estas conductas de los amantes del heavy metal?

Desde luego, tampoco está en las referencias que aportan. Donde sí está es en la propia fantasía de los autores: «los resultados son consistentes con nuestras predicciones». Es decir, yo me invento que los metalheads son una panda de taraos, y luego con mis pinturas del cerebro justifico por qué son una panda de taraos. Bien por Yan Sun y compañía. O mejor, \m/.

Por si quieren seguir dañándose el cerebro, aquí les dejo una propina. Esto ocurrió el mes pasado en La Riviera (Madrid), donde una horda de impulsivos trastornados emocionales con escaso control cognitivo, tristeza y tendencias provocadoras hostiles nos reunimos para dar la bienvenida a Blackie Lawless y sus W.A.S.P. en el 25º aniversario de esa joya (para tarados) llamada The Crimson Idol. Disculpen la penosa calidad, mi móvil es de esos que en los comentarios de Amazon suelen aparecer como «se lo regalé a mi madre».