Archivo de septiembre, 2022

Populismo contra ciencia

Ocurrió durante los picos más puntiagudos de la pandemia que repentinamente surgían expertos debajo de cualquier piedra, en tertulias cuyos mismos integrantes solían decir, no mucho tiempo atrás, que no entendían de ciencia. Con el desastre de la COVID-19 todos los demás asuntos de la actualidad quedaban empequeñecidos. Por lo tanto, y dado que era obligado hablar de cóvid, los tertulianos y comentaristas estaban obligados a opinar, y opinaban; aunque lógicamente no con demasiada fortuna, ya que eran paracaidistas en un campo de batalla que desconocían por completo.

Esto es un síntoma de una tendencia. Sobre todo con la pandemia y el cambio climático, pero no solo, ha ocurrido que políticos, medios y el público en general ya no pueden permanecer ajenos a la ciencia. Ya no puede contemplarse como algo que solo se asoma fuera de las secciones especializadas cuando se descubre la cura del cáncer, cosa que, si nos atenemos a lo que se publica, ocurre casi todas las semanas.

Pero no solo: aunque la pandemia y el cambio climático sean ahora los principales determinantes de esta tendencia, resulta que la ciencia se inmiscuye en asuntos incómodos que muchos preferirían que siguieran siendo territorio exclusivo de las ideologías. Por ejemplo, descubrir que existen bases biológicas para la diversidad de orientaciones e identidades sexuales diferentes es algo que sin duda muchos preferirían que siguiera sin saberse. En realidad, es solo un espejismo creer que todo esto es nuevo. Por escoger un solo caso histórico de la biología, el conocimiento de la evolución de las especies y de la posición que ocupa el ser humano en la naturaleza obligó a una transformación profunda de usos sociales, leyes y políticas.

Sucede con el conocimiento que no tiene vuelta atrás: una vez que se sabe, ya no es posible des-saber. Pero hay otra salida: negar lo que se sabe, ignorarlo. Esta es una reacción muy humana. Al fin y al cabo, es mucho más sencillo y cómodo cerrar los ojos y los oídos al conocimiento, y seguir pensando del mismo modo que antes, que estudiar y comprender algo sobre lo que previamente se sabía poco o nada y obligarse a uno mismo a rendir sus baluartes ideológicos a la evidencia.

Este es posiblemente uno de los motivos por los que la anticiencia es más fuerte precisamente cuando la ciencia también lo es. Los bulos, las noticias falsas y las teorías de la conspiración han vivido su momento más dorado en tiempos de pandemia y cambio climático, y esto también parece una tendencia en alza.

Y dado que la ciencia y la anticiencia están presentes en la vida, en la sociedad y en la política, también forman parte de las campañas políticas. En Italia, la candidata ganadora de las elecciones, Giorgia Meloni, dijo en su mítin de cierre de campaña: «Ya no doblegaremos nuestras libertades fundamentales a estos aprendices de brujo», refiriéndose a los médicos y los científicos. Durante la campaña se ha manifestado en contra de las vacunas —dice no ser antivacunas, pero que la ciencia ahora tiene «las ideas poco claras» (¡¿?!); el clásico «no soy yo, son ellos»— y no ha ocultado su postura contraria a la ciencia, que ha llevado a un grupo de médicos a lanzar la campaña #votaconScienza, según contaba Vanity Fair. Ahora, la ciencia italiana va a enfrentarse a un panorama complicado, como ya ocurrió en EEUU con Donald Trump.

Giorgia Meloni en 2014. Imagen de Jose Antonio / DoppioM / Wikipedia.

Dicen que los populismos políticos triunfan porque apuntan directamente a las tripas, circunvalando los rincones de pensar. Y que este alimento triunfa sobre todo en tiempos de crisis e incertidumbres como los que vivimos. Entre otros muchos argumentos, no cabe duda de que Meloni ha explotado la fatiga pandémica, como antes han hecho también otros líderes políticos con notable éxito. Cuando las tripas suenan, es difícil acallarlas.

Sería muy discutible si la llamada política tradicional se dirige realmente a la razón y no al corazón. Pero sí es así en el caso de la ciencia. Y cuando la ciencia descubre algo, solo hay dos opciones. La racional, acatarlo y aceptarlo, no es la más sencilla, porque puede obligar a un cambio de ideas que no es cómodo. Es más conveniente la emocional, agarrarse a las ideas e ignorarlo.

Por ejemplo. Muchas personas han creído que las orientaciones e identidades sexuales minoritarias, las que se apartan de la norma, son una construcción psicológica y social que ha prosperado en un clima popular favorable. Pero cuando en las últimas décadas la ciencia ha descubierto que es un fenómeno real con una base biológica sustanciada, seguir hablando de «ideología de género» tiene tanto sentido como hablar de ideología de la evolución o de ideología del heliocentrismo. Es un hecho, no una ideología. Defender un hecho no es una ideología; lo que es una ideología es negarlo, una ideología antigénero.

Recientemente el especialista en asuntos religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que resumía la tesis de su último libro, Wild Experiment: Feeling Science and Secularism after Darwin. Las investigaciones de Schaefer estudian cómo las emociones dirigen la experiencia humana, incluyendo las creencias. Es evidente que las personas pertenecientes a los sectores del populismo ultraconservador se guían por creencias, y ellos mismos lo reconocen; las ideas que Meloni defiende se basan en un credo religioso. La validez de estas opiniones podrá ser discutible para otras personas —por ejemplo, cuando atentan contra derechos fundamentales—, pero deja de serlo por completo cuando niegan la realidad.

Según Schaefer, esas mismas emociones asociadas a las creencias religiosas son también las que motivan la creencia en teorías de la conspiración; no importa tanto la cantidad o calidad de la información que circula (veraz o falaz), sino entender los sentimientos que hacen las conspiranoias tan atractivas para muchas personas. Los seguidores de estos bulos, dice Schaefer, quieren creer, como Fox Mulder en Expediente X.

Schaefer repasa cuáles son estos sentimientos en las personas adeptas a las conspiranoias: se sienten más inteligentes que los demás, más críticos, con una capacidad de juicio de la que los otros, a los que ven como borregos de un rebaño, carecen. Si el 99% de los científicos están de acuerdo en algo, los conspiranoicos creerán que los verdaderamente inteligentes, independientes y creíbles son el 1% restante. Son los únicos iluminados que comparten con el conspiranoico una visión del mundo en la que todo está conectado, nada ocurre sin un motivo y las casualidades no existen; una subtrama oculta de la realidad que es totalmente ilusoria y delirante, completamente inventada, pero donde todas las piezas encajan a la perfección. Y para las personas que abrazan esta mentalidad, descubrir esa ficticia trama es gratificante; es como una inyección de adrenalina que hace del mundo un lugar más excitante.

Schaefer no es el primer experto que destaca el papel de las emociones en el pensamiento conspiranoico, pero es cierto que a menudo otras aproximaciones a este problema olvidan el factor emocional centrándose solo en el intelectual, lo que deja un agujero en torno al cual se dan vueltas y vueltas sin encontrar cómo rellenarlo.

En el fondo, aclara Schaefer, esta emotividad no está solo ligada al pensamiento conspiranoico, sino a todo tipo de pensamientos y mensajes; no somos tan racionales como nos gusta creer. La diferencia, viene a decir, es que otros aceptamos renunciar a esa emoción que produce creerse iluminado, a esa inyección de adrenalina: «Desenmarañar sus creencias [de los conspiranoicos] requiere el paciente trabajo de persuadir a los devotos de que el mundo es un lugar más aburrido, más aleatorio y menos interesante de lo que uno podría haber esperado». Contra las tripas, razón. Contra el populismo, ciencia.

Las picaduras de arañas no suelen ser de arañas

Ocurrió en el verano de 2021, y fue una de esas noticias que ningún medio se resistió a contar, porque sus responsables saben que son caramelitos que los visitantes devoran con ansia. Por supuesto, nada que objetar al hecho de que los medios cuenten algo que es noticia. Pero sí a cómo lo cuentan.

El relato fue más o menos este. Un turista británico de vacaciones en Ibiza sufrió un mordisco en la mano de una araña violinista o reclusa parda mediterránea (Loxosceles rufescens), que pasa por ser una de las más venenosas de España. Aunque recibió tratamiento a las pocas horas, la picadura le produjo una reacción necrótica en los dedos, dos de los cuales se le tuvieron que amputar. El turista regresó después a Reino Unido a completar su tratamiento. En algunos medios la noticia vino acompañada por informaciones de contexto sobre la araña en cuestión, a menudo pintándola como un monstruo peligroso y aterrador.

Sobre todo, lo que faltaba en esta información era salpicarla con algunas palabras: presunto/presuntamente, posible/posiblemente… Porque lo cierto es que, salvando una vaga referencia del propio afectado a que le pareció ver una araña, no hay absolutamente ninguna prueba de que una de esas criaturas fuese la responsable del suceso, mucho menos de que se tratara de esa especie concreta. Más que contar una noticia con los estándares de rigor que se aplican a otro tipo de informaciones, daba la sensación de que los medios estaban relatando no el hecho, sino lo que anteriormente otro medio —el primero que lo dio— había publicado sobre el hecho. Y si el primer medio dijo araña, pues araña.

Pero… un momento: si los médicos que le atendieron declararon que esa era la causa, se supone que debemos fiarnos, ¿no? Ellos sabrán.

Araña violinista o reclusa parda mediterránea (Loxosceles rufescens). Imagen de Antonio Serrano / Wikipedia.

Bueno… No necesariamente. Un estudio clásico citado a menudo llegó a la conclusión de que el 80% de 600 presuntas picaduras de araña reclusa no eran realmente tales, cuando quienes las examinaban eran expertos en arañas. En otro más reciente, de 2009, solo 7 de 182 presuntas picaduras de araña lo eran. El resto de las lesiones se debían a picaduras de otros animales o, sobre todo y en una abrumadora mayoría (el 86%), a infecciones.

En la revista Western Journal of Medicine, el entomólogo de la Universidad de California Richard Vetter también advertía de que la gran mayoría de las presuntas picaduras de araña diagnosticadas por los médicos no lo son, y que incluso le han llegado cientos de consultas de médicos por picaduras de araña reclusa… en lugares donde estas arañas no existen. Vetter enumeraba una lista de 14 causas distintas que suelen ser las verdaderas causantes de las lesiones necróticas atribuidas a las arañas, incluyendo infecciones bacterianas, víricas (como el herpes) o fúngicas, y enfermedades como la diabetes o algunos tipos de cáncer.

En la misma revista, el toxicólogo Geoffrey Isbister avala la misma tesis, que la mayoría de las picaduras de araña no son tales. Añade que generalmente las arañas a las que se les atribuye la culpa de lesiones necróticas no tienen en su veneno los componentes necesarios para causar este efecto —la reclusa mediterránea sí los tiene—, a pesar de que en su país (Australia) son frecuentes los diagnósticos de necrosis causadas por arañas. Entre las causas verdaderas de estas lesiones cita infecciones fúngicas como esporotricosis o candidiasis, bacterianas por estafilococos, Mycobacterium ulcerans (causante de la úlcera de Buruli) o Chromobacterium violaceum, por virus como el herpes zóster, enfermedades inflamatorias raras como el pioderma gangrenoso, o reacciones a picaduras de otros artrópodos.

Con respecto a los otros culpables, tengo una experiencia personal que aportar. Por eso de ser biólogo (aunque soy inmunólogo, no zoólogo ni experto en picaduras de bichos), a uno suelen enseñarle picaduras cuyos portadores atribuyen a alguna araña, dado que no es la típica de mosquito o avispa. Y casi en el cien por cien de los casos el aspecto es tan característico que no deja lugar a dudas: moscas negras. Lo más curioso es que en muchas ocasiones quien pregunta ni siquiera ha oído hablar de la mosca negra.

Tengo también otra anécdota en primera persona sobre las infecciones, la causa mayoritaria de esas picaduras aparentemente aparatosas. Este verano a mi hijo pequeño le picó una avispa en el pie, algo típico en la combinación de niños y verano. Pero a la mañana siguiente el pie se había hinchado y enrojecido, con zonas entre los dedos de un alarmante color violáceo. De inmediato, a Urgencias. La médica diagnosticó con todo acierto: infección causada por la picadura. Antibiótico, y a los dos o tres días el pie recuperó su aspecto normal. En muchos de estos casos el culpable es el estafilococo, una bacteria que solemos llevar en la piel. Por suerte contamos con esa maravilla de la ciencia, los antibióticos. Pero si por mala fortuna diéramos con una variedad resistente a antibióticos, las cosas podrían complicarse.

Volviendo al caso del turista británico, su compatriota y naturalista Molly Grace, residente en España y experta en arañas, descartaba en su blog que la culpable fuese una de estas criaturas, menos aún una reclusa, al menos sin pruebas al respecto. Lo más chocante de todo es que, según publicó algún medio, un médico que atendió al paciente afirmó que el caso era «uno entre un millón». ¿Cómo es que un médico está dispuesto a certificar alegremente un diagnóstico que ocurre una vez de cada millón sin basarse en otra cosa que una conjetura, una hipótesis sin absolutamente ninguna prueba? ¿Cómo era aquello? Ah, sí: afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.

Esto encaja perfectamente en el mensaje de un nuevo estudio publicado en Current Biology por un amplio grupo internacional de investigadores dirigido desde la Universidad de Helsinki. Los autores han rastreado los medios de 81 países en 40 idiomas en busca de noticias sobre picaduras de arañas publicadas de 2010 a 2020, recogiendo un total de 5.348 informaciones. Todo ello con el objetivo de comprobar hasta qué punto los medios son rigurosos cuando publican noticias sobre encuentros humano-araña, o no.

Y no: según los investigadores, el 47% de los artículos contenían errores, y el 43% podían calificarse de sensacionalistas. Los autores apuntan que «el flujo de noticias relacionadas con arañas ocurre por medio de una red global muy interconectada». Incluso un presunto incidente con arañas en una remota aldea de Australia puede propagarse por los medios de todo el mundo, que se limitan a copiar lo que otros han contado antes, sin molestarse lo más mínimo en cuestionar la información, contrastarla o buscar otras fuentes: si el Daily Bugle (por poner un medio ficticio) dice que la araña ha hecho tal cosa, pues sea.

Y así, dicen los autores, «el sensacionalismo es un factor clave que subyace a la propagación de la desinformación». Según el director del estudio, Stefano Mammola, «el nivel de sensacionalismo y desinformación cae cuando los periodistas consultan al experto adecuado, un experto en arañas y no un médico u otro profesional».

Podría parecer que todo esto no tiene la menor importancia. Salvo que las fake news son fake news, se trate de políticos o de arañas, y ningún medio que se precie está autorizado para criticar a otros si se las deja colar de este modo. Salvo que meter miedo a la gente pone en peligro especies que desempeñan funciones útiles en los ecosistemas. Las arañas no suelen morder a la gente. No obtienen ningún beneficio de ello, y en cambio es un desperdicio del veneno que necesitan para cazar. Solo atacan si se sienten amenazadas o si protegen su puesta de huevos. El hecho de que para la gran mayoría de la gente las arañas no sean cute no debería traducirse en una licencia para matarlas a diestro y siniestro.

La historia del hotel de safari donde Isabel de Inglaterra se convirtió en reina (2)

En octubre de 2021 el actual Treetops, el sucesor del hotel donde la princesa Isabel de Inglaterra se convirtió en reina sin aún saberlo, cerró sus puertas, tras más de un año de pandemia sin recibir visitantes. A los cierres de fronteras y otras restricciones a los viajes se unía que, con un virus respiratorio cabalgando libremente por el planeta, a nadie le parecía la idea más sensata del mundo pagar un precio abultado para compartir un espacio estrecho durante toda una noche con un montón de desconocidos.

Aunque, que yo sepa, aún no hay noticias concretas sobre su reapertura, no me cabe duda de que llegará. El pasado febrero —cuando se cumplían 70 años de la visita histórica de Isabel y su esposo— el periodista del Mail Online Robert Hardman visitaba el hotel cerrado y observaba que todo estaba en perfecto estado de revista apuntando a una posible próxima reinauguración (este verano yo solo conseguí acercarme a la cancela, cerrada a cal y canto). Más dudoso parece el destino del Outspan Hotel, el establecimiento original que ha servido como base para las excursiones al Treetops, situado a unos kilómetros. El Outspan también permanece cerrado y, según Hardman, está a la venta.

Pero si es seguro que el Treetops superará la COVID-19, en cambio no parece tan claro su futuro a largo plazo, por otros motivos muy distintos. Durante décadas el famoso hotel-árbol, en su segunda encarnación después de que el primero ardiese a manos de la guerrilla del Mau Mau, se ha debatido entre la tentación de exprimir el negocio al máximo y la necesidad de conservar el entorno natural, sin el cual se acabó el negocio. Sobre cuál ha sido el balance de este conflicto, puede haber opiniones, pero también hay datos que no son opinables.

El Treetops en 1992. Imagen de Javier Yanes.

En tiempos de la construcción del Treetops original, en 1932, el hotel en el árbol se encontraba rodeado por el espeso bosque húmedo de las faldas de los Aberdares, una región densamente poblada de fauna. En la época de la visita de los príncipes ingleses, 20 años después, ya se había constituido el Parque Nacional de Aberdare; este y su área de conservación demarcan las fronteras entre la zona destinada solo a la conservación de la naturaleza y las tierras cultivables. La situación del Treetops, justo en el extremo de una lengua del parque que se extendía desde las cumbres hacia las tierras más bajas, lo convertía en el lugar más accesible donde se podía disfrutar de aquella profusión de fauna; era el límite exterior de toda aquella inmensa naturaleza salvaje de los Aberdares.

Sin embargo, en las décadas posteriores el desarrollo y la expansión humana lo han ido acorralando. La antigua ruta migratoria de los elefantes en la que se construyó el Treetops cayó en desuso, y las granjas y plantaciones se extendieron. En época más reciente, el parque se ha vallado casi en su totalidad para impedir que la fauna salvaje invada los cultivos y para proteger el espacio natural de la presión humana, sobre todo de la caza furtiva de rinocerontes.

Ya en nuestros tiempos, lo que se contempla desde la terraza superior del Treetops no es una vasta extensión de una África intacta; las granjas saltan a la vista, y también se atisba el intenso tráfico de la carretera principal que discurre por el valle. En cambio, otros muchos alojamientos similares que proliferaron después por toda África tienen ubicaciones más aisladas de la huella humana. Sin ir más lejos, en el propio parque de Aberdare se abrió en 1969 The Ark Lodge, un hotel de funcionamiento semejante al Treetops que se ubica en una zona más profunda del bosque.

Pero si esta parte del deterioro del enclave no es achacable a los propietarios del Treetops, otra sí lo es. Cuando en 1957 se construyó el segundo Treetops, al otro lado de la misma charca donde se hallaba el primero, los Walker quisieron aprovechar el tirón de la fama que el lugar había adquirido gracias a la visita real, y erigieron un nuevo hotel de mayor tamaño. Para tratar de mantener el espíritu original se levantó sobre postes de madera, pero esto ya era más un golpe de efecto que otra cosa, puesto que ya no era una cabaña sobre un árbol, sino una construcción sobre el suelo en torno a un árbol. Por entonces el Treetops aún estaba rodeado por un espeso bosque (compárense estos vídeos con la foto de 1992 que aparece más arriba).

En su primera versión el nuevo Treetops acogía a solo 14 visitantes, pero no tardó en ampliarse a 35 habitaciones, convirtiéndose en una enorme mole de madera cada vez más alejada de lo que un día fue. Los animales seguían acudiendo a la charca, ya que se acostumbran también a la presencia humana y sus construcciones, pero evidentemente la experiencia ya distaba mucho de lo que debió de ser en aquellos primeros tiempos.

Pero la masificación y la presión de la huella humana no han sido ni mucho menos los únicos azotes del Treetops y de su entorno natural. Durante décadas se ha mantenido la costumbre de esparcir sal junto a la laguna para atraer a los animales. Aunque aún no se conoce con todo detalle por qué los herbívoros tienen esta necesidad en su dieta, sí se sabe desde antiguo que acuden a lamer los suelos ricos en minerales allí donde afloran de forma natural, pero también en los lugares donde se dispersa sal común. La sal vertida durante años y años frente al Treetops ha matado la mayor parte de la vegetación circundante, a su vez atrayendo continuamente grandes manadas de elefantes que han aniquilado el antiguo bosque en torno a la charca.

El resultado de todo ello es que actualmente el panorama frente al Treetops consiste en una laguna rodeada por un mar de fango, sobre el que se dispersan algunas islas de arbolado fuertemente valladas para protegerlas de los elefantes. Y al fondo, las granjas y la carretera general. En fin, ya no es precisamente la imagen de la África prístina y salvaje que muchos turistas llegan buscando.

Y sí, en todo este contexto, también los animales han descendido drásticamente. Esto es claramente apreciable, pero hay datos concretos. Encontré una tesina de licenciatura elaborada en 2013 por Aimee Leigh Massey, estudiante de Recursos Naturales y Medio Ambiente de la Universidad de Michigan. Massey reunió los recuentos de animales en Treetops y The Ark que los llamados cazadores de guardia (una denominación ya obsoleta que necesitaría una repensada; en Kenya la caza está prohibida desde los años 70) han mantenido durante décadas. Y como ya saltaba a la vista, la pérdida general de animales ha sido mucho mayor en el Treetops.

«Encuentro fuertes evidencias del efecto orilla en el enclave más próximo a la frontera (Treetops); este enclave registró las pérdidas más fuertes en números totales de población de fauna salvaje, en biomasa agregada de fauna salvaje, en riqueza de especies y en índices compuestos de diversidad de especies», escribía Massey, señalando que este declive ha sido mucho más pronunciado desde mediados de los 90; incluso a pesar de que el vallado del parque, que comenzó en 1989, consiguió un leve repunte, ya en este siglo la caída ha sido drástica, y la antigua variedad de especies en la charca del Treetops ha quedado reducida casi en exclusiva a elefantes y búfalos. «En contraste, las poblaciones de fauna salvaje cerca de las áreas centrales (The Ark) parecen haberse mantenido relativamente estables a lo largo de los años», añade la autora.

Y curiosamente, aunque en internet abundan los comentarios muy negativos de estancias en el Treetops, parece que los turistas no se quejan tanto por la degradación medioambiental del lugar o por el pálido remedo actual de lo que fue un enclave único en su género, sino por el alojamiento en sí: critican que era incómodo, apretado, oscuro y frío (¡no hay calefacción!, protestaban algunos), que las habitaciones eran muy pequeñas, que los baños eran comunes y que la comida no era deliciosa. Todo lo cual resulta bastante delirante: ¿qué demonios esperaban? ¿Qué pensaban que habían contratado? ¿Para qué iban al Treetops?

Si el Treetops, no siendo barato, aún tenía precios relativamente asequibles para no millonarios como un servidor, era precisamente por esas incomodidades, por haber mantenido un deliberado perfil bajo. Sin infinity pools ni jacuzzis o camas de dos metros bajo las estrellas. Nadie dijo nunca que fuese un lodge de lujo; el lujo era la experiencia, el entorno. Incluso la entonces princesa Isabel, cuyos estándares de vida estaban bastante por encima de los del visitante medio del Treetops, durmió allí en un catre plegable, no en la estupenda cama de matrimonio que aparece retratada en la serie The Crown (no recuerdo dónde leí este dato, pero debió de ser en uno de los libros sobre el Treetops que tengo en mi biblioteca). Y no se quejó de incomodidad.

Por desgracia, se diría que ahora los propietarios actuales han decidido atender más a las necesidades de ese sector de público más preocupado por el tamaño de la cama que por la conservación del entorno natural. En 2012 el Treetops cerró temporalmente para una renovación profunda. Se construyó un tercer piso que hizo desaparecer la antigua azotea diáfana con visión de 360°, y con el que el Treetops ha machacado por completo lo poco que aún podía quedarle del espíritu original del hotel-árbol; ya parece un simple bloque de apartamentos. Se redujo el número de habitaciones de 50 a 36 para hacerlas más grandes y con baño incorporado. A juzgar por las fotos —no lo he visitado desde entonces—, se decoró todo el hotel en el estilo tan de moda que llaman safari chic, muy lejos del antiguo aire de refugio en la selva (selva que ya tampoco existe).

El Treetops en 2015, tras la ampliación. Imagen de Make it Kenya – Stuart Price / Flickr / dominio público.

Decoración del Treetops actual en 2015, tras la ampliación. Imagen de Make it Kenya – Stuart Price / Flickr / dominio público.

En fin, parece obvio que los propietarios actuales apuntan a un sector de mercado más alto, y que el Treetops dejará de ser asequible para los no millonarios como un servidor. Una pena. Pero aunque los clientes dejen de quejarse de los cuartos pequeños y de la comida de rancho, mientras siguen sin protestar por la degradación del entorno, lo cierto es que el Treetops se enfrenta a una dura supervivencia cuando hoy ese sector pudiente puede encontrar por toda África muchos otros alojamientos con unos estándares de lujo muy superiores a los que un bloque de apartamentos puede llegar a ofrecer, y que además aún se encuentran enclavados en entornos prístinos como lo fue el del Treetops en sus orígenes.

Y si todo lo anterior puede sonar a la lamentación de un nostálgico empedernido (que lo es), vayan aquí las palabras tristemente proféticas de la tesina de Massey sobre la degradación del entorno natural del Treetops: «A menos que estos problemas se resuelvan, los números de fauna en el Treetops continuarán declinando hasta el punto en el que el lodge perderá su atractivo para los turistas y su capacidad de generar ingresos».

La historia del hotel de safari donde Isabel de Inglaterra se convirtió en reina (1)

Hay un lugar en el mundo en el que Isabel de Inglaterra se acostó por la noche como princesa para levantarse a la mañana siguiente como reina, aunque ella no supo de esta circunstancia hasta varias horas más tarde. El 5 de febrero de 1952 ella y su esposo, el príncipe Felipe, pasaron la noche en el hotel Treetops de Kenya, por entonces aún una colonia británica que la pareja visitó como escala en su gira prevista por la Commonwealth que los llevaría hasta Australia y Nueva Zelanda.

Durante su estancia en aquel refugio en la selva kenyana, la propia joven filmó con su cámara cómo dos antílopes acuáticos se batían en duelo hasta la muerte de uno de ellos. Pero el viaje quedó truncado al día siguiente; tras la muerte del rey Jorge VI mientras dormía, la ya nueva reina y su marido regresaron de inmediato a Londres para hacer efectiva la proclamación.

La historia de cómo y dónde la joven Isabel de Windsor accedió al trono del poderoso Imperio británico es bastante conocida en su país natal, y por supuesto también en la nación africana donde sucedió. La serie de Netflix The Crown la ha dado a conocer al resto del mundo (aunque, como veremos, el escenario retratado es muy poco fiel a la realidad). Aquel episodio casi novelesco sirvió además para popularizar el Treetops, un lugar mítico por sus propios méritos que la luctuosa carambola real convirtió después en centro de atracción para famosos y millonarios.

Lo que vengo hoy a contar aquí no es una anécdota monárquica ni la historia de un hotel, aunque tiene algo de ambas. Pero es, sobre todo, el relato de dos conflictos. Uno, que tiene poco que ver con la temática de este blog pero sí mucho con las inclinaciones de su autor, yo mismo, el conflicto entre la África romántica y la real. Otro, con más justificación científica, el conflicto entre el desarrollo turístico y la conservación de las reservas naturales.

En 1932 el militar británico Eric Sherbrooke Walker y su esposa, Lady Bettie Feilding, residentes en la colonia de Kenya, construyeron una cabaña de madera sobre la copa de un mugumo, un ficus arbóreo, en las faldas de la cordillera de Aberdare. Cuatro años antes ambos habían abierto en su propiedad el Outspan Hotel a partir de una antigua granja, y quisieron ampliar la oferta de su alojamiento con aquella casa en un árbol de la selva kenyana para ofrecer a sus visitantes una experiencia única en el mundo, ya que no existía otro hotel semejante.

Hoy cualquier turista en Kenya o en otro destino de safaris tiene miles de alojamientos a su disposición, muchos de ellos habitualmente visitados por los animales, y los recorridos diarios en vehículos por las pistas de los parques nacionales y reservas les sirven las especies típicas de la fauna africana a tiro de cámara. Pero en aquellos tiempos las cosas eran muy diferentes. Aunque los animales estaban menos limitados por el desarrollo y la expansión humana, observar elefantes, rinocerontes o leones en su hábitat natural requería embarcarse en expediciones incómodas y a menudo peligrosas.

Así pues, la idea de los Walker era que su Treetops Hotel sirviera como una plataforma de observación nocturna al estilo de las que utilizaban los cazadores en la India; un lugar en el que sus huéspedes pudiesen dormir en la comodidad y seguridad de un refugio, pero teniendo a sus pies el espectáculo de la naturaleza africana en su más pura esencia. Se dice que el Treetops fue el primer safari lodge de Kenya.

El Treetops original, en el libro escrito por Jim Corbett.

La cordillera de Aberdare (Nyandarua, en kikuyu local), donde se construyó el Treetops, es un lugar habitualmente ignorado por la gran mayoría de los circuitos turísticos en Kenya; un error, dado que es un lugar de inmensa belleza y riqueza animal; un error afortunado, dado que eso lo ha mantenido hasta hoy como una joya oculta donde uno puede escapar de las hordas turísticas de otros parques. Desde el valle a sus pies las montañas ascienden hasta los 4.001 metros de su pico más alto, Ol Donyo Lesatima. A lo largo del ascenso se van sucediendo las franjas de vegetación diferentes, la selva húmeda, los bosques de bambú y los bosques de montaña alternados con praderas y páramos desnudos en las tierras más altas. Entre las quebradas discurren arroyos que se desploman en vistosas cascadas, como Gura Falls, la que sobrevolaba la avioneta de los protagonistas en Memorias de África.

El Treetops se sitúa en la parte más baja, a 1.966 metros de altura, donde la densidad de fauna es mucho mayor que en cotas más elevadas. En tiempos de los Walker el enclave elegido se hallaba en una ruta migratoria de elefantes entre los Aberdares y el Monte Kenya (con 5.199 metros, la segunda montaña más alta de África), situado al otro lado del valle. Esta ruta ya no existe, cortada por la carretera que discurre por el valle y por las plantaciones que se extienden a ambos lados. Hoy el Treetops aún se encuentra en el territorio del Parque Nacional de Aberdare, pero en un extremo denominado el Saliente, a menos de un kilómetro del límite del parque.

Originalmente el Treetops era una cabaña rústica con solo dos habitaciones, junto a una charca que atraía a los animales. Los huéspedes llegaban allí escoltados por un cazador armado y trepaban al refugio por una escalerilla que después se recogía para evitar incursiones de la fauna local. En el Treetops se veía atardecer, se servía la cena, y después los huéspedes podían pasar el tiempo que quisieran o aguantaran despiertos observando a los animales que acudían a la charca. Elefantes, rinocerontes, búfalos, jabalíes, antílopes y monos eran visitantes habituales, a los que ocasionalmente se añadía algún león o leopardo.

Ya antes de la visita real (que tuvo lugar por invitación de los Walker), el Treetops era muy popular entre la élite de la Kenya blanca y sus visitantes adinerados. Por la exclusividad de la experiencia, se decía que era el hotel más caro del mundo, pero con una larga lista de espera. Por entonces se contaban las rocambolescas extravagancias de sus excéntricos huéspedes; en aquellos años Kenya era un patio de recreo del Imperio, donde los británicos se soltaban los nudos del corsé de la estirada sociedad de su patria. El Treetops fue escenario de escándalos amatorios y de excesos propiciados por el alcohol, como el de una señorita que pidió ser descolgada por una soga para firmar el culo de un elefante con una tiza atada a un taco de billar. No lo logró, por cierto.

Con motivo de la visita de los príncipes el alojamiento se amplió a cuatro habitaciones, añadiendo postes de madera para sostener la estructura de mayor tamaño. El episodio 2 de la primera temporada de The Crown parece recrear bastante fielmente el aspecto del Treetops en aquella época, aunque todo lo demás está mal: aquello no es una llanura de sabana seca, sino un bosque húmedo de montaña. Las jirafas, cebras e hipopótamos que aparecen en la serie nunca se han visto por allí. Y aunque los protagonistas aparecen acalorados y despechugados durante su estancia nocturna, nada más lejos: también en el ecuador las noches a casi 2.000 metros son gélidas, y las lluvias y nieblas son muy frecuentes.

La imagen del Treetops en la época de la visita de la princesa Isabel en 1952, en la portada del libro escrito por Jim Corbett.

Hoy aún se conserva la página del registro del Treetops correspondiente a la jornada de la histórica visita, la noche número 794 de las estancias en el hotel; la hoja está firmada por los príncipes, sus respectivos asistentes personales (Lady Pamela Mountbatten y el comandante Michael Parker), los Walker y su hija Honor, y el coronel Jim Corbett, célebre cazador de tigres en la India, por entonces ya retirado y residente en el Outspan, y que ejercía como cazador de guardia. Corbett anotó los animales vistos: muchos elefantes, antílopes acuáticos —incluyendo los dos que pelearon a muerte—, rinocerontes y babuinos.

Después, Corbett escribiría: «Por primera vez en la historia del mundo, una joven trepó a un árbol un día siendo una princesa, y después de pasar la que describió como su experiencia más excitante, descendió del árbol al día siguiente como reina; Dios la bendiga».

Hasta aquí, la historia digamos dulce, rosa, romántica. La única que se contó entonces, y que incluso hoy en muchas ocasiones sigue siendo la única. Pero hay otra.

Tres años antes de la visita real, el creciente malestar de los nativos kikuyus contra la dominación colonial había estallado en una rebelión armada: el Mau Mau. La guerrilla se refugiaba en la profundidad de sus bosques ancestrales en las montañas de Aberdare y el monte Kenya. La situación era tan peligrosa que los encargados de la seguridad en el viaje de los príncipes desaconsejaron la visita a Kenya, pero se decidió no cancelarla por puro orgullo imperial.

Durante la estancia de los príncipes en Kenya su seguridad corrió a cargo del jefe de la fuerza policial colonial, Ian Henderson, quien lideraría toda la lucha contra el Mau Mau. Henderson ha pasado a la historia con una reputación ambigua; fue varias veces condecorado en su país, pero no solo le consideraban un carnicero sus enemigos kenyanos: en décadas recientes historiadores británicos han documentado y publicado las innumerables torturas, ahorcamientos, mutilaciones, violaciones y otros muchos abusos cometidos bajo sus órdenes.

Meses después de la visita real, en octubre del 52, la situación en las tierras altas centrales de Kenya (la región más colonizada, el territorio de los kikuyus) derivó a una guerra abierta. Se decretó el estado de emergencia y el Treetops cerró, pero los Walker lo ofrecieron como puesto de vigilancia para los King’s African Rifles, el regimiento colonial. Las tropas británicas perseguían a los Mau Mau por la selva, y la Royal Air Force bombardeaba los presuntos cuarteles ocultos en los Aberdares.

El 27 de mayo de 1954 el Mau Mau prendió fuego al Treetops, que quedó destruido. De sus cenizas los Walker rescataron la placa que habían colocado en conmemoración de la visita real, en la que se lee: «En este árbol mgumu su alteza real la princesa Isabel y su alteza real el duque de Edimburgo pasaron la noche el 5 de febrero de 1952. Estando aquí, la princesa Isabel accedió al trono por la muerte de su padre el rey Jorge VI».

Placa conmemorativa de la visita real al Treetops, rescatada del incendio del Treetops original. Imagen de Mikerigg / Wikipedia.

Aquel fue el fin del Treetops original, pero no el fin del Treetops. Mañana continuaremos con esto y con el segundo conflicto, el de desarrollo vs conservación. Pero con respecto al primer conflicto, el de romanticismo vs realidad, por aquella época también el NO-DO franquista en España mostraba a los alegres británicos en su recreo kenyano, y a los sanguinarios, bestiales y feroces terroristas del Mau Mau, un nombre que aún los españoles de mayor edad recuerdan con terror por lo que la propaganda de la época contaba aquí de ellos.

La guerra del Mau Mau fue terrible y atroz por ambas partes. Pero lo que la propaganda no contaba es que sus principales víctimas fueron los propios kikuyus: el balance de muertos fue de 32 colonos, pocos cientos de soldados británicos, y decenas de miles de kikuyus. Para esta tribu fue una guerra civil, ya que los clanes y los poblados se dividían entre los leales a la colonia y los rebeldes. Estos sometían a sus reclutas a un juramento bajo castigo de muerte, lo que llevó a los Mau Mau a cometer brutales masacres contra su propio pueblo. Y a ello se unieron los campos de concentración donde los británicos hacinaban a poblaciones enteras, sin importar si eran rebeldes o no, y donde cientos o miles murieron de hambre, enfermedades y ejecuciones.

La guerra del Mau Mau decayó a partir de 1956 con el apresamiento y la posterior ejecución de su líder, Dedan Kimathi. Los coletazos finales en los años posteriores terminarían con la independencia de Kenya en 1963. Pero antes de eso, en 1957, el Treetops había vuelto a la vida, reconstruido sobre un castaño en la orilla opuesta de la misma charca. Como contaremos mañana.