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Los hongos se comunican por impulsos eléctricos parecidos a un lenguaje

Nosotros, animales, solemos contemplar las plantas y los hongos casi como seres de una misma categoría, la de los organismos de apariencia inerte que decoran el paisaje y nos sirven de alimento, o a veces crecen donde no deberían. En realidad estos dos grandes grupos son tan distintos entre sí como nosotros de cualquiera de ellos. Para muchos estudiantes de biología —salvo para los micólogos vocacionales, que por supuesto los hay—, los hongos son como esa pieza del puzle que se deja para el final porque no se sabe muy bien dónde va.

Pero, de hecho, los hongos se parecen más genéticamente a nosotros los animales que a las plantas: un humano y un champiñón, o el moho del pan, pertenecemos a la misma gran división biológica de los opistocontos, mientras que las plantas son arqueoplástidas, algo muy diferente. Como los animales (no nosotros, pero sí los insectos), los hongos tienen quitina en lugar de celulosa. Y al igual que todos los animales, los hongos tampoco producen su propia comida, sino que deben tomarla de otros seres; las plantas sí lo hacen mediante la fotosíntesis, ese gran invento de la evolución sin el cual no existiríamos.

Ocurre que nuestra mentalidad es naturalmente zoocéntrica, y sin duda hoy lo es más que nunca. Durante la mayor parte de la historia de la ciencia nos hemos acogido al paradigma de que las plantas eran seres insensibles sin la menor capacidad de interacción compleja entre sí o con su entorno, más allá de algunas respuestas básicas programadas, como las de una máquina de snacks.

Pero cuando algunos investigadores muy listos, muy atrevidos y sin el menor miedo al ridículo, comenzaron a medir cosas en las plantas que nadie había medido antes, los hallazgos fueron espectaculares: las plantas se comunican entre sí mediante señales químicas, transmiten señales eléctricas y utilizan neurotransmisores, se avisan unas a otras del ataque de sus depredadores —los herbívoros— y ponen en marcha sus respuestas de defensa, cooperan entre sí, aprenden de la experiencia y tienen memoria, reconocen a sus parientes, oyen sonidos y reaccionan a ellos, sienten el tacto, son sensibles al daño, ejecutan computaciones básicas en función de su entorno para tomar decisiones…

Este ha sido uno de los cambios de paradigma más revolucionarios y alucinantes de la ciencia reciente, que he seguido en este blog en los últimos años (aquí, aquí, aquí, aquí, aquí o aquí). Gracias a aquellos investigadores a los que otros miraban casi con pena, hoy ya es habitual encontrar estudios en las principales revistas científicas sobre eso que algunos llaman cognición vegetal, otros inteligencia vegetal, muchos neurobiología vegetal. Y esto último no es necesariamente un oxímoron si pensamos que la neurona se definió a partir de la neurología y no al revés; la neurología existe desde siglos antes del descubrimiento de las células nerviosas, y por lo tanto no hay motivo para no aceptar como neurología algo que no utiliza neuronas pero que cumple funciones similares en otros organismos.

Cualquiera que esté un poco al tanto de los avances de la ciencia ya no puede contemplar a las plantas como esos seres casi indiferentes y pasivos que antes creíamos. Hay en ellas mucho más de lo que vemos con nuestra mirada animal, otra forma de vida alternativa que ha optado por soluciones muy diferentes a las nuestras, y en algunos casos más ventajosas según para qué. Su sistema descentralizado evita la vulnerabilidad de nuestros órganos vitales. No padecen cáncer. ¿Y todavía pensamos que los privilegiados somos nosotros? La ciencia ficción ha jugado con estas ventajas de las plantas: en El enigma de otro mundo (¡alerta de spoiler!), la película de 1951 en la que se basó La cosa de John Carpenter, los alienígenas eran seres vegetales avanzados, virtualmente inmortales como lo son las propias plantas.

Y ¿qué hay de los hongos? Si las plantas y los animales somos capaces de interaccionar de formas tan complejas con otros seres vivos y con nuestro entorno, ¿no tendrán también los hongos sus propios sistemas cognitivos?

Hongos ‘Schizophyllum commune’ en la madera muerta. Imagen de Bernard Spragg from Christchurch, New Zealand / Wikipedia.

Pues, al parecer, sí. Hace ya casi medio siglo se descubrió que las hifas de los hongos, esos filamentos que forman su estructura, transmiten impulsos eléctricos mediante potenciales de acción, de forma similar a nuestras neuronas y a las plantas. El significado y la función de estas señales, solo los hongos lo saben. Pero en un nuevo estudio, un investigador de la Universidad del Oeste de Inglaterra en Bristol dice haber encontrado la presencia de lo que parece un lenguaje en los impulsos eléctricos de los hongos.

El científico computacional Andrew Adamatzky ha registrado los potenciales de acción en varias especies de hongos, insertando microelectrodos en las redes de hifas, y los ha introducido en un algoritmo para identificar patrones. Según su estudio, publicado en Royal Society Open Science, estos impulsos eléctricos no parecen en absoluto aleatorios. Se organizan en secuencias («trenes», en términos neuronales) y son distintos entre diferentes especies, como si cada una tuviera su propio sistema.

Aún más, Adamatzky ha encontrado que estos impulsos contienen patrones consistentes, como si fueran palabras, y que «las distribuciones de longitud de las palabras fúngicas simulan la de los lenguajes humanos», escribe en su estudio. Con esta información, el investigador ha construido un léxico de hasta 50 posibles palabras distintas, que el análisis computacional ha encontrado organizadas en frases con una apariencia de sintaxis. La especie que genera frases más complejas, dice el investigador, es Schizophyllum commune, ese hongo que suele crecer en abanicos sobre las cortezas de los árboles muertos. «Los dialectos de diferentes especies son diferentes», escribe.

Obviamente, no se puede aventurar a la ligera que exista un lenguaje definido en los hongos. Pero dado que estos impulsos existen y dadas sus características, la explicación más factible parece que de algún modo sirvan a un propósito de comunicación, ya que esta es la función de este tipo de actividad en otras especies. Se sabe, por ejemplo, que los impulsos eléctricos cambian cuando un hongo entra en contacto con alimento, y estos impulsos se transmiten a otras zonas de la misma colonia. «Especulamos que la actividad eléctrica de los hongos es una manifestación de la información comunicada entre partes distantes de las colonias fúngicas», escribe el autor.

Adamatzky ha abierto un camino que promete nuevas sorpresas, y en el que anima a otros investigadores a profundizar para descubrir si existe una gramática, unas reglas de construcción que organicen la sintaxis de los hongos, si esta varía entre distintas especies, y si existe en todo ello una semántica que podamos interpretar y entender. «Dicho esto, no deberíamos esperar resultados rápidos», advierte el investigador; «todavía no hemos descifrado el lenguaje de los perros y los gatos a pesar de vivir durante siglos con ellos, y la investigación de la comunicación eléctrica de los hongos está en estado puramente naciente». El traductor hongo-humano, si acaso, tardará, pero al menos hemos comenzado a escucharlos.

Las plantas no sienten dolor, pero sí son sensibles al daño

Ayer les hablé de cómo investigaciones recientes han descubierto que las plantas poseen sentidos como la vista, el oído, el olfato y el tacto, además de capacidades de comunicación, cooperación, aprendizaje por asociación, memoria, reconocimiento de especie o toma de decisiones; y que los investigadores han llegado a resumir todas estas sorprendentes habilidades como un comportamiento inteligente equiparable al de muchos animales simples. Olviden aquello de “como un vegetal”: los vegetales no son “como un vegetal”.

Les decía también que todas estas investigaciones se encuadran informalmente bajo el nombre de neurobiología vegetal, una denominación que no gusta a todos y que parece científicamente chirriante, dado que no existen neuronas en las plantas. Pero como verán unas cuantas líneas más abajo, si no tienen neuronas, en cambio sí poseen muchos de los mecanismos que permiten a las neuronas comportarse como tales. Así que, al menos mientras no se acuñe un nombre específico para los circuitos que actúan casi como neuronas en las plantas, lo de neurobiología vegetal cada vez suena menos inapropiado.

Esta neurobiología vegetal es “una revolución científica”, en opinión del filósofo Paco Calvo, uno de los expertos que estudian las proyecciones de esta nueva disciplina más allá de la ciencia; por ejemplo, sus implicaciones sociales. Porque si las plantas son seres sensibles, ¿cómo afecta esto a nuestra relación con ellas?

Evidentemente, nadie en su sano uso de razón sugiere que dejemos de comer vegetales; pero sí que tal vez debería replantearse la visión de las plantas como seres prácticamente inertes que podemos arrancar, talar, podar, dejar morir o pisotear a voluntad de forma arbitraria y sin una razón para ello. Antes incluso de muchos de estos descubrimientos recientes, la Constitución de Suiza ya reconocía la «dignidad de los seres vivos» con una mención a la protección de las plantas. Para el desarrollo de este artículo, el Comité Federal de Ética en Biotecnología No Humana dictaminó que es “moralmente inaceptable causar daño arbitrario a las plantas”; por ejemplo, “la decapitación de flores silvestres junto a la carretera sin un motivo racional”.

La nervadura de una hoja. Imagen de Jon Sullivan / Wikipedia.

La nervadura de una hoja. Imagen de Jon Sullivan / Wikipedia.

Lo cual nos lleva a una interesante pregunta: ¿pueden las plantas sentir dolor? Pero la respuesta es inmediata: el dolor es una sensación sensorial y emocional de malestar que actúa como mecanismo de defensa y como señal de alarma para que nos apartemos del estímulo doloroso, y que actúa a través de receptores específicos llamados nociceptores. Por lo tanto, la propia definición del dolor está cortada a medida de los animales con un cierto nivel de complejidad neuronal (vertebrados y algunos invertebrados); es un concepto zoocéntrico que no tiene sentido aplicar a otros seres vivos, sobre todo a aquellos que, como las plantas, carecen de nociceptores.

Pero a continuación vienen los matices: un caballo no puede comprender un chiste. Y sin embargo, que no podamos hablar del sentido del humor de un caballo no significa que estos animales no posean muchos de los mecanismos cerebrales que en nuestro caso están asociados a la risa. Y del mismo modo, las plantas son también sensibles al daño, a través de ciertas respuestas celulares que tienen algunos aspectos en común con los procesos neuronales de los animales.

Un experimento reciente ha mostrado cómo funcionan estos mecanismos, y los resultados son un argumento más para defender que en las plantas sí puede hablarse de neurobiología. Investigadores de EEUU y Japón han examinado cuál es el proceso de una respuesta ya conocida anteriormente en las plantas: si se induce un daño en un lugar, por ejemplo en una hoja, se genera una respuesta eléctrica que se propaga por toda la planta.

Esta señal se transmite a una velocidad mucho menor que en nuestras neuronas; nuestros impulsos eléctricos corren por los nervios hasta a 120 metros por segundo, mientras que en las plantas la reacción avanza a solo un milímetro por segundo. Ya decíamos ayer que las plantas tienen otro ritmo. Pero para su medida del tiempo, es una velocidad de vértigo.

Para investigar cómo se genera y se propaga esta señal, los científicos crearon una planta transgénica que produce una proteína fluorescente sensible al calcio. De este modo, cuando aumenta la cantidad de calcio en las células, la proteína se ilumina. El motivo de centrarse en el calcio fue pura coherencia biológica: este elemento actúa como señal en innumerables procesos celulares, y gracias a su carga eléctrica es también uno de los responsables de los impulsos que corren por nuestras neuronas.

A continuación, los investigadores sometieron a estas plantas a una agresión, como la mordedura de una oruga o un corte en una hoja. Y esto fue lo que vieron:

En los vídeos se observa, en tiempo acelerado, cómo la mordedura de la oruga o un daño en una parte distante de la planta producen una señal de calcio que se propaga a través de los nervios de las hojas. Estos nervios normalmente sirven a la planta para transportar agua y nutrientes; pero como se ve, también actúan de manera parecida a nuestros propios nervios, propagando una señal eléctrica mediada por el movimiento de iones de calcio.

De hecho, aquí no acaban las semejanzas entre este peculiar sistema nervioso de las plantas y el nuestro. Los investigadores se preguntaron entonces cuál era la señal primaria, la molécula que inicia esta propagación eléctrica a través del calcio. Y una vez más optaron por una hipótesis plausible: en nuestras neuronas, la señal de calcio viene disparada por el glutamato, un neurotransmisor que actúa comunicando unas neuronas con otras.

Investigaciones anteriores ya habían demostrado que las plantas también producen glutamato y que esta molécula participa en la transmisión de las señales eléctricas. Y al repetir el experimento con plantas modificadas que tienen bloqueada la acción del glutamato, los investigadores descubrieron que en este caso no hay oleada luminosa; no hay calcio ni señal eléctrica. Es más, cuando los investigadores ponían simplemente una gotita de glutamato sobre una hoja de una planta normal, observaban esto:

Es decir, que el glutamato por sí solo es capaz de imitar la señal que el daño induce en las plantas, lo que también delata la responsabilidad de este neurotransmisor (una denominación que quizá debería cambiarse) en la respuesta de los vegetales a una agresión.

Finalmente, ¿para qué le sirve a la planta esta alerta de daños que se extiende por todo su organismo? Al fin y al cabo, no puede quitarse la oruga de encima de un manotazo. Sin embargo, hay otras cosas que sí puede hacer: la señal de calcio pone en marcha mecanismos hormonales que llevan a la producción de sustancias químicas tóxicas para los insectos.

Pero eso no es todo. Aún más pasmosa es la acción de otras sustancias que las plantas producen en respuesta a las agresiones. ¿Saben ese olor a césped recién cortado? Varios estudios han demostrado que se debe a un cóctel de sustancias volátiles cuya función es actuar como atrayente de avispas; no de cualquier tipo de avispa, sino de ciertas especies parasitarias que acostumbran a poner sus huevos dentro del cuerpo de insectos herbívoros como las orugas, los depredadores de las plantas. Así, el olor a hierba cortada es en realidad una llamada de auxilio de las plantas para pedir ayuda a sus aliados.

La ‘inteligencia’ de las plantas y mi glicina rebelde

Imaginemos un ser vivo que no muere aunque se le mutilen prácticamente todas las partes de su cuerpo. Que es capaz de responder creando partes nuevas asimétricas y en las que sus funciones están distribuidas en una arquitectura modular, de modo que carece de órganos vitales visibles como nuestro cerebro o nuestro corazón. Que es capaz de enterrar su única parte más esencial para protegerse y desaparecer de la vista, pero siendo al mismo tiempo muy perceptivo sobre el mundo que le rodea. Que se alimenta de radiación estelar y se reproduce gracias al viento. Que es capaz de clonarse. Y que, además, su reloj transcurre tan despacio para nuestra medida del tiempo que a nuestra vista se camufla como un objeto inanimado.

No es una especie alienígena imaginaria. Son las plantas. En buena medida, el reino vegetal es como una forma de vida alternativa a nosotros, los animales; como un experimento de la naturaleza empleando casi las opciones opuestas a las nuestras. Naturalmente, ellas y nosotros procedemos de un antepasado único común, y en el fondo somos muy parecidos si nos fijamos en los mecanismos celulares y moleculares básicos. De hecho, compartimos con las plantas más o menos la mitad de nuestros genes (más con un plátano, por ejemplo, que con un pepino).

(Nota: como ya expliqué aquí en otra ocasión a propósito de lo que suele decirse sobre el 99% de semejanza genética entre humanos y chimpancés, este tipo de datos hay que explicarlos bien para entender qué significan, o se cometen atrocidades: si con nuestros hijos compartimos el 50% de nuestro ADN, ¿cómo es que con los chimpancés compartimos un 99%? Evidentemente, no hablamos de lo mismo en ambos casos).

Pero en la superficie, las plantas son biológicamente tan raras a nuestros ojos que durante siglos las hemos incomprendido. Había un episodio de Star Trek titulado El parpadeo de un ojo, en el que los tripulantes de la Enterprise se topaban con una raza alienígena de vida tan acelerada que los humanos apenas podían verlos. Para los scalosianos, éramos tan lentos que ni siquiera parecíamos auténticos seres vivos, motivo por el cual decidían emplear a los ocupantes de la nave como una especie de banco genético.

Del mismo modo, los humanos hemos contemplado a las plantas como seres pasivos y casi inertes, que ni sienten ni padecen. Por supuesto, sabemos que están vivas, que desempeñan funciones imprescindibles en los ecosistemas y que sin ellas no sería posible el resto de la vida terrestre, que descansa sobre ellas como escalón básico de la pirámide trófica. Pero en general, eso han sido para nosotros: alimento fresco que además decora el paisaje.

Jardín botánico en la Universidad de Friburgo. Imagen de pictures Jettcom / Wikipedia.

Jardín botánico en la Universidad de Friburgo. Imagen de pictures Jettcom / Wikipedia.

Todo esto comenzó a cambiar gracias a un puñado de investigadores que se atrevieron a preguntarse lo que nadie más osaba, y a diseñar experimentos arriesgados, como dejar caer plantas desde pequeñas alturas para medir sus reacciones. Y empezaron a aparecer resultados sorprendentes. O quizá deberíamos decir “investigadoras”; aunque hoy son varios los grupos que trabajan en esta línea, fueron mujeres como Heidi Appel, Monica Gagliano o Susan Dudley quienes comenzaron a abrir brecha en lo que hoy suele llamarse neurobiología vegetal, topándose al principio (como por otra parte debe ser) con el escepticismo de la comunidad científica.

Pero… ¿neurobiología vegetal? ¿No es esto un sinsentido tan grande como hablar del “bueno de Trump” o la “medicina homeopática”? Bueno, en cierto modo lo es. Para Gagliano, hablar de neurobiología en el caso de las plantas es “zoocéntrico”. Desde luego, es incuestionable que las plantas carecen de neuronas. Pero hasta ahora los científicos no se han puesto de acuerdo en un término mejor para designar a un conjunto de procesos físicos, químicos y biológicos responsables de funciones que hasta hace unos años eran insospechadas en las plantas, y que son análogas a las que en los animales desempeñan las neuronas: cognición, comunicación, percepción, aprendizaje, memoria, toma de decisiones o incluso inteligencia.

Sí, todo esto existe en las plantas. Diversas investigaciones (repasé algunas de ellas aquí y aquí) han demostrado que las plantas, por supuesto, ven la luz, pero también a sus vecinas gracias al resol infrarrojo de la fotosíntesis, y que tienen un reloj interno que sincronizan de vez en cuando con el sol; sienten el tacto, respondiendo con cambios en sus genes; saben diferenciar entre arriba y abajo; se comunican entre sí oliendo señales químicas; oyen los mordiscos de las orugas y reaccionan produciendo sustancias defensivas, advirtiendo con ellas a otras plantas; escuchan el ruido de las tuberías para buscar el agua (no solo siguen la humedad, sino también el sonido); recuerdan experiencias pasadas, aprenden por asociación de estímulos como los perros de Pavlov, pueden ser anestesiadas, reconocen a sus parientes y los ayudan…

Y lo más importante, todos estos procesos no generan respuestas automáticas programadas, sino que les sirven para tomar decisiones complejas en función de los estímulos externos. Con todo ello, los científicos están aceptando la idea de que las plantas muestran un “comportamiento inteligente” similar al de ciertos animales. Algunos incluso ya no tienen reparos en hablar de la “inteligencia de las plantas”.

Una oruga comiendo hojas de una planta. Imagen de pixabay.

Una oruga comiendo hojas de una planta. Imagen de pixabay.

Tengo una curiosa experiencia personal reciente que me trajo a la memoria todas estas asombrosas capacidades de las plantas. En la entrada de mi casa hay un pequeño arco de hierro que quería cubrir con los tallos de una glicina (Wisteria). Así que el pasado verano enrollé los brotes alrededor del arco. Pero a medida que crecían, observé que no seguían abrazando el arco de hierro, sino que en su lugar estaban tendiéndose hacia las ramas de un madroño que crece junto a la glicina. Volví a enrollar los tallos, y a los pocos días descubrí de nuevo lo mismo: la glicina crecía en línea recta sin curvarse, apartándose del arco y buscando el madroño. Y así, una y otra vez; solo logré que los tallos por fin cubrieran el arco enrollándolos a mano.

Según la teoría, la glicina debería obedecer mis órdenes y crecer enrollándose en la guía de hierro. Esta es una respuesta llamada tigmotropismo, que es otra consecuencia del sentido del tacto en algunas plantas. Cuando tocan una superficie, se producen ciertas reacciones en las células mediadas por hormonas vegetales como la auxina y el etileno, pero en las que también intervienen canales iónicos que modifican el potencial eléctrico de las membranas celulares (por cierto, lo mismo que ocurre en nuestras neuronas; va a ser que no es tan disparatado hablar de neurobiología vegetal).

Como resultado de estas reacciones, la cara del brote opuesta a la que está en contacto con la superficie crece más deprisa, lo que curva el tallo y lo hace enrollarse alrededor de la guía. Pero en el caso de mi glicina, se negaba a hacer lo que los libros dicen que debería hacer, como si otra influencia más potente estuviera inhibiendo el tigmotropismo. ¿Por qué parecía encaprichada en alcanzar el madroño? Y aún más, ¿cómo diablos sabía la glicina que el madroño estaba allí?

Evidentemente, no lo sé, y al fin y al cabo es una mera observación puntual sin ningún valor más allá de lo anecdótico. Pero hay algo también evidente: las plantas trepadoras como la glicina han evolucionado aprendiendo a trepar sobre otras plantas, no sobre arcos de hierro. Y entre las diferencias entre una planta y un arco de hierro, destaca una fundamental que he mencionado arriba: las plantas son capaces de segregar sustancias volátiles para comunicarse, algo que no hacen los arcos de hierro.

Flores de glicina (Wisteria). Imagen de pixabay.

Flores de glicina (Wisteria). Imagen de pixabay.

¿Sería así como mi glicina estaba detectando el madroño? No tengo la menor idea, y es una simple especulación. Todavía es mucho lo que no se conoce sobre las plantas, que guardan sus secretos en silencio; incluso el tigmotropismo aún no se comprende del todo. Pero a poco que nos molestemos en contemplarlas con algo de paciencia, como comenzaron a hacer esas científicas pioneras y otros investigadores, descubriremos que no son los seres pasivos e inertes que creíamos, sino casi alienígenas de extrañas costumbres en nuestro propio planeta.

Mañana contaré otro sorprendente experimento reciente que nos adentra un poco más en esa alucinante vida secreta de las plantas. Y que responde a una sugerente pregunta: ¿pueden las plantas sentir dolor? Si les interesa saber la respuesta, vuelvan a por más.

Milo Aukerman (Descendents), (ex)biotecnólogo vegetal

«Tengo un doctorado en bioquímica. ¿Hay algo que mole menos?». Él siempre ha cultivado deliberadamente esa imagen de empollón anti-rockstar, bicho raro con gafas y ropa de persona normal. Tanto se ha recreado en su propia personificación del tópico motivador de esta pequeña serie que, en lugar de pisotear la caricatura burlona que le hizo un compañero del instituto, y que fue utilizada para una campaña de las elecciones a delegado de curso («no seas como Milo, vótame»), la tomó como inspiración para el garabato-mascota que adorna la mayoría de sus discos. A quienes vivieron aquellos años, tal vez llegue a recordarles vagamente al genial Poch. Ya sabrán, y si no ya se lo cuento, que les estoy hablando del doctor

Milo Aukerman

Milo Aukerman con Descendents en un concierto en California en 2014.

Milo Aukerman con Descendents en un concierto en California en 2014.

Las rarezas de Milo Aukerman comienzan por el hecho de que él ni siquiera fundó ni nombró la banda de la que llegaría a convertirse en alma e imagen. Descendents es la criatura de Frank Navetta y Dave Nolte, amigos del colegio de Manhattan Beach (Los Ángeles) que comenzaron a tontear con los instrumentos allá por 1977, el año de la explosión del punk. El grupo fue desde el principio un ir y venir. Nolte se marchaba, llegaban Tony Lombardo y Bill Stevenson, quien a su vez en 1980 traería a su amigo de clase para ocuparse de las voces, un tipo nerdy llamado Milo Aukerman.

Curiosamente Stevenson, el batería del grupo, es el único superviviente de la formación original, mientras que Aukerman, con su look antitético del ídolo punk, se convirtió en la esencia visible de Descendents. Hasta tal punto que, durante sus ausencias, el resto de los miembros cambiaban de marca para transformarse en All. La primera de ellas, cuando Milo dejó la banda para marcharse a estudiar biología a la Universidad de California en San Diego. Aquel hito quedó marcado en el primer LP de Descendents, Milo Goes to College.

Portada de Milo Goes to College (1982).

Portada de Milo Goes to College (1982).

Desde entonces (1982) hasta hoy, o mejor dicho hasta ayer, Descendents ha sido un grupo Guadiana, apareciendo y desapareciendo. En el camino han ido dejando siete álbumes de estudio y otros discos que han ejercido una influencia mucho mayor sobre otras bandas y corrientes de lo que su limitada difusión daría a entender. Descendents entra en esa categoría que algunos llaman grupos de culto. Experimentando con sonidos desde el hardcore punk al pop o el surf, pasando por lo inclasificable, muchos ven en ellos los inventores de estilos como el pop punk y el skate punk, los padres de grupos como The Offspring y Green Day, y en general una influencia clave en el punk californiano.

Para ilustrar sus excentricidades, basta repasar las constantes que han marcado la identidad del grupo a lo largo de su errática carrera: el café, los pedos (sí, han leído bien) y un eterno peterpanismo que dejaron escrito en uno de sus discos, I Don’t Want to Grow Up.

Descendents tocando en 2014 en California. Imagen de Wikipedia.

Descendents tocando en 2014 en California. Imagen de Wikipedia.

La razón de esta carrera sinuosa ha sido la dedicación preferente de Aukerman a lo que él siempre contempló como su verdadero trabajo, la biología; la música era solo un divertimento. Tras terminar su carrera, se enganchó a un doctorado en la universidad donde había estudiado. En 1992 se ganaba los galones de doctor con la tesis Analysis of opaque-2 function in maize, un estudio sobre una mutación espontánea del maíz que origina plantas con mayor contenido en los aminoácidos esenciales triptófano y lisina.

La variedad de maíz opaque-2, descrita por primera vez en 1964, interesó mucho en los años 70 para la alimentación de animales de granja por su alto valor nutritivo, pero no servía para consumo humano por su sabor diferente y sus granos blandos. En 1989, investigadores italianos publicaban la secuencia del gen opaque-2 y descubrían que producía una proteína cuya probable función era la activación de otros genes. Al año siguiente, un nuevo estudio en la revista PNAS describía con detalle la proteína producida por el gen opaque-2 y su función activadora. Uno de los cuatro firmantes del trabajo, todos ellos de la Universidad de California en San Diego, era un tal Milo J. Aukerman.

Como resultado de su trabajo de tesis, Aukerman publicaría otros cuatro estudios más (1991, 1992, 1993a, 1993b) y una revisión (1994) detallando la función de opaque-2 y la naturaleza de la mutación. El maíz opaque-2 después serviría como base a otros investigadores para obtener la variedad llamada Quality Protein Maize, cultivada en varios países del mundo y que ha llevado alimento de alto valor nutritivo a regiones deprimidas.

Con un valioso equipaje de tesis doctoral y siete publicaciones (antes de dedicarse al maíz, ya había publicado un primer estudio en 1989 sobre un mecanismo molecular de la fecundación del erizo de mar), se trasladó a Madison para trabajar como investigador postdoctoral en la Universidad de Wisconsin (y curiosamente, con ello hacía el recorrido contrario a Greg Graffin de Bad Religion). Allí comenzó a analizar los mecanismos moleculares que regulan la floración de la planta Arabidopsis thaliana, el equivalente vegetal de los ratones como modelo de laboratorio. El primer estudio en el que participó, publicado en 1994, identificaba un gen llamado LUMINIDEPENDENS que está implicado en regular el tiempo de floración a través de la sensibilidad a la luz.

Aukerman pretendía hacerse con una plaza de profesor en la Universidad de Wisconsin, pero ciertos amigos suyos empleados de la multinacional DuPont le recomendaron que solicitara un puesto en los laboratorios de la firma dedicados a investigación en biotecnología vegetal. Hacia 2002 o 2003, Aukerman se trasladó a Delaware y comenzó a trabajar en DuPont, estudiando los mecanismos moleculares de la floración y el desarrollo de plantas. En esta etapa ha publicado otros diez estudios, incluyendo una minirrevisión en la revista Cell, una de las más importantes en biología.

Como contribución más relevante, un estudio dirigido por Aukerman y publicado en 2003 fue uno de los primeros en mostrar la regulación de genes temporales (en este caso, de floración) en plantas mediante pequeñas moléculas de ARN llamadas miRNAs (que ya expliqué al hablar de Dexter Holland), y la posibilidad de controlar estos genes mediante versiones artificiales de esos reguladores. Las aplicaciones finales del trabajo de Aukerman se dirigen a la obtención de variedades vegetales mejoradas con rasgos interesantes de cara a la producción, un campo en el que DuPont es uno de los líderes mundiales.

Pero todo eso ha sido hasta este año. Hacia el verano pasado, Aukerman anunciaba que abandonaba la ciencia para volcarse profesionalmente y por entero en Descendents. Las razones son fáciles de imaginar. Según él mismo contaba, los primeros años en DuPont fueron provechosos, con una labor de investigación similar a la que desempeñaba en la universidad, pero sin el engorro de depender de becas y subvenciones (y aunque esto no lo ha dicho, obviamente con un salario incomparablemente más jugoso).

Portada de Hypercaffium Spazzinate (2016).

Portada de Hypercaffium Spazzinate (2016).

Pero la empresa es la empresa. Con el tiempo se vio obligado a seguir líneas que no le interesaban, y el trabajo se volvió monótono. Además, pronto descubrió que nunca ascendería la escalera de los puestos directivos; él lo sabía, y DuPont lo sabía. Finalmente, cuando estaba acariciando la idea de largarse, le despidieron.

Con 53 años, Aukerman comienza por primera vez en su vida una carrera musical con dedicación plena. Perdemos un científico brillante, pero a cambio ganamos Descendents. Y debo confesarles, aunque me esté mal decirlo, que me alegro de ello. Ya tenemos el primer fruto: este año, el grupo ha lanzado con Epitaph Records (el sello fundado por Brett Gurewitz de Bad Religion) su primer disco de estudio en 12 años, Hypercaffium Spazzinate. La portada repite maravillosamente la línea clásica del grupo: caricatura de Milo, esta vez (irónicamente) frente a dos probetas y un matraz Erlenmeyer. Y por cierto, en una de las probetas aparece escrita la fórmula química C8H10N4O2. ¿Adivinan de qué compuesto se trata? Eso es: ¡cafeína!

Qué es el otoño, en dos patadas

¿Qué es el otoño, mamá/papá? A la pregunta de los tiernos infantes durante estos días, un buen número de madres y padres optarán por distintas estrategias de respuesta: la poética («cariño, el otoño es una rabiosa paleta de ocres y dorados salpicada sobre los campos como una lluvia de purpurina»), la evasiva («pues hijo, es lo que viene después del verano y antes del invierno») o la de Donald Trump («que alguien se lleve a este niño»).

Ni siquiera un subrepticio vistazo a la Wikipedia será de gran ayuda: bastará empezar a leer sobre equinoccios, eclípticas y declinaciones para que una mayoría se decante por la opción c. Pero en realidad, puede ser mucho más sencillo. Aquí lo explico en dos patadas. Eso sí, si hay algún astrónomo en la sala, les ruego que sean clementes y no se me lancen al cuello.

Otoño. Imagen de publicdomainpictures.net.

Otoño. Imagen de publicdomainpictures.net.

Sabemos que el Sol recorre el cielo todos los días, pero este camino va variando a lo largo del año. En un mediodía de verano lo vemos más alto en el cielo, mientras que en invierno sube hasta una altura menor. Imaginemos que la Tierra es un campo de juego. La línea del centro del campo es el ecuador que lo divide en dos mitades, lo que serían nuestros dos hemisferios. Yo me encuentro en el hemisferio norte, así que lo cuento desde mi perspectiva.

Durante la primavera, el Sol está en nuestro campo, y continúa adentrándose más en él hasta el 21 de junio, el comienzo del verano. Ese día alcanza su punto más lejano del centro del campo (el ecuador) y más cercano a nuestra portería, trayéndonos más horas de luz y menos de noche. A partir de entonces, comienza a retirarse hasta el comienzo del otoño (este año, 22 de septiembre); ese día cruza el centro del campo, el ecuador, y continúa su recorrido por el campo contrario (el hemisferio sur) hasta el 21 de diciembre (comienzo del invierno). Y luego, vuelta a empezar.

En resumen: los días de comienzo de primavera y otoño son los dos momentos del año en que el Sol cruza el ecuador. Y dado que esos dos días está en territorio neutral, el día y la noche duran entonces exactamente lo mismo en todos los puntos del planeta: 12 horas de luz, 12 horas de oscuridad. A partir del comienzo del otoño, en el hemisferio norte la noche comienza a ganar minutos al día, mientras que en el sur es al contrario.

Pero debo aclarar que, en la situación real, no tenemos calor en verano y frío en invierno porque el Sol esté más cerca o más lejos de nosotros; nuestra distancia a él es siempre tan grande que esto no influye. La razón de la diferencia de temperatura entre las estaciones se debe a que sus rayos nos caen más directamente en verano y más de refilón en invierno, cuando lo vemos ascender más perezosamente por el cielo.

Así que, lo prometido:

Primera patada: el otoño es cuando el Sol cruza el ecuador para marcharse hacia el hemisferio sur.

Segunda patada: el primer día del otoño es cuando el día dura lo mismo que la noche, antes de que la noche empiece a ganar minutos al día.

Pero aún hay otra patada extra:

Otro de los signos típicos del otoño es que las hojas comienzan a amarillear y a caerse. Pero ¿cómo saben las plantas que ha llegado el otoño? En contra de lo que pudiera parecer, no se debe a las temperaturas, sino a la luz. Es la diferencia en la duración de los días lo que informa a las plantas de que ha llegado el otoño.

En realidad los vegetales no necesitan estar continuamente pendientes de la señal exterior de luz: cuentan con un reloj interno que funciona solo y que les permite guiarse. Este reloj interno sigue activo incluso si las mantenemos con iluminación artificial, aunque las plantas cuentan con el Sol para ajustar su reloj, del mismo modo que nosotros comprobamos el móvil de vez en cuando para poner en hora los relojes de casa.

Girasol. Imagen de Wikipedia.

Girasol. Imagen de Wikipedia.

Un estudio publicado este pasado agosto ha mostrado cómo funciona el reloj interno de las plantas para el caso de los girasoles, con su maravillosa habilidad de contemplar el Sol en su camino a través del cielo. Y con su maravilloso regalo de las pipas.

Sabemos que los girasoles miran al Sol cuando sale por el este y después van rotando su cabeza a medida que transcurre el día, hasta que acaban de cara hacia el oeste en el ocaso. Durante la noche, vuelven a girar para esperar el regreso del Sol al alba.

Los investigadores, de las Universidades de California y Virginia, crecieron las plantas en un espacio interior con una iluminación fija. Descubrieron que durante unos días los girasoles continuaban ejecutando su ritual de este-oeste, hasta que se detenían; se paraban cuando trataban de poner en hora su reloj sincronizándolo con el Sol, pero no lo conseguían.

A continuación, los científicos crearon un día artificial, encendiendo y apagando luces de este a oeste en el espacio interior. Los girasoles volvían entonces a recuperar su movimiento. Pero curiosamente, cuando los investigadores estiraban el día artificial hasta las 30 horas, las plantas perdían la orientación; su reloj interno, como los que fabricamos los humanos, no puede manejar días de 30 horas.

Para entender cómo los girasoles controlan su movimiento, los investigadores pintaron puntos de tinta en ambos lados del tallo, que miran respectivamente hacia el este y el oeste, y midieron la distancia entre ellos a lo largo del tiempo. Descubrieron entonces que durante el día crece más la cara del tallo orientada hacia el este, mientras que por la noche ocurre lo contrario. Este crecimiento diferente en ambos lados del tallo, que está controlado por genes dependientes del reloj interno y de la luz, es el que consigue que la cabeza vaya girando a lo largo del ciclo de 24 horas.

En resumen, el girasol tiene dos tipos de crecimiento: uno continuo, como el resto de plantas, y otro controlado por el reloj interno, cuya precisión depende de esa sincronización con el Sol.

Pero aún falta lo mejor. Los autores del estudio se preguntaron por qué los girasoles, cuando maduran, se quedan permanentemente mirando hacia el este. Y descubrieron algo asombroso: las plantas que miran hacia el este cuando sale el Sol se calientan más por la mañana, y esta mayor temperatura atrae a los insectos polinizadores. Los girasoles encarados hacia la salida del Sol recibían cinco veces más visitas de abejas que las flores inmovilizadas por los investigadores para que miraran hacia el oeste. Cuando anulaban la diferencia de temperatura utilizando un calefactor, las abejas visitaban por igual ambos grupos de flores.

Así, las plantas que esperan a ser polinizadas se quedan de cara al este porque eso les permite reproducirse con mayor facilidad. Pero entonces, ¿por qué no se quedan siempre en esa posición?, se preguntarán. También hay una razón para esto: las plantas que siguen el movimiento del Sol durante su crecimiento reciben así más luz, y consiguen hojas más grandes.

Eso es todo. ¿Ven cómo se puede explicar sin mencionar las palabras equinoccio, solsticio, eclíptica o ritmos circadianos?

Hipótesis: las plantas recuerdan el invierno gracias a los priones

Estamos aprendiendo a mirar a las plantas de otra manera. En ciencia nos gusta volver la vista atrás hacia los clásicos para descubrir que algunos genios de la antigüedad ya habían intuido lo que hoy estamos redescubriendo. Pero en este caso hay que quitarle la razón a Aristóteles cuando diferenciaba a los animales de las plantas por el hecho de que estas últimas carecen de percepción.

Una flor de 'Arabidopsis thaliana'. Imagen de Wikipedia.

Una flor de ‘Arabidopsis thaliana’. Imagen de Wikipedia.

Las plantas tienen un complejo sistema de cognición que solo hemos empezado a conocer en los últimos años. Poseen más sentidos que nosotros, procesan la información recibida, se comunican con sus semejantes y con otras especies, y en función de todo ello toman decisiones. Son inteligentes, y los científicos que trabajan en el nuevo y revolucionario campo que denominan neurobiología vegetal aconsejan abandonar nuestros conceptos neurocéntricos cuando nos referimos a una cualidad muy extendida en el mundo vivo llamada inteligencia. Las plantas no tienen mente, como también carecen de otros de nuestros sistemas, pero esto no implica que no puedan hacer muchas de las mismas cosas que nosotros hacemos empleando soluciones evolutivas diferentes.

Entre estas nuevas y sorprendentes capacidades de los vegetales descubiertas en los últimos años está la memoria. Las plantas recuerdan condiciones climáticas pasadas y ataques de herbívoros, y sus respuestas actuales vienen condicionadas por esos hechos del pasado. Pero ¿cómo lo logran? Como ya expliqué ayer, aún ni siquiera sabemos con toda claridad cómo nosotros somos capaces de mantener una memoria a largo plazo. Como decía un estudio que cité ayer sobre los mecanismos de la memoria en la mosca Drosophila, «una vieja incógnita en el estudio de la memoria a largo plazo es cómo el rastro de un recuerdo persiste durante años cuando las proteínas que iniciaron el proceso se reciclan y desaparecen en cuestión de días».

Y como expuse ayer, una nueva hipótesis propone que en esto tienen algo que ver los priones, proteínas que conocemos como agentes patógenos en el mal de las vacas locas y su variante humana, pero que como moléculas capaces de perpetuarse tienen el don de la eterna juventud. Ayer mencioné como ejemplo las moscas y la liebre de mar Aplysia. Pero este último caso no se estudió directamente en el molusco, sino que se extrajo su proteína y se analizó en la levadura.

¿Por qué en la levadura? Estos hongos unicelulares son muy utilizados como organismos de laboratorio porque sus células se parecen a las nuestras y es muy fácil cultivarlos. Pero es que además, las levaduras también tienen priones. De hecho, fue con un prión de levadura como se demostró por primera vez que estas proteínas se comportan como agentes infecciosos sin ningún tipo de material genético, algo que parecía imposible.

En las levaduras fue también donde empezó a demostrarse que los priones no son siempre tan malvados como el de las vacas locas. De hecho, los priones de las levaduras se descubrieron como factores heredables que no pasan por el genoma y que confieren ciertas ventajas frente a condiciones ambientales adversas. Durante años se pensó que esto era un raro efecto en las levaduras cultivadas en laboratorio, pero en 2012 la investigadora del Instituto Whitehead de Cambridge (EEUU) Susan Lindquist demostró que las levaduras en la naturaleza utilizan los priones como mecanismo habitual de herencia de ventajas adaptativas.

Lindquist es pionera en la investigación de los priones y en su posible función en la memoria. Suyo es el descubrimiento de que este es un mecanismo de herencia en levaduras, y fue también coautora del trabajo que demostró el carácter priónico de la proteína de la liebre de mar implicada en la memoria. Tal como hizo al probar la proteína del molusco marino en las levaduras, recientemente se ha fijado en otro gran dominio de los seres vivos en el que aún se desconoce por completo la posible existencia de priones. Y así regresamos a las plantas.

¿Tienen priones las plantas? Y si es así, ¿con qué fin? Para responder a estas preguntas, Lindquist y sus colaboradores repasaron las secuencias ya conocidas de multitud de proteínas de la planta Arabidopsis, el ratón vegetal de los laboratorios. De todas ellas, se quedaron con 474 que parecían contener secuencias típicas de los priones. De estas, a su vez, eligieron tres que en la planta participan en el mecanismo de floración, un proceso regulado por factores internos y externos.

Levaduras cultivadas en el experimento de Lindquist. El tono más claro (4) indica mayor actividad priónica. Imagen de PNAS.

Levaduras cultivadas en el experimento de Lindquist. El tono más claro (4) indica mayor actividad priónica. Imagen de PNAS.

Y con estas tres proteínas, ¡a las levaduras! Lindquist y su equipo insertaron las proteínas en el hongo y a continuación estudiaron cómo se comportaban. El resultado del estudio, publicado en PNAS, es que al menos una proteína llamada Luminidependens (LD) cumple a la perfección el perfil de un prión, con toda la pinta de poseer una función biológica concreta en las plantas. Esto da respuesta a la primera pregunta: sí, las plantas tienen priones. En esto tampoco son diferentes de otros organismos estudiados, incluidos nosotros.

La respuesta a la segunda pregunta aún es una incógnita. La levadura permite determinar si una proteína extraña a ella es un prión, aunque no sirve para estudiar su función natural; esto habrá que determinarlo en la misma planta. Pero Lindquist eligió proteínas implicadas en la floración por un motivo: su hipótesis es que los priones también actúan como memoria molecular en las plantas. El fin del invierno dispara la señal de la floración, pero las plantas son capaces de distinguir entre la estación prolongada y una sola noche de frío ocasional durante la primavera; de alguna manera, conservan una memoria a largo plazo del invierno una vez que ha terminado.

Y esta memoria a largo plazo de las plantas, sospecha Lindquist, podría residir en los priones, del mismo modo que estas proteínas parecen intervenir en el mantenimiento de nuestros recuerdos. En su estudio, la investigadora y sus colaboradores escriben: «Aún deberá determinarse si la proteína LD experimenta un cambio conformacional priónico y biológicamente significativo que desempeñe un papel en la decisión de la floración en las plantas». Seguro que este trabajo ya está en marcha. Y si llega a demostrarse que los priones actúan como mecanismo universal de memoria, no solo se rifará un Nobel, sino que habrá una razón más para mirar a las plantas de otra manera. Aristóteles no daría crédito.

«La neurobiología vegetal es una revolución científica»

El filósofo Paco Calvo es una de las voces de mayor relevancia mundial en torno al pujante campo de la neurobiología vegetal, el área de estudio que en los últimos años ha revelado una forma propia de inteligencia en las plantas. Calvo dirige el Minimal Intelligence Lab de la Universidad de Murcia, que cuenta con el apoyo de la Fundación Séneca, la Agencia de Ciencia y Tecnología de la Región de Murcia. El filósofo es también miembro del comité científico asesor del Laboratorio Internacional de Neurobiología de Plantas, un grupo global de expertos con un enfoque multidisciplinar. Calvo acaba de publicar en la revista de filosofía Synthese un artículo titulado The philosophy of plant neurobiology: a manifesto.

Para dejar claro de qué ciencia estamos hablando, ¿cuál es la forma correcta de denominarla?

El filósofo Paco Calvo. Imagen cortesía de Alfonso Durán/AGM.

El filósofo Paco Calvo. Imagen cortesía de Alfonso Durán/AGM.

Hay respuestas para todos los gustos. Unos prefieren hablar de neurobiología vegetal, otros de señalización y conducta vegetal. Yo me quedo con “neurobiología vegetal”. En cualquier caso, sea cual sea la etiqueta que le pongamos, lo importante es entender que no podemos trabajar en un marco reduccionista o monodisciplinario. Las disciplinas integrantes son la biología vegetal celular y molecular, la fisiología vegetal, la bioquímica, la biología evolutiva y del desarrollo, la ecología vegetal, y, tal y como propongo en el artículo, la filosofía de la neurobiología vegetal.

Pero no todo el mundo parece dispuesto a aceptar esta denominación. ¿Por qué algunos se oponen?

Hay una agria disputa por esta cuestión en la comunidad científica. ¿Por qué neurobiología vegetal? Bueno, fíjate hasta qué punto retrata nuestros complejos antropocéntricos que cuando en los años 70 se hablaba de neuroid conduction [conducción neuroide] para hacer referencia a la propagación de eventos eléctricos en las membranas de células no nerviosas y no musculares en especies no animales nadie puso el grito en el cielo. De hecho, las similitudes van mucho más allá: en las plantas encontramos también señalización eléctrica mediada por potenciales de acción, como en la bomba de sodio-potasio animal, pero con otros iones implicados. La similitud es tal que el perfil electrofisiológico que consta de las tres fases de depolarización-repolarización-hiperpolarización de los potenciales animales es virtualmente idéntico. Pero fíjate qué curioso, que ni siquiera en una obra de referencia en fisiología vegetal como es el Plant physiology de Taiz & Zeiger se hace mención alguna a los potenciales de acción vegetales.

Hoy sabemos también que las plantas emplean neurotransmisores, igual que nuestras neuronas.

En plantas encontramos serotonina, dopamina, glutamato, GABA, etc. Coge el caso de la sincronización de los relojes circadianos en animales y plantas (¡las plantas, por supuesto, también tienen jet-lag!). En plantas encontramos el rol equivalente de sincronización llevada a cabo por neuronas en el núcleo supraquiasmático. Las rutas vasculares de señalización en tejidos vegetales permiten a las células del ápice orquestar la sincronización de los relojes de la planta. Podríamos seguir y seguir con las similitudes neuronales planta-animal, pero la cuestión de fondo es otra. Va al corazón del problema kuhneano de la distinción entre Ciencia Normal y períodos de revolución. Desde la ciencia paradigmática nos resistimos a ver lo que para la neurobiología vegetal es elemental.

Entonces, ¿podemos hablar de inteligencia vegetal?

No me cabe la menor duda. Ahora bien, me resisto a dar definiciones encorsetadas. Basta que propongas una definición para que te lluevan cien contraejemplos, siempre, claro, obviando contraejemplos análogos en inteligencia animal que servirían de reductio ad absurdum de la estrategia de ridiculización de la inteligencia vegetal. Para mí es mejor hablar de competencias particulares que caen bajo el paraguas de conductas observables inteligentes: patrones de coordinación sensoriomotora, formas básicas de aprendizaje y memorización, toma de decisiones, resolución de problemas.

¿No estaremos fabricando otro concepto de inteligencia a medida para las plantas?

Podemos pensar en la inteligencia como el seguimiento de reglas explícitas y la manipulación de estados representacionales por parte del sujeto en su cabeza, y claro, esto cuesta encajarlo con la inteligencia vegetal: ¿dónde está la “cabeza”? ¿En qué puede consistir el seguimiento de reglas? Pero hay otra forma de abordar la inteligencia tanto animal como vegetal: el resultado emergente del modo en que un organismo se acopla a un entorno que es significativo sólo en la medida en que el organismo interactúa con elementos en su medio. Aquí sí encajan bien tanto animales como plantas.

¿Qué aporta la filosofía en este campo? ¿Es tan importante poner nombres?

Es fundamental. De hecho yo ahora mismo me encuentro en el proceso de escribir un libro sobre cognición vegetal (Plant Cognition: the next revolution) y me niego a sacrificar la expresión “cognición vegetal”. Creo que nos hacemos un flaco favor barriendo debajo de la alfombra lo que nos incomoda. ¿No es mejor aplicarnos el mismo rasero a nosotros mismos? Pero no es una cuestión de cabezonerías: aquí no estamos haciendo como que queremos negociar para formar gobierno. Se trata más bien de entender que si no cogemos el toro por los cuernos y nos acercamos al estudio de la inteligencia de esta otra manera no seremos ni tan siquiera capaces de hacer conjeturas o de lanzar hipótesis empíricas y testarlas experimentalmente. Los presupuestos teóricos son fundamentales.

¿No será problemático reconocer a los vegetales como seres inteligentes? ¿Tendremos que empezar a pensar en la dignidad de las plantas, como dice la Constitución de Suiza?

Creo que esto es algo que debemos plantearnos sin extremismos y sobre todo sin prisas. Vivimos tiempos acelerados en los que el titular de ayer ya es prehistoria. Debemos recuperar un espíritu darwiniano y trabajar con muuuucha caaaalma. Necesitamos recabar muchos más datos, tomarnos muy en serio la replicabilidad y el control experimental, y no lanzar las campanas al vuelo con titulares efectistas o grandilocuentes, pero de corto recorrido. Es un trabajo de la sociedad en su conjunto, con el asesoramiento de la comunidad científica, por supuesto, pero de todos los agentes implicados en la generación de conocimiento.

Pasen y vean a las plantas más temibles de la naturaleza (si eres un insecto)

Solemos pensar en las plantas como adornos vivos, aunque estáticos, que sirven para decorar el paisaje, los hogares o los rincones de las oficinas. Pero ya he contado anteriormente (aquí y aquí) que en los últimos años ha desfilado por las revistas científicas una serie de hallazgos sobre capacidades insospechadas en los vegetales, como los sistemas de comunicación para advertir a sus semejantes de la presencia de un peligro, o la reacción ante las agresiones, lo que deja cada vez menos espacio a quienes piensan que es posible alimentarse sin hacer daño a ningún ser vivo. Las plantas no son agregados de células vivas que pueden cortarse por cualquier lugar sin que afecte a su integridad, sino organismos complejos y completos (aunque descentralizados) que tienen su propia versión química de lo que nosotros sentimos como dolor.

No recuerdo en qué novela o película de ciencia ficción (se agradecería alguna pista) se imaginaba la visita a la Tierra de una raza de alienígenas que se caracterizaban porque su ritmo vital era increíblemente veloz para los estándares terrícolas. Al observar que, de acuerdo a sus parámetros, los humanos no nos movíamos, nos tomaban por objetos inertes y nos cosechaban como alimento. Algo parecido es lo que sucede entre nosotros y las plantas; se trata de una diferencia de escala temporal. Las secuoyas gigantes de California, el famoso drago de Tenerife y tantos otros árboles extremadamente longevos han vivido durante milenios, viendo cómo ante ellos pasaban cientos de generaciones de esas criaturas presurosas y efímeras que somos los humanos.

Tal vez por eso suelen gustarnos las plantas que reaccionan de forma visible ante los estímulos externos, como los nenúfares, que cierran sus flores por la noche, o las mimosas que encogen sus hojas al tocarlas. Casos como estos nos recuerdan que las plantas son seres vivos y que merecen también un cierto respeto. No podemos matar una lechuga antes de comérnosla, pero sí deberíamos tener en cuenta que toda frontera a la hora de establecer qué especies de la naturaleza es lícito emplear para nuestros fines es simplemente arbitraria: necesitamos comer cosas vivas, o exvivas; quien decida situar su propia frontera en una división taxonómica concreta, que lo haga libremente. Pero que deje en paz a quienes opinen de otra manera.

Una de las clases de plantas que suele llamarnos la atención, por esas muestras patentes de que no son objetos inanimados, son las carnívoras. Cuando pensamos en ellas suele venirnos a la mente la Dionaea o venus atrapamoscas, una favorita de los niños que suele venderse en los viveros en pequeños tiestos. Lo más curioso de esta especie es su enorme popularidad en contraste con su escasísima distribución en la naturaleza: es originaria de los humedales de las Carolinas, en EE. UU. donde se estima que no quedan más allá de unas 35.800 en la naturaleza, mientras que los ejemplares cultivados en vivero se estiman en unos dos o tres millones.

El modo de acción de la venus atrapamoscas es bien conocido: en la parte modificada de las hojas que forman sus fauces, son unos pequeños pelos los que actúan como resortes para disparar la trampa, pero es necesario estimular dos pelos distintos en un intervalo de 20 segundos para que las hojas se cierren; de este modo, se evitan las falsas alarmas si lo que cae entre las hojas no es una verdadera presa.

Pero a pesar de la popularidad de esta planta, aún no se conoce en gran detalle el mecanismo molecular que controla la trampa, aunque sí lo suficiente como para entender que su origen es la generación de un potencial de acción por un movimiento de iones a través de las membranas celulares; es decir, algo bastante parecido al principio que activa nuestras neuronas. Una vez que las fauces la han atrapado, la presa ya no puede escapar: su lucha solo conseguirá que la trampa se cierre con más fuerza. Entonces comienza el proceso de digestión gracias a la secreción de enzimas que licúan a la presa, dejando solo sus partes duras. Diez días después, la trampa estará lista de nuevo para otro uso.

Para que disfruten del espectáculo de esta planta, a la que Darwin calificó como “una de las más maravillosas del mundo”, les dejo aquí este vídeo de la BBC que capta todo el proceso de caza en primerísimo plano y muestra la cáscara seca que queda después de la digestión. Y por si alguien se anima a cuidar su propia atrapamoscas, en cualquier vivero podrá encontrarlas; hay incluso una tienda británica que las vende online y las envía a cualquier lugar de Europa.

¿Saben las plantas que las están devorando? ¿Se vengarán?

Aunque difícilmente aparecerá clasificada así en las reseñas, lo cierto es que El incidente (2008) de M. Night Shyamalan –que esta semana han repuesto en televisión– es una película de ciencia-ficción. Y voy a explicar por qué. Advierto, para quien no la haya visto y planee hacerlo, que en el siguiente párrafo me dispongo a destriparla por completo.

La película parte de premisas científicas que estira hasta arrastrarlas a los límites de lo posible o lo verosímil, lo que en mi opinión se encastra bastante bien en la definición que Ray Bradbury proponía de la ciencia-ficción como «el arte de lo posible». Una premisa científica de la película es la capacidad de las plantas de segregar compuestos químicos en respuesta a estímulos externos, y otra es el hecho de que todo lo que somos, lo que pensamos y lo que hacemos está gobernado por el tráfico de neurotransmisores de nuestro cerebro. Ambas afirmaciones son científicamente válidas. El argumento que en la película vincula las dos premisas estirándolas hasta el límite es que las plantas puedan responder al estímulo de la presencia humana produciendo toxinas volátiles capaces de interferir en el funcionamiento normal del cerebro hasta hacernos perder completamente la razón.

Dejemos de lado la calidad cinematográfica de El incidente, que va en gustos; en mi opinión, es una película simplemente entretenida que podría haberlo sido aún más, pero con algunos aciertos narrativos. Por ejemplo, el logro de plasmar una amenaza indefiniblemente siniestra en la inocente imagen del viento sobre una pradera; algo parecido a lo que Hitchcock logró con una bandada de cuervos en un parque infantil. Centrándonos en la ciencia, Shyamalan emprende una interesante exploración de sus premisas científicas, dentro del estilo de lo que los anglosajones llaman un «what if…?» o, en castellano, «¿qué pasaría si…?». Tal vez la película no suscitó demasiada discusión en este sentido, pero quizá se debe a que la presunta capacidad de las plantas imaginada por el guionista parece algo muy lejos de la realidad. Y no lo es. No.

Hace unos meses publiqué aquí un artículo titulado ¿Tienen las plantas otra forma de inteligencia? En él comentaba un estudio que sugería la existencia de un proceso de toma de decisiones en las plantas, para recoger además la actual visión de muchos científicos que no están de acuerdo con la idea tradicional de las plantas como simples adornos pasivos del paisaje. Un reportaje publicado anteriormente en la revista The New Yorker había repasado los hallazgos que en los últimos años han revelado capacidades sorprendentes en los vegetales. A propósito de lo explicado en este reportaje, escribí en mi post:

El autor [del reportaje de The New Yorker] aportaba extensa documentación y declaraciones de científicos que atribuyen a las plantas insospechadas capacidades de “cognición, comunicación, procesamiento de información, computación, aprendizaje y memoria”, y que algunos expertos, con la firme oposición de otros, han encajado en la controvertida denominación de neurobiología vegetal. Las plantas, repasaba Pollan, poseen entre quince y veinte sentidos corporales, incluyendo análogos de nuestros cinco, y reaccionan en consecuencia: huelen y prueban estímulos químicos en el aire o en sus cuerpos; ven la sombra, la luz y sus distintas longitudes de onda; tocan objetos a los que se agarran; y, además, oyen.

Un estudio publicado en la revista Oecologia viene a extender estas observaciones, concretamente en el último aspecto, la capacidad de las plantas de oír y reaccionar a lo oído. Los investigadores de la Universidad de Misuri (EE. UU.) Heidi Appel y Reginald Cocroft han descubierto que las plantas reconocen la vibración que produce una oruga cuando se come sus hojas, y que responden al estímulo de esta vibración fabricando sustancias químicas de defensa incluso cuando la oruga no está presente.

Una imagen del experimento de Appel y Cocroft. La oruga está comiendo una hoja. Mientras, en otra se ha fijado un pedazo de cinta reflectante para medir la vibración producida con un láser. Foto de Roger Meissen.

Una imagen del experimento de Appel y Cocroft. La oruga está comiendo una hoja. Mientras, en otra se ha fijado un pedazo de cinta reflectante para medir la vibración producida con un láser. Foto de Roger Meissen.

Appel y Cocroft utilizaron un vibrómetro láser para grabar las vibraciones de las hojas de plantas de Arabidopsis thaliana –el ratón vegetal de los laboratorios– al ser devoradas por las orugas de una mariposa conocida como blanquita de la col (Pieris rapae). El ataque provoca en la planta una respuesta química que incluye la producción de glucosinolatos –compuestos que producen aceite de mostaza– y antocianina, ambos identificados como sustancias de defensa contra los insectos. A continuación los investigadores reprodujeron estas oscilaciones en otras plantas utilizando un sistema piezoeléctrico, que transforma el campo eléctrico en una acción mecánica, y descubrieron que la mera reproducción de las vibraciones también provocaba la respuesta defensiva, algo que no ocurría cuando las plantas escuchaban otros ruidos como el viento o el canto de insectos, ni cuando las dejaban en silencio.

Según Appel, «las investigaciones previas han mostrado que las plantas responden a la energía acústica, incluyendo la música». «Sin embargo, nuestro trabajo es el primer ejemplo de cómo las plantas responden a una vibración ecológicamente relevante», añade la investigadora. «Descubrimos que las vibraciones producidas por la alimentación de la oruga señalizan cambios en el metabolismo de las células de la planta, creando más sustancias químicas defensivas que pueden repeler los ataques de las orugas».

Llegados a este punto, cualquiera podría pensar que la respuesta de la planta es completamente inútil, ya que, de hecho, la oruga se la come. Los científicos descubrieron que al exponer las plantas al sonido del agresor, estas quedaban preparadas para un ataque real, ya que su aumento en la producción de algunas sustancias protectoras se disparaba cuando la oruga comía la planta que había sido advertida de esta manera. Es decir, que según los investigadores el sistema actuaría como una señal de alarma a larga distancia que alertaría a las plantas aún no atacadas para responder con mayor eficacia en caso de agresión. Según estiman los científicos, en una situación real la respuesta llegaría a reducir de un 15 a un 20% la infestación de orugas en las plantas advertidas.

El vídeo que inserto más abajo resume el trabajo de los científicos. Está en inglés, pero quienes no conozcan el idioma al menos podrán escuchar el inquietante mordisco de la oruga que alerta a las plantas. Y por si alguien se está preguntando qué fue de la referencia a El incidente con la que comenzaba este post, y en qué queda con todo esto la verosimilitud de la película, numerosos estudios anteriores (por ejemplo aquí, aquí y aquí) han demostrado que las plantas utilizan sustancias volátiles para comunicarse entre distintas partes del vegetal y entre unos individuos y otros. Por último, para ayudar a la reflexión, simplemente dejo aquí una frase del libro Neurotransmitters in plant life, escrito por la científica de la Academia de Ciencias de Rusia Victoria V. Roshchina:

Acetilcolina, dopamina, norepinefrina, epinefrina [adrenalina], serotonina e histamina, conocidos colectivamente como neurotransmisores, se han encontrado no solo en los animales, sino también en las plantas.

¿Siguen pensando que el argumento de El incidente es solo una fantasía absurda?

¿Tienen las plantas otra forma de inteligencia?

Bárbol, el Ent, en la trilogía cinematográfica de 'El señor de los anillos' dirigida por Peter Jackson. New Line Cinema.

Bárbol, el Ent, en la trilogía cinematográfica de ‘El señor de los anillos’ dirigida por Peter Jackson. New Line Cinema.

Los Ents son pastores de bosques, criaturas gigantes de aspecto vegetal que habitan la Tierra Media y que a menudo rematan sus vidas muy longevas echando raíces y convirtiéndose en verdaderos árboles. Tienen otra noción del tiempo más pausada que la nuestra: para ellos, una deliberación de tres días es casi una improvisación acelerada. En estos personajes, John Ronald Reuel Tolkien acertó a encajar ese sentido casi de eternidad, o al revés, de nuestra propia fugacidad, que nos punza cuando contemplamos los árboles que ya estaban frente a la casa de nuestros abuelos cuando ellos nacieron, y que seguirán allí cuando nuestros nietos hayan muerto.

Las plantas manejan el tiempo y el espacio de formas muy diferentes a las nuestras. Nosotros nos movemos rápido y pasamos deprisa. Para llegar a cualquier lugar, necesitamos desplazarnos, y para reproducirnos no nos basta con esto, sino que estamos obligados a embutir físicamente los gametos en el interior de un recóndito bolsillo corporal de otro miembro compatible de nuestra especie. Nuestra arquitectura está centralizada, con un núcleo operativo, el cerebro, que procuramos mantener lo más alejado posible del suelo; y necesitamos conservar nuestra estructura lo más intacta posible para seguir vivos.

Frente a todo esto, las plantas representan casi todas las alternativas opuestas. Su tiempo transcurre muy despacio. No se mueven, sino que el mundo pasa a su alrededor. Pueden expandirse dispersando sus gametos en el viento, evitando la molestia de buscar pareja. Hace millones de años ya inventaron ese modelo de arquitectura en nube que los humanos acabamos de descubrir para nuestros sistemas de información: su estructura es modular y descentralizada; pueden perder una parte, o casi todas, sin que afecte a su supervivencia. Y a pesar de que no dependen de un solo núcleo operativo, su órgano más esencial está enterrado en el suelo a buen recaudo. Así han logrado triunfar sobre el tiempo y el espacio: algunos ejemplares llevan miles de años sobre esta roca mojada, alcanzando alturas de cien metros como las secuoyas de California, extensiones de copa de miles de metros cuadrados como el baniano Thimmamma Marrimanu en India, e incluso son capaces de formar un solo organismo clónico con miles de tallos unidos por las raíces cubriendo un bosque entero, como los álamos temblones conocidos colectivamente como Pando, en Utah (EE. UU.). Entre Ibiza y Formentera existe una pradera de Posidonia formada por una sola planta de ocho kilómetros de longitud cuya edad se estima en 100.000 años.

¿Realmente creemos que nuestras opciones son mejores? Tal vez por tratarse de un estilo de vida tan radicalmente contrario al nuestro, es posible que el conocimiento y la comprensión científica que hemos alcanzado sobre las plantas sean inferiores a los que tenemos de otros parientes vivos más cercanos. Y es posible que esto esté cambiando. En diciembre pasado, el influyente semanario The New Yorker publicó un extenso reportaje del escritor y periodista Michael Pollan titulado The intelligent plant («La planta inteligente»). En el artículo, Pollan recordaba la oleada de mitología nuevaerista sobre la sensibilidad vegetal surgida a raíz de un libro publicado en 1973 y titulado La vida secreta de las plantas, en el que, entre otros, se narraban los experimentos realizados por un experto en polígrafo de la CIA llamado Cleve Backster, que afirmaba haber detectado reacciones en las plantas no solo en respuesta al daño directo, sino también a la intención de un humano de hacer daño. Según Backster, una planta había sido capaz incluso de reconocer al asesino de una compañera en una rueda de sospechosos.

En su artículo, Pollan recordaba que las arriesgadas hipótesis defendidas en La vida secreta de las plantas no solo no han encontrado respaldo científico, sino que han sido ampliamente ridiculizadas. Pero seguidamente, el autor aportaba extensa documentación y declaraciones de científicos que atribuyen a las plantas insospechadas capacidades de «cognición, comunicación, procesamiento de información, computación, aprendizaje y memoria», y que algunos expertos, con la firme oposición de otros, han encajado en la controvertida denominación de neurobiología vegetal. Las plantas, repasaba Pollan, poseen entre quince y veinte sentidos corporales, incluyendo análogos de nuestros cinco, y reaccionan en consecuencia: huelen y prueban estímulos químicos en el aire o en sus cuerpos; ven la sombra, la luz y sus distintas longitudes de onda; tocan objetos a los que se agarran; y, además, oyen: en un sorprendente experimento, la investigadora de ecología química de la Universidad de Misuri (EE. UU.) Heidi Appel mostró que una planta fabricaba sustancias de defensa cuando en su presencia se reproducía la grabación del sonido de una oruga devorando una hoja. Pollan enumeraba ejemplos documentados de cómo las plantas se comunican entre ellas mediante señales químicas, cooperan con miembros de su especie, reconocen a su parentela, nutren a su descendencia, e incluso intercambian información con otros seres vivos, como ciertas especies que responden al ataque de las orugas emitiendo un compuesto que atrae a las avispas parasitarias, las cuales depositan sus huevos en el cuerpo de los atacantes.

De la lectura de toda la información recopilada por Pollan, no puede negarse que estamos asistiendo a una progresiva revelación de capacidades en las plantas que no creíamos posibles. De hecho, subrayaba el autor, ahora el debate se centra más en la terminología a emplear que en cuestionar las pruebas desveladas. Lo que para unos es aprendizaje y memoria, para otros es habituación y desensibilización. Lo que para unos es intención o voluntad, para otros es simple tropismo. Lo que para unos es toma de decisiones, para otros es respuesta adaptativa. Lo que para unos es percepción de dolor, para otros es ruido fisiológico. Lo que para unos es inteligencia vegetal, para otros es solo la respuesta a una programación evolutiva. Pero según señalaba Pollan, incluso los científicos más reticentes a animalizar las nuevas capacidades descubiertas en las plantas se muestran dispuestos a aceptar la etiqueta de «comportamiento inteligente», asimilándolo a la conducta colonial en los animales.

Bayas de agracejo, 'Berberis vulgaris'. Steffen Hauser / botany photo.

Bayas de agracejo, ‘Berberis vulgaris’. Steffen Hauser / botany photo.

Un nuevo estudio publicado en marzo en la revista The American Naturalist viene a aportar una muestra más de lo que sus autores no tienen reparo en calificar como «inteligencia vegetal». Un equipo de investigadores de la Universidad de Gotinga y el Centro Helmholtz para la Investigación Medioambiental, en Alemania, ha descubierto un nuevo caso de «toma de decisiones complejas» en las plantas. Los autores han estudiado un arbusto llamado comúnmente agracejo (Berberis vulgaris), distribuido por toda Europa y que produce unos llamativos frutos rojos. La planta sufre el ataque de un parásito, una mosca de la fruta llamada Rhagoletis meigenii, que inyecta sus huevos en las bayas. Estas pueden contener una o dos semillas. Si la larva sobrevive, puede echar a perder todas las semillas del fruto. Sin embargo, la planta posee la capacidad de abortar sus semillas condicionalmente; si aborta una semilla, el parásito que la infesta también morirá, salvando así la segunda semilla si existe.

Los investigadores examinaron unas 2.000 bayas recogidas en distintas regiones alemanas. Tras introducir los datos de campo en un modelo informático, descubrieron que el 75% de las bayas con dos semillas abortaban la semilla infestada. Por el contrario, solo el 5% de las bayas que contenían una única semilla hacían lo mismo. «Esta estrategia proporciona un beneficio adaptativo si el hecho de abortar puede prevenir la coinfestación de una semilla hermana, y si el hecho de no abortar una sola semilla infestada, pero que pueda sobrevivir, ahorra los recursos invertidos en la envoltura del fruto», interpretan los científicos. El director del estudio, Hans-Hermann Thulke, explica: «Si el agracejo aborta un fruto con solo una semilla infestada, todo el fruto se pierde. En su lugar, parece especular que la larva podría morir naturalmente, lo cual es una posibilidad. Una ligera opción es mejor que ninguna en absoluto». Así, los autores concluyen que «las pruebas ecológicas de una compleja toma de decisión en las plantas incluyen una memoria estructural (la segunda semilla), un razonamiento simple (integración de condiciones internas y externas), conducta condicional (la acción de abortar), y la anticipación de riesgos futuros (la depredación de semillas)». Thulke añade: «Este comportamiento anticipatorio, en el que se sopesan las pérdidas estimadas y las condiciones externas, nos ha sorprendido mucho. El mensaje de nuestro estudio es, por tanto, que la inteligencia vegetal está entrando en los dominios de lo ecológicamente posible».

La mosca de la fruta 'Rhagoletis meigenii' deposita sus huevos en las bayas del agracejo. Janos Bodor.

La mosca de la fruta ‘Rhagoletis meigenii’ deposita sus huevos en las bayas del agracejo. Janos Bodor.

Un sorprendente dato adicional es que, al parecer, la estrategia del agracejo funciona: esta planta tiene un pariente americano, la uva de Oregón o mahonia (Mahonia aquifolium), originaria de Norteamérica y presente también en Europa desde hace unos 200 años. Los científicos descubrieron que en esta especie, que carece del mecanismo de defensa del agracejo, la infestación por la mosca alcanzaba una densidad diez veces superior que en su prima europea.

¿Adaptación? ¿Programación evolutiva? ¿Toma de decisiones? ¿Inteligencia? No cabe duda de que el debate continuará a medida que la ciencia vaya desvelando la auténtica vida secreta de las plantas. Y esta discusión terminológica no es algo trivial, ya que de ello pueden depender sus repercusiones más allá del ámbito científico. Como ejemplo, la Constitución de Suiza insta a respetar la dignidad de los seres vivos, entre los cuales se mencionan específicamente las plantas. Para esclarecer el posible desarrollo legal de este artículo, el gobierno encargó un estudio al Comité Federal de Ética en Biotecnología No Humana. El resultado fue un documento publicado en abril de 2008 bajo el título The dignity of living beings with regard to plants: Moral consideration of plants for their own sake («La dignidad de los seres vivos con referencia a las plantas: consideración moral de las plantas por su propio bien»). Y aunque el punto de partida para el estudio era la investigación en biotecnología vegetal, el informe fue mucho más allá al afirmar, entre otras cosas, que es «moralmente inaceptable causar daño arbitrario a las plantas», poniendo como ejemplo «la decapitación de flores silvestres junto a la carretera sin un motivo racional».

El documento suizo provocó una sacudida en los medios científicos. Un artículo en la revista Nature expresó su preocupación por la posibilidad de que la investigación en biotecnología vegetal quedara seriamente cercenada en Suiza, ya que «todas las solicitudes de ayudas en biotecnología vegetal deberían incluir un párrafo explicando hasta qué punto se considera la dignidad de las plantas». En especial, proseguía el artículo, el comité definía como ofensivos hacia las plantas los experimentos que les hacen «perder su independencia, por ejemplo interfiriendo en su capacidad para reproducirse». En la revista Plant Signaling & Behavior (la publicación de la sociedad científica que investiga la existencia de capacidades avanzadas en las plantas), su entonces editor asociado y biólogo de la Universidad de Haifa (Israel) Simcha Lev-Yadun expresó su protesta en un artículo titulado Bioethics: On the road to absurd land («Bioética: el camino hacia tierra absurda»). «Con nuestra comprensión creciente del comportamiento de las plantas, o como llamamos a esta área científica emergente, neurobiología de plantas, será fácil ver cómo esto se convertirá en la próxima frontera para los activistas extremos», advertía Lev-Yadun. «El problema es que, una vez que el extremo se convierte en el estándar, los activistas buscan nuevos horizontes».

El artículo de Lev-Yadun tuvo respuesta en la misma revista por medio de otro texto titulado The dignity of plants («La dignidad de las plantas»), obra de la bióloga, ambientalista y activista Florianne Koechlin, miembro del comité suizo que produjo el informe. «No sabemos si las plantas son capaces de sensaciones subjetivas. No hay demostración científica de que las plantas sientan dolor. Pero está bastante claro que no podemos simplemente descartarlo. Hay pruebas circunstanciales de esto, pero no una cadena completa de pruebas», escribía Koechlin. «Hasta ahora, las habilidades de las plantas para percibir su entorno han sido ampliamente subestimadas». Y agregaba: «Que las plantas tengan derecho a dignidad no debería reducir o limitar su uso. Ni debería prohibirse la investigación. Del mismo modo que el reconocimiento de la dignidad de los animales no significa eliminarlos de la cadena alimentaria o prohibir la investigación con ellos. La dignidad significa mucho más que eso cuando se refiere a las plantas; como con los animales, se deben considerar los principios de proporcionalidad».

Entre el descubrimiento y el escepticismo, el concepto de neurobiología vegetal va ganando voz en la literatura científica, en la curiosidad del público e incluso en influyentes foros de pensamiento innovador como las conferencias TED. Muestras como el vídeo que acompañaba al reportaje de Pollan en The New Yorker, y en el que cuesta ver tan solo un tropismo mecánico, hacen que sea difícil seguir pensando en las plantas como simple mobiliario terrestre. E incluso continuar ignorando impávidos que, cuando hincamos el diente a un vegetal crudo, estamos comiéndonos un ser vivo… vivo.