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Mi yo

Por Sara Levesque

 

A veces escribo para mi yo, como esta noche. Cuando eso ocurre, me fascina la sensación que produce el sabor de un cigarro de madrugada. La primera calada, en especial. El humo, al ascender, dibuja las letras de su nombre en trazos barrocos. La toxicidad del tabaco se suma a la suya; así duele menos. Se escapó como se escapa esta neblina venenosa por mi ventana abierta.

Se está levantando aire… Es la anticipada brisa en una noche con estrellas en la que yo me he estrellado. Un gran tapiz salpicado de lentejuelas. Cada una me recuerda a sus casi inapreciables pecas. Y las dos relucientes Osas, las orillas de su busto, perdidas en el horizonte como esas constelaciones.

El humo me envuelve como se arremolinaba ella a mi cintura cuando solía abrazarme; consentía todos sus arrumacos. Al darme la vuelta, me perdía en su mirada, deseando besarla hasta olvidarnos. Deseando acabar, cómo no, enredadas bajo la sábana. Deseando que me susurrara tenues caricias en otro idioma, uno nuevo que había aprendido. Deseando confirmar que sonaba delicioso desde sus labios. Sonaba lindo. Deseando respirar con un siseo aspirado, como si al tocarla estuviese ardiendo y quisiera incinerarme a su lado.

Era muy prudente cuando tenía que serlo. Y la más puta cuando se lo pedía el cuerpo, como al irse corriendo, en el sentido menos visceral de la expresión: no el fisiológico, sino el que implicaba una mudanza.

Ahora me consuelo besando el filtro cada noche. Para ser sincera, si este es exquisito, su sabor debía de ser la hostia.

Envuelta en estos pensamientos, comprendo cómo sería la triste, pero breve vida de mi cigarro. Imaginé que permanecería en silencio con él olvidado en mis labios temblorosos. El furioso viento lo fumaría por mí. Dos gruesos ríos encharcarían el maquillaje de mis mejillas. Lloraría sin pronunciar ningún sonido. Sin aspavientos. Lloraría muerta en vida con un llanto enigmático, mudo, casi anónimo.
Recordaría cómo Mimi, durante años, se expresó con tanta seguridad en sí misma que la creí. Siempre habló mucho; nunca dijo nada. De igual modo, me tragué sus mentiras.

Observaría, con el aire otoñal bailando en estado salvaje junto a mi pelo castaño, cómo mi otra mitad se alejaba cada vez más calle arriba. Así vería mi futuro en aquel momento: cuesta arriba.

Me sacaría de la boca lo que quedase del cigarro y lo arrojaría al suelo con furia, apuñalándolo hasta la muerte con el tacón de mi zapato. Con el otro pie pisaría mi propio corazón, que Mimi habría dejado resbalar hasta el suelo el día que se lo regalé. Entonces, comenzaría a llover. Caería en la ciudad un chaparrón de recuerdos en forma de afilada y afónica llovizna. Las nubes esconderían el cielo tiñendo el día de oscuridad. Sería algo más que negro, parecería el antónimo de la luz. El agua acabaría por enterrar los restos del pitillo, poniendo punto y final a dos historias de amor que empezaron donde lo hacen todas: en los labios de alguien especial.

© Sara Levesque

 

Allí estaba yo

Por Sara Levesque

 

Olvidé cómo sonreír hasta que me miró, enseñándome que los labios también pueden estirarse hacia arriba y atrás. Algunas veces nos rozábamos las manos casi sin tocarnos, como si se susurrasen secretos. Como si su piel quisiera fundirse con la mía, pero solo a pellizcos. O viceversa. Y algunas veces se levantaba brisa, acercándome el afrutado olor a romero de su pelo, encantando con su exquisito veneno a todo mi ser.

Con mi compañera de vida quise empezar de cero y no salió bien. Con mi musa me hubiese gustado empezar de verdad, hacer las cosas con buen pie. O mejor, con otros pies. No fuera que, por usar los de siempre, me llevasen al mismo camino en que una vez me perdí.

A veces la observaba, preguntándome qué clase de encantamiento poseía. Y por qué me embrujaba tanto. Y yo me sentía dichosa al descubrir que, en realidad, me daba igual si lo averiguaba o no.

Me agradaba pensar que algún día nuestra complicidad secreta se desvelaría y podríamos llegar a casa, echar un polvo salvaje para saciar nuestro instinto animal y, después, hacer el amor para acariciarnos el corazón con nuestro dedo corazón…

Porque ella y yo hablábamos desde el mismo sitio: desde nuestros corazones. Lástima que su conversación fuera contradictoria. Mi corazón permanece en el pecho. Cuando late, es todo bondad. El tuyo tenía forma de dedo. Cuando lo alzaba, era pura realidad.

Y entre toda esta bruma ahí estaba yo siempre, en el metro, como casi cada día. En uno de mis vistazos inconscientes conseguí distinguirla entre el gentío. Quise llamar su atención, pero mi voz se tropezaba con la muchedumbre sin alcanzarla. Entonces, metí la mano en el bolsillo y saqué mi arma para apuntarla: un lápiz. Un raquítico trozo de carboncillo rojo y beige. Un pobre diablo de grafito con la punta agónica.

Estaba casi consumido, como mis días buscándola. Le susurré con él a mi libreta, emborronada hasta el último recuadro. Repleta de sueños garabateados.

Lucía su abrigo verde y mi corazón realizó un salto mortal al recordar. Parecía despreocupada, a pesar de la multitud enfermiza del vagón. Del hombro le colgaba una mochila roja con forma de búho, de esas que estaban de moda. Y llevaba la boina color camel que le regalé. Igual que la que yo uso a veces, solo que la mía era granate. Estaba tan preciosa… Sí, fue muy mortal.

La vi, me fijé bien en ella, y comencé a escribirla de mentira. Porque, en realidad, no era ella, solo una que se le parecía. Una que intentaba imitarla y casi lo consigue. Una broma de muy mal gusto.

Allí estaba yo, viéndola en la vida pasar. Viendo qué guapa estaba, maldita sea. Viendo qué lejos andaba, maldita sea. Viendo cuánto hablaba, maldita sea. Viendo qué tajante era, maldita sea. Viendo qué bien olía, maldita sea. Viendo cómo la extrañaba, maldita sea. Viendo qué bien sonreía, maldita sea. Viendo qué gran artista era, maldita sea. Viendo que tenía novia, maldita sea. Viendo cómo la quería, maldita sea(s). Y entre tanto vistazo falso descubrí que observarla en el tiempo era como ver la fotografía más hermosa del mundo, aunque estuviera vacía de su esencia.

© Sara Levesque

 

 

De paso en paso

Por Sara Levesque

 

Descubrí el estilo menos doloroso para hablarle. Son las palabras escritas desde el corazón herido de una joven con alma de poeta maldita, o una maldita poeta con el alma joven. Tropecé con este método de confesión antes de que la locura del silencioso amor perdido pudiera conmigo. Esta costumbre abarrota mis días huecos. Y sobrevivo acariciando las letras en las que una vez ella y yo nos unimos.
No se trata de una verdad a medias. Tan solo es una doble mentira.

Y es que nunca conocí a una mujer más tranquila y atractiva que ella. Era… No sé cómo era porque abarcaba todo. No existía en el diccionario un adjetivo con la envergadura suficiente como para definirla. Formaba un conjunto con todos los atributos bonitos y, a la vez, con ninguno de ellos.
Creí que la había encontrado. Me refiero a ella. A mi compañera de vida. Era maravillosa y siempre estaba pendiente de mí. Pero, como una intrusa, se cruzó en mi abstracta ruta difusa la más confusa de las musas. Una musa sin excusa. O con todas ellas. Llegó con su misterio, rompiendo mis esquemas. Ya de por sí son frágiles. Mucho. Demasiado. Con ella cerca, cada vez que armaba dos piezas y buscaba la tercera, tropezaba con su olor. Él fue el motivo que derrumbó mi puzle interior.

Desde el primer vistazo su boca me ha llamado. Ignoraba lo que sucedía en mi mente cuando apreciaba con lentitud sus labios que, ni muy gruesos ni apenas visibles, absorbían la poca vida que me quedaba. Al contemplarlos, sentía el impulso de probar su sonrisa. Resultaba una mujer adorable cuando paseábamos por la ciudad y miraba a su alrededor con timidez en medio de la multitud, como si temiera que la devoraran, agarrándose de mi brazo hasta que nos escabullíamos de la jauría. Eso sí, jamás dejaba de sonreír. Con la seducción de sus gestos al caminar yo titubeaba; paseaba al ritmo de una música que el mundo oía, pero solo ella escuchaba. Era espontánea, natural. Hasta encontré entrañable su manera de hablar con la boca llena de patatas fritas haciendo el aspersor y escupiéndome sin querer algún que otro perdigonazo de comida.

No me importaba darme un paseo extra en el metro si con ello seguía disfrutando de sus anécdotas, sin dejar de escuchar hasta la última palabra que se le ocurriera decir, porque me dejaba tan absorta que me equivocaba de trasbordo. Aunque me supusiera llegar a casa dos horas más tarde, elegía acompañarla a donde fuera que se desviase sin que se notase demasiado que deseaba seguir regocijándome de su compañía un poquito más.

O que resultase que íbamos por el mismo camino y cuando me tocaba desviarme y a ella no, fingir que a mí tampoco. Me agradaba comprender que su paso era más rápido que el mío y hacer un esfuerzo por acoplarme a sus zancadas, porque llevaba prisa y yo resido desde siempre envuelta en la parsimonia. Gracias a ello, descubrí nuevos rincones de la ciudad. Opté por ignorar mi rutina repetitiva de transitar la acera que ya conocía de memoria, desganada, para seguir la aventura que me ofrecía sin ser consciente de ello. Eso me ha pasado varias veces, solo que doña Musa nunca lo supo.

Al deleitarme con su compañía en esos instantes extra, me podía ir a casa soñando con su inspiración.
No me importaba hacer el ridículo de manera tan absurda si con ello ganaba nuevos momentos a su lado. Me encantaba que me llevase a perderme junto a ella, aunque no supiera que estaba perdida.

© Sara Levesque

 

Por tierra

Por Sara Levesque

 

Recuerdo algo muy del principio. Por las tardes, cuando salía a buscarla a nuestra boca de metro preferida, iba bien arreglada, maquillada y oliendo a perfume del bueno, nada empalagoso. Ante un par de cervezas, hablábamos hasta que la noche nos envolvía. Con mi sonrisa procurando mantenerse firme, le escuchaba decir lo feliz que era con esa novia suya que tanto le hacía reír. Después, íbamos hasta la calle del Cariño Maldito nº 13 para despedirnos y yo regresaba a casa sola. Es decir, sin ella a mi lado, con toda la ropa rasgada, embadurnada de barro porque, sin proponérselo, había tirado por tierra mi esperanza. En mi cabeza no se sostenía ningún pensamiento vivo ni cordura alguna, el eco de sus palabras asesinaba una y otra vez cada una de mis ilusiones. Hoy estoy aquí a veces de pie, a veces sentada. Siempre culpándome con orgullo de, por nosotras, no haber hecho nada.

No imaginas cómo me asustaba darle la vuelta a mi vida, ponerla del revés. Girarla por completo en sentido contrario. Me aterraba todo eso, pero había algo que me horrorizaba mucho más que encontrarme a mí misma: perderla para siempre. Porque ya no sabría vivir una vida real si no estaba ella para llamarme por mi nombre y decirme que lo era; para bajarme de las nubes, donde tantas veces escuchaba su poesía. Rompería con ansia con todo lo que no fuera ella. Me mudaría de casa, de rutina y hasta de vida si eso significaba compartirla junto a sus amaneceres.

Y que si no salía bien la hostia la sabríamos sobrellevar porque, al menos, no callaría, no callaríamos, y sí lo intentaríamos. Siempre es mejor un «no» a tiempo que un silencio a destiempo. Demasiados años tardé en aprender esa titánica lección. Y es que la peor droga es el silencio que se prorroga. ¿No lo vio? ¿No vio que tropecé una y otra vez con sus ojos henchidos de miel? Me caí de boca en su mirada y acabé perdida entre tonos oliva y pardos. La mezcla de colores de esa gama era tan incoherente que pude permitirme el lujo de unirme a la locura, descarriándome para siempre en ellos sin parpadear. Agarrarme a sus pestañas, que fueron el último sustento que me quedó para mantenerme en pie. Nadar cuando llorasen, de risa o de pena, pero siempre dentro de ella. Sus ojos eran especiales, como todas sus demencias.

La noche en que la vi marchar dejé de vivir y empecé a soñar. Por mucho que me intenté engañar me dije «basta, no llores más». Si aún me queda camino por andar quiero recorrerlo sin más pesar. Su recuerdo no hizo más que flotar en mi forma de razonar. Una mujer, otra tal vez y otra más no bastaban para olvidar el dulce brillo de su pestañear, que jamás me dejó de hipnotizar. Preguntas sin respuesta, sin importar, aun así me logró inspirar. Nunca la he dejado de amar. ¿No lo vio en mi mirar?

 

© Sara Levesque

 

Reloj de arena

Por Sara Levesque

 

A través del cristal empañado por mi vaho, en el retiro de la noche, podía observar la luna, ese gran globo de porcelana al que cada velada le confesaba mis secretos. No necesitaba de un diario de papel, como la gente corriente. Yo no soy así, no soporto seguir el guion. Por eso me desahogaba con la luna. Ella era la única que quería escucharlos. La única que podía sostenerlos.
Aquella pelota de luz iluminaba el dormitorio, eliminando la profunda oscuridad y haciendo entrar en calor mi ánimo. Una esfera albina con sus virtudes y defectos. Con su verdad y su reverso. Un astro de perla en aquel pedacito de firmamento que era, para mí, mi cielo privado. Es donde sigo guardando con cariño su encanto. Aunque yo me sienta más sola que su cara oculta.

Qué horrible eso de que te duela alguien a quien quieres porque ese alguien nos ha dejado de querer, ¿verdad? O prefiere querer a otra que es más alegre, está más cerca o más viva. Otra que no sufre sus días dando un paso atrás. Otra que no huye hacia adelante.
El rechazo de alguien a quien amas es un tipo de muerte en la que no llegas a morir del todo. Solo agonizas entre estertores hasta que el de la guadaña se apiada de ti.
Y cuando mi musa duele, en cierto modo es bonito. Está bien. Durante mucho tiempo, en un reloj de arena que contabilizaba desiertos a los que dar la vuelta, taché con tinta invisible en un calendario que no acababa nunca los días que faltaban para su regreso sin saber si ese día había nacido. Si existía. Como si estuviese tan solo a unas semanas. A la vuelta de la esquina. En este caso, la esquina era circular. Se me antojaba un bucle sin fin.

Visité de continuo sus fotografías. Esas en las que salimos juntas. En realidad, solo son dos. El motivo era porque experimentaba confort al comprender que, en algún momento, le apetecía sentirme cerca. A mí, ese momento me dura todavía. Así deduzco que mereció la pena el dolor que dejó.
Y a lo mejor se acaba de poner a llover para que tengamos frío y la excusa perfecta para abrazarnos. Eso no tiene sentido… Porque cuando aquí llueve, yo miro al oeste desde mi ventana, preguntándome por qué no nos mojamos juntas. Miro al oeste porque ahí es donde ha elegido vivir. Al oeste de Madrid. Al oeste de Portugal. Al oeste del océano. Y mucho más al oeste del mundo.
Me quedaría abrazada a la boca de la primera mujer que me sonriese, con tal de volver a sentir algo del calor que se llevó. A veces olvido lo imposible que fue.

Muchas veces pensé en hacer las cosas mal, para variar. En dejar de ser políticamente correcta y matar a la niña buena. Permitir que mi lado salvaje la estrangule y poder sacar las garras. En no negarme más placeres para que los demás se sientan bien, aunque eso suponga que yo me quede hecha una mierda. En ser feliz por una vez en mi atormentada vida, por si acaso me muero mañana o dentro de un par de horas. Solo por eso.
A pesar de todas las dudas, miedos, inseguridades y lo que coño vaya a pasar, me cansé de guardar silencio o esperar a que ella diera un paso. Comprobar cómo su relación avanzaba mientras yo permanecía en la retaguardia viéndola marchar.
¿Por qué me encerré en mi habitación ante el ordenador para escribirla, intentando engañarme diciéndome que estaría pensando en mí cuando al despedirse no me veía al mirarme? Podría compartir una copa con ella, un cigarro olvidado de la época en que las dos fumábamos o, simplemente, charlar a través de las pupilas. No. Muchas miradas secretas y mucha tontería, pero no sonó redoble de las trompetas anunciando mi valentía…

 

Me dejé amar

Por Sara Levesque

 

Tengo una tragedia particular: mi radar está estropeado; amo lo equivocado. Amo más mi arte, los relatos y escritos que con él compongo. Los escribo con miedo en vez de tinta. Y, a veces, sangro en el papel, retratando sobre él mis viejas heridas, que no son tan viejas. Adoro, amo incluso mi propia cobardía más que a la mujer que provoca esos sentimientos, más que a aquella que inspira cada palabra que me gotea a coágulos del corazón. Nunca he podido perdonármelo. Supongo que por eso le sigo escribiendo. No sé si busco su perdón o el mío.

Me dejé amar por una mujer que no me amaba. Caí yo sola en la suicidante boca del lobo y lo hice con una gran maestría. Su sonrisa no la puedo olvidar. Al mismo tiempo, tampoco la recuerdo. Me pregunto veinticuatro veces al día por qué la sigo queriendo. Qué extraño es esto del amor…

Quise demasiado… Quise tocar esa sonrisa, agarrar la mano que la censuraba y apartarla despacio para que todas las personas pudieran admirar su poder. Para que fueran testigos de una de las maravillas del mundo.

Existió una época en que posábamos felices para aquellas dos fotos, dejando caer con dulzura un brazo por encima de nuestros respectivos hombros, sujetando con la otra mano el ejemplar de un libro en concreto, como si fuéramos un matrimonio y el poemario nuestro hijo único. Un matrimonio del que solo sobrevivieron recuerdos que no se pueden tachar.

Un enlace que ya no es nuestro nexo común porque el tiempo lo deshilachó. Porque ella y yo preferimos casarnos con la escritura en vez de entre nosotras, que sería lo adecuado.

Optamos por tener cada una sus propios libros por el camino.

Cada vez que el cuentagotas permitía que coincidiéramos, nos tapábamos la boca de emoción. Cada una se tocaba su propia sonrisa. Era chocante. No le aguantaba la mirada mucho tiempo, evocarnos de nuevo me resultaba excesivo. Y solo soy capaz de besarle los recuerdos sin poder recordarnos a besos.

Perdí el tiempo mirándola a los ojos a través de los reflejos de los espejos que me iba encontrando. Buscándola en la nada como si fuera una demente. Abandonada en el punto donde la ciudad besa al horizonte. Un beso sin pasión, desperdiciado en un lugar opuesto al mío.

A ella le complace vivir al otro lado del mundo y yo no tendría problemas en darle la vuelta al mío para confundirme junto a su peculiar locura. Pondría patas arriba mi vida encantada, complicándome los días, compartiendo ese desorden a su lado. La vida da muchas vueltas, tantas como veces puedas curvar tu boca en una sonrisa.

Ahora que está tan lejos y yo soy un poco más valiente, me atrevo a observar a las personas del mundo exigiendo sin descanso su mirada en los ojos de los demás. Porque en los espejos solo queda su eco residual. Y yo no soporto volver a perder el tiempo. No soporto bailar sin la melodía de sus latidos. Prefiero hablar con ella y tropezarme con mi propia sinceridad que seguir en silencio sin que sepa a ciencia cierta lo que ocurre en el fondo de mi pecho. Solo siendo testigo de que vivo en equilibrio, como un tentetieso, bailando a veces a un lado y a veces a otro sin dejar de estar en el mismo lugar atascada. Un lugar desde el que vería más claro nuestro futuro si me arrancara los ojos.

Así era amarla (parte II)

Por Sara Levesque

 

Amarla implicaba que era imposible olvidarla. Si me llamaba «pequeña», me era imposible olvidarla. Si se acercaba hasta mí con su sonrisa de la mano, me era imposible olvidarla. Si me miraba desde sus ojos inocentes, me era imposible olvidarla. Si escuchaba la canción que tanto le gustaba, me era imposible olvidarla. Si llovía, me era imposible olvidarla. Si, además, me preparaba un café, me era imposible olvidarla. Si cerraba los ojos, me era imposible olvidarla. Si los abría, me era imposible dejar de verla en las caras de los demás.

Qué quieres que te diga, Lector… Me era imposible olvidarla. Pero no dejar de escribirla. Como expresé al inicio, solo soy una escritora a la que no conoce nadie que se pasa los días intentando reescribir su vida. En círculos, dando vueltas a sus errores en bucle. Y poniendo a ese error el nombre de otras mujeres para no recordar el de verdad porque duele demasiado.

Así, ella podría seguir con su vida y yo recuperar el rumbo de la mía. ¿Por qué? Porque solo soy una escritora a la que nadie conoce, que siempre sostiene un pie en el borde del precipicio y el otro en el aire, en duda, sin saber si avanzar o recular.

La verdad es que tengo justo lo que me merezco. SOLEDAD. Noches sin dormir. Durmiendo solo en sueños. Cuando sueño con ella. Por eso no me conoce nadie. Porque solo me quiero para confundirme con mi musa. Porque, sin saber el motivo, cuando la escribo suelto el bolígrafo para seguir trabajando con otro de distinto color, creando así un vaivén de tonalidades que empezó en los matices de su mirada; según le diera la luz, sus ojos eran miel, ocres o café. Todo el espectro de la arena…

No me dejé ser feliz. Siempre quería algo inalcanzable. Parecía necesitarlo para estar contenta. Visitaba sus fotos tres veces al día, como un medicamento que, en vez de curarme, me enfermaba más. Un fármaco del que tenía que tomar el recuerdo de su risa en pequeñas dosis para no desarrollar intolerancia y que no le cayera peor a mi cuerpo.

Era el remedio para no contagiarme de melancolía. Era el auxilio para la tristeza. Si alguna vez me curo, no volveré a pensarla jamás. Ahora, desde esta perspectiva de más de un lustro de distancia, aprecio con precisión que fui una cobarde. Llegué a despreciarme por ello. Casi dolía. Después de un puñado de años solo puedo mirar de lejos sus labios a través de las fotografías que fue dejando por el camino. También esos expresivos ojos. Y acordarme del eco de su voz que se gangoseaba cuando las lágrimas pedían la vez para regar tan otoñal mirada.

Imaginé otra situación en la que dije lo que quería escuchar en vez de repetírmelo en silencio, rebotando sin parar dentro de mi cabeza. Le demostraba lo que llevábamos meses gritando con discreción. Era un secreto a voces. Era un murmullo a veces. Sostener su barbilla con mucha delicadeza, como si sujetase aire, y unir mis labios a los suyos, que tan bonitos versos recitaban. Versos que enamoraban, y así me quedé yo. Tal vez, acabar en su casa o la mía. Y si no, no pasaría nada. La eternidad ha decidido apropiarse aquella velada, aquellas miradas furtivas y apresuradas, casi vergonzosas.

Tuve pánico al espanto de perderla y al final pasó lo que tenía que pasar. Si estuviéramos cara a cara, la abrazaría de manera tan intensa que podría llegar a deshacerla con mi soledad.

Ahora ya no me interesa saber la hora, el día o el mes en que estamos. Me da bastante igual que haya otra en su vida, otra a la que ama y le recita toda la poesía que ha escrito.

Es la musa encarnada de nuestra vida pasada. Desde que se marchó tengo el corazón a dieta. Aquel secreto gutural fue igual que uñas rasgando una pizarra, o un tenedor arañando un plato con mucha rapidez. Como si el plato fuese mi cerebro y los silencios en voz alta, el odiado utensilio.

Así era amarla (parte I)

Por Sara Levesque

 

Imagino que fue tarde para ser sincera, pero al final me atreví. Le dije «te quiero». Es la verdad, la quiero. La quiero pedir perdón, la quiero amar, la quiero soñar, la quiero follar, la quiero sentir, la quiero hacer feliz, la quiero de mil maneras y cada una es más mortal que la anterior.

Imagino muchas cosas, entre ellas, que tiene a otra que se lo dice y su voz suena más convincente que la mía. Madrid, tal y como lo conocía paseando a su lado, ha desaparecido para convertirse en el escenario de una guerra que libramos mi corazón y yo por sobrevivir a nuestro propio pasado.

Había una vez una calle al final de una bifurcación. Era una calle en la que amanecimos, por la que nos perdimos hasta que quisimos. Una calle que conocí tras una cena, una de tantas cenas. Pero no fue una cena como las demás. Ni tampoco una calle igual que el resto. Una calle tras una cena. No sé en cuál de los dos lugares me enamoré.

Está lloviendo y me acuerdo de ella. Lo hago demasiado. Más de lo que debería.

Antes de conocerla no esperaba nada de nadie. Empezaba mi rutina deseando que acabase pronto y pasar al día siguiente para vivir el bucle otra vez. Apenas salía de casa. Cuando no me quedaba más remedio, mis pasos de muerta en vida parecían no querer llegar nunca a su destino. Me arrastraba por la calle, cabizbaja. Me deslizaba con el balanceo del metro, cabizbaja. Y en casa, sobrevivía cabizbaja.

No era por un problema en las cervicales. Simplemente, no tenía ganas de volver a mirar a nadie a los ojos. Ni siquiera a los míos, ante el espejo. Observaba mi pelo, la ropa, los dientes… Lo justo para estar presentable. Todo, menos a los ojos. Me avergonzaba lo que transmitían. Y es que aún me cuesta perdonarme por mi cobardía aquella noche, tan llena de energía y que, al acabarse, acabó también con mi esperanza. Una noche que ella habrá olvidado, pero yo no lo consigo…

Me dolían los ojos de tanto bochorno que escondían. Por eso iba cabizbaja. Un mal día, comenzó a chispear. Llegué a dudar de si llovía en la calle o en mis ojos, empañados por su propio aguacero. Levanté la vista, hecha un nudo, y me encontré con ella. Fue sin querer. Vi cómo sonreía y ya no puedo volver a cerrar los ojos sin que su imagen parpadee flotando. Los días que nos veíamos, me saludaba con una carcajada y así aprendí a hacerlo de nuevo. Por repetición. Porque cuando lo hacía ella quedaba bonito y quise probar a enseñar a mi boca a expresar ese gesto. Al principio, las comisuras de mis labios chirriaban. Luego, se fueron engrasando; en especial, con la lluvia.

Adoro que llueva, como ahora mismo. Algunas chispas de agua me saltan a la cara cuando tengo la ventana abierta para oler el agrisado del clima. Los vecinos me miran raro desde el refugio de sus casas, pero me resbala como resbala el agua por mi rostro. Me relaja sentir el frescor del aguacero en el ambiente. Lo deja todo limpio.

Desde el cielo gotea, pero no hace frío. Sé que nunca más podré sentir las bajas temperaturas mientras me siga calentando con su recuerdo. Mientras me siga durmiendo sintiendo el aroma de su pelo revuelto, anhelando conciliar el sueño con una mano sobre su pecho. Más que por tocarle las tetas, pretendería tocarle el corazón a través de la piel.

Una piel que es la mejor manta que una podría echarse por encima. Una piel exquisita y perfumada, suave, caliente y entregada, como una carretera por la que no me importaría volver a coger el coche para extraviarme.

Esa era ella. Y así era amarla. Era como abrazar el vacío. Un vacío equivocado, un vacío con /b/. Un vacío en el que solo existe la hostia que te das cuando llegas al suelo. Porque la cruda realidad es que no hay nadie abajo para amortiguar tu caída. A nadie le importa que revientes.

Rock & Roll

Por Sara Levesque

 

¡Qué sorpresa cuando me dijo que le encantaba el rock and roll! Se la veía tan delicada y grácil… Como si a las personas como ella no pudiera gustarles el estilo musical más puro que existe.

Me asombré de mi propia comparación, avergonzada. Y deduje, una vez más, que era maravillosa, única. Y me volví a aficionar al rock una temporada, dejando el blues para cuando no estuviera. Así tendría algo de qué hablar con ella mientras buscaba los términos adecuados para decirle «qué guapa estás» en vez de pensarlo a hurtadillas.

Me gustaba porque era sencilla.

La conocí y en mi mente se abrieron los vínculos necesarios para que apareciese cada vez que cerraba los ojos. Si mañana me quedase ciega, seguiría percibiéndola porque ya no existe en mi cerebro sino un poco más abajo, en un rinconcito alrededor del cual sopla siempre mucho aire. Deduje que era tan preciosa que debería estar prohibida; que si alguien pretendiese arrestarla sería yo encerrándole la boca con mis labios.

Los días avanzaban. Dejé pasar uno tras otro, convenciéndome de que al siguiente sería valiente y le diría que me gustaba. Que quería invitarla a un café y perderme en su mirada ilegal. Que ambicionaba el deseo de ser la protagonista de sus poemas más sensuales y de los más desgarradores. Que me gustaba porque era sencilla. Sencilla, que no simple.

Iría, alegre y viva, hacia ella, y le diría de todo menos quejas. Sabía que no soportaba a los quejicas. Le sonreiría; eso era fácil cuando nos mirábamos. La luz de sus parpadeos siempre me invitó a ello, incluso cuando una vez soltó no sé qué historia acerca de una chica que le llenaba el estómago de mariposillas ––y no era yo––. Hasta en esa situación me nacía sonreírle, a pesar de que los celos me pudrían las entrañas. Y cuando reía, le brillaba el sol entre los dientes, ¿lo sabías?

Me sedujo su calma. Y su espontaneidad… Era como saltar al vacío sin importar dónde caer ni si va a doler mucho. Como cuando movía la mano al gesticular y tiraba el objeto con que se topaba, rompiéndolo. Con ese ademán involuntario armaba un desorden que a cualquiera le daría ganas de desarmarla a gritos. A mí no. Yo me rompía, pero en carcajadas.

Me hacía reír incluso cuando miraba mi teléfono y veía que la llamada que esperaba seguía perdida; cuando el silencio de mis proyectos era lo único que me sonaba; cuando estaba de inmundicia hasta las cejas y con la toalla escurriéndose de mis dedos muy despacio, tan despacio que afligía; o cuando mi único deseo era encarcelarme bajo la sábana y quitarle el corcho a La Rioja para bebérmela.

Me atraía que solo alzara la voz para desternillarse a gritos, con esa risotada infantil que exteriorizaba como si le hubieran golpeado la espalda, escupiéndola. ¿Por qué mis labios no caminaron con decisión desde sus mejillas hasta el hogar donde viven sus besos? Porque tenía miedo. Muchos miedos diferentes. Me daba respeto e intimidaba su posible respuesta. Me asustaba dejar pasar esa ocasión y que la vida se hubiese cansado de tenderme su mano, saturada de oportunidades. Recelo de acabar siendo esa que siempre va con la hora a destiempo. Espanto de perderla antes de saber lo que era tenerla en mi vida como algo más que una amiga. Temía querer invitarla a algo y que no pudiera porque tenía prisa o algo mejor que hacer… Quise ser valiente por una vez, lo prometí. Lo malo fue que me creí mi mentira. Una vez más.

Pensé que debía darle un giro a mi conducta con ella. Olvidarme de este constante desgranar de bobadas. Quizá el resultado hubiese sido otro si rompía las leyes y ese giro lo daba con /j/. Porque me cautivaba. Porque era sencilla. Porque me cautivaba su sencillez. Y el jiro que provocaba en mi día a día.

Lo que deseaba, más que amor, era hacerle reír hasta que se le durmiera la mandíbula. Porque así era como me imaginaba la felicidad: a través de su risa. Y eso tan sencillo me gustaba…

© Sara Levesque

La Fuente de Trevi

Por Sara Levesque

 

Nunca se lo he confesado, pero si me duelen las heridas, me las curo entre sus versos. Yo escribo del género bohemio, que todavía no se ha inventado, como tal. Ella escribe con el alma a flor de piel, y aún me cuesta armarme de valor para hacerle saber, sin acobardarme demasiado, que quiero que acaricie de cerca mi corazón con cada poema suyo. Que le haga temblar de rabia o de emoción, que lo engrase con su prosa y se la entregue desde cualquier dirección. Que sigamos adelante donde lo dejamos aquella tarde que tan tarde se nos hizo. Porque mis sueños sin ella, nada son.

Nunca se lo he reconocido, pero deseo desde siempre arrancarle una sonrisa o la ropa en vez de ansiar huir de ella por el espanto que me tengo, aunque suene a incongruencia. No supimos saborear los momentos con los ojos cerrados a tiempo. Me arrepiento de lo que pasó, no por ello volveré a dejarme arruinar por la desazón. Quien manda en lo que a ella se refiere es mi corazón. Y si sigue latiendo su nombre con pasión solo es por una razón.

No sé a qué estamos esperamos para dejarnos abrazar por nuestras sonrisas. Sí sé que cuando estoy en la calle, ante el papel o en la cama, ya sea sola o acompañada, mis sueños sin ella, nada son.

No fue fácil alejarla. Odiarla sí. Pero alejarla hasta el olvido… Eso ya es otro cantar. En su caso se podría decir «otro recitar», que va más con ella. Con la escritora que se olvidó de escribirme.

Reconozco que alguna vez la he odiado. Y también que viví momentos en que era incapaz de distinguir a quién despreciaba más: a su indiferencia o a mi timidez. Aun así, querer alejarla no es mi sentimiento más fuerte. El que gana la batalla también empieza por /a/. Y si se gira la palabra luce el paradero de la Fuente de Trevi.

Me gustaría poder hallar mil maneras de convertirla en un recuerdo indoloro. No sé si es mejor que duela un ratito o que escueza para siempre. A pesar de no haberme prometido nunca nada, ni siquiera un insulso «tal vez» de madrugada, lastima mucho más de lo que me convendría; se me desgarra una y otra vez la herida. Eso es maldito, teniendo en cuenta que ella tendrá a otra a la que le prometerá toda su vida, que es lo que se me escurre a mí a medida que pasan los días.

Al margen de eso, mi parte más sádica sigue encantada de que me robe el sueño, que me confunda el pensamiento, que me castigue sabiendo que moriré virgen de ella, que siga paseándose por aquí dentro, en el meollo de este corazón que palpita afónico frunciendo el ceño.

No me voy a sentir mal por mentir, por latir, por ser algo pesada o por quererla de mala manera como si fuese una chiflada. Mi corazón está geométrico, se le marcan las esquinas, y en cada una de ellas brilla su puto nombre; un nombre, Lector, que empieza por /*/ y, joder, nunca termina.

No aguanto más la vida detrás de ella. Quiero adelantarme hasta llegar a su lado. Escribirle y que me responda, encontrarla, hallarla sin buscarla, no imaginarla. No volver a fallarla y sí cambiar la primera /a/ de ese verbo por la cuarta vocal.

Con ella me bastó un instante para enamorarme y toda una vida para aprender a olvidarla. Un sinfín de sus versos con los que calarme y una buena hostia a (des)tiempo para valorar su arte.
Supongo que en eso se basa mi aguante: en saber aceptar su versión más distante.

© Sara Levesque