De paso en paso

Por Sara Levesque

 

Descubrí el estilo menos doloroso para hablarle. Son las palabras escritas desde el corazón herido de una joven con alma de poeta maldita, o una maldita poeta con el alma joven. Tropecé con este método de confesión antes de que la locura del silencioso amor perdido pudiera conmigo. Esta costumbre abarrota mis días huecos. Y sobrevivo acariciando las letras en las que una vez ella y yo nos unimos.
No se trata de una verdad a medias. Tan solo es una doble mentira.

Y es que nunca conocí a una mujer más tranquila y atractiva que ella. Era… No sé cómo era porque abarcaba todo. No existía en el diccionario un adjetivo con la envergadura suficiente como para definirla. Formaba un conjunto con todos los atributos bonitos y, a la vez, con ninguno de ellos.
Creí que la había encontrado. Me refiero a ella. A mi compañera de vida. Era maravillosa y siempre estaba pendiente de mí. Pero, como una intrusa, se cruzó en mi abstracta ruta difusa la más confusa de las musas. Una musa sin excusa. O con todas ellas. Llegó con su misterio, rompiendo mis esquemas. Ya de por sí son frágiles. Mucho. Demasiado. Con ella cerca, cada vez que armaba dos piezas y buscaba la tercera, tropezaba con su olor. Él fue el motivo que derrumbó mi puzle interior.

Desde el primer vistazo su boca me ha llamado. Ignoraba lo que sucedía en mi mente cuando apreciaba con lentitud sus labios que, ni muy gruesos ni apenas visibles, absorbían la poca vida que me quedaba. Al contemplarlos, sentía el impulso de probar su sonrisa. Resultaba una mujer adorable cuando paseábamos por la ciudad y miraba a su alrededor con timidez en medio de la multitud, como si temiera que la devoraran, agarrándose de mi brazo hasta que nos escabullíamos de la jauría. Eso sí, jamás dejaba de sonreír. Con la seducción de sus gestos al caminar yo titubeaba; paseaba al ritmo de una música que el mundo oía, pero solo ella escuchaba. Era espontánea, natural. Hasta encontré entrañable su manera de hablar con la boca llena de patatas fritas haciendo el aspersor y escupiéndome sin querer algún que otro perdigonazo de comida.

No me importaba darme un paseo extra en el metro si con ello seguía disfrutando de sus anécdotas, sin dejar de escuchar hasta la última palabra que se le ocurriera decir, porque me dejaba tan absorta que me equivocaba de trasbordo. Aunque me supusiera llegar a casa dos horas más tarde, elegía acompañarla a donde fuera que se desviase sin que se notase demasiado que deseaba seguir regocijándome de su compañía un poquito más.

O que resultase que íbamos por el mismo camino y cuando me tocaba desviarme y a ella no, fingir que a mí tampoco. Me agradaba comprender que su paso era más rápido que el mío y hacer un esfuerzo por acoplarme a sus zancadas, porque llevaba prisa y yo resido desde siempre envuelta en la parsimonia. Gracias a ello, descubrí nuevos rincones de la ciudad. Opté por ignorar mi rutina repetitiva de transitar la acera que ya conocía de memoria, desganada, para seguir la aventura que me ofrecía sin ser consciente de ello. Eso me ha pasado varias veces, solo que doña Musa nunca lo supo.

Al deleitarme con su compañía en esos instantes extra, me podía ir a casa soñando con su inspiración.
No me importaba hacer el ridículo de manera tan absurda si con ello ganaba nuevos momentos a su lado. Me encantaba que me llevase a perderme junto a ella, aunque no supiera que estaba perdida.

© Sara Levesque

 

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